Vamos a comenzar esta sección con una visita a la ciudad de Yprés, una ciudad medieval completamente falsa, porque en realidad la totalidad de sus edificios fueron construidos en la década de 1920, eso sí, de acuerdo con lo que había sido la ciudad con anterioridad.
El nombre de la entrada tiene relación con el gas mostaza, una de las primeras armas de destrucción masiva, que los alemanes utilizaron en Yprés durante la Primera Guerra Mundial, y que por eso acabó llamándose iperita, un nombre tan macabro como una buena parte de la ciudad. La ciudad fue completamente destruida durante la Primera Guerra Mundial. Los alemanes rodearon la ciudad de trincheras prácticamente a lo largo de cuatro años, entre finales de 1914 y septiembre de 1918. Cinco batallas de gran envergadura se desarrollaron en sus alrededores, obviamente precedidas del correspondiente apoyo artillero.
En la primera, los aliados desalojaron a los alemanes, que por un corto espacio de tiempo se habían adueñado de la población. La segunda fue un intento alemán, fracasado, de hacerse con la ciudad, y se hizo famosa por ser la batalla en la que se dio uso militar al gas venenoso por primera vez. La tercera, entre junio y noviembre de 1917, fue un ataque aliado con el objetivo de aislar las bases submarinas alemanas por tierra. Salvo la conquista de una posición, que los alemanes reconquistaron pocos meses después, fue un fracaso que, además, causó más de medio millón de bajas.
La cuarta batalla de Ypres, a comienzos de 1918, fue un ataque alemán igualmente infructuoso, que se canceló con el fin de concentrar esfuerzos para la última ofensiva alemana contra París. Y la quinta, finalmente, fue una batalla librada en el contexto de la ofensiva aliada de los cien días, que, esta vez sí, tuvo éxito y terminó con la capitulación del Imperio Alemán.
Literalmente, no quedó piedra sobre piedra, como se ve en la foto, tomada en agosto de 1918, justo antes de la quinta batalla, la que finalmente alejaría el frente de la ciudad. Los habitantes, que habían sido evacuados a la fuerza, si no habían puesto antes pies en polvorosa, comenzaron a llegar tras el armisticio, pero lo de recuperar sus casas llevó tiempo. Primero les alojaron en casas de madera provisionales. Luego, llegó el debate si convenía reconstruir la ciudad o no. Alguien tan relevante como Winston Churchill sugirió no reconstruirla y dejarla en el estado en que había quedado, como un monumento a los horrores de la guerra. Una especie de Belchite, vamos. La segunda opción hubiera sido la opción Róterdam: construir en plan más moderno. Los habitantes se negaron a tal cosa también y decidieron reconstruir la ciudad exactamente (bueno, o casi) como había sido en su tiempo.
Ha sido un éxito. Han tardado años, y ciertamente el dinero para la reconstrucción, en buena parte, vino de las reparaciones alemanas, lo cual fue de lo más lógico en este caso, porque el que rompe, paga.
En la foto, además, aparece la plaza mayor de la ciudad, con el edificio que alberga el museo, impresionante, sobre la Primera Guerra Mundial en la zona. Para no perdérselo de ninguna manera. A uno se le hace un nudo en la garganta al darse cuenta del despropósito que se estaba montando, y hasta qué punto aquello no valió la pena en absoluto. En este año en que se cumple el centenario del fin de la gran guerra, no es mala cosa darse cuenta de que ciertas cosas no deberían producirse bajo ningún concepto. Cerca de un millón de personas, que se dice pronto, causaron baja defendiendo o atacando unas trincheras anegadas donde, como mucho, sólo las ratas podían sentirse a gusto.
Aparte de una ciudad renacida, Ypres es un inmenso cementerio militar. Al pasar por allí, había un número bastante abundante de turistas, casi todos ellos anglófonos, y algún grupo escolar. El monumento de la foto es la puerta de Menen, donde hay una lista enormes de nombres grabados sobre la piedra, que se corresponden con los caídos cuyos cuerpos no fueron encontrados. Hay como para tragar mucha saliva cuando uno piensa qué puede haber pasado con ellos, destrozados por la metralla, comidos por los lobos o abandonados en tierra de nadie entre trincheras, porque a ver quién era el guapo que salía a recogerlos. Y forman una lista que cubre completamente el monumento. Porque los cuerpos que sí se encontraron y no fueron repatriados están en los cementerios militares, también impresionantes, y que son lugar de peregrinación de todo tipo de visitantes, quizá muchos de ellos militares o sus descendientes.
Ypres, pues, una vez reconstruida, se ha convertido en un memorial dedicado a la Gran Guerra y a lo absurdo del nacionalismo belicoso, algo que, en los tiempos que corren, parece conveniente recordar.
Pero Ypres no sólo es Primera Guerra Mundial. Tiene un pasado anterior, aunque la guerra lo arrancara de la faz de la tierra. Hay un museo histórico, que no pude ver esta vez por falta de tiempo, y que queda para otra ocasión (y, Dios mediante, la habrá), y también hay una catedral, porque, en su día, Ypres llegó a ser sede episcopal.
Hacia la catedral toca encaminar nuestros pasos, pero de las impresiones de la misma tocará escribir en otro momento, porque hoy ya es tarde.
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