lunes, 27 de febrero de 2023

Miliario y medio

Ahora sí que sí. Esta bitácora ha llegado felizmente a la entrada número mil quinientas. Vamos, que ya era veterana desde hacía tiempo, pero ahora debe haber penetrado, con esta entrada que no va de Rusia, ni de Bélgica, sino de la propia bitácora, en una categoría que va más allá de lo normal, y más en estos tiempos en que los mensajillos cortos y las redes sociales han usurpado completamente el espacio al texto más pausado y, sobre todo, más largo.

Pues sí. Mil quinientas entradas y casi dieciséis años después, resulta que esto sigue. Claro que las cosas han cambiado mucho desde aquel primero de mayo de 2006 en que, recién cambiado de casa en Moscú, tomé el teclado dispuesto a escribir sin saber muy bien de qué. Precisamente esto último no ha cambiado en absoluto, porque sigo escribiendo sin saber muy bien de qué y en más de una ocasión acabó escribiendo sobre algo muy distinto a lo que pensaba, hasta el punto de tener que cambiar el título de la entrada, y aun las primeras líneas de la misma.

De vez en cuando me pongo yo mismo a navegar por mi propia bitácora, en lo que supongo que es un ejercicio de vanidad todo lo lamentable que queramos. La mayoría de las entradas me gustan; vamos, que escribo lo que me gustaría leer, con el tono entre irónico y sarcástico, pero espero que no hiriente, que en la vida real de fuera de las pantallas voy escondiendo cada vez más, porque suele traer más disgustos que alegrías.

Entretanto, la mayoría de los protagonistas, lectores y comentaristas que comenzaron esta andadura han desaparecido, y especialmente mi familia estricta, que está hoy dispersa por esos mundos y no siempre bien avenida. El teatro de las operaciones de las primeras mil y algunas entradas, Moscú y Rusia en general, está hoy enemistado con el resto de Europa y sumido en una guerra que sólo Dios sabe cómo y cuándo terminará. Si pensaba en volver por allí de vez en cuando para reverdecer laureles, o simplemente para visitar conocidos, ya me puedo ir olvidando del asunto.

Tras mucho leer entradas del pasado, creo que lo único que se ha mantenido bastante estable a lo largo de este tiempo es el autor de las mismas. Claro, entretanto, aunque peso lo mismo, he pasado por algún que otro achaque físico y he perdido casi todo el pelo de la cabeza (el del resto del cuerpo más bien ha aumentado en cantidad), pero la cabeza parece estar todavía en su sitio con las ideas más o menos parecidas a las que había en 2006. E incluso parece que, últimamente, el ritmo de entradas está conociendo un incremento desusado, que no creo que lleve a los gloriosos tiempos de ciento cincuenta entradas anuales (también porque mi vida en Bélgica no da para tanto), pero que por lo menos permite publicaciones relativamente frecuentes. Es verdad que, entretanto, hay menos lectores, cosa que deduzco porque hay apenas comentarios, pero nunca se trató de darle bombo, sino de escribir.

Porque, sí, todo ha cambiado, más o menos, pero hay una cosa, una sola, que se mantiene incólume.

Que me gusta escribir.

viernes, 24 de febrero de 2023

Librerías y libreros

Como vimos en la entrada anterior, lo de comprar libros en neerlandés en las librerías postineras no empezó bien. En todo caso, como me venía de paso, entré en la cadena ésa a la que todo quisqui va cuando se trata de estas cosas, esto es, a la FNAC. No es que tuviera muchas esperanzas de encontrar libros en flamenco en una cadena de tiendas francesa, pero, ya que estaba allí...

Para mi sorpresa, tenían bastante más que en Filigranes, e incluso me hice con un libro de bolsillo para llevar durante los viajes de aquí para allá y leer algo durante los mismos, pero la cosa se me estaba quedando escasita, como también se estaban quedando escasos los tebeos de Suske en Wiske y los de De Kampioenen. Algo más había que conseguir. No todo iba a ser empollarse el diccionario monolingüe (ése, al menos mientras el flamenco sea materia obligatoria en los colegios bruselenses, va a seguir siendo fácil de conseguir en casi cualquier sitio).

En la plaza de Jeu de Balle, justo al lado de la iglesia, hay una librería de viejo a la que llevaba tiempo echándole el ojo, hasta que un día empecé a husmear más en serio entre las cajas de libros que dejaban en la calle, de los de todo a dos euros. Todos los libros, sin excepción, estaban en francés. Finalmente me decidí a entrar y pregunté al librero, un hombre de mediana edad y modales exquisitos, muy a juego con una tienda tan decadente como es una librería de segunda mano, si no tendrían por casualidad libros en flamenco.

El librero negó con la cabeza. Allí todo estaba en francés.

Lamentablemente, el oficio de librero está en una crisis enorme, que se ve venir desde hace bastante tiempo. La gente lee, a pesar de los agoreros que digan lo contrario. Los lectores de esta bitácora, que alguno tiene todavía, obviamente son lectores, pero no necesariamente lo son de libros en papel, que es de lo que se nutre el negocio librero. Si incluso las bitácoras llevan muchísimo tiempo en crisis, arrinconadas por los vídeos de tiktokeros, youtúbers e instagramers, cuánto más los libros en papel.

El librero sólo puede ser un profesional con una vocación enorme, lejos los tiempos en que era un negocio rentable. Por fuerza tienen que ser gente culta, que últimamente se dirige a un nicho de mercado cada vez más reducido, mientras las editoriales buscan canales alternativos de distribución, que muchas vecen incluyen saltarse al librero y vender directamente al cliente por internet, o usar grandes superficies y todo tipo de tiendas enormes, con las que el librero simplemente no puede competir.

