Es domingo, son las doce de la mañana, hace un calor del quince, yo estoy más colgado que un traje de boda viejo, en pleno centro de Moscú, y tengo casi dos horas que ocupar hasta que llegue la hora de comer con la familia. Escudriñando mis recuerdos, me vino a la cabeza que, cuando entrenaba para preparar mi primera maratón a cinco bajo cero, hace ya un par de años, pasaba por delante de una casa-museo de Gógol, más o menos en el kilómetro dieciocho del entrenamiento, y me decía que aquella casa-museo parecía interesante y que sería cosa de entrar algún día. Supongo que, cuando son las ocho y media de la mañana, no has desayunado y llevas dieciocho kilómetros en las piernas, a uno se le ocurren pensamientos harto curiosos.
Sea como fuere, me fui de Moscú sin cumplir mi propósito, así que la casa-museo se quedó por visitar, pero parecía llegado el momento de cubrir ese vacío en mi conocimiento. Ni corto ni perezoso, me dirigí al lugar, preocupado por si las hordas de turistas que infestan Moscú se habían conjurado para visitar el museo y no me dejaban sitio para ver nada. Después de todo, cuando hablamos de Gógol, hablamos de una de las glorias de la literatura universal, autor de obras inmortales como 'Almas muertas', 'El inspector' o 'Tarás Bulba', y los culturetas de entre los turistas no podían dejar de lado el museo dedicado a tan insigne escritor.
Entré en el museo, esperando encontrar hordas de frikis literarios, empujé la pesada puerta y accedí al vestíbulo. La guarda de seguridad que había a la izquierda de la entrada me miró con cara de sorpresa, y la vendedora de entradas de la derecha me miró también con aspecto de no esperar mi llegada.
- ¿Es ésta la casa museo de Gógol? - pregunté, por sí acaso.
- Sí, sí, es aquí ¿Quiere usted visitarlo?
- Pues sí.
- La entrada son cien rublos, la audioguía, si la quiere, son doscientos. Y, si quiere hacer fotos, son cien rublos más.
Pagué los cien rublos de la entrada, pasando de audioguía en esta ocasión, por si me pasaba de tiempo, recibí un papelito con la efigie estilizada de Gógol, y atendí las explicaciones de la vendedora de entradas.
- Empiece por aquí a la derecha, donde hay tres salas. Luego la exposición continúa por aquí.
Dos babushki jubiladas se asomaron al vestíbulo, como pensando: "¡Un visitante! ¡Por fin un visitante!". Luego vi que una de ellas se encargaba de la parte derecha del museo, y la otra de la izquierda. No tardé en comprender que el único visitante del museo era yo, y que en todo el día no había habido otro.
Gógol había vivido en aquella casa, más o menos de huésped o de gorrón, los últimos tres años de su vida. Allí quemó el manuscrito de la segunda parte de "Almas muertas", y allí murió pocos días después, en una situación de extrema debilidad física y mental agravada por la estricta y exagerada observancia del ayuno cuaresmal. En el museo, que sin saber leer ruso es bastante inútil visitar, se conservan bastantes objetos personales del autor, incluyendo una capa y un sombrero, un tintero en su mesa de escritura (escribía de pie), y retratos de las compañías que frecuentaba y que, además de los dueños de la casa y de su familia, eran religiosos ortodoxos de bastante alcurnia, incluyendo el arcipreste Mateo Konstantinovsky, única persona que leyó la segunda parte de "Almas muertas" y que, por lo visto, hizo de la misma una crítica demasiado negativa que desencadenó los acontecimientos posteriores. Es el señor de la foto que ilustra esto.
La salud mental de Gógol en los días que vivió en aquella casa ya estaba bastante comprometida, y el museo trata de reflejar esta situación. Efectivamente, cuando iba a abandonar la primera sala, una de las celadoras me detuvo.
- ¡Espere! Voy a ponerle la ambientación acústica.
Apagó las luces, encendió un interruptor y, sobre un fondo de un cristal, se reflejaron pájaros, cuervos, sombras de árboles y todo tipo de imágenes macabras. Yo me quedé de pie sin saber muy bien qué hacer, pero se ve que era la primera vez en algún tiempo que la señora conectaba los efectos especiales y le hacía ilusión, así que me quedé obedientemente hasta el final.
En la siguiente sala, dedicada a "Almas muertas", los efectos especiales eran los sonidos que, supuestamente, estaban en la cabeza de Gógol y le inspiraban. Graznidos de cuervos, silbidos de jilguero, ulular de todo tipo de bichos, distintos sonidos del viento y finalmente un órgano, porque estuvo en una iglesia católica y el órgano le gustó. Desde luego, si realmente ésos eran los ruidos que oía Gógol en su cabeza, estaba como una regadera.
Cuando pilló confianza, la cuidadora comenzó a contar cosas sobre Gógol y su estancia allí. Como yo no había contratado guía, se supone que no debía decirme nada, pero la pobre mujer debía llevar varias horas sin hablar con nadie y tampoco era eso, así que la escuché atentamente, mientras asentía con la cabeza.
- ¿Y usted de dónde es?
- De España.
- Ah, pues mi cuñado se ha ido a España de vacaciones. Le ha gustado mucho.
- Claro.
- La exposición sigue por el otro lado. Yo no le he dicho nada, ¿de acuerdo?
- ¿Usted? ¡Qué va! Usted no me ha dicho nada.
En las dos últimas salas de la exposición, dedicadas al "Inspector" y donde se conservaba el lecho donde murió Gógol y su máscara mortuoria, la cosa era parecida. La cuidadora de ese lado por lo visto había oído el rumor de que había un visitante en el museo y me esperaba con impaciencia. Me pasaba un rato viendo cada sala y leyendo los carteles, y después me daba pena largarme sin escuchar los efectos especiales, a cual más fúnebre, y las explicaciones de la abuelilla, así que al final las dos horas que tenía se pasaron en un suspiro y por poco no llego tarde a comer con la familia.
Hablando de tarde, eso es lo que se ha hecho hoy, así que lo dejo, pero seguiremos hablando de Gógol, porque sus obras, aunque escritas en la primera mitad del siglo XIX, son de una actualidad pasmosa. Lo veremos en una de las próximas entradas.