Después de ¿diecisiete? (ah, sí, diecisiete) años en Moscú, resulta que me fui de allí sin contar cómo es la experiencia de pasar allí un 25 de diciembre. Yo, hasta ahora, lo había hecho en dos ocasiones, una solo y la otra con la familia, y las dos porque no había más remedio que quedarse unos días más. Es una experiencia, sobre todo la primera, que es bastante difícil de recomendar. De hecho, todos los demás años logré eludir Moscú y me fui a pasar la Navidad a España, que es lo toda persona razonable haría, y más si uno es español, como servidor.
Este año, que ya no trabajo ni vivo en Moscú, y en una muestra más de la contradicción constante en que se está convirtiendo mi vida, y en especial mi vida religiosa, sin embargo he tomado un avión y, si el mundo no se ha acabado el viernes, cuando se publique esta entrada estaré en el Moscú de mis entretelas pasando, o más bien a punto de pasar, la Navidad con la familia.
Seguiré informando. Entretanto, feliz final de Adviento.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
domingo, 23 de diciembre de 2012
viernes, 21 de diciembre de 2012
A escondidas
Salí de casa con aire preocupado, aspecto de mala conciencia y un bulto voluminoso debajo del brazo. Era ya de noche, y lloviznaba en Bruselas, esa lluvia que no se sabe muy bien si es humedad condensada o chispas de agua que rebotan. Subí por la desierta calle, con aspecto más deprimido que después de haber escuchado toda la discografía de Pink Floyd en una cueva oscura. Sólo de vez en cuando, me giraba a mi derecha y a mi izquierda, para no despertar las sospechas de nadie. Llevaba una semana sin saber qué hacer.
Por la tarde, después de varios días de pesquisas infructuosas, había advertido volviendo a casa un pequeño montón abandonado que parecía favorable a mis propósitos, y que había aparecido durante el día, porque no estaba ni la víspera, ni en varios de los días anteriores. Vi el cielo abierto, aunque en realidad estaba gris y plomizo, como es habitual en Bruselas en estas fechas (y en casi todas las demás, al parecer). Subí a mi diminuta vivienda y, poco después, salí de ella con el bulto voluminoso.
Cuando llegué al montón que había visto por la tarde, miré a mi derecha y a mi izquierda, con más inseguridad que una niña de trece años en una discoteca gay, solté el bulto encima del montón de bolsas y me alejé rápidamente del lugar del despropósito, dando un rodeo para volver a mi casa y girándome con frecuencia para asegurarme de que no era seguido.
Por fin he conseguido tirar la basura en Bruselas, leches.
Por la tarde, después de varios días de pesquisas infructuosas, había advertido volviendo a casa un pequeño montón abandonado que parecía favorable a mis propósitos, y que había aparecido durante el día, porque no estaba ni la víspera, ni en varios de los días anteriores. Vi el cielo abierto, aunque en realidad estaba gris y plomizo, como es habitual en Bruselas en estas fechas (y en casi todas las demás, al parecer). Subí a mi diminuta vivienda y, poco después, salí de ella con el bulto voluminoso.
Cuando llegué al montón que había visto por la tarde, miré a mi derecha y a mi izquierda, con más inseguridad que una niña de trece años en una discoteca gay, solté el bulto encima del montón de bolsas y me alejé rápidamente del lugar del despropósito, dando un rodeo para volver a mi casa y girándome con frecuencia para asegurarme de que no era seguido.
Por fin he conseguido tirar la basura en Bruselas, leches.
martes, 18 de diciembre de 2012
Bélgica como unidad de destino (II)
Pues sí, llamar unido a este país en el que estoy viviendo es algo por lo menos exagerado. Bélgica es uno de los estados que surgieron de las revoluciones románticas del siglo XIX, igual que Grecia o buena parte de los Balcanes, y Polonia (bueno, Polonia estaba rodeada de potencias poco comprensivas y tuvo que esperar bastante a ser independiente) pero, a diferencia de todos estos países, a Bélgica no la unió la lengua, que siempre fue diferente.
Lo distintivo de la revolución belga es que fue a la vez católica y liberal, en una alianza circunstancial bastante inusitada. El rey de los Países Bajos, entre que era protestante y que lo liberal no acababa de gustarle, enfadó bastante a los industriales del sur del país (liberales, claro) y, de paso, a los católicos, que eran prácticamente todos, mientras que en el Norte la mayoría era protestante. No es que no hubiera católicos en el Norte, pero llevaban bastante tiempo domesticados desde la paz de Westfalia.
Para los que son de mi cuerda, ser católico y liberal a la vez se ve como algo difícil. Muy difícil. Si mezclas bien y con fuerza, puede que parezca que lo has juntado, pero una mezcla así es como el agua y el aceite y tiende a separarse. O se es una cosa, o la otra.
En Bélgica parecía que no. La peña era supercatólica, prácticamente con el cien por cien de la población bautizada y con un elevado porcentaje de sacerdotes y misioneros; y el país era liberal a base de bien, tanto, que no existe el título de Rey de Bélgica. Alberto II, que es el monarca local, es rey de los belgas, en una aplicación lógica del principio liberal de que el país no pertenece al rey, sino al pueblo, y de que la soberanía no viene de Dios, sino que es popular.
La mezcla funcionó durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Pero, para que la mezcla funcionara, había que sacudirla bien y ésa fue la función que cumplieron los enemigos exteriores. Los había. Bélgica es el sitio donde los europeos nos hemos estando pegando de tortas desde el siglo XV, y eso de que de repente fuera independiente, así, sin más, no estaba claro.
Primero estaba el rey de los Países Bajos, Guillermo I, que no veía claro eso de que una revolución liberal le hubiera partido el país en dos, y que encima se hubiera quedado con la parte menos poblada. Luego estaba el rey de Prusia, de profesión enemigo de todo lo que moviera por cualquier sitio. Y luego estaba Francia. A Francia le moló mucho que Bélgica, un país bastante francófono, se separara de Holanda, pensando que esa birria de país no podría seguir por su cuenta y se les echaría de brazos abiertos. Bélgica se declaró neutral, pero esta visto que hay declaraciones que están hechas para ser ignoradas, y la de neutralidad era una de ellas. Tanto en la Primera Guerra Mundial, como en la Segunda, los alemanes se metieron en el país. En la Segunda, de hecho, se metieron poco menos como Pedro por su casa. De hecho, para cabrear a un belga, se dice que no hay como contarles lo siguiente:
- Bélgica es un país muy pequeño - te dirá un belga.
- Nooooo... no es tan pequeño. Cuesta quince días atravesarlo en panzer.
Mientras hubo enemigos exteriores, la cosa fue bastante bien. Los problemas empezaron cuando llegó la paz...
Lo distintivo de la revolución belga es que fue a la vez católica y liberal, en una alianza circunstancial bastante inusitada. El rey de los Países Bajos, entre que era protestante y que lo liberal no acababa de gustarle, enfadó bastante a los industriales del sur del país (liberales, claro) y, de paso, a los católicos, que eran prácticamente todos, mientras que en el Norte la mayoría era protestante. No es que no hubiera católicos en el Norte, pero llevaban bastante tiempo domesticados desde la paz de Westfalia.
Para los que son de mi cuerda, ser católico y liberal a la vez se ve como algo difícil. Muy difícil. Si mezclas bien y con fuerza, puede que parezca que lo has juntado, pero una mezcla así es como el agua y el aceite y tiende a separarse. O se es una cosa, o la otra.
En Bélgica parecía que no. La peña era supercatólica, prácticamente con el cien por cien de la población bautizada y con un elevado porcentaje de sacerdotes y misioneros; y el país era liberal a base de bien, tanto, que no existe el título de Rey de Bélgica. Alberto II, que es el monarca local, es rey de los belgas, en una aplicación lógica del principio liberal de que el país no pertenece al rey, sino al pueblo, y de que la soberanía no viene de Dios, sino que es popular.
La mezcla funcionó durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Pero, para que la mezcla funcionara, había que sacudirla bien y ésa fue la función que cumplieron los enemigos exteriores. Los había. Bélgica es el sitio donde los europeos nos hemos estando pegando de tortas desde el siglo XV, y eso de que de repente fuera independiente, así, sin más, no estaba claro.
Primero estaba el rey de los Países Bajos, Guillermo I, que no veía claro eso de que una revolución liberal le hubiera partido el país en dos, y que encima se hubiera quedado con la parte menos poblada. Luego estaba el rey de Prusia, de profesión enemigo de todo lo que moviera por cualquier sitio. Y luego estaba Francia. A Francia le moló mucho que Bélgica, un país bastante francófono, se separara de Holanda, pensando que esa birria de país no podría seguir por su cuenta y se les echaría de brazos abiertos. Bélgica se declaró neutral, pero esta visto que hay declaraciones que están hechas para ser ignoradas, y la de neutralidad era una de ellas. Tanto en la Primera Guerra Mundial, como en la Segunda, los alemanes se metieron en el país. En la Segunda, de hecho, se metieron poco menos como Pedro por su casa. De hecho, para cabrear a un belga, se dice que no hay como contarles lo siguiente:
- Bélgica es un país muy pequeño - te dirá un belga.
- Nooooo... no es tan pequeño. Cuesta quince días atravesarlo en panzer.
Mientras hubo enemigos exteriores, la cosa fue bastante bien. Los problemas empezaron cuando llegó la paz...
domingo, 16 de diciembre de 2012
Bélgica como unidad de destino
La verdad es que ha sido escribir el título y darme la risa. Bélgica... ¿unidad de destino? ¿Unidad, de lo que sea?
Bélgica es el país más dividido del momento. Ríete de España, que tiene, mal que les pese a más de uno, una administración central que es la que corta el bacalao y dispone de la pasta, así como una lengua común (también, mal que les pese a algunos). Iba a decir que también tenemos una religión común, pero no sé si es el momento más adecuado para recordar eso.
Y ríete de Rusia. Rusia es un país con una lengua común, con una estructura federal de boquilla y rígidamente centralizada en realidad, que además está recuperando una religión predominante y que tiene una raza -eslava- que no es que sea superior, vale, pero... digamos que es un poquito más aceptable que las demás.
Bélgica, no.
Bélgica no tiene una administración central que merezca la pena mencionar. Los que mandan son las dos (tres, si se cuenta la capital) administraciones regionales. No tiene una lengua común. Uno va a Valonia, y más vale que sepa francés, porque no va a oír otra cosa; uno va a Flandes, y pasa lo que ya vimos en otra ocasión, hace ya tiempo.
Ya hace algún tiempo que los partidos independentistas flamencos (los valones son los pobres de la película y arman menos jaleo) entran tranquilamente en los muchísimos parlamentos que hay por aquí. Últimamente no montan una escandalera demasiado alta, porque, total, la diferencia entre lo que ya hay y la independencia pura y dura no es muy importante, y los nacionalismos exagerados, en un país que cobija un porrón de organizaciones internacionales, comenzando por la mayoría de los organismos de la Unión Europea y siguiendo por la OTAN, pues tampoco es que estén demasiado bien vistos en el mundo moderno.
La pregunta es cómo narices se ha llegado a este punto. Ahora están a punto de separarse y tienen intérpretes en el parlamento, pero porque realmente los necesitan, no como en el Senado español, que es para hacer la gracieta, pero estos chicos llevan como país soberano desde 1830, y entonces se separaron todos juntos en unión y eran la mar de amigos, y hasta llegaron a crear un imperio colonial bastante impresionante, cuando crear imperios coloniales estaba de moda.
Aquí, en este tiempo, tiene que haber pasado algo gordo, y creo que esa cosa tan gorda que les ha pasado es bastante parecida a la que ha pasado, y sigue pasando, en España. Con lo cual, será mejor pensar un poco sobre el asunto, porque España podría acabar siguiendo los pasos belgas, y es bueno que alguien vaya por delante para tomar nota del camino.
Hasta aquí, hoy. Me voy, que se me hace tarde.
Bélgica es el país más dividido del momento. Ríete de España, que tiene, mal que les pese a más de uno, una administración central que es la que corta el bacalao y dispone de la pasta, así como una lengua común (también, mal que les pese a algunos). Iba a decir que también tenemos una religión común, pero no sé si es el momento más adecuado para recordar eso.
Y ríete de Rusia. Rusia es un país con una lengua común, con una estructura federal de boquilla y rígidamente centralizada en realidad, que además está recuperando una religión predominante y que tiene una raza -eslava- que no es que sea superior, vale, pero... digamos que es un poquito más aceptable que las demás.
Bélgica, no.
Bélgica no tiene una administración central que merezca la pena mencionar. Los que mandan son las dos (tres, si se cuenta la capital) administraciones regionales. No tiene una lengua común. Uno va a Valonia, y más vale que sepa francés, porque no va a oír otra cosa; uno va a Flandes, y pasa lo que ya vimos en otra ocasión, hace ya tiempo.
Ya hace algún tiempo que los partidos independentistas flamencos (los valones son los pobres de la película y arman menos jaleo) entran tranquilamente en los muchísimos parlamentos que hay por aquí. Últimamente no montan una escandalera demasiado alta, porque, total, la diferencia entre lo que ya hay y la independencia pura y dura no es muy importante, y los nacionalismos exagerados, en un país que cobija un porrón de organizaciones internacionales, comenzando por la mayoría de los organismos de la Unión Europea y siguiendo por la OTAN, pues tampoco es que estén demasiado bien vistos en el mundo moderno.
La pregunta es cómo narices se ha llegado a este punto. Ahora están a punto de separarse y tienen intérpretes en el parlamento, pero porque realmente los necesitan, no como en el Senado español, que es para hacer la gracieta, pero estos chicos llevan como país soberano desde 1830, y entonces se separaron todos juntos en unión y eran la mar de amigos, y hasta llegaron a crear un imperio colonial bastante impresionante, cuando crear imperios coloniales estaba de moda.
Aquí, en este tiempo, tiene que haber pasado algo gordo, y creo que esa cosa tan gorda que les ha pasado es bastante parecida a la que ha pasado, y sigue pasando, en España. Con lo cual, será mejor pensar un poco sobre el asunto, porque España podría acabar siguiendo los pasos belgas, y es bueno que alguien vaya por delante para tomar nota del camino.
Hasta aquí, hoy. Me voy, que se me hace tarde.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
Repollos
Uno de los ingredientes por excelencia de la cocina rusa, junto con el alforfón, las patatas, la cebada perlada y esa bebida transparente de alta graduación, es el repollo.
