Sinopsis: El gobierno tiranio organiza un desfile de moda en Moscú. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX y, de momento, X.
Finalmente, el tan esperado día del desfile de moda amaneció, y una actividad febril empezó a desarrollarse entre los que organizábamos aquel acontecimiento, no menos planetario que la estancia en el poder simultáneamente de Obama y Zapatero o la conquista de Constantinopla por los turcos, y sólo un poco por debajo del descubrimiento de América o la Revolución Francesa. Sea, pues, como fuere, y puesto que nuestro alquiler del Bolshoi había comenzado ya, entramos con jolgorio y alegría por la puerta, prestos a convertir aquéllo en una auténtica pasarela en la que pudieran desfilar como está mandado todas las beldades que el genio y el gusto de nuestro entrañable Engatusso había reunido.
Y, ciertamente, aquel espectáculo era digno de verse. No faltaba, no vayamos a creer, la gente que tenía algo que haber, sabía lo que era y, no menos importante, estaba haciéndolo. Se trataba de los carpinteros de la agencia, montando carteles y estructuras, o de Kostya y el transportista, venido de España sólo para un día y para poder llevarse los vestidos de vuelta; también podíamos contar entre quienes tenían algo que hacer a los tres diseñadores y su tropa de estilistas, asesores y maquilladores, que nunca pensara yo que imaginar un vestido que jamás dejaría yo llevar a mis hijas diera de comer a tantísimas personas. Éstas gentes, pues, ocuparon los vestuarios y los pusieron completamente manga por hombro.
Y, finalmente, fueron apareciendo las damas que debían portar los vestidos. Nunca antes se vio tal compendio de donosura: las mozas, muy galanas ellas, venían vestidas con sus ropas de calle, que en el caso de las rusas medias eran vaqueros ajustados, con varios cortes a diversas alturas de las piernas, y de lo que está detrás de la cintura. Semejante exhibición de gallardía hubiera debido despertar la admiración de los varones que estábamos allí presentes, pero la práctica totalidad de los mismos, para pasmo de quien escribe estas líneas, las dejaba pasar con marcada indiferencia, y sólo algún periodista conocido entre la colonia española por su mirada escrutadora del bello sexo, y un servidor, que, por mucho que tuviera muchísimo que hacer allí, después de todo no es de piedra y tiene un cuello ágil, nos hacíamos lenguas de las no sé bien si doncellas que nos regalaban la vista con tamaña generosidad.
Sería cuestión ahora de ponderar la bizarría de los galanes que asistíamos al acontecimiento, pero, salvo los cuatro o cinco modelos masculinos que pululaban por allí, y los dos personajes de mirada escrutadora que ya han sido mencionados, el resto de los varones presentes no parecían distinguirse por una masculinidad exagerada, antes al contrario, quizá ello explicara la indiferencia que mostraban ante las modelos. Era el caso, desde luego, de los tres diseñadores, que supongo que se verían en aquellas lides casi a diario y que, acostumbrados a ver beldades como aquéllas, y hasta mayores, entiendo que no les llamaba la atención el sarao. O eso, o es que eran algo rarillos, cosa que al menos en un caso era más que evidente. Lo mismo cabe decir de los peluqueros, o estilistas, que les asistían, y no digamos de Engatusso, que parece que había hecho buenas migas con una de las modelos, precisamente la que había escogido, y a quienes perdí de vista un par de veces durante el día.
Probablemente las cosas hubieran ido más rápidas de no ser por la intervención de nuestros amigos los funcionarios tiranios Lupita y Héctor Aredúa (con Salaroy en la posición secundaria que tan bien se le daba), quienes no paraban un minuto de dar indicaciones y órdenes a todo el gentío que trabajaba por allí. Tamaña devoción dio sus frutos, porque, sin su concurso, posiblemente hubiéramos terminado dos horas antes y nos hubiéramos aburrido sobremanera, cosa que nos ahorramos gracias a sus desvelos. En mi ceguera, se me ocurrió hacerle una observación a Lupita, que se revolvió enojadísima y me achacó con empuje y voz recia que no me estuviera implicando en la acción, a pesar de lo que Tirania nos estaba pagando.
Un par de horas más tarde, y acabados que se hubieron los preparativos, un gran revuelo se escuchó cerca de la puerta principal. Indudablemente, alguien de gran alcurnia se estaba acercando por allí, y aun era posible que fuesen la señora Ranzai y la mismísima Ludmila Putina, que era entonces, y siguió siéndolo bastantes años, la esposa de Vladímir Vladímirovich Putin, bienhechor y protector de todas las Rusias.
Al revuelo, se vio llegar a Iksánov, que todo el día había estado lejos de allí, apretando el paso y acercarse hacia la puerta como alma que lleva el diablo, apartando a tirios y troyanos. Yo, que sabe Dios que nunca he buscado la cercanía de tan altas personas, hice ademán de retirarme, pero he aquí que Héctor Aredúa, que no sé de dónde había salido, me cogió del brazo y me ordenó que no me separase de él, con el fin de hacerle de intérprete con la señora Putina.
- Pero, Héctor, la señora Putina es sabido que fue azafata de Aeroflot en su juventud, y habla tiranio con soltura.
- Tú quédate a mi lado por si acaso.
