lunes, 25 de febrero de 2019

La semana más larga (II): El primer día

Lo más probable es que quien más, quien menos, esté familiarizado con lo que es un hospital público español. Sin embargo, es posible que no haya tanta gente que tenga experiencia en el pasillo de enfermos terminales, que a mí me acabó dando la impresión de ser un lugar con reglas propias, diferentes a las del resto de los pasillos.

Externamente, la unidad de terminales es como las demás. Los pasillos están pintados del mismo color que los otros, las camas son exactamente iguales a las que hay en cualquier otra unidad, hay desinfectante por las paredes, mobiliario idéntico al que hay en cualquier habitación y, de hecho, la unidad de terminales ni siquiera se llama así, sino que la administración del hospital ha sido eufemística y la ha llamado algo así como 'patologías diversas', que suena a algo así como cajón de sastre, pero en dolor.

Sin embargo, no tiene mucho que ver con el resto del hospital. En el resto de las habitaciones, los enfermos, con alguna excepción, tienen buenas posibilidades de salir de allí, en mejor o peor estado, pero de salir. Eso no pasa en terminales. Si alguien sale de allí, y no es con los pies por delante, desde luego que no es en buen estado, sino porque los familiares han decidido que, puestos a esperar el desenlace, prefieren hacerlo durmiendo en su cama, y no en un sillón incómodo que a saber qué espaldas ha acogido.

Cuando entré en la habitación de mi madre, Reyrata ya estaba despierto.

- ¿Qué tal? -pregunté.
- Ya ves.
- ¿Has pasado buena noche?
- La verdad es que sí. La mamá ni se ha movido.

Me acerqué a mi madre, que estaba inconsciente y con los ojos cerrados, yo diría que en coma, recibiendo oxígeno y conectada a un gotero de suero.

- La han sedado - dijo Reyrata -. Está llagada. Por lo menos, así no nota nada y se la mantiene hidratada, que este verano ha sido una agonía.

Y tanto que lo había sido. A medida que el Parkinson iba avanzando inexorable, ya resultaba imposible que mi madre se nutriera por sí misma, ni siquiera que bebiera. Nos turnábamos para enchufarle una botella en la boca y meterle agua a presión, y sudábamos tanto para hacerla beber, que más falta nos hacía a nosotros el agua que a nuestra madre. Padralfor, casi incapaz de andar, aún se levantaba y, no sé con qué fuerzas, se las apañaba para dar a su esposa algunos centilitros de agua con que pudiera pasar el día.

El que haya pasado un verano en Valencia sabe que no es ninguna broma. Puede que la temperatura no sea excesiva, pero la conjunción de calor y humedad aplatana al más pintado, y más vale ingerir suficiente líquido para prevenir males peores. En estas condiciones, que mi madre sobreviviera julio y agosto sin aparentes problemas entra en el terreno de lo inexplicable. Que sobreviviera a septiembre, y sólo estábamos a 8, ya iba a ser demasiado.

Las habitaciones son dobles en el hospital. La otra persona que estaba allí era una anciana bastante ruidosa. Un pariente, evidentemente poco contento con lo que le tocaba hacer, se pasaba el rato echándole broncas. La anciana no hacía más que pedir agua, y su pariente se la daba una vez de cada siete.

- ¡Nene, nene, dame agua!

- ¡Que ya le he dado hace un minuto!

- ¡Nene, nene, dame agua!

- ¡Que no!

- ¿Y por la noche también es así? - le pregunté a mi hermano.

- También, pero bueno, peor era en casa, cuando la mamá gritaba por la noche.

La medicación para el Parkinson, por lo visto, está todavía en mantillas, y los efectos secundarios de muchos mejunjes son importantes. A mi madre, en las primeras etapas de la enfermedad, le daban pesadillas y hablaba en voz alta, cuando no a voz en grito, sobresaltando a mi padre y a mi hermano, cuando éste pasaba la noche allí. Los más de los días, ninguno conseguía dormir de corrido, y no es que el día fuese mucho mejor, porque mi madre, incapaz de andar, no dejaba de pedir cosas que le hacían falta y que no se podía desplazar a procurarse, desde su caja de costura, que prácticamente ya no podía manejar y que se quedaba mirando, dando vueltas entre sus dedos a unas hilachas que a saber de dónde habían salido, hasta una valenciana o un vaso de lo que fuera.

