El funcionario de Tiranistán era un señor alto, alrededor de la treintena, que era perfectamente consciente del marrón que era aquello. El problema es que se trataba del último mono de su departamento, al que habían enviado a Moscú a ver si había suertecilla, sonaba la flauta y aquel disparate salía bien. Eso de que los últimos monos de cada sitio sean los que se encarguen de los problemas irresolubles ya me estaba empezando a sonar, por propia y dura experiencia.
Afortunadamente, el funcionario tiranio, al que llamaremos Salaroy, que da lo mismo que sea o no su verdadero nombre, porque en el Tiranistán como que esto no debe leerse demasiado, si de algo sabía, era de moda. De lo que no se enteraba era de Rusia y de Moscú, pero allí estaba yo para cubrir ese defectillo.
- Normalmente, un desfile de moda de este tipo deberíamos tardar unos tres meses en organizarlo.
- Y eso en casa, sin problemillas locales.
- Sí. Supongo que aquí es más difícil.
- Supones bien ¿Así que tres semanas?
Salaroy hizo un gesto de escepticismo.
- Es cuando viene el presidente.
Los de Tiranistán habían hecho su parte del trabajo. En el desfile se enseñarían diseños de tres reputados creadores tiranios: Dagoberto Merino, Argantonio Flemas y Jeremías Aljibe, que, en cuanto supieron que iban a ir a Moscú de gorra total y les iban montar un desfile sin más que poner los modelitos, supongo que aceptaron encantados. Así da gusto, con la billetera por delante.
- Salaroy, por cierto.
- ¿Sí, Alfor?
- Tú comprenderás que esto no va a salir precisamente gratis y que, con independencia de cómo hayáis quedado con Oskarl, el detalle de la agencia de modelos, del alquiler del local, la decoración... vamos, que algo va a costar.
- Bueno. No hay problema. Mi jefe ha dicho que podemos gastar...
Salaroy pronunció una cifra astronómica. Yo intenté mantener la compostura y no caerme para atrás ni echarme a reír, por lo menos hasta llegar a casa. Vale que en Tiranistán nadie rechistaba cuando el jefe hablaba, pero, por lo menos, comprendían que sus estupideces sólo podían compensarse con una generosidad apreciable. En este caso, yo jamás había tenido un presupuesto ni de la décima parte de eso para enfrentarme a mis problemas habituales.
- ¿Así que podemos gastar...?
Y repetí la cifra. El típico truco de ganar tiempo repitiendo lo que le acaban de decir a uno, sobre todo cuando es MUY sorprendente, para digerirlo un poco mejor.
- Bueno, si no es bastante, el Director del Departamento ha dicho que se lo digamos, que pone más - añadió Salaroy.
- Muy bien. Así me gusta, por si vamos justos - dije con aire de suficiencia, algo recuperado del susto que me llevé al oír la cifra.
- En otro país, quizá lo haríamos por la mitad, pero aquí, como nunca hemos hecho nada, no sabemos lo que puede costar.
- Buena prevención.
Hoy, desde luego. En 2001, en cambio, Moscú aún no era un lugar especialmente caro, y menos para los desfiles de moda. Que tampoco íbamos a contratar a la Vodiánova, a la que, por cierto, entonces creo que no la conocía nadie.
Nosotros también hicimos nuestra parte del trabajo: contactamos con una agencia de modelos, con unos diseñadores para que nos construyeran el tinglado, y finalmente llegó la cuestión de dónde diablos hacer el desfile de marras. Parecía que todo iba bien y que, pasmo increíble, íbamos camino de salir vivos y con éxito del asunto. Y entonces sucedió algo inevitable.
Tomemos nota: mientras todo el mundo temió que aquello fuera un desastre sin paliativos, que desencadenara la ira del presidente Ranzai, los encargados de lidiar con el toro éramos unos mindundis sin graduación. Ahora bien, en cuanto Salaroy habló con sus jefes y dio a entender que la cosa iba bien y que había buenas posibilidades de que el desfile fuera un éxito, comenzó a aparecer gente importante por Moscú.
El primero en aparecer fue un italiano melenudo. Al parecer, los diseñadores lo habían impuesto para la dirección artística del asuntillo. No sé lo que cobraría el italiano por la broma, pero probablemente más que mi sueldo de un trimestre, gastos aparte. El italiano se fue derecho a la agencia de modelos y lo puso todo manga por hombro, hasta que consiguió hacer él el casting.
- ¿Éste no tiene un poco de morro? - le dije a Salaroy.
- Bueno, es que los diseñadores confían en él. Los diseñadores pueden ser gente muy complicada, y es mejor tenerlos contentos. Yo no sé cómo lo hace, pero a él no le dicen nada. Eso sí, si no está él, todo son problemas.
- Vale. Pero, vaya, no me hubiera importado hacer a mí el casting de modelos.
- Yo los tengo muy vistos.
- Pero yo no.
- Bueno, no creo que sea un problema meternos.
- Bah, ya se lo diré a la agencia. Yo eso no me lo pierdo.
Después de obligar a la agencia a que les organizase un casting para el día siguiente por la tarde, el italiano quiso saber dónde iba a tener lugar el desfile. Hoy, con tres semanas de antelación, lo único que íbamos a poder encontrar sin alquilar puede que fuera algún establo, pero en 2001 todavía no había tanta gente haciendo cosas por Moscú y podíamos permitirnos escoger entre un par de sitios.
El italiano, que atendía por Emmanuelle Engatusso, era un pesado. No le gustaba nada. No sé yo si prefería que los diseñadores me echaran la bronca, antes que aguantar al italiano. Vimos un par de hoteles, y ni pum, como si tuviéramos tres meses, y no tres semanas, para tenerlo todo a punto. Ya estaba por mandarlo a hacer gárgaras, cuando me llamó Oskarl.
- ¿Qué pasa, Oskarl?
- El embajador del Tiranistán ha sugerido que el desfile se haga en el teatro Bolshoi.
- ¡Bien! ¿Y por qué no en el despacho de Putin? ¿O en la catedral?
Lo bueno de ser el solucionador de problemas irresolubles es que puedes ser un poco sarcástico, y te tienen que aguantar.
- El embajador - prosiguió Oskarl - se ha enterado de que está aquí el señor Engatusso, y le ha conseguido a través del ministerio de Cultura una visita al Bolshoi, a ver si le gusta. Estaría bien que lo acompañaras.
Lo malo de tener mujer e hijos que mantener es que no puedes enviar expresamente a freír espárragos a tu jefe, por muchas ganas que tengas.
Así que avisé a Engatusso de que teníamos otro sitio para visitar, hice el par de llamadas para abrir puertas que deben preceder en Rusia a todo paso, so pena de perder tiempo a raudales, y nos dirigimos al máximo templo de la danza, la música y la ópera en Moscú: al teatro Bolshoi.
Pero, de lo que nos sucedió allí, tocará escribir en la siguiente entrada, porque ésta ya va quedando demasiado larga.
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