Pues señor, he aquí que en felices tiempos pasados, en que estaba acabando mis estudios de licenciatura, mientras iba a clase de ruso por las tardes por Dios sabría que designios, me movía por Valencia en bicicleta. Hoy, eso no es sorprendente, porque es un vehículo que uno se encuentra por doquier en la ciudad; pero, entonces, los pocos que nos desplazábamos en bicicleta éramos unos auténticos pioneros, además de víctimas de las chuflas del resto de usuarios de la vía pública, que nos llamaban 'Lejarreta', 'Perico' o 'Induráin' mientras hacían gestos burlones con los brazos, como si movieran un manillar imaginario.
Como buen estudiante de familia modesta, y la mía tenía la virtud de la modestia en grado sumo, no tenía un duro, y bastante era que tuviera una peseta. En consecuencia, mi bicicleta no era precisamente la que usaban los mismos Lejarreta, Perico o Induráin, con los que nos comparaban los guasones de turno, en sus gestas en el Tour de Francia. Más bien no, y más valía quizá que así fuera, porque los ladrones de bicicletas, entonces como ahora, actuaban con total impunidad y no dejaban candado entero. Después de perder dos bicicletas de cierta enjundia, una tía abuela que me quedaba en el pueblo me preguntó si no me haría papel la bicicleta que llevaba el tío Amalio, su difunto esposo, cuando se paseaba por los campos.
La bicicleta era de color rojo, de talla menuda, porque el tío Amalio era tirando a corto de estatura, pedales bajos, unos frenos de varilla que nunca volveré a ver, sillín de cuero marrón, manillar oxidado, rodamientos lamentables y, en resumidas cuentas, una auténtica antigualla que hoy me quitarían de las manos, porque lo 'vintage' se ha puesto de moda, pero que en aquellos tiempos incitaba a la conmiseración de mis semejantes, cuando no directamente a la burla más cruel.
Como a caballo regalado no hay que mirarle el diente y como, de todas maneras, mi bolsa estaba tan vacía que la alternativa consistía en largos paseos entre mi casa, la facultad y los distintos destinos de mis desplazamientos, no le hice ascos al regalo y lo llevé del pueblo a la ciudad. Y es que el sentido del ridículo es proporcional a lo llenos que estén los bolsillos de uno. En mi caso, ambas magnitudes eran sumamente reducidas.
La bici, todo hay que decirlo, funcionaba. No se podía comparar en cuanto a velocidad a la bicicleta de carreras que me habían robado poco antes, pero era muy cómoda de llevar por ciudad. Todo fue bien hasta que comenzó el curso siguiente. En Derecho, entonces, la mía era prácticamente la única bicicleta de toda la facultad, porque la mayoría de los estudiantes de Derecho son tirando a gente bien, con posibles, y los que no lo son hacen lo necesario por aparentarlo o, al menos, por no quedar demasiado en evidencia, y las excepciones con aspecto de votar a Podemos, si es que Podemos hubiera existido en aquellos tiempos, éramos una minoría extravagante que sólo aprobábamos porque la mayoría de los exámenes eran escritos y porque, cuando eran orales, ya nos cuidábamos muy mucho de no parecer lo que realmente éramos. Y eso que estoy hablando de la facultad de la universidad pública, porque, cuando avistábamos algún estudiante de la privada, a veces me preguntaba si los dos pertenecíamos a la misma especie.
Como quedó dicho, por la tarde iba a clase de ruso, donde el ambiente era sensiblemente distinto. Allí el pijerío estaba ausente por completo, y quienes formaban parte del alumnado, con la casi única excepción de quien esto escribe, lo más probable es que hoy vayan a votar en masa a Podemos y, además, se les note con sólo ver las pintas que llevan; entonces votaban al Bloc, si hablaban algo parecido al valenciano, o al PCE y luego a EU, si no lo hablaban o la normalización de la lengua vernácula no era la razón de su existencia.
Pero aquel año ocurrió algo extraordinario.
El primer día de clase apareció un alumno muy original, vestido con ropa de marca, con un corte de pelo impecable, perfectamente peinado, que, según supe, hasta entonces había asistido a clase en un horario diferente. Los alumnos, greñudos y desaliñados, que estábamos en aquella aula lo mirábamos sorprendidos, como si fuese de otro planeta, y hasta cierto punto lo era; las alumnas, por su parte, por muy rojas que fueran -y lo eran-, no le quitaban ojo, pero digamos que su mirada era menos sorprendida que la nuestra, y más con pestañeo y sonrisa que pretendía ser agradable. Él, que, al contrario de sus condiscípulos, debía ser ducho en recibir pestañeos y caídas de ojos, se dejaba querer y, evidentemente, sus compañeros de clase de sexo masculino, si de ojitos se trataba, lo que le estábamos tomando era algo de ojeriza.
Ojeriza o no, al salir de clase resolví tomar contacto con el intruso.
- Hola, ¿qué tal? Soy Alfor ¿Tú eres nuevo en este grupo?
- Sí, soy David. Antes iba al grupo de mañana, pero en cuarto ya lo han quitado. Me he cambiado de grupo en la facultad y así también puedo venir aquí.