Así que las librerías tienen un aire a otra época, pasada y posiblemente muy distinta a la actual, en la que acceder a la cultura no estaba manchado con la exigencia de la inmediatez. En la que teníamos tiempo para sentarnos y pasar, sin prisa, las páginas de un libro. Hoy, ese mismo tiempo lo perdemos lamentablemente yendo de un vídeo a otro, repasando los twits de cualquier indocumentado o leyendo y contestando mensajitos, con frecuencia con los odiosos mensajes de voz. Es posible que se nos deslice más tiempo hoy en internet que otrora leyendo libros. Así nos va.

Yo le había echado el ojo (y la mano) a un librito que había expuesto en el exterior, y que esperaba poder leer y hasta entender en algún momento (en este caso se trataba del "Diario de un cura rural", de Georges Bernanos). Lo pagué y el librero me dio uno de esos marcadores de página que tan bien vienen, y que tan a menudo se pierden.

- Mire, le escribo en el marcador el nombre de una librería en la que podrá encontrar libros en neerlandés. Es una librería que hay en el beaterio de Bruselas, y se llama "Het ivoren aapje".

- Ajá, gracias.

"Het ivoren aapje", es decir, el mono de marfil. Y estaba en el beaterío, que es la traducción al español que algunos damos a la palabra "béguinage". He estado en el beaterío de Gante, en el de Brujas, en el de Malinas, en el de Ámsterdam, en el de Breda... pero no en el de Bruselas.

Estaba llegando el momento de corregir esta lamentable circunstancia, pero eso será en otro momento, porque en éste se me hace tarde para otras cuitas que tengo que solucionar.

miércoles, 22 de febrero de 2023

El flamenco en Bruselas

Como cualquiera que haya pasado por esta ciudad ha podido comprobar, el idioma predominante en Bruselas es el francés. Probablemente el segundo idioma más hablado no sea el flamenco, que es la otra lengua oficial de la región-ciudad de Bruselas, sino el inglés. Ya vimos que en los hospitales de la zona no se cortan en proporcionar la información en este idioma, a sabiendas de que una parte no despreciable de sus pacientes son extranjeros, posiblemente trabajadores de la burbuja comunitaria, donde la lingua franca es el inglés y donde hay gente que no habla francés en absoluto.

Uno pensaría que la tercera lengua más hablada en Bruselas sí que sería el flamenco, pero parece que hay estudios que apuntan a que, en realidad, la tercera lengua más hablada por aquí es el árabe. Quizá no en Uccle, municipio de alto postín en el que uno de cada diez habitantes son franceses que huyen de los impuestos franceses, pero desde luego sí en lugares como Molenbeek o Schaarbeek, en los que los letreros están en árabe directamente, o en Anderlecht. En Anderlecht estuve hace unos días en un centro comercial y buena parte de los clientes, familias claramente musulmanas con mujeres con pañuelo, hablaban entre ellas árabe sin el menor problema.

El flamenco podría estar en el cuarto lugar, incluso diría que en competencia con el castellano. Porque sí, si uno se empeña, en Bruselas se puede vivir en castellano posiblemente con menos problemas que en.. no sé, Sueca (sí, estoy siendo injusto), o algún municipio de la Cataluña (muy) profunda.

Pero el flamenco es el idioma más hablado de Bélgica. Sin ninguna duda. La mayoría de la población vive en Flandes, donde el francés no es oficial y es directamente odiado por una parte considerable de la gente, que vota a partidos independentistas y, a veces, muy independentistas con ribetes racistas. A esa parte le sienta fatal haber perdido Bruselas para la causa flamencófona, cuando en el pasado, pero cada vez más pasado, el flamenco era la lengua más hablada en esta ciudad.

De esto ya hablamos aquí, cuando empecé un segundo intento de estudiar flamenco. Y aquí, cuando lo continué. Y seguimos hablando aquí, cuando mi nivel, a medida que iba pasando niveles, empezó a ser suficiente para comunicarme. Finalmente, terminé todos los niveles de neerlandés y me puse a utilizarlo a troche y moche, como vimos cuando me puse a espantar moscones publicitarios (bueno, con una excepción), o a poner a prueba a las autoridades sanitarias belgas, o a cierto vecino un tantico insidioso, o cuando me tocó hacer de San Pedro.

Y vimos que el neerlandés abre puertas, y hasta controles de seguridad. Lo que no hemos visto hasta ahora es que mis progresos con el neerlandés me han llevado a comprar una novela en este idioma y (lo que es más difícil) a leerla y a entenderla, con lo que estoy en una nube. Pero la novela se terminó y yo me dije que iba a continuar con las prácticas de lectura, ahora que ya se han terminado mis cursos.

Para eso, me dirigí a la que seguramente es la librería más importante de Bruselas, Filigranes, que en los últimos tiempos ha salido en las noticias locales por asuntillos más bien turbios, pero eso es otra cosa. El caso es que tienen libros. Entré, busqué por aquí y por allá y todo estaba en francés, hasta que, a pesar de ser un hombre, reconocí que no estaba avanzando nada y que necesitaba ayuda. Me dirigí a una dependienta:

- He estado buscando libros en neerlandés ¿Es que no tienen?

- Casi todo lo que tenemos es en francés. Las lenguas extranjeras las tenemos en el pasillo del fondo, al final del todo.

Me quedé mirándola con un poco de asombro.

- ¿Extranjera? ¿El neerlandés es una lengua extranjera?

- Bueeeno, usted ya me entiende. El caso es que los libros en neerlandés los tenemos con los de inglés, alemán, español...

Sí, sí, ya entiendo. Salí de la librería con las manos vacías, porque lo poco que tenían allí no merecía la pena, y me resigné a la perspectiva de que no iba a ser sencillo completar la biblioteca, a no ser que me decidiera a tomar el coche e ir a Flandes a comprar materia de lectura.

