Un par de cientos de estudiantes se agolpan junto a la entrada de la capilla de la Misericordia. El grupo humano tiene de todo: desde prejubilados ociosos, pasando por funcionarios con esperanzas de ascenso y necesidad de un título que se lo permita, hasta jóvenes en edad realmente universitaria, víctimas quizá de algún numerus clausus en su universidad presencial de preferencia, o condenados a compaginar estudios y trabajos. Y algún elemento extraño, víctima únicamente del deseo de saber, y que a saber en qué grupo clasificarían los demás que, conversando nerviosamente o repasando desesperadamente sus libros y sus notas, esperan que llegue la hora de la verdad.
Lentamente, vamos entrando, vamos tomando nuestros respectivos exámenes, nuestras hojas de respuesta, nuestro papel de borrador, y nos sentamos allí donde nos asignan. Aquí y allá, algún novato inquieto se siente inseguro, los más se lanzan a rellenar sus datos y a escribir, maldiciendo al típico miembro del tribunal que, inoportuno, interrumpe la concentración de casi todos para realizar algún anuncio que bien podía haber dicho antes.
Los que se han presentado sólo para cubrir el expediente, o los que tienen la suerte de tener un examen tipo test que han terminado rápidamente, comienzan a desfilar. Los demás sufrimos estoicamente las dos horas de rigor, luchando contra el papel y el bolígrafo.
Apretatus intellectus ingeniat et rapiat. Ya lo creo.
Era el tercer y último examen de la semana. Aliviado por el hecho de no tener ninguno más, aunque contrariado por el hecho, menos favorable, de tener que volver a septiembre, visto el resultado que amenaza, salgo de la capilla y me dirijo a mi fiel vehículo. En el camino reconozco a alguien, una mujer de pelo largo, abundante, con tinte caoba que dejaba entrever algunas canas y que estaba hablando con otra mujer.
- Eh, Ziur, ¿cómo estás?
- Holaaaa - han pasado los años, pero el tono displicente y la voz melosa no lo han hecho. Tampoco el olor a tabaco que la impregna.
- ¿Qué tal te va? ¿Y cómo tienes a la familia? -hago un intento de pasar por alto el tono y de mostrar cierto interés por una persona a la que no había visto en los últimos casi dos años.
Algunas noticias, lo más escuetas posibles, de la familia, se suceden.
- Y tú, ¿qué tal? -pregunta Ziur, lo que es todo un detalle- ¿Sigues alláa?
- Sigo allá.
Ziur hace una pequeña pausa, a la que sigue una mirada como de hartazgo.
- No nos vemos nuncaa -dice, arrastrando la última a, con un tono que parecería invitar a vernos con más frecuencia, nosotros dos y el grupo que formábamos, si no fuera porque era demasiado meloso para ser auténtico. Y porque la mirada, y la pose toda, seguía siendo de hartazgo.
- ¿Y qué es lo que estabas acabandoo? Porque, chico, como vas tan rápido.
- Bueno, la última vez iba por la mitad. Acabar es lo que estoy haciendo ahora.
- ¡Ah! -y de nuevo el deje despectivo innato se hace evidente, con una ligera elevación de la nariz. Ha llegado la hora de marchar.
- Bueno, Ziur, me alegro de verte -a pesar de todo, era verdad- ¿Nos veremos en septiembre?
Ziur sigue con unas fugaces frases de presunción de no aprobarlo todo, que suenan a algo intermedio entre el lamento por su situación y el orgullo de no ser como quienes, malvados empollones, lo aprueban todo a la primera, como si yo estuviera entre ellos y como si eso, a estas alturas de nuestras vidas, tuviera la menor importancia. Y sí, seguramente nos veremos en septiembre.
Monté en la bicicleta e hice un gesto de despedida que no fue respondido. Ya de camino a casa, caí en la cuenta de que Ziur debe haber cumplido los cuarenta hace muy poco tiempo. Hay que reconocer que los lleva bien, incluso muy bien, y que su carácter no ha cambiado nada.
A veces, hay que volver a Valencia, para asegurarse de que casi todo sigue en su sitio.