De San Nilo de Stolobny no se sabe mucho. No se sabe cuándo nació, ni quiénes fueron sus padres. Tampoco se sabe cuál fue su nombre en el siglo. Cuando se escribió su vida, algunos decenios tras su muerte, a su biógrafo todos estos detalles no le debieron parecer importantes. Sí se sabe que se quedó huérfano muy pronto y que entró en un monasterio, donde adoptó el nombre de Nilo, en honor a San Nilo el Viejo, un anacoreta del siglo V que fue uno de los grandes propagadores de la vida monacal.
Lo de la vida en común propia del monasterio no debía ser plato de gusto para nuestro Nilo, que era más partidario de vivir en soledad. Así que se retiró al bosque y se construyó una celda-capilla, donde vivió trece años en plan eremita. Hay que decir que los bosques por donde anduvo, y que los componentes del grupo turístico íbamos atravesando en nuestro camino desde Tver hasta el lago Seliger, eran como para pensárselo muy mucho antes de ir por ahí en plan solitario, y eso contando que era verano. Como para vivir allí, en la celdilla, a veinte grados bajo cero y tener que salir a mear por la mañana, por ejemplo. Eran gente dura, aquéllos.
Resultó que Nilo era sanador. Imponía las manos a la gente, y los curaba. No queda muy claro cuándo se daría cuenta de que Dios le había concedido este poder, pero sí que se sabe que hizo furor entre el vecindario, considerando vecindario a cualquiera que viviera a cien kilómetros a la redonda. A Nilo comenzaron a llegarle las visitas desde cualquier sitio, cosa que casaba bastante mal con su idea de estar en el bosque más solo que la una, rezando.
Cuando Nilo estuvo ya hasta la coronilla de que le estorbaran sus oraciones, se piró de su celda y se estableció, en el lejano año de 1528, a unas cuantas verstás de allí, en una isla situada en el lago Seliger, a donde efectivamente era bastante más complejo llegar. El primer invierno tuvo que ser de órdago. Lo pasó en una especie de madriguera semisubterránea, que fue lo que le dio tiempo a cavar antes de que el tiempo enpeorase muy en serio. Luego ya se construyó algo más convencional, una capilla con una celda, y se dedicó a la agricultura y a la pesca, que por allí, aún hoy, sigue habiendo mucha.
Veintiocho años, nada menos, pasó Nilo en la isla, con alguna visita esporádica de los pescadores de la zona y de ciertos monjes de un monasterio cercano. Le pasó de todo: incendios, visitas de bandidos... El tío era asceta hasta extremos un poco excesivos. Había hecho voto de no estar nunca en posición horizontal, por lo que clavó un gancho de la pared de su celda para descansar sujeto a él. Descansar, lo llamaba. Ya sé que a todo se acostumbra uno, pero esto se las trae.
Cuando murió, llegaron los monjes del monasterio cercano, lo acabaron de enterrar y, sabiendo que Nilo había deseado que se construyera allí un monasterio, procedieron a hacerlo, cosa que sucedió unos cuarenta años tras la muerte de Nilo. Y ahí está la estatua de Nilo presidiendo la entrada del monasterio.
Pues a ese monasterio es a donde se dirigía la excursión turística procedente de Moscú en la que me había enrolado y a donde se dirige también esta bitácora, para, después de haber abierto mucho los ojos viendo cómo las gastan algunas mujeres por aquí, cambiar de tema completamente y pasar a una realidad en la que las mujeres sólo llegan de visitas y bien tapadas. Demostrando, una vez más, que Rusia es un país de contrastes extremos, y que muchas veces lo que resulta difícil es encontrar algo parecido al término medio.
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