Naturalmente, esto no acaba aquí, pero la continuación tendrá que esperar a otro momento más propicio, no hoy, que se hace tarde.

lunes, 20 de febrero de 2023

La resonancia nocturna (IV)

A no dudar, la resonancia complicada era la primera, en víspera de un día laborable a las cuatro menos veinte de la madrugada. La segunda, en fin de semana a las dos menos veinte, casi era como un día de juerga algo prolongada, al menos para lo que es Bélgica. Sí, ya se que, en España, hay sitios en que un fin de semana a las dos menos veinte hay atascos.

Lo de las cuatro menos veinte, en cambio, planteaba el problema básico de qué hacer ¿Trasnochar una barbaridad o madrugar una barbaridad? Para el personal local a los que consulté, curiosamente no había dudas: todos pensaban que lo normal era acostarse muy pronto, levantarse a las dos y media, y a la resonancia. A eso de las cuatro y media podía estar desayunando, para empalmar con el tajo.

Si le preguntamos a un español, por ejemplo a mis hijos, probablemente dijeran todo lo contrario: estirar la noche hasta la hora de la resonancia y, a las cuatro y media, todavía se puede uno ir al sobre un par de horitas, lo justo para no caer desvanecido en el tajo. Luego, una siestecita tras acabar el día de trabajo, y listos para trasnochar un poco más hasta la siguiente resonancia.

Como yo soy español, pero con influencia centroeuropea, adopté una solución ecléctica, inspirada en las guardias imaginarias de la mili cuando te tocaba el turno de guardia de dos a cuatro de la madrugada. Incapaz de irme a la cama (y dormir), como español al fin, antes de las once de la noche, me fui a esa hora, poniendo dos alarmas, no fuera a pillarme en un sueño demasiado profundo, a las dos y cuarto de la noche. El plan consistía en acumular esas tres horas y pico de sueño con otras tantas después de las cuatro y media, aprovechando que me había pedido teletrabajo el viernes, y fichar en condiciones aceptables a las ocho y media.

A las dos y cuarto, efectivamente, sonaron las alarmas y me levanté soñoliento. Me vestí, revisé que llevaba el volante del médico de cabecera y la convocatoria a la cita del propio hospital, así como el DNI y la tarjeta de residencia, y hasta el carné de conducir. Menos una cosa, de la que me di cuenta después, lo llevaba todo. Lo metí en una carpeta, me metí en el coche, arranqué y tiré para el hospital.

Yo pensaba que no habría absolutamente nadie en las calles. Vamos, es que no sabía ni siquiera si habría calles. Sin embargo, sí que se veía gente. En las ciudades normales, uno se encontraría, por ejemplo, los camiones de la basura, cumpliendo con su función en las horas en que no molestan prácticamente a nadie. Como ya hemos visto en numerosas ocasiones, en Bruselas no es así, y los camiones de la basura salen a recogerla, y a bloquear las calles, en hora punta, por razones que sólo se pueden explicar a base del poder que deben tener los sindicatos de basureros.

El caso es que, al cruzar el bosque, se veía cierto jolgorio. Tampoco es que fuera la fiesta mayor, pero sí que había gente entrando y saliendo en el restaurante de postín que hay en el mismo, donde se han celebrado las fiestas de graduación de mis dos hijos menores. También son ganas de ponerse a montar una fiesta en febrero, un jueves a las cuatro de la mañana, pero es verdad que uno no elige cuándo es su cumpleaños, o lo que sea el motivo de convocar a sus amigos. En todo caso, y como no era cuestión de entretenerse a ver qué estaba pasando, sino de llegar con tiempo al hospital, seguí camino y no tarde en llegar. Con las indicaciones que me habían enviado, me planté en el aparcamiento de las urgencias, el cual, al parecer, podía usar gratuitamente a esas horas y, un poco a tientas, pasé por la entrada peatonal a base de descender un par de tramos de escalones. Menos mal que no estaba tan lesionado que no pudiera salvarlos, pero me pregunté qué haría el que llegara por sus propios medios, pero sin capacidad para subir o bajar escaleras.

Llegado que hube a la puerta de entrada de urgencias, me encontré un cartel perentorio fijado en la misma, que rezaba “Mondmasker verplicht / Masque obligatoire”. Mecachis. Mira que me lo habían advertido. El único sitio donde la máscara sigue siendo obligatoria en Bélgica, y me temo que ya es para quedarse, es en hospitales, consultas médicas y farmacias. Bueno, es obligatorio con ciertas comillas. En las farmacias, los propios farmacéuticos, o por lo menos algunos de ellos, parece que han dejado de ponérselas, como pude confirmar en la última visita a una de ellas, la semana pasada, en que ni ellos la llevaban, ni insistieron en que yo lo hiciera.

En cuanto a las consultas médicas, la prueba del nueve la tuve hace un par de semanas, cuando fui a ver a mi médico generalista, el que me envió al hospital. En una de las últimas entradas ya dejé dichas algunas cosas, no siempre positivas, de mi médico de cabecera. Bueno, pues, además de todas ellas, puedo añadir que es una de las personas con más pánico a los virus en general, y al coronavirus en particular, que ha parido madre. Durante la pandemia, su consulta médica se convirtió en un fortín, la videoconsulta en su medio habitual de comunicarse con los pacientes; las recetas (y las facturas) las enviaba por correo electrónico, y montaba un pollo a la menor insinuación de acercarse a la consulta en persona, sin prueba PCR negativa ni nada. Cuando me llegó el recordatorio de que tenía cita con él, me envío (a mí y a todos sus pacientes de ese día) un mensaje taxativo y terminante recordando que era obligatorio asistir a la visita con mascarilla, y que los olvidos los facturaba a dos euros, honorarios aparte.

