Un domingo por la mañana de septiembre no es el mejor momento para hacer grandes alardes.
La carrera comenzaba a las nueve, para eludir las horas de más calor, de manera que a las siete y media de la mañana estábamos, legañosos y cansados, en la puerta del garaje. Se nos unió Juan que, como casi tenía por costumbre, llegó un poco tarde. Vamos, que casi nos tenemos que ir sin él para no quedarnos sin carrera. Valencia estaba completamente dormida, si exceptuamos un nutrido grupo de sudamericanos que claramente acababan de cerrar una discoteca, o algo así, y que, sobre todo las mujeres que había entre ellos, vestían ropa varias tallas más pequeñas de lo que deberían, y que, con el jolgorio que llevaban y el ruido que causaban, compensaban más que de sobra el silencio de todos los demás habitantes del barrio.
Llegamos a Benicountrí sin mayor novedad, pasamos por casa, nos pusimos la ropa de deporte, dejamos las llaves y nos dirigimos a la plaza. Es una novedad agradable, disponer de una base en una carrera popular, en lugar de atarse las llaves del coche a las zapatillas y arriesgarse a que vayan colgando o, lo que es peor, a perderlas. Aquí nos bastaba con llevar la sencilla llave de nuestra casa -supongo que ya debíamos, con más motivo, llamarla así- y, aunque la perdiéramos, sabíamos que la vecina tiene copia.
Fue todo tan rápido que media hora antes de la carrera ya teníamos el dorsal sujeto a la camiseta con los tradicionales imperdibles, el chip de cronometraje atado a los cordones de las zapatillas y, básicamente, podíamos elegir entre tumbarnos a la bartola hasta la hora de la salida o calentar a base de bien.
Como en otras ocasiones, Kukoc y Reyrata decidieron calentar durante el primer kilómetro de la carrera, o los dos primeros, o los que hicieran falta, mientras que yo, y también Juan, decidimos que los siete kilómetros y medio de la versión corta que íbamos a correr merecían nuestra mejor versión desde el principio. Digo versión corta, porque la alternativa hubiera sido la carrera de quince kilómetros que era la versión completa, y en la que, con la semanita que llevábamos, no nos planteamos participar.
Así que dejé a mis hermanos paseando por los alrededores de la línea de salida, haciendo como que estiraban, y me fui con Juan al trotecillo por las callejuelas del pueblo, hasta dar con la que fue casa de mis abuelos, y que ahora apenas se tenía en pie y presentaba un estado de casi abandono, que Reyrata paliaba de cuando en cuando utilizándola como almacén. La casa está en el confín del casco urbano y, llegados allí, dimos media vuelta y, por otro camino, volvimos a la línea de salida. Unos dos kilómetros de calentamiento, seguramente un poco menos.
- ¿Qué objetivo tenéis?
- No sé - dije -. A ver qué tal, pero me gustaría acercarme a cinco minutos por kilómetro.
- ¡Hala! Pues ya te puedes ir. Nos veremos en meta.
Juan se echó unas risas.
- ¡Mira! ¡Ahí está Pascual!
Pascual competía en la categoría de minusválidos. De hecho, era el único competidor de la categoría de minusválidos, lo que le daba trofeo seguro. Su discapacidad era intelectual, pero el físico, aunque lejos del de sus años jóvenes, le daba para acabar la carrera sin grandes problemas. Y es muy buena persona, mucho mejor que otros más inteligentes que él.
- Pascual, ¿cóm vas?
- Che, ¿qué feu per ací? ¿Aneu a córrer?
- Anem a córrer, això sí, la curta. La llarga te la deixem a tu.
- ¿La llarga? ¡Qué dius! La llarga p'als atres.
Nos acercamos poco a poco a la línea de salida. Para ser un domingo por la mañana de septiembre, la carrera tenía una participación considerable, que probablemente superaría las cuatrocientas personas. De repente, ¡traca!, y la gente comenzó a correr como si les hubieran pillado robando fruta. En las carreras de Valencia la salida no suele darse con pistola, sino con un buen petardo, o con una traca, como al acabar las bodas, bautizos o primeras comuniones.
Kukoc y Reyrata se situaron estratégicamente hacia la cola del pelotón, con ánimo de calentar e ir de menos a más. A Juan y a mí la salida nos pilló algo retrasados, así que nos pusimos a adelantar gente, favorecidos por el hecho de que la organización -y se agradece- había metido la carrera por las calles más anchas del pueblo.
Aun así, íbamos algo frenados, hasta que llegamos al primer kilómetro.
- ¿Cuánto te da?
- 4'58", pero no parece sincronizado con el GPS.
- ¿Y cómo vas?
- Bien.
- ¿Mantenemos?
- Mantenemos.
Pasado el kilómetro dos salimos del casco urbano, y hubiéramos podido acelerar un poco de haber querido, pero estábamos reservones. Antes del kilómetro cuatro, más o menos a mitad de nuestra carrera, pasamos por delante del cementerio, donde tres días antes habíamos enterrado a mi madre, y nos santiguamos.
La falta de entrenamiento se estaba notando. Si, hasta el kilómetro cuatro, habíamos estado un poco por debajo de cinco minutos por kilómetro, del cuatro al cinco el cronómetro marcó 5'08", poniendo en claro peligro el objetivo de bajar de cinco.
