miércoles, 25 de septiembre de 2019

Yo no he sido

Esto no es Grozny, ni Kabul, ni Mosul. No: esto es Bruselas, y más concretamente el edificio otrora conocido como Hospital Edith Cavell, y que ahora es un amasijo menguante de hierro y polvo.

No le puedo tener la menor simpatía al lugar (por esto, esto y esto), pero que conste que no tengo nada que ver con su derribo.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Parsimonia

La esperanza de vida de los belgas es, parece ser, algo inferior a la española, pero igualmente muy alta, y no es para menos. Un belga necesita mucho tiempo, mucho más que los naturales de otros sitios. Un año en España está lleno de sucesos y de singladuras, de batallitas y de acontecimientos; las cosas van tan rápidas, incluso en Salvacañete, que no parece que les dé tiempo a suceder.

Aquí, no.

En Bélgica las cosas pasan con mucho esfuerzo y dificultad. Diríase que es como España a cámara lenta. Es como cuando ajustas mal el freno de una bicicleta, y las zapatas rozan con las ruedas, y dar pedaladas te cuesta un montón más de lo que debiera.

El ejemplo típico son los restaurantes. Ir a un restaurante belga es algo que sólo debería suceder si no tienes hambre en absoluto. Si la tienes, has hecho un mal negocio. Yo comprendo que parece razonable ir a un restaurante cuando tienes hambre, pero, si eso te pasa en Bélgica, considera la posibilidad de comprarte un bocata en un supermercado (suponiendo que estén abiertos, que ésa es otra...), o de ir a un puesto de patatas fritas a comprarte una ración con mayonesa. Que sí, que no es lo más sano del mundo, ni mucho menos, pero hemos quedado en que tenías hambre, y te comerías lo que sea y pronto. Pues eso último es lo que no vas a conseguir si te metes en un restaurante belga.

Hace año y pico abrió en la esquina de nuestra calle un restaurante belga, a unos magros cincuenta metros de la puerta de nuestra casa. Antes había habido allí una bocatería, que desapareció a las pocas semanas de mudarnos. Cada día, cuando volvíamos a casa, mirábamos el local con curiosidad, hasta que llegó el gran momento de la apertura.

- Tenemos que ir un día.
- Claro.

Nos perdimos el aperitivo de apertura que dieron, pero eso no nos arredró. El local tenía buena pinta, y ya les valía, porque habían tardado la tira y media en terminarlo. Total que, un buen día, Alfina y yo nos dijimos que había llegado el momento de hacer gasto a los vecinos, recorrimos los cuarenta metros que nos separaban del local, y entramos.

Se nos acercó una chica joven.

- ¿Van a cenar?

Eran como las ocho de una agradable tarde de verano, y estábamos entrando en un restaurante. En España podría pensarse que quisiéramos merendar, pero allí no había muchas alternativas, la verdad.

- ¡Sí! - respondimos.

La joven se rascó la cabeza, como si no esperara la respuesta. Vamos, como si otra respuesta fuera posible.

- Ah... a cenar...
- ¿Nos podemos sentar ahí? - y señalamos una mesita, ideal para dos personas, situada cerca de una de las ventanas.
- Bien. Ahora les traigo la carta.

Nos la trajo, y pedimos una ensalada de primero para compartir, y un segundo para cada uno. Nada raro. La camarera tomó nota y se retiró, supongo que a avisar en cocina de que tenían algo que hacer. Llevo seis años por aquí, pero no estoy seguro de cómo funciona un restaurante belga, y qué sistema utilizan para transmitirse información de unos a otros.

Sea cual sea, el sistema podría mejorarse. Pasaron cinco minutos, pasaron diez, pasaron quince y pasaron veinte, y nos tenían con un botellín de agua. Si, cuando entramos, teníamos hambre, a la media hora nos hubiéramos comido a la camarera, no sé si más de hambre o por venganza.

En esto, Ro pasó por allí y nos vio.

- ¡Hola! ¿Vais a cenar aquí?
- A este paso, a desayunar.
- ¿Cuánto tiempo lleváis esperando?
- Ya pasa de media hora.
- ¡Hala! Yo me voy a casa a cenar.
- En la nevera tienes lentejas.
- Vale.

Nuestra posición era un poco estúpida. Estábamos pasando un hambre canina a cuarenta metros de unas lentejas que, por si fuera poco, eran de nuestra propiedad. Y ya habíamos agotado todos nuestros temas de conversación, yo diría que por inanición.

A los tres cuartos de hora llegó la ensalada. No vayamos a creer que era el colmo de la sofisticación: tomate, lechuga y queso. Suponiendo que tuvieran los ingredientes, es difícil pensar en cómo se las apañaron para tardar tanto. Y, por si fuera poco, era para compartir, cosa que hicimos: el caso es que la devoramos en un periquete, mucho menos de lo que habíamos estado esperándola, y al acabar teníamos casi más hambre que antes.

