domingo, 30 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (y VII): el cumpleaños de Abi

Después de la liberación de la bicicleta, y una vez hubimos cenado, dimos fin al día. A mí me quedó el mismo colchón hinchable que ya había ocupado en mi primer viaje, aunque, entretanto, se ve que algo había sucedido, ya que me desperté en mitad de la noche con las espaldas directamente sobre el suelo. El colchón se había deshinchado visiblemente (y también palpablemente), así que, mal que me pesara, me tocaba dormir (o algo así) sobre una superficie más dura de lo que estoy acostumbrado. Sí, en peores plazas he toreado, pero uno ya va teniendo una edad como para ir maltratando sus huesos así como así.

Al día siguiente era el cumpleaños de Abi. Mi regalo no sólo iba a ser la recuperación de la bicicleta, sino su puesta a punto, así que salí dispuesto a ver cómo había sobrevivido el vehículo a sus dos años de inmovilización e intemperie. Para mi sorpresa, bastante bien. Un vecino le prestó una bomba a Abi y, con eso, una llave (que también salió la víspera del famoso Fablab y su caja de herramientas) y algo de aceite, la bicicleta estuvo en un periquete en condiciones de prestar servicio. Las cubiertas eran, por lo visto, muy resistentes; me limité a limpiar el barro que cubría la parte que había estado en contacto con el suelo y no vi ni siquiera que se hubiera deformado el dibujo. Y las cámaras estaban en buenas condiciones. Un éxito.

Así y todo, todavía hice un regalo más a Abi, que consistió en comprar material. No lejos del pueblo hay una tienda en la que se vende bastante material ciclista, como, en este caso, una bomba (el vecino no tiene por qué andarla prestando siempre), algunas herramientas básicas (en la esperanza, que es lo último que se pierde, de que las use) y otros trastitos. Tras eso, comprar vituallas para el cumpleaños y preparar comida, se pasó el tiempo hasta el momento de la celebración.

La celebración iba a tener lugar en la universidad. Es lo que tiene tener acceso a un buen número de estancias, prefiero no saber por qué. De paso, era una buena ocasión para devolver al Fablab las herramientas que habían permitido que Abi dispusiera de una bicicleta en buen estado.

Por fortuna, la celebración no era masiva y se limitó a unos cuantos amigos más estrechos. Creo que yo hubiera estado incómodo en una fiesta universitaria de las del siglo XXI, que no sé si se diferenciarán mucho de las del siglo XX, pero me barrunto que seguramente sí, siquiera sea por la presencia del reguetón y otras porquerías que actualmente pasan por ser música.

Tras la celebración, tocaba pasar otra noche en la que mis vértebras y costillas iban a luchar contra el duro suelo, porque entre las cosas que no compré estaba un colchón hinchable nuevo, o aunque fuera un saco de dormir y un aislante algo acolchado, como en las acampadas de toda la vida. Mi propuesta de repetir la experiencia de la última vez e ir a la misa de nueve y media de la parroquia católica de Roskilde tuvo... el mismo éxito que la última vez. A las nueve y media, bajo una molesta lluvia y una temperatura de quince grados, lo que, teniendo en cuenta que era agosto, me hizo maldita la gracia, entré en la iglesia de San Lorenzo. Jo, y esta vez incluso pude comulgar, que ya es el colmo.

Chikchek había preparado una sorpresa para celebrar el cumpleaños de Abi: una visita al parque oceanográfico de Copenhague, así que tocó ir hacia allá. Hay que reconocer que el parque está muy bien, aunque voy a ponerme estupendo y a decir que el de Valencia está mejor o, al menos, es bastante mayor; el de Copenhague, con estar muy bien, tiene una ventaja indudable para alguien en mi situación, y es que está a poco más de un kilómetro del aeropuerto.

Que es el lugar al que me tenía que dirigir poco después. Y, por segunda vez en mi vida, y la primera también fue mirando al Báltico, me acerqué a un aeropuerto a pie. Los amigos de Abi que habían participado en la visita al oceanográfico tuvieron la amabilidad de acompañarme.

Y hasta aquí han llegado mis aventuras por Dinamarca. No sé muy bien si repetiré visita al país en alguna ocasión más o menos lejana en el futuro, porque no tengo una bola de cristal y, porque, la verdad, sigo recordando las dos noches toledanas que pasé tratando de encontrar una postura compatible, no ya con el sueño, que eso lo daba casi por perdido, sino con un mínimo orden de las vértebras.

Pero, qué caramba, todavía no he visto Copenhague ni siquiera mínimamente.

Y, seamos sinceros, en el fondo tengo ganas de experimentar la decepción que se siente al ver la Sirenita y de compararla con la que se siente al contemplar el Manneken Pis. Así que quizá algún día vuelva por allí, antes de que, como ahora, se haga tarde.

viernes, 28 de noviembre de 2025

La huelga y yo

El lunes, me levanté con ánimo de llegar a la estación de tren por mis propios medios, es decir, en el famoso coche de San Fernando, un ratito a pie y otro andando. Hice un equipaje minimalista, me vestí como si fuera a conquistar el Aconcagua, puse cara de dureza extrema y salí a la calle cargado con mi mochila y con el gorro de lana calado hasta las cejas. Hacía frío, llovía ligeramente, y no era cuestión de arrastrar ninguna maleta durante los cinco kilómetros de caminata que me esperaban. Algún transeúnte me vio y prefirió cambiarse de acera, como en los buenos tiempos en que iba por Valencia con aspecto patibulario y greñas hasta los hombros.

En la calle, a las ocho de la mañana, el atasco era impresionante. Siempre hay atasco, que quede claro, pero parece que, en esta ocasión, los conductores se habían barruntado más que de costumbre que no iba a haber transporte público y habían sacado sus vehículos para ir a trabajar, en un gesto insolidario y esquirol que el Gran Hermano sindical les hará pagar privándoles del paraíso socialista.

El trasiego de niños y adolescentes de camino al colegio vecino era el habitual, signo inequívoco de que los enseñantes estaban replicando el signo insolidario de los conductores y no habían cerrado el colegio. Es posible, incluso, que algunos de los profesores fuera, además, esos conductores insolidarios que estaban estafando a la sufrida sociedad belga con su rechazo a las justas reivindicaciones sindicales. El infierno será poco para ellos.

Mi camino hacia la estación pasaba por la parada del tranvía que normalmente hubiera tomado para llegar a mi destino y que es final de trayecto, por lo que suele haber algún vehículo situado allí y a punto de partir. A algo más de cien metros, para mi sorpresa, me encontré con un tranvía tranquilamente detenido en su lugar habitual, a la espera de que llegase su horario. Me acerqué a la marquesina y allí vi que, en efecto, el tranvía, indudablemente conducido por algún esquirol, saldría cinco minutos después. Los servicios mínimos no debían ser tan mínimos, aunque es verdad que la frecuencia de paso era bastante menor que en un día habitual. Eso lo concedo.

Dudé de qué debía hacer. Es más, incluso diría yo que estaba decepcionado por la actitud claudicante de los supuestos huelguistas. A uno le convocan para salvar su país de los pérfidos capitalistas, y aquí nadie parecía impresionado por la delicada hora que estaba pasando la patria. Vale que es la sexta huelga en cinco meses y que quizá la gente esté hasta la coronilla, pero ,¡caray!, que una cosa es la fatiga sindical y otra que haya más bullicio que en un día normal.

Al final, prevaleció en mí la comodidad personal y el hecho de querer montarme en el tren prescindiendo de los cinco kilómetros de caminata. Hay que decir que ya llevaba andado uno, que es la distancia que media entre mi casa y la parada. Total, que me quedé a esperar el tranvía, que pasó en perfecto cumplimiento de su horario y me llevó a la estación. Estaba, eso sí, de bote en bote, pero no puedo decir que notase mucha diferencia con otras veces que lo he tomado y no había huelga.

En el trayecto, pensaba que, a no dudar, donde vería grandes diferencias con la actividad habitual sería en la Estación del Sur, lugar desde donde debía partir mi tren que, al ser francés, nunca hubo demasiadas dudas de que saldría. Llegué, en efecto, a la estación, pensando ver un lugar desolado en el que poco menos que habría arbustos arrastrados por el viento a través de la inmensidad de los espacios, pero lo cierto es que la estación estaba como siempre: las tiendas estaban abiertas, había bastantes trenes que circulaban y hasta los mendigos seguían tocando sus tonadillas más o menos molestas en la entrada a las escaleras mecánicas. Lo de toda la vida en estado puro.

Como había llegado a la estación mucho antes de lo que pensaba, mi tren no salía hasta una hora después, lo cual me permitió dar paseos arriba y abajo y convencerme de que allí no hacía huelga ni el Tato. Es más, me asomé al exterior a la parada de autobuses que suele comunicar la Estación del Sur con el aeropuerto de Charleroi, y allí estaban todos los autobuses y taxis de costumbre. Pero, ¿no se suponía que el aeropuerto de Charleroi iba a cancelar todos sus vuelos? Por cierto que, de paso, podrían aprovechar para dinamitarlo y hacerlo nuevo.

Total, que yo no sé por qué dice la prensa que Bélgica está medio paralizada esta mañana, pero igual tenían el artículo escrito desde hace días, para ir adelantando. Luego, si no, todo son prisas, claro que sí.

Y a uno, claro, se le hace tarde.

