lunes, 19 de agosto de 2019

Mecánica contemporánea

De ordinario, cuando llego a Valencia, tengo el bulto misterioso esperándome. El bulto misterioso es una bicicleta plegable que ha visto mucho mundo, y que, desde su adquisición en, precisamente, Valencia, ha circulado por Madrid, Moscú, Bruselas y, nuevamente, Valencia, ciudad a la que ha venido para quedarse, porque ninguna otra se adapta como ella a sus características.

El bulto misterioso suele responder, con ciertas excepciones a lo que se le exige. No en vano disfruta de un uso periódico. Otra cosa son las otras bicicletas que compré en su día para solaz, disfrute y eventual desplazamiento de los demás miembros de la familia, que pasan por aquí de uvas a peras, y aun diría que ni eso. Dichas bicicletas se limitan a criar polvo en una habitación de mi piso que hace las veces de trastero, taller y garaje. Y, en efecto, las susodichas bicicletas, cuando se las reclama tras varios años de preterición, no tienen ningún motivo para responder con el agradecimiento que se les supondría: las cubiertas están revenidas, las cámaras carcomidas, los frenos herrumbrosos, y los pedales y bielas suenan más como una carraca de feria que como un mecanismo de precisión. No es de extrañar, pues, que, cuando Abi, Ro o Ame (o Alfina, pero eso pasa todavía menos) resuelven pasar unos días de asueto por ésta mi tierra, y toca sacar las bicicletas de su guarida, aquí arda Troya.

Como ya me vi el percal en su día, decidí que no era cosa de invertir en bicicletas de alta calidad. Me hice con unas plegables de hipermercado, útiles (y sólo hasta cierto punto) para criaturas de hasta 170 centímetros, 175 como mucho y, eso sí, Alfina dispone de una bicicleta de cierta calidad, una holandesa de paseo muy cuca, con su iluminación de dinamo, guardabarros y portaequipajes.

Cuando nos conocimos, Alfina ya había crecido todo lo que tenía que crecer, pero ése no era el caso de nuestros tres vástagos. Si, cuando nos hicimos con las plegables de hipermercado, les venían holgadísimas incluso con el sillín en la posición más baja, a medida que los años fueron pasando, se vio claro que Abi y Ro iban a superar la estatura de su madre, y que Ame iba a superar la mía.

Total que, con el tiempo y las sucesivas visitas a Valencia, mis hijos torcían el gesto cuando les tocaba usar las bicicletas plegables y, de esta manera, éstas tendían a no usarse. No es, pues, de extrañar que sus cámaras y cubiertas se fueran deteriorando, y este verano, cuando las quise hinchar para pasear con Abi y Ame, dos de ellas estallaran por las buenas mientras las montaba. La tercera bicicleta, por fortuna, sí pude hincharla sin percances, y con ella y con la holandesa de Alfina, sobre la que montó Ame, y mi bulto misterioso, saliésalimosramos por la ciudad.

Pero, tras responder correctamente durante buena parte de la mañana y del mediodía, cuando ya volvíamos a casa por la tarde, la rueda trasera de la tercera reventó poco después, a varios kilómetros de casa y con Abi sobre ella. Maldición.

En este apurado trance, decidí tomar el toro por los cuernos, rodar hasta casa, tomar herramientas y una cámara de repuesto, volver todo lo rápidamente que me permitían las piernas, sólo para darme cuenta de que no sólo la cámara había reventado, sino que la cubierta estaba rajada, y que forzosamente había que reemplazarla para evitar nuevas averías. No pasaba nada. Conocía un centro comercial a poca distancia, en el que podía hacerme con seguridad con una cámara y, acto seguido, cambiarla con las herramientas y proseguir el camino hacia casa en cosa de una hora.

Abi parecía poco entusiasmada con mi propuesta de solución.

- No pasa nada, papá. Haz marcha. Voy a llamar a un Cabify, meto la bici en el maletero, y ya está. Nos vemos en casa.

Y, uniendo la acción a la palabra, tecleó en su móvil y, a los dos minutos, tomó la bici, la arrastró hacia la calle, y desapareció, dejándome con la boca abierta.

