El bosque de Soignes es un lugar de los que vale la pena visitar todo lo a menudo que se pueda. Es una continuación algo más agreste del bucólico Bois de la Cambre, donde los bruselenses de toda condición retozan como si no hubiera coronavirus en el mundo, pero que, como los bruselenses son (¿somos?) muy abundantes, a veces da una impresión de sobrepoblación que uno no va buscando cuando sale a pasear.
La Forêt de Soignes, que así se llama en la lengua vernácula más habitual en la zona por la que se extiende (en la otra es Zoniënwoud), se va alejando del centro de Bruselas y se introduce en la estrecha franja de Flandes que separa Bruselas de Valonia, para después invadir ésta y acabar por la zona de Waterloo, más allá de la autopista de circunvalación.
Precisamente esta autopista de circunvalación es uno de los obstáculos que corta el bosque y que impide el paso a su continuación; el otro es la vía de ferrocarril que atraviesa Boitsfort y que deja una buena franja de bosque únicamente accesible por medio de algunos túneles que se deslizan bajo las vías. Pero la parte principal del bosque es lo bastante grande para perderse sin grandes problemas, y las dos o tres carreteras que lo atraviesan no son obstáculo para ir de un sitio a otro y, a veces, no saber muy bien dónde se encuentra uno.
Y, muy cerca de una de ellas, trotando por uno de los múltiples senderos que cruzan el bosque en todas direcciones, se encuentra uno la curiosa estructura que aparece en la foto, y que recuerda a las construcciones megalíticas prehistóricas ¿Cromlech? ¿Dólmenes? ¿Stonehedge? No, no, Bruselas, y siglo XX, pero después de Cristo, no antes.
La construcción del conjunto obedece al empeño de un funcionario, Director General de Aguas y Bosques, que organizó una suscripción pública para alzar un monumento en memoria de los guardas forestales caídos durante la Primera Guerra Mundial. Cuando se habla de Primera Guerra Mundial, en casi toda Europa se le da una importancia relativa, porque en general la Segunda fue bastante más destructiva, pero Bélgica fue una excepción. En Bélgica, durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se pasearon sin el menor problema y conquistaron el país en un pispás, además de que encontraron una masa de colaboracionistas que les hicieron la vida bastante fácil. La Primera fue otra cosa, el ejército belga consiguió resistir en una parte -pequeña, pero parte- del país, al mando del rey Alberto I, y las bajas de ambos bandos fueron numerosísimas.
Así que se sacó pasta para hacer un homenaje a los forestales caídos, y se confió la construcción del monumento a Richard Viandier, un artista de la Escuela de Tervuren, caracterizada por sus obras paisajísticas y con un punto romántico. En 1919, el romanticismo estaba totalmente pasado de moda, y los paisajes tampoco eran precisamente el último grito en tendencia artística. Viandier, de hecho, es un artista de otra época, y eso que no falleció hasta 1949, a los noventa años. Se inspiró, bastante claramente, en los pueblos célticos del Neolítico y montó un conjunto de once menhires (no sé si se los encargaría a Obélix) que rodean un trilito y en cada uno de los que se grabó el nombre de un forestal y su localidad de nacimiento. Sí, durante la Gran Guerra cayeron exactamente once forestales. El 30 de mayo 1920 (la construcción del monumento no fue enormemente complicada) se inauguró el monumento y Viandier fue nombrado Caballero de la Orden de Leopoldo.
El centenario de la inauguración fue hace unos días, pero no está en este tiempo el horno para bollos y para jolgorios varios, así que la única celebración que me consta es la que estoy realizando con esta entrada. Un hurra, pues, por este bonito monumento, del que se podrán decir muchas cosas, pero desde luego no que no esté integrado en el paisaje. Sólo falta un druida, tú.
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