He aquí una imagen difícil de imaginar en Moscú. Si los Beatles cruzaran así la calle, aunque fuera por un paso cebra, en fila india y sin mirar, durarían menos que el examen oral de un mudo. Y es que, aquí, en esta bendita ciudad, los pasos cebra no sirven para nada, básicamente porque los coches pasan ampliamente de respetarlos. Un peatón puede pasarse mucho tiempo plantado delante del paso cebra esperando, en vano, que algún coche se detenga y le deje pasar. Hay una novela estupenda,
"El hombre que compró un automóvil", de Wenceslao Fernández Flórez, que empieza exactamente así, con un hombre aislado en una isleta sin atreverse a volver a la acera mientras coches y más coches le rodean. Era en Madrid en 1932; pues no quiero ni imaginar lo que escribiría en Moscú en 2008.
Como la cosa me estaba mosqueando, hubo un momento en que, precisamente cruzando la calle, vi un policía de tráfico con la porra enhiesta y, resuelto, me dirigí hacia él. Él se sorprendió. Lo normal es que el policía vaya abordando a la gente; la función de la gente es más bien la de escabullirse, no la de ir derecho a hablarle.
- Oiga - le dije.
Él me miró sin saber muy bien qué hacer.
- Es que soy extranjero - proseguí- y tengo una pregunta.
- ¿Sí?
- Sí, oiga. Esto es un paso de peatones, ¿no?
- Sí.
- Y aquí, ¿quién tiene preferencia, los coches o los peatones? Porque yo, todo es intentar cruzar, pero a mí no me cede el paso nadie.
El policía echó una sonrisita.
- Bueno, en principio, tiene preferencia el peatón.
- ¿Y de hecho?
- De hecho, verá, pasa lo que pasa.
- Gracias. Ya lo tengo claro.
Efectivamente, parece que la policía daba por hecho que la ley de la preferencia de los peatones en los pasos cebra cedía ante la costumbre de que los peatones, por la cuenta que nos trae, esperemos que no pase absolutamente nadie para pasar al otro lado. Con lo que con la policía no podíamos contar... ¿Cómo, entonces, superar este apurado trance?
Una vez más, como en tantas
otras invenciones importantes, como la pólvora, la vacuna de la tuberculosis o la electricidad, el descubrimiento del método correcto vino de la mano de la casualidad. Yo, que soy así de rumboso, voy a compartirlo con mis lectores, por si les es de utilidad. Allá va:
Un día, jugando al baloncesto, tuve un mal encuentro con un defensor borracho que tenía la gracia de empujarme cuando entraba a canasta. El resultado final fue, aparte de maldiciones diversas al causante y de tiros libres sin número, un esguince de tobillo producido por la mala caída que, finalmente, ocurrió: durante dos semanas presenté una cojera de lo más ostensible. Y la vida en Moscú, pensé, se hacía especialmente difícil, porque si, en plenas facultades físicas, ya resulta complicado salir adelante, pasear medio lisiado era cosa de insensatos.
Pues no, señor. Todo lo contrario. Al verme llegar cojeando, los conductores parecían poseídos de un virus extrañísimo y se detenían. Yo, cojeando siempre, al principio pasaba con desconfianza, no fuera una trampa para cogerme desprevenido; mas luego ya fui viendo que, realmente, el automovilista moscovita pasa del peatón ordinario, pero mima a los bebés y a los lisiados (y a los borrachos también, pero eso es otra cosa).
Y, claro, cuando sané y me libré del esguince y de la cojera que lo acompañaba, volví a cruzar las calles como pude entre coches lanzados, hasta que me dije: "Alfor,
chiquet, estás haciendo el memo ¿Qué te cuesta simular una cojera, estés o no contuso?" Y así he venido haciendo: cuando las cosas han venido mal dadas, un poco de rigidez en una pierna, un andar tambaleante... y los coches se detienen como por ensalmo.
Así que, cuando vayáis en coche por Moscú y veáis a un cojo que intenta cruzar la calle, deteneos. Podría ser un cojo de verdad, que bastante tiene con lo suyo, o podría ser este seguro servidor vuestro, que tiene una familia que mantener y que apela a la picaresca por una causa justa, como es la de cruzar la calle.