Cuando, sumisos y sudorosos, Ame y yo llegamos en nuestras bicis bastante tiempo después, Abi ya estaba en casa la mar de relajada tomándose un polo.

Yo no estoy programado para la vida moderna.

sábado, 17 de agosto de 2019

Agostando


Agosto ya no es lo que era.

Uno recuerda llegar agosto, y pararse la España urbana, y concentrarse la única actividad en las zonas turísticas, que entonces eran únicamente las de sol y playa, nada de turismo cultural ni zarandajas de ésas. Madrid en agosto era una delicia, sin apenas madrileños, más que los que seguían de guardia, y uno podía pasearse a sus anchas por ella y curiosear a diestro y siniestro por sus esquinas.

Eso pasó. Entretanto, agosto y sus vacaciones se han recortado, y bastante es si duran una quincena. Las calles siguen medio vacías, sí, pero porque cada año hace más calor y no hay cristiano que aguante la solana; y, por si fuera todo, hay turistas por todos los sitios, que ocupan todos los rincones de la villa y corte (bueno, lo de corte vamos a tomarlo en su justa medida). Para acabarlo de arreglar, Madrid se ha gastado en los últimos lustros lo que no tenía, y para ver de remediar sus agobios financieros se dedica a freír a impuestos, tasas y exacciones varias, no ya a sus habitantes, que bien merecidos tienen sus sufrimientos por haber votado a sus mandamases, sino a todo hijo de vecino que tiene algo que ver con su término municipal.

En fin, que baja uno del avión a pisar suelo patrio, y es llegar a la capital y comenzar a salir los euros por los poros. Pero, así y todo, se agradece el cambio de aires y de clima, y el tránsito de veinte grados y lluvias intermitentes a treinta y pico y humedad poco menos que nula.

Y así, tras unos días de relajo en la capital, a base de deporte y piscina, y alguna que otra reconvención a Abi por tener el piso más sucio que la conciencia de un proxeneta, toca tomar el tren y allegarse a la patria chica, donde siempre esperan nuevas aventuras.

jueves, 15 de agosto de 2019

Aviones y aeropuertos... belgas

Bruselas, esa ciudad única y a la vez múltiple, llevaba ya algún tiempo de calma chicha. A partir de la fiesta nacional, que es el 21 de julio, la desbandada empieza. Los pocos que nos hemos quedado hemos visto como, en nuestros lugares de trabajo, las filas clareaban hasta extremos poco comunes, y los que quedábamos nos dedicábamos a terminar los expedientes que esperaban algún trámite y a contar los días hasta que, también nosotros, enfiláramos en camino del aeropuerto, Zaventem o Charleroi y, desde allí, partiéramos hacia otros andurriales. Yo he vuelto por mis fueros y, en este caso, por mi ya tradicional curso intensivo de neerlandés, que, después de todo, es una lengua oficial de este país que me acoge, y aun de esta ciudad. A la chita callando, ya he terminado el cuarto curso, lo cual me debería permitir desenvolverme con cierta soltura, pero la verdad es que, allí donde lo he intentado, sin ir más lejos en el propio aeropuerto, he estado más bien torpe.

Uno llega al control de seguridad de Zaventem, en Flandes, y se dirige con paso firme al control de seguridad. El agente se le encara a uno y le pregunta:

- English? Français? Nederlands?

Hasta hacía poco, y con la única intención de hacer la puñeta, cosa que confieso humildemente, yo respondía indefectiblemente:

- Deutsch!

No en vano el alemán es lengua oficial en Bélgica, siquiera sea en una región chiquitita, cosa que no se puede decir del inglés. Los letreros del aeropuerto, por cierto, no sólo están rotulados en las tres lenguas que me ofrecía el operario, sino también en alemán, pero lo cierto es que aún no me he encontrado con ningún segurata que controle la lengua de Goethe. Generalmente tuercen el gesto y siguen en inglés.

- Do you have any liquids? Tablets? Computers?

- Wie bitte?

