sábado, 28 de junio de 2025

Antes de la media maratón

El día de la carrera coincidía, además, con el de mi retorno a Bruselas después de un fin de semana largo (y frenético) en Valencia. Nada imposible, pensé para mis adentros: a las nueve y media corro esa carrerita sin agotarme demasiado; en casa debería estar hacia las doce como muy tarde; como las sobras de la nevera, recojo el piso y ya volveré al final del verano; y luego tengo un bonito viaje con la aerolínea de mis sueños (sí, Ryanair) que me debe dejar a eso de medianoche en... Charleroi. Y de allí a casa y a la mañana siguiente a currar.

Bien mirado, igual era un plan tirando a optimista para comenzar el mes, pero uno es más joven (e inconsciente, añado ahora) de lo que dice el carné de identidad.

El domingo por la mañana me levanté ya con un pelín de calor, lo cual indicaba que la carrera podía ser más durilla de lo que pensaba. Desayuné un poco mosqueado y fui a reunirme con mis hermanos. El mayor de los dos, Kúkoch, con buen criterio (como luego se demostró), renunció a la media maratón y se apuntó a la carrera de diez kilómetros que salía un cuarto de hora antes. Porque, efectivamente, cuando nos tememos que vamos a llegar a treinta grados durante el día, un cuarto de hora puede ser la diferencia entre Mordor e ir tirando mal que bien.

Los otros dos nos habíamos apuntado a la media. Llegamos a Torrente sin muchos problemas, porque a las ocho de la mañana de un domingo en nuestro barrio la gente no se ha levantado todavía y lo más que se encuentra uno por la calle es a un sudamericano desorientado saliendo de su discoteca, como sorprendido de que ya fuera de día. Los demás, excepto la tropa que se había apuntado a las carreras, estaban guardando la cama, no se fuera a ir.

Aparcamos, recogimos el dorsal y la camiseta, que antes daban cuando cruzabas la meta y ahora te dan antes de salir. Es como hacerte ver que aún puedes arrepentirte, llevarte la camiseta si quieres (la inscripción ya la pagaste) y dejarte de carreras a treinta grados, so inconsciente. Luego nos pusimos a estirar y yo di una vuelta al estadio de atletismo donde estaban situadas la salida y la meta.

Hay que reconocer que lo del estadio de atletismo era chulo y que no es frecuente en las carreras populares que salgan de sitios como ése. El presentador, que ahora llaman speaker, estaba dando la vara diciendo lo que se le pasaba por la cabeza, pero supongo que es difícil animar cuando no hay mucho que se pueda decir. Pasamos por los servicios, después de una cola que yo no sé cómo nadie se meó encima y, en la pista, nos abordó el presentador a los tres, con su megáfono a toda mecha.

-  ¿De dónde venís?

- De Benicauntrí -dijo muy ufano Reyrata, que así vamos a llamar al hermano menor y que efectivamente reside la mayor parte del año en Benicauntrí. Los otros dos, que pisamos Benicauntrí mucho menos de lo que nos gustaría, no le contradijimos. Total, para qué.

- ¡Ací tenim tres corredors que han vingut des de Benicauntrí a participar en la mija marató! ¡Benvinguts! - aulló el presentador. Luego creyó llegado el momento de hacer una pausa, dejó puesta la música de "Carros de fuego" y nos abordó. Se dejó de postureo en valenciano y nos habló en castellano.

- Ah, pues en Benicauntrí he corrido varios años la San Silvestre, que está muy bien.

- ¿La de los avituallamientos con cassalla? -dije yo un poco zumbón, que también la he corrido un par de veces. Doy fe de que, en esa carrera, que es corta y donde en principio no haría falta poner avituallamientos, sí que los hay, pero no son de agua precisamente.

- ¿Ah, sí? - dijo el presentador -. A mí me gustó mucho.

Charlamos un poco más sobre la famosa San Silvestre de Benicauntrí, sus avituallamientos heterodoxos y el cachondeo que hay en general, y luego el presentador se puso a abordar a unas rubias que se habían acercado a la salida.

- ¿De dónde venís?

- Nosotrrras venirr de Inglaterrra.

- Güi haf ranners camin from Inglan! ¡Tenim corredores que venen d'Anglaterra! ¡Quin goig!

Aprovechando que el presentador tenía otras víctimas y que evidentemente se le caía la baba con ellas mucho más que con nosotros, nos escabullimos para terminar con nuestro calentamiento y estiramientos, que luego todo son lesiones.