Allí ya no pedía nada. Seguía inconsciente.

- ¿Y qué dicen los médicos?

- Pasó antes el de guardia. Que nos vayamos preparando.

- ¿Cuánto puede durar?

- No me ha dado un plazo. Horas, días... le pregunté si una semana o un mes, y me dijo "¡Noooo! ¡Un mes no! ¡Y una semana tampoco!"

- Vete a casa. Me quedaré yo a pasar las noches. Kukoc bastante tiene con lo suyo, y a mí no me molesta quedarme.

- La verdad es que aquí me cuesta dormirme. - y, en un aparte, me dijo: "Y la vecina de habitación está como una cabra".

Reyrata se fue a descansar, que buena falta le hacía, y yo me quedé a pasar la noche.

- ¡Dame agua, nene, nene, dame agua!

- ¡Cállese!

La pelea entre la anciana sedienta y su pariente duró todavía un buen rato. Me llevé la impresión de que la anciana sedienta no era precisamente lo que se llama un ser querido. Al pariente lo relevó un matrimonio, que tendría cumplidos los sesenta años, uno de cuyos cónyuges, no supe bien quién, debía ser hijo de la anciana.

- ¡Dame agua, nene! ¡Que no me dais agua!

- Ya le hemos dado - dijo él.

- Qué pesada - dijo ella.

- No sé cómo la aguantan en la residencia.

- Ya ves.

Pasó algún tiempo, y entró en la habitación una joven sudamericana.

- Hola, soy Yoselín, hemos hablado por teléfono.

- Ah, sí. Madre, esta chica es Yoselín. Se va a quedar a pasar la noche. Yoselín, tú simplemente tienes que estar pendiente y, si pasa algo, nos avisas. Tienes nuestro teléfono. Hasta luego. Mañana vendremos.

El matrimonio se fue y se quedó Yoselín.

- ¡Dame agua, nene! ¡Dame agua!

Yoselín llenó un vaso y se lo acercó a la anciana a los labios. Apenas bebió.

Pasaron como mucho diez segundos.

- ¡Agua! ¡Agua! ¡Que no me dais agua!

- Pero si le acabo de dar - dijo Yoselín.

- ¡Dame agua, nena! ¡Dame agua!

Yoselín terminó por darse cuenta de que tanta sed no podía ser cierta.

- ¿Es siempre así? - me preguntó.

- Yo acabo de llegar, pero mi hermano lleva aquí dos días y parece que sí, que siempre es así.

- Bueno, pues ya veré cómo hago.

Salí al pasillo a estirar las piernas, porque mi madre seguía inmóvil e inconsciente. Advertí que, estratégicamente dispuestos en los sitios más visibles, alguien había dejado papelitos impresos con números de teléfono de gente que se ofrecía a hacer turnos en el hospital para cuidar de enfermos, o para cuidar de enfermos en cualquier sitio. Por los nombres, yo diría que todas las que se ofrecían eran chicas hispanoamericanas, pero bueno, quizá hubiese también alguna española de origen.

Es curioso cómo se desarrollan oficios nuevos. Ni a mis hermanos ni a mí se nos había pasado por la cabeza contratar a quien básicamente sería una desconocida para cuidar de nuestra madre. No estamos programados para eso. Cuando se rompió la cadera, hacía cinco años de eso, que fue el principio del fin, sólo Kukoc estaba en Valencia. Yo salí a toda mecha desde Bruselas y me planté en el hospital en cuanto pude, y a los dos días apareció Reyrata después de un periplo de lo más aventurero que le llevó a atravesar la Península Ibérica de polizón en un transporte de paquetería. Nos hubiera salido a cuenta, supongo, contratar a alguien, pero no nos han educado así.

Y eso que nuestra madre siempre fue una enferma difícil. Apenas me puedo imaginar a nadie que montara un espectáculo como el que dimos cuando lo de la cadera, o cómo montó otro número cuando tuvo una rotura de brazo, y sus negativas a hacer nada semejante a una rehabilitación.

La verdad es que, aparte de la perspectiva de que con casi total seguridad iba a ser la última vez que cuidáramos de nuestra madre, esta vez parecía la más sencilla. No hablaba, luego no pedía nada. Simplemente se limitaba a respirar con calma, dormida a base de tranquilizantes, mientras las infecciones que debía tener internamente no podían más que ser paliadas, que no detenidas.