Aquí ya las cosas se complican. El segurata tipo no está preparado para gentes que desconozcan alguna de las tres lenguas en que pueden comunicarse y, sin embargo, deberían estarlo. Me he encontrado con turistas alemanes cuyo inglés no vale ni para pedir la hora, y mucho menos para comprender la respuesta, y eso por no hablar de los españoles. Como tantas veces he repetido, Ryanair y las compañías aéreas de bajo coste han hecho mucho daño, y han permitido viajar al extranjero a gentes que no están preparadas para cruzar los Pirineos. Además, los españoles, con ese espíritu gregario que nos gastamos, y que comparten hasta los más independentistas del país, llevamos mal conocer gente que no hable nuestro idioma. Tendemos a hacer corro entre nosotros y, si alguien quiere conocernos, más le vale adaptarse y hablar el mejor castellano que sepa.

- Liquiden! Tabletten! Computeren!

El segurata, claro, no conoce palabras como Flüssigkeiten o Rechner, y no le vendría mal aprenderlas, que no hay para tanto, así que soy yo quien intenta enseñárselas.

- Meinen Sie Flüssigkeiten und allemöglichen Rechner? Die habe ich bei mir nicht, mindestens nicht heute...

Al final, la maleta pasa, así como mis trastos, y el segurata le chamulla a su colega en neerlandés que me registre hasta los calzoncillos, que este tío habla raro.

Ahora, no. Ahora, la pregunta sigue siendo la misma, vale:

- English? Français? Nederlands?

Pero la respuesta ya no es un seco «Deutsch!», sino:

- Nederlands, alstublieft!

Mi acento debe seguir siendo mejorable, porque el segurata me mira con cierta dosis de escepticismo, resiste la tentación de continuar en inglés, y finalmente me dice:

- Vloeistoffen? Tabletten? Computers?

Y no es que sea muy difícil lo que dice, no, pero cuando me hablan mis profesores parece un idioma inteligible, y cuando lo hace el maromo éste es como si fuera otra lengua, tú, así que me quedo como pasmado y, con mucho esfuerzo, me limito a negar con la cabeza. El segurata hace un gesto como de conmiseración, y me dirijo al arco metálico con la cabeza gacha.

Al menos, he caído lo suficientemente simpático como para que no me registren ni un poquito. Ya le hemos sacado alguna utilidad al neerlandés.

lunes, 12 de agosto de 2019

La semana más larga (XII): Final

Un domingo por la mañana de septiembre no es el mejor momento para hacer grandes alardes.

La carrera comenzaba a las nueve, para eludir las horas de más calor, de manera que a las siete y media de la mañana estábamos, legañosos y cansados, en la puerta del garaje. Se nos unió Juan que, como casi tenía por costumbre, llegó un poco tarde. Vamos, que casi nos tenemos que ir sin él para no quedarnos sin carrera. Valencia estaba completamente dormida, si exceptuamos un nutrido grupo de sudamericanos que claramente acababan de cerrar una discoteca, o algo así, y que, sobre todo las mujeres que había entre ellos, vestían ropa varias tallas más pequeñas de lo que deberían, y que, con el jolgorio que llevaban y el ruido que causaban, compensaban más que de sobra el silencio de todos los demás habitantes del barrio.

Llegamos a Benicountrí sin mayor novedad, pasamos por casa, nos pusimos la ropa de deporte, dejamos las llaves y nos dirigimos a la plaza. Es una novedad agradable, disponer de una base en una carrera popular, en lugar de atarse las llaves del coche a las zapatillas y arriesgarse a que vayan colgando o, lo que es peor, a perderlas. Aquí nos bastaba con llevar la sencilla llave de nuestra casa -supongo que ya debíamos, con más motivo, llamarla así- y, aunque la perdiéramos, sabíamos que la vecina tiene copia.

Fue todo tan rápido que media hora antes de la carrera ya teníamos el dorsal sujeto a la camiseta con los tradicionales imperdibles, el chip de cronometraje atado a los cordones de las zapatillas y, básicamente, podíamos elegir entre tumbarnos a la bartola hasta la hora de la salida o calentar a base de bien.