Kúkoch se fue a la línea de salida, a hacer sus diez kilómetros. Salió de los últimos, con toda la pachorra del mundo y sin ninguna prisa. No hay que criticarlo, porque, después de todo, por tarde que llegara a la meta, se iba a tirar no menos de una hora antes de que llegáramos nosotros con la llave del coche, así que ¿para qué apresurarse?

- ¿Quieres un gel? -me dijo Reyrata-. He traído cuatro, porque me han caducado, pero me va a sobrar al menos uno.

- Bueno, vale -me encogí de hombros y acepté uno. Mi pantalón no tenía bolsillos, así que lo até al cordón de la cintura y lo metí por dentro.

Con perspectiva, creo que no debí aceptarlo. Aunque lo metí por dentro, no estaba fijo y me bailaba por el interior del pantalón. Y ese peso de una cosa bamboleando durante kilómetros y kilómetros, qué se le va a hacer, al final se nota. Además, ignoré un importante axioma que uno no debe olvidar en las carreras de fondo: nunca hay que hacer experimentos el día de la carrera. Es cierto que suelo llevar geles en los entrenamientos largos, pero también es cierto que no noto efecto alguno y que los tomo en parada, con calma, mientras que en este caso los iba a tomar en movimiento y a temperaturas que no suelo sufrir en mis entrenamientos.

Reyrata y yo nos pusimos a estirar y, tras poner a punto la musculatura del tren inferior, nos fuimos a la línea de salida. El presentador ya había dejado a las inglesas y estaba saludando a la concejala de Deportes del ayuntamiento local, que soltó una proclama y saludo a los participantes de la carrera, antes de irse a la grada. Eran casi las nueve y media y estábamos a cosa de veinticinco grados, así que la cosa se estaba poniendo bastante fea. Es más, daban ganas de dirigirse a la grada, cubierta y a la sombra, hacer el saludo romano y gritar algo así como Ave, aedil! Cursuri moriturique te salutant! Lo cual, efectivamente, significa ¡Salud, concejala, los que van a correr y morir te saludan! También significa que no tengo ni idea de cómo decir "concejala" en latín, porque "aedil" no me acaba de convencer, pero es lo más próximo que he encontrado. Para mí que en los municipios romanos no había concejalas, y mucho menos de deportes.

Sea como fuere, Reyrata y yo nos fuimos a la salida, dejamos a los cronópatas que se pusieran cerca de la línea y nosotros nos pusimos algo más atrás a esperar el petardazo de salida. Sí, en Valencia las salidas se dan con un petardo, no faltaría más.

Sonó finalmente el petardazo, Reyrata y yo nos pusimos en marcha y yo creo que ya se ha hecho un poco tarde hoy, así que voy a dejar esta entrada como está y ya paso en la siguiente a abordar qué es lo que les sucede a unos corredores populares no muy entrenados en una media maratón que se disputa a veinticinco grados, y subiendo.

Pero eso no será hoy, porque es tarde.

lunes, 23 de junio de 2025

Junio a la carrera

Junio no está siendo un mes difícil únicamente para el gobierno español, sino también para mucha más gente, entre los que circunstancialmente me encuentro. Normalmente mi vida es bastante sosegada y tranquila y no me muevo demasiado, muy a diferencia del frenesí que sucedía en Moscú, en que cada día sucedía una nueva aventura. Supongo que, con los años y la llegada de los achaques, el común de los mortales tiende al sosiego. A mí los achaques serios, gracias a Dios, no me han llegado todavía, pero las ganas de sosiego sí.

A despecho de las mismas, junio está siendo una sucesión de viajes y de todo tipo de martingalas, de muchas de las cuales no hay que culpar a nadie más que a mí mismo. Nadie me obligó a inscribirme el 1 de junio en una media maratón, sino que lo hice por voluntad propia. Sí, son veintiún kilómetros y forman parte de mi entrenamiento, pero no competía en ninguna desde nada menos que octubre de 2012, cosa de la que pronto hará trece años.

Aunque uno tiene ya una edad a la que no se encuentra mucha gente dispuesta a meterse esos veintiún kilómetros entre las piernas, yo pensaba que no me iba a costar demasiado bajar de dos horas. No es que yo sea una fiera atlética, ni mucho menos, porque mi mejor marca, precisamente en ese 2012, es de una hora y 44 minutos, que desde luego no es para tirar cohetes ni tampoco para presumir demasiado. Pero bajar de dos horas es algo que he hecho de vez en cuando en algún entrenamiento cuando las circunstancias han acompañado, es decir, perfil llano, buen tiempo, haber dormido bien y haber comido a su debido tiempo. Y, si lo hice en entrenamientos, pensé que con más motivo lo haría en competición, porque es bien sabido que en dichas circunstancias las marcas se mejoran bastante, aunque en sentido estricto uno termina por competir contra sí mismo, sin aspiración alguna de ganar nada de nada, pero acompañado de otros corredores populares entre los que se desarrolla un estímulo de mejora, también conocido como 'pique'.

