domingo, 30 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (y VII): el cumpleaños de Abi

Después de la liberación de la bicicleta, y una vez hubimos cenado, dimos fin al día. A mí me quedó el mismo colchón hinchable que ya había ocupado en mi primer viaje, aunque, entretanto, se ve que algo había sucedido, ya que me desperté en mitad de la noche con las espaldas directamente sobre el suelo. El colchón se había deshinchado visiblemente (y también palpablemente), así que, mal que me pesara, me tocaba dormir (o algo así) sobre una superficie más dura de lo que estoy acostumbrado. Sí, en peores plazas he toreado, pero uno ya va teniendo una edad como para ir maltratando sus huesos así como así.

Al día siguiente era el cumpleaños de Abi. Mi regalo no sólo iba a ser la recuperación de la bicicleta, sino su puesta a punto, así que salí dispuesto a ver cómo había sobrevivido el vehículo a sus dos años de inmovilización e intemperie. Para mi sorpresa, bastante bien. Un vecino le prestó una bomba a Abi y, con eso, una llave (que también salió la víspera del famoso Fablab y su caja de herramientas) y algo de aceite, la bicicleta estuvo en un periquete en condiciones de prestar servicio. Las cubiertas eran, por lo visto, muy resistentes; me limité a limpiar el barro que cubría la parte que había estado en contacto con el suelo y no vi ni siquiera que se hubiera deformado el dibujo. Y las cámaras estaban en buenas condiciones. Un éxito.

Así y todo, todavía hice un regalo más a Abi, que consistió en comprar material. No lejos del pueblo hay una tienda en la que se vende bastante material ciclista, como, en este caso, una bomba (el vecino no tiene por qué andarla prestando siempre), algunas herramientas básicas (en la esperanza, que es lo último que se pierde, de que las use) y otros trastitos. Tras eso, comprar vituallas para el cumpleaños y preparar comida, se pasó el tiempo hasta el momento de la celebración.

La celebración iba a tener lugar en la universidad. Es lo que tiene tener acceso a un buen número de estancias, prefiero no saber por qué. De paso, era una buena ocasión para devolver al Fablab las herramientas que habían permitido que Abi dispusiera de una bicicleta en buen estado.

Por fortuna, la celebración no era masiva y se limitó a unos cuantos amigos más estrechos. Creo que yo hubiera estado incómodo en una fiesta universitaria de las del siglo XXI, que no sé si se diferenciarán mucho de las del siglo XX, pero me barrunto que seguramente sí, siquiera sea por la presencia del reguetón y otras porquerías que actualmente pasan por ser música.

Tras la celebración, tocaba pasar otra noche en la que mis vértebras y costillas iban a luchar contra el duro suelo, porque entre las cosas que no compré estaba un colchón hinchable nuevo, o aunque fuera un saco de dormir y un aislante algo acolchado, como en las acampadas de toda la vida. Mi propuesta de repetir la experiencia de la última vez e ir a la misa de nueve y media de la parroquia católica de Roskilde tuvo... el mismo éxito que la última vez. A las nueve y media, bajo una molesta lluvia y una temperatura de quince grados, lo que, teniendo en cuenta que era agosto, me hizo maldita la gracia, entré en la iglesia de San Lorenzo. Jo, y esta vez incluso pude comulgar, que ya es el colmo.

Chikchek había preparado una sorpresa para celebrar el cumpleaños de Abi: una visita al parque oceanográfico de Copenhague, así que tocó ir hacia allá. Hay que reconocer que el parque está muy bien, aunque voy a ponerme estupendo y a decir que el de Valencia está mejor o, al menos, es bastante mayor; el de Copenhague, con estar muy bien, tiene una ventaja indudable para alguien en mi situación, y es que está a poco más de un kilómetro del aeropuerto.

Que es el lugar al que me tenía que dirigir poco después. Y, por segunda vez en mi vida, y la primera también fue mirando al Báltico, me acerqué a un aeropuerto a pie. Los amigos de Abi que habían participado en la visita al oceanográfico tuvieron la amabilidad de acompañarme.

