No sé muy bien cómo, he conseguido llegar a Valencia, una ciudad muy cambiada en estos tiempos de pandemia. Cuando estoy aquí, acostumbro a dar un paseo en bicicleta antes de irme a dormir, y eso he continuado haciendo durante esta semana, pero la diferencia con otras épocas es enorme. Es cierto que estamos a final de enero, que no es temporada que invite a salir por ahí en general, pero el espectáculo que se ve por la ciudad, poco antes de que, a las diez de la noche, todo el mundo deba recogerse por obligación, es bastante triste. Las calles, que normalmente deberían estar repletas de viandantes, están casi completamente vacías, sólo surcadas por ciclistas mensajeros que llevan sus cajas de comida a través de la ciudad, y por algún despistado que se apresura a regresar a lugar seguro, antes de que las patrullas de la policía local se lancen a la búsqueda de posibles infractores del estado de alarma.
La plaza de la Virgen, que normalmente es un lugar que, por la noche, contempla a una multitud de jóvenes ejercitándose con el monopatín, ahora está casi solitaria. Sólo dos personas me ven atravesarla con mi bicicleta y, al verme parado para hacer una foto, se me acercan y me ponen un micrófono debajo de la boca. Resulta ser una reportera enmascarada y su cámara, que quieren saber si soy consciente de que debo respetar el toque de queda a partir de las diez, y si dispongo de un justificante laboral en caso de que, por lo que sea, a las diez esté todavía en la calle.
Son las diez menos veinte, y la plaza de la Virgen no está lejos de mi casa, así que lo más probable es que ellos corran más peligro que yo de recibir una multa, pero les respondo que estoy de vacaciones, y que cuento con llegar a casa a tiempo. La reportera parece sorprendida de que alguien de vacaciones esté en la calle tan a deshora, para lo que se ha convertido España en estos tiempos, y me dice que no desea entretenerme y me anima a volver a casa cuanto antes.
Da que pensar en qué nos hemos convertido. La mía puede ser una intuición errónea, pero creo que la pandemia ha hecho emerger muy visiblemente un fenómeno que venía desarrollándose desde hace mucho tiempo y que se había acelerado en los últimos meses, hasta salirse de madre ahora mismo: la renuncia a la libertad para poder renunciar a la responsabilidad. Es un fenómeno que afecta a todo individuo, pero que ha llegado a su culminación en este caso, en que una amenaza externa, el virus, nos obliga a elegir, y la gente ha decidido delegar su responsabilidad (y su libertad) en el Estado, ese ente que ha ido creciendo hasta convertirse en un monstruo deforme que aspira a ser totalitario. No, no es necesario ser fascista o comunista para ser totalitario; curiosamente, también se puede ser totalitario desde el liberalismo burgués y, de hecho, estoy por apostar que este proceso hacia la renuncia a la responsabilidad comenzó con las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX.
Y así es. En el Antiguo Régimen, con un Estado embrionario y pequeño, y una multitud de cuerpos intermedios, a nadie se le iba a ocurrir delegar toda su responsabilidad en el Estado, porque evidentemente ésa no era su función. Cuando, en la Edad Media, y en la Edad Moderna, las sociedades de aquellos tiempos se enfrentaron a la peste, o a la viruela, aquellas gentes se hicieron responsables de sus actos, que les podían conducir a la muerte, sí, pero no se les ocurriría echarle la culpa de su muerte al gobierno. Ha pasado, me pilló en el momento inadecuado, con la compañía inadecuada, y qué se le va a hacer.
En el momento en que el Estado comienza a engordar, la tentación totalitaria empieza a aparecer. Me atrevo a decir en que el primer momento en que el Estado engorda es cuando la República francesa, acosada por los ejércitos profesionales contrarrevolucionarios, decide proceder a una leva en masa para conseguir un ejército impresionante, moviliza todos sus recursos en esa guerra moderna, y logra derrotar a las coaliciones que se le oponen. Las otras naciones terminarán por imitar a los revolucionarios franceses.