Para la preparación no hice nada que no hiciera habitualmente para carreras de diez kilómetros, que son las que corro habitualmente. Por cierto que la carrera no iba a tener lugar en Bélgica, sino en los alrededores de Valencia. Competir en Bélgica nunca me ha apetecido mucho, en primer lugar, porque las carreras son incomprensiblemente caras y, por si fuera poco, porque también son incómodas; a despecho de su precio exorbitante, hay demasiados participantes. El día que vi a los participantes en los veinte kilómetros de Bruselas ir apelotonados en el kilómetro siete, pasando por el 'Bois de la Cambre', ya me di cuenta de que las carreras tan masivas no eran para mí y seguí entrenando a mis anchas por otra zona del mismo 'bois'.

En Valencia no es que corra menos gente. Probablemente sea al contrario. Lo que sí que sucede es que hay mucha más oferta. En un fin de semana cualquiera, hay varios pueblos que organizan su propia carrera, así que los corredores se van dividiendo entre las distintas posibilidades. En Bélgica, en cambio, los veinte kilómetros de Bruselas, o los diez de Uccle, que también existen, son acontecimientos únicos, quizá en todo el país, de modo que quienes tienen el gusanillo de correr desarrollado terminan por apelotonarse en la carrera que toca. Y así nos va, que los que se tocan son los corredores por pura falta de espacio entre uno y otro.

El caso es que, en esto, uno de mis hermanos me llamó la atención sobre una media que coincidía con una estancia mía en Valencia y que tenía lugar en una ciudad muy cercana al 'cap i casal' que, además, se ha hecho famosa en toda España por ser la cuna de una de las personas más famosas de todo el país, ya que últimamente sale a diario en la prensa y en la televisión por sus méritos adquiridos al servicio de España, sin que el hecho de que, según todos los indicios, se haya (presuntamente) embolsado algunas cantidades más allá de su salario, cantidades que puntualmente parece haber invertido en su solaz y en conocer gente más allá de su círculo íntimo, sean mácula alguna en la abnegación que ha mostrado a lo largo de toda su carrera.

Como se hace tarde, la entrada se alarga, y no es cuestión de entrar en detalles sobre este asunto que apenas queda esbozado, es hora de publicar lo que hay y dejar la continuación de este relato para la próxima entrega, que llegará, si Dios quiere, a no tardar.

domingo, 15 de junio de 2025

Reseñas sobre el aeropuerto de Charleroi

Tengo que agradecerle a Lluis que, después de leer la última y vitriólica entrada sobre el aeropuerto de Charleroi (y la madre que lo parió...), haya señalado las opiniones que tal lugar merecen a otros viajeros, y que, muy a diferencia de las páginas oficiales del aeropuerto o de la región, no sólo corroboran punto por punto lo relatado en dicha entrada, sino que alimentan la sospecha de que incluso me he quedado corto en mis quejas.

Para el aeropuerto, no sólo debería ser preocupante que la valoración de sus servicios sea bajísima, sino que esa valoración es tanto más baja cuanto más recientemente se ha producido. En cristiano, que van a peor, parece que inexorablemente.

Uno lee las opiniones de "trustpilot" y llega a la fastuosa nota de 1,2 sobre 5. Algunos opinadores lamentan que deban poner al menos una estrella y que no se pueda calificar con ninguna. De vez en cuando hay algún comentario elogioso, normalmente en francés y supongo que de algún viajero local herido en su orgullo valón, pero la práctica totalidad son enormemente críticos. Que si los baños de la zona de llegada son de pago (cosa que efectivamente es lo nunca visto y que debería ser directamente delictivo), que si el personal es antipático (no es extraño, habida cuenta de lo que tienen que soportar), que si los aparcamientos huelen a orín (efectivamente, hay quien no quiere pagar en los servicios y no se puede contener), por no hablar de lo absurdamente lejos que están. Uno los ve en el mapa y el P3 está razonablemente cerca, pero la administración del aeropuerto hace dar al peatón viajero un rodeo incomprensible por pura antipatía, ya que una rampa de nada te dejaba en la terminal. Sobre el P4, llamado con mucha sorna foot&fly, hay un viajero que se ha tomado la molestia de hacer cálculos y que considera que está a mitad de camino entre Charleroi y Tombuctú. Estoy por dar por bueno tal cálculo.