Y hasta aquí han llegado mis aventuras por Dinamarca. No sé muy bien si repetiré visita al país en alguna ocasión más o menos lejana en el futuro, porque no tengo una bola de cristal y, porque, la verdad, sigo recordando las dos noches toledanas que pasé tratando de encontrar una postura compatible, no ya con el sueño, que eso lo daba casi por perdido, sino con un mínimo orden de las vértebras.

Pero, qué caramba, todavía no he visto Copenhague ni siquiera mínimamente.

Y, seamos sinceros, en el fondo tengo ganas de experimentar la decepción que se siente al ver la Sirenita y de compararla con la que se siente al contemplar el Manneken Pis. Así que quizá algún día vuelva por allí, antes de que, como ahora, se haga tarde.

viernes, 28 de noviembre de 2025

La huelga y yo

El lunes, me levanté con ánimo de llegar a la estación de tren por mis propios medios, es decir, en el famoso coche de San Fernando, un ratito a pie y otro andando. Hice un equipaje minimalista, me vestí como si fuera a conquistar el Aconcagua, puse cara de dureza extrema y salí a la calle cargado con mi mochila y con el gorro de lana calado hasta las cejas. Hacía frío, llovía ligeramente, y no era cuestión de arrastrar ninguna maleta durante los cinco kilómetros de caminata que me esperaban. Algún transeúnte me vio y prefirió cambiarse de acera, como en los buenos tiempos en que iba por Valencia con aspecto patibulario y greñas hasta los hombros.

En la calle, a las ocho de la mañana, el atasco era impresionante. Siempre hay atasco, que quede claro, pero parece que, en esta ocasión, los conductores se habían barruntado más que de costumbre que no iba a haber transporte público y habían sacado sus vehículos para ir a trabajar, en un gesto insolidario y esquirol que el Gran Hermano sindical les hará pagar privándoles del paraíso socialista.

El trasiego de niños y adolescentes de camino al colegio vecino era el habitual, signo inequívoco de que los enseñantes estaban replicando el signo insolidario de los conductores y no habían cerrado el colegio. Es posible, incluso, que algunos de los profesores fuera, además, esos conductores insolidarios que estaban estafando a la sufrida sociedad belga con su rechazo a las justas reivindicaciones sindicales. El infierno será poco para ellos.

Mi camino hacia la estación pasaba por la parada del tranvía que normalmente hubiera tomado para llegar a mi destino y que es final de trayecto, por lo que suele haber algún vehículo situado allí y a punto de partir. A algo más de cien metros, para mi sorpresa, me encontré con un tranvía tranquilamente detenido en su lugar habitual, a la espera de que llegase su horario. Me acerqué a la marquesina y allí vi que, en efecto, el tranvía, indudablemente conducido por algún esquirol, saldría cinco minutos después. Los servicios mínimos no debían ser tan mínimos, aunque es verdad que la frecuencia de paso era bastante menor que en un día habitual. Eso lo concedo.

Dudé de qué debía hacer. Es más, incluso diría yo que estaba decepcionado por la actitud claudicante de los supuestos huelguistas. A uno le convocan para salvar su país de los pérfidos capitalistas, y aquí nadie parecía impresionado por la delicada hora que estaba pasando la patria. Vale que es la sexta huelga en cinco meses y que quizá la gente esté hasta la coronilla, pero ,¡caray!, que una cosa es la fatiga sindical y otra que haya más bullicio que en un día normal.

Al final, prevaleció en mí la comodidad personal y el hecho de querer montarme en el tren prescindiendo de los cinco kilómetros de caminata. Hay que decir que ya llevaba andado uno, que es la distancia que media entre mi casa y la parada. Total, que me quedé a esperar el tranvía, que pasó en perfecto cumplimiento de su horario y me llevó a la estación. Estaba, eso sí, de bote en bote, pero no puedo decir que notase mucha diferencia con otras veces que lo he tomado y no había huelga.