El lunes, pues, salí de Bélgica sin novedad. Volví a la estación el miércoles, último día de la huelga y culminación de la misma. En esos dos días, el gobierno de coalición (que evidentemente no estaba de huelga) había logrado un acuerdo sobre los presupuestos y los huelguistas dijeron que precisamente eso les llevaba a insistir en la huelga más que nunca. En la estación todo parecía normal, todos los comercios estaban abiertos y muchos trenes circulaban. Es verdad que los tranvías no funcionaban, salvo unas cuantas líneas, supongo que pertenecientes a los servicios mínimos y entre las cuales, en un ejercicio de potra inmensa, estaba la mía, así que llegué a casa sin novedad e incluso antes que de costumbre.

La situación, hoy, viernes, terminada la huelga y aprobado el presupuesto, se ha calmado. Los sindicalistas y la oposición de izquierda (menos los socialistas flamencos, que están en el gobierno) se han desahogado a gusto; el gobierno dice que no hay otro camino que el que ha emprendido. Los empresarios flamencos dicen que el presupuesto y las reformas no son perfectas, pero que se adaptan a lo que hay. El pulso, en suma, continúa entre unos y otros. A ver cuándo toca la siguiente huelga, porque lo de convocarlas cada vez comienza a convertirse en una tradición, y ya se sabe que hay que respetar las tradiciones.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Reformando Bélgica

Hagamos una pausa en los asuntos daneses y en el camino de Santiago a su paso por la región bruselense, y vamos a echar un vistazo a las cuitas políticas y económicas de este bendito país que me acoge y que celebra regularmente huelgas para protestar contra las medidas que finalmente su gobierno está adoptando a cuentagotas.

El gobierno belga no tiene un duro. Bueno, varios de los gobiernos belgas no tienen un duro, y será por gobiernos en este lugar del mundo. Como finalmente ha tocado apretarse el cinturón, el gobierno federal, dirigido por un separatista (eso sólo pasa aquí, me temo), se ha puesto a tomar medidas de ahorro, entre las que no se incluye reducir el número de trabajadores públicos. Eso nunca.

En julio, el gobierno hizo algo que no tardaremos en ver en España y me extraña que no se debata más: retocar alguno de los parámetros de las pensiones, aumentando las penas por la jubilación anticipada y armonizando las prestaciones de las pensiones en el sector público y en el sector privado. Lo siguiente es poner un límite a las pensiones máximas de todo tipo, y en ello están ahora.

Otro de los retoques se dedicó a las normas laborales, flexibilizando las horas extraordinarias y nocturnas. Y otra más consistió en limitar los honorarios extraordinarios de los médicos (eso es una historia aparte, que ya contaré en alguna ocasión). Para compensar, hubo una ligera rebaja de impuestos, lo cual no es gran cosa en un contexto de inflación reciente, que ha aumentado los ingresos en las arcas públicas.

Otra de las medidas ha consistido en aumentar las tasas para conseguir la nacionalidad belga. Yo pensaba que ni ellos mismos querían ser belgas, así que cuánto menos querrían serlo los que ya son otra cosa, pero no, resulta que hay gente que pide la nacionalidad belga, lo cual era hasta ahora un asunto sencillo, bastando con pagar ciento cincuenta euros y pasar un examen de alguno de los tres idiomas oficiales que hay en Bélgica. Pedían un nivel A2, que es lo mínimo para decir algo con un mínimo sentido. Una amiga mía alemana pidió la nacionalidad belga, a saber para qué, y le obligaron a pasar el examen de lengua, cosa que hizo con la gorra, pero me dijo que había otros candidatos a ser belgas que lo pasaron realmente mal o fueron suspendidos. Hala, a revisar el infinitivo de parler

La Alianza Neoflamenca, que es partido más votado de Bélgica, aunque sólo se presenta en Flandes, tiene su prurito nacionalista y esas facilidades para conseguir la nacionalidad le sentaban bastante mal, así que ha aprovechado para ponerlo difícil. La tasa ha pasado a mil euros, olé tus narices, y el nivel de lengua exigido será el B1, que ya supone saberse el passé composé, no únicamente el infinitivo y el presente de indicativo, e incluso concordarlo. Temblad, guiris.

Como se trata de vender más, para sacar más IVA, las tiendas ya pueden abrir hasta las nueve de la noche (sí, sí, hasta ahora no había nada de eso excepto los viernes) y no están obligadas a cerrar al menos un día a la semana. El supermercado que tengo cerca de casa ha aprovechado esta segunda posibilidad inmediatamente y ahora abre los domingos y sólo cierra... los lunes por la mañana.

Los sindicatos se han enfadado. Bueno, ya llevaban tiempo enfadados, pero ahora aducen que estas medidas conducen a un aumento de las desigualdades y a un desmantelamiento de la seguridad social. Y que afectan especialmente a las mujeres (yo esto no lo he entendido, la verdad). Recordemos que en Bélgica hay tres grandes centrales sindicales, cada una de ellas pulcramente dividida en una subsección flamenca y otra valona: la central socialista, la central cristiana y la central liberal. Sí, hijos míos, como lo leéis: en Bélgica hay un sindicato liberal, que es como decir que hay un comunista de derechas.

El caso es que, que no se diga, la crítica sindical es constructiva: ellos proponen cosas. Ellos proponen una reforma fiscal que incluya un impuesto sobre las grandes fortunas, una tasa sobre las actividades digitales de las grandes empresas tecnológicas, una revisión (a la baja, supongo) de las subvenciones públicas a las grandes empresas y, finalmente, una regla única para que todos los ingresos, también los de las sociedades patrimoniales instrumentales, contribuyan de manera equitativa a la financiación de la seguridad social.

Como parece que de eso nada, la reacción ha sido la de convocar una huelga. En sí, eso no tiene nada de extraordinario, porque los sindicatos llevan convocando huelgas con éxito desigual desde que Bart De Wever fue investido primer ministro. Esta vez, sin embargo, la huelga va a durar tres días y parece que la cosa va más en serio y que los servicios mínimos, salvo que haya esquiroles entre los empleados de los transportes públicos, van a ser realmente mínimos. Como de costumbre, los sindicatos se aseguran la fidelidad del sector del transporte, que debe de tener una cajas de resistencia que lo flipas, y a buena parte del resto no le queda más remedio que unirse a la huelga por purísima imposibilidad de llegar al trabajo. El teletrabajo puede haber aliviado a los curritos de cuello blanco, pero ésos, de todas formas, no son ni mucho menos los más huelguistas de todos, y además suelen tener coche y crear atascos, precisamente, los días de huelga.

Bart De Wever, huelga aparte, está tratando de negociar su presupuesto anual con los siete partidos de su gobierno de coalición, de momento en vano, así que tiene otros asuntos de los que ocuparse. No sé si los funcionarios que conducen el coche oficial tienen derecho de huelga, pero me imagino que, si lo tienen, no lo utilizan.

Yo, salvo que las cosas cambien mucho, me temo que me voy a perder la mayor parte de la huelga, porque el primer día de huelga, que es el lunes por la mañana, tengo un breve viaje de trabajo que no me devolverá a Bruselas hasta el miércoles por la tarde, que es el último. Todavía no tengo ni idea de cómo voy a llegar a la estación de tren, pero me temo que no va a ser ni en tranvía, que hasta ahora era lo habitual, ni en autobús. Y, a la vuelta, tres cuartos de lo mismo.

Vamos, que igual me toca hacer de nuevo el Camino de Santiago a su paso por Bruselas, sólo que en sentido inverso y bastante más cargado de lo que iría un frugal peregrino. En todo caso, saldré temprano, no se me vaya a hacer tarde. Como ahora, vaya...

lunes, 10 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (VI): El robo en Ørædessenår

- Bueno, pero, ¿tienes la cizalla o no?
- Ahora te lo explico.

Me lo temía...

- Tenerla, no la tengo, pero, después de hacer la compra, podemos pasar por el Fablab.
- ¿Y eso que es?
- Bueno, es un sitio de la universidad al que tengo acceso y donde hay herramientas. No he visto que haya cizallas como me las describiste, pero puedes mirar si hay alguna herramienta que sirva.

Igual resulta que estas universidades progresistas tienen algo bueno.

La compra resultó más o menos igual que la última vez. Dinamarca es un país caro, donde las patatas se venden por unidades, como los aguacates o los diamantes. No estoy muy seguro de que Abi se asegurara de ir de compras conmigo, para acompañarla, pero el caso es que el que pagó, como no podía ser de otra manera, fui yo. Por lo menos, aplazamos al día siguiente la compra de productos para la fiesta de cumpleaños, que ya me temía yo que no sólo iban a ser caros, sino también pesados de llevar.

Cargados con la compra para hacer la cena, que al menos era un peso relativamente llevadero, fuimos al edificio de la universidad. Abi se movía por allí realmente como Pedro por su casa. Puede que no dominase una jota de Copenhague, pero en el campus estaba en su elemento, conocía a todos los perdidos que, un viernes muy entrada la tarde, seguían por allí ocupándose de a saber qué cosas, probablemente ninguna buena. Y tenía llaves de todo, tú.

Incluido del Fablab, sea lo que fuese esa cosa.

Yo no sé muy bien lo que sería el Fablab, pero llegamos hasta lo que parecía serlo después de subir un par de pisos de un edificio que no sé muy bien qué sería, pero tenía un bar. El caso es que en el Fablab había cajas de herramientas.

- Mira a ver cuál te viene bien.

Hombre, cizallas de mango largo, que es lo suyo, no había, pero, ¡eh!, había un cortador de alambre de mano. Con paciencia y una caña quizá me pudiese hacer un apaño.

- Nos llevamos esto, a ver si hay suerte.

