domingo, 27 de julio de 2025

La fiesta del patrón

El 25 de julio de este año (bueno, y de todos los demás) se celebró la fiesta de Santiago, patrón de las Españas y amigo del Señor. En realidad, es una fiesta que se celebra en España y, como Bélgica dejó hace mucho tiempo de ser una de las Españas, aquí pasa totalmente desapercibida.

Y no debería ser así, porque, qué caramba, con independencia de que Santiago sea el primer evangelizador de España y aunque al principio tuviera poco éxito, se trata no sólo de uno de los doce apóstoles, sino de uno de los tres del círculo más íntimo de Jesús, testigo de la transfiguración y de la agonía en Getsemaní y, por si sus méritos no hubieran sido suficientes, se trató del primero de los apóstoles que fue martirizado. Que sí, que San Pedro es el número uno y el primero de los papas, y San Juan, hermano de Santiago, fue el que no abandonó a Jesús en ningún momento y, por si fuera poco, un evangelista de relumbrón, pero Santiago no se queda corto tampoco. Además de lo dicho arriba, estamos hablando de alguien que tiene una ciudad con su nombre y además tiene su tumba en ella; estamos hablando de alguien a quien la Virgen María se apareció en vida, por allí por Zaragoza, para animarle en la parece que complicada empresa de evangelizar a los hispanos del siglo I; estamos hablando de alguien cuyo nombre invoca todo español que a lo largo de la historia ha atacado a sarracenos y herejes de todo palo, y que no está excluido que en según qué momento haya intervenido en la jarana montando un caballo blanco. Poca broma.

Y hablamos de alguien a cuya tumba se dirigen decenas de miles de personas cada año, desde la Edad Media.

Los españoles tenemos la impresión de que el Camino de Santiago, o los caminos de Santiago, comienzan en Roncesvalles y terminan en Santiago. Vale, hay puntos de origen distintos, pero el camino de Santiago fetén es el que de Roncesvalles llega hasta Santiago de Compostela.

Nada más falso. El camino de Santiago fetén es el que sale de la puerta de tu casa, así que lo de Roncesvalles sólo sirve, en puridad, para los habitantes de ese pueblo, pero no para los demás, porque ¿y si vives en el norte de Europa, pero quieres llegar a Santiago? Pues pasa que ya llegarás a Roncesvalles y, si Dios quiere, más tarde a Santiago y luego de vuelta a tu casa, qué ésa es otra, pero primero tienes que caminar hasta allí desde tu casa. El año pasado pasé fugazmente por Dinamarca a visitar a Abi y me encontré con que también desde allí hay un camino de Santiago y, evidentemente, gente que lo transita y que, para cuando se presenta en Roncesvalles, ya ha recorrido mucho más de la mitad de su camino.

A los peregrinos daneses, que digo que los habrá también, les tocaría caminar por la península de Jutlandia, luego por Frisia, más adelante por lo que hoy son los Países Bajos y, más o menos hacia el kilómetro mil de su trayecto, aparecerían por Bruselas, y ya sólo les quedarían otros mil kilómetros más hasta llegar a Roncesvalles y comenzar a encontrarse con los cronópatas que hacen el camino francés.

¡Ajá! Bruselas, hemos dejado escrito en el párrafo anterior ¿Es que el camino de Santiago está indicado en Bruselas, con esas flechas amarillas que todos hemos visto?

Bueno, a tanto no llega, pero sí que es verdad que el camino de Santiago está perfectamente indicado en Bruselas y también será verdad, si Dios no lo impide, que a esto se van a dedicar las próximas entradas de esta bitácora. Eso sí, se está haciendo tarde, no sé si para llegar al correspondiente albergue del peregrino a tiempo de encontrar plaza, pero sí para ir a la cama, que mañana toca madrugar, así que mejor será que la indagación del camino de Santiago a su paso por Bruselas quede para mejor ocasión.

jueves, 24 de julio de 2025

Meta

Llegar a la meta de una carrera oficial (de cualquier carrera, en realidad) es el momento más importante de la misma y, por eso mismo, un momento de responsabilidad. Hay gente que se reserva con el fin de llegar a los últimos metros con la posibilidad de acelerar y entrar más rápidamente de lo que ha estado corriendo desde que salió; hay gente que, sin reservarse, simplemente ve la meta y encuentra fuerzas donde no parecía haberlas, y entonces acelera; hay gente, finalmente, que va sobrada de todas formas y entra en meta acelerando e incluso sonriendo, como si no hubiera hecho nada hasta entonces. Y los hay quienes bastante tienen con llegar y entrar renqueando y con un suspiro de alivio.