El repollo, que en ruso es "kapusta", es la pesadilla de mucha gente que no lo traga. Y luego está el colmo, que es la "kvaschennaya kapusta", que es muy buena para la salud (mejor que la bebida transparente, desde luego) y equivalente, con todas las distancias que se quieran, al chucrut, o, si nos ponemos en plan alemán, al "Sauerkraut".
En Alsacia, a donde me han llevado mis circunstancias, esa región que va cambiando de Francia a Alemania según quién haya ganado la última guerra, el repollo también es importante y lo del chucrut es también muy popular. Yo estudié cerca de aquí y nos poníamos morados de chucrut, que donde estudié yo era Sauerkraut: barato y sano, aunque tirando a poco consistente.
Como el día había sido durillo, llegué a la cena con idea de hacerla ligera, así que nada mejor para mis auspicios que ver en el menú del restaurante un "choucroute strasbourgeoise". Con esto, me dije, y un poco de fruta de postre, a la cama con una digestión agradable, y mañana a otra cosa. Y, como después de todo estoy en Francia, seguro que las raciones son de "nouvelle cuisine", con un poco de comida en el centro de un plato enorme.
- Garçon! - le dije al mozo - Me trae un "choucroute strasbourgeoise" y, de postre, algo que tenga fruta.
Me las prometía muy felices, hasta que llegó el chucrut a la estrasburguesa: una montaña de chucrut en el centro del plato, rodeado de una "guarnición" de salchichas y patatas, que rebosaban por los lados del plato. Una bomba. Estos alsacianos...
- ¿Esto es el chucrut a la estrasburguesa?
- Sí, monsieur.
- Pues también podían avisar de lo que no es chucrut.
- Es para que no esté tan solo.
- Ah.
Como mi madre me enseñó que, una vez está la comida en el plato, no hay que dejarse nada, tuve que afilar los incisivos; pero, después de un esfuerzo supremo, conseguí dejarlo mondo y lirondo. Uf.
"Bueno, ahora un poco de fruta y ya está."
Ja.
El garçon me trajo una enorme copa de helado con avellanas azucaradas... y un trocito de manzana encima.
- Ya veo que tiene fruta.
- Como usted había pedido, monsieur.
- Claro, claro...
Salí del restaurante tambaleándome y, en lugar de irme derecho a la cama, tuve que dar una paseo de una hora antes de decidirme a hacerlo. Si no, luego, todo son pesadillas.
El repollo, que en ruso es "kapusta", es la pesadilla de mucha gente que no lo traga. Y luego está el colmo, que es la "kvaschennaya kapusta", que es muy buena para la salud (mejor que la bebida transparente, desde luego) y equivalente, con todas las distancias que se quieran, al chucrut, o, si nos ponemos en plan alemán, al "Sauerkraut".
En Alsacia, a donde me han llevado mis circunstancias, esa región que va cambiando de Francia a Alemania según quién haya ganado la última guerra, el repollo también es importante y lo del chucrut es también muy popular. Yo estudié cerca de aquí y nos poníamos morados de chucrut, que donde estudié yo era Sauerkraut: barato y sano, aunque tirando a poco consistente.
Como el día había sido durillo, llegué a la cena con idea de hacerla ligera, así que nada mejor para mis auspicios que ver en el menú del restaurante un "choucroute strasbourgeoise". Con esto, me dije, y un poco de fruta de postre, a la cama con una digestión agradable, y mañana a otra cosa. Y, como después de todo estoy en Francia, seguro que las raciones son de "nouvelle cuisine", con un poco de comida en el centro de un plato enorme.
- Garçon! - le dije al mozo - Me trae un "choucroute strasbourgeoise" y, de postre, algo que tenga fruta.
Me las prometía muy felices, hasta que llegó el chucrut a la estrasburguesa: una montaña de chucrut en el centro del plato, rodeado de una "guarnición" de salchichas y patatas, que rebosaban por los lados del plato. Una bomba. Estos alsacianos...
- ¿Esto es el chucrut a la estrasburguesa?
- Sí, monsieur.
- Pues también podían avisar de lo que no es chucrut.
- Es para que no esté tan solo.
- Ah.
Como mi madre me enseñó que, una vez está la comida en el plato, no hay que dejarse nada, tuve que afilar los incisivos; pero, después de un esfuerzo supremo, conseguí dejarlo mondo y lirondo. Uf.
"Bueno, ahora un poco de fruta y ya está."
Ja.
El garçon me trajo una enorme copa de helado con avellanas azucaradas... y un trocito de manzana encima.
- Ya veo que tiene fruta.
- Como usted había pedido, monsieur.
- Claro, claro...
Salí del restaurante tambaleándome y, en lugar de irme derecho a la cama, tuve que dar una paseo de una hora antes de decidirme a hacerlo. Si no, luego, todo son pesadillas.
domingo, 9 de diciembre de 2012
Arbolitos de Navidad
Hace unos días leí esta entrada en una de las bitácoras que sigo con cierta regularidad. Entonces no podía ni sospechar que sólo cinco días después estaría durmiendo a dos minutos del lugar del delito, pero, puesto que se da el caso, me he acercado a ver si realmente es verdad.
Lo es, lo es.
Ese bicho de dudoso gusto que han colocado en la Grand Place pasa por ser un árbol de Navidad cubista, al que cuesta cuatro euros montarse para hacer el chorra. Evidentemente, los turistas que pasan por la plaza, y que, con tanto puente y tanto billete barato, son legión, lo miran con algo de aprensión, mientras que los vendedores de árboles de Navidad que parecen árboles de Navidad van a la suya.
Cosas como ésas comienzan a ser habituales, me temo, en las ciudades europeas que van de modelnas. Todavía recuerdo cuando el "amigo" Gallardón colgó por la Castellana unas palabrejas hechas con bombillas, también de dudoso gusto ¿A quién se le ocurren esas ideas? Yo no sé quién es el iluminado alcalde de Bruselas, porque sólo llevo aquí unos días y tengo cosas más urgentes que solucionar, pero está visto que, entre el asuntillo de las basuras (ya tengo bolsas de todos los colores, ¡yupi!) y la ocurrencia del árbol eléctrico, tendré que enterarme.
Además, a diferencia de lo que pasaba en Moscú, ¡a éste voy a poder votarle!
Lo es, lo es.
Ese bicho de dudoso gusto que han colocado en la Grand Place pasa por ser un árbol de Navidad cubista, al que cuesta cuatro euros montarse para hacer el chorra. Evidentemente, los turistas que pasan por la plaza, y que, con tanto puente y tanto billete barato, son legión, lo miran con algo de aprensión, mientras que los vendedores de árboles de Navidad que parecen árboles de Navidad van a la suya.
Cosas como ésas comienzan a ser habituales, me temo, en las ciudades europeas que van de modelnas. Todavía recuerdo cuando el "amigo" Gallardón colgó por la Castellana unas palabrejas hechas con bombillas, también de dudoso gusto ¿A quién se le ocurren esas ideas? Yo no sé quién es el iluminado alcalde de Bruselas, porque sólo llevo aquí unos días y tengo cosas más urgentes que solucionar, pero está visto que, entre el asuntillo de las basuras (ya tengo bolsas de todos los colores, ¡yupi!) y la ocurrencia del árbol eléctrico, tendré que enterarme.
Además, a diferencia de lo que pasaba en Moscú, ¡a éste voy a poder votarle!
viernes, 7 de diciembre de 2012
Bofias
En España, tenemos a la Guardia Civil o a la Policía Nacional. Uno va por la calle, por ejemplo en Madrid, pensando en las musarañas, se mete por donde no debe, y le sale un tipo bajito con tricornio:
- ¿Dónde vaaaaaah? A ver si te das la vuelta ya, que te voy a meter un paquete que vas a tener que ir llorando a que te arregle tu mamá.
- ¿...?
- ¿Qué pachaaaa? ¿No me oyes? ¿Dónde tienes las orejas? ¿En la p*nt* de la p*ll*?
Y te das la vuelta corriendo, mientras el servidor público se ríe y te llama de capullo para arriba.
En Moscú, está la milicia, actualmente policía. Uno va paseando por Moscú mirando al suelo, porque si no mira al suelo se pega un morrón seguro, se mete por algún edificio público, y le aparece un miliciano gordo con un gorro de piel que le hace más alto de lo que realmente es:
- ¿Va usted lejos?
- ¿...?
- Enséñeme los documentos -dice, mientras te apunta con el arma-. No se mueva. Mitia, Misha, tenemos un intruso. Detengámoslo.
Te detienen, pero con mil rublos sales del paso, aunque seas un terrorista armado.
Acostumbrado a este tipo de fuerzas del orden, ayer iba por Bruselas pensando en las musarañas y tratando de pasar cuanto antes el mal trago del aguanieve que estaba cayendo. En esto, se me acercó un tipo de dos metros y complexión recia, que me dijo:
- Estoy desolado, pero no le puedo dejar pasar por aquí. Le puedo proponer este camino de ahí, que le llevará al otro lado del edificio y ahí podrá seguir tranquilamente.
Yo me puse a ver si había alguna cámara oculta.
- ¿Q... Qué?
- Sí, no se preocupe. Sólo son unos metros. Puede ir por ahí.
- B... Bien, gracias, lo haré así.
- Le deseo una buena tarde. Y perdone por la molestia.
Le perdoné, claro. A ver quién no.
Parece que en algo he salido ganando.
- ¿Dónde vaaaaaah? A ver si te das la vuelta ya, que te voy a meter un paquete que vas a tener que ir llorando a que te arregle tu mamá.
- ¿...?
- ¿Qué pachaaaa? ¿No me oyes? ¿Dónde tienes las orejas? ¿En la p*nt* de la p*ll*?
Y te das la vuelta corriendo, mientras el servidor público se ríe y te llama de capullo para arriba.
En Moscú, está la milicia, actualmente policía. Uno va paseando por Moscú mirando al suelo, porque si no mira al suelo se pega un morrón seguro, se mete por algún edificio público, y le aparece un miliciano gordo con un gorro de piel que le hace más alto de lo que realmente es:
- ¿Va usted lejos?
- ¿...?
- Enséñeme los documentos -dice, mientras te apunta con el arma-. No se mueva. Mitia, Misha, tenemos un intruso. Detengámoslo.
Te detienen, pero con mil rublos sales del paso, aunque seas un terrorista armado.
Acostumbrado a este tipo de fuerzas del orden, ayer iba por Bruselas pensando en las musarañas y tratando de pasar cuanto antes el mal trago del aguanieve que estaba cayendo. En esto, se me acercó un tipo de dos metros y complexión recia, que me dijo:
- Estoy desolado, pero no le puedo dejar pasar por aquí. Le puedo proponer este camino de ahí, que le llevará al otro lado del edificio y ahí podrá seguir tranquilamente.
Yo me puse a ver si había alguna cámara oculta.
- ¿Q... Qué?
- Sí, no se preocupe. Sólo son unos metros. Puede ir por ahí.
- B... Bien, gracias, lo haré así.
- Le deseo una buena tarde. Y perdone por la molestia.
Le perdoné, claro. A ver quién no.
Parece que en algo he salido ganando.
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Basuras
Yo pensaba que en Bélgica, que es un país de la Europa Occidental, civilizado y tralarí tralará, habría pocas cosas de las que sorprenderse, y que la adaptación sería rapidísima, incolora, inodora e insípida. Pues rapidísima, puede; incolora, puede que también; insípida, no lo niego...
Pero lo que no parece que vaya a ser es inodora.
Lo de la gestión de basuras me lo han contado ya varias veces, y no acabo de entenderlo. Uno viene de España, donde hay contenedores de varios colores repartidos por las calles, y donde uno puede depositar papel, cartón, vidrios, envases reciclables y el resto tirarlo al contenedor de toda la vida. Hay contenedores a tutiplén, y no son difíciles de usar. Vale.
En Rusia, claro, es muchísimo más fácil. Sólo está el contenedor de toda la vida, y ahí echas absolutamente todo: vidrios, piedras, papel, trineos... lo que quieras. A veces hay que fijarse, por si alguien está durmiendo la mona dentro, pero eso no hace sino corroborar que todos los desechos van al mismo sitio.
En Bruselas, señores míos, no hay contenedores en absoluto.
Las basuras se meten en unas bolsas oficiales de distintos colores que uno adquiere todavía no sé dónde, y ojito con confundirse, porque parece que aquí la delación vecinal funciona de maravilla. Además, no hay recogida todos los días, sino sólo de vez en cuando y, si el día que toca recogida no estás listo, se siente y espérate hasta la semana siguiente y quédate con la basura en casa. Así, no me extraña que la gente sólo coma pescado en los restaurantes.
Cuando entré en el piso enano que he alquilado hasta que se me reúna la familia, encontré unas cuantas bolsas de color blanco en un cajón. Desplegué una, y era tan grande que dudé si era una bolsa de basura o una sábana reciclable.
"¿Esto es para mí, o para todo el barrio?", pensé.
Como vivo solo de momento, y tiene toda la pinta de que voy a viajar más que hasta ahora, para llenar una bolsa puedo estarme meses, sin exagerar ni un poquito. Vamos, de hecho estoy pensando seriamente en llevarme los envases al trabajo y librarme de ellos allí.
Sí, ya sé que bastante lectores de esta bitácora viven en Alemania y que allí también se las traen, pero, viniendo desde Rusia, lo de aquí es un choque cultural importante. Y lo de, como ayer, ver montones de bolsas blancas tiradas por ahí y el camión de la basura pasando a las siete de la tarde por el mismísimo centro, directamente alucinante.
En fin, no sé si atreverme a freír un huevo. Si limpio bien las cáscaras no olerá mucho...
Pero lo que no parece que vaya a ser es inodora.
Lo de la gestión de basuras me lo han contado ya varias veces, y no acabo de entenderlo. Uno viene de España, donde hay contenedores de varios colores repartidos por las calles, y donde uno puede depositar papel, cartón, vidrios, envases reciclables y el resto tirarlo al contenedor de toda la vida. Hay contenedores a tutiplén, y no son difíciles de usar. Vale.
En Rusia, claro, es muchísimo más fácil. Sólo está el contenedor de toda la vida, y ahí echas absolutamente todo: vidrios, piedras, papel, trineos... lo que quieras. A veces hay que fijarse, por si alguien está durmiendo la mona dentro, pero eso no hace sino corroborar que todos los desechos van al mismo sitio.
En Bruselas, señores míos, no hay contenedores en absoluto.
Las basuras se meten en unas bolsas oficiales de distintos colores que uno adquiere todavía no sé dónde, y ojito con confundirse, porque parece que aquí la delación vecinal funciona de maravilla. Además, no hay recogida todos los días, sino sólo de vez en cuando y, si el día que toca recogida no estás listo, se siente y espérate hasta la semana siguiente y quédate con la basura en casa. Así, no me extraña que la gente sólo coma pescado en los restaurantes.