Con lo cual ahí estaba yo, con mi flamante cortador de alambre y los ingredientes para cocinar algo, porque mis tripas ya estaban reclamando lo suyo, camino de Ørædessenår, dispuesto a perpetrar una especie de robo con fractura, o con fuerza en las cosas. Lo único que me salvaba de que fuera un robo de verdad es que no pensaba llevarme nada que no fuera mío.

Se supone que íbamos a preparar la cena y a cenar tan ricamente, y que lo del cable de la bicicleta quedaba para el día siguiente. Después de todo, ya pasaban de las nueve, aunque, claro, en verano los días son largos en Dinamarca, y aún había claridad más que de sobra.

Total, que llegamos al apartamento de Abi, una planta baja minúscula en mitad del bosque, que me valdría como casita de los enanitos de no ser porque había varias casas en una especie de barrio y, como está mandado, en ellas había vecinos, la mayoría de los cuales era tan guiri como la propia Abi. Se ve que los daneses viven en sitios mejor comunicados. Llegamos, Abi abrió la puerta, dejamos la compra y la herramienta, y yo, que ya sabía a qué había ido allí, salí de inmediato por la puerta y me acerqué al aparcamiento de bicicletas.

Allí estaba. Inmóvil y desaprovechada desde hacía años. Le habría caído a saber cuánta nieve durante el invierno; bueno, y durante el invierno del año anterior. Debía tener óxido hasta en el interior de las cámaras, suponiendo que las ratas no se las hubieran comido.

Aquello no podía durar un día más. Qué digo un día, aquello no podía durar ni una hora más. Ni un minuto, si en mi mano estaba.

Así que entré de nuevo en la casa, tomé el cortador de alambre, salí de nuevo, dejando a Abi ocuparse de la cena, miré fijamente la bici, me acerqué a ella, palpé el cable con la mano izquierda y, acto seguido, blandí el cortador y me puse a darle dentelladas al cable y a ir desgajando cada una de sus partes que, trenzadas y todo, iban sucumbiendo al ímpetu de la herramienta y de quien la esgrimía.

Cinco bicicletas me han robado en mi vida.

Tres de ellas lo fueron en Valencia, en mis tiempos de pobre, casi mísero, estudiante de Derecho. Las tres me dejaron tocado, al privarme de mi único y mejor medio de transporte, en una época en que apenas existían los carriles bici que hoy atraviesan Valencia en todas direcciones. La cuarta me la robaron, también en Valencia, en el garaje de mi propia casa, y también me jorobó lo mío, pero al menos esta vez no era mísero y no me costó mucho procurarme un recambio.

La quinta me la robaron en Moscú, y bueno, la consecuencia fue la adquisición del Bulto Misterioso que todavía hoy me sigue acompañando en mis desplazamientos por Valencia.

En todos los casos, el ladrón cortó el cable, probablemente con una herramienta similar a la que estaba usando en aquel momento, y ahí estaba yo, cortando un cable tras haber maldecido muchas veces a todo ladrón de bicicletas que haya malnacido. Cierto es que yo no me iba a llevar la bicicleta y que más bien iba a liberarla, pero bueno, aquella acción me estaba dejando un regusto amargo.

No pasaron ni cinco minutos cuando entré de nuevo en la casa con el cable cortado en la mano.

- Abi, ya tienes bicicleta. Mañana vamos a ponerla a punto.

Mañana. Porque para entonces ya se había hecho tarde.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (V): De turismo por Copenhague

El 1 de agosto, por lo tanto, llegué al aeropuerto de Copenhague en el horario ya habitual de las cinco de la tarde, lo cual dejaba bastante tiempo antes del anochecer escandinavo en verano. Abi, como la otra vez, me estaba esperando a la salida, así que, después de los besos y abrazos que tocaban, se nos planteó la cuestión de qué hacer.

- Pues igual podíamos hacer algo de turismo por Copenhague, que no lo he visto hasta hoy.
- Bueno, vale.

El aeropuerto de Copenhague está excelentemente comunicado con el centro de la ciudad, tanto por metro como por tren. Abi, que en eso sí que se enteraba, tecleó con su pulgar en su teléfono, levantó la cabeza y señaló un andén, al que llegó nuestro tren tres minutos después.

Menos de diez minutos más tarde, llegamos a la estación principal, atestada de gente un viernes por la tarde, y salimos a la calle. Estábamos en la zona comercial de la ciudad.

- ¿Dónde está el centro?
- Por allí.

Fuimos paseando por una calle repleta de tiendas. A nuestra derecha había lo que parecía un parque de atracciones.

- Ahí está el Tívoli. Entré una vez, pero hoy está lleno y no tenemos entradas.
- Ya.

Cruzamos una calle y llegamos a la plaza del Ayuntamiento, con el ayuntamiento al fondo.

- ¿Está chulo por dentro?
- Ah, no sé, no he entrado.

Dos años trabajando en el centro de Copenhague, tú, y ni por curiosidad...

- ¿Y esto qué es?
- ¿Una estatua?
- Más bien un monolito.
- ¡Si es el kilómetro cero de Dinamarca!

Y eso era en efecto. Parece el punto a partir del cual salen las carreteras radiales danesas, lo cual en Dinamarca tiene su punto, porque Copenhague está en una isla y en un extremo del país, a tiro de piedra de Suecia en general y de Malmoe en particular. Lo tenemos ahí, con pinta de miliario romano, estética medieval e indicación precisa de la distancia que separa ese punto de otras.

La verdad es que una lectura un poco más precisa de las inscripciones nos revela que el miliario en cuestión no es la partida de las radiales, como sucede en la plaza de Sol de Madrid, sino el comienzo de una sola carretera, la principal que atraviesa la isla de Selandia en la que estamos y que pasa por Roskilde, a 30 kilómetros, por Ringsted, a 60, y termina en Korsør, en la otra punta de la isla, a sus buenos 107 kilómetros de donde estamos. Ahí se acaba Selandia, y ya tendríamos que cruzar un pedazo de puente sobre el Mar del Norte para llegar a la siguiente isla, Fionia.

Pero estábamos visitando Copenhague, no haciendo ensoñaciones sobre viajes por aquí y por allá.

La verdad es que Abi, para llevar tres años en Dinamarca, no parecía ser precisamente una experta en Copenhague. Por poco no nos perdemos. Encontramos un edificio chulo, pero tuvimos que ver en el navegador que se trataba del palacio de Justicia; luego aparecimos por la universidad, trufada de bustos de profesores de la misma, alguno de los cuales eran celebridades mundiales, pero diríase que Abi aparecía por allí por primera vez. Vale que no era su propia universidad, pero, ¡leches!, que se trata de saber dónde vives.

Lo que sí reconoció fue la biblioteca de la universidad, que es donde ha ido en ocasiones a preparar trabajos de grupo con compañeros de su universidad (la de Roskilde, vamos), que, sin embargo, viven en Copenhague. La biblioteca estaba cerrada a esas horas, así que no me pude quedar más que con la fachada.

- Pues ya lo hemos visto todo.
- ¿Cómo? ¿Ya? ¿No hay una catedral o algo así?
- Igual sí, pero ahora estará cerrada.

Tecleé sobre el teléfono con cierta incredulidad, pero tampoco insistí demasiado.

- ¿Y la Sirenita?
- Está lejísimos. Y no vale la pena.

Eso parece cierto. Como ya vimos hace poco, la Sirenita comparte con el Manneken Pis el dudoso privilegio de ser la atracción turística más decepcionante de Europa. Y el Manneken Pis, por lo menos, está en pleno centro y no requiere un desplazamiento de cierta envergadura sólo para verlo.

- Bueno, pues, si quieres, vamos a cenar por algún sitio por aquí.
- Bæ...

Ya sabemos que no es exactamente una interjección danesa, sino una señal de que Abi no tiene demasiadas ganas de seguir la propuesta realizada en la frase anterior.

- Igual podemos ir a casa y comprar algo de camino. Mañana es mi cumpleaños y tengo que preparar cosas para comer, que por la tarde vamos a invitar a unos amigos.
- Ah... ¿Muchos?
- No. Sólo seis personas. Sin multitudes.

Total, que hasta ahí llegó la visita turística a Copenhague, al menos de momento. Tomamos el metro, que nos dejó en un estación ferroviaria a partir de la cual ya nos subimos a un tren que pararía cosa de media hora más tarde en la famosa Ørædessenår, más concretamente al mismo lado de un supermercado donde ya habíamos estado hacía unos meses.

Pero, durante este tiempo, una pregunta había estado rondándome la cabeza. Porque, seamos claro, lo del turismo por Copenhague, así como lo del cumpleaños de Abi, todo eso estaba muy bien, pero ¿había cizalla o no?

Entretanto, incluso en Dinamarca en verano se hace de noche, porque, entre el viaje desde Bruselas y el turismo veloz e incompleto por Copenhague, se estaba haciendo tarde.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Ladrón de bicicletas (IV): Una tensa espera

En entradas anteriores (ésta, ésta y ésta otra), habíamos dejado a Abi en su residencia de Ørædessenår, con una bicicleta atada a un aparcamiento con una cadena cuya supuesta llave no abría el candado correspondiente.

Durante los siguientes meses, Abi y yo estuvimos hablando de vez en cuando. Esto de las videollamadas hay que reconocer que es un buen invento y no me duelen prendas en reconocerlo. Cuando yo tenía la edad de Abi, llamaba a mis padres desde Alemania o desde Moscú una vez a la semana, y gracias, porque los estudiantes éramos pobres y yo dedicaba cinco marcos (no tenía mucho más) a charlar con mis padres desde una cabina telefónica o, en Moscú, una oficina de correos, básicamente para decirles que estaba bien y asegurarme de que ellos también lo estaban; el resto de las comunicaciones eran por carta, de verdad, manuscritas y todo eso. No quiero ni pensar en lo que han cambiado las cosas; de hecho, creo que en Correos se han dado cuenta, porque no creo que lleven ya ninguna carta, sino que deben concentrarse en hacer de repartidores de publicidad, cartas oficiales y envíos de mensajería.