- ¿Y qué estudias?
- Derecho. Estoy en segundo.
Debí suponerlo.
- ¿Y tú qué estudias? - me preguntó él, probablemente suponiendo, por mi aspecto, que debía ser Filosofía, Historia o algo de ciencias. Yo le miré entornando un poco los ojos y dije:
- También Derecho. Estoy en cuarto.
- ¡Vaya! - y me miró nuevamente de arriba a abajo, como sin dar crédito completo a mis palabras - ¿Ya has elegido especialidad?
- Lo hice el año pasado. Derecho Privado.
- Yo tendré que elegir el año que viene. Ya me indicarás algo.
- Claro, ya hablaremos.
Descendimos juntos las escaleras de la escuela en medio de la avalancha de alumnos que abandonaban el edificio.
- ¿Hacia dónde vas? - le pregunté.
- Vivo en Patraix.
- Ah, yo vivo muy cerca de allí, pero yo voy en bicicleta.
- Ah, pues yo también.
Abrí mucho los ojos. Un estudiante de Derecho con ropa de marca y aspecto de pijo que, sin embargo, iba en bicicleta. Lo nunca visto.
Fuimos al aparcamiento de bicicletas, y quité el candado de la antigualla que había sido de mi tío Amalio. Mi compañero David, por su parte, le quitó el candado a la suya, que no era precisamente una antigualla. Se trataba de una bicicleta urbana con cuadro de aluminio, doce velocidades, frenos último modelo y todo lo que un ciclista urbano podría soñar. David se montó, se despidió con una sonrisita mirando con desdén mi vehículo, dio un par de pedaladas con un desarrollo que la bici del tío Amalio no podía imitar ni remotamente, y se alejo a todo trapo por la avenida.
Un borbotón de sangre subió a mi cabeza, monté en la bici del tío Amalio y me dije que por mis muertos, entre los que estaba el propio tío Amalio, que ese pijo no llegaba antes que yo a Patraix. A fuerza de meter una cadencia de pedaleo que ni el molinillo de Armstrong, le alcancé en un semáforo e intenté hacer ver, ocultando mis jadeos, que no estaba ni sofocado ni nada. Le saludé con una inclinación de cabeza, él miró nuevamente la bici del tío Amalio y, cuando el semáforo se puso en verde, debió entender que allí había en juego algo más que unos segundos de tiempo en casa y salió como una exhalación.
Yo apreté los dientes y las bielas todo lo que pude, pero la bici del tío Amalio tenía sus limitaciones, y los rodamientos de la caja del pedalier también los tenían. Cuando llegamos a la Gran Vía me llevaba una ventaja importante, y entonces, en un ardid desesperado, me metí por las callejuelas del barrio de Quart, donde hoy hay un bonito carril bici, pero entonces era un lugar bastante más salvaje para las dos ruedas, aunque, por lo menos, sin semáforos. Bueno, para ser exactos, sin semáforos que un ciclista con prisas no se pudiera saltar, a diferencia de los de la Gran Vía, que se cruzaban con calles principales, con lo había que ser directamente inconsciente o algo temerario para ignorarlos.
Lo conseguí. Al cruzar hacia Abastos, pasé hacia el antiguo mercado como un bólido y vi a David parado en un semáforo. Giré la cabeza, lo miré un instante, y seguí mi camino. El pijo repeinao, con su bicicleta puturrudefuá, se había quedado atrás.
David vino todavía unas cuantas veces más a clase, pero, como tantos alumnos de la escuela, desapareció hacia Navidad, a despecho de los ojitos que le hacían sus condiscípulas. Supongo que no le vería al ruso la menor utilidad para sus estudios de Derecho y preferiría concentrarse en los mismos, y también supongo que, puestos a elegir (y pudiendo hacerlo) quién le hiciera ojitos, pestañeos y morritos, las chicas puño en alto de la escuela quedaban muy por detrás de los pibones cañón que uno se podía encontrar en los primeros cursos de Derecho, entonces y, estoy seguro, hoy mismo.
A partir de entonces, sin embargo, algo también cambió en mi vida: los piques en bicicleta pasaron a formar parte de mis desplazamientos. La bici del tío Amalio, quién lo iba a decir, fue robada por un malnacido mucho antes de que el vintage estuviera de moda; desde entonces, me han robado una bicicleta más en Valencia (herencia de mi abuelastro y no menos vintage que la del tío Amalio), me desvalijaron otra, una plegable que había comprado por cuatro perras, y me robaron otra en Moscú. En Bruselas aún no he sufrido ninguna pérdida, pero soy consciente de que es casi imposible que esta situación de virginidad delictiva dure mucho tiempo, por muchos candados en u que me haya agenciado entretanto.
Y sí, Bruselas es lugar de piques. Entretanto, tengo una bicicleta urbana y pesada, sí, pero mejor incluso de la que tenía mi condiscípulo David en aquel lejano día de otoño; el problema es que tengo veinticinco años más sobre mis rodillas y llevo un par de meses medio lesionado, lo cual me limita mucho a la hora de participar en las carreras ciclistas urbanas.
Mucho, sí, pero no del todo. Lo veremos en alguna de las próximas entradas.