Cuando entré en el piso enano que he alquilado hasta que se me reúna la familia, encontré unas cuantas bolsas de color blanco en un cajón. Desplegué una, y era tan grande que dudé si era una bolsa de basura o una sábana reciclable.
"¿Esto es para mí, o para todo el barrio?", pensé.
Como vivo solo de momento, y tiene toda la pinta de que voy a viajar más que hasta ahora, para llenar una bolsa puedo estarme meses, sin exagerar ni un poquito. Vamos, de hecho estoy pensando seriamente en llevarme los envases al trabajo y librarme de ellos allí.
Sí, ya sé que bastante lectores de esta bitácora viven en Alemania y que allí también se las traen, pero, viniendo desde Rusia, lo de aquí es un choque cultural importante. Y lo de, como ayer, ver montones de bolsas blancas tiradas por ahí y el camión de la basura pasando a las siete de la tarde por el mismísimo centro, directamente alucinante.
En fin, no sé si atreverme a freír un huevo. Si limpio bien las cáscaras no olerá mucho...
lunes, 3 de diciembre de 2012
La ciudad sin río
La ciudad sin mar ni río en la que me encuentro es nada menos que la capital de Europa, Bruselas, que no está junto al mar, ni tampoco tiene río. Bueno, tenerlo lo tiene, pero es una birria tan grande, además de fatalmente contaminado, que lo tiene escondido, bajo tierra, como si tuviera vergüenza de él. Eso es algo en lo que Bruselas se parece un poco a Moscú. En Moscú, como todo el mundo sabe, hay un río ancho como él solo en superficie, el Moscova (así se dice en español), pero también hay un río que en tiempos estaba a la vista, pero que ha terminado por discurrir entubado, como Franco en 1975, por la parte subterránea de la ciudad. Es el Neglinnaya. De hecho, Moscú se fundó seguramente en lo que hoy es la colina Vorobitskaya, en la confluencia entre el Moscova y el Neglinnaya.
El aterrizaje en Bruselas ha sido accidentado. Para empezar, por la historia de mi maleta, que se ha perdido en uno de los accidentes más rocambolescos de la historia del extravío y que contaré en cuanto haya repuesto un poco mi vestuario y me haya recuperado del estupor que tengo encima; para continuar, porque salí de Moscú con una de las mayores nevadas de los últimos tiempos, aunque cuando salí ya se estaba derritiendo, y me encontré en Bruselas, donde no se puede decir que nieve gran cosa, con otra nevada, y no de las más suaves. En un día vi sol, lluvia y nieve, así, con un par.
Bueno, y a los que se preocupaban por la presunta desaparición de la bitácora, no puedo sino darles las gracias por su seguimiento. No sospechaba yo que esta bitácora se tuviera en tan alta estima. Yo voy a seguir escribiendo de lo que me salga, que es más o menos lo que he venido haciendo hasta ahora, pero, debido a mi proceso de generación de entradas, es probable que Rusia vaya desapareciendo poco a poco de la temática de las mismas.
¿Que cómo surgen las entradas? Pues las entradas surgen a medida que me pasan las cosas y enlazo vivencias y pensamientos con la pluma. Por ejemplo, la serie de los gostis, que parece que se ha hecho famosa, surgió cuando este verano pasé por delante del resucitado "Hungry Duck", y recordé la noche apoteósica que pasé con Tortajada y sus colegas en el primitivo "Hungry". Pero, cuando me puse a escribir, pensé que mejor sería presentar al grupo desde el principio, y así fue como salió toda la serie.
O el otro día, con la entrada sobre Nésterov, que se me ocurrió cuando entré en el monasterio de Marta y María, y resulta que los frescos eran suyos. Y la de Tarkovsky (sí, que aún traerá cola) se me ocurrió tras las tres horas de ver Andrei Rubliov. Sí, tres horas de película dan para calentarse mucho los cascos.
Pero, claro, en Bruselas me va a faltar el contacto con el terruño ruso para enlazar pensamientos que satisfagan a los rusófilos que me visitan (o no, a saber). Aquí, y más viviendo en el mismísimo centro de la ciudad, lo único que se me ocurre ahora mismo son pensamientos sobre gofres, chocolate, patatas fritas y mejillones. Y eso que ya he cenado.
No sé, ya veremos. De momento, lo que es seguro es que me va a tocar escribir una entrada sobre la maleta. Pero eso será otro día, porque hay cosas que no cambian, y una de ellas es que se hace tarde, y mañana hay que currar temprano.
El aterrizaje en Bruselas ha sido accidentado. Para empezar, por la historia de mi maleta, que se ha perdido en uno de los accidentes más rocambolescos de la historia del extravío y que contaré en cuanto haya repuesto un poco mi vestuario y me haya recuperado del estupor que tengo encima; para continuar, porque salí de Moscú con una de las mayores nevadas de los últimos tiempos, aunque cuando salí ya se estaba derritiendo, y me encontré en Bruselas, donde no se puede decir que nieve gran cosa, con otra nevada, y no de las más suaves. En un día vi sol, lluvia y nieve, así, con un par.
Bueno, y a los que se preocupaban por la presunta desaparición de la bitácora, no puedo sino darles las gracias por su seguimiento. No sospechaba yo que esta bitácora se tuviera en tan alta estima. Yo voy a seguir escribiendo de lo que me salga, que es más o menos lo que he venido haciendo hasta ahora, pero, debido a mi proceso de generación de entradas, es probable que Rusia vaya desapareciendo poco a poco de la temática de las mismas.
¿Que cómo surgen las entradas? Pues las entradas surgen a medida que me pasan las cosas y enlazo vivencias y pensamientos con la pluma. Por ejemplo, la serie de los gostis, que parece que se ha hecho famosa, surgió cuando este verano pasé por delante del resucitado "Hungry Duck", y recordé la noche apoteósica que pasé con Tortajada y sus colegas en el primitivo "Hungry". Pero, cuando me puse a escribir, pensé que mejor sería presentar al grupo desde el principio, y así fue como salió toda la serie.
O el otro día, con la entrada sobre Nésterov, que se me ocurrió cuando entré en el monasterio de Marta y María, y resulta que los frescos eran suyos. Y la de Tarkovsky (sí, que aún traerá cola) se me ocurrió tras las tres horas de ver Andrei Rubliov. Sí, tres horas de película dan para calentarse mucho los cascos.
Pero, claro, en Bruselas me va a faltar el contacto con el terruño ruso para enlazar pensamientos que satisfagan a los rusófilos que me visitan (o no, a saber). Aquí, y más viviendo en el mismísimo centro de la ciudad, lo único que se me ocurre ahora mismo son pensamientos sobre gofres, chocolate, patatas fritas y mejillones. Y eso que ya he cenado.
No sé, ya veremos. De momento, lo que es seguro es que me va a tocar escribir una entrada sobre la maleta. Pero eso será otro día, porque hay cosas que no cambian, y una de ellas es que se hace tarde, y mañana hay que currar temprano.
domingo, 2 de diciembre de 2012
Поехали!
La frase se supone que es de Yuri Gagarin, que la pronunció al dar la salida al primer vuelo tripulado al espacio. El tripulante, como todo quisqui sabe, era él.
Sirva, pues, esta palabra para dar punto final a esta aventura, y para desear no se cumplan en mí las palabras que el gran Quevedo pone en boca del Buscón don Pablos : Nunca mejora de estado quien sólo muda de lugar, y no de vida y costumbres.
Sirva, pues, esta palabra para dar punto final a esta aventura, y para desear no se cumplan en mí las palabras que el gran Quevedo pone en boca del Buscón don Pablos : Nunca mejora de estado quien sólo muda de lugar, y no de vida y costumbres.
sábado, 1 de diciembre de 2012
Andrey Rubliov
El director soviético de cine Andrey Tarkovsky, tras filmar una de sus películas más conocidas, Andrei Rubliov, concedió esta interesantísima entrevista en que habla de su visión artística. Es digna de verse con gran atención.
Confieso que tengo debilidad por Tarkovsky. Es verdad que la versión completa de sus grandes películas se acerca a las tres horas de duración, pero yo las paso con gusto. De momento, quiero que mi última entrada en suelo ruso introduzca un tema al que estaría bien volver más adelante : por qué en Rusia ha habido históricamente unos pedazos de artista de lo mejorcito a nivel mundial, mientras que, por ejemplo, en Alemania comparativamente lo que hay es una caterva de aprendices.
miércoles, 28 de noviembre de 2012
El pintor encasillado
¿Qué es lo que hace una persona cuando lo que ha sido su profesión hasta los 55 años se convierte en algo prohibido, y cuyo ejercicio puede con certeza llevarle a la muerte? Pues renovarse o morir. Mijaíl Nésterov, que es ese señor de la imagen, pintada por él mismo, decidió renovarse.
Sobre encasillamientos, y por propia experiencia, ya se ha escrito algo en esta bitácora. Nésterov era en 1917 un pintor encasillado, y además encasillado voluntariamente. Tenía 55 años, estaba en la cumbre de su fama, y desde su juventud más temprana se había distinguido como un pintor que destacaba en la pintura religiosa, con un cariño especial por la Rusia anterior a Pedro I, que es lo que en las últimas entradas hemos caracterizado como eslavófilo. Uno de los personajes más frecuentes en sus obras era San Sergio de Rádonezh, protagonista del cuadro que le llevó a la fama: La visión del joven Bartolomé.
A partir de ahí, a Nésterov le esperaba una carrera repleta de éxitos en el curso de la cual llevó el cuadro religioso al final del camino que le había abierto Iván Kramskoy, alejado del academicismo y más cercano a la religión como una experiencia personal, pocas veces compatible con la gloria del mundo. Normalmente Nésterov, en sus pinturas, muestra cierto desdén por los jerarcas eclesiásticos, y muchísima simpatía por los religiosos del montón. Destacó, además, como pintor de frescos, y en especial, y porque están en el centro de Moscú a la vista de todo el mundo, se pueden mencionar los del monasterio de Marta y María, aunque no es sencillo llegar hasta ellos. Pero del monasterio de Marta y María, por donde precisamente he pasado hace un rato, tocará escribir en otra ocasión.
Éste es el fresco del que Nésterov estaba más satisfecho, pero para un residente en Rusia es un pelín complicado de visitar, porque está en Abastumani, un pueblecito de la Georgia profunda de poco más de mil habitantes. Y ya se sabe que no corren buenos tiempo en las relaciones entre Georgia y Rusia (lo vimos aquí, y aquí).
En esto, llegó 1917 y las cosas se torcieron. Nésterov dejó casi automáticamente de pintar cuadros religiosos; desde luego, no había quien tuviera narices de encargárselos, y bastante tenía la Iglesia Ortodoxa Rusa con tratar en vano de esquivar los capones que le iban cayendo. Y, por su cuenta, como se hubiera puesto como si nada a pintar cuadros religiosos, el primero que le pillaran iba a ser su última obra.
Nésterov, sin arrepentirse nunca de su obra pasada, ni exiliarse, como otros (aunque no se movieran), simplemente cambió de especialidad y se convirtió en retratista, una modalidad que hasta entonces había cultivado bastante de refilón. Siguió activo hasta su muerte, en 1942, y en esos años le dio tiempo a retratar a la flor y nata de intelectualidad moscovita... como en su día había hecho también Kramskoy, para mi gusto el mejor retratista ruso de cualquier época. Y era bueno, leches, ya lo creo que era bueno.
Iván Pavlov, el famoso científico que ha dado nombre al reflejo condicionado. El cuadro es de 1935 y el autor, Nésterov, tenía 73 años y está visto que no le temblaba la mano ni un poquito.
Al final de su vida, era miembro de la Orden de la Bandera Roja del Trabajo y, en 1941, incluso recibió el premio Stalin. Para haber sido un pintor religioso hasta los 55 años, hay que reconocer que el bandazo no está mal. Pero de bandazos mejor me callo, porque el que me espera a mí se las trae.
Sobre encasillamientos, y por propia experiencia, ya se ha escrito algo en esta bitácora. Nésterov era en 1917 un pintor encasillado, y además encasillado voluntariamente. Tenía 55 años, estaba en la cumbre de su fama, y desde su juventud más temprana se había distinguido como un pintor que destacaba en la pintura religiosa, con un cariño especial por la Rusia anterior a Pedro I, que es lo que en las últimas entradas hemos caracterizado como eslavófilo. Uno de los personajes más frecuentes en sus obras era San Sergio de Rádonezh, protagonista del cuadro que le llevó a la fama: La visión del joven Bartolomé.
A partir de ahí, a Nésterov le esperaba una carrera repleta de éxitos en el curso de la cual llevó el cuadro religioso al final del camino que le había abierto Iván Kramskoy, alejado del academicismo y más cercano a la religión como una experiencia personal, pocas veces compatible con la gloria del mundo. Normalmente Nésterov, en sus pinturas, muestra cierto desdén por los jerarcas eclesiásticos, y muchísima simpatía por los religiosos del montón. Destacó, además, como pintor de frescos, y en especial, y porque están en el centro de Moscú a la vista de todo el mundo, se pueden mencionar los del monasterio de Marta y María, aunque no es sencillo llegar hasta ellos. Pero del monasterio de Marta y María, por donde precisamente he pasado hace un rato, tocará escribir en otra ocasión.
Éste es el fresco del que Nésterov estaba más satisfecho, pero para un residente en Rusia es un pelín complicado de visitar, porque está en Abastumani, un pueblecito de la Georgia profunda de poco más de mil habitantes. Y ya se sabe que no corren buenos tiempo en las relaciones entre Georgia y Rusia (lo vimos aquí, y aquí).
En esto, llegó 1917 y las cosas se torcieron. Nésterov dejó casi automáticamente de pintar cuadros religiosos; desde luego, no había quien tuviera narices de encargárselos, y bastante tenía la Iglesia Ortodoxa Rusa con tratar en vano de esquivar los capones que le iban cayendo. Y, por su cuenta, como se hubiera puesto como si nada a pintar cuadros religiosos, el primero que le pillaran iba a ser su última obra.
Nésterov, sin arrepentirse nunca de su obra pasada, ni exiliarse, como otros (aunque no se movieran), simplemente cambió de especialidad y se convirtió en retratista, una modalidad que hasta entonces había cultivado bastante de refilón. Siguió activo hasta su muerte, en 1942, y en esos años le dio tiempo a retratar a la flor y nata de intelectualidad moscovita... como en su día había hecho también Kramskoy, para mi gusto el mejor retratista ruso de cualquier época. Y era bueno, leches, ya lo creo que era bueno.