Como en otras ocasiones, Kukoc y Reyrata decidieron calentar durante el primer kilómetro de la carrera, o los dos primeros, o los que hicieran falta, mientras que yo, y también Juan, decidimos que los siete kilómetros y medio de la versión corta que íbamos a correr merecían nuestra mejor versión desde el principio. Digo versión corta, porque la alternativa hubiera sido la carrera de quince kilómetros que era la versión completa, y en la que, con la semanita que llevábamos, no nos planteamos participar.

Así que dejé a mis hermanos paseando por los alrededores de la línea de salida, haciendo como que estiraban, y me fui con Juan al trotecillo por las callejuelas del pueblo, hasta dar con la que fue casa de mis abuelos, y que ahora apenas se tenía en pie y presentaba un estado de casi abandono, que Reyrata paliaba de cuando en cuando utilizándola como almacén. La casa está en el confín del casco urbano y, llegados allí, dimos media vuelta y, por otro camino, volvimos a la línea de salida. Unos dos kilómetros de calentamiento, seguramente un poco menos.

- ¿Qué objetivo tenéis?
- No sé - dije -. A ver qué tal, pero me gustaría acercarme a cinco minutos por kilómetro.
- ¡Hala! Pues ya te puedes ir. Nos veremos en meta.

Juan se echó unas risas.

- ¡Mira! ¡Ahí está Pascual!

Pascual competía en la categoría de minusválidos. De hecho, era el único competidor de la categoría de minusválidos, lo que le daba trofeo seguro. Su discapacidad era intelectual, pero el físico, aunque lejos del de sus años jóvenes, le daba para acabar la carrera sin grandes problemas. Y es muy buena persona, mucho mejor que otros más inteligentes que él.

- Pascual, ¿cóm vas?
- Che, ¿qué feu per ací? ¿Aneu a córrer?
- Anem a córrer, això sí, la curta. La llarga te la deixem a tu.
- ¿La llarga? ¡Qué dius! La llarga p'als atres.

Nos acercamos poco a poco a la línea de salida. Para ser un domingo por la mañana de septiembre, la carrera tenía una participación considerable, que probablemente superaría las cuatrocientas personas. De repente, ¡traca!, y la gente comenzó a correr como si les hubieran pillado robando fruta. En las carreras de Valencia la salida no suele darse con pistola, sino con un buen petardo, o con una traca, como al acabar las bodas, bautizos o primeras comuniones.

Kukoc y Reyrata se situaron estratégicamente hacia la cola del pelotón, con ánimo de calentar e ir de menos a más. A Juan y a mí la salida nos pilló algo retrasados, así que nos pusimos a adelantar gente, favorecidos por el hecho de que la organización -y se agradece- había metido la carrera por las calles más anchas del pueblo.

Aun así, íbamos algo frenados, hasta que llegamos al primer kilómetro.

- ¿Cuánto te da?
- 4'58", pero no parece sincronizado con el GPS.
- ¿Y cómo vas?
- Bien.
- ¿Mantenemos?
- Mantenemos.

Pasado el kilómetro dos salimos del casco urbano, y hubiéramos podido acelerar un poco de haber querido, pero estábamos reservones. Antes del kilómetro cuatro, más o menos a mitad de nuestra carrera, pasamos por delante del cementerio, donde tres días antes habíamos enterrado a mi madre, y nos santiguamos.

La falta de entrenamiento se estaba notando. Si, hasta el kilómetro cuatro, habíamos estado un poco por debajo de cinco minutos por kilómetro, del cuatro al cinco el cronómetro marcó 5'08", poniendo en claro peligro el objetivo de bajar de cinco.

Del kilómetro cinco al seis, el sol caía a pico, y el recorrido transcurría por el polígono industrial del pueblo, de calles anchas y en las que, a esas horas, no había maldita la sombra. Para entonces, el grupo que corría la carrera larga se había desviado hacia la marjal y quedábamos islotes de corredores aislados, separados por un mundo de quienes iban por detrás y por delante. En nuestro caso, delante de nosotros había un grupo de tres mujeres jóvenes a quienes les íbamos recortando la ventaja poco a poco, supongo que porque a ellas también se les estaba haciendo larga la carrera.