Ese mensaje me llegó de camino a la consulta. En mi casa tengo paquetes enteros de mascarillas que me han sobrado de las provisiones que hice durante la pandemia, pero no tenía acceso a ellos. Decidí hacer caso omiso a las indicaciones del médico y me planté en la consulta a cara descubierta. Yo creo que él me vio lo suficientemente decidido como para hacer la vista gorda, y salí de allí sin una factura suplementaria por no llevar la cara tapada.

¿Y los hospitales? Pues la verdad es que los hospitales son lo suficientemente grandes como para hacer pedidos enormes de mascarillas. Hace dos semanas estuve visitando a un enfermo, llegué allí todo chulo sin mascarilla ni nada que se le pareciera, y en la entrada me vieron, me pararon, me dieron una, me la puse y tan amigos. También es verdad que no eran las tres y media de la madrugada.

El caso es que no llevaba mascarilla, y eso que era una de las cosas que tenía subrayadas. Ante la perspectiva de tener que volverme con el rabo entre piernas, y ya que estaba en urgencias, abrí la puerta que estaba ante mí, expliqué al caso al celador que estaba de guardia y éste me dio una sin mayor problema. Uf. Como me hubiera tocado volverme, me daba algo.

Para pasar a la zona de radiología, había que hablar con el de seguridad. Resulta que el de seguridad tenía una lista de todos los pacientes que tenían cita de madrugada, así que le dije mi nombre, lo localizó en su listado, lo subrayó con un rotulador fluorescente y accionó un botón, con el que se abría la puerta de acceso a la zona principal del hospital.

A partir de ahí, todo eran cartelitos que dejaban claro qué dos tipos de pacientes llegaban al hospital a esas horas. Los letreros de “IRM”, que son las siglas, en francés (aquí ya no hay inglés, neerlandés, ni sursum corda), de “Imagérie Résonance Magnétique”, me iban conduciendo a la sala de análisis, así que uno de los tipos de pacientes habituales (seguramente, los más habituales) éramos los que teníamos cita a deshora para someternos a las resonancias. El otro posible tipo de paciente estaba representado por un pictograma de una mujer con una enorme barriga, signo claro de que, alternativamente, podía esperarse que pasara por allí una mujer a punto de dar a luz. En mi experiencia, las mujeres a punto de dar a luz, hasta el punto de que lo hacen de madrugada, no suelen desplazarse hasta el paritorio por su propio pie, sino en camilla, y los camilleros ya saben por dónde ir, que para eso trabajan allí, pero quizá haya algo que yo ignore.

Los pasillos estaban completamente vacíos, y mis pasos resonaban pesadamente. Tras varias vueltas y revueltas, llegué a la sala de espera “B”, tal y como se indicaba en las instrucciones que me habían hecho llegar. En ella había otras tres personas: una aparentemente sola, como yo mismo, y dos que iban juntas y que parecían ser madre e hija y que una acompañara a la otra.

- Bonjour! - exclamó una desde detrás de la mascarilla.

“A cualquier cosa le llaman día”, pensé yo, pero devolví el saludo igualmente.

El resto ya no tuvo demasiada historia. Cuando llegó mi turno, el analista de radiología salió de la sala, dijo mi nombre y yo me levanté y me acerqué. El examen en sí, para los que no hayan hecho nunca, no tiene ninguna complicación, y consiste en quitarse uno los pantalones (si la resonancia es en la rodilla, claro, que es el único sitio en el que hasta ahora me han hecho resonancias), tumbarse en una camilla, mientras el operario de la máquina coloca unos sensores alrededor de la rodilla que toca analizar, y ponerse unos cascos para proteger los oídos, porque el ruido se las trae. La otra vez que pasé por la experiencia, por los cascos sonaba música tranquilizadora, como la de los robots cuando todas las líneas telefónicas están ocupadas, pero esta vez no sonaba nada de nada. Además, por si uno entra en pánico, que me imagino que es algo que puede ocurrir, aunque esto no pareciera tener ningún misterio, le dan a uno una especie de pera de goma que debe apretar si desea que se interrumpa el análisis.

La cosa viene a durar diez minutos. Luego, uno se viste y se va. Eso sí, en el hospital le dan a uno la opción de ver las imágenes uno mismo, lo cual está chulo, aunque me temo que, si uno no es médico, allí no se ve nada del otro jueves, como no se lo revele un profesional que sepa lo que hay. Yo creo que en España he visto eso con alguna radiografía, pero no es tan normal.

Y hasta aquí la experiencia nocturno-hospitalaria. En España me consta que no la hacen, supongo que porque no sale a cuenta a la seguridad social, cuyos ingresos monetarios no dependen de tener el hospital más o menos tiempo abierto, pero sus gastos sí. En Bélgica, como quedó dicho, los hospitales son privados, compiten entre ellos y, si me ofrecen una cita para una resonancia dentro de seis meses, lo más probable es que busque otro hospital, así que los hospitales se las ingenian para poder ofrecer citas en un período razonable y que los escojan a ellos, de manera que sí, los beneficios que obtienen también dependen de lo obsequiosos que sean, además de que obviamente, cuanto más tiempo tengan la máquina en funcionamiento, más pronto la amortizarán y más provecho le sacarán.