Cuando las reseñas son en italiano, con el gracejo propio de los transalpinos irritados, se centran, además de en repetir algunos de los aspectos anteriores, en lo condenadamente sucio que está todo, además de abarrotado hasta no poder más. De forma vehemente que no puedo sino compartir, el reseñador italiano sugiere no volver por allí nunca más y evitarlo más que las calderas de Pedro Botero.

También hay reseñas en neerlandés, muy probablemente de viajeros belgas del norte de la frontera lingüística, que no ahorran epítetos negativos hacia el aeropuerto, que algunos de ellos hacen extensivos a Valonia en general. En una generalización arriesgada que quizá comente otro día, el aeropuerto de Charleroi no es, en su opinión, sino una señal del decaimiento general de Valonia, esa región en decadencia inexorable que los socialistas han gobernado casi desde su constitución, con escasas excepciones, aunque una de esas excepciones, mira por dónde, es el momento presente.

Las reseñas en alemán son escasas, pero de enjundia. Un alemán es un señor pragmático que no hace nada que no vaya a tener repercusión práctica, así que, cuando escribe, que son pocas veces, lo hace de verdad. Las que he leído invitan directamente a remediar los males del aeropuerto despidiendo a todos los trabajadores y a la gerencia del mismo, supongo que para comenzar de cero. Poco le falta para recomendar, además de lo anterior, el derribo de todas las instalaciones.

La utilidad del aeropuerto para acortar tiempo de estancia en el purgatorio no debemos desdeñarla así como así, pero podemos añadir una circunstancia suplementaria, cual es la opinión que merece la empresa monopolista del servicio de autobuses, Flibco. La compañía funciona bien y ofrece servicios de transporte prácticamente a toda hora; el problema es que no hay otra. Como buen monopolista, Flibco exprime su posición dominante en el mercado. Ahora mismo, un viaje desde el malhadado aeropuerto y Bruselas (estación de tren de Midi, o del Sur en castellano) sale por veinte euros por trayecto, y luego hay que llegar a casa y a ciertas horas no es sencillo, creedme. En estas circunstancias, la competencia lo debería tener fácil para dar un servicio alternativo. No es demasiado conocido, pero existen compañías de taxis que ofrecen un servicio de taxi compartido que funciona bastante bien y que te dejan en la puerta de tu casa por treinta euros, lo cual está muy bien. Vale, tienes que esperar a que lleguen los otros pasajeros, normalmente de otros vuelos, y luego has de tener la suerte de que el itinerario no te lleve a ser el último al que dejen, pero es difícil que tardes más que con Flibco y sus autobuses. En mi caso particular, últimamente he utilizado el servicio de taxis compartidos un par de veces y hay que reconocer que, aunque siempre hay un poco de incertidumbre, funciona bien y, además, como Uccle está en la entrada de Bruselas desde el sur, esto es, desde Charleroi, siempre he sido el primero en llegar a casa, cosa que se agradece especialmente a las horas (o más bien deshoras) a las que estoy llegando últimamente. La compañía ofrece la posibilidad de pagar con tarjeta, pero recomienda el pago en efectivo. Prefiero no ser curioso y no preguntar por qué. El servicio es tan "de estranjis" que la compañía no tiene un acuerdo con el aparcamiento del aeropuerto y los taxis pagan por la estancia como un coche más. Y sí, se supone que esto es el primer mundo. A veces, en Charleroi, más bien parece uno encontrarse en el primer inmundo.

Voy a dejar en paz el aeropuerto de Charleroi. Si Dios quiere, no lo voy a utilizar por lo menos hasta octubre en calidad de pasajero, aunque seguramente sí como acompañante. Que el Señor acompañe a quienes pasen por allí este verano y se pregunten si el precio del billete merece la pena. Pero que se lo pregunten pronto, antes de que compren los billetes... y sea tarde.

miércoles, 28 de mayo de 2025

El aeropuerto de Charleroi y la madre que lo parió

En Charleroi hay cuatro aparcamientos. El primero está cubierto y está cerca de la terminal, pero poco menos que has de vender el coche para pagar las tarifas del aparcamiento. El segundo está descubierto y está algo más lejos, así que, si nieva o llueve, se siente. Yo lo tuve que usar en enero un fin de semana largo, nevó y, bueno, fue molesto, pero nada más. Después de todo no estoy en silla de ruedas y sigo en edad de merecer. Hay que decir que no es mucho más barato que el primero, pero está casi lleno, sobre todo las plazas más cercanas a la terminal.

