Al aproximarnos a las inmediaciones del restaurante, ya se comenzaba a distinguir la presencia de coches con matrícula roja y un 006 grabado en la placa, signo inequívoco de la inmediatez de personal diplomático y técnico al servicio de España que, indudablemente, no podía ausentarse del acto en que Fernando Adriano iba a mostrar a Moscú sus genialidades culinarias. Cerca ya de la puerta, un intenso olor a gomina me puso alerta de la presencia de un consultor de melena rizada, vestido de «smart casual», sí, pero con una ponderación de «smart» mucho mayor que la de «casual».
- Hombre, Cándido, ¿qué tal tú por aquí?
- Bueno, yo aquí, ya ves.
- ¿A qué dedicas últimamente?
- Estoy llevando... ya sabes... proyectos.
- Como de costumbre, ¿eh?
- Sí, ya sabes que me dedico a esto.
- Pues claro, proyectos.
Se suponía que debíamos llevar las invitaciones, que eran un cartoncito con la efigie de Fernando Adriano como en la imagen que ilustra esta entrada, y que había un control en la entrada. En realidad, el control de acceso fue tremendamente más laxo de lo que suele ser, supongo que por el hecho de entrar hablando castellano. Había una chica mona mirándonos y sonriéndonos al pasar, sin ganas de meterse en líos, y un ruso alto con cara de palo que, para lo que hacía, hubiera podido ser un maniquí o un espantapájaros.
Alfina y yo entramos al mismo tiempo que el consultor Cándido y su esposa (las esposas de casi todo quisqui, excepto la mía, son locales). Cándido y su melena engominada se fueron hacia un lado a hablar de sus proyectos, mientras que Alfina y yo nos hicimos una composición de lugar, una vez nos hubimos acostumbrado a la oscuridad ambiental.
De momento, ahí estaba, cerca de la puerta, un amigo, el mejor intérprete de español a ruso, y viceversa, que han conocido los tiempos. Es tan bueno que traduce los chistes y encima tienen más gracia cuando los traduce. Lo dejas en el centro de Salvacañete con una boina y pasa desapercibido, a pesar de que es ruso de pura cepa. Si acaso, cantaría un poco por hablar demasiado bien en español, sin palabrotas ni errores de dicción.
- ¡Hombre! ¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo!
- Bien, bien, aquí me tienen, esperando a actuar.
- Ah, ¿vas a traducir a Fernando Adriano?
- Sí, y a quien salga. Me han contratado para esta noche.
Los grupitos estaban bien diferenciados. Los españoles que había por allí estaban a un lado, mientras los rusos estaban por otro. Como de costumbre, había muchos españoles y apenas ninguna española; y muchas rusas, pero pocos rusos. Nada nuevo.
El motivo por el que los españoles estaban a un lado es que a ese lado había jamón. Ni cocina de diseño, ni estrellas Michelin, ni leches. Jamón, y punto, que está más allá de las modas. Había unos cuantos jamones y un par de cortadores voluntariosos, pero poco más. Para una cortada que les salía aceptable, les salían cinco que no sabías muy bien si eran lonchas o tacos largos; pero, eso sí, estaba de muerte, y no digamos si lo completábamos con el queso y el aceite de oliva que había por allí. También había vino para acompañar, y ahí es donde estaban los rusos arracimados.
Cuando hubimos comido algo, Alfina y yo decidimos dar una vuelta por la sala a ver quién había por ahí. De momento, un acierto de la sala consistía en que la música era ambiental, lejos de las estridencias habituales, lo que permitía incluso mantener una conversación adecuadamente.
En la sala, supongo que después de pasar un buen rato al lado del jamón, estaban todas las fuerzas vivas de la colonia española en Moscú. En mi pueblo, Benicountrí, las fuerzas vivas son el cura, el alcalde y el médico, porque no hay puesto de la Guardia Civil ni notaría. En Moscú, y a la vista de la irreligiosidad manifiesta de los poderes públicos hispanolocales, no es probable encontrar a ninguno de los dos sacerdotes españoles que, hasta donde yo sé, ejercen su ministerio en Moscú; ni tampoco hay ahora médico alguno español al que incluir entre las fuerzas vivas. Sin embargo, el equivalente al alcalde, que tendrá que ser el Embajador, sí que estaba, paseando su porte y su palmito por la sala, y también estaba el equivalente al notario, que tendrá que ser el Cónsul, que al fin y a la postre tiene poderes notariales. Como me consta que el Cónsul tiene una opinión muy mejorable sobre este cronista, por cuestiones que no son del caso ahora, le dejé con su copa conversando animadamente (bueno, todo lo animadamente que puede) con otro señor tan trajeado, encorbatado y tan poco «smart casual» como él mismo.
La otra fuerza viva de la comunidad española en Moscú es el que asegura las comunicaciones con la metrópoli, que no es otro que el representante de nuestra compañía aérea de bandera, responsable de que los tres aviones diarios donde se estabulan los viajeros con destino a España salgan puntualmente del aeropuerto de Domodiédovo. Es una persona lógicamente admirada, como supongo que lo era en los virreinatos americanos el capitán de las galeras que unían Sevilla con Veracruz o con cualquier puerto de Indias.
- ¡Rodolfo! - le saludé.
- Ahora nos vemos, ahora nos vemos... - me dijo dándome la mano. Con buen criterio, en lugar de ponerse a charlar con un servidor, se pasó la velada de palique con chicas, así que decidí no interrumpirle.
Luego estaban los cocineros, dispuestos a empezar su actuación y con los ingredientes sobre la mesa. Había muchos rusos curioseando por allí cerca, lo cual estaba muy bien, porque así dejaban más espacio en la zona del jamón.
Los españoles, a la hora de elegir su atuendo «smart casual», pecaban de exceso de «smart», con sólo alguna excepción que había prescindido de la corbata; los rusos, en cambio, tendían a pecar de exceso de «casual», encabezados por los periodistas y cámaras que habían venido a cubrir el evento y que parecían recién llegados de la acampada de Sol. Menos mal que preferían el vino al jamón, porque, si no, difícil lo teníamos.
Y, en esto, se oyó un remolino de voces, unos golpes de micrófono, y un aluvión de gente desplazándose. Fernando Adriano iba a hablar.
(continuará)
Conflicto Rusia-Ucrania. Actualización mes de octubre
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