Desde que en la línea de meta hay un fotógrafo haciendo fotos a todos los que entran y desde que esas mismas fotos acaban publicadas a las pocas horas en internet, en la página del organizador de la carrera, yo diría que las cosas han cambiado un poco. La gente intenta entrar en meta con cierta dignidad, lo que me recuerda a aquella famosa canción de Siniestro Total, Pueblos del mundo, extinguíos:

Intenta extinguirte con clase y dignidad,
que no piensen luego que lo has pasado mal

Algo así sucede en línea de meta. El que entra con rictus descompuesto es porque está realmente en las últimas y no es capaz más que de mantenerse en pie. El resto, puede que entre con rictus descompuesto, vale, pero es porque está esprintando y eso también es dignidad, naturalmente que sí.

En mi caso, en esta carrera concreta, el esprint no era una opción. Normalmente sí que lo es. Yo soy de los que se intentan guardar un último acelerón para entrar en meta adelantando a algún corredor que se las prometía tan felices y, en todo caso, para arañar unos segundillos que no van a ninguna parte, porque qué más dará entrar cinco segundos antes o cinco segundos después, pero uno se queda con una mejor sensación después de ir a más durante toda la carrera y culminarla con el ritmo más rápido de toda ella.

Ese día, no.

Ese día bastante tuve con mantener la cabeza en su sitio, es decir, un metro y ochenta centímetros por encima del suelo. Esprintar, aunque hubiera podido, no tenía sentido, porque no tenía ninguna posibilidad de adelantar a nadie y las dos horas de carrera estaban ampliamente superadas. Creo que aceleré algo, si se puede llamar acelerar al ligerísimo incremento de ritmo que quizá consiguiera ejecutar, pero más para acabar antes con aquella tortura que por otra cosa. Eso sí, a despecho de que no podía con mi alma, tuve el antojo de entrar en meta sonriendo. Por si las fotos. Y, desde luego, porque no pensaran luego que lo había pasado mal.

Dos horas, dos minutos, cincuenta y un segundos. A cinco minutos y cuarenta y ocho segundos de media por kilómetro. Ciento cincuenta y siete pulsaciones por minutos de media, lo cual no es extremo ni mucho menos y simplemente es una prueba de que el corazón no había sufrido gran cosa y de que el problema había sido, simple y llanamente, que los músculos se habían quedado sin fuerzas. Los últimos cuatro kilómetros había corrido por encima de seis minutos y empeorando el tiempo del anterior en cada uno de ellos. Sólo los últimos doscientos metros, con la meta a la vista, registran una cierta aceleración pundonorosa.

Reyrata había llegado un minuto antes. Kukoc llevaba allí más de una hora y estaba ya más fresco que una lechuga. Treinta y dos grados en meta. La madre que los parió a los treinta y dos grados.

Tras la meta, los manuales dicen que no hay que detenerse en seco, sino que hay que seguir trotando para descalentar y que los músculos se habitúen a la nueva situación. Y una leche. En la vida real, al menos en la vida real de los que entran conmigo, los populares de toda la vida, no he visto a nadie que siga haciendo trotecitos después de meta. La peña se para casi en seco, detiene el cronómetro, pulsómetro o reloj inteligente y luego sigue andando, no trotando, porque necesita agua y los organizadores han situado los puestos de reparto de bebidas a unos cincuenta metros de la meta, no porque les preocupe que la gente se detenga en seco y se les agarroten los músculos, sino porque si la gente se queda parada en la meta no hay forma de que los siguientes puedan entrar.

Había cola para el agua. Delante de mí había un par de corredores en la treintena, hombre y mujer, charlando relajadamente mientras les llegaba el turno. Cuando finalmente llegó el mío, bebí poco a poco, pero sin parar, y tomé un segundo vaso, y luego un trozo de sandía. Kukoc y Reyrata estaban unos metros más lejos, y el segundo estaba sentado en el suelo apoyado en una columna; qué aspecto tendría el pobre que los de primeros auxilios, que estaban por allí, se acercaron a preguntarle si necesitaba ayuda.

La cola la hice unas cuantas veces. En cuanto los músculos recibieron algo de alimento, y eso que apenas me entraba nada, las cosas mejoraron bastante. Todavía nos quedamos un rato por allí, a la sombra de la carpa, y ya nos dirigimos al coche para volver a casa.

