viernes, 28 de febrero de 2020

Vistiendo estatuas

El Manneken Pis es una estatua que pasa por ser uno de los emblemas de Bruselas. Es una fuente, situada muy cerca de la Grand Place, cuyo caño no es sino la estatua de un niño orinando. Orinando agua, claro, no seamos malpensados. Se supone que dicha estatua, y dicho niño, es un símbolo de la actitud dicharachera y jolgoriosa del bruselense medio, y lo será, pero no conozco apenas a nadie que no se haya quedado un tanto despagado la primera vez que han visto al Manneken.

- ¿Tan pequeño es? ¡Pensaba que sería más grande!

No, no es grande. De hecho, no creo que pase de tres palmos, aunque, claro, las fotos están debidamente aumentadas y, si uno no ve lo que hay alrededor, puede hacerse una idea errónea de las proporciones.

Los bruselenses, eso sí, han montado un tinglado tremendo con la estatuilla de marras. En mi período inicial en Bruselas, en que viví a dos pasos de la Grand Place, tuve ocasión de visitar uno de los museos de la ciudad (éste sí, directamente en la Grand Place), dedicado a exponer los distintos trajes del Manneken Pis.

- ¡Pero si está desnudo!

Normalmente, sí lo está. Pero el niño, ahí donde lo vemos, dispone de 1046 trajecitos, que le han ido regalando entidades de lo más variopinto, y que se ha puesto al menos en una ocasión. El último se lo regaló la Hermandad del Rocío de Bruselas, y se lo puso el 22 de febrero del año en curso; yo no soy hermano de tal entidad, pero, como consorte de quien sí lo es, tuve un acceso bastante cercano al evento, que voy a narrar puntualmente para los ávidos lectores de esta bitácora.

Por lo visto, para tener el privilegio de regalar un traje al tal niño, las cosas pasan por la Asociación de Amigos del Manneken Pis, que, por lo que pude ver, está formada por un grupo de personas, razonablemente entradas en años, vestidas al modo de los ujieres y muy dicharacheras y graciosas, no en vano se supone que el bruselense medio, simbolizado por el Manneken, es desenfadado y amigo de las francachelas. Pues así se pretenden ellos.

De los trámites hasta llegar al evento no me voy a hacer eco, porque tampoco estoy muy enterado de los mismos, pero sí que he creído entender que los requisitos para acceder no son cualquier cosa. La asociación que aspire a vestir al Manneken debe tener una antigüedad de diez años, y eso la Hermandad del Rocío de Bruselas, que no hace mucho cumplió los veinte, lo supera de sobra; además, está vetado cualquier símbolo religioso en el atuendo del Manneken, y en el acto en general. Ahí los problemas crecen, porque las hermandades del Rocío, incluida la de Bruselas, si no son entidades religiosas, a ver qué son. En efecto, quedó proscrito cualquier símbolo tangible cristiano, e incluso mariano, pero hicieron la vista gorda con la música, y ahí el coro de la Hermandad se despachó de lo lindo, culminando los cánticos con la Salve Rociera.

Sea como fuere, empecemos por el principio de lo que a mí me afecta. A las once de la mañana, esto es, una hora antes del acto junto a la fuente, comenzaba la liturgia en forma de recepción en el ayuntamiento de Bruselas, que es esa enorme torre de la Grand Place. Nervios aparte, el día pintaba mal: caía una llovizna molesta, soplaba un viento no menos molesto y hacía un frío que dejaba tieso. Contra la costumbre española de llegar más bien tarde, Alfina y yo llegamos algo antes de la hora, y eso fue bastante incómodo, porque nos tocó esperar al aire libre, y no digo a la intemperie porque nos cobijamos bajo un mínimo techado. Igual no está tan mal la costumbre española de no respetar la puntualidad, porque los que la siguieron fielmente se ahorraron la espera y el castañeteo de dientes y entraron directamente al ayuntamiento.

Como no hay mal que cien años dure, también nosotros entramos al mismo, y más concretamente a una de las salas ceremoniales. Nos desprendimos de los abrigos y, antes de empezar con los discursos, unos se pusieron a admirar los artesonados, otros a charlar distendidamente entre sí, o con los miembros de la Asociación de Amigos del Manneken Pis, y sólo uno de los presentes, chiflado por la historia, fijó la vista en las paredes de la sala.

No es necesario, claro, que desvele quién era el chiflado por la historia al que acabo de referirme ¡Quién va a ser! En cambio, lo que había por las paredes de la sala ceremonial del ayuntamiento merece una entrada aparte. Entrada, sin embargo, que deberá esperar para otra ocasión, porque hoy se hace un poco tarde.

