jueves, 31 de julio de 2025

Iglesia de Santiago Apóstol, Bruselas

Pues señor, sí que existe una iglesia de Santiago Apóstol en Bruselas. Y no está en cualquier sitio, sino en uno de los de más relumbrón de toda la ciudad, nada menos que en la Plaza Real y al lado mismo del malogrado palacio de Coudenberg.

Claro, la iglesia en cuestión (que ya fue fotografiada en los albores de esta bitácora, más concretamente aquí) no se llama de Santiago, que es nombre muy español, sino que atiende más comúnmente por el nombre francés de Cathédrale de Saint Jacques sur Coudenberg. Sí, catedral, porque lo es, más concretamente de las fuerzas armadas belgas. La catedral castrense, nada menos. También hay un obispo castrense, que es el mismo que el de Malinas y Bruselas.

Pocos días antes de la festividad de Santiago Apóstol fue el Día Nacional belga, que, como todo seguidor de esta bitácora conoce a pies juntillas, es el 21 de julio, que fue el día en que, en el año del Señor de 1831, el rey Leopoldo I juró la constitución, precisamente en esta catedral. Ya hablamos de aquello aquí e incluso asistimos al castillo de fuegos artificiales que se atreven a disparar sin pensar que puede haber valencianos entre el público. La catedral abrió sus puertas de par en par, pero ello coincidió con una exposición de material militar en toda la plaza, con asistencia de todo el cuerpo diplomático presente en Bruselas (que es muchísimo), de numerosos militares y de toda la plebe que quiso pasarse por allí. Yo cometí el error de hacerlo, ya que estaba por la zona, y la verdad es que lo pasé bastante mal con mi bicicleta, poco adaptada al gentío, y no conseguí entrar en la catedral castrense, así que me fui a la otra, donde no había ninguna exposición militar en los alrededores y pude entrar y rezar un rato con tranquilidad, que era lo que realmente necesitaba en ese momento.

La catedral castrense de Santiago Apóstol (o de San Jaime, como prefiera el lector) es un templo construido en estilo rabiosamente neoclásico en ese siglo XVIII que dejó el barroco y el gótico a un lado. Parece ser que en este lugar ya hubo un templo tan temprano como en el siglo XII, el cual se piensa que hizo igualmente las veces de albergue de los peregrinos que viajaban a Santiago, y de ahí el nombre. Las cosas evolucionaron cuando los duques de Brabante empezaron a tener el riñón muy bien cubierto e hicieron un pedazo de palacio en Coudenberg, con su correspondiente capilla. Bueno, capilla por llamarla de alguna manera. Sabiendo cómo se las gastaba Felipe el Bueno, aquello tuvo que ser la repera, supongo que en estilo gótico, tirando a tardío, que era lo propio en su época.

Por desgracia, eso sólo lo podemos suponer. La noche del 3 de febrero de 1731, un incendio se desató en el palacio de Coudenberg y lo dejó hecho cenizas. Uno de los motivos por lo que el incendio fue tan salvaje fue que, cuando estaba en sus comienzos y la cosa hubiera tenido arreglo, los guardias del palacio no dejaron pasar a los bomberos por cuestiones de seguridad. Se ve que lo de la burocracia en Bélgica viene de antiguo.

El caso es que el palacio quedó en ruinas, pero la capilla no. La capilla se salvó de las llamas. El gobernador general, sin embargo, dejó de residir en el palacio y la zona quedó hecha un erial lamentable, hasta que Carlos de Lorena, otro gobernador general en nombre de la emperatriz María Teresa, resolvió que allí había que construir algo digno, es decir, el actual palacio real de Coudenberg, que habrá que dejar para otra entrada. El estilo gótico de la capilla no pegaba nada con los gustos de la época, totalmente neoclásicos, de modo que Carlos de Lorena decidió derruirla y, a partir de 1776, se construyó la catedral actual. En más o menos diez años estaba terminada.

Las cosas no siguieron por muy buen camino, en particular cuando los Países Bajos austríacos colapsaron y los revolucionarios franchutes se apoderaron de Bruselas y, como tenían sus cosas, eliminaron el culto católico de la iglesia de Santiago y lo reemplazaron por el culto a la diosa Razón. Esta situación duró entre 1795, año de la derrota definitiva de los ejércitos austríacos en los Países Bajos, y el concordato de 1801 entre Francia y la Santa Sede. Desde entonces, el templo pertenece al Estado (como todos los templos en Bélgica) que lo cede para el culto de la Iglesia Católica, aunque mantiene su titularidad y, además, se encarga de costear el culto. No recuerdo si ya he escrito sobre este régimen, tan diferente al español, que pone a la Iglesia Católica completamente a merced del poder político, pero, si no lo he hecho, un día tocará hacerlo.