En el trayecto, pensaba que, a no dudar, donde vería grandes diferencias con la actividad habitual sería en la Estación del Sur, lugar desde donde debía partir mi tren que, al ser francés, nunca hubo demasiadas dudas de que saldría. Llegué, en efecto, a la estación, pensando ver un lugar desolado en el que poco menos que habría arbustos arrastrados por el viento a través de la inmensidad de los espacios, pero lo cierto es que la estación estaba como siempre: las tiendas estaban abiertas, había bastantes trenes que circulaban y hasta los mendigos seguían tocando sus tonadillas más o menos molestas en la entrada a las escaleras mecánicas. Lo de toda la vida en estado puro.

Como había llegado a la estación mucho antes de lo que pensaba, mi tren no salía hasta una hora después, lo cual me permitió dar paseos arriba y abajo y convencerme de que allí no hacía huelga ni el Tato. Es más, me asomé al exterior a la parada de autobuses que suele comunicar la Estación del Sur con el aeropuerto de Charleroi, y allí estaban todos los autobuses y taxis de costumbre. Pero, ¿no se suponía que el aeropuerto de Charleroi iba a cancelar todos sus vuelos? Por cierto que, de paso, podrían aprovechar para dinamitarlo y hacerlo nuevo.

Total, que yo no sé por qué dice la prensa que Bélgica está medio paralizada esta mañana, pero igual tenían el artículo escrito desde hace días, para ir adelantando. Luego, si no, todo son prisas, claro que sí.

Y a uno, claro, se le hace tarde.

El lunes, pues, salí de Bélgica sin novedad. Volví a la estación el miércoles, último día de la huelga y culminación de la misma. En esos dos días, el gobierno de coalición (que evidentemente no estaba de huelga) había logrado un acuerdo sobre los presupuestos y los huelguistas dijeron que precisamente eso les llevaba a insistir en la huelga más que nunca. En la estación todo parecía normal, todos los comercios estaban abiertos y muchos trenes circulaban. Es verdad que los tranvías no funcionaban, salvo unas cuantas líneas, supongo que pertenecientes a los servicios mínimos y entre las cuales, en un ejercicio de potra inmensa, estaba la mía, así que llegué a casa sin novedad e incluso antes que de costumbre.

La situación, hoy, viernes, terminada la huelga y aprobado el presupuesto, se ha calmado. Los sindicalistas y la oposición de izquierda (menos los socialistas flamencos, que están en el gobierno) se han desahogado a gusto; el gobierno dice que no hay otro camino que el que ha emprendido. Los empresarios flamencos dicen que el presupuesto y las reformas no son perfectas, pero que se adaptan a lo que hay. El pulso, en suma, continúa entre unos y otros. A ver cuándo toca la siguiente huelga, porque lo de convocarlas cada vez comienza a convertirse en una tradición, y ya se sabe que hay que respetar las tradiciones.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Reformando Bélgica

Hagamos una pausa en los asuntos daneses y en el camino de Santiago a su paso por la región bruselense, y vamos a echar un vistazo a las cuitas políticas y económicas de este bendito país que me acoge y que celebra regularmente huelgas para protestar contra las medidas que finalmente su gobierno está adoptando a cuentagotas.

El gobierno belga no tiene un duro. Bueno, varios de los gobiernos belgas no tienen un duro, y será por gobiernos en este lugar del mundo. Como finalmente ha tocado apretarse el cinturón, el gobierno federal, dirigido por un separatista (eso sólo pasa aquí, me temo), se ha puesto a tomar medidas de ahorro, entre las que no se incluye reducir el número de trabajadores públicos. Eso nunca.

En julio, el gobierno hizo algo que no tardaremos en ver en España y me extraña que no se debata más: retocar alguno de los parámetros de las pensiones, aumentando las penas por la jubilación anticipada y armonizando las prestaciones de las pensiones en el sector público y en el sector privado. Lo siguiente es poner un límite a las pensiones máximas de todo tipo, y en ello están ahora.

Otro de los retoques se dedicó a las normas laborales, flexibilizando las horas extraordinarias y nocturnas. Y otra más consistió en limitar los honorarios extraordinarios de los médicos (eso es una historia aparte, que ya contaré en alguna ocasión). Para compensar, hubo una ligera rebaja de impuestos, lo cual no es gran cosa en un contexto de inflación reciente, que ha aumentado los ingresos en las arcas públicas.