Me quedé mirándola. Madre sólo hay una, y todo hacía pensar que la mía ya había cumplido con su papel, y que estaba al caer el momento en que iba a trabajar por sus hijos desde otro mundo. Los quince años que había pasado con el Parkinson avanzando implacable deben ser lo más parecido a un purgatorio que me pueda imaginar, precisamente para una persona cuya profesión, si tuvo alguna, y desde luego su afición, consistía en manejar pinceles y lápices, y que llevaba años sin poder sostenerlos. El purgatorio estaba llegando a su fin, y todos los rosarios de los últimos quince años, todas las oraciones a la Virgen, venían a parar a esto.

- ¡Dame agua, nena, dame agua!

- Sí, señora, ahora le doy un poquito.

Me quedé junto a la cama de mi madre y le di un beso, antes de pensar qué iba a hacer.

8 de septiembre. Era su santo.

sábado, 23 de febrero de 2019

La semana más larga

He estado pensando mucho tiempo si escribir esta serie de entradas, que van a tratar sobre un suceso que, no por esperado, dejó de ser triste, como es el fallecimiento de un ser querido. Pero han transcurrido varios meses desde el suceso, posiblemente el fallecimiento de otro ser querido esté más cercano de lo que quisiera y, al fin y a la postre, escribir y tratar de obtener una sonrisa incluso de las situaciones menos propicias para ello no deja de tener un efecto terapéutico.

A primeros de septiembre, no mucho después de los viajes por los Países Bajos que han venido llenando (poco, y muy esporádicamente) las pantallas de esta vuestra bitácora, me llegó una comunicación con muy mala pinta desde Valencia.

Reyrata, que es mi hermano pequeño y bastante menor que yo, me dijo que nuestra madre estaba en el hospital, inconsciente. En el fondo, todos pensábamos que difícilmente terminaría el año en este mundo, tal era el estado de postración en que la veíamos. Cada vez que me daba una vuelta por Valencia, se veía que decaía a ojos vistas, y últimamente no era capaz, no ya de valerse por sí misma, que eso ya hacía años que estaba más allá de sus posibilidades, sino de mantener una conversación mínimamente coherente y, las últimas semanas, ni siquiera estaba en condiciones de mantener cualquier tipo de conversación, aunque fuera incoherente.

Las largas horas de inmovilidad terminaron por producirle una llaga en el muslo, a la que siguieron otras y, para cuando se quiso poner remedio, ya era demasiado tarde. Un buen día, llamé a casa de mis padres, para encontrarme con que mi padre (Padralfor, ya ha salido por estas pantallas en alguna ocasión) estaba desconsolado, mi madre en el hospital, y Reyrata con ella, y Kukoc, el tercer hermano en discordia, también menor que yo, pero poco, dándole relevos en los ratos que le permitían sus propias ocupaciones.

Los médicos no le dieron a mis hermanos esperanzas, sino más bien la opción de que falleciera en el hospital o en casa. Lo discutimos entre los tres, y decidimos que siguiera en el hospital, en que al menos estaría atendida, mientras que en casa, con nuestro padre también delicado de salud (no tan delicado, claro), los siguientes días, u horas, porque nos dejaron claro que el óbito podía llegar en cualquier momento, podían ser muy duros.

Así pues, cambié la Alsacia, a donde me iba a dirigir, por el Mediterráneo, compré el primer billete de avión que encontré, decidí no comprar la vuelta de momento, y me planté en Valencia, donde había estado pocas semanas antes, con la inquietud propia de quien no sabe muy bien qué se va a encontrar, ni cómo va a poder hacer frente a los retos que tiene por delante. Asumí el sempiterno retraso de Vueling, que me dejó en mi ciudad de madrugada, llegué a mi piso, que me encontré igual que estaba tres semanas antes, y me eché a dormir y a aprovechar la noche, bien a sabiendas de que las siguientes noches, quizá una, quizá dos, quizá ninguna, iban a ser diferentes y, a no dudar, muy incómodas.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Empel

Si hay algún sitio que todo español que pase cerca deba visitar, ese sitio es Empel. Lo ideal, claro, es hacerlo un 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, pero, a falta de otra ocasión mejor, cualquier día vale. El caso es ir.