Iván Pavlov, el famoso científico que ha dado nombre al reflejo condicionado. El cuadro es de 1935 y el autor, Nésterov, tenía 73 años y está visto que no le temblaba la mano ni un poquito.
Al final de su vida, era miembro de la Orden de la Bandera Roja del Trabajo y, en 1941, incluso recibió el premio Stalin. Para haber sido un pintor religioso hasta los 55 años, hay que reconocer que el bandazo no está mal. Pero de bandazos mejor me callo, porque el que me espera a mí se las trae.
lunes, 26 de noviembre de 2012
El maestro Juan Martínez
Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeño y ni se sospechaba que fuera a pisar Rusia algún día, pero se sabía positivamente que me gustaba la historia, que en la herencia de su madre, mi bisabuela, había un libro que se había publicado por fascículos sobre un bailarín español que había pasado la guerra civil rusa y que contaba cómo fue aquello. "Aquello sí que fue duro, más incluso que lo nuestro", decía mi abuela. Teniendo en cuenta que mi abuela se convirtió en viuda de guerra, que en guerra pasó las de Caín, y que se libró por los pelos del paseo y de dejar huérfana del todo a mi madre, el libro le tuvo que impresionar bastante.
Sin embargo, a continuación, mi abuela se lamentaba de que los coherederos habían hecho desaparecer el libro, y que por eso no podía pasármelo a mí, su nieto y ahijado. Por las fechas, debió ser la edición prínceps de 1934 la que formaba parte de la herencia; en las décadas siguientes, el autor debió tener problemas para imprimir sus obras en España, pues se trataba de Manuel Chaves Nogales, un periodista sevillano de izquierdas bastante incomprendido por toda la España de entonces, y la de después, que se exilió al comenzar la Guerra Civil española.
Con los años, sin embargo, pude leer el libro, en las ediciones posteriores a 1975, cuya portada aparece en la imagen que ilustra esta entrada. Narra las aventuras (mejor dicho, las desventuras) de una pareja de bailarines de flamenco que, en 1917, tienen dificultades para conseguir contratos, en plena Primera Guerra Mundial, y les dice que Rusia está muy bien y que la guerra ni se nota y que hay contratos a mansalva. Eso es dar un buen consejo, ¿verdad? El resultado es, como sabemos los que tenemos la ventaja de vivir en el futuro, muy diferente al prometido, y los dos bailarines, Juan y Sole, van dando tumbos de mala manera durante los seis años siguientes, por Moscú, San Petersburgo y, la mayor parte del libro, Kíev, pasando hambre, temiendo por su vida y llevando, en suma, una vida de lo más desastrada, hasta que en 1923 consiguen salir del país.
En estos seis años, Juan Martínez, el protagonista, blasona de que llega a hablar ruso igual que los mismos rusos. Para los que llevamos algún tiempo más en el país del que él llegó a estar, no es difícil encontrarle, sobre todo en la transcripción de nombres, faltas que ponen a las claras que, como casi todos los españoles, Juan Martínez es de lo más optimista cuando juzga su propio dominio de los idiomas.
A pesar de eso, el libro es interesantísimo para los que estén atraídos por la Historia contemporánea rusa. Eso sí, no es un tratado de Historia de la Guerra Civil rusa, sino una narración de las peripecias de la pareja protagonista, en plan muy personal, en las que aparecen bolcheviques, blancos, independentistas y polacos, y todo tipo de personajes, la mayoría de los cuales está retratada de forma bastante negativa. Y no es para menos, teniendo en cuenta la que estaban montando y cómo se estaban cargando el país.
Sin embargo, lo que más me impresionó del libro fue el momento en que Juan Martínez y Sole, ya hacia el final de la obra, abandonan el país con rumbo a Estambul, en un barco donde se han colado sobornando a diestro y siniestro con sus últimas joyas. Juan Martínez llora porque deja Rusia y sabe que no volverá, y eso que lo ha pasado de purísima pena y ha estado más de tres y más de cuatro veces a punto de quedarse allí de cuerpo presente. Y eso es así y prácticamente todos los que han abandonando Rusia así lo atestiguan: por pésima que sea la calidad de vida (lo sigue siendo, aunque menos que antes), Rusia engancha de alguna manera, y todo el que ha pasado por aquí echa de menos el país, aunque casi nadie sea capaz de decir exactamente por qué. Bueno, los que salen de marcha y ponen cara de periscopio en las discotecas saben perfectamente qué echan de menos, pero no me refiero a eso.
No digamos yo, que no tengo queja alguna de la vida que he estado llevando estos últimos años, con todos los líos que hay, y que si salgo del país es porque... porque ya toca, supongo, asuntos laborales aparte, que no vienen al caso y que, como sabe todo el que ha seguido esto, no forman parte de la temática de esta bitácora.
Así que veremos qué hago yo cuando suba al avión, porque, si Juan Martínez, que casi lo matan, llora como un niño cuando sale del país, no sé qué voy a tener yo, que entré con las manos en los bolsillos y salgo bastante mejor que cuando entré.
Pero eso, me temo, que lo sabré al final de esta semana. No antes.
Sin embargo, a continuación, mi abuela se lamentaba de que los coherederos habían hecho desaparecer el libro, y que por eso no podía pasármelo a mí, su nieto y ahijado. Por las fechas, debió ser la edición prínceps de 1934 la que formaba parte de la herencia; en las décadas siguientes, el autor debió tener problemas para imprimir sus obras en España, pues se trataba de Manuel Chaves Nogales, un periodista sevillano de izquierdas bastante incomprendido por toda la España de entonces, y la de después, que se exilió al comenzar la Guerra Civil española.
Con los años, sin embargo, pude leer el libro, en las ediciones posteriores a 1975, cuya portada aparece en la imagen que ilustra esta entrada. Narra las aventuras (mejor dicho, las desventuras) de una pareja de bailarines de flamenco que, en 1917, tienen dificultades para conseguir contratos, en plena Primera Guerra Mundial, y les dice que Rusia está muy bien y que la guerra ni se nota y que hay contratos a mansalva. Eso es dar un buen consejo, ¿verdad? El resultado es, como sabemos los que tenemos la ventaja de vivir en el futuro, muy diferente al prometido, y los dos bailarines, Juan y Sole, van dando tumbos de mala manera durante los seis años siguientes, por Moscú, San Petersburgo y, la mayor parte del libro, Kíev, pasando hambre, temiendo por su vida y llevando, en suma, una vida de lo más desastrada, hasta que en 1923 consiguen salir del país.
En estos seis años, Juan Martínez, el protagonista, blasona de que llega a hablar ruso igual que los mismos rusos. Para los que llevamos algún tiempo más en el país del que él llegó a estar, no es difícil encontrarle, sobre todo en la transcripción de nombres, faltas que ponen a las claras que, como casi todos los españoles, Juan Martínez es de lo más optimista cuando juzga su propio dominio de los idiomas.
A pesar de eso, el libro es interesantísimo para los que estén atraídos por la Historia contemporánea rusa. Eso sí, no es un tratado de Historia de la Guerra Civil rusa, sino una narración de las peripecias de la pareja protagonista, en plan muy personal, en las que aparecen bolcheviques, blancos, independentistas y polacos, y todo tipo de personajes, la mayoría de los cuales está retratada de forma bastante negativa. Y no es para menos, teniendo en cuenta la que estaban montando y cómo se estaban cargando el país.
Sin embargo, lo que más me impresionó del libro fue el momento en que Juan Martínez y Sole, ya hacia el final de la obra, abandonan el país con rumbo a Estambul, en un barco donde se han colado sobornando a diestro y siniestro con sus últimas joyas. Juan Martínez llora porque deja Rusia y sabe que no volverá, y eso que lo ha pasado de purísima pena y ha estado más de tres y más de cuatro veces a punto de quedarse allí de cuerpo presente. Y eso es así y prácticamente todos los que han abandonando Rusia así lo atestiguan: por pésima que sea la calidad de vida (lo sigue siendo, aunque menos que antes), Rusia engancha de alguna manera, y todo el que ha pasado por aquí echa de menos el país, aunque casi nadie sea capaz de decir exactamente por qué. Bueno, los que salen de marcha y ponen cara de periscopio en las discotecas saben perfectamente qué echan de menos, pero no me refiero a eso.
No digamos yo, que no tengo queja alguna de la vida que he estado llevando estos últimos años, con todos los líos que hay, y que si salgo del país es porque... porque ya toca, supongo, asuntos laborales aparte, que no vienen al caso y que, como sabe todo el que ha seguido esto, no forman parte de la temática de esta bitácora.
Así que veremos qué hago yo cuando suba al avión, porque, si Juan Martínez, que casi lo matan, llora como un niño cuando sale del país, no sé qué voy a tener yo, que entré con las manos en los bolsillos y salgo bastante mejor que cuando entré.
Pero eso, me temo, que lo sabré al final de esta semana. No antes.
jueves, 22 de noviembre de 2012
¿Y ahora qué?
- Y ahora, ¿qué vas a hacer con el blog?
La pregunta me la hizo Alfina hace un par de semanas, y lo cierto es que me dejó un poco confuso, porque no había pensado en eso.
Los acontecimientos se precipitaron a partir de febrero de este año, más o menos. En febrero, mi máquina de correr dijo basta, y la pobre tenía motivos. Entre que la maltraté demasiado y que la preparación de una maratón la tuvo a ritmo de gimnasio, cuando sólo era una pobre máquina doméstica, la cosa terminó por torcerse, y el motor, por quemarse.
Entonces, decidí comprar otra. Han bajado bastante de precio y, al precio que van aquí los gimnasios, en unos cuantos meses se amortizan sin ningún problema.
Para los que no lo sepáis, una máquina de correr es un mamotreto bastante impresionante. Pesa fácilmente ochenta kilos y resulta bastante complicada de mover. Estaba en la tienda con su compra, y tuve algo así como un pensamiento.
"Basta con comprarse un trasto como éste para que dentro de poco haya que hacer una mudanza."
Aun así, hice acopio de valor y la pagué. Poco después la instalé donde había estado su antecesora y comprendí que había que ponerse a ritmo de mudanza, porque iba a llegar fatalmente. Comencé a tirar trastos, a entrar a saco en el trastero, organizar maletas, revisar dónde comprar cajas de cartón. Después de todo, llevamos quince años, que ya son años, acumulando trastos.
Ame me miraba.
- ¿Y por qué haces esto?
- Por si acaso hay que mudarse.
- Ah.
- Ponte a recoger tus juguetes.
- ¿Cuándo nos mudamos?
- No lo sé.
- Mamá, papá dice que nos vamos a mudar.
- ¿Qué? ¿Te han dicho algo?
- No, pero he comprado una máquina de correr.
- ¿No era lo que querías?
- Sí.
- ¿Y qué tiene que ver eso con mudarse?
- Mucho. Es un trasto enorme e incómodo difícil de llevar.
- Ya. Anda, Ame, vamos a dejar al papá que recoja el trastero. Eso está bien, aunque no nos mudemos.
- ¿Tengo que recoger los juguetes?
- Sí, claro.
- Bfffff...
La familia parecía no dar mucho crédito al hecho infalible de que comprarse una trasto enorme es garantía de mudanza próxima. Sin embargo, a partir del verano, las cosas se precipitaron muy seriamente. Una llamada por aquí, una entrevista de trabajo por allá, unos vuelos por acullá, unos exámenes en Moscú, otros en Estonia... y una oferta en firme de trabajo, lejos de Rusia y de Moscú, hace unas semanas.
Es el momento de volver la vista atrás a una entrada que escribí hace algo más de tres años y que era bastante depresiva. Contra todo pronóstico, y no conozco apenas ningún caso de esto, parece que voy a tener la oportunidad de trabajar en algo fuera de Rusia, y que no tiene nada que ver con Rusia ni con el ruso. El desencasillamiento en toda su magnitud.
Con lo cual, además de adquirir sentido el hecho de limpiar trasteros y de comprar máquinas de correr, adquiere actualidad la pregunta de Alfina.
- ¿Y qué vas a hacer con el blog?
Esto de la bitácora es algo complejo. A veces da la sensación de que es un ser vivo. Nace (desde luego), crece (y tanto), se reproduce (algo de eso hay, algo de eso hay...) y muere (fatalmente). Tiene función de relación (los comentarios), nutrición (ahora mismo estoy nutriéndola) y reproducción (aunque sea con los derechos reservados).
Y, como todo ser vivo, evoluciona. Así que todo será cuestión de seguir adelante y ver en qué sentido lo hace, porque a mí a veces me da la sensación de que tiene vida propia y campa por sus respetos.
La pregunta me la hizo Alfina hace un par de semanas, y lo cierto es que me dejó un poco confuso, porque no había pensado en eso.
Los acontecimientos se precipitaron a partir de febrero de este año, más o menos. En febrero, mi máquina de correr dijo basta, y la pobre tenía motivos. Entre que la maltraté demasiado y que la preparación de una maratón la tuvo a ritmo de gimnasio, cuando sólo era una pobre máquina doméstica, la cosa terminó por torcerse, y el motor, por quemarse.
Entonces, decidí comprar otra. Han bajado bastante de precio y, al precio que van aquí los gimnasios, en unos cuantos meses se amortizan sin ningún problema.
Para los que no lo sepáis, una máquina de correr es un mamotreto bastante impresionante. Pesa fácilmente ochenta kilos y resulta bastante complicada de mover. Estaba en la tienda con su compra, y tuve algo así como un pensamiento.
"Basta con comprarse un trasto como éste para que dentro de poco haya que hacer una mudanza."
Aun así, hice acopio de valor y la pagué. Poco después la instalé donde había estado su antecesora y comprendí que había que ponerse a ritmo de mudanza, porque iba a llegar fatalmente. Comencé a tirar trastos, a entrar a saco en el trastero, organizar maletas, revisar dónde comprar cajas de cartón. Después de todo, llevamos quince años, que ya son años, acumulando trastos.
Ame me miraba.
- ¿Y por qué haces esto?
- Por si acaso hay que mudarse.
- Ah.
- Ponte a recoger tus juguetes.
- ¿Cuándo nos mudamos?
- No lo sé.
- Mamá, papá dice que nos vamos a mudar.
- ¿Qué? ¿Te han dicho algo?
- No, pero he comprado una máquina de correr.
- ¿No era lo que querías?
- Sí.
- ¿Y qué tiene que ver eso con mudarse?
- Mucho. Es un trasto enorme e incómodo difícil de llevar.
- Ya. Anda, Ame, vamos a dejar al papá que recoja el trastero. Eso está bien, aunque no nos mudemos.