El tercero es especialmente vergonzoso, igual que el cuarto, porque están literalmente en la quinta porra, es decir, que llegar a la terminal desde el aparcamiento no lleva menos de media hora. Sí, lo que se dice treinta minutos. Lo llaman retóricamente Foot & Fly, y no hay duda de que habrá que usar los pies (además, mucho) para poder volar. Según el destino, ya puede uno tomarse las cosas con antelación. Eso sí, no necesariamente tiene que andar para acercarse al avión, porque puede tomar un autobús lanzadera que el aeropuerto pone a disposición del viajero perezoso para acercarse a la terminal. Como todo en este aeropuerto, el autobús cuesta. Seis euros es el último precio que vi, pero en el aeropuerto de Charleroi todo es susceptible de encarecerse.

Finalmente, uno se acerca a la terminal y, cuando cree que puede entrar en el edificio, resulta que el pasajero debe dar una vuelta de tres pares de narices para pasar un control de seguridad previo, que no es el de verdad, y que no sé a qué viene, porque no tienen ni equipos ni nada. Normalmente pasa uno como quien no quiere la cosa, sin importar si eres pasajero o no. Claro, además de ser pasajero, podrías ir por allí para recoger o a acompañar a alguien a quien indudablemente quieres mucho, porque, si ir al aeropuerto de Charleroi cuando uno vuela desde allí tiene una justificación, hacerlo sin tener que utilizarlo sólo puede hacerse por amor. Mucho amor.

Luego está el paisanaje que hay por allí. Uno pasa todos los obstáculos que se interponen entre él y la terminal, y finalmente consigue acceder a la misma. No hay ningún pasajero, pero ninguno, de porte mínimamente elegante e indicios de viajar por trabajo. No nos engañemos, porque yo he viajado por trabajo desde Charleroi, vale, pero tuve que convencer a la agencia de viajes de que me venía mejor el horario que la alternativa que me ofrecían ellos y que implicaba levantarme a las cuatro de la mañana como poco. Y, así y todo, me vestí lo más informal que pude, metiendo el traje en la maleta doblado, sólo para no ser el único trajeado en todo el aeropuerto. Las agencias de viajes que se respetan y que trabajan con gente de negocios tienen vetado ofrecer vuelos que salgan de Charleroi o aterricen allí. No quieren líos ni reclamaciones; si hay que pagar más, se paga y punto.

Sí, amigos, desde Charleroi sólo vuela gente lumpen, de los que se van de vacaciones de baja estofa o van a visitar a sus parientes en Marruecos. En verano, casi no hay pasajero que no lleve tatuado hasta el esternón. Los (y, sobre todo, las) que no lo hacen es porque llevan la cabeza tapada con un pañuelo y el resto del cuerpo con ropas amplias, además de ir un par de metros por detrás de sus supongo que maridos. Esa gente lumpen ha comprado los billetes atraídos por el bajo precio que ponen las compañías, sin reparar en que, entre los treinta euros que cuesta llegar allí en transporte público (en cada sentido), la clavada que supone facturar la maleta (¿Cómo vas a ir a Marruecos sin regalos para todo el pueblo, demostrando lo bien que te va entre los infieles?) y que en ese aeropuerto te cobran hasta por orinar, quizá los billetes no sean tan baratos como parece.

El control de seguridad es igualmente patético. Frente a los mostradores amplios de Zaventem, en Charleroi hay sólo dos filas frente a las que se atestan miríadas de pasajeros. Últimamente, las compañías aéreas (o sea, Ryanair, que es quien ha tomado la terminal) advierten a los pasajeros que deben personarse tres o cuatro horas antes de la salida del vuelo, porque, por mucho que lo piden, el aeropuerto de Charleroi no habilita más puestos de control de seguridad y eso crea colas y retrasos del quince. Creo que quien ha volado con Ryanair ya sabe lo que le gusta a esta compañía curarse en salud y dramatizar las cosas, para poder soltar un 'ya te lo dije' si las cosas vienen mal dadas. En realidad, con llegar dos horas antes de la salida del vuelo, como toda la vida, hay tiempo de sobra.

El único buen momento del aeropuerto de Charleroi es cuando te montas en el avión y queda claro que lo vas a perder de vista más pronto que tarde.

Tarde es precisamente lo que se ha hecho ahora, así que vamos a dejarlo hasta mi próxima aparición por Charleroi, que tendrá lugar fatalmente dentro de unos días, si Dios quiere.

viernes, 9 de mayo de 2025

Aeropuertos: sí, en plural

En el pasado ruso, la etiqueta "aviones y aeropuertos" era bastante frecuente en esta bitácora, y no era para menos, porque en los aeropuertos rusos (bueno, y fuera de ellos) solían suceder cosas originales y curiosas que merecían la pena relatarse. Es lo que tienen los controles de pasaportes y los controles de aduanas, y no digamos los controles de seguridad a partir del, digamos, incidente, de las torres gemelas.

