Moscú, diciembre de 1997, 32º bajo cero. Un aterido Alf entra, por primera vez, en el club de ajedrez Fénix de la fábrica de llantas nº 1 de Moscú. Una señora de edad avanzada me abre la puerta.
- ¿Podría hablar con Pavel Andreevich? He hablado antes con él por teléfono.
La señora me mira de arriba a abajo, como preguntándose qué negocios podía yo tener con Pavel Andreevich.
- Está ahí, en ese despacho.
- Gracias.
Avancé hacia el despacho. Todo el club tiene un aspecto aceptablemente limpio, pero soviéticamente decaído. Algunos socios juegan en silencio entre ellos, sin prestarme atención. Me asomo al despacho y pregunto a la única persona que está en él.
- ¿Pavel Andreevich?
- ¿Sí?
Pavel Andreevich es un anciano veterano. Lleva gruesas gafas de pasta, pero se nota que le falta un ojo, que lleva tapado con un parche. No es ésa su única tara, pues también le falta una mano. Se levanta y me da la mano izquierda, la única que tiene.
- Hemos hablado antes por teléfono, ¿no?
- Sí, soy el español que ha llamado antes preguntando por el club.
- ¡Ah, español! Soy el presidente del club.
Pavel Andreevich hizo una pausa.
- Tuvimos a algunos españoles trabajando con nosotros, en la fábrica, durante la Gran Guerra Patria.
- ¿Sí?
- Sí, uno creo que era un cargo importante del Partido Comunista de España.
- Es muy posible. Supongo que hubo bastantes exiliados después de la Guerra Civil española.
- Nos cayeron bien aquellos españoles. Eran buena gente y muy trabajadores. Por cierto, ¿qué quería usted? ¿Informarse sobre el club?
- Si fuera posible, quizá me gustaría entrar en él.
Pavel Andreevich hizo una pausa. La mujer que me había abierto la puerta entró en el despacho. Uno de los jugadores, sentado al tablero frente a su oponente, giró la cabeza e hizo una mueca, una mueca como de disgusto por haber sido molestado.
- Anna Ivanovna es mi esposa.
- Encantado -le dije.
- Este club tiene mucha historia. Lo fundamos en 1938. Es el club de la fábrica. Los socios son los trabajadores de la fábrica de llantas ¿La conoce?
- Bueno, vivo cerca, he pasado por delante varias veces.
- Ah, sí, ya lo dijo por teléfono.
Pavel Andreevich dio un paso hacia adelante y me cogió del brazo trabajosamente, mientras me miraba. Sus gafas de pasta estaban quebradas por varios sitios y vueltas a unir con esparadrapo, y el aumento de la lente hacía parecer enorme su único ojo. Su traje, gris y manchado, había conocido días mucho mejores. Sus cabellos, escasos y blancos, se negaban a acostarse sobre su cabeza, dando una impresión de desaliño.
- Ya le he dicho que soy el presidente del club.
- Sí -esbocé una sonrisa.
- El club Fénix. Fénix es el nombre del club.
Asentí.
- Y usted quizá se pregunté por qué.
Musité un sí, mientras volvía a asentir.
- Este club se quemó dos veces ¡Dos veces! Y las dos veces los socios volvimos a construirlo. Entonces fue cuando yo lo llamé "Fénix", como el ave fénix, que volvía a resurgir de sus propias cenizas.
- ¡No me diga!
- Venga, venga por aquí.
Pavel Andreevich me llevó a la sala de juego. En la pared había un retrato de un joven militar.
- Mire este retrato. Era Ivan Dobrinin, un jugador muy prometedor, fue campeón de Moscú de su categoría. Y un joven excelente.
- ¿Qué pasó?
- Lo movilizaron en la guerra. Murió en el asalto a Berlín. Una lástima.
- Sí.
- Es para que vea que en este club hemos tenido grandes jugadores.
El recuerdo en voz demasiado alta que Pavel Andreevich hacía de las glorias pasadas no estaba gustando nada, pero nada, a los jugadores actuales, que se giraron con un gesto de desaprobación.
- Volvamos al despacho.
Nos sentamos en el mismo.
- Entonces, usted quiere entrar en el club.
- Si puede ser...
- ¿Dónde trabaja usted?
Se lo dije. Él torció algo el gesto.
- Bueno, aunque no trabaje en la fábrica, lo arreglaremos. Usted es español, y los españoles son amigos nuestros.
Tomó un carné de un cajón y, con la mano izquierda, que evidentemente no era la buena, pero no había otra, lo rellenó como pudo, con letra apenas legible, y le puso un sello de correos.
- Tenga.
- Muchísimas gracias, Pavel Andreevich.
- Venga cuando quiera. Pero ahora tenemos que cerrar.
Salí a la calle, a los 32º bajo cero, y comencé a correr hacia mi casa, para no congelarme.
Aunque, más adelante, las cosas en aquel club no serían como aparentaban (a pesar del presidente, que luego resultó ser más honorífico que real, ser trabajador de la fábrica era mucho más necesario de lo que él pretendió), aquel hombre demostró mucha mejor memoria histórica que muchos otros, siquiera sea porque omitió, no sé si por prudencia, delicadeza, o quizá sólo por casualidad, soltar el habitual "No pasarán". Pero estoy seguro de que, en aquella ocasión, se lo hubiera pasado por alto.