- ¿Tengo que recoger los juguetes?
- Sí, claro.
- Bfffff...
La familia parecía no dar mucho crédito al hecho infalible de que comprarse una trasto enorme es garantía de mudanza próxima. Sin embargo, a partir del verano, las cosas se precipitaron muy seriamente. Una llamada por aquí, una entrevista de trabajo por allá, unos vuelos por acullá, unos exámenes en Moscú, otros en Estonia... y una oferta en firme de trabajo, lejos de Rusia y de Moscú, hace unas semanas.
Es el momento de volver la vista atrás a una entrada que escribí hace algo más de tres años y que era bastante depresiva. Contra todo pronóstico, y no conozco apenas ningún caso de esto, parece que voy a tener la oportunidad de trabajar en algo fuera de Rusia, y que no tiene nada que ver con Rusia ni con el ruso. El desencasillamiento en toda su magnitud.
Con lo cual, además de adquirir sentido el hecho de limpiar trasteros y de comprar máquinas de correr, adquiere actualidad la pregunta de Alfina.
- ¿Y qué vas a hacer con el blog?
Esto de la bitácora es algo complejo. A veces da la sensación de que es un ser vivo. Nace (desde luego), crece (y tanto), se reproduce (algo de eso hay, algo de eso hay...) y muere (fatalmente). Tiene función de relación (los comentarios), nutrición (ahora mismo estoy nutriéndola) y reproducción (aunque sea con los derechos reservados).
Y, como todo ser vivo, evoluciona. Así que todo será cuestión de seguir adelante y ver en qué sentido lo hace, porque a mí a veces me da la sensación de que tiene vida propia y campa por sus respetos.
lunes, 19 de noviembre de 2012
Las mil y una entradas
La pasada entrada en esta bitácora, la del concierto de Raphael, fue una entrada redonda. No, no es que me saliera especialmente bien, es que era la milésima. Mil entradas, nada menos. Con lo cual, la entrada que estoy escribiendo ahora es, obviamente, la milésima primera.
Volver la vista atrás da un poco de vértigo. En estas mil entradas ha habido de todo, y no me veo capaz de resumirlo: ha habido viajes por Rusia y sus aledaños, ha pasado por aquí una galería de personajes locales, ha habido un repaso (con crueldad, vale) a todo músico que ha pasado por aquí, por no hablar de lo que ha tenido más alabanzas (las apariciones de Ame), o de las discusiones político-jurídicas, o hasta históricas, de temas de actualidad. Un montón de cosas.
E historias, muchas historias. Casi todas ellas, cortadas en trocitos, porque se hacía tarde para escribirlas de golpe y aparecían por entregas, como las novelas por fascículos y los cuentos de Sherezada al sultán Shariar. Hemos visto a invitados dándose golpes contra la realidad local, a locales dándose golpes contra la realidad española y, en suma, han pasado tantísimas cosas en estos, aguanta, seis años y medio que no acabo de entender bien cómo sigue habiendo materia de la cual hablar. Rusia es inagotable como tema de escritura, cosa que nunca me pude imaginar en un principio.
Y no quería dejar de resaltar el hecho de llegar a las mil entradas (y sobrepasarlas). Entretanto, ha habido muchos visitantes y no pocos comentaristas, que se han ido sucediendo a lo largo de todo este tiempo. A casi todos ha sido un placer leerlos por aquí, y más en una época en que las buenas maneras y la gente con ingenio no abundan, o más bien quedan ocultas en la multitud de gente que vomita sus ideas de cualquier manera.
Y también han cambiado, y mucho, las bitácoras de la barra de la derecha. No sé exactamente cuál es la vida media de una bitácora, pero estoy por pensar que ésta es de las longevas, y dentro de la rusosfera en castellano seguramente la que más. Pero de la rusosfera en castellano tocará hablar dentro de poco, siquiera sea porque nunca ha manifestado signos de defunción tan evidentes como los que muestra en estos momentos.
Pero, de momento, y estando en un país como Rusia, que da tantísima importancia a las cifras redondas, no todas las bitácoras llegan a las de ésta, con lo que voy a tomarme un vaso de agua a la salud de la bitácora. Agua con gas, leche, que es fiesta.
Volver la vista atrás da un poco de vértigo. En estas mil entradas ha habido de todo, y no me veo capaz de resumirlo: ha habido viajes por Rusia y sus aledaños, ha pasado por aquí una galería de personajes locales, ha habido un repaso (con crueldad, vale) a todo músico que ha pasado por aquí, por no hablar de lo que ha tenido más alabanzas (las apariciones de Ame), o de las discusiones político-jurídicas, o hasta históricas, de temas de actualidad. Un montón de cosas.
E historias, muchas historias. Casi todas ellas, cortadas en trocitos, porque se hacía tarde para escribirlas de golpe y aparecían por entregas, como las novelas por fascículos y los cuentos de Sherezada al sultán Shariar. Hemos visto a invitados dándose golpes contra la realidad local, a locales dándose golpes contra la realidad española y, en suma, han pasado tantísimas cosas en estos, aguanta, seis años y medio que no acabo de entender bien cómo sigue habiendo materia de la cual hablar. Rusia es inagotable como tema de escritura, cosa que nunca me pude imaginar en un principio.
Y no quería dejar de resaltar el hecho de llegar a las mil entradas (y sobrepasarlas). Entretanto, ha habido muchos visitantes y no pocos comentaristas, que se han ido sucediendo a lo largo de todo este tiempo. A casi todos ha sido un placer leerlos por aquí, y más en una época en que las buenas maneras y la gente con ingenio no abundan, o más bien quedan ocultas en la multitud de gente que vomita sus ideas de cualquier manera.
Y también han cambiado, y mucho, las bitácoras de la barra de la derecha. No sé exactamente cuál es la vida media de una bitácora, pero estoy por pensar que ésta es de las longevas, y dentro de la rusosfera en castellano seguramente la que más. Pero de la rusosfera en castellano tocará hablar dentro de poco, siquiera sea porque nunca ha manifestado signos de defunción tan evidentes como los que muestra en estos momentos.
Pero, de momento, y estando en un país como Rusia, que da tantísima importancia a las cifras redondas, no todas las bitácoras llegan a las de ésta, con lo que voy a tomarme un vaso de agua a la salud de la bitácora. Agua con gas, leche, que es fiesta.
sábado, 17 de noviembre de 2012
En el concierto de Raphael
Así pues, llegamos al patio de butacas, nos sentamos en las nuestras, y admiramos el portentoso espectáculo que se abría ante nuestros ojos. Una miriada de cabelleras retintadas de rubio, o directamente de amarillo, con mechones canosos asomando entre las guedejas, se agolpaba en la sala ansiosa por recibir al artista de toda la vida. Junto a ellas, era posible espigar a algunos hombres entrados en lustros, más que en años, y esparcidos al azar entre tanta sesentona, casi todos ellos sentados y una relativa cara de resignación.
En medio de la algarabía, se veían los rostros hieráticos de los guardianes del orden, con la cabeza debidamente rasuada, pulcramente vestidos de negro riguroso, con corbata enlutada y camisa alba, que es el informal uniforme de todo segurata ruso que se precie, junto con la mala gaita de fábrica y la amabilidad bajo mínimos.
Pasadas las siete, que era la hora prevista de comienzo, se oyó una profunda voz a través de los altavoces que, sólo en español, dijo: "Faltan cinco minutos para el comienzo. Raphael, cinco minutos." Sobrecogidos, los espectadores volvieron precipitadamente a sus asientos y se hizo el silencio durante unos segundos, que pronto fue roto por los cuchicheos inevitables que se producen cuando el público es semejante al que estamos describiendo.
Al poco tiempo, pero desde luego más de cinco minutos después, la voz volvió a sonar tan profunda y grave que parecía que no estábamos en Moscú, sino en el monte Sinaí, delante de la zarza. Y dijo, siempre en español: "Va a empezar la actuación. Raphael, a escena." Las luces se apagaron, y todo el mundo ocupó sus asientos.
Todavía tardó Raphael un par de minutos en salir a escena. Cuando lo hizo, sonaron los aplausos de rigor. Dijo un saludo en algo que desde luego no era español, pero tampoco parecía ruso ni ningún otro idioma humano, o al menos no hubo nadie que lo entendiera. Y empezó a cantar.
Hay un hecho claro: este tío se conserva mucho mejor que Ian Guillan, que está bastante cascado, aunque el ex-presidente Medvedev lo admire. Todavía canta razonablemente bien y hasta se atrevió en algunas partes a prescindir del micrófono, que ya es atreverse, y no quedó mal. Sólo me atrevo a explicar esta asombrosa inmunidad ante la maldición que supone venir a Moscú a que ya lo hizo en tiempos soviéticos e igual la KGB debió inyectarle algo para mantenerle en la cresta de la ola. El otro caso de grupo musical que ha venido a Moscú y, sin embargo, ha hecho algo después de venir, es ACDC, que también vino en tiempos soviéticos y, por si acaso, supongo que para no tentar a la suerte, no ha vuelto a aparecer por aquí ni de lejos. Pero claro, en el caso de ACDC, y con la música que tocan, bien podría ser que hubieran hecho un pacto con el diablo, cosa que lo explicaría todo y que estaremos de acuerdo en que no es improbable. Highway to Hell.
Raphael no. Este tío ha estado viniendo la tira de veces (tres en los últimos tres años, que yo sepa), cantando siempre "Yo sigo siendo aquél", subiendo por el escenario, haciendo bailecitos, y además tiene bastante más pelo que yo y hasta parece más joven cada año que pasa. Igual tiene en un desván de su casa un retrato de un vejestorio horrible, como Dorian Gray.
El tío se tiró, atención, dos horas y media de actuación. Treinta y nueve canciones, con dos bises incluidos. Al final, salvo algún exaltado que le pedía que cantara "Yo soy aquél", la mayoría de los escasos hombres del auditorio estábamos pidiendo la hora, como el Levante cuando va ganando en el Bernabéu. Es que no es mi estilo, francamente. Puedo escuchar una o dos canciones sin perder la compostura, pero enchufarme treinta y nueve seguidas es algo que no puedo hacer ni con los grupos que realmente me gustan, cuánto menos con Raphael.
La aplastante mayoría de mujeres que componían el público, en cambio, sí que querían que la cosa continuara. Raphael, tras dos bises, decidió que ya había bastante, y dijo "buenas noches" en ruso con pronunciación por lo menos inteligible, que es más que todo lo que había hecho hasta el momento.
Y ya sólo quedó un pase por el guardarropa, recoger los bártulos y encaminarse hacia fuera a ver si conseguíamos algo de cenar a las diez y pico. Cosa que no es complicada, porque, al fin y al cabo, esto es Moscú. Y, en Moscú, nunca se hace tarde.
En medio de la algarabía, se veían los rostros hieráticos de los guardianes del orden, con la cabeza debidamente rasuada, pulcramente vestidos de negro riguroso, con corbata enlutada y camisa alba, que es el informal uniforme de todo segurata ruso que se precie, junto con la mala gaita de fábrica y la amabilidad bajo mínimos.
Pasadas las siete, que era la hora prevista de comienzo, se oyó una profunda voz a través de los altavoces que, sólo en español, dijo: "Faltan cinco minutos para el comienzo. Raphael, cinco minutos." Sobrecogidos, los espectadores volvieron precipitadamente a sus asientos y se hizo el silencio durante unos segundos, que pronto fue roto por los cuchicheos inevitables que se producen cuando el público es semejante al que estamos describiendo.
Al poco tiempo, pero desde luego más de cinco minutos después, la voz volvió a sonar tan profunda y grave que parecía que no estábamos en Moscú, sino en el monte Sinaí, delante de la zarza. Y dijo, siempre en español: "Va a empezar la actuación. Raphael, a escena." Las luces se apagaron, y todo el mundo ocupó sus asientos.
Todavía tardó Raphael un par de minutos en salir a escena. Cuando lo hizo, sonaron los aplausos de rigor. Dijo un saludo en algo que desde luego no era español, pero tampoco parecía ruso ni ningún otro idioma humano, o al menos no hubo nadie que lo entendiera. Y empezó a cantar.
Hay un hecho claro: este tío se conserva mucho mejor que Ian Guillan, que está bastante cascado, aunque el ex-presidente Medvedev lo admire. Todavía canta razonablemente bien y hasta se atrevió en algunas partes a prescindir del micrófono, que ya es atreverse, y no quedó mal. Sólo me atrevo a explicar esta asombrosa inmunidad ante la maldición que supone venir a Moscú a que ya lo hizo en tiempos soviéticos e igual la KGB debió inyectarle algo para mantenerle en la cresta de la ola. El otro caso de grupo musical que ha venido a Moscú y, sin embargo, ha hecho algo después de venir, es ACDC, que también vino en tiempos soviéticos y, por si acaso, supongo que para no tentar a la suerte, no ha vuelto a aparecer por aquí ni de lejos. Pero claro, en el caso de ACDC, y con la música que tocan, bien podría ser que hubieran hecho un pacto con el diablo, cosa que lo explicaría todo y que estaremos de acuerdo en que no es improbable. Highway to Hell.
Raphael no. Este tío ha estado viniendo la tira de veces (tres en los últimos tres años, que yo sepa), cantando siempre "Yo sigo siendo aquél", subiendo por el escenario, haciendo bailecitos, y además tiene bastante más pelo que yo y hasta parece más joven cada año que pasa. Igual tiene en un desván de su casa un retrato de un vejestorio horrible, como Dorian Gray.
El tío se tiró, atención, dos horas y media de actuación. Treinta y nueve canciones, con dos bises incluidos. Al final, salvo algún exaltado que le pedía que cantara "Yo soy aquél", la mayoría de los escasos hombres del auditorio estábamos pidiendo la hora, como el Levante cuando va ganando en el Bernabéu. Es que no es mi estilo, francamente. Puedo escuchar una o dos canciones sin perder la compostura, pero enchufarme treinta y nueve seguidas es algo que no puedo hacer ni con los grupos que realmente me gustan, cuánto menos con Raphael.
La aplastante mayoría de mujeres que componían el público, en cambio, sí que querían que la cosa continuara. Raphael, tras dos bises, decidió que ya había bastante, y dijo "buenas noches" en ruso con pronunciación por lo menos inteligible, que es más que todo lo que había hecho hasta el momento.
Y ya sólo quedó un pase por el guardarropa, recoger los bártulos y encaminarse hacia fuera a ver si conseguíamos algo de cenar a las diez y pico. Cosa que no es complicada, porque, al fin y al cabo, esto es Moscú. Y, en Moscú, nunca se hace tarde.
jueves, 15 de noviembre de 2012
Cuarenta años de acabamiento
- Carbuncho.