Del kilómetro cinco al seis, el sol caía a pico, y el recorrido transcurría por el polígono industrial del pueblo, de calles anchas y en las que, a esas horas, no había maldita la sombra. Para entonces, el grupo que corría la carrera larga se había desviado hacia la marjal y quedábamos islotes de corredores aislados, separados por un mundo de quienes iban por detrás y por delante. En nuestro caso, delante de nosotros había un grupo de tres mujeres jóvenes a quienes les íbamos recortando la ventaja poco a poco, supongo que porque a ellas también se les estaba haciendo larga la carrera.
Motivados por la proximidad de las mujeres, apretamos un poco y las superamos a la altura del almacén de la cooperativa. Fue el kilómetro más rápido, y nos quedaba uno y medio, pero ya íbamos con la lengua fuera. Por detrás venía un corredor que se puso a nuestra altura, y con el que entramos de nuevo en el casco urbano, precisamente por la calle de mi casa.
Doscientos metros más allá, o a lo mejor eran cuatrocientos, veo que mi vecina estaba entre quienes habían salido a animar a los corredores, delante de su casa. Animado, me adelanté con un acelerón para el que no sé de dónde saqué las fuerzas.
- ¿Qué haces? - me dijo Juan, sofocado.
- Voy a... salu.. dar... a mi vecina... - alcancé a musitar.
- ¡Angelitaaaaaa! - y le acerqué la mano para chocarla.
- ¡AAAAAY! ¡Mira este! Au, au...
Justo en ese punto, el recorrido daba un giro radical y se metía por el Bonaire. Entre el giro y el acelerón para saludar a la vecina, me quedé completamente vacío; Juan me alcanzó enseguida.
- ¡Que no hay que ir a tirones!
- Es que...
El tirón nos había dejado baldados a los dos. El que había entrado en el pueblo con nosotros nos superó sin el menor problema. Nunca el Bonaire me había parecido tan largo, ni, después, la calle del Cristo, donde la pancarta de meta se adivinaba a lo lejos. Juan y yo entramos juntos, con una notable marca de 37'08", a 4'56" por kilómetro. Sí, lejos de las mejores marcas que hubiéramos hecho, pero, oye, que ya tenemos una edad, a la que no es tan sencillo bajar de ciertos tiempos. Nos desatamos el chip de la zapatilla y lo devolvimos.
Estábamos contentos. Hay carreras con las que uno tiene una espinita clavada y, para mí, la de mi pueblo era una de ellas. Fue la primera que corrí, con diecinueve años, sin entrenar fondo lo más mínimo, y llegué antepenúltimo y completamente desfondado. En los siguientes años, antes de dejar España, nunca me preparé mínimamente en serio, así que mis marcas eran todo lo malas que pueden suponerse.
Con el tiempo, comencé a prepararme mejor y a situarme en ritmos por debajo de los cinco minutos. Me propuse bajar de ese ritmo en todas las carreras en las que antes había ido a ritmos lamentables, pero nunca hasta entonces había podido correr en mi pueblo, por asuntos de calendario. Hasta entonces. Espinita desclavada.
Para la llegada de Kukoc y Reyrata aún faltaba un rato. Al final, el rato no llegó a diez minutos, y consiguieron bajar de seis minutos por kilómetro; entraron juntos.
- Seguro que he llegado yo antes.
- Qué va, paquetorro, he llegado yo antes.
- Cuando salgan las fotos en la web verás.
- Tú verás.
Nosotros ya llevábamos un rato comiendo sandía y reponiendo líquido y, mientras ellos dos hacían lo propio, debió llegar Pascual, más o menos a 6'20", que no está mal, y poco después el coche escoba. Pascual devolvió el chip, de la mesa de la organización se levantó uno de los árbitros con unas hojas y las clavó con una chincheta en el tablón de la iglesia.
- La clasificación ya está. Ahora verás.
- ¡He quedado primero yo!
- ¡Pero si tenemos el mismo tiempo!
Yo miré mi tiempo, algo generoso. Oficialmente el ritmo real había sido de 4'54", probablemente por el tiempo que tardamos en cruzar la salida a causa de la multitud que había por allí, o vaya usted a saber por qué. Todos los corredores se agolpaban para consultar la clasificación, mientras el árbitro clavaba otras hojas, era de suponer que las de los premios, un poco a la derecha. Siempre que hay algo que leer, yo asomo la cabeza.
"Qué fieras, pensé. El primero ha llegado a 3'50"; ah, y aquí está la clasificación local, a ver si conozco a alguien. El primero, en 4'23", también bueno, pero supongo que los mejores del pueblo, o están organizando la carrera, o corren la carrera larga. El segundo, 4'40", el tercero ya se va a 4'54" ¿4'54"? ¿Alfor von Buchweizen? ¡Si soy yo!"
- ¡Eh, que he quedado tercero local! - interrumpí a mis hermanos, que seguían discutiendo sobre quién había quedado delante.
Ni que decir tiene que jamás había estado ni siquiera cerca de subir al podio de una carrera. Aunque, claro, para recoger el trofeíto deberíamos esperar a que llegasen todos los participantes en la carrera larga. Nos pusimos morados de sandía.
El trofeíto se ha quedado en Valencia, sobre el mueble del recibidor. Es muy improbable que jamás tenga compañía, de la misma manera que considerarme corredor local de Benicountrí, un pueblo que considero el mío, sí, pero en el que nunca he estado empadronado, aunque ciertamente tengo posesiones en el mismo y que visito siempre que puedo, es por lo menos atrevido.
Al día siguiente volvimos a Bruselas. Me extrañaría que alguna vez vuelva a pasar una semana tan rematadamente anómala en mi vida, y más en mi ciudad natal, pero supongo que todo puede suceder.