En Bélgica, es verdad que ha habido alguna que otra entrada sobre aeropuertos, pero menos. El desplazamiento al aeropuerto está mejor organizado que a los aeropuertos moscovitas, al menos hasta que los rusos pusieron los trenes directos; es más, uno llega a los aeropuertos belgas y se encuentra con que, siempre que no se vaya fuera de la zona Schengen, cosa que hace mucho tiempo que no hago, los controles de acceso a la zona de embarque son muy simples. No hay control de pasaportes. De hecho, ni siquiera hay obligación de llevar el pasaporte en el viaje con mucho más frecuente que hago, que es de Bruselas a Valencia y viceversa. Tampoco hay control aduanero. Lo que sí que hay es control de seguridad, pero suele ser bastante rápido y, si uno tiene el ojo de chapurrear un poco el neerlandés, los encargados del control se quedan gratamente sorprendidos y se deshacen en parabienes. Bueno, me estoy pasando, que al fin y a la postre son seguratas y belgas; quizá no se deshagan en parabienes, pero, por lo menos, no son directamente desagradables.

Uno pasa ese control y ya sólo le queda deambular por las instalaciones del aeropuerto, quizá comer algo, o pasar por la capilla (sí, sí, hay una), o hacer alguna compra que se haya quedado a medias o directamente por hacer. Llega el momento del vuelo, se pasa una revisión de la documentación y, ¡hala!, al avión. No hay mucha diferencia con lo que pasa en las estaciones de tren en España y sus controles de equipajes. No, en Bruselas, normalmente, en los trenes de alta velocidad no hay controles de equipaje; eso es un invento español con Dios sabrá qué oscuras intenciones.

En Bruselas hay un aeropuerto, el internacional de Zaventem. Bueno, hay uno...  excepto si le preguntamos a Ryanair, que nos dirá que hay dos, el susodicho internacional de Zaventem, que está a unos quince kilómetros del centro, y el que ellos denominan Bruselas Sur, pero que la IATA y el resto del mundo llamamos aeropuerto de Charleroi y que, efectivamente, está en la ciudad de Charleroi. Es verdad que Charleroi, con su aeropuerto, está al sur de Bruselas, con lo que Ryanair no va totalmente desencaminado, pero, ya puestos, podían haberlo llamado aeropuerto de París Norte, no en vano está al norte de París y París vende más.

El aeropuerto de Charleroi está a cincuenta y cinco kilómetros de Bruselas. Es pequeño y cutre, y de él vuelan compañías aéreas de bajo coste y ninguna intención de disimularlo. Obviamente, Ryanair es la más destacada, aunque también opera vuelos desde Zaventem. Hay que decir que lo único que hay de bajo coste en ese aeropuerto son los vuelos, y aun de esto habría mucho que discutir. El resto de los servicios de ese aeropuerto es de pago o incomodísimo, y no es que los pasajeros tengamos mucho donde elegir. Este pasajero que escribe y que suele viajar a Valencia está prácticamente condenado a utilizar Charleroi mucho más de lo que le gustaría, porque Ryanair, al menos estos meses, es la única línea aérea que cubre el trayecto sin visitar más que los aeropuertos de origen y destino.

Como tengo tres hijos en edad universitaria y los estudiantes son pobres, también me toca visitar Charleroi cuando los llevo o los recojo en coche. En Zaventem, igual que en todos los lugares decentes, hay una zona en la cual uno puede descargar a los pasajeros que lleva, darles un beso, un abrazo o un simple apretón de manos, según la confianza que se tenga con ellos, y a partir de ahí ya se apañan ellos y el conductor puede volver sobre sus pasos sin pagar por llegar hasta allí.

En Charleroi, no.

En Charleroi, uno tiene que rascarse el bolsillo en cuanto uno se acerca a menos de un kilómetro del acceso, pero se está haciendo un poco tarde, así que voy a ir cerrando esta entrada y reservando mis invectivas y palabras soeces para la próxima, en la que intentaré disuadir a los potenciales pasajeros de utilizar esa cuadra.

martes, 15 de abril de 2025

Gente ilustre que, por lo visto, merece una estatua

Me encantan las estatuas. Siempre, o casi siempre, que veo una, me acerco a ver quién es el representado y qué merecimientos ha hecho para que las autoridades hayan decidido inmortalizar al prócer cuya efigie adornará para siempre (o no, dependiendo de si el próximo gobierno municipal es revisionista o simplemente rencoroso) las calles de la ciudad.