- Dime.
- ¿Sabes quién va a actuar esta noche en Moscú, en el Palacio Central de Congresos?
Carbuncho levantó la cabeza.
- ¿Raphael?
- El mismo -respondí-. ¿Y sabes quién va a ir a verlo? -pregunté teatralmente.
Carbuncho se me quedó mirando con cara de terror, hundió su cabeza entre las manos, y dijo con tono pesaroso:
- No, no, no...
Efectivamente, Raphael iba a actuar en Moscú pocas horas tras la conversación que queda reflejada arriba, y yo iba a acudir al concierto. Por causas y razones que no vienen al caso, Alfina se vio beneficiaria de dos entradas la misma víspera y, por mucho que buscó quien la acompañara al concierto entre sus amistades más próximas, ninguna de ellas tenía libre el día siguiente, o quizá ninguna tuvo arrestos para afrontar tan singular prueba; así que, a pique de que se perdiera una de las entradas, o de que Alfina tuviera que asistir en solitario a la actuación, cosa poco deseable, entré en calidad de paladín de la mi dama a servirla y a encararme a la peligrosa aventura de aguantar, no una canción suelta, no, sino un concierto entero de Raphael, que, siguiendo los criterios de esta bitácora, está acabado.
Al que se haya incorporado recientemente a la bitácora, le cumple saber que en la misma se sostiene que todo intérprete de música moderna que viene a actuar a Moscú da señal inequívoca de estar acabado y de que jamás volverá a hacer algo de provecho. La música clásica va por otros derroteros totalmente contrarios, y en este caso actuar en Moscú es, muy al contrario, un timbre de honor.
Pero la moderna no. Y, si no, basta revisar todas y cada una de las entradas que esta bitácora ha dedicado a los músicos que han pasado por aquí, y no le será difícil comprobar que, efectivamente, ninguno de ellos ha hecho tras su paso por Moscú cosa que valga mínimamente la pena. Nadie.
Pero, de todos los músicos que siguen en activo en todo el mundo, no sólo en España, Raphael debería ser el más acabado de todos con una diferencia aplastante, porque de su primer concierto en Moscú hace la friolera de cuarenta y un años. Y ahí está el tío, inasequible al desaliento y a las operaciones de hígado, viniendo un año sí, y otro también, a deleitar a sus seguidores ¡Si parece más joven que yo!
El concierto tenía lugar en el corazón mismo de la capital, en el mismísimo Kremlin, un lugar prestigiado por la presencia en el mismo de los más preclaros próceres soviéticos, por los artistas más famosos y ahora, también, por el mismísimo Raphael.
Entrar en el Kremlin no es tarea sencilla. Hay que pasar, como es ordinario en Rusia, por una sucesión de controles farragosos, sí, pero imprescindibles en una ciudad que tiene que poner trabas a sus ciudadanos para evitar que se llene más aún de lo que está. Si, encima de lo que ya hay, funcionara bien, esto ya sería el acabóse de gente que querría venir.
La primera cola, que es la madre de todas las demás, es simplemente para acceder al Kremlin. Los turistas ya se han retirado, y ahora nos toca el turno el turno a los melómanos (y a los seguidores de Raphael también, claro). La cola es larga y llena de abuelitas con abrigo, gorro y malas pulgas, y alguna jovencita despistada que ha venido a acompañar a su bisabuela. Por la edad del público, efectivamente, más parece un mitin del Partido Comunista.
No parece, sin embargo, que Raphael sea comunista, a pesar de que viniera a Moscú por vez primera en 1971, fecha en que Moscú era lógicamente un nido de rojos. Lo de estar casado con una marquesa le delata; es cierto que eso no es definitivo, y que en España hace poco que murió el Conde Rojo (q.e.p.d.) y todavía sigue por ahí, y le deseamos que por luengos años, la Princesa Roja, pero digamos que no es la norma. En cambio, su público coincide sospechosamente con el arquetipo de participante en el desfile del 7 de noviembre. Si hubieran sabido quién iba a participar, andando el tiempo, en el desfile, igual hubieran planificado la revolución para junio o julio, para que pasen menos frío los ancianos.
Ya estábamos cerca de los soldados que nos habían de registrar las mochilas y, esperábamos, franquear el paso, cuando, mientras charlábamos tranquilamente, oímos una voz a nuestra izquierda.
- ¿Españoles?
Nos volvimos.
- Sí, españoles.
- ¿De verdad?
- ¿No podemos serlo?
- Claro, claro, yo también soy español.
Quien hablaba así era un joven de alrededor de veinticinco años, acompañado de una chica de alguno menos y aspecto eslavo. A primera vista, un Tortajada de la vida, pero sólo a primera vista, claro.
- He venido -continuó- a ver el concierto de Raphael. Llegué de España ayer por la noche, he estado hoy paseando por la ciudad con ella -y señaló a la chica- y mañana por la mañana me vuelvo a España.
- ¿Eres, pues, un seguidor de Raphael?
- Más que seguidor, un amigo.
Me fijé un poco más en nuestro interlocutor y me pareció ver una curiosa semejanza física con el propio Raphael. Pensé que quizá fuera su bisnieto. Alfina me dijo luego que era más parecido a Natalia Figueroa, y así fue cómo me enteré del nombre de la mujer del artista, porque el "Hola" y ese género no está entre mis lecturas, ni siquera cuando voy a ver a mi dentista.
En esto, la cola era como la cola rusa estándar. Todos intentaban colarse y, cuando no lo conseguían, todo eran empujones y caderazos para colocarse en la mejor posición posible. Parecían Fernando Alonso en la salida de una carrera.
- Y vosotros, ¿lleváis mucho tiempo aquí?
- Dieciséis años.
- ¡Dieciséis!
- Dieciséis.
- ¿Y venís a ver a Raphael?
- Pues sí, claro que sí.
- Qué bueno... ¿Y qué tal es el país?
- Más o menos igual que las colas.
- Ah...
Llegamos, en esto, al arco metálico, el soldado de turno nos registró las mochilas y nos dejó pasar. Alfina y yo encaramos el Palacio de Congresos, dejamos abrigos y mochilas en el guardarropa, y nos metimos en la sala. Pero, de lo que sucedió allí, y de cómo resultó la actuación de Raphael, toca hablar en otra ocasión, porque hoy se hace tarde.
- Dime.
- ¿Sabes quién va a actuar esta noche en Moscú, en el Palacio Central de Congresos?
Carbuncho levantó la cabeza.
- ¿Raphael?
- El mismo -respondí-. ¿Y sabes quién va a ir a verlo? -pregunté teatralmente.
Carbuncho se me quedó mirando con cara de terror, hundió su cabeza entre las manos, y dijo con tono pesaroso:
- No, no, no...
Efectivamente, Raphael iba a actuar en Moscú pocas horas tras la conversación que queda reflejada arriba, y yo iba a acudir al concierto. Por causas y razones que no vienen al caso, Alfina se vio beneficiaria de dos entradas la misma víspera y, por mucho que buscó quien la acompañara al concierto entre sus amistades más próximas, ninguna de ellas tenía libre el día siguiente, o quizá ninguna tuvo arrestos para afrontar tan singular prueba; así que, a pique de que se perdiera una de las entradas, o de que Alfina tuviera que asistir en solitario a la actuación, cosa poco deseable, entré en calidad de paladín de la mi dama a servirla y a encararme a la peligrosa aventura de aguantar, no una canción suelta, no, sino un concierto entero de Raphael, que, siguiendo los criterios de esta bitácora, está acabado.
Al que se haya incorporado recientemente a la bitácora, le cumple saber que en la misma se sostiene que todo intérprete de música moderna que viene a actuar a Moscú da señal inequívoca de estar acabado y de que jamás volverá a hacer algo de provecho. La música clásica va por otros derroteros totalmente contrarios, y en este caso actuar en Moscú es, muy al contrario, un timbre de honor.
Pero la moderna no. Y, si no, basta revisar todas y cada una de las entradas que esta bitácora ha dedicado a los músicos que han pasado por aquí, y no le será difícil comprobar que, efectivamente, ninguno de ellos ha hecho tras su paso por Moscú cosa que valga mínimamente la pena. Nadie.
Pero, de todos los músicos que siguen en activo en todo el mundo, no sólo en España, Raphael debería ser el más acabado de todos con una diferencia aplastante, porque de su primer concierto en Moscú hace la friolera de cuarenta y un años. Y ahí está el tío, inasequible al desaliento y a las operaciones de hígado, viniendo un año sí, y otro también, a deleitar a sus seguidores ¡Si parece más joven que yo!
El concierto tenía lugar en el corazón mismo de la capital, en el mismísimo Kremlin, un lugar prestigiado por la presencia en el mismo de los más preclaros próceres soviéticos, por los artistas más famosos y ahora, también, por el mismísimo Raphael.
Entrar en el Kremlin no es tarea sencilla. Hay que pasar, como es ordinario en Rusia, por una sucesión de controles farragosos, sí, pero imprescindibles en una ciudad que tiene que poner trabas a sus ciudadanos para evitar que se llene más aún de lo que está. Si, encima de lo que ya hay, funcionara bien, esto ya sería el acabóse de gente que querría venir.
La primera cola, que es la madre de todas las demás, es simplemente para acceder al Kremlin. Los turistas ya se han retirado, y ahora nos toca el turno el turno a los melómanos (y a los seguidores de Raphael también, claro). La cola es larga y llena de abuelitas con abrigo, gorro y malas pulgas, y alguna jovencita despistada que ha venido a acompañar a su bisabuela. Por la edad del público, efectivamente, más parece un mitin del Partido Comunista.
No parece, sin embargo, que Raphael sea comunista, a pesar de que viniera a Moscú por vez primera en 1971, fecha en que Moscú era lógicamente un nido de rojos. Lo de estar casado con una marquesa le delata; es cierto que eso no es definitivo, y que en España hace poco que murió el Conde Rojo (q.e.p.d.) y todavía sigue por ahí, y le deseamos que por luengos años, la Princesa Roja, pero digamos que no es la norma. En cambio, su público coincide sospechosamente con el arquetipo de participante en el desfile del 7 de noviembre. Si hubieran sabido quién iba a participar, andando el tiempo, en el desfile, igual hubieran planificado la revolución para junio o julio, para que pasen menos frío los ancianos.
Ya estábamos cerca de los soldados que nos habían de registrar las mochilas y, esperábamos, franquear el paso, cuando, mientras charlábamos tranquilamente, oímos una voz a nuestra izquierda.
- ¿Españoles?
Nos volvimos.
- Sí, españoles.
- ¿De verdad?
- ¿No podemos serlo?
- Claro, claro, yo también soy español.
Quien hablaba así era un joven de alrededor de veinticinco años, acompañado de una chica de alguno menos y aspecto eslavo. A primera vista, un Tortajada de la vida, pero sólo a primera vista, claro.
- He venido -continuó- a ver el concierto de Raphael. Llegué de España ayer por la noche, he estado hoy paseando por la ciudad con ella -y señaló a la chica- y mañana por la mañana me vuelvo a España.
- ¿Eres, pues, un seguidor de Raphael?
- Más que seguidor, un amigo.
Me fijé un poco más en nuestro interlocutor y me pareció ver una curiosa semejanza física con el propio Raphael. Pensé que quizá fuera su bisnieto. Alfina me dijo luego que era más parecido a Natalia Figueroa, y así fue cómo me enteré del nombre de la mujer del artista, porque el "Hola" y ese género no está entre mis lecturas, ni siquera cuando voy a ver a mi dentista.
En esto, la cola era como la cola rusa estándar. Todos intentaban colarse y, cuando no lo conseguían, todo eran empujones y caderazos para colocarse en la mejor posición posible. Parecían Fernando Alonso en la salida de una carrera.
- Y vosotros, ¿lleváis mucho tiempo aquí?
- Dieciséis años.
- ¡Dieciséis!
- Dieciséis.
- ¿Y venís a ver a Raphael?
- Pues sí, claro que sí.
- Qué bueno... ¿Y qué tal es el país?
- Más o menos igual que las colas.
- Ah...
Llegamos, en esto, al arco metálico, el soldado de turno nos registró las mochilas y nos dejó pasar. Alfina y yo encaramos el Palacio de Congresos, dejamos abrigos y mochilas en el guardarropa, y nos metimos en la sala. Pero, de lo que sucedió allí, y de cómo resultó la actuación de Raphael, toca hablar en otra ocasión, porque hoy se hace tarde.
martes, 13 de noviembre de 2012
Salir del aeropuerto de Moscú
Hasta hace unos años, salir de cualquiera de los aeropuertos de Moscú y llegar a la ciudad era algo que imponía respeto a cualquier guiri, hablara o no ruso. Si no hablaba ruso correctamente, era peor, claro, y además de peor podía ser caro de narices. Uno llegaba a Moscú, y se encontraba con un aeropuerto alejadísimo del centro de la ciudad, sucio, cutre hasta decir basta y, en lugar de las hileras de taxis típicas de cualquier aeropuerto, se encontraba con una turbamulta de sujetos mal encarados, con los que uno no iría ni a la esquina, y que obstruían el paso del pasajero hacia la salida con gritos desaforados de "¡Taxi, míster!" o "¿A dónde quiere que le lleve?". Si alguien cedía y se iba con alguno, se encontraba con un coche andrajoso, cuando no medio averiado, y con que al supuesto taxista había que enseñarle el camino para llegar a la casa de uno, como no se tratara de uno de los hoteles más habituales. El taxímetro no existía, y el precio era objeto de regateo, sólo si el pasajero era listo; si no lo era, y se montaba en el taxi sin regatear, el sablazo brutal al llegar al destino era inevitable (algunos tenían tarifas supuestamente oficiales que incluso llevaban impresas). El transporte público consistía en un autobús desvencijado, totalmente inadecuado para llevar bultos, cuya estación de destino, a la que llegaba después de hora y pico de vueltas y revueltas, era la más alejada del centro de la ciudad, así que al pasajero aún le quedaba un buen pico para llegar hasta su casa. En menos de dos horas, nada que hacer.
A Dios gracias, la situación ha ido cambiando. La administración de los aeropuertos, primero, intentó poner coto a la turbamulta de taxistas piratas que se agolpaban a la salida, dando una especie de concesión a una empresa con taxis un poco más normales y precios, también, un poco más normales. Aquello fue un éxito parcial. Hubo resistencia a aquella concesión, pero bastó cometer un par de asesinatos de nada para disipar la resistencia y llegar a cierta cordialidad. La turbamulta siguió existiendo y confundiendo a los pasajeros novatos, pero los más avezados ya sabíamos que, apartando un poco al personal, llegaríamos a un mostrador, y allí podríamos contratar un taxi relativamente decente a un precio conocido de antemano. Bueno, a veces había que esperar, pero, cuando más tiempo estuvieras dispuesto a esperar, más bajaba los precios el taxista pirata que esperaba que te cansaras.