Motivados por la proximidad de las mujeres, apretamos un poco y las superamos a la altura del almacén de la cooperativa. Fue el kilómetro más rápido, y nos quedaba uno y medio, pero ya íbamos con la lengua fuera. Por detrás venía un corredor que se puso a nuestra altura, y con el que entramos de nuevo en el casco urbano, precisamente por la calle de mi casa.

Doscientos metros más allá, o a lo mejor eran cuatrocientos, veo que mi vecina estaba entre quienes habían salido a animar a los corredores, delante de su casa. Animado, me adelanté con un acelerón para el que no sé de dónde saqué las fuerzas.

- ¿Qué haces? - me dijo Juan, sofocado.
- Voy a... salu.. dar... a mi vecina... - alcancé a musitar.
- ¡Angelitaaaaaa! - y le acerqué la mano para chocarla.
- ¡AAAAAY! ¡Mira este! Au, au...

Justo en ese punto, el recorrido daba un giro radical y se metía por el Bonaire. Entre el giro y el acelerón para saludar a la vecina, me quedé completamente vacío; Juan me alcanzó enseguida.

- ¡Que no hay que ir a tirones!
- Es que...

El tirón nos había dejado baldados a los dos. El que había entrado en el pueblo con nosotros nos superó sin el menor problema. Nunca el Bonaire me había parecido tan largo, ni, después, la calle del Cristo, donde la pancarta de meta se adivinaba a lo lejos. Juan y yo entramos juntos, con una notable marca de 37'08", a 4'56" por kilómetro. Sí, lejos de las mejores marcas que hubiéramos hecho, pero, oye, que ya tenemos una edad, a la que no es tan sencillo bajar de ciertos tiempos. Nos desatamos el chip de la zapatilla y lo devolvimos.

Estábamos contentos. Hay carreras con las que uno tiene una espinita clavada y, para mí, la de mi pueblo era una de ellas. Fue la primera que corrí, con diecinueve años, sin entrenar fondo lo más mínimo, y llegué antepenúltimo y completamente desfondado. En los siguientes años, antes de dejar España, nunca me preparé mínimamente en serio, así que mis marcas eran todo lo malas que pueden suponerse.

Con el tiempo, comencé a prepararme mejor y a situarme en ritmos por debajo de los cinco minutos. Me propuse bajar de ese ritmo en todas las carreras en las que antes había ido a ritmos lamentables, pero nunca hasta entonces había podido correr en mi pueblo, por asuntos de calendario. Hasta entonces. Espinita desclavada.

Para la llegada de Kukoc y Reyrata aún faltaba un rato. Al final, el rato no llegó a diez minutos, y consiguieron bajar de seis minutos por kilómetro; entraron juntos.

- Seguro que he llegado yo antes.
- Qué va, paquetorro, he llegado yo antes.
- Cuando salgan las fotos en la web verás.
- Tú verás.

Nosotros ya llevábamos un rato comiendo sandía y reponiendo líquido y, mientras ellos dos hacían lo propio, debió llegar Pascual, más o menos a 6'20", que no está mal, y poco después el coche escoba. Pascual devolvió el chip, de la mesa de la organización se levantó uno de los árbitros con unas hojas y las clavó con una chincheta en el tablón de la iglesia.

- La clasificación ya está. Ahora verás.
- ¡He quedado primero yo!
- ¡Pero si tenemos el mismo tiempo!

Yo miré mi tiempo, algo generoso. Oficialmente el ritmo real había sido de 4'54", probablemente por el tiempo que tardamos en cruzar la salida a causa de la multitud que había por allí, o vaya usted a saber por qué. Todos los corredores se agolpaban para consultar la clasificación, mientras el árbitro clavaba otras hojas, era de suponer que las de los premios, un poco a la derecha. Siempre que hay algo que leer, yo asomo la cabeza.