Hoy en día, la catedral de Santiago ya no es un albergue de peregrinos y, de hecho, actualmente el camino de Santiago ni siquiera pasa por allí, pero era importante detenerse en ella en esta serie, porque, al fin y al cabo, así es como está consagrada. Otro día seguiremos con el recorrido, pero no será hoy, porque se hace tarde.

domingo, 27 de julio de 2025

La fiesta del patrón

El 25 de julio de este año (bueno, y de todos los demás) se celebró la fiesta de Santiago, patrón de las Españas y amigo del Señor. En realidad, es una fiesta que se celebra en España y, como Bélgica dejó hace mucho tiempo de ser una de las Españas, aquí pasa totalmente desapercibida.

Y no debería ser así, porque, qué caramba, con independencia de que Santiago sea el primer evangelizador de España y aunque al principio tuviera poco éxito, se trata no sólo de uno de los doce apóstoles, sino de uno de los tres del círculo más íntimo de Jesús, testigo de la transfiguración y de la agonía en Getsemaní y, por si sus méritos no hubieran sido suficientes, se trató del primero de los apóstoles que fue martirizado. Que sí, que San Pedro es el número uno y el primero de los papas, y San Juan, hermano de Santiago, fue el que no abandonó a Jesús en ningún momento y, por si fuera poco, un evangelista de relumbrón, pero Santiago no se queda corto tampoco. Además de lo dicho arriba, estamos hablando de alguien que tiene una ciudad con su nombre y además tiene su tumba en ella; estamos hablando de alguien a quien la Virgen María se apareció en vida, por allí por Zaragoza, para animarle en la parece que complicada empresa de evangelizar a los hispanos del siglo I; estamos hablando de alguien cuyo nombre invoca todo español que a lo largo de la historia ha atacado a sarracenos y herejes de todo palo, y que no está excluido que en según qué momento haya intervenido en la jarana montando un caballo blanco. Poca broma.

Y hablamos de alguien a cuya tumba se dirigen decenas de miles de personas cada año, desde la Edad Media.

Los españoles tenemos la impresión de que el Camino de Santiago, o los caminos de Santiago, comienzan en Roncesvalles y terminan en Santiago. Vale, hay puntos de origen distintos, pero el camino de Santiago fetén es el que de Roncesvalles llega hasta Santiago de Compostela.

Nada más falso. El camino de Santiago fetén es el que sale de la puerta de tu casa, así que lo de Roncesvalles sólo sirve, en puridad, para los habitantes de ese pueblo, pero no para los demás, porque ¿y si vives en el norte de Europa, pero quieres llegar a Santiago? Pues pasa que ya llegarás a Roncesvalles y, si Dios quiere, más tarde a Santiago y luego de vuelta a tu casa, qué ésa es otra, pero primero tienes que caminar hasta allí desde tu casa. El año pasado pasé fugazmente por Dinamarca a visitar a Abi y me encontré con que también desde allí hay un camino de Santiago y, evidentemente, gente que lo transita y que, para cuando se presenta en Roncesvalles, ya ha recorrido mucho más de la mitad de su camino.

A los peregrinos daneses, que digo que los habrá también, les tocaría caminar por la península de Jutlandia, luego por Frisia, más adelante por lo que hoy son los Países Bajos y, más o menos hacia el kilómetro mil de su trayecto, aparecerían por Bruselas, y ya sólo les quedarían otros mil kilómetros más hasta llegar a Roncesvalles y comenzar a encontrarse con los cronópatas que hacen el camino francés.

¡Ajá! Bruselas, hemos dejado escrito en el párrafo anterior ¿Es que el camino de Santiago está indicado en Bruselas, con esas flechas amarillas que todos hemos visto?

Bueno, a tanto no llega, pero sí que es verdad que el camino de Santiago está perfectamente indicado en Bruselas y también será verdad, si Dios no lo impide, que a esto se van a dedicar las próximas entradas de esta bitácora. Eso sí, se está haciendo tarde, no sé si para llegar al correspondiente albergue del peregrino a tiempo de encontrar plaza, pero sí para ir a la cama, que mañana toca madrugar, así que mejor será que la indagación del camino de Santiago a su paso por Bruselas quede para mejor ocasión.

jueves, 24 de julio de 2025

Meta

Llegar a la meta de una carrera oficial (de cualquier carrera, en realidad) es el momento más importante de la misma y, por eso mismo, un momento de responsabilidad. Hay gente que se reserva con el fin de llegar a los últimos metros con la posibilidad de acelerar y entrar más rápidamente de lo que ha estado corriendo desde que salió; hay gente que, sin reservarse, simplemente ve la meta y encuentra fuerzas donde no parecía haberlas, y entonces acelera; hay gente, finalmente, que va sobrada de todas formas y entra en meta acelerando e incluso sonriendo, como si no hubiera hecho nada hasta entonces. Y los hay quienes bastante tienen con llegar y entrar renqueando y con un suspiro de alivio.

Desde que en la línea de meta hay un fotógrafo haciendo fotos a todos los que entran y desde que esas mismas fotos acaban publicadas a las pocas horas en internet, en la página del organizador de la carrera, yo diría que las cosas han cambiado un poco. La gente intenta entrar en meta con cierta dignidad, lo que me recuerda a aquella famosa canción de Siniestro Total, Pueblos del mundo, extinguíos:

Intenta extinguirte con clase y dignidad,
que no piensen luego que lo has pasado mal

Algo así sucede en línea de meta. El que entra con rictus descompuesto es porque está realmente en las últimas y no es capaz más que de mantenerse en pie. El resto, puede que entre con rictus descompuesto, vale, pero es porque está esprintando y eso también es dignidad, naturalmente que sí.