Pero estábamos tratando de las conversaciones por videoconferencia que mantenía con Abi. Digamos que en una conversación de cada dos, para no pasarme, yo le hacía una pregunta como quien no quiere la cosa.

- ¿Ya has conseguido la cizalla?

- Pues todavía no.

Unos cuantos meses después, Abi se echó novio, o como se llame eso ahora. Se empeñó en presentárnoslo y en traerlo a Bruselas. Ro y Ame no se lo quisieron perder y vinieron también a Bruselas desde sus respectivas residencias, con lo cual tuve unos días muy animados en marzo de este año. Lo del novio, al que llamaremos Chikchek para continuar con la severa política de anonimato de esta bitácora, es una historia aparte, que en estos momentos no viene al caso, pero cuando llegó por Bruselas me pareció que podría servir para el propósito que nos ocupa en estas entradas, porque, prescindiendo de lo que tenga dentro de la mollera, es alto y no parece un tipo debilucho. Igual, en un futuro, quizá incluso sirva para solucionar problemas.

- A lo mejor Chikchek te puede ayudar con lo de la cizalla.

- Pues igual sí.

Está bien: como padre, a lo mejor me debía haber preocupado de que Chikchek no fuera un maníaco o tuviera problemas mentales, o de que fuera un buen chico, puestos a pedir, pero yo seguía con la bicicleta desaprovechada de Ørædessenår dándome vueltas por la cabeza. Me enteré de que Chikchek vivía en Roskilde, con lo cual no le costaba mucho acercarse por donde estaba la bicicleta y, con las herramientas adecuadas, cortar el cable y ¡hala! a rodar por ahí. Se supone que los hombres hacemos eso por nuestras novias, o como se llamen ahora.

Éste, se ve que no.

Yo no sé lo que este pollo hace por sus novias, más en concreto por ésta en particular, y creo que prefiero no saberlo, pero cortar cables de bicicletas no es una de las posibles opciones.

Después de una semana, Ro se volvió a Madrid, Ame a Mastrique, y Abi y Chikchek se volvieron a Dinamarca, con lo cual las cosas volvieron a la normalidad y, entre las cosas que volvieron a la normalidad, se cuentan las videoconferencias y, dentro de las videoconferencias, las preguntas como quien no quiere la cosa.

- ¿Qué tal anda Chikchek?

- Bien.

- ¿Y la cizalla? ¿Ya la habéis conseguido?

Ojo al plural. Siempre he pensado que soy bueno lanzando indirectas.

- No. Todavía no.

- Pues ya va siendo hora, ¿no? Estamos cerca del verano, hace buen tiempo, Ørædessenår es plano y debe ser muy agradable dar paseos en bicicleta…

- La verdad es que sí…

Nada. Las videoconferencias -y las indirectas- no daban el menor resultado. Ya era verano y, si la cosa seguía así, la bicicleta, después de dos inviernos daneses, igual estaba, no ya oxidada y roñosa, que eso es lo menos que le podía pasar, sino directamente irrecuperable para la Causa (ojo a la mayúscula). Vi con horror que quizá se estuviera haciendo tarde, y todo el que siga esta bitácora supongo que está al corriente de con qué cuidado intento evitar que se haga tarde.

Resignado a tener que ocuparme personalmente del asunto, pillé el teléfono, abrí la aplicación de la línea aérea de referencia en Bélgica, suspiré, miré el calendario, tecleé por aquí y por allá, y a los pocos minutos ya tenía un fin de semana en Dinamarca.

Hay que reconocer que eso también ha cambiado enormemente en los últimos veinte años y, si no, siempre podemos repasar una de las primeras entradas de esta bitácora, que parece escrita hace siglos, pero no, es de hace algo menos de veinte años.

- Abi.

- Dime, papá.

- A ver si puedes conseguir una cizalla para el 1 de agosto, que voy para allá.

- ¡Bieeeeeeen!

- Bieeeen, pero que no se te haga tarde.

domingo, 26 de octubre de 2025

Camino de Santiago en Bruselas: Uccle

Entramos ahora en el municipio donde tengo el honor de residir. En efecto, después de una caminata por el casco urbano de Forest, a partir de un lugar  no muy bien determinado de la avenida del general Joffre, ésta deja a pertenecer a Forest para pasar a ser Uccle, sin que sobre el terreno se perciba absolutamente nada. Eso pasa mucho en Bruselas. Tu vecino, el de la casa de al lado, puede vivir perfectamente en otro municipio distinto al tuyo. Yo mismo trabajo en Bruselas y, cuando cruzo la calle, ya estoy en Etterbeek.

Uccle, o Ukkel, según se sea vernáculo de una lengua o de la otra, es un municipio mucho más homogéneo que Forest. Creo que ya he escrito más de una vez que aquí todo quisqui está razonablemente forrado, o más les (nos) vale estar forrados, porque es uno de los municipios más caros de Bruselas para cosas como adquirir una vivienda. Así y todo, que quede claro, la vivienda aquí está bastante menos cara que en muchos lugares de España, donde nos hemos vuelto locos. El transporte público de Uccle es pobre, yo incluso diría que a propósito, con el fin de que nadie que no posea un coche pueda permitirse vivir por aquí.

Total, que los moros se han ido a morar a municipios más asequibles, y los negros han hecho lo propio, salvo los que andan bien de parné, que los hay, y entonces no hacen ascos a esta zona. En todo caso los negros que hay son fáciles de contar. Ya digo que para vivir en un sitio donde el impuesto sobre bienes inmuebles se va demasiado fácilmente a tres mil euros anuales, como es mi caso, que no tengo ni con mucho el casoplón más cuco de la zona, es mejor tener el riñón bien cubierto. ¿Hay guiris? Claro. Yo mismo y muchos españoles más. Además, hay unos diez mil franceses que huyen de los impuestos de su propio país y que aquí se integran de maravilla, y mejor que lo harían si quisieran aprender neerlandés, pero no hay que pedirle a un francés que aprenda más lenguas de las estrictamente obligatorias para subsistir.

El camino de Santiago entra en Uccle desde Forest y luego desciende por la avenida Coghen. Si hubiera prisa, el camino se dejaría de hacer vueltas y bajaría directamente por la avenida hasta el final, pero eso sería muy aburrido, así que quienquiera que lo tuvo a su cargo vio las posibilidades e incluyo un desvío que luego, visto sobre el mapa, tampoco es que alargue apenas el recorrido. Efectivamente, y de manera inopinada, el camino tuerce a la derecha, y he aquí que nos encontramos en la plaza Coghen.

La plaza Coghen es un proyecto inmobiliario pionero en Bruselas, destinado a gente con posibles y sin ganas de mezclarse con la chusma, pero que no tuvieran necesariamente intención de comprarse un castillo y parecer nobles medievales. Vamos, para la clase media alta acomodada, más alta que media. Se gestó en el período de entreguerras, esos locos años 20, y es un complejo muy bien conservado, en estilo art-deco, que ya sabemos que a los bruselenses les fascina. El lugar es tranquilo y está razonablemente aislado del resto de la ciudad, aunque se puede pasar y cruzar en todo momento, no como otros sitios del municipio que están cerrados a cal y canto. Supongo que es por eso que el camino de Santiago puede permitirse pasar por aquí.

Sea como fuere, salimos de la plaza Coghen, llegamos a la calle del Decanato y, unos metros más allá, estamos en el centro de Uccle y en su iglesia principal, dedicada a San Pedro.

El parvis de Saint Pierre, en efecto, tiene en su centro la iglesia representada aquí y que, por dentro, yo diría que es más bonita que por fuera. Y eso que por fuera no está tampoco nada mal. Cualquier observador versado en historia del arte notará el estilo neoclásico de la fachada y aventurará que la factura del edificio es del siglo XVIII, salvo imitaciones posteriores. No las hubo: efectivamente, el edificio fue terminado en 1782, en pleno período neoclásico.

Por dentro, no he sacado foto, pero es todavía más neoclásico que por fuera. En general, es un edificio agradable, donde se dice misa cuatro veces por semana a cargo del sacerdote, que no párroco, un señor bajito de apariencia y origen vietnamita que se las ve y las desea para atender este templo y otros dos que están a su cargo. Sobre eso de que el único sacerdote en condiciones de la parroquia no sea el párroco y de que el párroco no sea sacerdote ya volveremos en otra ocasión, pero sí, es una de las originalidades de la iglesia católica en Bélgica.

De momento, atravesamos la plaza de los Héroes, que es el único nudo de comunicaciones del municipio digno de este nombre, y nos metemos en la avenida De Fré, dedicada, claro, al señor De Fré, que fue alcalde de Uccle hace mucho tiempo. Poco después nos encontramos con este edificio, seguramente el segundo más antiguo de Uccle, el Vieux Cornet, llamado en neerlandés Hof ten Horen. La torre  que está a la izquierda es del siglo XVI, de 1570, según rezan las cifras de su fachada. El resto es un añadido del siglo XVIII, que tampoco está mal, teniendo en cuenta que, en dicho siglo XVIII, aquí había más bien poco.

(Sí, he dicho que éste es el segundo edificio más antiguo de Uccle, lo cual posiblemente haya hecho a algún lector preguntarse cuál será el más antiguo. Para mi espanto, aún no he publicado ninguna entrada sobre el mismo, cosa que tendré que remediar más pronto que tarde.)