Si uno compara los sistemas sanitarios de Bélgica y de España, partiendo de la base de que los dos son buenos, y así lo parece, hay clasificaciones que colocan por delante a España, mientras que otras colocan por delante a Bélgica, en particular el Euro Health Consumer Index, aunque su última edición es de 2018 y entretanto ha llovido bastante (sobre todo en Bélgica), que sitúa a Bélgica en quinta posición, no muy lejos de los Países Bajos, que son el no va más, mientras que España queda muy por detrás. Es evidente que no todos los informes miden lo mismo de la misma manera, así que ahí queda el debate. A mí, francamente, el modelo belga me puso en estado de confusión cuando llegué desde un sistema como el ruso, en que o tienes un seguro privado o tú sabrás lo que haces en un hospital público (y tuvimos la ocasión de ver lo que pasa en un hospital público ruso). He de decir que lo estoy comenzando a apreciar, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión en que no se haga tan tarde como hoy.

viernes, 17 de febrero de 2023

La resonancia nocturna (III). Consiguiendo cita

Llamar a un hospital bruselense es un ejercicio de paciencia, sobre todo si se hace en horas muy frecuentadas. Un viernes por la tarde no es el mejor momento para encontrar a nadie con ganas y motivación, o para encontrar a quien sea, aunque no tenga ganas ni motivación. Prueba de ello es que, tras buscar el teléfono del hospital recomendado, donde, además, ya tenían mis datos desde cierta colonoscopia que me tocó sufrir hace un par de años, y de anos, llegó a mis oídos la monótona sintonía del robot que, por defecto, ataca al incauto que pretende hablar con un humano. O inhumano, pero que no repita siempre lo mismo, por Dios.

"Bienvenido al hospital Chirec. Todas nuestras líneas están ocupadas. No cuelgue. Le atenderemos en cuanto nos sea posible."

Y la consabida musiquita que se supone que te debe tranquilizar, pero, la verdad, como uno termina asociándola a esos momentos de incómoda espera, el resultado pavloviano es que genera una sensación de impaciencia que tranquiliza más bien poco.

Eso sí, de vez en cuando hay interrupciones.

"Si desea hablar en francés, pulse 1. Si desea hablar en neerlandés, pulse 2. Si desea hablar en inglés, pulse 3."

Sí, sí, en inglés también. Supongo que son las ventajas de que la red hospitalaria belga sea de titularidad privada, que pasan ampliamente de que unos idiomas sean oficiales y otros no, sino que les basta con que el paciente se maneje mejor en ellos. En España, al menos en Valencia, las posibilidades de ser atendido en una lengua que no sea el castellano son reducidas. Bueno, sí, a veces consigues que te atiendan en valenciano, pero a la mayoría del personal no acaba de convencerles esa alternativa, y se nota; como, al fin y a la postre, se trata de tu salud y con eso no se juega, pues hablas en castellano y apañado.

Aquí no. Aquí, si no te enteras contreras ni en francés ni en neerlandés, es posible que te atiendan en algo bastante parecido al inglés.

Bueno, eso si te atienden, que ésa es otra, y más en viernes por la tarde.

"El tiempo de espera de nuestras líneas es muy largo. Calculamos que el tiempo de espera es de...

... siete...

...horas...

...veinticinco...

...minutos...

Si lo desea, puede dejarnos su número de teléfono, y nos comprometemos a ponernos en contacto con usted en menos de veinticuatro horas."

En vista de la situación, seguí las instrucciones para dejarles mi número de teléfono, pulsando las teclas adecuadas.

"Su número de teléfono es el cero uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve. Para confirmar, pulse almohadilla."

Pulsé almohadilla, claro, porque efectivamente el número que pronunció el robot era el mío.

"Le llamaremos en un plazo de veinticuatro horas. Por favor, no siga llamando a nuestro número para no confundir a secretaría. Nosotros le llamaremos a usted."

Y ahí se terminó la llamada.

No es que esperase que me llamase nadie durante el fin de semana, claro, por lo que no fue demasiado decepcionante que ocurriera precisamente lo que me temía.

En cambio, hubiera sido un detallazo que me llamasen el lunes (aunque, seré sincero, tampoco tenía muchas esperanzas). Menos mal que estaba esperando sentado.

El martes por la mañana decidí por unanimidad que ya estaba bien de hacer el canelo y desobedecí las indicaciones de no volver a llamar yo mismo. Me recibió el mismo robot repelente del viernes, pero al medio minuto sonó un ruido esperanzador de línea comunicando de toda la vida, y enseguida estuve hablando con lo que indudablemente era una persona.

Le expliqué el caso y que tenía un volante para sendas resonancias magnéticas de mis dos maltrechas rodillas.

- Tengo hora para el día x de febrero a las tres y cuarenta ¡Atención! He dicho las tres y cuarenta, no las quince y cuarenta. Es por la noche del jueves al viernes, no la del viernes al sábado.

"Pues era verdad eso de las citas a horas intempestivas."

- La tomo, la tomo, pero tenga en cuenta que son las dos rodillas.

- Ah, pues para la otra rodilla hay que tomar otra cita.

- Ah...

- Tengo hora al día siguiente. A la una y cuarenta, también por la noche. La noche del viernes al sábado, no la del sábado al domingo.

La de veces que habrán tenido gente que acude a la hora que no es. Qué cierto es que la noche les confunde...

Tomé las dos citas. Qué remedio. Como ya tenían todos mis datos del incidente de la colonoscopia, no tuve que repetirlos, lo cual es un alivio, ya sea en francés, neerlandés, inglés o en aranés, porque mi dirección personal de correo electrónico es larga y farragosa y difícil de dictar por teléfono.

La cita era como tres semanas después, no vayamos a creer que las citas nocturnas son tan poco populares que nadie las quiere y uno puede tenerlas poco menos que enseguida. A los pocos minutos me llegó un correo electrónico confirmando la cita y dándome instrucciones para acceder al hospital a horas tan intempestivas; es más, a los pocos días me llegó un correo postal con exactamente la misma información y un plano bastante detallado de dónde aparcar. Por los dos medios, me recalcaban bien clarito, en francés, neerlandés e inglés que llevase mi documento de identidad, y la petición de análisis del médico. E insistían en que la cita era de madrugada y que no me llamase a engaño. Vamos, que no podía decir que no me habían avisado.