En mi caso, en esta carrera concreta, el esprint no era una opción. Normalmente sí que lo es. Yo soy de los que se intentan guardar un último acelerón para entrar en meta adelantando a algún corredor que se las prometía tan felices y, en todo caso, para arañar unos segundillos que no van a ninguna parte, porque qué más dará entrar cinco segundos antes o cinco segundos después, pero uno se queda con una mejor sensación después de ir a más durante toda la carrera y culminarla con el ritmo más rápido de toda ella.

Ese día, no.

Ese día bastante tuve con mantener la cabeza en su sitio, es decir, un metro y ochenta centímetros por encima del suelo. Esprintar, aunque hubiera podido, no tenía sentido, porque no tenía ninguna posibilidad de adelantar a nadie y las dos horas de carrera estaban ampliamente superadas. Creo que aceleré algo, si se puede llamar acelerar al ligerísimo incremento de ritmo que quizá consiguiera ejecutar, pero más para acabar antes con aquella tortura que por otra cosa. Eso sí, a despecho de que no podía con mi alma, tuve el antojo de entrar en meta sonriendo. Por si las fotos. Y, desde luego, porque no pensaran luego que lo había pasado mal.

Dos horas, dos minutos, cincuenta y un segundos. A cinco minutos y cuarenta y ocho segundos de media por kilómetro. Ciento cincuenta y siete pulsaciones por minutos de media, lo cual no es extremo ni mucho menos y simplemente es una prueba de que el corazón no había sufrido gran cosa y de que el problema había sido, simple y llanamente, que los músculos se habían quedado sin fuerzas. Los últimos cuatro kilómetros había corrido por encima de seis minutos y empeorando el tiempo del anterior en cada uno de ellos. Sólo los últimos doscientos metros, con la meta a la vista, registran una cierta aceleración pundonorosa.

Reyrata había llegado un minuto antes. Kukoc llevaba allí más de una hora y estaba ya más fresco que una lechuga. Treinta y dos grados en meta. La madre que los parió a los treinta y dos grados.

Tras la meta, los manuales dicen que no hay que detenerse en seco, sino que hay que seguir trotando para descalentar y que los músculos se habitúen a la nueva situación. Y una leche. En la vida real, al menos en la vida real de los que entran conmigo, los populares de toda la vida, no he visto a nadie que siga haciendo trotecitos después de meta. La peña se para casi en seco, detiene el cronómetro, pulsómetro o reloj inteligente y luego sigue andando, no trotando, porque necesita agua y los organizadores han situado los puestos de reparto de bebidas a unos cincuenta metros de la meta, no porque les preocupe que la gente se detenga en seco y se les agarroten los músculos, sino porque si la gente se queda parada en la meta no hay forma de que los siguientes puedan entrar.

Había cola para el agua. Delante de mí había un par de corredores en la treintena, hombre y mujer, charlando relajadamente mientras les llegaba el turno. Cuando finalmente llegó el mío, bebí poco a poco, pero sin parar, y tomé un segundo vaso, y luego un trozo de sandía. Kukoc y Reyrata estaban unos metros más lejos, y el segundo estaba sentado en el suelo apoyado en una columna; qué aspecto tendría el pobre que los de primeros auxilios, que estaban por allí, se acercaron a preguntarle si necesitaba ayuda.

La cola la hice unas cuantas veces. En cuanto los músculos recibieron algo de alimento, y eso que apenas me entraba nada, las cosas mejoraron bastante. Todavía nos quedamos un rato por allí, a la sombra de la carpa, y ya nos dirigimos al coche para volver a casa.

Uno llega a unas edades en que la práctica del deporte, y más si se trata de éste, es más una excepción que la regla, cosa que se advierte fácilmente en la línea de salida. No sé si la curva de bajada pronunciada habrá empezado ya con esta carrera. Era dura, sí, y está claro que estos años fuera de la patria y de sus calores no han hecho que me habitúe a según qué temperaturas, pero claro que me hubiera gustado bajar un poco el tiempo. También es verdad que el ganador, según vi más tarde, hizo una marca bastante mediocre, con lo que la única conclusión puede ser o que la participación era pésima o que también a los primeros se les atragantó el recorrido.

En cualquier caso, la carrera era ya pasado. Por la noche, tocaba retornar a Bruselas, a un entorno menos canicular que el valenciano, con lo que más valía apresurarse a arreglar las cosas por casa y hacer el equipaje, porque, una vez más, se hacía tarde.

Como ahora mismo.

domingo, 20 de julio de 2025

A la carrera

La salida de la carrera fue más o menos como todas. Petardazo y a correr. El objetivo, ya quedó dicho, era no cansarse demasiado, porque quedaban cosas por hacer en el día, incluyendo un viaje de vuelta a Bruselas. El objetivo secundario, pero que también íbamos a intentar conseguir, consistía en bajar de dos horas, así que yo le iba echando de vez en cuando una ojeada al cronómetro.