Uno llega a unas edades en que la práctica del deporte, y más si se trata de éste, es más una excepción que la regla, cosa que se advierte fácilmente en la línea de salida. No sé si la curva de bajada pronunciada habrá empezado ya con esta carrera. Era dura, sí, y está claro que estos años fuera de la patria y de sus calores no han hecho que me habitúe a según qué temperaturas, pero claro que me hubiera gustado bajar un poco el tiempo. También es verdad que el ganador, según vi más tarde, hizo una marca bastante mediocre, con lo que la única conclusión puede ser o que la participación era pésima o que también a los primeros se les atragantó el recorrido.

En cualquier caso, la carrera era ya pasado. Por la noche, tocaba retornar a Bruselas, a un entorno menos canicular que el valenciano, con lo que más valía apresurarse a arreglar las cosas por casa y hacer el equipaje, porque, una vez más, se hacía tarde.

Como ahora mismo.

domingo, 20 de julio de 2025

A la carrera

La salida de la carrera fue más o menos como todas. Petardazo y a correr. El objetivo, ya quedó dicho, era no cansarse demasiado, porque quedaban cosas por hacer en el día, incluyendo un viaje de vuelta a Bruselas. El objetivo secundario, pero que también íbamos a intentar conseguir, consistía en bajar de dos horas, así que yo le iba echando de vez en cuando una ojeada al cronómetro.

Los primeros cuatro kilómetros transcurrían por carreteras vecinales cercanas al pueblo, todavía con un pelotón razonablemente compacto. Hacia el kilómetro tres empecé a advertir un sonido incómodo a mis espaldas, como de una suela medio suelta que golpeara contra el asfalto. En una curva me abrí para ver qué era aquello y vi a una corredora joven, vestida con la camiseta y pantalón corto habituales y que evidentemente no era la primera vez que competía; lo curioso era que, en lugar de zapatillas de correr, calzaba unas chanclas, que producían el sonido que me molestaba al golpear contra el suelo. Me pareció curioso y una variante de esos corredores que corren descalzos, pero pensé que, si me molestaba a mí, bastante más molesto le sería a ella misma.

En el kilómetro siguiente la chica de la chancla comenzó a retrasarse y ya no la volvimos a ver. Digo yo que llegaría a meta.

Nuestro ritmo era justito para bajar de las dos horas. Cualquier corredor sabe que el ritmo medio necesario para hacerlo es 5'41" por kilómetro, y nosotros íbamos muy poco por debajo de ese ritmo. Claro que podríamos ir más rápido, pero aún nos quedaban la tira de kilómetros y convenía ir reservones.

El recorrido nos llevó por la avenida principal del pueblo, un bulevar largo que picaba ligeramente hacia arriba. Reyrata y yo, que íbamos hablando de cuando en cuando, nos hacíamos ilusiones de que la carrera fuera llana en general y que ésa fuera toda la subida que hubiera. Sí, era la primera vez que corríamos allí.

Pues no.

Al terminar la avenida en cuestión, salimos del pueblo y la carrera se dirigió hacia una de esas urbanizaciones tan típicas de los pueblos valencianos de media montaña en el que veranean los habitantes de la ciudad... y que están en cuesta. Efectivamente, los kilómetros del siete al nueve fueron de subida, a veces bastante empinada.

- ¿Por qué no te vas ya? - me decía Reyrata, que debía ir bastante tocado y que posiblemente pensaba que yo iba como una rosa, cuando lo cierto es que estaba justito.

- ¿Para qué? Además, voy justo.

Reyrata refunfuñó algo y seguimos subiendo a nuestro ritmo, que no debía ser malo del todo, porque íbamos alcanzando a gente que iba prácticamente parada o directamente caminando. Él se había tomado un gel en el kilómetro siete, al llegar al tercio de carrera; yo tenía pensado tomar el que me había dado en el catorce o quince.

Entretanto, ya se habían hecho las diez pasadas y el sol atizaba de lo lindo. En el recorrido de la carrera no había ni media sombra y lo único que ayudaba es que la subida se había terminado y que el recorrido iba descendiendo poco a poco. A estas alturas, lo que en la salida era un pelotón razonablemente compacto se había convertido en un ristra inconexa de corredores sudorosos que triscaban por aquellos caminos con rostro lacerado.

Claro, a esas horas Kukoc estaría tranquilamente en la línea de meta, por muy lento que hubiera ido, y estaría bebiendo algo tumbado a la sombra, esperándonos con una sonrisita.