Otra de las medidas ha consistido en aumentar las tasas para conseguir la nacionalidad belga. Yo pensaba que ni ellos mismos querían ser belgas, así que cuánto menos querrían serlo los que ya son otra cosa, pero no, resulta que hay gente que pide la nacionalidad belga, lo cual era hasta ahora un asunto sencillo, bastando con pagar ciento cincuenta euros y pasar un examen de alguno de los tres idiomas oficiales que hay en Bélgica. Pedían un nivel A2, que es lo mínimo para decir algo con un mínimo sentido. Una amiga mía alemana pidió la nacionalidad belga, a saber para qué, y le obligaron a pasar el examen de lengua, cosa que hizo con la gorra, pero me dijo que había otros candidatos a ser belgas que lo pasaron realmente mal o fueron suspendidos. Hala, a revisar el infinitivo de parler

La Alianza Neoflamenca, que es partido más votado de Bélgica, aunque sólo se presenta en Flandes, tiene su prurito nacionalista y esas facilidades para conseguir la nacionalidad le sentaban bastante mal, así que ha aprovechado para ponerlo difícil. La tasa ha pasado a mil euros, olé tus narices, y el nivel de lengua exigido será el B1, que ya supone saberse el passé composé, no únicamente el infinitivo y el presente de indicativo, e incluso concordarlo. Temblad, guiris.

Como se trata de vender más, para sacar más IVA, las tiendas ya pueden abrir hasta las nueve de la noche (sí, sí, hasta ahora no había nada de eso excepto los viernes) y no están obligadas a cerrar al menos un día a la semana. El supermercado que tengo cerca de casa ha aprovechado esta segunda posibilidad inmediatamente y ahora abre los domingos y sólo cierra... los lunes por la mañana.

Los sindicatos se han enfadado. Bueno, ya llevaban tiempo enfadados, pero ahora aducen que estas medidas conducen a un aumento de las desigualdades y a un desmantelamiento de la seguridad social. Y que afectan especialmente a las mujeres (yo esto no lo he entendido, la verdad). Recordemos que en Bélgica hay tres grandes centrales sindicales, cada una de ellas pulcramente dividida en una subsección flamenca y otra valona: la central socialista, la central cristiana y la central liberal. Sí, hijos míos, como lo leéis: en Bélgica hay un sindicato liberal, que es como decir que hay un comunista de derechas.

El caso es que, que no se diga, la crítica sindical es constructiva: ellos proponen cosas. Ellos proponen una reforma fiscal que incluya un impuesto sobre las grandes fortunas, una tasa sobre las actividades digitales de las grandes empresas tecnológicas, una revisión (a la baja, supongo) de las subvenciones públicas a las grandes empresas y, finalmente, una regla única para que todos los ingresos, también los de las sociedades patrimoniales instrumentales, contribuyan de manera equitativa a la financiación de la seguridad social.

Como parece que de eso nada, la reacción ha sido la de convocar una huelga. En sí, eso no tiene nada de extraordinario, porque los sindicatos llevan convocando huelgas con éxito desigual desde que Bart De Wever fue investido primer ministro. Esta vez, sin embargo, la huelga va a durar tres días y parece que la cosa va más en serio y que los servicios mínimos, salvo que haya esquiroles entre los empleados de los transportes públicos, van a ser realmente mínimos. Como de costumbre, los sindicatos se aseguran la fidelidad del sector del transporte, que debe de tener una cajas de resistencia que lo flipas, y a buena parte del resto no le queda más remedio que unirse a la huelga por purísima imposibilidad de llegar al trabajo. El teletrabajo puede haber aliviado a los curritos de cuello blanco, pero ésos, de todas formas, no son ni mucho menos los más huelguistas de todos, y además suelen tener coche y crear atascos, precisamente, los días de huelga.