Actualmente, en una parte del edificio funciona un restaurante en el que no he estado nunca. Cuando era italiano, hace unos años, pasaba por caro y malo; desde hace algún tiempo es chino y tiene muy buenas críticas. A ver si me paso por allí en algún momento, pero ese momento no ha llegado todavía.

Claro, no ha llegado porque tenemos que continuar la marcha, ya que, siguiendo por la misma calle del restaurante chino, nos metemos nada menos que en el Crabbegat. Este lugar sí que fue mencionado en esta bitácora hace algunos años, relacionado con mis quejas por lo mucho que duran las obras por estos pagos.

Entretanto, gracias a Dios, las obras han terminado, y el Crabbegat luce como en la foto que ilustra esta entrada. El Crabbegat es un precioso camino excavado, que por esta zona son razonablemente frecuentes, pero es que éste se encuentra en plena zona urbana. Claro, viéndose el caminante en él, es difícil pensar que a pocos metros nos encontramos en la bulliciosa plaza de los Héroes, pero así es. Recorremos un trecho y eso basta para encontrarnos absolutamente solos. Más adelante, el camino se bifurca y nosotros tomamos la desviación izquierda, mientras que la derecha nos llevaría prácticamente al mismo sitio, pero bueno, vamos a ser obedientes, que para eso vamos siguiendo señales.

Poco a poco vamos viendo las primeras casas, incrustadas en el borde del camino y donde vivir debe ser muy interesante... si uno es misántropo y tiene un buen coche para moverse, porque para encontrar un autobús que pase cerca hay que ser bastante optimista. Unos cuantos metros más y llegamos al cartel de la foto, que señala el final (o el comienzo, según por donde entremos) del camino.

Además, es el punto del camino bruselense de Santiago más cercano a mi domicilio. Y, como se ha hecho un pelín tarde y va siendo cosa de cenar, ha llegado el momento de interrumpir este periplo con ánimo de reanudarlo en otro momento, porque, ciertamente, me temo que a Santiago, desde aquí, no llegamos, pero, puesto que hemos pasado por la Puerta de Halle, ¿por qué no seguir al menos hasta allá, es decir, hasta Halle?

Será en otro momento. Creo que hace unas entradas quedó a medias alguna aventurilla por Dinamarca, ese país donde algo huele a podrido. A ver si averiguamos qué es, antes de que se haga tarde.

martes, 21 de octubre de 2025

Camino de Santiago: Forest

Ya hacía tiempo que no veía señal alguna que me indicase que no iba desencaminado, cuando, apenas hube puesto los pies fuera del municipio de San Gilles, vi la marca roja y blanca del GR-12 justo delante de mí, invitándome a girar hacia la izquierda.

Seguir marcas es un ejercicio de comunicación. El senderista, y en este caso el peregrino, debe meterse en la cabeza de quienquiera que las haya puesto. El objetivo de esta persona era que los que siguiéramos ese camino no nos perdiéramos, pero él no tenía modo alguno de saber quiénes seríamos, así que asumo que puso las marcas que él pensaba que serían necesarias para no perderse él mismo, o quizá alguna más, sospechando que alguno de quienes lo siguiese fuese más torpe que él.

Tampoco nosotros, caminantes, sabemos qué es lo que pasaba por la cabeza del que pintó las marcas, pero podemos comenzar a conocerlo a medida que vamos viendo dónde coloca las marcas. Algunos colocan muchas marcas confirmativas, sin que haya cambios de dirección ni pérdida posible, sólo para hacer al caminante que no se ha perdido; otro son más escuetos y no ponen marcas más que allí donde hay un desvío.

En este caso, las marcas nos invitan a entrar en el parque de Forest. Forest (Vorst en flamenco) es un municipio con fuertes desigualdades. Paradójicamente, su parte septentrional, que es donde estamos, se acerca mucho a la estación de tren de Midi / Zuid, que es la estación del sur. El resto del municipio alterna zonas degradadas, industriales, y otras en las que vive gente de muy alto copete, pero éstas son las más cercanas al siguiente municipio, que veremos en la entrada siguiente y que ya ha aparecido en esta bitácora más de una vez y más de dos.

El parque es un paseo agradable. Un domingo por la tarde, hay un montón de bruselenses haciendo la fotosíntesis con profusión, alguno con la camiseta quitada. El camino atraviesa el parque de cabo a rabo, lo cual es una alternativa excelente al camino más recto, que hubiera ido por la carretera de Alsenberg y que, francamente, hubiera sido un tostón.

A la salida del parque de Forest, y a punto de entrar en la siguiente zona verde, se ve en la distancia uno de los lugares más famosos del municipio, si no el que más. Se trata de la Altitude 100, que es una plaza cuyo nombre viene de que está a cien metros de altitud sobre el nivel del mar, aunque en realidad parece que le falta alguno que otro.

Sobre el centro de la plaza se alza la iglesia de San Agustín, construida en estilo art-deco usando hormigón armado entre 1933 y 1935, después, por lo tanto, de la caída en desuso del estilo neogótico, pero antes de la irrupción del feísmo arquitectónico en la arquitectura religiosa. Vamos, que la iglesia es de una apariencia curiosa, pero a mí no me parece directamente fea.

No tardamos en abandonar el asfalto para pasar a otro parque de Forest: el parque Duden. En su día, los terrenos pertenecieron a la rica abadía de Forest, pero fueron 'desamortizados' en 1829. Tras algunos cambios de propiedad, terminaron en manos de un rico comerciante alemán establecido en Bruselas que atendía por el nombre de Wilhelm Duden. Éste los legó nada menos que a Leopoldo II, en 1900, con la condición de que se convirtieran en parque público. Y así ha sido hasta hoy.

El sitio es muy chulo. Además del parque, hay un palacio con forma de castillo y algún pabellón hermoso de verdad. El nombre de Duden, a los que hemos pasado buena parte de la infancia y de la adolescencia estudiando alemán, no puede menos que sacarnos una sonrisilla, porque el Duden era el diccionario ortográfico de referencia para el idioma alemán, algo así como el de la Real Academia de la Lengua para el castellano. En el caso del Duden, algunos españoles que éramos aún pequeños e inocentes pensábamos que era para resolver dudas, de ahí lo de Duden. En realidad, duda en alemán se dice Zweifel y el nombre de Duden viene por su fundador, el profesor prusiano del siglo XIX Konrad Duden. No he podido averiguar si tenía alguna relación familiar con nuestro comerciante y propietario Wilhelm Duden, pero vaya usted a saber, porque eran prácticamente contemporáneos.

En todo caso, vamos a salir del parque tras un relajante paseo siguiendo las marcas y, tras un poco de callejeo por la parte más noble de Forest, dejamos el municipio en cuestión y pasamos al siguiente, que será materia de la próxima entrada, porque hoy se hace tarde.

sábado, 18 de octubre de 2025

Camino de Santiago en Bruselas: San Gilles

Ya hace algún tiempo que, siguiendo el camino de Santiago en Bruselas, nos quedamos en la Puerta de Hal y en el monolito y placa que el gobierno autonómico gallego, llamado Xunta en el romance vernáculo, donó a las autoridades bruselenses y que pide a gritos una reparación.

Naturalmente, el camino continúa hacia el sur. Aunque nada lo indica, porque actualmente no hay separación urbana alguna, lejos de lo que ocurría cuando las murallas de Bruselas dejaban bien claro dónde terminaba la ciudad, hemos cambiado de municipio. Seguimos, sí, en la actual región de Bruselas, esa enorme conurbación de diecinueve municipios, pero ahora estamos en San Gilles.

San Gilles es un feudo portugués, por así decirlo. Los emigrantes portugueses que acudieron el siglo pasado a trabajar a Bruselas se pusieron a vivir aquí, no muy lejos de los españoles, que, como vimos, estaban en Marolles, intramuros. La diferencia es que muchos descendientes de aquellos portugueses siguen viviendo en San Gilles, hasta el punto de que el municipio está trufado de churrasquerías y no es difícil escuchar la lindísima lengua portuguesa a poco que uno pegue la oreja a la conversación que pueda mantener un grupo de personas morenas, sí, pero no de raza negra. Entretanto, todo hay que decirlo, también hay brasileños y probablemente africanos lusófonos, aunque éstos, como me decía un profesor mío portugués con cierta retranca, no hablan portugués, sino pretogués.

La imagen que ilustra esta entrada es la iglesia parroquial de San Gilles, en la cual, naturalmente, se celebra misa en portugués. Se supone que también hay una misa en español, pero la única vez que asistí a ella la celebró un sacerdote que lo hablaba con mucha dificultad, asistido por una religiosa brasileña que tampoco lo tenía como lengua nativa.

Pero bueno, lo que uno espera cuando va siguiendo un camino, sobre todo en el complejo escenario urbano, en el que hay calles por doquier y, por tanto, muchas posibilidades de desviarse, son marcas, señales, algo que guíe al caminante.

Un poco más allá de la iglesia de San Gilles, subiendo hacia la barrera, que es el lugar donde se situaba la antigua aduana de entrada en Bruselas, encontré por fin la señal que iba buscando. A partir de aquí, las marcas ya no estarían clavadas al suelo, como en el municipio de Bruselas, sino que serían pegatinas fijadas a elementos del mobiliario urbano. En este caso, vemos la concha amarilla sobre fondo azul que nos guiará a partir de ahora, pero la verdad es que no veremos demasiadas. A lo largo de este trayecto, vamos a fiarnos igualmente en las marcas rojas y blancas del GR-12, sendero de gran recorrido que, si lo siguiéramos en su totalidad, nos llevaría de Ámsterdam a París, pero que en este tramo, como ya dijimos, va a hacer causa común con el Camino de Santiago.