Yo no sé si en España la sanidad pública tiene montada una red de comunicaciones como la que tienen aquí. En el hospital oncológico que me ha tocado frecuentar más o menos durante los últimos cinco años, la respuesta es que básicamente sí, pero en modo mucho menos insistente: me llegaban mensajes de texto al teléfono cada vez que me tocaba acercarme por allí, aunque lo cierto es que era a horas más normales. Pero ese hospital no cuenta, porque es privado, aunque concertado con la sanidad pública. En los hospitales públicos puros y duros no sé si envían tantos recordatorios a los pacientes.

Lo de los mensajes de texto se fue repitiendo aquí a medida que nos acercábamos a la cita. Me llegó un mensaje cuatro días antes (bueno, me llegaron dos, uno por cada cita), y otro la víspera. Estaba hasta el gorro de tanto mensajito, pero bueno, supongo que lo fácil para el hospital es programar el "push" y olvidarse de la cuestión.

En fin, que llegamos al día de autos con una pregunta incómoda. Teniendo en cuenta que la cita era a las cuatro menos veinte de la madrugada y el día siguiente era laborable, ¿trasnocho o madrugo?

La respuesta, así como la experiencia en un hospital a deshora, mejor será que se quede para la próxima entrada, porque hoy se hace tarde. No tanto como el día de la resonancia, pero también.

miércoles, 15 de febrero de 2023

La resonancia nocturna (II)

La verdad es que mi médico de cabecera, que aquí se llama más bien médico generalista, inspira una confianza, digamos, relativa. Es un médico joven, de pelo cobrizo, largo y recogido en un moño en la coronilla, de complexión menuda y aspecto tirando a enclenque, como de maratoniano, pero en su descripción ponía que se había especializado en medicina del deporte, que es asunto que me interesa y de donde provienen la mayor parte de mis problemas de salud, así que lo mantengo como médico titular. Las alternativas que he probado en las, gracias a Dios, escasas veces en que hasta ahora había necesitado de atención médica no han sido precisamente satisfactorias. Es lo que hay.

Mi médico de cabecera tiene consultas estándar de una duración de veinte minutos, o eso dice en su agenda en línea. En realidad, jamás he estado en su consulta más de diez minutos, creo que ni siquiera el día que me hizo un chequeo completo, y eso que ese día se suponía que la consulta sería de cuarenta minutos. No sé si será realmente maratoniano o no (a veces aparecen fotos de su estado en WhatsApp, y está corriendo en una pista), pero sí que va rápido, sí.

Fui, pues, a su consulta a quejarme de lo que me había pasado con las rodillas. Ni me las miró. De hecho, ni me tocó ni aun para darme la mano al entrar. Me explicó que, tal y como yo describía mis cuitas, podría tener afectado el menisco, así que lo mejor sería una resonancia, porque con una simple ecografía no se apreciaría bien el alcance de la lesión. Por supuesto, de momento no era cuestión de reanudar la práctica deportiva, cosa que no hacía falta que me jurara, porque bien me había dado cuenta.

- Para la resonancia, le pueden tener esperando mucho tiempo. Hay sitios en los que le pueden dar cita relativamente pronto, aunque a unas horas un poco raras, de noche; por ejemplo, en los hospitales del grupo Chirec, como el de Delta.

- Bueno, con tal de que lo hagan pronto.

- Seguramente le darán allí cita en un par de semanas, quizá algo más. Que me manden los resultados y, aunque entretanto haya mejorado, los restos de la lesión seguirán visibles. Pida otra cita entonces y ya veremos qué es lo que hay.

Bueno, pues se acabó la práctica deportiva, ya veremos para cuánto tiempo. 2022 fue el mejor año de mi carrera, en todos los sentidos, tanto en volumen como en calidad, pero 2023 parece que va a conocer una reducción importante.

Mi médico, que no se levantó de la silla en todo el tiempo que duró la consulta, escribió dos papeles, uno la petición de análisis para el hospital, lo que llamamos en España el “volante”, y el otro la factura para que le pagara la consulta. 45 euros. El año pasado eran 40, que es todavía la cifra que figura en su agenda en línea. La inflación ha llegado también hasta aquí. Hasta donde no ha llegado es hasta las tarifas de la convención, por lo que el reembolso de mi seguro se va a quedar clavado en los 35 euros que ya me devolvían el año pasado por consultas similares. Supongo, pues, que mi médico no se siente obligado por las tarifas convencionales y cobra lo que estima que sus pacientes (y ya lo creo que son pacientes) pueden pagar con tal de consultar a una eminencia como él.

En España, si estás afiliado a la Seguridad Social, te tocará el médico del centro de salud de tu zona, y no tendrás que pagar nada. Si no lo estás, como es el caso de Ame, hoy estudiante en su país natal, hay que buscar un médico de cabecera privado, que existen, pero mucho menos de lo que existían en mi infancia (la atención pública ha mejorado muchísimo desde entonces y se ha comido a casi toda la práctica privada). La última vez que fue al médico de cabecera, la broma me salió por ochenta euros, que no significan la ruina absoluta, mientras no caiga enfermo con demasiada frecuencia, pero la verdad es que prefiero tenerlos en el bolsillo.

El siguiente paso consiste en obtener la cita con el especialista, en este caso con el servicio de radiología del hospital que mejor me parezca. En España, normalmente los afiliados a la Seguridad Social, que son la práctica totalidad de la población, tienen asignado un hospital, con lo que el médico de familia, o de cabecera, o generalista, que a ver si se ponen de acuerdo en cómo llamarlos, te dará un volante, con el que irás a pedir cita, la cual te darán un día de éstos (o, más frecuentemente, de aquéllos). Tú no tendrás que pagar nada, y todo lo que unos y otros quieran saber estará recogido en el historial médico, que todos los médicos de tu Comunidad Autónoma pueden consultar. Eso sí, que no se te ocurra cambiar de autonomía, porque, por mucho que lo de España se llame “Sistema Nacional de Salud”, lo de compartir datos personales no es sencillo. No sé si la culpa es de la estructura territorial de España en reinos de taifas sanitarios, o en la legislación de protección de datos personales, pero ambas cosas, que supongo que se implantaron por razones loables, tienen tantos efectos secundarios negativos, que podemos reirnos de la vacuna contra el COVID. O de la ley del sí es sí.