Bart De Wever, huelga aparte, está tratando de negociar su presupuesto anual con los siete partidos de su gobierno de coalición, de momento en vano, así que tiene otros asuntos de los que ocuparse. No sé si los funcionarios que conducen el coche oficial tienen derecho de huelga, pero me imagino que, si lo tienen, no lo utilizan.

Yo, salvo que las cosas cambien mucho, me temo que me voy a perder la mayor parte de la huelga, porque el primer día de huelga, que es el lunes por la mañana, tengo un breve viaje de trabajo que no me devolverá a Bruselas hasta el miércoles por la tarde, que es el último. Todavía no tengo ni idea de cómo voy a llegar a la estación de tren, pero me temo que no va a ser ni en tranvía, que hasta ahora era lo habitual, ni en autobús. Y, a la vuelta, tres cuartos de lo mismo.

Vamos, que igual me toca hacer de nuevo el Camino de Santiago a su paso por Bruselas, sólo que en sentido inverso y bastante más cargado de lo que iría un frugal peregrino. En todo caso, saldré temprano, no se me vaya a hacer tarde. Como ahora, vaya...

lunes, 10 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (VI): El robo en Ørædessenår

- Bueno, pero, ¿tienes la cizalla o no?
- Ahora te lo explico.

Me lo temía...

- Tenerla, no la tengo, pero, después de hacer la compra, podemos pasar por el Fablab.
- ¿Y eso que es?
- Bueno, es un sitio de la universidad al que tengo acceso y donde hay herramientas. No he visto que haya cizallas como me las describiste, pero puedes mirar si hay alguna herramienta que sirva.

Igual resulta que estas universidades progresistas tienen algo bueno.

La compra resultó más o menos igual que la última vez. Dinamarca es un país caro, donde las patatas se venden por unidades, como los aguacates o los diamantes. No estoy muy seguro de que Abi se asegurara de ir de compras conmigo, para acompañarla, pero el caso es que el que pagó, como no podía ser de otra manera, fui yo. Por lo menos, aplazamos al día siguiente la compra de productos para la fiesta de cumpleaños, que ya me temía yo que no sólo iban a ser caros, sino también pesados de llevar.

Cargados con la compra para hacer la cena, que al menos era un peso relativamente llevadero, fuimos al edificio de la universidad. Abi se movía por allí realmente como Pedro por su casa. Puede que no dominase una jota de Copenhague, pero en el campus estaba en su elemento, conocía a todos los perdidos que, un viernes muy entrada la tarde, seguían por allí ocupándose de a saber qué cosas, probablemente ninguna buena. Y tenía llaves de todo, tú.

Incluido del Fablab, sea lo que fuese esa cosa.

Yo no sé muy bien lo que sería el Fablab, pero llegamos hasta lo que parecía serlo después de subir un par de pisos de un edificio que no sé muy bien qué sería, pero tenía un bar. El caso es que en el Fablab había cajas de herramientas.

- Mira a ver cuál te viene bien.

Hombre, cizallas de mango largo, que es lo suyo, no había, pero, ¡eh!, había un cortador de alambre de mano. Con paciencia y una caña quizá me pudiese hacer un apaño.

- Nos llevamos esto, a ver si hay suerte.

Con lo cual ahí estaba yo, con mi flamante cortador de alambre y los ingredientes para cocinar algo, porque mis tripas ya estaban reclamando lo suyo, camino de Ørædessenår, dispuesto a perpetrar una especie de robo con fractura, o con fuerza en las cosas. Lo único que me salvaba de que fuera un robo de verdad es que no pensaba llevarme nada que no fuera mío.

Se supone que íbamos a preparar la cena y a cenar tan ricamente, y que lo del cable de la bicicleta quedaba para el día siguiente. Después de todo, ya pasaban de las nueve, aunque, claro, en verano los días son largos en Dinamarca, y aún había claridad más que de sobra.