El camino es algo caprichoso, la verdad, y no necesariamente nos lleva por el recorrido más breve, sino que, como un guía orgulloso de su ciudad, nos indica lugares que vale la pena visitar, aunque ello nos obligue a dar algún paso más de lo estrictamente necesario.

Y eso es exactamente lo que sucede en esta ocasión, en que, en lugar de seguir derechamente por la carretera de Alsenberg, que es la que lleva directamente al sur, nos desvía a nuestra izquierda, con el fin indudable de que pasemos por el edificio que está muy cerca de la barrera de San Gilles y donde hemos localizado las marcas que seguimos.

El palacio es impresionante. No es otra cosa sino el ayuntamiento de San Gilles, maison communale en romance vernáculo y Gemeindehuis en la otra lengua oficial, pero que prácticamente nadie utiliza por estos pagos. El edificio es un ejemplo impresionante de la pasta que se manejaba por estos pagos cuando las colonias eran explotadas a conciencia, pero ahora no tenemos ningún motivo particular para glosar sus maravillas, sino para continuar por el camino que llevamos, el cual nos hace pasar delante de él, para girar a la derecha, cruzar nuevamente la carretera de Alsenberg y seguir recto.

Si la iglesia de San Gilles que aparece en la primera ilustración de esta entrada era un edificio de bella factura, aquí tenemos un ejemplo contrario, fruto de los estragos que los desvaríos arquitectónicos de la segunda mitad del siglo XX han producido en la arquitectura religiosa. Porque, sí, el edificio reflejado en la foto de la izquierda no es un gimnasio ni una biblioteca, sino un templo católico.

En esta ocasión no pude evitar la tentación de acercarme un poco a ver detalles. Se trata de la parroquia de Santa Alena (sí, con a) y es la sede de la comunidad católica brasileña. De hecho, todas las misas de la semana son en portugués. En francés no hay ni una. El flamenco ni está ni se le espera. Supongo que los brasileños se pondrían muy contentos con que les diesen un templo para ellos solos y no se preocuparon demasiado de que su estilo fuese tirando a modernillo. Ya se sabe que, a caballo regalado...

A unas pocas decenas de metros de la parroquia de Santa Alena acaba el término municipal de San Gilles y comienza el de Forest. Y no sólo acaba el susodicho término, sino también esta entrada, porque, ciertamente, se está haciendo tarde.

martes, 7 de octubre de 2025

El hechicero

Marroquíes y argelinos aparte, Bruselas está llena de africanos negros. Bueno, en realidad en Bruselas hay de todo, pero el porcentaje de africanos es particularmente elevado, no en vano es en el África negra donde tuvieron sus colonias y por ello no es tan extraño que sea de allí de donde vienen muchos de sus inmigrantes. Muchos se convirtieron al catolicismo durante los años de la colonización y, llegados aquí, siguen siendo católicos, yo diría que en mayor medida que los belgas de raíz, hasta el punto de que un número bastante elevado de sacerdotes católicos en Bélgica es de raza negra y origen africano; es más, son los sacerdotes belgas de los que uno se puede fiar más en materia de doctrina.

Otros africanos no llegaron a convertirse al catolicismo, o no lo hicieron del todo bien, así que, igual que en el caso caribeño equivalente, hay bastante santería y ritos poco ortodoxos. Y, claro, también hay hechiceros, no faltaría más.

Uno de ellos es el profesor Lalaby. Ignoro por qué se hace llamar profesor, pero vamos a dejar de lado ese detalle tan trivial. Es el autor del pasquín que ilustra esta entrada. A tenor del mismo, el profesor Lalaby es un gran vidente, y médium, Afirma que no hay problema sin solución, por lo que es posible dominar la vida de uno en lugar de sufrirla. Un cambio nos espera en nuestra casa. Resuelve problemas de falta de correspondencia afectiva, problemas profesionales y personales, juegos de azar (aquí no sé si se refiere a problemas de adicción a los mismos o a que te toque la lotería), impotencia sexual, enfermedad desconocida. También te puede librar de un hechizo, claro, porque no hay mejor cuña que la de la misma madera.

El profesor Lalaby tiene citas de 8 de la mañana a 10 de la noche. Acepta desplazarse.

¿Quién es el profesor Lalaby? Afirma ser muy conocido por la eficacia de sus poderes. Tiene un poder que ha heredado de su padre y nos ayudará a resolver todos nuestros problemas, incluso en los casos más desesperados.

Es más: no digas a Fulano que tienes un problema, no: dile a tu problema que tienes un hechicero africano. Estará a tu lado en toda situación delicada para apoyarte, especialmente allí donde otros han fracasado en su misión. Gracias a sus cualidades de hechicería y de videncia transmitidas por su tribu hechicero-chamánica, lleva a cabo tratamientos patológicos sorprendentes, y además neutraliza los sortilegios lanzados contra uno. Es capaz de contactar con los espíritus adecuados, predice las peripecias perjudiciales que se avecinan y hace muchas más cosas. El profesor Lalaby nos insta a no perder tiempo y a controlar nuestro destino para ser actor de nuestra propia vida. Es un grande.

¿Que cómo sé todo esto?

Volvía el otro día de correr por el bosque cercano y estaba haciendo unos estiramientos delante de casa, cuando vi aparecer a un repartidor de publicidad que hizo ademán de introducir un papel en mi buzón. Para ahorrarme el fastidio de abrirlo, detuve con un gesto al repartidor, le dije que era yo quien vivía ahí y le pedí que me diera en mano el folleto que estaba a punto de meter en mi buzón. El repartidor me miró fijamente, algo confuso, y me dio el folleto, antes de seguir su camino para repartirlos a mi vecino y a todas las demás familias de la calle.

Al leer el folleto, que efectivamente anunciaba los servicios del profesor Lalaby, vi la foto del mismo, que resultó ser el propio repartidor de publicidad que había venido a traérmelo.

Seguramente no hay mejor forma de controlar nuestro destino para ser actor de nuestra propia vida que ocuparte tú mismo de la promoción de tu negocio. Hasta en los detalles más nimios.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Ladrón de bicicletas (III): Un islote en tierra de herejes

Después de no mucho rato de escudriñar por internet, hice un descubrimiento sorprendente.

- ¡Abi, sí que hay una iglesia católica en Roskilde!
- ¿Sí?

Teniendo en cuenta que Copenhague está a sus buenos treinta kilómetros de Ørædessenår y Roskilde a unas cuantas paradas de autobús, descubrir esto constituía un logro de envergadura. Bueno, para mí; para Abi, no lo tengo tan claro.

- ¡Y hay misa mañana a las nueve y media! Incluso hay misa en inglés una vez al mes.
- ¿A las... nueve y media?
- ¡Sí! ¿Me acompañas?
- Bæh... - como vimos, "bæh" no es una interjección danesa, sino un signo de que quien la pronuncia no está nada convencido y no puede decir que sí sin mentir, pero no le parece adecuado decir directamente "de ninguna manera", que es, sin embargo, lo que le pediría el cuerpo.

Si ya de por sí Abi no se ha distinguido jamás por las ganas de madrugar, hacerlo un domingo ya pasa de castaño oscuro. Me temo que su práctica religiosa es esporádica en el mejor de los casos y que la dispersión de las iglesias católicas danesas no contribuye a hacerla más frecuente, pero allí estaba yo para descubrirle un templo próximo. Por cierto, ya tiene narices que tenga que desplazarme desde Bruselas para enseñárselo, cuando ella lleva dos años dando tumbos por el país.

Ørædessenår está pésimamente comunicado y más en fin de semana. Pasa un autobús cada hora, y gracias. Me levanté a las ocho de mi incómodo colchón hinchable, hice un intento, que se quedó en eso, de que Abi me acompañara y, tras una ducha y un desayuno frugal, a las ocho y media estaba en la parada de autobús, que cogí por los pelos, porque, aunque se suponía que debía pasar a las ocho y treinta y cinco, se ve que esos horarios son indicativos y que, si no hay nadie en las paradas, el conductor acelera y pasa de horarios. Vamos, yo entiendo que, si te toca el turno del domingo por la mañana, estés enfadado con el mundo, pero la carrera innecesaria que tuve que emprender tampoco era plato de gusto.

En el autobús, efectivamente, no había nadie, y hasta Roskilde no subió más que una persona y gracias. Me bajé en la estación de Roskilde y caminé un cuarto de hora hasta la iglesia de San Lorenzo, que es la representada en la foto que ilustra esta entrada. Normalmente, en los países en las que los católicos somos una minoría, los templos católicos suelen ser pequeños. Éste, sin embargo, es bastante grande. Fue construido a principios del siglo XX, supongo que en un momento de auge de la propagación del catolicismo en los países en donde no estaba presente. La Catedral de Moscú, por ejemplo, otro lugar minoritario, es exactamente de la misma época.

Efectivamente, el tipo de fieles no varía demasiado del que se podía encontrar en Moscú. Más o menos la mitad de los asistentes a misa debían ser daneses de origen, mientras que la otra mitad serían de origen extranjero. Me pareció ver bastante filipinos. Dinamarca, aunque no lo parezca y sus gobiernos sean más bien de izquierdas, es un país bastante restrictivo con la inmigración externa a la Unión Europea (a la que viene de otros países miembros no tiene más remedio que soportarla). El templo, no en vano era misa mayor (højmesse en vernáculo), estaba bastante lleno. Misas no hay muchas. También es verdad que encontrar sacerdotes daneses o capaces de decir misa en danés debe ser difícil. Por la página web, creí deducir que el párroco es polaco y el coadjutor iberoamericano. Éste era el que dijo misa, en un danés que me pareció enormemente fluido, pero claro, yo danés no hablo. Ya me gustaría, y estoy seguro de que si me dejaran tres meses, y no un fin de semana, triscando por estas tierras, por lo menos llegaría a chapurrearlo.