Sea como fuere, volví a casa, era viernes a primera hora de la tarde y, no sé si envalentonado en exceso o no, decidí coger el toro por los cuernos y llamar a los hospitales que me había dicho mi médico, con la esperanza de resolver la cuestión lo más pronto posible. Lo de retomar la actividad deportiva lo veo mucho más negro, aunque el dolor ha remitido bastante, porque alguna molestia sigue, pero, al menos, que no sea por mí el intento de mejorar la marca del Gran Fondo de Siete Aguas, este verano.

Me doy perfecta cuenta de que estoy tocando un tema candente en España, que divide a tirios y troyanos y que es la bandera que han levantado los actores españoles en la pachanga que se montan todos los años, y encima éste es año muy electoral. Que conste que tenía pensada esta serie desde mucho antes y que, de todas maneras, espero no ser sospechoso de apoyar a ninguno de los partidos políticos que se presentan a las elecciones con ánimo de repartirse los escaños o las concejalías en juego.

Entretanto, la entrada se está quedando larga y no es plan de prolongarla todavía más, porque, sí, se está haciendo tarde. Así que dejaré para la próxima vez el proceloso camino hasta obtener una cita en el servicio de radiología de un hospital belga.

domingo, 12 de febrero de 2023

La resonancia nocturna (I)

En España, el sistema sanitario está bastante levantisco últimamente, o al menos eso parece desde el extranjero. Como estamos más divididos que prácticamente nunca antes, los de izquierdas montan la gorda, pero sólo allí donde gobiernan las derechas, mientras que los de derechas se dedican más o menos a lo contrario, y unos y otros se tiran los trastos a la cabeza y se desprestigian mutuamente, de manera que es totalmente imposible saber qué sucede en realidad en el sistema sanitario español, a no ser que se esté dentro del mismo y se tenga una visión cuanto menos parcial de lo que se cuece por allí.

El sistema sanitario belga es completamente distinto al español. Así como en España casi todo está dominado por la Seguridad Social y la mayoría de los hospitales y centros de salud pertenece a una red de titularidad pública, aquí no. En Bélgica, los centros de salud como los conocemos en España apenas existen, y los hospitales más bien son privados. En España, la medicina privada, salvo que seas afiliado de MUFACE, o como se llame ahora, es algo al alcance de muy pocos bolsillos, lo cual llama la atención bastante y, de todas formas, cuando la cosa se pone seria, los que realmente tienen los medios para atajarla son los hospitales de la red pública.

Todo esto para decir que, hace ya un par de semanas, al volver de una de mis sesiones de larga distancia en el bosque y salir de la ducha, me encontré con un agudo dolor en la rodilla derecha, que, curiosamente, no me impedia caminar, pero sí correr y subir y bajar escaleras con comodidad. En una casa como la que ocupo, no poder subir ni bajar escaleras con comodidad es un problema muy gordo, porque hay escalones hasta dentro del mismo piso, para pasar de una habitación a otra.

Un par de días después, el dolor había remitido bastante, pero no me había abandonado. Resultó que otra de las cosas que me molestaba era montar en bicicleta, al menos dar la primera pedalada, con fuerza para subir al sillín, con la pierna izquierda, que es la buena. Eso es bastante trágico, porque yo me muevo fundamentalmente en bicicleta, y no es cosa de tener que ir en coche a los sitios. De todas formas, también me molestaba para pisar el pedal del embrague, así que, o me ponía a ir andando a todos los sitios, o ya podía irle poniendo remedio. Un intento de salir a correr despacio terminó a los cincuenta metros de empezar, cuando me di cuenta de que me estaba jugando la salud.

En España, supongo que me hubiera vestido con ropa deportiva, me hubiera salpicado con algo de agua (lo ideal hubiera sido sudor, pero no creo que lo vendan en Mercadona) y me hubiera ido a urgencias, porque el procedimiento de ir al centro de salud, que te den hora varios días después, que te hagan un volante para hacerte una resonancia y que te la hagan, con suertecilla, medio año después, no es de recibo, mientras que lo de ir a urgencias al menos supone cierta solución, espero.

Aquí, no.

Aquí, el primer paso es visitar un médico generalista. Como he dicho antes, no hay centros de salud o ambulatorios como en España, sino que vas a su consulta, pagas, y luego te lo reembolsa la mutua, el seguro, o lo que tengas. Para cualquiera que trabaje (legalmente) por aquí, estar asegurado es una obligación, pero las mutuas, que son públicas, no son estatales, sino más bien sociales. No sé si me entiende: te han de admitir, porque son un servicio público, pero no dependen del Estado.

El papel del Estado básicamente es el de limitar los precios, para que las cosas no se desmanden demasiado. En realidad, el Estado no interviene ni siquiera ahí, sino que los representantes de las mutuas aseguradoras y de los médicos se reúnen para fijar los precios indicativos. Es lo que se llama la "convención". El médico que se une a la convención tiene que aplicar los precios máximos previstos en ella. Eso sí, el médico puede declararse no sujeto a la convención (y hacérselo saber claramente a los pacientes, que quede claro) y entonces puede aplicar suplementos de honorarios, que el seguro no reembolsa nunca. Incluso hay otra posibilidad, y es que el médico se declare sujeto parcialmente a la convención ¿Y qué quiere decir eso? Pues que a ciertas horas aplica los precios de la convención, mientras que a ciertas otras aplica los suplementos de honorarios que le parezcan bien.

