Decíamos ayer (y, por una vez, fue realmente ayer, y no hace dos o tres meses) que nos hacía falta una puerta para nuestro garaje. Y nos habíamos quedado en el momento (emocionante, lo sé) en que atravieso con la intrepidez que me caracteriza un comercio belga y me dirijo a un dependiente, igualmente belga.
El dependiente está sentado delante de un ordenador, aparentemente trabajando. Una mirada un poco más atenta, y la experiencia de muchas tardes viendo a gente que,
aparentemente, trabajaba, me permite convencerme de que lo que hace es mirar fijamente una pantalla. Decido prescindir de lo que pueda estar mostrando esa pantalla, y le dirijo la palabra.
- Buenas tardes, yo querría cambiar la puerta de mi garaje, y vengo a ver qué me pueden ofrecer.
El dependiente me mira con aspecto extrañado. Por un momento pensé que me había equivocado de tienda.
- Puertas de garaje, puertas de garaje... - el dependiente se puso a repetir su mantra.
Hice memoria. Giré la cabeza, y a mi alrededor no se veía otra cosa que puertas. La mayoría eran de interior, y alguna de entrada, y justo en la mesa vecina del dependiente había un catálogo abierto de puertas de garaje. O el dependiente era nuevo, o se estaba quedando conmigo, o era belga, o las tres cosas.
- No sé quién tendra puertas de garaje.
- ¿No? Pero, en su página web, dice que ustedes se dedican a las puertas de garaje.
- Sí, posiblemente diga eso. Preo, claro, hay que encontrar a la persona adecuada.
- ¿Y no está aquí? - pregunté haciendo acopio de paciencia y recordando que hacía tiempo que no releía "
El castillo" y que quizá no sería una mala idea.
- Ufff... Hay alguien, sí... hay alguien...
Era noviembre. Los días, que sólo ahora empiezan a alargarse, eran cortísimos, y la luz del sol, a las cuatro de la tarde, comenzaba a apagarse. El cielo estaba gris, y el ambiente resultaba opresivo. Me erguí a la espera de que el dependiente haciera algo, lo que fuera. Éste comprendió que no me iba a ir tan simplemente y que, si quería seguir mirando lo que hubiera en la pantalla, primero iba a tener que librarse de mí.
- Voy a llamarlo - dijo, con un tono de voz en el que se apreciaba un mínimo, muy mínimo, de resolución.
Tomó el teléfono, marcó un número y, cuando hubo recibido una respuesta, comenzó a hablar:
- Ha venido una persona que quiere cambiar la puerta de su garaje.
- (...)
- Sí, ya se lo he dicho.
- (...)
- ¿Me podeis pasar con David?
- (..)
- Bueno, pues dadme su número.
- (...)
- Gracias.
Y colgó. Enseguida se dirigió a mí.
- Voy a intentar hablar con David. David tiene puertas de garaje. Le podrá ayudar.
- Vamos a ver.
- Yo hago lo que está en mi mano.
El dependiente volvió a marcar un número.
- David, ¿dónde estás?
- (...)
- Tengo aquí una persona que quiere cambiar la puerta de su garaje.
- (...)
- No lo sé. No se lo he preguntado ¿Puedes venir?
- (...)
- Gracias. Te espero.
El dependiente colgó de nuevo y volvió a dirigírseme.
- Va a venir David. Ésa es su mesa. Espérele ahí.
Y señaló la mesa que estaba justamente a su lado, a menos de medio metro de mí, la que tenía el catálogo de puertas de garaje. A partir de ahí debió considerar que el asunto que yo le planteaba ya no era de su incumbencia y volvió a su pantalla de ordenador. Entretanto, la pantalla se le había bloqueado y, con un gesto de hastío, tuvo que pulsar un par de teclas para seguir con sus quehaceres.
Me quedé de pie delante de la mesa, esperando a que apareciera David. Como eso no sucedió enseguida, di un par de vueltas mirando las puertas de entrada que tenían y, como nuestra puerta de entrada, aunque se abre y cierra sin problemas, data igualmente de la época colonial, pensé en qué no sería mala idea cambiarla también.
Ya había mirado varias veces cada detalle de todas las puertas de entrada que tenían por allí, y ya no sabía qué hacer para hacer tiempo hasta que David se dignara atenderme, cuando finalmente vi a un joven de elevada estatura y andar reposado, que se acercaba hacia la mesa que me interesaba con aires de plantígrado recién salido de la hibernación. Como quería ver a mis hijos antes de que se fueran a la universidad, decidí tomar la iniciativa y le intercepté.
- ¿Es usted David?
- Sí... ¿Usted es el ha venido por una puerta de garaje?
- Ése soy yo.
- Ufff... bueno, siéntese.
Acepté su invitación pensando que estaba hablando con un profesional, como atestiguaba el catálogo, precisamente de puertas de garaje, lo que a mí me interesaba, que estaba abierto sobre el escritorio, a diferencia del dependiente de al lado, que debía ser pariente cercano del dueño, a juzgar por su actitud inhibida.
Y con esto terminamos por hoy, quedando para mañana (o pasado, a saber) las aventuras que se sucedieron en aquel lugar que ya me estaba preguntando yo si era realmente una empresa de puertas de garaje, o la tapadera de un negocio mafioso o de una guarida de yihadistas ocultos en el almacén.