Fue una buena experiencia, en todo caso. A la vuelta, perdí el autobús por un par de minutos, me negué a esperar una hora e indagué cómo podía volver por mis propios medios, esto es, a pata, a Ørædessenår. Para mi sorpresa, y ya iban dos, en lugar de seguir la ruta del autobús, había un precioso camino entre el bosque y la vía de tren que llevaba en relativamente poco tiempo a mi destino. El camino era mixto, para peatones y ciclistas, y constituía un atajo notable respecto del camino del autobús, y no digamos si, como en el caso de Abi, disponías de una bicicleta.

Claro, ahí estaba el problema.

Cuando llegué a la residencia de Abi, estaba muy contento. No es para menos. Estaba en Dinamarca y hacía sol, que no es poco, y el paseo había sido muy bonito.

- ¡Hay un camino corto de aquí a Roskilde! Como mucho serán tres kilómetros, quizá un poco más. Cuando consigas la cizalla y cortes el cable, lo podrás hacer en nada y podrás olvidarte del autobús.

Ahí ya me estaba pasando yo tres pueblos, como si en Dinamarca todos los días hiciera quince grados y un sol agradable, igual que en aquel momento.

- Ah, ¿sí?
- Sí, el carril bici sale justo detrás de la estación y llega hasta Roskilde. No tiene pérdida. Y no pueden acceder los coches. A ver si consigues la cizalla cuanto antes, cortas el cable y pones en marcha la bicicleta.

Tiene narices que tenga que llegar yo desde mil kilómetros al sur y sin tener ni la más remota idea del país a enseñar los caminos y los atajos locales, pero es lo que hay. La conversación siguió por otros derroteros y la cosa quedó ahí, ya que tocaba pensar en la comida y en el resto del día. Después de comer, ya me fui a Copenhague y, de ahí, al aeropuerto. Me dije que ya visitaría Copenhague en otra ocasión, suponiendo que la haya y que la vez siguiente seguro que ya estarían todos los muebles montados y que ya sería cosa de hacer más turismo y menos carpintería.

Pero sobre la continuación del periplo danés y de las aventuras ciclistas por la zona tocará escribir en otra ocasión,  porque hoy se hace tarde.

lunes, 22 de septiembre de 2025

Ladrón de bicicletas (II). La bicicleta y Roskilde

Efectivamente, Abi tenía una bicicleta que le había regalado por un cumpleaños anterior un antiguo compañero de colegio y de alguna cosa más. Se hacía tarde, como vimos en la entrada anterior, pero había que cenar en algún sitio y allí no había más que cajas de muebles de IKEA. Por fortuna, una de las cajas contenía una mesa deconstruida, así que, mientras Abi cocinaba algo, abrí la caja, saqué las piezas de la mesa, me hice con una llave Allen de ésas que siempre hay que tener a mano y monté la parte básica para, al menos, no tener que cenar en el suelo o sentados en el sofá con una bandeja delante, que es, por cierto, como Abi había estado cenando los días anteriores. Los cajones, de momento, no eran necesarios.

Al día siguiente, un sábado de octubre, nos levantamos, desayunamos y salimos al patio trasero, donde había un aparcamiento de bicicletas al aire libre y, en él, la famosa bicicleta por la que había estado yo preguntando desde que llegué.

- ¿La usas?
- No puedo. Mi llave no abre el candado.
- Voy a probar.

Le di mil vueltas y revueltas, pero allí no había manera de abrir el candado. Era como si fuese otra llave diferente, que entraba, pero no giraba. Tras un buen rato, di mi brazo a torcer y sugerí otra solución, porque, por suerte, la cadena que ataba la bicicleta al aparcamiento era de las baratas y poco seguras, de manera que no era muy difícil cortarla, siempre que se cortara con las herramientas adecuadas.

- ¿Tienes una cizalla o conoces a alguien que la tenga?
- ¿Una qué?
- Es para cortar la cadena, porque me temo que con la llave no haremos nada. Una cizalla es una herramienta que se parece a unas tijeras con los mangos muy largos, para hacer más fuerza.
- Ah, pues no sé... Preguntaré.
- Cuando la consigas, córtala, que no será muy difícil, y luego tendrás que ver si las ruedas han aguantado bien todo este tiempo a la intemperie.

Fracasado el intento de poner en marcha la bicicleta, tocaba acabar de montar la mesa formando los cajones de la misma, y luego, qué narices, tocaba hacer un poco de turismo. El pueblo no es que tenga mucho que ver, pero no lejos de allí está Roskilde, que es otra cosa. Roskilde es la capital histórica de Dinamarca y tiene una catedral que, para ser luterana a machamartillo, es digna de verse, porque es el lugar en el que los daneses han enterrados a sus reyes desde los albores de la Edad Moderna, e incluso un poco antes; frente al aburrimiento y monotonía decorativa habituales entre los protestantes, la Catedral de Roskilde alberga una serie de mausoleos a cual más impresionante, donde todos los federicos y los cristian que han reinado en este diminuto país descansan en paz. Incluso Cristian IV, que ya es decir, debe descansar en paz.

(La foto que ilustra esta entrada, sin embargo, no es de ningún cristian ni federico, sino del sepulcro de la Reina Margarita, que, todo hay que decirlo, no era ni pudo ser luterana, pero era quien cortaba el bacalao -nunca mejor dicho- en toda Escandinavia en el paso entre los siglos XIV y XV.)

Además de los mausoleos de la Catedral, Roskilde cuenta con un puerto empotrado en su fiordo, junto al cual se encuentra el Museo Vikingo. No es muy grande y se visita cumplidamente en un par de horas, pero tiene algún material original, entre el que destaca la presencia de varias quillas de barcos vikingos de madera que fueron encontrados bajo el fondo del fiordo y que han sido reconstruidos recobrando la estructura que se supone que tenían. Esa parte está muy lograda. El resto del museo consta mayormente de reproducciones modernas, presentaciones y paneles, que es verdad que están muy bien y que le permiten a uno hacerse una idea de cómo se las gastaban aquellos guerreros.

Después de eso, tocaba ir a comer. Como padre todo lo católico que puedo, mis preocupaciones por mis hijos alcanzan no sólo a sus desplazamientos ciclistas, sino también a su práctica religiosa. Luego ellos hacen lo que quieren, porque son mayores de edad y porque viven fuera y me pilla lejos para estirarles las orejas, pero, al menos, que sepan que ahí está su padre con el dedo en alto.

- ¿No hay una iglesia católica por aquí? Que mañana es domingo.

Vale. Es verdad que Dinamarca es un país confesionalmente luterano, pero habría que ver si hay algún hueco para los demás.

- En Copenhague hay.
- Bueno, pues a ver si lo podemos apañar para ir.
- Bueno...

La verdad es que no parecía muy convencida.

Yo tampoco. Los horarios podían ser bastante estrafalarios y yo, al día siguiente, tenía un vuelo que tomar para volver a Bruselas. Eso sí, las ventajas del siglo XXI es que la información está mucho más disponible que en siglos, y hasta en décadas, anteriores.

Pero eso lo veremos, si Dios quiere, en la siguiente entrada.

lunes, 15 de septiembre de 2025

Ladrón de bicicletas (I). La llegada a Ørædessenår

Hace ya algunos años que Abi de fue de casa y ha estado dando algún que otro tumbo desde entonces. Por razones que no vienen al caso, lleva creo que ya son tres años en Dinamarca, en un pueblo no demasiado lejos, pero tampoco demasiado cerca, de Copenhague.

Al principio, las cosas le parecían ir razonablemente bien, pero en un momento determinado, hacia el verano del año pasado, se le torcieron un poco. Y luego un poco más. Por una parte, parte positiva, estaba estudiando en la universidad de por allí (una de las varias que hay); por otra parte, había perdido el trabajo que consiguió cuando llegó y, nuevamente por razones que no vienen al caso, habían desaparecido todos los muebles de su vivienda y la administración danesa le reclamaba una suma no despreciable, que, en todo caso, es mejor tener en el bolsillo. Vamos, que estaba básicamente en quiebra.

Hasta entonces yo, también por razones que no vienen al caso, no había pasado por Dinamarca. Era Abi la que vino alguna que otra vez a Bruselas o a España, pero la situación se estaba poniendo complicada y había que dar apoyo, de manera que decidí arrinconar mi tendencia a no salir de Bélgica sino para ir a España y pillé un vuelo a Dinamarca. Eso fue en octubre del año pasado. Aterricé un viernes por la tarde en el aeropuerto de Copenhague, a cuya salida Abi me estaba esperando, nos dimos un abrazo y unos besos y nos metimos en la estación de tren.

- ¿A dónde vamos?
- A casa, a que dejes el equipaje.
- ¿No vamos a ver Copenhague?
- Bueno, a lo mejor el domingo da tiempo, antes de que vuelvas.

Sí, era un viaje de fin de semana, cosa que desde Bruselas es bastante más razonable que hacerlo desde España. También es cierto que lo tengo mal en el trabajo en octubre como para ir pidiendo días. En fin, ya vería Copenhague y la Sirenita en otra ocasión. Parece que, si uno no se ha sentido decepcionado por el Manneken Pis y por la Sirenita, como que le faltan cosas que hacer en Europa.

Hay países en los que no entiendo ni torta de la jerigonza local, y Dinamarca es uno de ellos. A ver, su idioma tiene sus similitudes con el alemán, y también es verdad que la práctica totalidad de la población habla inglés sin el menor problema, pero, recontra, uno se siente incómodo.

- ¿Qué tal va ese danés? - le pregunté a Abi, que después de todo llevaba a la sazón más de dos años en el país, y además trabajando cara al público casi todo ese tiempo.

- ¡Bæh! - me respondió. No es una interjección danesa, sino un signo de que aprender la lengua local no está entre sus prioridades. Vale que la chica habla cinco idiomas, pero ninguno de ellos es el del lugar donde vive. - Entiendo cosas básicas, pero sigo sin hablarlo mucho.

En el trayecto de tren, que duró más o menos media hora, me entretuve mirando al paisanaje. Me dio la impresión de que la gente era tirando a tranquila y, eso sí, parecían amables. Se ve que en los trenes daneses, incluso en los de cercanías, no sólo se puede comer, sino que no está mal visto en absoluto, porque ahí había dos chicas, muy rubitas ellas, apretándose un plato de pasta que me hizo recordar que se estaba haciendo hora de papear. Los recuerdos se acumularon a un ronroneo en las tripas de naturaleza totalmente inequívoca.

Nos bajamos en la estación de destino, que, para preservar el sacrosanto anonimato de esta bitácora, vamos a llamar Ørædessenår y que ni se parece a su verdadero nombre.

- Vamos a hacer una compra para cenar.
- ¿Dónde?
- Ahí hay un supermercado grande, nada más salir de la estación. Así ves lo que se compra aquí.
- ¡Vale! - estas cosas siempre enseñan mucho de las costumbres locales.

Nos metimos en el supermercado de Ørædessenår, que, la verdad sea dicha, era bastante grande. Algunas cosas sí que eran sorprendentes, una de las cuales era que todo costaba un ojo de la cara. Las patatas las vendían por unidades, a cinco coronas la pieza, así que claro, cogías la más gorda que encontrabas; por cierto que, para redondear, un euro son siete coronas. Sí, esta gente cumplía y sigue cumpliendo todos los requisitos para entrar en el euro, pero no les da, ni les ha dado nunca, la realísima gana de hacerlo. De hecho, pasa por ser uno de los países con mayor porcentaje de euroescépticos, aunque yo no noté nada fuera de lo corriente en el tiempo que pasé por allí.

Otra de las cosas curiosas que se encuentra uno en un supermercado danés es que no hay leche de la que caduca varios meses después, como la que compramos por todo el resto de Europa. Allí no se diría sino que le tienen manía. Todo lo más, podía verse leche pasteurizada de la que te aguanta un par de días, pero nada más.

La tercera cosa que me llamó la atención es que no había arroz que mereciera dicho nombre, es decir, el preciso para hacer platos de arroz como Dios manda y la tradición valenciana requiere.

Sea como fuere, hicimos la compra y seguimos camino hacia el apartamento de Abi, que estaba a un par de paradas de autobús o a quince minutos de caminata. Ya era de noche.

El apartamento, al que le echo entre veinte y treinta metros cuadrados, esto segundo siendo generoso, estaba atestado de cartones y de cajas de muebles de IKEA. Abi había montado lo absolutamente imprescindible, había hecho montar la cama y había -astutamente- esperado a su padre para el resto, que era básicamente una mesa multiusos y cuatro sillas. Y ya, porque no creo que cupiera más, aunque Abi, para su desgracia, ha tenido siempre una habilidad enorme para acumular cosas, que no se compensa con una habilidad semejante para deshacerse de ellas.

- Oye -pregunté- , ¿tú no tenías una bicicleta?

Y sí, la tenía, pero los detalles vendrán en la próxima entrada, porque ésta se está alargando demasiado y, por si fuera poco, se hace tarde.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Camino de Santiago: Saliendo de Bruselas

 

Algo más adelante, sin dejar nunca la Rue Haute, aparece la mole enorme de la Puerta de Halle, uno de los escasos restos de la segunda muralla de Bruselas, que parece un castillo de cuento y que, efectivamente, si siguiéramos derechamente el camino que continúa a partir de ella, llegaríamos a Halle. Y añado que, si Dios quiere, algún día llegaremos a Halle a pie, claro que sí.

Actualmente, la Puerta de Halle alberga una parte del Museo Real de Arte e Historia, el cual, debo confesar avergonzado, todavía no he visitado. Al paso que voy, me va a suceder como en Moscú, cuando comencé a visitar los últimos museos que me faltaban, algunos muy importantes, cuando ya sabía a ciencia cierta que me iba e incluso tenía el billete de avión en el bolsillo. Me da a mí que en Bruselas terminará por pasarme algo parecido, pero lo cierto es que todavía no tengo una intención inmediata de emigrar.

La Puerta de Halle es impresionante, pero no estoy seguro de que lo fuera igualmente en la Edad Media. Cuando la muralla fue derruida a mitad del siglo XIX, las autoridades decidieron conservarla y restaurarla, pero claro, en aquellos tiempos las restauraciones eran bastante imaginativas, como puede comprobar cualquiera que haya visitado Carcasona. Allí, Violet le Duc, el arquitecto que se ocupó de la cosa, hizo las cosas como creyó que deberían ser, no como realmente fueron, aprovechando la interminable pasta que metió Napoleón III en el proyecto. Aquí, la pasta la metió Leopoldo II y evidentemente metió menos que en Carcasona, pero la idea de hacer algo chulo en plan castillo de Disney avant la lettre estaba igualmente ahí.

Y, finalmente, hemos encontrado una concha. Es más, se trata de la última concha que vamos a ver, porque vamos a abandonar la ciudad de Bruselas para continuar el camino de Santiago a lo largo de la región, pero eso ya será más adelante. En algún sitio he leído que hay unas cincuenta o sesenta conchas en Bruselas guiando al peregrino, incluyendo el camino principal y el ramal que conduce a San Guido de Anderlecht. No sé quién está detrás de haberlas clavado al suelo y de mantenerlas allí, pero la verdad es que ha hecho un trabajo excelente y merece un reconocimiento, porras.

Pero eso no quiere decir que a partir de ahora vayamos a estar ayunos de marcas y de signos para seguir el camino, ya lo creo que no.

A partir de ahora me voy a sentir mucho más como en casa, porque vamos a seguir unas marcas mucho más conocidas: las típicas marcas rojas y blancas de las GR, es decir, lo que en español se conoce como "senderos de gran recorrido" y en francés como "sentiers de grande randonnée". En este caso ha habido suertecilla y las iniciales en las dos lenguas son las mismas.

A partir de ahora, seguiremos el GR-12, que discurre entre Amsterdam y París y con el que hace causa común el camino de Santiago, el cual también tiene sus propias marcas, como iremos viendo. Los belgas, al menos en los tramos que vamos a ver, utilizan pegatinas que adhieren sobre el mobiliario urbano, sobre las señales de tráfico, las farolas y todo tipo de objetos sobre los que el pegamento tenga alguna posibilidad. Por lo demás, si tienen que utilizar los árboles o las piedras como base, entonces no queda más remedio que hacer uso de la pintura blanca y roja, al igual que se suele hacer en España en casos similares.

Antes de abandonar la ciudad de Bruselas, nos queda todavía un lugar importante por visitar. Como es bien sabido, el sepulcro del apóstol y final último de toda peregrinación se encuentra en Santiago de Compostela, y Santiago de Compostela se encuentra en Galicia, que es una autonomía en el noroeste de España que tiene transferidas un montón de competencias, entre ellas las relativas al turismo. Como las competencias, como los músculos, se atrofian si no se usan, o comoquiera que el conselleiro correspondiente estuviera desficioso, el caso es que los gallegos han acuñado el llamado Xacobeo para echarle mercadotecnia a la peregrinación, la cual, fuera de las consideraciones espirituales y religiosas que pueda tener, está claro que deja sus buenos cuartos en la región y la hace conocida en todo el orbe.

En Bruselas, esto se manifestó en forma de regalo de dos cosas. La primera es una enorme placa marmórea y epigráfica que, como se ve en la foto, claramente ha conocido mejores tiempos.

La segunda es el monolito que también ilustra esta entrada, creado por un artista gallego y que el gobierno bruselense instaló en el lugar más lógico o, al menos, donde menos molestara, que es en el jardín público inmediato a la Puerta de Halle, a dos pasos del mármol anteriormente glosado. El lugar, desgraciadamente, aunque bien cuidado, está frecuentado por personal de instintos básicos y pocas ganas de reprimirlos, por lo que renuncio a describir los olores que circundan al monumento y el uso que le dan los sujetos que han tomado el jardín por su cuarto de baño particular.

Y con esto hemos terminado el camino de Santiago a su paso por la ciudad de Bruselas. A partir de ahora, nuestros pasos nos van a conducir por otros andurriales, primero dentro de la región de Bruselas y, más adelante, siempre hacia el sur hasta llegar a los Pirineos, y luego hacia el oeste. Tristemente, no ha llegado aún el momento de emprender el camino completo, que sólo Dios sabe si me será dado recorrer en algún tiempo, pero al menos podemos asomarnos al recorrido que, saliendo de la Puerta de Halle, nos llevará hasta la salida de la región de Bruselas.

Eso sí, tal cosa sucederá en otro momento, porque se está haciendo tarde y yo tengo que tomar un tren.