Los primeros cuatro kilómetros transcurrían por carreteras vecinales cercanas al pueblo, todavía con un pelotón razonablemente compacto. Hacia el kilómetro tres empecé a advertir un sonido incómodo a mis espaldas, como de una suela medio suelta que golpeara contra el asfalto. En una curva me abrí para ver qué era aquello y vi a una corredora joven, vestida con la camiseta y pantalón corto habituales y que evidentemente no era la primera vez que competía; lo curioso era que, en lugar de zapatillas de correr, calzaba unas chanclas, que producían el sonido que me molestaba al golpear contra el suelo. Me pareció curioso y una variante de esos corredores que corren descalzos, pero pensé que, si me molestaba a mí, bastante más molesto le sería a ella misma.

En el kilómetro siguiente la chica de la chancla comenzó a retrasarse y ya no la volvimos a ver. Digo yo que llegaría a meta.

Nuestro ritmo era justito para bajar de las dos horas. Cualquier corredor sabe que el ritmo medio necesario para hacerlo es 5'41" por kilómetro, y nosotros íbamos muy poco por debajo de ese ritmo. Claro que podríamos ir más rápido, pero aún nos quedaban la tira de kilómetros y convenía ir reservones.

El recorrido nos llevó por la avenida principal del pueblo, un bulevar largo que picaba ligeramente hacia arriba. Reyrata y yo, que íbamos hablando de cuando en cuando, nos hacíamos ilusiones de que la carrera fuera llana en general y que ésa fuera toda la subida que hubiera. Sí, era la primera vez que corríamos allí.

Pues no.

Al terminar la avenida en cuestión, salimos del pueblo y la carrera se dirigió hacia una de esas urbanizaciones tan típicas de los pueblos valencianos de media montaña en el que veranean los habitantes de la ciudad... y que están en cuesta. Efectivamente, los kilómetros del siete al nueve fueron de subida, a veces bastante empinada.

- ¿Por qué no te vas ya? - me decía Reyrata, que debía ir bastante tocado y que posiblemente pensaba que yo iba como una rosa, cuando lo cierto es que estaba justito.

- ¿Para qué? Además, voy justo.

Reyrata refunfuñó algo y seguimos subiendo a nuestro ritmo, que no debía ser malo del todo, porque íbamos alcanzando a gente que iba prácticamente parada o directamente caminando. Él se había tomado un gel en el kilómetro siete, al llegar al tercio de carrera; yo tenía pensado tomar el que me había dado en el catorce o quince.

Entretanto, ya se habían hecho las diez pasadas y el sol atizaba de lo lindo. En el recorrido de la carrera no había ni media sombra y lo único que ayudaba es que la subida se había terminado y que el recorrido iba descendiendo poco a poco. A estas alturas, lo que en la salida era un pelotón razonablemente compacto se había convertido en un ristra inconexa de corredores sudorosos que triscaban por aquellos caminos con rostro lacerado.

Claro, a esas horas Kukoc estaría tranquilamente en la línea de meta, por muy lento que hubiera ido, y estaría bebiendo algo tumbado a la sombra, esperándonos con una sonrisita.

Tras descender algo más, comenzamos a llanear de nuevo, justo al llegar a la mitad de la carrera, momento en el que Reyrata se tomó el segundo gel. Aquello era duro y nuestro ritmo ya estaba muy comprometido. En la subida perdimos la media que nos hubiera permitido llegar en menos de dos horas y, aunque en la bajada recuperamos algo de ritmo, andábamos muy justos y nos quedaban las horas de más sol.

En el kilómetro doce pasó lo que tenía que pasar.

A nuestras espaldas oímos el ulular de una sirena que se acercaba a nuestra posición y nos adelantó enseguida. Se trataba de una ambulancia que circulaba todo lo rápido que se puede en una carretera vecinal y que nos pasó a toda mecha. Nosotros seguimos a nuestro ritmo y, un poco más adelante, volvimos a ver a la ambulancia, parada, y a los dos socorristas, o enfermeros, o a saber qué, poniendo en la camilla a un corredor desplomado que andaría por la cincuentena y que, claro, iba por delante de nosotros y había tenido una pájara o, en todo caso, un desfallecimiento.

- Hace calor, ¿eh?

- Se ve que sí...

Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Pasamos de largo, dejando a los enfermeros hacer su oficio, y nosotros seguimos a lo nuestro. En el kilómetro catorce, con dos tercios de la carrera a nuestras espaldas, y aunque iba bastante bien, o eso pensaba, me tomé el gel que me había pasado Reyrata, sin parar de correr.

Nunca lo hubiera hecho.

El gel se me metió por donde no era, me puse a toser, y la parte que finalmente llegó a mi estómago me empezó a dar malestar de inmediato.

- ¡Aaajjj!

- ¿Qué pasa?

- Que esto me está sentando como un tiro...

- Ah...