(Y sí, me queda pendiente continuar la entrada anterior. Poco a poco, poco a poco... ¡No nos vayamos a herniar!)

viernes, 21 de febrero de 2020

Inestabilidad política

No está el horno para bollos en Bélgica. El país lleva sin gobierno desde ni se sabe el tiempo, y no es la primera vez que los gobiernos en funciones se eternizan por estos pagos.

Más o menos como sucede en España, el Rey encarga a alguien la formación de gobierno, y esta persona debe tratar de conseguir la confianza de la Cámara de Representantes, que es a Bélgica lo que el Congreso de los Diputados es a España. La Cámara se compone de 150 diputados, para los once millones de habitantes del país, lo cual digamos que es razonablemente proporcional a los 350 diputados que hay en España.

El caso es que, en Bélgica, los dos partidos más votados son independentistas, lo cual no debería ser motivo de optimismo en cuanto a la supervivencia del país. En cualquier caso, el voto está tan disperso que no hay quien consiga una mayoría, y no es de extrañar, porque el único partido de cierta enjundia que puede considerarse nacional es el Partido del Trabajo de Bélgica, que es una curiosidad estalinista llegada hasta nuestros días y que, sin embargo, ha crecido considerablemente en las últimas elecciones y ha obtenido escaños en todo el país. Los demás, ni siquiera se presentan más que, o en Flandes y Bruselas, o en Valonia y Bruselas, con la notable excepción de Vlaams Belang, que se presenta en todo el país, entiendo que para hacer rabiar: en Flandes obtuvo porcentajes de voto de entre el 15% y el 20% (y de ahí sacó sus 18 diputados), mientras que en Valonia y en Bruselas anduvo en porcentajes inferiores al 1%, y aún me pregunto a quién en Valonia se le pudo ocurrir votar por ellos. Es como si Bildu se presentara en Extremadura.

Con semejante panorama en el Parlamento, incluyendo 43 diputados independentistas flamencos (unos más independentistas que otros, vale) y 12 estalinistas ortodoxos, ponerse de acuerdo requiere mucha mano izquierda. Tanta, que no hay quien la tenga. El caso es que, desde las elecciones, que tuvieron lugar el 26 de mayo de 2019, aquí no hay quien se ponga de acuerdo. El Rey ha encargado "misiones de información" a tirios y troyanos, pero ya va por la sexta, y el gobierno no sólo sigue en funciones, sino que el Presidente del Gobierno en funciones, Charles Michel, un liberal francófono (y probablemente masón, como buena parte de los liberales), se les ha ido con viento fresco, al ser nombrado Presidente del Consejo de la Unión Europea. Como para criticarlo...

Bélgica ya tenía una larga experiencia de gobiernos en funciones. En 2007, estuvo 194 días en esta situación, y en 2010-2011 incluso batió ese récord con unos fenomenales 541 días, en lo que se considera la crisis de gobierno más prolongada de la historia moderna europea. Bélgica está con un gobierno en funciones desde el 21 de diciembre de 2018, cuando los nacionalistas flamencos, que habían abandonado el gobierno unos días antes, amenazaron con una moción de censura al gobierno Michel II, y éste dimitió y se quedó en funciones. No queda tanto para batir el récord, no, todo es ponerse.

Y, claro, cuando uno ve que los partidos antisistema (porque a ver qué son los independentistas y los estalinistas) van ganando posiciones, mientras que los partidos del sistema se pegan más que Loctite, los bienpensantes y paniaguados comienzan a verle las orejas al lobo.

Pero eso lo dejo para otro momento, que ahora tengo faena.

sábado, 15 de febrero de 2020

Dinosaurios

Los dinosaurios tienen la cualidad de no desaparecer así como así y, efectivamente, ésa es la sensación que se me quedó después de la última entrada, hace ya tanto tiempo. Los dinosaurios del microrrelato tienen la desagradable tendencia de quedarse donde están, y en ese sentido son una metáfora de esos problemas que están ahí, fijos, incrustados en la vida de uno, y que son problemas de verdad, en el sentido de que no se desvaneces con el paso del tiempo.

El retorno a Bruselas para permanecer en ella unos cuantos meses trajo consigo la convivencia con el dinosaurio. Porque, efectivamente, con los dinosaurios se pueden hacer varias cosas, unas más cuerdas y otras menos. Ignorar el dinosaurio es una de las posibilidades, pero no diría yo que, por regla general, sea una buena idea; algo mejor parece la de hacerse amigo de él y usarlo para buscar nuevos horizontes.

* * *

No, este mes de silencio no se ha debido a la presencia de dinosaurios. Al menos, no sólo a eso. Se ha debido a que estaba de exámenes, pero los he terminado esta mañana, y espero que eso me dé ocasión de seguir filosofando por aquí, al menos mientras no me enfrasque en otros quehaceres que están ahí, esperando, como hijitos del dinosaurio, y que también reclaman inevitablemente la atención de uno.