Uno de estos días mis pasos pecadores me llevaron a la capital de las Españas, la villa de Madrid, donde tenía que resolver un trámite administrativo que duró cosa de un cuarto de hora, pero que me tuvo todo el santo día por allí. Como el lugar donde tenía que acudir estaba enfrente del parque del Retiro y llegué con tres cuartos de hora de antelación a la cita que tenía, decidí matar esos tres cuartos de hora visitando el parque, que es una cosa que, desgraciadamente, apenas he hecho cuando he tenido oportunidad en mis estancias en Madrid. El parque, y más en primavera, es una preciosidad y merece un paseo como el que le di, y aun uno mucho mayor.

El paseo de las Estatuas, que en realidad recibe el nombre de paseo de la Argentina, en esa manía que tenemos los españoles de celebrar las naciones secesionistas, es uno de los lugares más curiosos del parque. Catorce estatuas se alinean a sus lados, siete a cada uno, así que me puse a curiosear quiénes eran los próceres cuya memoria se honraba en dichos monumentos.

Ya el primero que vi, el rey visigodo Gundemaro, me pareció inquietante, pero seguí adelante. El siguiente era Carlos I, indudablemente uno de los reyes más destacados que ha tenido España, que tiene estatuas en muchos sitios, en España y fuera de ella, lo cual no tenía, pues, nada de particular. Luego vino Carlos II, también rey de España durante bastante tiempo, que, aunque ha sido sistemáticamente denigrado desde la llegada de la dinastía borbónica, está siendo objeto de una revisión en profundidad que pone su reinado bajo una luz mucho más positiva. Y luego vino Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey consorte de Aragón, quien también merece indudablemente su pedestal.

El siguiente es el de la foto y me dejó tan de piedra como él mismo. Nada menos que Chintila, rey visigodo durante un par de años. Uno se pregunta sobre los méritos de Chintila para que su estatua acompañe a las de los pesos pesados de la historia de España, hasta que se pone a observar la cosa con un poco más de atención.

Chintila, lo que es él, no parece que hiciera mucho a lo largo de su reinado, como no fuera convocar un par de concilios en Toledo para intentar consolidarse en el trono y establecer algo parecido a una dinastía. En efecto, su hijo Tulga le sucedió, pero por poco tiempo, porque poco más de dos años después fue depuesto por Chindasvinto, un señor de casi ochenta años. Y, en el siglo VII, ochenta años eran mucho más que ahora.

De Chintila se sabe poco. San Isidoro había concluido la crónica de los visigodos con el reinado de Suintila, unos diez años antes; de lo que pasó después se saben bastantes menos cosas. Si el que decidió poner estatuas en el Retiro quería poner algún rey visigodo, lo cual es un deseo como cualquier otro y debe ser respetado, uno se pregunta por qué eligió precisamente a Chintila (bueno, y a Gundemaro, otra elección difícil de explicar), habiendo reyes como Leovigildo, Recaredo, Ataulfo mismo, o Rodrigo, que son bastante más famosos. Es que, para haber oído hablar de Chintila, hay que saberse la lista de los reyes godos, y me da a mí que, en el siglo XXI, no sólo no se enseña en los colegios, sino que los que nos la hemos aprendido por nuestra cuenta somos objeto de burlas despiadadas. Chintila no es ni bueno ni malo; simplemente es desconocido.

Pero el tío va y tiene una estatua en Madrid.

Luego uno se pone a indagar y averigua que la estatua no se hizo para estar en el Retiro, sino que ha terminado ahí un poco de carambola. Trece de las catorce estatuas (lo de la decimocuarta es otra historia, producto de las ideologías al uso actual) provienen de la colección de ciento catorce estatuas que iban a decorar el Palacio Real y que, tras ser esculpidas, finalmente no fueron instaladas allí, sino desmontadas y guardadas en un almacén, hasta que en el siglo XIX se sacaron para ponerlas, al parecer sin mucho orden ni concierto, unas en un sitio, otras en otro, e incluso algunas más en otras ciudades de España. Esas ciento catorce estatuas representaban otros tantos monarcas españoles, desde los visigodos hasta Fernando VI, y algún otro personaje. Por alguna razón, Carlos III les tomó manía e hizo que las retirasen y hasta que borrasen la inscripción con los nombres, lo cual posiblemente es la causa de que otro rey, Sancho el Bravo, tenga, no una, sino dos estatuas a su nombre en ese mismo paseo.