Hasta entonces, Reyrata y yo habíamos estado yendo de menos a más. Bueno, quizá estuviéramos yendo de menos a menos, es decir, que manteníamos un ritmo razonablemente constante, justo por debajo del que nos hacía falta para bajar de las dos horas, cosa que nos llevaba a ir adelantando a toda la gente que había comenzado muy optimista e iba ahora de más a menos, y luego a mucho menos. Nos pusimos detrás de una corredora de unos cuarenta años que iba pegando la hebra con otro que iba a su lado y a quien evidentemente había conocido durante la carrera. Ahí había temita... Como Reyrata y yo íbamos justo detrás de ellos, nos enteramos de toda su conversación y, por consiguiente, de que la corredora (que era muy mona incluso sudada y en pleno ejercicio) era francesa (quizá eso explique parte de su glamour en cualquier circunstancia), estaba trabajando en Valencia y corría habitualmente. Y debía ser muy conocida, porque en el kilómetro dieciséis ya entramos de nuevo en el pueblo y la gente la animaba e incluso alguno la llamaba por su nombre.

Debió de ser por entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal.

- Me estoy quedando.

- ¿Y eso?

- Pues que no puedo más.

Efectivamente. La francesa y su acompañante, a quienes habíamos alcanzado dos kilómetros antes, se alejaban sin remisión. Reyrata decidió quedarse conmigo.

- Acelera si puedes, que igual bajas de dos horas - dije sin mucha convicción.

- ¡Bah! ¿Y qué? - dijo Reyrata, evidentemente sin demasiadas ganas de aguantar el ritmo bajo una temperatura que ya estaba por encima de los treinta grados.

- Inténtalo. Yo ya llegaré.

Después de todo, incluso en tan lamentable estado, me veía capaz de terminar los cinco kilómetros que quedaban. Reyrata se quedó conmigo, marcando el ritmo. Aquello fue una tortura. Tenía los músculos totalmente vacíos y aquellos cinco kilómetros tardaban una eternidad en convertirse en cuatro, en tres, en dos... y finalmente en uno. Aquí ya se vio que el objetivo de bajar de dos horas se iba a quedar incumplido. En realidad, se veía ya desde bastante antes.

A falta de quinientos metros, ya se veía el estadio de atletismo donde estaba la meta. Reyrata se había adelantado un poco antes, en una subida desde un túnel en la que no me paré a hacerla caminando por muy poco, pero lo tenía a la vista, igual que a la pareja franco-valenciana que iba conversando tranquilamente.

Entré en el estadio, lo que significaba que quedaban doscientos metros, es decir, media cuerda o media vuelta. La otra media la habíamos hecho a la salida. Y ahora vamos a interrumpir esta entrada, porque se hace tarde. Para ser sinceros, entonces ya se había hecho tarde para bajar de dos horas y sólo quedaba resignarse y llegar a la meta con dignidad.

Pero eso le toca a la siguiente entrada. Ésta ya ha durado demasiado.

sábado, 28 de junio de 2025

Antes de la media maratón

El día de la carrera coincidía, además, con el de mi retorno a Bruselas después de un fin de semana largo (y frenético) en Valencia. Nada imposible, pensé para mis adentros: a las nueve y media corro esa carrerita sin agotarme demasiado; en casa debería estar hacia las doce como muy tarde; como las sobras de la nevera, recojo el piso y ya volveré al final del verano; y luego tengo un bonito viaje con la aerolínea de mis sueños (sí, Ryanair) que me debe dejar a eso de medianoche en... Charleroi. Y de allí a casa y a la mañana siguiente a currar.

Bien mirado, igual era un plan tirando a optimista para comenzar el mes, pero uno es más joven (e inconsciente, añado ahora) de lo que dice el carné de identidad.

El domingo por la mañana me levanté ya con un pelín de calor, lo cual indicaba que la carrera podía ser más durilla de lo que pensaba. Desayuné un poco mosqueado y fui a reunirme con mis hermanos. El mayor de los dos, Kúkoch, con buen criterio (como luego se demostró), renunció a la media maratón y se apuntó a la carrera de diez kilómetros que salía un cuarto de hora antes. Porque, efectivamente, cuando nos tememos que vamos a llegar a treinta grados durante el día, un cuarto de hora puede ser la diferencia entre Mordor e ir tirando mal que bien.

Los otros dos nos habíamos apuntado a la media. Llegamos a Torrente sin muchos problemas, porque a las ocho de la mañana de un domingo en nuestro barrio la gente no se ha levantado todavía y lo más que se encuentra uno por la calle es a un sudamericano desorientado saliendo de su discoteca, como sorprendido de que ya fuera de día. Los demás, excepto la tropa que se había apuntado a las carreras, estaban guardando la cama, no se fuera a ir.

Aparcamos, recogimos el dorsal y la camiseta, que antes daban cuando cruzabas la meta y ahora te dan antes de salir. Es como hacerte ver que aún puedes arrepentirte, llevarte la camiseta si quieres (la inscripción ya la pagaste) y dejarte de carreras a treinta grados, so inconsciente. Luego nos pusimos a estirar y yo di una vuelta al estadio de atletismo donde estaban situadas la salida y la meta.