En Empel se produjo un milagro que salvó a las mejores tropas españolas de una derrota segura. Vamos, hay quien trata de buscar explicaciones naturales al milagro de Empel, pero los relatos del suceso muestran que la helada fue insólita para la época del año, pero casi más insólita todavía fue la velocidad a la cual se descongeló el hielo, que únicamente estuvo presente el tiempo justo para permitir escapar a los dos tercios cercados por los herejes, y cuya pérdida hubiera puesto en gravísimo aprieto a Alejandro Farnesio, gobernador de los Países Bajos y, seguramente, el mejor militar de su época y que tal vez hubiera terminado con la guerra si Felipe II no lo hubiera requerido para demasiados menesteres al mismo tiempo.

Empel es un pueblecito situado, en 1585 y ahora, en las afueras de Bolduque. Para ir al lugar exacto de la batalla, hay que ir a Empel Viejo (Oud-Empel), lugar difícil de encontrar en la actualidad, por mucho GPS y navegador que ayuden al viajero. Empel (Nuevo) es un pueblo moderno y relativamente populoso, mientras que Empel Viejo es un lugar bastante inaccesible rodeado de caminos cortados y al que se llega tras dar más vueltas que una peonza. Pero, lo que es llegar, se llega.
Los actuales habitantes de Empel Viejo no parecen muy interesados en divulgar los atractivos turísticos del lugar. Da la impresión de que son gente adinerada que tiene casas notables y que usan para descansar, no para recibir visitas. Como holandeses que son, tampoco parecen muy orgullosos de lo que sucedió allí en 1585, que, al fin y al cabo, desde su punto de vista es una victoria de los malos. Además, la Segunda Guerra Mundial está mucho más cercana que las guerras de Flandes, y un recordatorio de los caídos durante la primera ha surgido con el propósito probable de difuminar lo sucedido en la segunda.

Sin embargo, Empel continúa siendo sobre todo un lugar de peregrinación de españoles, y más en particular la pequeñísima capilla de la Inmaculada Concepción que allí se ha erigido y donde hay un libro de visitas en el que, por supuesto, dejamos nuestra anotación. Hojeé un poco el libro, y prácticamente no había semana en la que no hubiera habido anotación, prácticamente todas en castellano.
No podía faltar la cruz de Borgoña en fondo blanco, la bandera bajo la cual lucharon los tercios que allí se libraron de una buena.

La crítica moderna se devana los sesos tratando de encontrar una explicación racional al milagro. Dicen varios que, muy probablemente, la tabla flamenca que encontró aquel soldado fue tan "oportunamente" encontrada, que podría pensarse que algún oficial la hubiera tenido entre sus bagajes y, para enardecer a una tropa muy desmoralizada, la hubiese enterrado en donde se pudiese hallar milagrosamente. Sea.

También se dice que, si bien no había helado antes un 8 de diciembre, no debe considerarse extraordinario que se levantase frío en tales fechas. Después de todo, no estamos hablando de julio, sino de diciembre, que es un mes de invierno, y en 1585 nos estábamos aproximando a la pequeña edad de hielo, de modo que, por infrecuente que se quiera el fenómeno, tampoco es como para tildarlo de milagroso. Sea.

Pero, repito y repetiré lo que sea menester, para lo que ya no hay explicación racional es para el fenómeno del deshielo que se produjo en cuanto los soldados españoles se pusieron a salvo. Los que lo hemos vivido sabemos que el deshielo, en particular si el hielo es de tal espesor que permitió a la tropa atravesar a pie la distancia que les separaba de Bolduque, es un fenómeno que se dilata no durante días, sino más bien durante semanas. Sin embargo, está certificado que el hielo se derritió en cuestión de horas, hasta el punto de que los buques holandeses pudieron volver a ocupar el canal casi inmediatamente, pero, ¡ay!, ya sin poder copar a los españoles.

En todo caso, se puede decir que de allí salió la Inmaculada Concepción como patrona de la infantería española, y así sigue hasta hoy y esperemos que por mucho tiempo, cosa que dependerá de que quienes tengan mando en plaza conozcan y, lo que es más, aprecien nuestra historia.

Entretanto, nosotros dejamos Empel y nos dirigimos a nuestro siguiente destino, teatro de una hazaña aún más conocida que la de Empel, aunque seguramente menos meritoria, y que fue inmortalizada por uno de nuestros mejores pintores, si no el mejor.

Tocaba el turno de Breda.