Tras descender algo más, comenzamos a llanear de nuevo, justo al llegar a la mitad de la carrera, momento en el que Reyrata se tomó el segundo gel. Aquello era duro y nuestro ritmo ya estaba muy comprometido. En la subida perdimos la media que nos hubiera permitido llegar en menos de dos horas y, aunque en la bajada recuperamos algo de ritmo, andábamos muy justos y nos quedaban las horas de más sol.

En el kilómetro doce pasó lo que tenía que pasar.

A nuestras espaldas oímos el ulular de una sirena que se acercaba a nuestra posición y nos adelantó enseguida. Se trataba de una ambulancia que circulaba todo lo rápido que se puede en una carretera vecinal y que nos pasó a toda mecha. Nosotros seguimos a nuestro ritmo y, un poco más adelante, volvimos a ver a la ambulancia, parada, y a los dos socorristas, o enfermeros, o a saber qué, poniendo en la camilla a un corredor desplomado que andaría por la cincuentena y que, claro, iba por delante de nosotros y había tenido una pájara o, en todo caso, un desfallecimiento.

- Hace calor, ¿eh?

- Se ve que sí...

Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Pasamos de largo, dejando a los enfermeros hacer su oficio, y nosotros seguimos a lo nuestro. En el kilómetro catorce, con dos tercios de la carrera a nuestras espaldas, y aunque iba bastante bien, o eso pensaba, me tomé el gel que me había pasado Reyrata, sin parar de correr.

Nunca lo hubiera hecho.

El gel se me metió por donde no era, me puse a toser, y la parte que finalmente llegó a mi estómago me empezó a dar malestar de inmediato.

- ¡Aaajjj!

- ¿Qué pasa?

- Que esto me está sentando como un tiro...

- Ah...

Hasta entonces, Reyrata y yo habíamos estado yendo de menos a más. Bueno, quizá estuviéramos yendo de menos a menos, es decir, que manteníamos un ritmo razonablemente constante, justo por debajo del que nos hacía falta para bajar de las dos horas, cosa que nos llevaba a ir adelantando a toda la gente que había comenzado muy optimista e iba ahora de más a menos, y luego a mucho menos. Nos pusimos detrás de una corredora de unos cuarenta años que iba pegando la hebra con otro que iba a su lado y a quien evidentemente había conocido durante la carrera. Ahí había temita... Como Reyrata y yo íbamos justo detrás de ellos, nos enteramos de toda su conversación y, por consiguiente, de que la corredora (que era muy mona incluso sudada y en pleno ejercicio) era francesa (quizá eso explique parte de su glamour en cualquier circunstancia), estaba trabajando en Valencia y corría habitualmente. Y debía ser muy conocida, porque en el kilómetro dieciséis ya entramos de nuevo en el pueblo y la gente la animaba e incluso alguno la llamaba por su nombre.

Debió de ser por entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal.

- Me estoy quedando.

- ¿Y eso?

- Pues que no puedo más.

Efectivamente. La francesa y su acompañante, a quienes habíamos alcanzado dos kilómetros antes, se alejaban sin remisión. Reyrata decidió quedarse conmigo.

- Acelera si puedes, que igual bajas de dos horas - dije sin mucha convicción.

- ¡Bah! ¿Y qué? - dijo Reyrata, evidentemente sin demasiadas ganas de aguantar el ritmo bajo una temperatura que ya estaba por encima de los treinta grados.

- Inténtalo. Yo ya llegaré.

Después de todo, incluso en tan lamentable estado, me veía capaz de terminar los cinco kilómetros que quedaban. Reyrata se quedó conmigo, marcando el ritmo. Aquello fue una tortura. Tenía los músculos totalmente vacíos y aquellos cinco kilómetros tardaban una eternidad en convertirse en cuatro, en tres, en dos... y finalmente en uno. Aquí ya se vio que el objetivo de bajar de dos horas se iba a quedar incumplido. En realidad, se veía ya desde bastante antes.

A falta de quinientos metros, ya se veía el estadio de atletismo donde estaba la meta. Reyrata se había adelantado un poco antes, en una subida desde un túnel en la que no me paré a hacerla caminando por muy poco, pero lo tenía a la vista, igual que a la pareja franco-valenciana que iba conversando tranquilamente.

Entré en el estadio, lo que significaba que quedaban doscientos metros, es decir, media cuerda o media vuelta. La otra media la habíamos hecho a la salida. Y ahora vamos a interrumpir esta entrada, porque se hace tarde. Para ser sinceros, entonces ya se había hecho tarde para bajar de dos horas y sólo quedaba resignarse y llegar a la meta con dignidad.

Pero eso le toca a la siguiente entrada. Ésta ya ha durado demasiado.