Hay que reconocer que lo del estadio de atletismo era chulo y que no es frecuente en las carreras populares que salgan de sitios como ése. El presentador, que ahora llaman speaker, estaba dando la vara diciendo lo que se le pasaba por la cabeza, pero supongo que es difícil animar cuando no hay mucho que se pueda decir. Pasamos por los servicios, después de una cola que yo no sé cómo nadie se meó encima y, en la pista, nos abordó el presentador a los tres, con su megáfono a toda mecha.

-  ¿De dónde venís?

- De Benicauntrí -dijo muy ufano Reyrata, que así vamos a llamar al hermano menor y que efectivamente reside la mayor parte del año en Benicauntrí. Los otros dos, que pisamos Benicauntrí mucho menos de lo que nos gustaría, no le contradijimos. Total, para qué.

- ¡Ací tenim tres corredors que han vingut des de Benicauntrí a participar en la mija marató! ¡Benvinguts! - aulló el presentador. Luego creyó llegado el momento de hacer una pausa, dejó puesta la música de "Carros de fuego" y nos abordó. Se dejó de postureo en valenciano y nos habló en castellano.

- Ah, pues en Benicauntrí he corrido varios años la San Silvestre, que está muy bien.

- ¿La de los avituallamientos con cassalla? -dije yo un poco zumbón, que también la he corrido un par de veces. Doy fe de que, en esa carrera, que es corta y donde en principio no haría falta poner avituallamientos, sí que los hay, pero no son de agua precisamente.

- ¿Ah, sí? - dijo el presentador -. A mí me gustó mucho.

Charlamos un poco más sobre la famosa San Silvestre de Benicauntrí, sus avituallamientos heterodoxos y el cachondeo que hay en general, y luego el presentador se puso a abordar a unas rubias que se habían acercado a la salida.

- ¿De dónde venís?

- Nosotrrras venirr de Inglaterrra.

- Güi haf ranners camin from Inglan! ¡Tenim corredores que venen d'Anglaterra! ¡Quin goig!

Aprovechando que el presentador tenía otras víctimas y que evidentemente se le caía la baba con ellas mucho más que con nosotros, nos escabullimos para terminar con nuestro calentamiento y estiramientos, que luego todo son lesiones.

Kúkoch se fue a la línea de salida, a hacer sus diez kilómetros. Salió de los últimos, con toda la pachorra del mundo y sin ninguna prisa. No hay que criticarlo, porque, después de todo, por tarde que llegara a la meta, se iba a tirar no menos de una hora antes de que llegáramos nosotros con la llave del coche, así que ¿para qué apresurarse?

- ¿Quieres un gel? -me dijo Reyrata-. He traído cuatro, porque me han caducado, pero me va a sobrar al menos uno.

- Bueno, vale -me encogí de hombros y acepté uno. Mi pantalón no tenía bolsillos, así que lo até al cordón de la cintura y lo metí por dentro.

Con perspectiva, creo que no debí aceptarlo. Aunque lo metí por dentro, no estaba fijo y me bailaba por el interior del pantalón. Y ese peso de una cosa bamboleando durante kilómetros y kilómetros, qué se le va a hacer, al final se nota. Además, ignoré un importante axioma que uno no debe olvidar en las carreras de fondo: nunca hay que hacer experimentos el día de la carrera. Es cierto que suelo llevar geles en los entrenamientos largos, pero también es cierto que no noto efecto alguno y que los tomo en parada, con calma, mientras que en este caso los iba a tomar en movimiento y a temperaturas que no suelo sufrir en mis entrenamientos.

Reyrata y yo nos pusimos a estirar y, tras poner a punto la musculatura del tren inferior, nos fuimos a la línea de salida. El presentador ya había dejado a las inglesas y estaba saludando a la concejala de Deportes del ayuntamiento local, que soltó una proclama y saludo a los participantes de la carrera, antes de irse a la grada. Eran casi las nueve y media y estábamos a cosa de veinticinco grados, así que la cosa se estaba poniendo bastante fea. Es más, daban ganas de dirigirse a la grada, cubierta y a la sombra, hacer el saludo romano y gritar algo así como Ave, aedil! Cursuri moriturique te salutant! Lo cual, efectivamente, significa ¡Salud, concejala, los que van a correr y morir te saludan! También significa que no tengo ni idea de cómo decir "concejala" en latín, porque "aedil" no me acaba de convencer, pero es lo más próximo que he encontrado. Para mí que en los municipios romanos no había concejalas, y mucho menos de deportes.

Sea como fuere, Reyrata y yo nos fuimos a la salida, dejamos a los cronópatas que se pusieran cerca de la línea y nosotros nos pusimos algo más atrás a esperar el petardazo de salida. Sí, en Valencia las salidas se dan con un petardo, no faltaría más.

Sonó finalmente el petardazo, Reyrata y yo nos pusimos en marcha y yo creo que ya se ha hecho un poco tarde hoy, así que voy a dejar esta entrada como está y ya paso en la siguiente a abordar qué es lo que les sucede a unos corredores populares no muy entrenados en una media maratón que se disputa a veinticinco grados, y subiendo.