Lo que sí fue un progreso fue la llegada del tren a los aeropuertos. Sólo por eso ya habría que señalar a Putin como un grandísimo benefactor de la humanidad, al menos de la parte de la humanidad que aterriza en Moscú, o como un grandísimo granuja, por no haberlo hecho antes, cosa que ya queda al gusto de cada uno. Los trenes, además, han ido mejorando, y ahora salen cada media hora, son cómodos, rápidos, cuestan unos ocho euros al cambio y te dejan en el centro de la ciudad, pegadito a una estación de metro de la línea circular. Por alguna razón, hay extranjeros que sospechan que no se van a aclarar y siguen teniendo miedo del asunto, cuando en realidad todo está señalizado y anunciado en inglés, además de en ruso, y hasta hay máquinas automáticas expendedoras de billetes. Adiós turbamulta, adiós regateo, adiós discusión, y hasta adiós taxi y adiós atasco monumental a la entrada, y a lo largo de, Moscú.
Pero, ¡ay!, el horario de trenes va de seis de la mañana a doce y media de la noche. Es un horario fantástico, dirá cualquiera que lea esto, y efectivamente así es, pero hay líneas aéreas que se las ingenian para aterrizar en Moscú a deshora, y una de ellas, últimamente, está siendo Iberia.
Iberia ha puesto un vuelo que aterriza en Moscú a las doce y diez de la noche, o eso debería hacer, porque un vuelo puntual de Iberia es algo así como un trébol de cuatro hojas: existen, pero no abundan, y la recogida de equipajes, cuando la hay, no deja de retrasar un poco más el asunto, y eso que Domodiédovo, afortunadamente, no es Barajas, donde sí que esperar el equipaje es muy recomendable para entrenar virtudes como la paciencia y para resistir las tentaciones de mascullar maldiciones y mentar a la madre, y hasta a toda la familia, de quienquiera que diseñara aquello.
El otro día, pues, llegué a Domodiédovo desde Madrid y pasé por la aduana, que es como decir el último obstáculo antes de la salida, a cosa de la una menos cuarto, tarde, pues, para ir en tren a la ciudad, a no ser que me esperara hasta el primero de la mañana, cosa que quizá haría en mis tiempos de estudiante mísero, pero que hace algún tiempo, gracias a la Virgen, que no entra en mis planes salvo que me vea en un aprieto muy grande.
La aparición del tren ha menguado mucho el negocio del taxi en los aeropuertos, así que la antaño furiosa y nutrida turbamulta ha quedado muy diezmada. Salí por la puerta, y a unos pasos de mí estaba el mostrador de contratación de taxis, al que me dirigí, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, se me acerco un hombre como de unos cuarenta años, vestido correctamente, de estatura media y apariencia eslava, que me dijo en ruso (bueno, o en cualquier idioma, la verdad):
- ¿Taxi?
Yo miré al mostrador, donde había tres personas tramitando el suyo con la encargada, aparentemente sin mucho éxito.
- Bueno.
- ¿Y a dónde va?
- Al metro Pushkinskaya, ¿por cuánto me lleva?
- Pushkinskaya, Pushkinskaya... - el hombre se pasó la mano por el mentón, en ademán de duda- Creo que eso está... ¿por el centro?
Esa duda era bastante sospechosa. En Moscú, hasta los niños de teta saben que Pushkinskaya está en el centro, sin necesidad de pasarse la mano por mentón alguno.
- Sí, está en el centro - dije con el gesto torcido.
El hombre tenía en la mano una carpeta. La abrió, y era un libro de tarifas, perfectamente impreso, incluso con carpetillas transparentes para cada hoja. Un curro. Pasó con el dedo por varias opciones.
- Pues eso cuesta...
No le dejé terminar. Había visto de reojo su carpeta y la tarifa más barata era de 5.500 rublos, que son cosa de ciento cuarenta euros. Interrumpí su frase a carcajada limpia.
- Ja, ja, ja... a mí con ésas no. Yo me voy ahí - dije, señalando el mostrador de taxis.
- Jajaja - repitió con sorna -. Pues ahí no tienen taxis.
Y en eso el hombre no decía mentira. La compañía que lleva el mostrador suele andar escasa de gente, porque los taxistas que hay prefieren la alternativa pirata, con la que, como se ve, ganan más, así que ir al mostrador suele suponer armarse de paciencia, por lo menos tanto como en la cinta de entrega de equipajes de Barajas. Eso sí, la paciencia se ve compensada por un precio de dos mil rublos (como cincuenta euros), que le da sopas con ondas a las tarifas que me proponía mi interlocutor.
- Pues esperaré lo que haga falta - dije desafiante, y es que la firmeza es importante a la hora de negociar, porque el hombre me vio en disposición tal que dijo:
- Le llevamos por dos mil rublos.
- Eso es otra cosa. Vamos.
Cincuenta euros por los cuarenta y cinco kilómetros que hay de Domodiédovo hasta Pushkinskaya está bien, además de ser la tarifa oficial. Quizá lo hubiera podido limar más, pero tampoco tanto, a esa hora en que los taxistas también tienen ganas de ir a su casa a dormir.
Mi interlocutor no era el taxista. Se dirigió a un grupo de personas que había poco más allá, restos de la turbamulta de antaño, les dijo a dónde y por cuánto tenían que llevarme y entre ellos decidieron quién iba a ser mi taxista, que resultó ser el que más tiempo llevaba esperando (parece que hasta los piratillas se están civilizando), un tipo rechoncho, todavía joven y de pelo lacio y negro.
- ¿Le va a hacer falta recibo?
- No.
- Lástima. Le hubiera metido los doscientos rublos del aparcamiento.
- Dos mil y ni un rublo más.
Llegamos a su coche, un Skoda moderno y amplio, nada que ver con los Zhigulí moribundos de no hace tanto, cargó la maleta y lo puso en marcha.
- Vamos a esperar un poco a que se caliente - dijo el taxista, con cara de sorna.
Pasó medio minuto, y vio que un coche se dirigía a la salida. Mi conductor lanzó el coche y se puso inmediatamente detrás de él. Todas las barreras estaban libres, pero los dos coches nos dirigimos a la misma.
Del coche de delante salió una mano que introdujo una tarjeta en el mecanismo. La barrera se levantó. El coche pasó y, pegado a él tanto que por poco no le da, mi taxi, sin dar tiempo a la barrera a bajar de nuevo.
- Ya hemos salido - dijo mi taxista, riéndose ruidosamente.
- Ya veo.
No sé si voy a echar de menos los taxis del aeropuerto. Pero entretenidos, lo son un rato.
A Dios gracias, la situación ha ido cambiando. La administración de los aeropuertos, primero, intentó poner coto a la turbamulta de taxistas piratas que se agolpaban a la salida, dando una especie de concesión a una empresa con taxis un poco más normales y precios, también, un poco más normales. Aquello fue un éxito parcial. Hubo resistencia a aquella concesión, pero bastó cometer un par de asesinatos de nada para disipar la resistencia y llegar a cierta cordialidad. La turbamulta siguió existiendo y confundiendo a los pasajeros novatos, pero los más avezados ya sabíamos que, apartando un poco al personal, llegaríamos a un mostrador, y allí podríamos contratar un taxi relativamente decente a un precio conocido de antemano. Bueno, a veces había que esperar, pero, cuando más tiempo estuvieras dispuesto a esperar, más bajaba los precios el taxista pirata que esperaba que te cansaras.
Lo que sí fue un progreso fue la llegada del tren a los aeropuertos. Sólo por eso ya habría que señalar a Putin como un grandísimo benefactor de la humanidad, al menos de la parte de la humanidad que aterriza en Moscú, o como un grandísimo granuja, por no haberlo hecho antes, cosa que ya queda al gusto de cada uno. Los trenes, además, han ido mejorando, y ahora salen cada media hora, son cómodos, rápidos, cuestan unos ocho euros al cambio y te dejan en el centro de la ciudad, pegadito a una estación de metro de la línea circular. Por alguna razón, hay extranjeros que sospechan que no se van a aclarar y siguen teniendo miedo del asunto, cuando en realidad todo está señalizado y anunciado en inglés, además de en ruso, y hasta hay máquinas automáticas expendedoras de billetes. Adiós turbamulta, adiós regateo, adiós discusión, y hasta adiós taxi y adiós atasco monumental a la entrada, y a lo largo de, Moscú.
Pero, ¡ay!, el horario de trenes va de seis de la mañana a doce y media de la noche. Es un horario fantástico, dirá cualquiera que lea esto, y efectivamente así es, pero hay líneas aéreas que se las ingenian para aterrizar en Moscú a deshora, y una de ellas, últimamente, está siendo Iberia.
Iberia ha puesto un vuelo que aterriza en Moscú a las doce y diez de la noche, o eso debería hacer, porque un vuelo puntual de Iberia es algo así como un trébol de cuatro hojas: existen, pero no abundan, y la recogida de equipajes, cuando la hay, no deja de retrasar un poco más el asunto, y eso que Domodiédovo, afortunadamente, no es Barajas, donde sí que esperar el equipaje es muy recomendable para entrenar virtudes como la paciencia y para resistir las tentaciones de mascullar maldiciones y mentar a la madre, y hasta a toda la familia, de quienquiera que diseñara aquello.
El otro día, pues, llegué a Domodiédovo desde Madrid y pasé por la aduana, que es como decir el último obstáculo antes de la salida, a cosa de la una menos cuarto, tarde, pues, para ir en tren a la ciudad, a no ser que me esperara hasta el primero de la mañana, cosa que quizá haría en mis tiempos de estudiante mísero, pero que hace algún tiempo, gracias a la Virgen, que no entra en mis planes salvo que me vea en un aprieto muy grande.
La aparición del tren ha menguado mucho el negocio del taxi en los aeropuertos, así que la antaño furiosa y nutrida turbamulta ha quedado muy diezmada. Salí por la puerta, y a unos pasos de mí estaba el mostrador de contratación de taxis, al que me dirigí, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, se me acerco un hombre como de unos cuarenta años, vestido correctamente, de estatura media y apariencia eslava, que me dijo en ruso (bueno, o en cualquier idioma, la verdad):
- ¿Taxi?
Yo miré al mostrador, donde había tres personas tramitando el suyo con la encargada, aparentemente sin mucho éxito.
- Bueno.
- ¿Y a dónde va?
- Al metro Pushkinskaya, ¿por cuánto me lleva?
- Pushkinskaya, Pushkinskaya... - el hombre se pasó la mano por el mentón, en ademán de duda- Creo que eso está... ¿por el centro?
Esa duda era bastante sospechosa. En Moscú, hasta los niños de teta saben que Pushkinskaya está en el centro, sin necesidad de pasarse la mano por mentón alguno.
- Sí, está en el centro - dije con el gesto torcido.
El hombre tenía en la mano una carpeta. La abrió, y era un libro de tarifas, perfectamente impreso, incluso con carpetillas transparentes para cada hoja. Un curro. Pasó con el dedo por varias opciones.
- Pues eso cuesta...
No le dejé terminar. Había visto de reojo su carpeta y la tarifa más barata era de 5.500 rublos, que son cosa de ciento cuarenta euros. Interrumpí su frase a carcajada limpia.
- Ja, ja, ja... a mí con ésas no. Yo me voy ahí - dije, señalando el mostrador de taxis.
- Jajaja - repitió con sorna -. Pues ahí no tienen taxis.
Y en eso el hombre no decía mentira. La compañía que lleva el mostrador suele andar escasa de gente, porque los taxistas que hay prefieren la alternativa pirata, con la que, como se ve, ganan más, así que ir al mostrador suele suponer armarse de paciencia, por lo menos tanto como en la cinta de entrega de equipajes de Barajas. Eso sí, la paciencia se ve compensada por un precio de dos mil rublos (como cincuenta euros), que le da sopas con ondas a las tarifas que me proponía mi interlocutor.
- Pues esperaré lo que haga falta - dije desafiante, y es que la firmeza es importante a la hora de negociar, porque el hombre me vio en disposición tal que dijo:
- Le llevamos por dos mil rublos.
- Eso es otra cosa. Vamos.
Cincuenta euros por los cuarenta y cinco kilómetros que hay de Domodiédovo hasta Pushkinskaya está bien, además de ser la tarifa oficial. Quizá lo hubiera podido limar más, pero tampoco tanto, a esa hora en que los taxistas también tienen ganas de ir a su casa a dormir.
Mi interlocutor no era el taxista. Se dirigió a un grupo de personas que había poco más allá, restos de la turbamulta de antaño, les dijo a dónde y por cuánto tenían que llevarme y entre ellos decidieron quién iba a ser mi taxista, que resultó ser el que más tiempo llevaba esperando (parece que hasta los piratillas se están civilizando), un tipo rechoncho, todavía joven y de pelo lacio y negro.
- ¿Le va a hacer falta recibo?
- No.
- Lástima. Le hubiera metido los doscientos rublos del aparcamiento.
- Dos mil y ni un rublo más.
Llegamos a su coche, un Skoda moderno y amplio, nada que ver con los Zhigulí moribundos de no hace tanto, cargó la maleta y lo puso en marcha.
- Vamos a esperar un poco a que se caliente - dijo el taxista, con cara de sorna.
Pasó medio minuto, y vio que un coche se dirigía a la salida. Mi conductor lanzó el coche y se puso inmediatamente detrás de él. Todas las barreras estaban libres, pero los dos coches nos dirigimos a la misma.
Del coche de delante salió una mano que introdujo una tarjeta en el mecanismo. La barrera se levantó. El coche pasó y, pegado a él tanto que por poco no le da, mi taxi, sin dar tiempo a la barrera a bajar de nuevo.
- Ya hemos salido - dijo mi taxista, riéndose ruidosamente.
- Ya veo.
No sé si voy a echar de menos los taxis del aeropuerto. Pero entretenidos, lo son un rato.
jueves, 8 de noviembre de 2012
Manos arriba
Parece que San Seacabó haya escuchado nuestras plegarias. La calle Tverskaya aparece completamente despejada y sin un mísero coche aparcado, por orden del alcalde Sobianin, que no quiere líos en las proximidades de la sede de su gobierno municipal ¿Da ello un carril extra a los automovilistas, evitando atascos?
