El verano es una estación propicia para los viajes turísticos, aunque sean cortos, así que decidí aprovechar un domingo sin compromisos para tomar el coche, a despecho del precio del combustible, y porque hay que moverlo de vez en cuando, y tomé la derrota del sur de Bélgica. Claro que para ello era necesario pasar por Flandes, como cada vez que se sale de Bruselas.
Los flamencos son bastante puntillosos en lo que respecta a la denominación de las ciudades. Creo que ya he mencionado en alguna ocasión que, en los letreros indicativos en sus carreteras, todos los nombres de ciudad están en flamenco. Con las ciudades extranjeras, suelen tener el detalle de poner entre paréntesis el nombre de la ciudad en el idioma extranjero que se tercie. De esta forma, Parijs es Paris (sin tilde, porque está escrito en francés), Aken es Aachen (Aquisgrán, vamos), Rijsel es Lille (Lila, en nuestro idioma), y así sucesivamente.
En cambio, con las ciudades belgas no hay traducción que valga. Por mucho que estén en Valonia, donde no se habla el flamenco salvo por capas muy reducidas de la población, los responsables de nomenclatura de la entidad de señalización flamenca lo ponen todo en flamenco, y nada más (y los valones, fuerza es decirlo, hacen exactamente la misma cosa). Si quieres ir a Mons pasando por territorio comanche, más vale saber que en flamenco se llama Bergen. Y, si quieres ir a Tournai, como era mi caso, lo propio era dirigirse a una ciudad que, en este caso, es Doornik.
Doornik, o más bien Tournai, está a un centenar escaso de kilómetros de Bruselas. Por lo que sea, no llama la atención del visitante que llega a Bélgica, que prefiere los típicos destinos flamencos de Gante, Brujas o Amberes; sin embargo, Tournai merece mucho la pena. Hoy es una ciudad pequeña, que supera por poco los diez mil habitantes, aunque sus distintas pedanías hacen que triplique esa cifra, pero sigue siendo sede episcopal, por lo que posee una impresionante catedral, construida cuando, allá por la Edad Media, Tournai era la ciudad más importante de la zona. De hecho, en la Edad Media se supone que llegó a contar con veintisiete mil habitantes, gracias a su posición estratégica sobre el Escalda.
Pero Tournai ya era importante antes, claro que en tiempos en que el francés y el flamenco aún estaban por inventarse, y por eso se llamaba Tornacum, en la lengua franca de entonces, que no era el franco, sino el latín. Tornacum tuvo su importancia en los estertores del imperio romano de Occidente, cuando los francos, que no eran franceses, sino germanos, pero que luego han acabado dando su nombre al país que invadieron, se aposentaron por la zona.
Como todos los incautos que habéis leído las idas de olla del Código da Vinci y esas cosas sabéis, los que partían el bacalao entre los francos eran unos reyes llamados merovingios. Ese nombre viene de un señor llamado Meroveo, del que la verdad es que no se sabe gran cosa, pero sí que era el mandamás de la tribu antes de dejarle el puesto a su hijo, que atendía por el nombre de Childerico I.
De este pollo sí que se sabe algo más, y no sólo por los testimonios escritos, que alguno hay, sino porque su tumba fue encontrada por pura casualidad en Tournai, en 1653, cuando un obrero estaba reparando a saber qué exactamente, en plena guerra entre España y Francia. El gobernador español de los Países Bajos le dio mucha importancia al hallazgo de la tumba y del ajuar que acompañaba al rey, entre el cual destacaba un número elevado de abejas de oro y granate, que se consideraba el emblema de Childerico I. Una vez se hubo firmado la paz entre España y Francia, poco después del hallazgo, la mayor parte de las abejas fueron parte de un obsequio a Luis XIV, el rey francés, que se suponía que apreciaría el regalo.
Sin embargo, Luis XIV no hizo el menor caso al obsequio, y las abejas se quedaron criando polvo en la biblioteca real durante siglo y medio, hasta que llegó la Revolución Francesa, luego la república y, más adelante, el Imperio, y al advenedizo que se hizo con el poder en Francia le entró la necesidad de justificar lo injustificable. De esta manera, adoptó las abejas de Childerico y las hizo bordar en su manto imperial, para hacer ver que su emblema era más antiguo aún que las flores de lis de los Borbones.
Está visto que cada cual digiere sus delirios de grandeza como mejor puede, y hay para quien resultan muy indigestos.
Tournai es un pueblo que ha cambiado de manos en numerosas ocasiones. Durante casi toda la Edad Media estuvo bajo el dominio de los reyes de Francia, hasta que en 1513 la tomó nada menos que... Enrique VIII, el inglés de las numerosas mujeres. En aquel tiempo era aliado de los imperiales y borgoñones contra el francés y, en una de esas guerras italianas, apareció desde su posesión de Calais con un ejército bastante potente, derrotó a los franceses en Guinegate, y tomó Tournai en septiembre, mientras Francisco I, el rey francés, andaba ocupado ganando galones en Italia y preparando la victoria de Marignano.
La paz se firmó en 1518. De hecho, camuflado como sea, Francisco I compró Tournai a Enrique VIII por seiscientas mil coronas, pero no la mantuvo mucho tiempo. En 1521, se desató otra guerra en Italia, pero esta vez a Francisco I le había salido un rival mucho más duro de pelar en la persona del rey de España, duque de Borgoña y emperador del Sacro Imperio, Carlos I , II o V, según de qué territorio hablemos. Tournai fue tomada por un ejército imperial a las órdenes de Enrique de Nassau, de cuando los Nassau eran buena gente y leal a su señor, no después. Y ya se quedó para siempre en el lado belga de la frontera.
El caso es que Tournai, Doornik o Tornacum, según la época y la lengua, es un pueblecito encantador, hoy venido a menos, y que bien merece una visita. Vamos a ella.