Total, que llegamos al apartamento de Abi, una planta baja minúscula en mitad del bosque, que me valdría como casita de los enanitos de no ser porque había varias casas en una especie de barrio y, como está mandado, en ellas había vecinos, la mayoría de los cuales era tan guiri como la propia Abi. Se ve que los daneses viven en sitios mejor comunicados. Llegamos, Abi abrió la puerta, dejamos la compra y la herramienta, y yo, que ya sabía a qué había ido allí, salí de inmediato por la puerta y me acerqué al aparcamiento de bicicletas.

Allí estaba. Inmóvil y desaprovechada desde hacía años. Le habría caído a saber cuánta nieve durante el invierno; bueno, y durante el invierno del año anterior. Debía tener óxido hasta en el interior de las cámaras, suponiendo que las ratas no se las hubieran comido.

Aquello no podía durar un día más. Qué digo un día, aquello no podía durar ni una hora más. Ni un minuto, si en mi mano estaba.

Así que entré de nuevo en la casa, tomé el cortador de alambre, salí de nuevo, dejando a Abi ocuparse de la cena, miré fijamente la bici, me acerqué a ella, palpé el cable con la mano izquierda y, acto seguido, blandí el cortador y me puse a darle dentelladas al cable y a ir desgajando cada una de sus partes que, trenzadas y todo, iban sucumbiendo al ímpetu de la herramienta y de quien la esgrimía.

Cinco bicicletas me han robado en mi vida.

Tres de ellas lo fueron en Valencia, en mis tiempos de pobre, casi mísero, estudiante de Derecho. Las tres me dejaron tocado, al privarme de mi único y mejor medio de transporte, en una época en que apenas existían los carriles bici que hoy atraviesan Valencia en todas direcciones. La cuarta me la robaron, también en Valencia, en el garaje de mi propia casa, y también me jorobó lo mío, pero al menos esta vez no era mísero y no me costó mucho procurarme un recambio.

La quinta me la robaron en Moscú, y bueno, la consecuencia fue la adquisición del Bulto Misterioso que todavía hoy me sigue acompañando en mis desplazamientos por Valencia.

En todos los casos, el ladrón cortó el cable, probablemente con una herramienta similar a la que estaba usando en aquel momento, y ahí estaba yo, cortando un cable tras haber maldecido muchas veces a todo ladrón de bicicletas que haya malnacido. Cierto es que yo no me iba a llevar la bicicleta y que más bien iba a liberarla, pero bueno, aquella acción me estaba dejando un regusto amargo.

No pasaron ni cinco minutos cuando entré de nuevo en la casa con el cable cortado en la mano.

- Abi, ya tienes bicicleta. Mañana vamos a ponerla a punto.

Mañana. Porque para entonces ya se había hecho tarde.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (V): De turismo por Copenhague

El 1 de agosto, por lo tanto, llegué al aeropuerto de Copenhague en el horario ya habitual de las cinco de la tarde, lo cual dejaba bastante tiempo antes del anochecer escandinavo en verano. Abi, como la otra vez, me estaba esperando a la salida, así que, después de los besos y abrazos que tocaban, se nos planteó la cuestión de qué hacer.

- Pues igual podíamos hacer algo de turismo por Copenhague, que no lo he visto hasta hoy.
- Bueno, vale.

El aeropuerto de Copenhague está excelentemente comunicado con el centro de la ciudad, tanto por metro como por tren. Abi, que en eso sí que se enteraba, tecleó con su pulgar en su teléfono, levantó la cabeza y señaló un andén, al que llegó nuestro tren tres minutos después.

Menos de diez minutos más tarde, llegamos a la estación principal, atestada de gente un viernes por la tarde, y salimos a la calle. Estábamos en la zona comercial de la ciudad.

- ¿Dónde está el centro?
- Por allí.

Fuimos paseando por una calle repleta de tiendas. A nuestra derecha había lo que parecía un parque de atracciones.

- Ahí está el Tívoli. Entré una vez, pero hoy está lleno y no tenemos entradas.
- Ya.

Cruzamos una calle y llegamos a la plaza del Ayuntamiento, con el ayuntamiento al fondo.

- ¿Está chulo por dentro?
- Ah, no sé, no he entrado.

Dos años trabajando en el centro de Copenhague, tú, y ni por curiosidad...

