Pero estos grupos se concentran en el centro de la ciudad y fuera de él sólo en lugares emblemáticos, como el Atomium o la basílica de Koekelberg. Por el llamado barrio europeo, donde está mi puesto de trabajo, se aventuran poco y no les culpo por ello, porque el barrio europeo, que se llama así como si el resto de la ciudad estuviera en otro continente, es un amasijo de edificios de gran tamaño y de estética dudosa, que alojan a la mayoría de las instituciones de la Unión Europea y a todo lo que arrastran consigo en forma de representaciones permanentes, grupos de presión, asociaciones de la más diversa índole, restaurantes de todo tipo de cocina y, en suma, el guirigay que acompaña a quienes disponen de un generoso presupuesto para ejecutar en distintos proyectos. Y, no lo olvidemos, a quienes tienen un salario que les permite llegar a fin de mes holgadamente, incluso cenando en esos restaurantes que acuden prestos al reclamo de una cartera repleta.
Fuera de los lugares más rabiosamente turísticos, Bruselas pierde en verano buena parte de su población. A veces, me cruzo con algún compañero o, más frecuentemente, compañera, que me miran con sorpresa, como si no esperaran verme por allí, y me espetan:
- ¡Oh! ¡Aún queda alguien que no se ha ido de vacaciones!
¡Como si ellos mismos no fuesen la prueba de lo que dicen! Eso sí, esa sorpresa que muestran no es sino consecuencia del incontestable hecho de que, quien más quien menos, en cuanto pasa el Día Nacional de Bélgica, es decir, el 21 de julio, o se va de vacaciones o no va a tardar en hacerlo y se dedica a calentar el asiento lo justito hasta que llegue el momento de partir.
Esa huida generalizada de la capital administrativa europea, unida a un tiempo atmosférico razonablemente bueno, ni muy caluroso ni muy frío, convierte a Bruselas, por una vez, en un lugar agradable. Las cuadrillas habituales han ido perdiendo efectivos a medida que sus componentes se han ido marchando, de manera que se van parcheando otras entre quienes permanecen en la ciudad, como quien se hace un traje a base de retales.
En estos pensamientos, salía yo de mi lugar de trabajo en una tarde agradable y soleada, camino de una cita con una compañera de trabajo a la que hacía tiempo que no veía y con quien había quedado para una cena tempranera, muy a la europea, y luego cada mochuelo a su olivo. Con tan poca gente en las calles del barrio europeo, los enormes edificios parecían aún mayores.
Llegué a mi cita bastante antes de lo convenido, encadené mi bicicleta y me puse a esperar un rato. Y eso no es frecuente, porque, desde que existen los móviles inteligentes, la gente ha dejado de esperar. Lo que hace la gente es mirar cualquier cosa en su móvil mientras llega el resto del personal, y eso no es esperar; de hecho, más de uno (y más de una) queda bastante contrariado cuando su cita llega y le interrumpe el trasteo que llevaba con su móvil, dejando a medias lo que estaba haciendo. Yo soy el primero que lo hago, pero en esa ocasión me dio pereza sacarlo de la riñonera, metida a su vez en las alforjas de la bicicleta, así que me puse a esperar. A esperar genuinamente.
Se dice que los hombres tenemos la capacidad de no pensar en nada y que las mujeres carecen de ella y por eso no nos creen cuando nos preguntan en qué estábamos pensando y les respondemos que no estábamos pensando en nada. Efectivamente, tenemos esa capacidad, pero, y hablo por mí, la usamos en ocasiones menos frecuentes de lo que pudiera parecer; creo que es más frecuente que estemos pensando en cualquier tontería y nos dé apuro confesarlo. El caso es que, en la espera, dejé volar mis pensamientos rodeado de edificios que conocía bien y que eran mi entorno habitual desde que llegué a Bruselas.
En diciembre hará doce años de esto. Doce años de desencasillamiento de Rusia, si se quiere. A veces me pregunto qué pensaría el Alfor del pasado si viese a dónde había llegado el Alfor del presente. El Alfor de quince años, que nunca se tuvo en gran cosa, estaría indudablemente satisfecho; el de veinticinco años estaría dando palmas; el de treinta y cinco años estaría algo confuso, pero probablemente conforme. De lo que no estoy muy seguro es de lo que pensaría el Alfor que acababa de aterrizar en Bruselas y que, eso con total seguridad, no se esperaría lo más mínimo qué iba a sucederle en los casi doce años siguientes. Supongo que de algunas cosas estaría satisfecho (y de algunas extremadamente satisfecho), mientras que otras le parecerían completamente increíbles y hubiera preferido que no sucedieran. Tampoco me quedó claro si globalmente estaría conforme con el resultado y si, tomándolo todo junto, hubiera resuelto, como resolvió, salir de Moscú, de haber sabido lo que iba a sucederle en Bruselas. Claro que está por verse qué hubiera sucedido de haber continuado en Moscú: seguramente lo mismo o, a la luz de cómo está la cosa entre Rusia y el resto de Europa ahora mismo, algo bastante peor.
En estas reflexiones estaba, cuando salió mi compañera del edificio y nos fuimos a buscar un restaurante cuya cocina ya funcionase para cenas a las seis y media de la tarde. En España, y más en verano, a las seis y media de la tarde se puede aspirar como mucho a una horchata o un granizado de limón en cualquier heladería; si dices que quieres cenar, te van a mirar rarísimo, pero en Bruselas hay restaurantes que ya están abiertos para cenar, palabra de honor.
En aquella ocasión no se hacía tarde, ya lo creo que no, pero ahora sí, así que será cosa de proseguir las disquisiciones, y esta entrada, a su debido tiempo, que no es éste.