En España, el aparato estatal empezó a engordar durante el siglo XIX, de una manera imperceptible, pero constante. Y, con su crecimiento, fue acaparando funciones que antes no poseía, lo que, a su vez, requería seguir creciendo. De todas manera, el aparato español era relativamente reducido y no dejó de serlo hasta la década de los ochenta del pasado siglo cuando Felipe González subió al poder. Franco es muy criticado, e incluso hay quien lo llama totalitario, pero la verdad es que, si tuvo ganas de ser totalitario, lo que no tuvo nunca son posibilidades de serlo, porque jamás contó con una administración que se lo permitiera.
Bajo Felipe González, en cambio, el tamaño del funcionariado creció, además de configurarse el monstruo actual que es en España la administración autonómica, que se ha tratado de abrir paso rascando competencias de las administraciones central y local, que no por ello se han reducido todo lo que debieran. Ahora mismo, España tiene una administración enorme, como también los países de nuestro entorno. A veces queremos pensar que lo nuestro es lo peor, y no necesariamente es así.
Cuando tienes un bicho tan grande en tu país, lo menos que puedes hacer es confiarle una función, y los ciudadanos españoles lo que hemos hecho es endiosarlo y confiarle la solución a todos nuestros problemas. Por su parte, el Estado se ha dejado querer (y endiosar) y realmente se ha creído un dios, con lo que ha ido adoptando funciones y más funciones y, con el tiempo, ha ido expulsando de esas funciones a todos los que han pretendido competir con él. Otro día escribiré sobre cosillas como la sanidad y la educación...
Desde el punto de vista del individuo, ceder la responsabilidad a otro tiene un peligro enorme, porque también le estás cediendo la posibilidad de coartar tu libertad. Creo que lo que está sucediendo durante la pandemia es un buen ejemplo. Las medidas para atajar el coronavirus, en general, son parecidas en todo el mundo; según el país, o la zona, algunos tienen éxito ahora, y otros lo tuvieron más atrás. Valencia, por ejemplo, como ya he escrito, era una especie de paraíso terrenal poco después de terminado el verano, sin apenas casos, y hoy es lo más parecido al infierno, con el virus campando por sus respetos, contagios a tutiplén, los hospitales colapsados y los cementerios llenos. Pues las medidas no son muy diferentes entre un momento y el otro. Los ciudadanos, dentro de nuestra tendencia ancestral a buscar un culpable (¿cómo vamos a ser culpables nosotros? ¡Eso nunca!), le echamos la culpa al gobierno de cualquier cosa y por cualquier acción que quien sea perciba como errónea, pero eso es porque primero le hemos cedido la responsabilidad, que debía ser nuestra, y la libertad, que también debía ser nuestra.
Esto se está alargando y no estoy seguro de estarme expresando bien. Además, se hace tarde, y ya sabéis que, cuando se hace tarde, las ideas fluyen menos y peor, así que voy a terminar con la foto que he hecho en la plaza de la Virgen, justo antes de que la reportera se me aproximase.
Desconozco por completo si tiene que ver con el próximo Año Santo Jacobeo, pero supongo que sí. En todo caso, tiene toda la pinta de una invitación a ponerse en marcha y a asumir las responsabilidades que hemos espantado y cedido a quien ni las merece ni puede asumirlas. Cuando uno está en marcha, toma las riendas de su vida y no necesita a un Estado que, a fuerza de crecer y crecer, se ha convertido en maestro, médico, enfermero, defensor, padre, madre y, si las cosas se tuercen mucho, también psicólogo (una profesión, por cierto, a la que le tengo una inquina muy especial). Un Estado que ha convertido a todos los ciudadanos en adolescentes caprichosos, pendientes de la última novedad y frustrados cuando no todo sale como uno desea.
Habrá, pues, que ponerse en camino, y yo lo hice, siguiendo la flecha, porque mi casa está precisamente en esa dirección y porque se estaban acercando las diez a marchas forzadas, y se hacía tarde, pero esto no ha terminado aquí. Sólo lo ha hecho por hoy.