- ¿Y esto qué es?
- ¿Una estatua?
- Más bien un monolito.
- ¡Si es el kilómetro cero de Dinamarca!

Y eso era en efecto. Parece el punto a partir del cual salen las carreteras radiales danesas, lo cual en Dinamarca tiene su punto, porque Copenhague está en una isla y en un extremo del país, a tiro de piedra de Suecia en general y de Malmoe en particular. Lo tenemos ahí, con pinta de miliario romano, estética medieval e indicación precisa de la distancia que separa ese punto de otras.

La verdad es que una lectura un poco más precisa de las inscripciones nos revela que el miliario en cuestión no es la partida de las radiales, como sucede en la plaza de Sol de Madrid, sino el comienzo de una sola carretera, la principal que atraviesa la isla de Selandia en la que estamos y que pasa por Roskilde, a 30 kilómetros, por Ringsted, a 60, y termina en Korsør, en la otra punta de la isla, a sus buenos 107 kilómetros de donde estamos. Ahí se acaba Selandia, y ya tendríamos que cruzar un pedazo de puente sobre el Mar del Norte para llegar a la siguiente isla, Fionia.

Pero estábamos visitando Copenhague, no haciendo ensoñaciones sobre viajes por aquí y por allá.

La verdad es que Abi, para llevar tres años en Dinamarca, no parecía ser precisamente una experta en Copenhague. Por poco no nos perdemos. Encontramos un edificio chulo, pero tuvimos que ver en el navegador que se trataba del palacio de Justicia; luego aparecimos por la universidad, trufada de bustos de profesores de la misma, alguno de los cuales eran celebridades mundiales, pero diríase que Abi aparecía por allí por primera vez. Vale que no era su propia universidad, pero, ¡leches!, que se trata de saber dónde vives.

Lo que sí reconoció fue la biblioteca de la universidad, que es donde ha ido en ocasiones a preparar trabajos de grupo con compañeros de su universidad (la de Roskilde, vamos), que, sin embargo, viven en Copenhague. La biblioteca estaba cerrada a esas horas, así que no me pude quedar más que con la fachada.

- Pues ya lo hemos visto todo.
- ¿Cómo? ¿Ya? ¿No hay una catedral o algo así?
- Igual sí, pero ahora estará cerrada.

Tecleé sobre el teléfono con cierta incredulidad, pero tampoco insistí demasiado.

- ¿Y la Sirenita?
- Está lejísimos. Y no vale la pena.

Eso parece cierto. Como ya vimos hace poco, la Sirenita comparte con el Manneken Pis el dudoso privilegio de ser la atracción turística más decepcionante de Europa. Y el Manneken Pis, por lo menos, está en pleno centro y no requiere un desplazamiento de cierta envergadura sólo para verlo.

- Bueno, pues, si quieres, vamos a cenar por algún sitio por aquí.
- Bæ...

Ya sabemos que no es exactamente una interjección danesa, sino una señal de que Abi no tiene demasiadas ganas de seguir la propuesta realizada en la frase anterior.

- Igual podemos ir a casa y comprar algo de camino. Mañana es mi cumpleaños y tengo que preparar cosas para comer, que por la tarde vamos a invitar a unos amigos.
- Ah... ¿Muchos?
- No. Sólo seis personas. Sin multitudes.

Total, que hasta ahí llegó la visita turística a Copenhague, al menos de momento. Tomamos el metro, que nos dejó en un estación ferroviaria a partir de la cual ya nos subimos a un tren que pararía cosa de media hora más tarde en la famosa Ørædessenår, más concretamente al mismo lado de un supermercado donde ya habíamos estado hacía unos meses.

Pero, durante este tiempo, una pregunta había estado rondándome la cabeza. Porque, seamos claro, lo del turismo por Copenhague, así como lo del cumpleaños de Abi, todo eso estaba muy bien, pero ¿había cizalla o no?

Entretanto, incluso en Dinamarca en verano se hace de noche, porque, entre el viaje desde Bruselas y el turismo veloz e incompleto por Copenhague, se estaba haciendo tarde.