Pero eso no será hoy, porque es tarde.

lunes, 23 de junio de 2025

Junio a la carrera

Junio no está siendo un mes difícil únicamente para el gobierno español, sino también para mucha más gente, entre los que circunstancialmente me encuentro. Normalmente mi vida es bastante sosegada y tranquila y no me muevo demasiado, muy a diferencia del frenesí que sucedía en Moscú, en que cada día sucedía una nueva aventura. Supongo que, con los años y la llegada de los achaques, el común de los mortales tiende al sosiego. A mí los achaques serios, gracias a Dios, no me han llegado todavía, pero las ganas de sosiego sí.

A despecho de las mismas, junio está siendo una sucesión de viajes y de todo tipo de martingalas, de muchas de las cuales no hay que culpar a nadie más que a mí mismo. Nadie me obligó a inscribirme el 1 de junio en una media maratón, sino que lo hice por voluntad propia. Sí, son veintiún kilómetros y forman parte de mi entrenamiento, pero no competía en ninguna desde nada menos que octubre de 2012, cosa de la que pronto hará trece años.

Aunque uno tiene ya una edad a la que no se encuentra mucha gente dispuesta a meterse esos veintiún kilómetros entre las piernas, yo pensaba que no me iba a costar demasiado bajar de dos horas. No es que yo sea una fiera atlética, ni mucho menos, porque mi mejor marca, precisamente en ese 2012, es de una hora y 44 minutos, que desde luego no es para tirar cohetes ni tampoco para presumir demasiado. Pero bajar de dos horas es algo que he hecho de vez en cuando en algún entrenamiento cuando las circunstancias han acompañado, es decir, perfil llano, buen tiempo, haber dormido bien y haber comido a su debido tiempo. Y, si lo hice en entrenamientos, pensé que con más motivo lo haría en competición, porque es bien sabido que en dichas circunstancias las marcas se mejoran bastante, aunque en sentido estricto uno termina por competir contra sí mismo, sin aspiración alguna de ganar nada de nada, pero acompañado de otros corredores populares entre los que se desarrolla un estímulo de mejora, también conocido como 'pique'.

Para la preparación no hice nada que no hiciera habitualmente para carreras de diez kilómetros, que son las que corro habitualmente. Por cierto que la carrera no iba a tener lugar en Bélgica, sino en los alrededores de Valencia. Competir en Bélgica nunca me ha apetecido mucho, en primer lugar, porque las carreras son incomprensiblemente caras y, por si fuera poco, porque también son incómodas; a despecho de su precio exorbitante, hay demasiados participantes. El día que vi a los participantes en los veinte kilómetros de Bruselas ir apelotonados en el kilómetro siete, pasando por el 'Bois de la Cambre', ya me di cuenta de que las carreras tan masivas no eran para mí y seguí entrenando a mis anchas por otra zona del mismo 'bois'.

En Valencia no es que corra menos gente. Probablemente sea al contrario. Lo que sí que sucede es que hay mucha más oferta. En un fin de semana cualquiera, hay varios pueblos que organizan su propia carrera, así que los corredores se van dividiendo entre las distintas posibilidades. En Bélgica, en cambio, los veinte kilómetros de Bruselas, o los diez de Uccle, que también existen, son acontecimientos únicos, quizá en todo el país, de modo que quienes tienen el gusanillo de correr desarrollado terminan por apelotonarse en la carrera que toca. Y así nos va, que los que se tocan son los corredores por pura falta de espacio entre uno y otro.

El caso es que, en esto, uno de mis hermanos me llamó la atención sobre una media que coincidía con una estancia mía en Valencia y que tenía lugar en una ciudad muy cercana al 'cap i casal' que, además, se ha hecho famosa en toda España por ser la cuna de una de las personas más famosas de todo el país, ya que últimamente sale a diario en la prensa y en la televisión por sus méritos adquiridos al servicio de España, sin que el hecho de que, según todos los indicios, se haya (presuntamente) embolsado algunas cantidades más allá de su salario, cantidades que puntualmente parece haber invertido en su solaz y en conocer gente más allá de su círculo íntimo, sean mácula alguna en la abnegación que ha mostrado a lo largo de toda su carrera.

Como se hace tarde, la entrada se alarga, y no es cuestión de entrar en detalles sobre este asunto que apenas queda esbozado, es hora de publicar lo que hay y dejar la continuación de este relato para la próxima entrega, que llegará, si Dios quiere, a no tardar.

domingo, 15 de junio de 2025

Reseñas sobre el aeropuerto de Charleroi

Tengo que agradecerle a Lluis que, después de leer la última y vitriólica entrada sobre el aeropuerto de Charleroi (y la madre que lo parió...), haya señalado las opiniones que tal lugar merecen a otros viajeros, y que, muy a diferencia de las páginas oficiales del aeropuerto o de la región, no sólo corroboran punto por punto lo relatado en dicha entrada, sino que alimentan la sospecha de que incluso me he quedado corto en mis quejas.

Para el aeropuerto, no sólo debería ser preocupante que la valoración de sus servicios sea bajísima, sino que esa valoración es tanto más baja cuanto más recientemente se ha producido. En cristiano, que van a peor, parece que inexorablemente.