"Qué fieras, pensé. El primero ha llegado a 3'50"; ah, y aquí está la clasificación local, a ver si conozco a alguien. El primero, en 4'23", también bueno, pero supongo que los mejores del pueblo, o están organizando la carrera, o corren la carrera larga. El segundo, 4'40", el tercero ya se va a 4'54" ¿4'54"? ¿Alfor von Buchweizen? ¡Si soy yo!"

- ¡Eh, que he quedado tercero local! - interrumpí a mis hermanos, que seguían discutiendo sobre quién había quedado delante.

Ni que decir tiene que jamás había estado ni siquiera cerca de subir al podio de una carrera. Aunque, claro, para recoger el trofeíto deberíamos esperar a que llegasen todos los participantes en la carrera larga. Nos pusimos morados de sandía.

El trofeíto se ha quedado en Valencia, sobre el mueble del recibidor. Es muy improbable que jamás tenga compañía, de la misma manera que considerarme corredor local de Benicountrí, un pueblo que considero el mío, sí, pero en el que nunca he estado empadronado, aunque ciertamente tengo posesiones en el mismo y que visito siempre que puedo, es por lo menos atrevido.

Al día siguiente volvimos a Bruselas. Me extrañaría que alguna vez vuelva a pasar una semana tan rematadamente anómala en mi vida, y más en mi ciudad natal, pero supongo que todo puede suceder.

domingo, 11 de agosto de 2019

La semana más larga (XI): El entierro

Los tres hermanos aparecimos por Benicountrí a media tarde, poco después de comer. Ellos, con la ropa puesta; yo, con una maleta donde tenía un traje y una corbata, los mismos con los que había ido al trabajo el día que volaba. Fuimos a nuestra casa, me cambié, y fuimos escuchando las campanas de la iglesia del pueblo.

En mis muchos veranos en el pueblo, habré oído tocar a muerto innumerables veces, pero aquella vez era diferente. Me afectaba muy directamente.

Posiblemente, durante la mañana, y quizá ya durante la víspera, el alguacil habría pronunciado su letanía por el altavoz del ayuntamiento. Ha faltat (nom de qui ha faltat). L'enterro es farà hui a les cinq de la vesprada. Esta vez, el "nom de qui ha faltat" era el de mi madre y su apellido era el segundo de los míos.

Cuando sonó el segundo toque, les hice señal a mis hermanos de que fuéramos. Mi abuela siempre decía que el primer toque era para avisar, el segundo para acudir, y el tercero para empezar. Es verdad que vivimos a pocos metros de la iglesia, pero, si nunca es conveniente llegar tarde, hay días en que no se debe ni plantear la posibilidad, y ése era uno de ellos.

La iglesia de Benicountrí es inmensa. Edificada en los albores del siglo XVIII, en época churrigueresca plena, rebosa barroco por todo su interior; lo pasó mal durante la guerra civil, y con pena y trabajo fue restaurada hasta el estado mejestuoso que sigue teniendo. Yo no la piso mucho, porque los fines de semana me ven muy raramente por Benicountrí, incluso cuando estoy por la zona, pero, así y todo, la piso bastante más que cualquiera de mis hermanos.

Dejé a mis hermanos en la puerta y me metí a rezar un poco en la capilla, a la izquierda del altar. Luego me incorporé al grupo. Había venido bastante gente, porque nuestra madre era razonablemente conocida, a pesar de que llevaba años sin poderse mover ni mucho menos pasar por allí, y también vinieron, desde Valencia, algunos amigos nuestros. Cuando empezó el funeral, nos situamos en primera fila, yo creo que por primera vez en mi vida allí, y escuchamos al sacerdote.

Cada vez que aparezco por Benicountrí, el párroco es diferente. Durante varios lustros estuvo el mismo, que dirigió la restauración del altar, por un lado, hasta dejarlo en su brillante estado actual, pero que como predicador dejaba muchísimo que desear; a éste le siguieron otros varios, pero ninguno se quedó demasiado tiempo. No estoy yo muy metido en los entresijos parroquiales de Benicountrí, pero tengo la impresión de que durante una época bastante larga la mangonearon elementos de liturgia por lo menos mejorable. Al menos, siempre se pudo escuchar misa en castellano al menos una vez cada domingo, porque la alternativa no es nada seguro que fuera valenciano.