¿Un lío? Pues un poco sí. Para los médicos generalistas, como suelen estar solos en su consulta, no hay mucha diferencia y uno suele saber a qué atenerse, pero los especialistas, que muchas veces pasan consulta en un hospital o en un centro médico especializado, complican mucho las cosas. Un hospital puede tener médicos que estén sujetos a la convención y otros que no, y todo en el mismo sitio.

Mi médico generalista, o al menos al que voy cuando tiene citas en un plazo razonable, aplica tarifas un poco por encima de la convención, o al menos eso es lo que me parece, con lo que el reembolso que me paga el seguro es un poco menos de lo normal. Pero que quede claro que aquí siempre hay copago, no como en España. La mutua nunca va a reembolsar todo lo que se había pagado por la consulta.

Después de toda esta introducción sobre cómo funciona básicamente el sistema sanitario belga, me doy cuenta de que me está quedando una entrada larguísima y ni siquiera he entrado en materia. También me doy cuenta de que esto da para un debate interesante sobre las bondades de este sistema belga, no estatal, pero sí público, y sobre el sistema español, que es rabiosamente estatal, pagado directamente con los impuestos de todo quisqui, sea o no usuario del mismo, y que deja un espacio relativamente reducido a la medicina privada.

Pero eso será para otro día, porque hoy se hace tarde.

viernes, 3 de febrero de 2023

Cosas positivas de Bélgica: es verde

Claro, hay otros muchos sitios verdes en el mundo. Moscú sea quizá más verde todavía... pero Moscú, durante buena parte del año, es blanca, debido a la nieve, o más bien marrón, porque la nieve se ensucia, se derrite o se mezcla con barro. Los tres o cuatro meses restantes, de mayo a mediados de septiembre, sí, es verde.

¿Y Valencia? Valencia no es muy verde que digamos. Lo es mucho más que en mi infancia, cuando el cauce del río era una especie de solar abandonado y muchos terrenos que hoy son parques y jardines eran... eso, solares abandonados. Que sí, que entretanto las cosas han cambiado mucho y supongo que el hecho de que haya sido designada como capital verde europea para 2024 tendrá algo que ver, aunque ese verde es menos el color verde, y más las pirulas de la red del carril-bici y todas las zarandajas sostenibles de las que presume (con toda la razón del mundo, que quede claro) el alcalde compromisero que nos hemos dado al menos hasta las próximas elecciones de final de mayo. Y, por la impresión que me va dando, bien posible es que más allá, aunque no seré yo quien contribuya a su permanencia.

Pero Bruselas le da a ambas ciudades sopas con ondas. De momento, en Bruselas no nieva. No sé si queda mucho o poco invierno, o si ya ha pasado lo peor, pero este invierno ha nevado, o algo así, un pelín un día. Tan pelín, que me fui al trabajo en bicicleta, como si tal cosa y casi contento de que el agua que cayera del cielo lo hiciera en estado sólido, que moja menos. No cuajó y durante el día se fue derritiendo ordenadamente. Así que Bruselas es verde más tiempo que Moscú, ya que una parte importante de la vegetación que la adorna es de hoja perenne, y mantiene algo de verde más allá de que, la verdad, uno sale al bosque en estas fechas y el color predominante, toca reconocerlo, es el marrón.

La otra cosa que llama la atención de Bruselas (y es así en la mayoría de las ciudades belgas) es el gran número de zonas verdes, parques, jardines y hasta bosques dentro de la ciudad (vamos a llamar ciudad a lo que técnicamente es región). Cerca de mi casa hay por lo menos tres bosques: el mayor es el Bois de la Cambre o Kamerenbos, que se prolonga hacia el sur bajo la denominación de Forêt de Soignes o Zoniënwoud (esto en la zona teóricamente flamencófona que atraviesa), pero hay por lo menos dos más. El Kauwberg ya fue objeto de un par de entrada cuando lo descubrí "gracias" a la pandemia, y el plateau Engeland no tardará en ser protagonista. Los tres son lugares en los que Pulgarcito podría perderse sin desdoro. Y seguramente lo haría, porque lo de dejar miguitas de pan no tendría mucho futuro con la de pájaros que hay por la zona, e incluso dejar piedrecitas tampoco parece el mejor método para salir del aprieto, con la de gravilla que hay aquí y allá. Es que ni pintándolas de azul.

No son sólo los bosques. Uccle en particular tiene una buena remesa de parques varios, comenzando por Wolvendael, el más cercano al centro, y continuando por la Sauvagiére, algo más salvaje, o Homborch, ya tirando al final del municipio. Por si fuera poco, la estructura típica del municipio es de casa (o casoplón) de tres pisos y jardín trasero, delantero, o alrededor de toda la casa. Basta contemplarlo a vista de satélite para darse cuenta de que el color de Uccle, que es el de Bruselas entera, incluso en el invierno más profundo, como ahora mismo, es verde.

Y eso, viniendo de un pueblo en el que el casco urbano no tiene prácticamente la menor zona verde, porque para eso está el campo, y los parques y los patios están alicatados, mientras que lo que podrían ser jardines lo que son es macetas, se agradece, porque, sí, que esté todo alicatado tiene sus ventajas y un mantenimiento sencillo, pero, a la vista está, lo que el ojo agracede es que se vea verde. Y eso Bruselas lo consigue.

Pues eso, que Bruselas en particular, así como Bélgica en general, tienen más ventajas de las que se supone que debería encontrar un valenciano que aprecie el clima bonancible de su localidad natal. Uno se acostumbra a todo, menos a que se le haga tan tarde como hoy, así que toca darle al botón de publicar, y a otra cosa.