Uno lee las opiniones de "trustpilot" y llega a la fastuosa nota de 1,2 sobre 5. Algunos opinadores lamentan que deban poner al menos una estrella y que no se pueda calificar con ninguna. De vez en cuando hay algún comentario elogioso, normalmente en francés y supongo que de algún viajero local herido en su orgullo valón, pero la práctica totalidad son enormemente críticos. Que si los baños de la zona de llegada son de pago (cosa que efectivamente es lo nunca visto y que debería ser directamente delictivo), que si el personal es antipático (no es extraño, habida cuenta de lo que tienen que soportar), que si los aparcamientos huelen a orín (efectivamente, hay quien no quiere pagar en los servicios y no se puede contener), por no hablar de lo absurdamente lejos que están. Uno los ve en el mapa y el P3 está razonablemente cerca, pero la administración del aeropuerto hace dar al peatón viajero un rodeo incomprensible por pura antipatía, ya que una rampa de nada te dejaba en la terminal. Sobre el P4, llamado con mucha sorna foot&fly, hay un viajero que se ha tomado la molestia de hacer cálculos y que considera que está a mitad de camino entre Charleroi y Tombuctú. Estoy por dar por bueno tal cálculo.

Cuando las reseñas son en italiano, con el gracejo propio de los transalpinos irritados, se centran, además de en repetir algunos de los aspectos anteriores, en lo condenadamente sucio que está todo, además de abarrotado hasta no poder más. De forma vehemente que no puedo sino compartir, el reseñador italiano sugiere no volver por allí nunca más y evitarlo más que las calderas de Pedro Botero.

También hay reseñas en neerlandés, muy probablemente de viajeros belgas del norte de la frontera lingüística, que no ahorran epítetos negativos hacia el aeropuerto, que algunos de ellos hacen extensivos a Valonia en general. En una generalización arriesgada que quizá comente otro día, el aeropuerto de Charleroi no es, en su opinión, sino una señal del decaimiento general de Valonia, esa región en decadencia inexorable que los socialistas han gobernado casi desde su constitución, con escasas excepciones, aunque una de esas excepciones, mira por dónde, es el momento presente.

Las reseñas en alemán son escasas, pero de enjundia. Un alemán es un señor pragmático que no hace nada que no vaya a tener repercusión práctica, así que, cuando escribe, que son pocas veces, lo hace de verdad. Las que he leído invitan directamente a remediar los males del aeropuerto despidiendo a todos los trabajadores y a la gerencia del mismo, supongo que para comenzar de cero. Poco le falta para recomendar, además de lo anterior, el derribo de todas las instalaciones.

La utilidad del aeropuerto para acortar tiempo de estancia en el purgatorio no debemos desdeñarla así como así, pero podemos añadir una circunstancia suplementaria, cual es la opinión que merece la empresa monopolista del servicio de autobuses, Flibco. La compañía funciona bien y ofrece servicios de transporte prácticamente a toda hora; el problema es que no hay otra. Como buen monopolista, Flibco exprime su posición dominante en el mercado. Ahora mismo, un viaje desde el malhadado aeropuerto y Bruselas (estación de tren de Midi, o del Sur en castellano) sale por veinte euros por trayecto, y luego hay que llegar a casa y a ciertas horas no es sencillo, creedme. En estas circunstancias, la competencia lo debería tener fácil para dar un servicio alternativo. No es demasiado conocido, pero existen compañías de taxis que ofrecen un servicio de taxi compartido que funciona bastante bien y que te dejan en la puerta de tu casa por treinta euros, lo cual está muy bien. Vale, tienes que esperar a que lleguen los otros pasajeros, normalmente de otros vuelos, y luego has de tener la suerte de que el itinerario no te lleve a ser el último al que dejen, pero es difícil que tardes más que con Flibco y sus autobuses. En mi caso particular, últimamente he utilizado el servicio de taxis compartidos un par de veces y hay que reconocer que, aunque siempre hay un poco de incertidumbre, funciona bien y, además, como Uccle está en la entrada de Bruselas desde el sur, esto es, desde Charleroi, siempre he sido el primero en llegar a casa, cosa que se agradece especialmente a las horas (o más bien deshoras) a las que estoy llegando últimamente. La compañía ofrece la posibilidad de pagar con tarjeta, pero recomienda el pago en efectivo. Prefiero no ser curioso y no preguntar por qué. El servicio es tan "de estranjis" que la compañía no tiene un acuerdo con el aparcamiento del aeropuerto y los taxis pagan por la estancia como un coche más. Y sí, se supone que esto es el primer mundo. A veces, en Charleroi, más bien parece uno encontrarse en el primer inmundo.

Voy a dejar en paz el aeropuerto de Charleroi. Si Dios quiere, no lo voy a utilizar por lo menos hasta octubre en calidad de pasajero, aunque seguramente sí como acompañante. Que el Señor acompañe a quienes pasen por allí este verano y se pregunten si el precio del billete merece la pena. Pero que se lo pregunten pronto, antes de que compren los billetes... y sea tarde.