Si para la ensalada habían tardado tanto, lo del segundo podía ser histórico, pero quisimos pensar que no habían sacado la ensalada hasta tener el plato principal a punto, de manera que no hubiera una gran separación entre los dos platos. Así que podíamos esperar el segundo casi enseguida.

Qué ilusos éramos.

Cuando ya estábamos bastante hartos de mirarnos, llamó Ame por teléfono.

- ¿Dónde estáis?
- Hemos ido a cenar al restaurante nuevo que han abierto al lado de casa. Pásate por aquí.
- Vale.

Ame estaba en casa, y no tardó ni cinco minutos. Ojalá se hubiera traído las lentejas. Además, con chorizo, tú.

- ¿Ya habéis cenado?
- Nos han traído una ensalada, pero ya no queda nada ¿Te quedas a cenar?
- ¿Son belgas?
- Sí.
- ¿Hay algo en casa?
- Lentejas.
- Me voy a casa.
- No te lo reprocho...
- Ánimo. Al final traerán lo que hayáis pedido.

El caso es que lo hubiéramos comprendido mínimamente si el restaurante hubiera estado atestado y viéramos a la camarera atosigada y con apuros para controlarlo todo, pero, ¡quia!, éramos los únicos clientes en el interior del restaurante, y en el exterior no había sino un grupito que se limitaba a picar algo y apretarse unas cervezas. Uno se pregunta a qué se estaban dedicando el cocinero y la camarera durante la hora y tres cuartos que estaba durando aquel suplicio.

Al final, ya tuvimos que decirle algo.

- ¿Ya van a traer el segundo plato?
- ¡Ah! ¿Lo quieren ya?

No, mira, si quieres, te esperas a que amanezca, no te joroba.

- Si pudiera ser...
- Voy a ver si está listo.

La camarera desapareció de nuestra vista, lo cual sin duda sucedió por su bien. Volvió un rato después, con la buena noticia de que, a la vista de la situación, el cocinero estaba teniendo la gentileza de acelerar sobremanera la preparación del plato, y que, por ser nosotros, es posible que en diez minutos estuviera ya.

El segundo plato llegó, pues, cosa de una hora después del primero. Para entonces, no ya a la camarera, yo creo que también nos hubiéramos comido al cocinero. Y la verdad es que me gustaría recordar si me gustó la cena, retrasos aparte, pero soy incapaz: en primer lugar, porque tenía tanta hambre que no me duró apenas, y así no hay quien deguste nada; y en segundo lugar porque, para cuando llegó, lo de menos era si estaba bueno, con tal de que fuera comestible y su consumo fuera legal.

- ¿Desean algún postre? - nos preguntó solícita la camarera.

La miramos con cara de poquísimos amigos.

- No, que el viernes viene el fontanero a casa, y no vea cómo se enfada si le hacemos esperar.
- Pero si es miércoles...
- Nosotros ya nos entendemos.

Creo que huelga decir que no dejamos propina y que no hemos vuelto a aparecer por el local. Y que, cuando tenemos la tentación de entrar en un restaurante regentado por belgas en general, y por bruselenses en particular, recordamos la experiencia que queda relatada arriba y nos preguntamos si no será mejor poner en remojo unos garbanzos, aunque tarden doce horas en reblandecerse.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Vuelta a Bruselas

El retorno a Bruselas después de unas semanas de vacaciones tiene algo de amargo. Debe ser parte de la naturaleza del ser humano estar insatisfecho con lo que tiene. En España hace mucho calor, vale; si tenemos que creer a los meteorólogos y a los partidarios del cambio climático, cada vez hace más. Sea. Pero uno llega a Bruselas y, tras un par de días de engaño y bonanza, cae el mercurio a plomo y, de dormir con sábana, pasa uno en materia de horas a levantarse por la noche y buscar esa manta que guardó pocas semanas antes, pero que parecen años.

Y no nos paramos con la manta, no; al día siguiente, las temperaturas siguen cayendo, y uno se pone a buscar el edredón, y así y todo no las tiene todas consigo. Eso por no hablar de las llamaditas a España:

- ¿Qué tal estáis?
- Huuuy... achicharrados, ¡hace un calor! A veinticinco grados estamos.
- Qué suerte... nosotros hemos bajado a siete esta noche.
- ¡Pero eso es magnífico! ¡Ya me gustaría que hiciera siete grados por aquí!

Yo supongo que lo dicen sinceramente, pero no puedo evitar pensar en que, con veinticinco grados, uno va en camiseta y pantalón corto, y la mar de ligero; mientras que aquí tengo que llevar camiseta interior, los pantalones cortos no son sino un recuerdo, y ya voy mirando los jerséis de reojo. Y pienso que mis interlocutores no saben lo que dicen.