Sí, en plural. O sea, más de uno. El vendedor tiene el suyo, y el comprador también tiene el suyo (al nuestro nos lo recomendó una compañera) ¿Y no bastaría con uno, como en España? Técnicamente sí, pero iba a cobrar el doble, así que se recomienda que cada parte lleve el suyo. La función, eso sí, es la misma que en España: hacer las comprobaciones en el Registro de la Propiedad y redactar los contratos. Y qué contratos, tú.
Si una escritura de compraventa en España se arregla con cuatro folios de papel sellado y las referencias obligadas al Código Civil y la Ley Hipotecaria, y ya nos parece exagerado, lo de Bélgica es directamente impresionante. De momento, empecemos por la señal.
En Bélgica, la señal es el 10% del precio final, y ahí está el notario para asegurarse. Si en España se resuelve con un apretón de manos, en Bélgica hay que ir a una de las dos notarías, firmar un documento bastante completo y, ojo, hay que haber transferido a la cuenta del notario de uno ese 10%. Los vendedores no verán el dinero hasta la venta final, pero tienen la seguridad de que está en la cuenta del notario, no en la de los vendedores. Además, se fija la fecha de la compraventa definitiva, que son cuatro meses, cuatro, desde el momento de la señal.
En esos cuatro meses, el vendedor debe dedicarse a vaciar el inmueble y dejarlo mondo y lirondo. El comprador debe dedicarse a conseguir el dinero y transferirlo justo antes de esos cuatro meses... a la cuenta de su notario. En España, el notario tiene la deferencia de dejar a las partes un rato solos en el despacho, para que se conozcan, charlen, se intercambien regalitos... aquí no hay regalitos que intercambiarse. Todo regalito pasa por la cuenta del notario.
Si el contrato de arras ya era tremendo, el de compraventa no sólo no le va a la zaga, sino que supera en complejidad hasta a las 36 páginas de condiciones generales de Microsoft, o de Appel. Los belgas tienen una legislación de inmuebles complejísima, con disposiciones sobre suelos, destinos posibles del inmueble, expedientes de obras, cabidas y la madre que los parió, además de las típicas menciones a derechos reales que no sorprenden a nadie y todo tipo de cláusulas porsiaca. La pera limonera. La poire citronière. Total: veintipico páginas de francés jurídico que toca descifrar y traducir de viva voz a Alfina, que, si ya en francés tiene cierto margen de mejora, en francés jurídico mejor me callo. Al acabar de interpretar, más que traducir, el texto, yo ya no tenía ni voz, y la cabeza me daba vueltas.
Luego está el asunto del precio. El precio está claro, pero, como en España, hay algo más: el equivalente al impuesto sobre transmisiones patrimoniales, que en Bruselas es el 12,5% del valor del bien. Entre eso, y lo que se llevan notario y registrador, la cosa se acerca peligrosamente al 15%. Y me niego a hablar sobre los bancos, cosa que dejo para otra entrada. En España, incluso con las últimas subidas impositivas (qué tiempos aquéllos del ITP al 6,5%...), es difícil superar el 12%. Y eso que allí suele haber... regalitos, que obviamente no tributan porque son liberalidades entre las partes, movidas por su buena educación.
Transferido que se hubo el pastizal a la cuenta del notario, ya sólo queda esperar e ir arrancando hojas del calendario, mientras uno va pensando en cositas como obras, mudanzas, y hace números y más números tratando de discernir si, con la menguada liquidez que le ha quedado, podrá afrontar los gastos que están por venir.
Así que llega el gran día, tras cuatro meses de espera, y nos reunimos en el despacho de nuestro notario, en presencia, también, del notario de los vendedores.
Un momento importante, que, claro, requiere de entrada propia, porque hoy se ha hecho tarde.
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