Bruselas está en los Países Bajos, pero uno recorre su planta urbana y pronto cae en la cuenta de que no es lo mismo 'bajo' que 'llano'. Efectivamente, el relieve de Bruselas está trufado de cuestas, algunas muy empinadas, y de rompepiernas constantes, hasta el punto de que bien se puede decir que no hay un metro llano. Mi trayecto de casa al trabajo es básicamente descendente, salvo una cuesta hacia el final, en Matongé, y naturalmente, y eso lo hemos supuesto enseguida, el retorno a casa es una subida con rampas más o menos duras que ponen a prueba la musculatura y las articulaciones de quienes las afrontamos en bicicleta. Qué lejos están los felices días juveniles de Valencia.
El ciclista urbano en Bruselas tiene muy poco que ver con el equivalente en España. Hay, sí, el jovenzuelo mochilero y la estudiante que trabaja a tiempo parcial, o el profesional recién licenciado, o recién llegado, que alquila un piso en el centro y que, mientras ahorra para la entrada de una vivienda en propiedad, tiene unas necesidades de desplazamiento que cubrir y no hay nada mejor que la bicicleta para satisfacerlas.
Pero eso no es todo. En Bruselas hay un notable número de personas entradas en años que es evidente que han circulado siempre en bicicleta (recordemos, deporte nacional) y que van a seguir haciéndolo mientras sus piernas les sostengan; hay, igualmente, una gran cantidad de profesionales que, con traje, corbata y zapatos negros, no tienen la menor vergüenza en montarse en el sillín e ir a su lugar de trabajo ¿Cuántos hay en Madrid que hagan lo mismo? Alguno habrá, no digo que no, pero vengo de estar unos días en Madrid, con un tiempo de escándalo para ser principios de noviembre, y que en cualquier otra ciudad hubiera sacado a la calle a legiones de ciclistas, y no he visto más que señales pintadas en el asfalto, dando la bienvenida a los ciclistas, pero ciclistas, lo que es ciclistas, no he visto ni uno en la ciudad.
Tanta cuesta, y alguna imprudencia que he cometido en mis entrenamientos y mis desplazamientos, han acabado por comprometer la salud de mis articulaciones, y más en particular de mi rodilla derecha. En tanto la recupero, debo circular con un desarrollo más modesto, y eso me obliga a aumentar la cadencia de pedaleo o a renunciar a los piques.
Desde aquellos tiempos en que, con mucha pena y trabajo, dejé detrás a mi pijo condiscípulo de ruso, suelo participar en los piques con todo lo que tengo. Estar simplemente poniendo un pedal delante de otro, mientras te van adelantando los demás ciclistas, es una escuela de humillación que, a no dudar, será muy beneficiosa para mi carácter, pero me saca de quicio. Me adelantan jovencitas que montan en bicis no mucho mejores que la famosa de mi tío Amalio, me adelantan ciclistas con mallas de entrenamiento, me adelantan profesionales con traje y corbata, como yo mismo, montados en bicis fantásticas (la mía es correcta, pero no fantástica), me adelantan todo tipo de bicicletas plegables, y en particular las Brompton que, para los no entendidos, son como el Rolls Royce de las bicicletas plegables. Un día, a media subida de Matongé, me adelantó a toda velocidad un señor gordo y calvo montado en una bici de paseo, y ahí ya me hubiera sumido en la desesperación de no haber distinguido que la bici que me había adelantado era eléctrica y que así cualquiera subía la calle Malibran sin despeinarse. En el caso del señor en cuestión, despeinarse era algo que, de todas formas, estaba fuera de sus posibilidades.
Sin embargo, la paciencia, la disciplina y la mortificación han ido dando sus frutos lentamente, y mi rodilla derecha, aunque hay días que sigue dando la lata, se ve que va mejorando; hay días, incluso, en que uno se levanta con el empuje de aquellos días en Valencia, dispuesto a comerse el mundo y a devorar kilómetros con el hambre de tiempos pretéritos. Y uno de esos días fue el de anteayer.
Anteayer salí de casa sin saber que tenía rodilla derecha, ni izquierda, ni ninguna. Anteayer monté en la bicicleta dispuesto a no dar un metro a nadie que tuviera la osadía de ponerse a mi altura, y no digamos a adelantarme. Una jovencita, en un descenso, se puso a mi altura en un semáforo con una bicicleta urbana de las que dan gusto verlas, y vestida con casco, mallas y todo lo necesario para montar: giré la cabeza frunciendo el ceño y esbozando una sonrisa y, cuando el semáforo se puso en verde, mi chaleco reflectante le dio la espalda enseguida y se alejó más y más de ella.
Pasé la plaza Flagey zigzagueando entre los coches y los autobuses y apelando a la preferencia de quienquiera que tenga la derecha, y afronté la subida de la calle Malibran, una subida con una pendiente suave que me encanta y que he subido con el plato grande más de una vez. A lo lejos divisé la silueta de un ciclista. "A ése lo adelanto antes de acabar la subida", me dije, y hundí el pie en el pedal con todas mis fuerzas. Efectivamente, me iba acercando al ciclista, y cada vez lo podía ver mejor. Era un chico delgado y alto, probablemente un estudiante, o quizá un profesional joven (muy joven, en este caso). Unas cuantas pedaladas más, y vi que iba montado sobre una bicicleta vieja, con unos guardabarros llenos de desconchados en la pintura; unas cuantas pedaladas vigorosas más, y ya no me limité al sentido de la vista, sino que el del oído me decía que aquella bicicleta parecía estar agonizando. No tenía marchas, faltaban un par de radios, los pedales hacían un ruido tremendamente sospechoso, de luces ni hablamos, y el ciclista que la montaba hacía de tripas corazón para llevarla a la cima de Malibran, la plaza Blyckaerts, y de allí Dios sabe adónde.
Un par de pedaladas más y me puse a su rueda, otra más y ya le hubiera adelantado como una exhalación, cuando debí recordar algún suceso del pasado, y entonces bajé la cabeza, levanté el pie, me puse a su ritmo, pero siempre detrás de él, y él llegó delante a la plaza Blyckaerts y ya allí nuestros caminos se separaron.
Un respeto.
Conflicto Rusia-Ucrania. Actualización mes de octubre
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"Cuánta gente apoya la guerra, y cuántos están en contra? Si bien existen
investigaciones de opinión pública no son confiables porque mucha gente
teme re...
Hace 1 mes
3 comentarios:
Una preciositat de text d'una preciositat d'anècdota. M'ha alegrat vosté el dia.
¡Me ha encantado! Estaba ya paladeando la emoción de la caza y de repente, ese final que no me esperaba.
Pero mira, que quieres que te diga, lo que hiciste es una de esas cosas que te llegan, que te emocionan... Ya habrá tiempo de picarse con otros si la rodilla lo permite.
ieau, m'alegre de que aixó servixca per a algo.
Fernando, es lo que tiene, haber escrito de eso mismo poco antes. A ver si la rodilla se porta, pero la verdad es que no lo veo claro.
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