jueves, 24 de julio de 2025

Meta

Llegar a la meta de una carrera oficial (de cualquier carrera, en realidad) es el momento más importante de la misma y, por eso mismo, un momento de responsabilidad. Hay gente que se reserva con el fin de llegar a los últimos metros con la posibilidad de acelerar y entrar más rápidamente de lo que ha estado corriendo desde que salió; hay gente que, sin reservarse, simplemente ve la meta y encuentra fuerzas donde no parecía haberlas, y entonces acelera; hay gente, finalmente, que va sobrada de todas formas y entra en meta acelerando e incluso sonriendo, como si no hubiera hecho nada hasta entonces. Y los hay quienes bastante tienen con llegar y entrar renqueando y con un suspiro de alivio.

Desde que en la línea de meta hay un fotógrafo haciendo fotos a todos los que entran y desde que esas mismas fotos acaban publicadas a las pocas horas en internet, en la página del organizador de la carrera, yo diría que las cosas han cambiado un poco. La gente intenta entrar en meta con cierta dignidad, lo que me recuerda a aquella famosa canción de Siniestro Total, Pueblos del mundo, extinguíos:

Intenta extinguirte con clase y dignidad,
que no piensen luego que lo has pasado mal

Algo así sucede en línea de meta. El que entra con rictus descompuesto es porque está realmente en las últimas y no es capaz más que de mantenerse en pie. El resto, puede que entre con rictus descompuesto, vale, pero es porque está esprintando y eso también es dignidad, naturalmente que sí.

En mi caso, en esta carrera concreta, el esprint no era una opción. Normalmente sí que lo es. Yo soy de los que se intentan guardar un último acelerón para entrar en meta adelantando a algún corredor que se las prometía tan felices y, en todo caso, para arañar unos segundillos que no van a ninguna parte, porque qué más dará entrar cinco segundos antes o cinco segundos después, pero uno se queda con una mejor sensación después de ir a más durante toda la carrera y culminarla con el ritmo más rápido de toda ella.

Ese día, no.

Ese día bastante tuve con mantener la cabeza en su sitio, es decir, un metro y ochenta centímetros por encima del suelo. Esprintar, aunque hubiera podido, no tenía sentido, porque no tenía ninguna posibilidad de adelantar a nadie y las dos horas de carrera estaban ampliamente superadas. Creo que aceleré algo, si se puede llamar acelerar al ligerísimo incremento de ritmo que quizá consiguiera ejecutar, pero más para acabar antes con aquella tortura que por otra cosa. Eso sí, a despecho de que no podía con mi alma, tuve el antojo de entrar en meta sonriendo. Por si las fotos. Y, desde luego, porque no pensaran luego que lo había pasado mal.

Dos horas, dos minutos, cincuenta y un segundos. A cinco minutos y cuarenta y ocho segundos de media por kilómetro. Ciento cincuenta y siete pulsaciones por minutos de media, lo cual no es extremo ni mucho menos y simplemente es una prueba de que el corazón no había sufrido gran cosa y de que el problema había sido, simple y llanamente, que los músculos se habían quedado sin fuerzas. Los últimos cuatro kilómetros había corrido por encima de seis minutos y empeorando el tiempo del anterior en cada uno de ellos. Sólo los últimos doscientos metros, con la meta a la vista, registran una cierta aceleración pundonorosa.

Reyrata había llegado un minuto antes. Kukoc llevaba allí más de una hora y estaba ya más fresco que una lechuga. Treinta y dos grados en meta. La madre que los parió a los treinta y dos grados.

Tras la meta, los manuales dicen que no hay que detenerse en seco, sino que hay que seguir trotando para descalentar y que los músculos se habitúen a la nueva situación. Y una leche. En la vida real, al menos en la vida real de los que entran conmigo, los populares de toda la vida, no he visto a nadie que siga haciendo trotecitos después de meta. La peña se para casi en seco, detiene el cronómetro, pulsómetro o reloj inteligente y luego sigue andando, no trotando, porque necesita agua y los organizadores han situado los puestos de reparto de bebidas a unos cincuenta metros de la meta, no porque les preocupe que la gente se detenga en seco y se les agarroten los músculos, sino porque si la gente se queda parada en la meta no hay forma de que los siguientes puedan entrar.

Había cola para el agua. Delante de mí había un par de corredores en la treintena, hombre y mujer, charlando relajadamente mientras les llegaba el turno. Cuando finalmente llegó el mío, bebí poco a poco, pero sin parar, y tomé un segundo vaso, y luego un trozo de sandía. Kukoc y Reyrata estaban unos metros más lejos, y el segundo estaba sentado en el suelo apoyado en una columna; qué aspecto tendría el pobre que los de primeros auxilios, que estaban por allí, se acercaron a preguntarle si necesitaba ayuda.

La cola la hice unas cuantas veces. En cuanto los músculos recibieron algo de alimento, y eso que apenas me entraba nada, las cosas mejoraron bastante. Todavía nos quedamos un rato por allí, a la sombra de la carpa, y ya nos dirigimos al coche para volver a casa.

Uno llega a unas edades en que la práctica del deporte, y más si se trata de éste, es más una excepción que la regla, cosa que se advierte fácilmente en la línea de salida. No sé si la curva de bajada pronunciada habrá empezado ya con esta carrera. Era dura, sí, y está claro que estos años fuera de la patria y de sus calores no han hecho que me habitúe a según qué temperaturas, pero claro que me hubiera gustado bajar un poco el tiempo. También es verdad que el ganador, según vi más tarde, hizo una marca bastante mediocre, con lo que la única conclusión puede ser o que la participación era pésima o que también a los primeros se les atragantó el recorrido.

En cualquier caso, la carrera era ya pasado. Por la noche, tocaba retornar a Bruselas, a un entorno menos canicular que el valenciano, con lo que más valía apresurarse a arreglar las cosas por casa y hacer el equipaje, porque, una vez más, se hacía tarde.

Como ahora mismo.

No hay comentarios: