martes, 15 de abril de 2025

Gente ilustre que, por lo visto, merece una estatua

Me encantan las estatuas. Siempre, o casi siempre, que veo una, me acerco a ver quién es el representado y qué merecimientos ha hecho para que las autoridades hayan decidido inmortalizar al prócer cuya efigie adornará para siempre (o no, dependiendo de si el próximo gobierno municipal es revisionista o simplemente rencoroso) las calles de la ciudad.

Uno de estos días mis pasos pecadores me llevaron a la capital de las Españas, la villa de Madrid, donde tenía que resolver un trámite administrativo que duró cosa de un cuarto de hora, pero que me tuvo todo el santo día por allí. Como el lugar donde tenía que acudir estaba enfrente del parque del Retiro y llegué con tres cuartos de hora de antelación a la cita que tenía, decidí matar esos tres cuartos de hora visitando el parque, que es una cosa que, desgraciadamente, apenas he hecho cuando he tenido oportunidad en mis estancias en Madrid. El parque, y más en primavera, es una preciosidad y merece un paseo como el que le di, y aun uno mucho mayor.

El paseo de las Estatuas, que en realidad recibe el nombre de paseo de la Argentina, en esa manía que tenemos los españoles de celebrar las naciones secesionistas, es uno de los lugares más curiosos del parque. Catorce estatuas se alinean a sus lados, siete a cada uno, así que me puse a curiosear quiénes eran los próceres cuya memoria se honraba en dichos monumentos.

Ya el primero que vi, el rey visigodo Gundemaro, me pareció inquietante, pero seguí adelante. El siguiente era Carlos I, indudablemente uno de los reyes más destacados que ha tenido España, que tiene estatuas en muchos sitios, en España y fuera de ella, lo cual no tenía, pues, nada de particular. Luego vino Carlos II, también rey de España durante bastante tiempo, que, aunque ha sido sistemáticamente denigrado desde la llegada de la dinastía borbónica, está siendo objeto de una revisión en profundidad que pone su reinado bajo una luz mucho más positiva. Y luego vino Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey consorte de Aragón, quien también merece indudablemente su pedestal.

El siguiente es el de la foto y me dejó tan de piedra como él mismo. Nada menos que Chintila, rey visigodo durante un par de años. Uno se pregunta sobre los méritos de Chintila para que su estatua acompañe a las de los pesos pesados de la historia de España, hasta que se pone a observar la cosa con un poco más de atención.

Chintila, lo que es él, no parece que hiciera mucho a lo largo de su reinado, como no fuera convocar un par de concilios en Toledo para intentar consolidarse en el trono y establecer algo parecido a una dinastía. En efecto, su hijo Tulga le sucedió, pero por poco tiempo, porque poco más de dos años después fue depuesto por Chindasvinto, un señor de casi ochenta años. Y, en el siglo VII, ochenta años eran mucho más que ahora.

De Chintila se sabe poco. San Isidoro había concluido la crónica de los visigodos con el reinado de Suintila, unos diez años antes; de lo que pasó después se saben bastantes menos cosas. Si el que decidió poner estatuas en el Retiro quería poner algún rey visigodo, lo cual es un deseo como cualquier otro y debe ser respetado, uno se pregunta por qué eligió precisamente a Chintila (bueno, y a Gundemaro, otra elección difícil de explicar), habiendo reyes como Leovigildo, Recaredo, Ataulfo mismo, o Rodrigo, que son bastante más famosos. Es que, para haber oído hablar de Chintila, hay que saberse la lista de los reyes godos, y me da a mí que, en el siglo XXI, no sólo no se enseña en los colegios, sino que los que nos la hemos aprendido por nuestra cuenta somos objeto de burlas despiadadas. Chintila no es ni bueno ni malo; simplemente es desconocido.

Pero el tío va y tiene una estatua en Madrid.

Luego uno se pone a indagar y averigua que la estatua no se hizo para estar en el Retiro, sino que ha terminado ahí un poco de carambola. Trece de las catorce estatuas (lo de la decimocuarta es otra historia, producto de las ideologías al uso actual) provienen de la colección de ciento catorce estatuas que iban a decorar el Palacio Real y que, tras ser esculpidas, finalmente no fueron instaladas allí, sino desmontadas y guardadas en un almacén, hasta que en el siglo XIX se sacaron para ponerlas, al parecer sin mucho orden ni concierto, unas en un sitio, otras en otro, e incluso algunas más en otras ciudades de España. Esas ciento catorce estatuas representaban otros tantos monarcas españoles, desde los visigodos hasta Fernando VI, y algún otro personaje. Por alguna razón, Carlos III les tomó manía e hizo que las retirasen y hasta que borrasen la inscripción con los nombres, lo cual posiblemente es la causa de que otro rey, Sancho el Bravo, tenga, no una, sino dos estatuas a su nombre en ese mismo paseo.

A Chintila le tocó el parque del Retiro como le podía haber tocado cualquier otro lugar. Pero ya han pasado los tres cuartos de hora y tengo que acudir a la cita, no se me vaya a hacer tarde.

martes, 1 de abril de 2025

El espantoso caso de los hoteles del paraíso fiscal

Por razones de trabajo, me toca en ocasiones, no sé si más o menos de lo que me gustaría, viajar a Luxemburgo, ese país pequeñito que es la tercera pata del Benelux y que está ahí, independiente y soberano, por una especie de casualidad histórica, como tantos otros miniestados europeos cuya existencia es demasiado conveniente como para que se los merienden sus vecinos.

El alojamiento permanente en Luxemburgo, por lo que me cuentan, es un lujo al alcance de unos pocos, hasta el punto de que buena parte de la fuerza laboral del país vive directamente fuera de él y sólo se desplaza durante el día. El salario mínimo en el gran ducadito supera los tres mil euros, de lo que espero que Yolanda Díaz no se entere, y el país es la sede de toda entidad bancaria que se precie y tenga la intención de pagar lo menos posible en impuestos. Que supongo que son todas.

Con esos antecedentes, conseguir hotel a un precio razonable y en una ubicación igual de razonable no es cosa sencilla. Que sí, que todos tenemos Booking y hacemos milagros con esa bendita aplicación, pero a veces los viajes se plantean con poca antelación y, en ese caso, ni Booking ni el sursum corda te libran de las tarifas hoteleras, especialmente si hay algún sarao en lontananza.

Además de los bancos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Tribunal de Cuentas, una parte de la Comisión y del Parlamento Europeos y un número notable de multinacionales que miran el dólar y han preferido Luxemburgo a Irlanda, el Consejo se reúne en Luxemburgo tres meses al año (abril, junio y octubre). Como tu viaje coincida con una sesión del Consejo, es decir, con ministros y séquito de los veintisiete y con los que les acompañan desde Bruselas y sus representaciones permanentes, prepárate para ver precios directamente absurdos, de varios cientos de euros por noche y habitación. Sin desayuno.

Una de las últimas veces que me tocó desplazarme al Gran Ducado fue a final de septiembre del año pasado y me las prometía muy felices, porque no era ninguno de esos tres meses peligrosos. Para mi sorpresa (y mi espanto), los precios que me pasaban eran los de varios cientos de euros que superaban con mucho mi presupuesto.

- Peroperoperopero... - me decía desesperado ante la perspectiva de tener que alojarme en la quinta porra de donde tenía que ir a trabajar - ¿Qué narices está pasando aquí?

Bueno, pues lo que estaba pasando es que mi viaje coincidía con el de una personalidad aún más importante que los ministros y tiralevitas habituales. Nada menos que el papa Francisco, al que ahora tenemos bastante maltrecho en Roma, pero que hace sólo medio año estaba aún en plena forma visitando países. Es verdad que en Luxemburgo estuvo unas cuantas horas, no hizo noche y salió el mismo día que llegó hacia Bruselas, como un funcionario europeo del montón, pero su sola presencia bastó para que los hoteles, ya de por sí proclives a apuñalar a sus clientes, pusieran unos precios de estancia capaces de hacer subir ellos solos varios puntos el índice de inflación luxemburgués.

Total, que encontré un alojamiento, que no un hotel, lejos a más no poder, aunque por lo menos dentro de la ciudad. Era una de esas casas reconvertidas a habitaciones de huéspedes, en las que tienes habitación (muuuuy modesta), baño compartido y cocina igualmente compartida. Para lo que ofrecían, el precio era un atraco, pero al menos estaba dentro de mi presupuesto y, por lo menos, no estaba (muy) sucio. Luxemburgo tiene esas desventajas, pero también tiene alguna que otra ventaja, como, por ejemplo, que el transporte público es bueno y gratuito, supongo que porque a las autoridades luxemburguesas les sale el dinero por las orejas y no saben qué hacer con él. Por poco que cobres impuestos, con la peña que tienes instalada en el país, muy mal tenían que ir las cosas para que no les salieran las cuentas.

Si Dios quiere, mi próximo viaje a Luxemburgo será en junio, ese mes fatídico a causa de las reuniones del Consejo. Esta vez me lo he tomado con tiempo y he tenido la potra de encontrar un hotel algo por encima de mi presupuesto, pero, como espero que me lo suban un poco dentro de un par de meses, confío en encajarlo en mis cuentas o, al menos, que no me toquen demasiado... el bolsillo.

Porque lo otro (las narices, claro, ¡a ver qué pensabais!) ya me lo toco yo mismo con la explosión floral del comienzo de la primavera y las alergias correspondientes.

Pero eso será materia de otra entrada, ya que ésta conviene cerrarla aquí, no en vano se hace tarde.