A Chintila le tocó el parque del Retiro como le podía haber tocado cualquier otro lugar. Pero ya han pasado los tres cuartos de hora y tengo que acudir a la cita, no se me vaya a hacer tarde.

martes, 1 de abril de 2025

El espantoso caso de los hoteles del paraíso fiscal

Por razones de trabajo, me toca en ocasiones, no sé si más o menos de lo que me gustaría, viajar a Luxemburgo, ese país pequeñito que es la tercera pata del Benelux y que está ahí, independiente y soberano, por una especie de casualidad histórica, como tantos otros miniestados europeos cuya existencia es demasiado conveniente como para que se los merienden sus vecinos.

El alojamiento permanente en Luxemburgo, por lo que me cuentan, es un lujo al alcance de unos pocos, hasta el punto de que buena parte de la fuerza laboral del país vive directamente fuera de él y sólo se desplaza durante el día. El salario mínimo en el gran ducadito supera los tres mil euros, de lo que espero que Yolanda Díaz no se entere, y el país es la sede de toda entidad bancaria que se precie y tenga la intención de pagar lo menos posible en impuestos. Que supongo que son todas.

Con esos antecedentes, conseguir hotel a un precio razonable y en una ubicación igual de razonable no es cosa sencilla. Que sí, que todos tenemos Booking y hacemos milagros con esa bendita aplicación, pero a veces los viajes se plantean con poca antelación y, en ese caso, ni Booking ni el sursum corda te libran de las tarifas hoteleras, especialmente si hay algún sarao en lontananza.

Además de los bancos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Tribunal de Cuentas, una parte de la Comisión y del Parlamento Europeos y un número notable de multinacionales que miran el dólar y han preferido Luxemburgo a Irlanda, el Consejo se reúne en Luxemburgo tres meses al año (abril, junio y octubre). Como tu viaje coincida con una sesión del Consejo, es decir, con ministros y séquito de los veintisiete y con los que les acompañan desde Bruselas y sus representaciones permanentes, prepárate para ver precios directamente absurdos, de varios cientos de euros por noche y habitación. Sin desayuno.

Una de las últimas veces que me tocó desplazarme al Gran Ducado fue a final de septiembre del año pasado y me las prometía muy felices, porque no era ninguno de esos tres meses peligrosos. Para mi sorpresa (y mi espanto), los precios que me pasaban eran los de varios cientos de euros que superaban con mucho mi presupuesto.

- Peroperoperopero... - me decía desesperado ante la perspectiva de tener que alojarme en la quinta porra de donde tenía que ir a trabajar - ¿Qué narices está pasando aquí?

Bueno, pues lo que estaba pasando es que mi viaje coincidía con el de una personalidad aún más importante que los ministros y tiralevitas habituales. Nada menos que el papa Francisco, al que ahora tenemos bastante maltrecho en Roma, pero que hace sólo medio año estaba aún en plena forma visitando países. Es verdad que en Luxemburgo estuvo unas cuantas horas, no hizo noche y salió el mismo día que llegó hacia Bruselas, como un funcionario europeo del montón, pero su sola presencia bastó para que los hoteles, ya de por sí proclives a apuñalar a sus clientes, pusieran unos precios de estancia capaces de hacer subir ellos solos varios puntos el índice de inflación luxemburgués.

Total, que encontré un alojamiento, que no un hotel, lejos a más no poder, aunque por lo menos dentro de la ciudad. Era una de esas casas reconvertidas a habitaciones de huéspedes, en las que tienes habitación (muuuuy modesta), baño compartido y cocina igualmente compartida. Para lo que ofrecían, el precio era un atraco, pero al menos estaba dentro de mi presupuesto y, por lo menos, no estaba (muy) sucio. Luxemburgo tiene esas desventajas, pero también tiene alguna que otra ventaja, como, por ejemplo, que el transporte público es bueno y gratuito, supongo que porque a las autoridades luxemburguesas les sale el dinero por las orejas y no saben qué hacer con él. Por poco que cobres impuestos, con la peña que tienes instalada en el país, muy mal tenían que ir las cosas para que no les salieran las cuentas.

Si Dios quiere, mi próximo viaje a Luxemburgo será en junio, ese mes fatídico a causa de las reuniones del Consejo. Esta vez me lo he tomado con tiempo y he tenido la potra de encontrar un hotel algo por encima de mi presupuesto, pero, como espero que me lo suban un poco dentro de un par de meses, confío en encajarlo en mis cuentas o, al menos, que no me toquen demasiado... el bolsillo.

Porque lo otro (las narices, claro, ¡a ver qué pensabais!) ya me lo toco yo mismo con la explosión floral del comienzo de la primavera y las alergias correspondientes.

Pero eso será materia de otra entrada, ya que ésta conviene cerrarla aquí, no en vano se hace tarde.