Este párroco no había conocido a mi madre, y al menos no se le cayeron los anillos en reconocerlo.

- Yo no conocí a la difunta. He preguntado, como suelo hacer, a feligreses que sí que la conocieron, porque al menos me gusta saber a quién estamos enterrando. Y todos han coincidido en una cosa: en que era una persona de fe, y en que era una persona de fe que ha sufrido mucho.

La homilía continuó, y a mí me gustó ver a un párroco que se lo había preparado. Además, su resumen no lo podía haber mejorado yo mismo.

La misa continuó, llegó el momento de la comunión y, al terminar la ceremonia religiosa, el párroco nos dio el pésame y nos quedamos cerca de la puerta. Muchos de los que habían asistido a misa, y en particular los más ancianos, nos dieron allí el pésame y volvieron a sus casas; pero otros muchos iban a acompañarnos en procesión hasta el cementerio. El coche fúnebre abrió la marcha, seguido de nosotros tres; yo, vestido de traje negro y corbata negra; mis hermanos, bastante informales. Eran las cinco y media de la tarde de un catorce de septiembre, y hacía calor, pero supongo que alguno de los allegados, al menos uno, debía ir de luto, y me había tocado a mí.

El cementerio de Benicountrí está a cosa de un kilómetro de la iglesia. Al ritmo que íbamos, la cosa era por lo menos aburrida, y por mucho que fuéramos imbuidos en nuestros pensamientos, al final empezamos a charlar entre nosotros. Sobre todo, cuando pasamos al lado de uno de nuestros campos, que está a pocos metros del cementerio.

- ¿Cómo van los plantones de Valencias?
- No muy allá. Si queréis, a la vuelta pasamos y echamos un ojo. Bastante fue que nos los vendieran a estas alturas de la temporada y sin cola...
- A la vuelta lo vemos.
- ¿Y la cosecha?
- Yo la veo muy buena.

Y lo era. Hasta que dos semanas después cayó una granizada como nunca se había visto antes y la echó completamente a perder.

La verdad es que no se puede decir que estuviéramos muy plañideros. Hacía una tarde estupenda y aquello, y lo siento mucho, parecía más un paseo que un entierro. Se supone que debíamos estar tristes, y creo que lo estábamos, pero lo justo; yo creo que llevábamos tanto tiempo esperando el desenlace que ya nos habíamos hecho completamente a la idea.

En estas conversaciones llegamos al cementerio. Felipe, el enterrador, se nos acercó.

- La despedida la podemos hacer en la habitación de la derecha. Le hemos arreglado un poco el rostro, que estaba un poco deforme, para que luzca bien y que la gente la reconozca. Ya allí cerramos el féretro y ya pasamos al nicho.
- Venga.

Pasamos a la habitación de la derecha, y los funerarios retiraron la tapa del ataúd.

Miré el cadáver, y la verdad es que me costó reconocer a mi madre. Los 'arreglos' de Felipe le habían dejado el rostro un pelín extraño. Me giré a Reyrata y le musité:

- La han dejado rara, ¿no?
- Pues sí, en el hospital estaba mejor.
- Pues vale.

Los más allegados fuimos pasando, la mayoría de los acompañantes nos dieron el pésame y ya se retiraron, y Felipe volvió a colocar la tapa en su lugar. Pasamos al nicho, y ya sólo quedamos los familiares más próximos: nosotros, la tía y nuestras dos primas, y algún ahijado de la familia.

El nicho era el mismo que ocupaba mi abuela desde 2006. Retiraron la placa, metieron el ataúd, y ya entonces nos dieron el pésame quienes habían llegado hasta allí y, dando un paseo, volvimos al pueblo con nuestra tía y dos primas, recogimos un certificado de defunción para presentar en el trabajo y justificar la ausencia, y volvimos a Valencia. Bueno, yo me cambié primero, que estaba harto de tanto sudar.

Y así hubiera acabado la semana más larga, pero aún faltaba un detalle.