Pasado Bejís, dejé el coche junto a los Cloticos y traté de hacer memoria para recordar el camino hasta el nacimiento, que hacía un par largo de lustros que no visitaba. Fallé un par de veces, pero a la tercera me metí por el camino correcto. Lejos del asfalto no hay moteros, al menos no del tipo que me había venido encontrando. De hecho, ni moteros ni apenas nadie. Me encontré al forestal de la zona, cosa normal, teniendo en cuenta que el camino pasa al lado de su casa, y a unos pocos visitantes: una familia numerosa con una furgoneta que dejaron aparcada en el comienzo del barranco del Resinero, y dos parejitas de treinteañeros despreocupados, que también habían llegado en coche prácticamente al mismísimo nacimiento ¿Pero es que ya no camina nadie ni siquiera los tres míseros kilómetros que van desde el final de la carretera hasta el fin de la pista?
Pues es lástima, porque los tres kilómetros de pista atraviesan un bosquecillo de pinos y cipreses que merece la pena. En fin, también llegué yo a la encrucijada entre el Resinero y el cañón del Palancia, tomé por este último camino y, siguiendo la senda, vadeé primero el Resinero, que traía agua de las últimas lluvias, y luego el propio Palancia por un puentecillo de piedras improvisado.
La familia numerosa estaba poco más adelante, en la primera poza del Palancia. Los niños se lo estaban pasando en grande, pero la madre no.
- Miguel, estás muy cerca del agua.
- Raúl, te vas a mojar los pies.
- Luis, como te ensucies me vas a oír.
Y mientras tanto el padre trataba de sacar, sin mucho éxito, alguna mora de los zarzales que abundaban por allí, procurando no pincharse demasiado. El día menos pensado estaré yo en esas circunstancias, así que les dirigí una sonrisa, además del saludo preceptivo que en la ciudad no nos dirigiríamos, pero sí en el campo, y seguí adelante.
A los pocos metros, oculta entre los zarzales, estaba la fuente del Palancia. Y poco después se llegaba al cañón. Los treinteañeros habían husmeado un poco por allí y ya se volvían. Les saludé y me metí en el cañón. De hecho, incluso comí allí mismo.
Poco después empezó a llover. A mi vuelta a Valencia, los peperos ya se habían dispersado y los moteros, a la vista de la lluvia, debieron tomar otro rumbo. Menos mal.
P.S.: Edito para añadir un enlace alusivo, y es que esto de los moteros no va de broma ni mucho menos. Tenía que ocurrir, y lo que me parece denigrante es que nadie haga nada contra esto que pasa todos los años. Ni siquiera los peperos, que se supone que nos gobiernan.
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