Se supone que en Sochi van a tener lugar los Juegos Olímpicos de Invierno, tan lejos como dentro de cinco meses. Hay que reconocer que no es una noticia que se haya conocido ahora mismo, sino que ya llevamos tiempo con la murga, e incluso recuerdo haberme reunido con algunos de los miembros del comité organizador, de los que la verdad es que no puedo decir muchas cosas buenas. De hecho, no puedo decir ninguna, y que lo mejor que me pasó es que hablar con ellos no me costó dinero, cosa que no puede decir todo el mundo.
Sochi es una ciudad situada en la playa, a la misma orilla del Mar Negro, pero su término municipal es extensísimo y se mete en el Cáucaso. En poco más de sesenta kilómetros, se pasa de la costa, con un clima benigno en el que pocas competiciones de invierno pueden tener lugar, a cumbres de más de dos mil metros en las que, aquí sí, puedes montar unas pistas de esquí de aquí te espero. El hecho de que hasta ellas llegasen unos caminos de cabras y de que la infraestructura presente en la zona hiciera preferible cualquier otro lugar no detuvo a los promotores de la candidatura que, con un fuerte apoyo del presidente Putin, se salieron con la suya y lograron que el Comité Olímpico Internacional le otorgara la organización de la próxima olimpiada. Yo, la verdad, no sé en qué estaban pensando los miembros del comité ni qué les habrían prometido, pero, si visitaron el lugar y lo vieron, muy mal tenían que estar los otros candidatos para elegir esto.
El caso es que faltan cinco meses para que comiencen los juegos y yo estoy en Sochi, pero no en la playa, no, sino en el epicentro de la cosa, a pocos kilómetros de Krasnaya Poliana, en el complejo de pistas de esquí "Roza Jútor".
Lo primero que llama la atención al salir del aeropuerto de Ádler, que es el de Sochi y su región, es la turba de taxistas y todo tipo de peña que te ofrece sus servicios para llevarte. En Moscú, es verdad, también te abordan, pero con cierto silencio. Aquí te ofrecen sus servicios a grito pelado, no ya los espontáneos de toda la vida, sino incluso las matronas soviéticas al cargo de los taxis, digamos, oficiales.
- ¡Taxi! ¡Taxi! ¡Conmigo!
- ¡No! ¡Conmigo!
Mi compañera de viaje, alemana ella y que jamás antes había visitado Rusia, digamos que se dejaba guiar, pero es que hasta a mí me impresionó el guirigay que se montaba. Vamos, nosotros teníamos contratado un taxi del hotel al que íbamos (y que nos costó 3500 rublos, menuda clavada).
De camino, uno pensaría que a la zona olímpica llevaría una autopista de campanillas. Pues no. Es una carretera de un carril en cada sentido que en España sería de las medianejas, con el agravante de que todo el santo día (y la santa noche) hay camiones transportando materiales con la desesperación del que lleva un retraso irrecuperable. Y, como todo el mundo sabe, cuando en una carretera hay camiones a tutiplén, se circula como se circula. Además, uno giraba la cabeza y no veía más que obras a medio hacer, o más bien apenas empezadas ¿De verdad quieren estos tíos llegar a tiempo de acoger unas olimpiadas tan tarde como dentro de cinco meses?
Pasamos Krasnaya Poliana, y llegamos a Roza Jútor, un sitio muy chulo rodeado de montañas, y donde hay hoteles. Muchos hoteles. Todo está nuevecito e impecable. Lo malo es lo que no está o, si les oyes a ellos, lo que no está todavía.
Unas de las cosas que no está es una depuradora de agua. Mira que estamos en mitad de las montañas, pues el agua del grifo es de color blanco. No incolora, no, sino de color blanco. Dicen que el agua de Valencia tiene mucha cal, pero es que esto parecía cal mezclada con un poco de agua. Total, que decidimos ir a comprar agua, al menos. Fuera caía un aguacero que no cedió en todo el día, pero lo del agua, la de beber, parecía importante.
- ¿Dónde hay un supermercado, o una tienda de alimentación (el famoso "produkty") por aquí? - le preguntamos a una camarera que nos estaba sirviendo el desayuno.
La chica, que, de todas formas, no parecía muy espabilada, se quedó pensando un momento.
- Al comienzo del pueblo creo que hay algo.
- ¿Por dónde?
- Por allá, siguiendo la carretera.
- ¿Pero está muy lejos?
- No, la verdad es que no...
- ¿Eso cuánto es en metros?
No hubo respuesta.
- A pie no creo que se puede ir. No es que esté muy lejos, pero el camino no está asfaltado.
- Bueno, entonces, ¿cómo se llega?
- Yo creo que en autobús, recorriendo una parada.
Me preguntaba yo a esta gente cómo la elegían, cómo llegaban ellos hasta su puesto de trabajo, porque en autobús de línea seguro que no era. Para mí que los traían en un autobús en masa, con los ojos tapados para que no pudieran revelar dónde estaban.
Por supuesto, no se veía ni rastro de un autobús de línea. Tras un buen remojón, porque la lluvia no dejaba de caer, me dirigí a la recepcionista del hotel, que se la suponía avezada en estas lides.
- ¿Cómo se puede salir de aquí?
- Pues en autobús, creo.
- Ya ¿Y dónde para?
- Ah, pues... ahí detrás del telesilla, siguiendo un poco por la carretera.
- Vale. Y tendrán un horario, ¿verdad?
- Sí... lo tienen. Yo le hago una copia, pero la verdad es que, aunque tienen un horario, no lo siguen mucho.
Jo. Es verdad, que esto es Rusia. Mira, eso sí que está bien en Bélgica.
De todas formas, el horario ya era la repera. Los autobuses pasaban cada hora. No me extraña que no los hubiera a la vista. Luego había un montón de autobuses de alquiler. Miré a mi compañera, que al fin y al cabo era su primer día en Rusia, y decidí que, al fin y al cabo, igual meterla en un autobús ruso de línea iba a ser un choque cultural demasiado fuerte.
Parecía imposible que no pudiera haber forma de comprar agua en un sitio donde había seis hoteles y un telesilla (y eso es todo), con un río que bajaba de las montañas cruzando por el medio del lugar y un par de congresos anunciados.
Como seguíamos sin creerlo, salimos del hotel con la firme intención de encontrar un comercio, aunque sólo fuera uno. De lo que fuera.
Conflicto Rusia-Ucrania. Actualización mes de octubre
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