Y así fue como, sin comerlo ni beberlo y muy contra mi voluntad, me vi arrastrado a primera fila y en la tesitura de meterme frente a las altas autoridades del Tiranistán y de Rusia. Pero, a todos los que nos agolpábamos al paso de las dos señoras y de su séquito, se nos adelantó Iksánov, que, sin ápice de modestia, fue el primero que se acercó y les dio la bienvenida a aquel acto que "había organizado" para solaz de la señora presidenta. Como lo dijo en ruso, los funcionarios tiranios no se enteraron de la misa la media, pero no sabe Iksánov lo cerca que estuvo en aquel momento de perecer estrangulado, porque no recuerdo haber tenido nunca tantas ganas como entonces de echarle a alguien las dos manos al cuello y de apretar con todas mis fuerzas. Como me contuve, a Dios gracias, a Iksánov le ha sido dado vivir hasta hoy, en que, felizmente cesado de su puesto de director, entiendo que estará disfrutando de su jubilación antes de atravesar las puertas del infierno y pasar allí la eternidad o, si Dios es misecordioso con él, entrar en el purgatorio una buena temporada. Vamos, como poco.
La señora Ranzai, obviamente, tampoco se enteró de lo que dijo Iksánov. Su amplia sonrisa y su porte austero, impropio de una persona hasta tal punto insólita que el café con leche le relaja, no ocultaba cierto desconcierto por la situación. Héctor, que estaba al quite, la recibió con unas cuantas zalamerías a cual más obsequiosas, respondidas con una sonrisa postiza, y luego pasó a recibir a Ludmila Putina. Lo hizo en tiranio, y la señora Putina le respondió, en un tiranio excelente, que hacía tiempo que no lo hablaba, y temía haberlo olvidado, pero que era para ella un honor asistir a un desfile de moda de un país que le interesaba tanto y cuyo idioma había estudiado de joven. La verdad sea dicha, entre la prócer tirania y la rusa, ésta última llevaba bastante ventaja en cuanto al trato, a pesar de llevar el baldón de haber sido azafata de Aeroflot en los ochenta y noventa, donde es evidente que el trato personal era la última de las prioridades, si es que hubo alguna vez una prioridad. Fuerza es decir que, entretanto, Aeroflot ha cambiado lo suyo, y aventaja en mucho a buena parte de sus competidoras, y no digamos a Ibirria.
A Ludmila Putina volví a verla, pero ya sólo por televisión, algún tiempo después, y lo cierto es que físicamente se había echado bastante a perder, y ya quedaba, en cuanto a apariencia física, bastante lejos de otras mujeres de bandera rusas, no sé, como Alina Kabáeva, por poner un ejemplo.
Pero he aquí que las dos esposas ocupan sus puestos, las luces se atenúan, y ¡oh, consternación!, no todos los invitados han acudido al desfile. No pasa nada: con el ejemplo bíblico, cuando los invitados rechazan unirse al banquete del rey, el rey invita a los pobres y a cualquiera que sus sirvientes encuentran por los caminos. De igual manera, tan religiosa, los carpinteros, oficio de Nuestro Señor, los transeúntes y hasta Alfina y nuestra contable, que no se quisieron perder tamaña ocasión, la segunda más grande que vieron los siglos, pueden entrar y acomodarse en los asientos que, aunque no estaban destinados a sus posaderas, están mejor llenos que no vacíos.
Y ved cómo Engatusso, en un inglés que no entiende casi nadie (la señora Ranzai desde luego no, como ha demostrado sobradamente), pero que suple con unos gestos elocuentes, presenta emocionado el desfile. Y admirad la donosura de las damas, y el corte de sus vestidos, atrevidos pero informales, y la longitud de las sus piernas, el torneado de los sus brazos, la esbeltez del su talle, la... originalidad de los sus peinados, sin pasar por alto la adustez de su gestos, vivo reflejo de la importancia de su función.
Y he aquí que las dos damas principales conversan animadamente, en el tiranio que ambas dominan con soltura, y sin duda, aunque su diálogo no es audible, se relatan sus preferencias y comparan los modelos que, con ademán decidido, van recorriendo la pasarela.
No podemos olvidar a los probos funcionarios tiranios, que se apretujan con la boca entreabierta junto a la señora Ranzai no por peloteo, como podría pensar un espectador ajeno a la devoción de estas personas, sino con la indudable intención de protegerla de los maleantes que, por culpa del Diablo, fatalmente podrían causar algún disgusto. Y eso por no hablar de Iksánov, sentado en un lugar de honor junto a la señora Putina, haciéndole observaciones de cuando en cuando, y escapando de milagro al estrangulamiento al que le destinaban mis malos pensamientos, afortunadamente no tan recios como para mover mis brazos.
Reparemos igualmente en un grupo de tres corresponsales españoles, que no quieren perderse el evento, y que con razón asisten al mismo con la boca abierta y se hacen lenguas, seguramente, de la magnificencia de la puesta en escena, y del boato, máquina insigne y riqueza que nuestros buenos oficios han pergeñado.
Los nada menos que treinta minutos que dura el desfile son tan intensos y hasta tal punto suspenden las conciencias, que no se diría sino que no han pasado sino cinco; pero no: es media hora nada menos, que justifica con creces el dispendio que Tirania ha destinado al desfile, y que no puede menos que servir de colofón al viaje oficial del general Ranzai, y hasta a obscurecer los demás logros del mismo.
Y no sólo eso, no. Aún falta un acto social, que las autoridades tiranias, en la parte superior, ofrecen a sus invitados, para que tengan ocasión de intimar. Y que, si Dios tiene a bien darme salud, glosaré próximamente, porque hoy se hace tarde.