Pues no. Unos metros más atrás, hay un coche de policía vigilando que nadie aparque en el carril que él mismo está bloqueando. Olé sus huevos.
* * *
(Por cierto: unos metros más atrás, en la misma Tverskaya, al otro lado de la plaza Pushkin, se agolpan todos los coches, incluso en doble fila encima de la acera (esto es, dos filas en la acera. Allí la orden de Sobianin no llega)
martes, 6 de noviembre de 2012
Rusia como unidad de destino (y IV)
Cuando acabó la guerra civil, los bolcheviques se quedaron como los dueños del mambo. Se supone que los bolcheviques, como buen movimiento obrero, eran internacionalistas y partidarios de poner en marcha la revolución mundial cuanto antes. De hecho, comenzaron inmediatamente, pero lo de invadir Polonia no les salió bien, al menos de momento, y tuvieron que renunciar a llegar a Berlín o más lejos con sus banderitas rojas y dedicarse a poner un poco de orden en casa.
Y entonces llegó el lío, porque a alguien le debió salir el elemento eslavófilo que todo ruso parece que tiene en algún lugar del subconsciente. Alguien debió ver que la revolución mundial estaba muy bien, pero que eso de, tan pronto, ir mandando en algún país también quedaba chulo (sobre todo para los que mandaban), y entonces surgió una corriente que pretendía continuar la lucha de clases y la dictadura del proletariado, pero no imponerla de repente en todo el mundo, que eso es muy cansado y hasta peligroso, sino hacer la revolución en un país tomado aisladamente. Obviamente, y por falta de alternativas, el país iba a ser Rusia.
Cuando Lenin se quedó inútil, y no digamos cuando se quedó tendido en el mausoleo de la Plaza Roja, el partido (ése, no había otro) se dividió en dos tendencias: la internacionalista de siempre, liderada por Trotsky, y la partidaria de hacer la revolución en casa, cuyo líder era Stalin. Trotsky era judío y, cuando la pugna se resolvió en su contra, fue enviado lejos del país; Stalin era georgiano y, contra todo pronóstico, fue a él a quien le tocó resucitar la corriente eslavófila, no siendo él eslavo.
Al principio, entre purga y purga, no se notó mucho, pero al poco tiempo, rodeado de una retórica todo lo revolucionaria que se quiera, el nacionalismo eslavófilo ruso volvió a campar por sus respetos. Lo de la revolución mundial ya quedó como cosa de contrarrevolucionarios (como Trotsky, a quien eso era lo más bonito que le decían) y de gente que tenía ganas de ir a trabajar a sacar oro en Siberia. La revolución se quedó en la URSS y en los países que fueron cayendo de su lado del telón de acero. Más allá no fue. El cambio, para los comunistas rusos, todo lo ruso era lo más de lo más: todos los inventos habían sido hechos por rusos, los rusos eran los mejores deportistas, los mejores científicos, los mejores trabajadores y hasta los enanos rusos eran más altos que los demás. Yo diría que ni los eslavófilos se atrevieron a tanto.
Como todo tiene su fin, a la URSS le llegó el suyo y entonces llegó la hasta ahora última oportunidad de los prooccidentales. Cuando Gorbachov abrió la mano y se puso en evidencia que la calidad de vida en la Unión Soviética estaba lejísimos de la de los países occidentales, y que el paraíso socialista era una tomadura de pelo, volvieron a aparecer los prooccidentales, esa gente que cree que a Rusia le irá bien cuando imite a Europa Occidental, donde, desde luego, en los noventa (bueno, y ahora) se vivía mucho mejor que en Rusia.
Recordemos que la vez anterior que los proooccidentales se habían hecho con el machito en Rusia había sido en 1917, con Kerensky. Aquello acabó mal, pero esto no acabó mucho mejor: los Yeltsin, Gaidar o Chubais montaron un programa privatizador que dejó literalmente sin poder llevarse un mendrugo a la boca a una barbaridad de gente, implantaron una democracia de golpe que llevó al poder a cualquier persona que fuera mínimamente conocida, por cretina que fuera, montaron un programa descentralizador que sería la envidia de don Artur Mas si lo hubiera visto, y por poco no se cargan el país enterito. La CIA debía estar frotándose las manos. Vale que estos liberales eran una banda de pardillos, y que con más experiencia quizá les hubiera salido algo mejor, pero, si estas joyas hubieran estado en el poder en 1941, hoy estaríamos cantando "Ich hatte einen Kameraden" en la Plaza Roja.
Aunque occidente no se lo crea, a los rusos aquello no acabó de gustarles y, como no ha pasado tanto tiempo desde entonces, no es de extrañar que no voten a los partidos que están en la onda de los liberales y demócratas que hicieron de su capa un sayo en la Rusia de los primeros noventa. Quien no les conozca que los compre.
Y sí, el actual gobierno tiene el sustrato eslavófilo que Rusia ha tenido casi siempre a lo largo de su historia... y el apoyo popular mayoritario que los eslavófilos han tenido siempre. No dice directamente que la misión de Rusia consista en sustentar la raza eslava y la religión ortodoxa, pero no le hace muchos ascos a la idea, y desde luego no permite que nadie se propase con la Iglesia, y bien que hace, porque las experiencias alternativas a la eslavofilia han terminado en Rusia indefectiblemente en catástrofe.
Si en España nos aplicáramos el cuento, seguro que nos iría mejor. Como no nos lo aplicamos, aquí estamos, intentando encontrar una explicación alternativa al sentido que España ha tenido siempre, y asombrándonos de que haya gente que se pregunte para qué sirve ser español, cuando ni siquiera nosotros, como grupo, nos aclaramos sobre la utilidad del asunto.
Pero eso es otra historia, muy polémica. Como todo lo español.
Y entonces llegó el lío, porque a alguien le debió salir el elemento eslavófilo que todo ruso parece que tiene en algún lugar del subconsciente. Alguien debió ver que la revolución mundial estaba muy bien, pero que eso de, tan pronto, ir mandando en algún país también quedaba chulo (sobre todo para los que mandaban), y entonces surgió una corriente que pretendía continuar la lucha de clases y la dictadura del proletariado, pero no imponerla de repente en todo el mundo, que eso es muy cansado y hasta peligroso, sino hacer la revolución en un país tomado aisladamente. Obviamente, y por falta de alternativas, el país iba a ser Rusia.
Cuando Lenin se quedó inútil, y no digamos cuando se quedó tendido en el mausoleo de la Plaza Roja, el partido (ése, no había otro) se dividió en dos tendencias: la internacionalista de siempre, liderada por Trotsky, y la partidaria de hacer la revolución en casa, cuyo líder era Stalin. Trotsky era judío y, cuando la pugna se resolvió en su contra, fue enviado lejos del país; Stalin era georgiano y, contra todo pronóstico, fue a él a quien le tocó resucitar la corriente eslavófila, no siendo él eslavo.
Al principio, entre purga y purga, no se notó mucho, pero al poco tiempo, rodeado de una retórica todo lo revolucionaria que se quiera, el nacionalismo eslavófilo ruso volvió a campar por sus respetos. Lo de la revolución mundial ya quedó como cosa de contrarrevolucionarios (como Trotsky, a quien eso era lo más bonito que le decían) y de gente que tenía ganas de ir a trabajar a sacar oro en Siberia. La revolución se quedó en la URSS y en los países que fueron cayendo de su lado del telón de acero. Más allá no fue. El cambio, para los comunistas rusos, todo lo ruso era lo más de lo más: todos los inventos habían sido hechos por rusos, los rusos eran los mejores deportistas, los mejores científicos, los mejores trabajadores y hasta los enanos rusos eran más altos que los demás. Yo diría que ni los eslavófilos se atrevieron a tanto.
Como todo tiene su fin, a la URSS le llegó el suyo y entonces llegó la hasta ahora última oportunidad de los prooccidentales. Cuando Gorbachov abrió la mano y se puso en evidencia que la calidad de vida en la Unión Soviética estaba lejísimos de la de los países occidentales, y que el paraíso socialista era una tomadura de pelo, volvieron a aparecer los prooccidentales, esa gente que cree que a Rusia le irá bien cuando imite a Europa Occidental, donde, desde luego, en los noventa (bueno, y ahora) se vivía mucho mejor que en Rusia.
Recordemos que la vez anterior que los proooccidentales se habían hecho con el machito en Rusia había sido en 1917, con Kerensky. Aquello acabó mal, pero esto no acabó mucho mejor: los Yeltsin, Gaidar o Chubais montaron un programa privatizador que dejó literalmente sin poder llevarse un mendrugo a la boca a una barbaridad de gente, implantaron una democracia de golpe que llevó al poder a cualquier persona que fuera mínimamente conocida, por cretina que fuera, montaron un programa descentralizador que sería la envidia de don Artur Mas si lo hubiera visto, y por poco no se cargan el país enterito. La CIA debía estar frotándose las manos. Vale que estos liberales eran una banda de pardillos, y que con más experiencia quizá les hubiera salido algo mejor, pero, si estas joyas hubieran estado en el poder en 1941, hoy estaríamos cantando "Ich hatte einen Kameraden" en la Plaza Roja.
Aunque occidente no se lo crea, a los rusos aquello no acabó de gustarles y, como no ha pasado tanto tiempo desde entonces, no es de extrañar que no voten a los partidos que están en la onda de los liberales y demócratas que hicieron de su capa un sayo en la Rusia de los primeros noventa. Quien no les conozca que los compre.
Y sí, el actual gobierno tiene el sustrato eslavófilo que Rusia ha tenido casi siempre a lo largo de su historia... y el apoyo popular mayoritario que los eslavófilos han tenido siempre. No dice directamente que la misión de Rusia consista en sustentar la raza eslava y la religión ortodoxa, pero no le hace muchos ascos a la idea, y desde luego no permite que nadie se propase con la Iglesia, y bien que hace, porque las experiencias alternativas a la eslavofilia han terminado en Rusia indefectiblemente en catástrofe.
Si en España nos aplicáramos el cuento, seguro que nos iría mejor. Como no nos lo aplicamos, aquí estamos, intentando encontrar una explicación alternativa al sentido que España ha tenido siempre, y asombrándonos de que haya gente que se pregunte para qué sirve ser español, cuando ni siquiera nosotros, como grupo, nos aclaramos sobre la utilidad del asunto.
Pero eso es otra historia, muy polémica. Como todo lo español.
sábado, 3 de noviembre de 2012
Rusia como unidad de destino (III)
La guerra civil rusa es uno de los grandes jaleos del siglo XX y, si ha tenido tan poca repercusión en la cultura general, muchísimo menor que la española, sin ir más lejos, es porque aquello fue un carajal difícil de comprender.
Lo más sencillo es decir que aquello fue una lucha de rojos contra blancos, pero no. Eso sería un argumento simplista que más o menos funciona con la guerra civil española, en que hay dos ejércitos fácilmente identificables con cada uno de los colores, por mucho matiz que haya.
En la guerra civil rusa hubo de todo. Rojos y blancos, desde luego, pero también negros y verdes, y prácticamente toda la gama de colores. Había un ejército anarquista campando por su respetos en Ucrania; había una tropa de nacionalistas ucranianos, el ejército estonio, el letón, restos de la Reichswehr que, incluso tras el armisticio y la derrota de Alemania, seguía combatiendo no se sabe muy bien por qué; había un ejército alemán, pero no imperial, sino local; había refuerzos de la Entente; había un ejército checoslovaco pillado en mitad de Siberia y que intentaba volver a Checoslovaquia (que no existía cuando salieron de allí) dando la vuelta al mundo. Llegó a haber un ejército japonés ocupando el Extremo Oriente, y una especie de República independiente de su casa en Siberia Oriental para marear a los no-rojos que había por allí. Y no había dos bandos claramente enfrentados, no: había emocionantes momentos de todos contra todos que son un quebradero de cabeza para cualquiera que intente entender algo de aquello, y no digamos para la población civil que lo estaba sufriendo y no sabía de dónde le venían los capones.
Los únicos que mostraron algo de seso, tampoco tantísimo, fueron los bolcheviques y probablemente por ello ganaron la guerra. Los blancos eran un mareo multiforme con frentes bastante inconexos cuyo único intento realmente serio de coordinación fue en el verano de 1919, cuando verdaderamente estuvieron cerca de ganar la guerra. La perdieron por varias causas. La primera y más importante, porque el contrario también juega y logró reorganizarse justo a tiempo y encontró un par de generales eficaces que les salvaron del aprieto (al más brillante, Tujachevksy, luego lo purgarían en 1937, claro).
La segunda, porque los blancos eran una amalgama militar e ideológica difícil de digerir. Había prooccidentales y había eslavófilos, y cada vez era más evidente que los primeros estaban en minoría. Los malo es que un eslavófilo en guerra puede ser un tipo bastante cafre y demasiados blancos, cuando entraban en una ciudad, se dedicaban al saqueo y a cargarse a los judíos y a quienes lo parecieran y, quieras que no, eso joroba lo suyo a la población. La cuestión de la restauración de la monarquía quedó aparcada para no liarla más todavía. Los prooccidentales no tragaban con ella, y los bolcheviques les hicieron el trabajo sucio una semana antes de que los blancos "pata negra" entrasen en Ekaterimburgo.
La última chispa eslavófila tuvo lugar en la quinta porra, en Vladivostok, a orillas del Pacífico, en mayo de 1922, cuando el general blanco Diterichs subió al poder en los escasísimos territorios que aún controlaban los blancos, restauró la monarquía in absentia e intentó montar un Estado al estilo de la Rusia anterior a Pedro I. Sea como fuere, para entonces lo tenía crudo: en octubre de 1922 los rojos entraron en Vladivostok y, al acabar la primavera de 1923, ya no quedaban blancos en armas en toda Rusia. La guerra civil había terminado y el país, fuera de algunas bandas incontroladas, estaba totalmente en poder de los bolcheviques.
Como quedó dicho en la entrada anterior, el gran éxito de los bolcheviques consistió en dar una idea a la Rusia que estaban creando. Lo que pasa es que no todo el mundo estaba de acuerdo en los matices de la idea.
Es lo que tienen las revoluciones: que la gente se pelea por un quítame allá ese matiz, y se purga a Fulanito y Menganito y esas cosas. Pero eso ya vendrá en la siguiente entrada.
Lo más sencillo es decir que aquello fue una lucha de rojos contra blancos, pero no. Eso sería un argumento simplista que más o menos funciona con la guerra civil española, en que hay dos ejércitos fácilmente identificables con cada uno de los colores, por mucho matiz que haya.
En la guerra civil rusa hubo de todo. Rojos y blancos, desde luego, pero también negros y verdes, y prácticamente toda la gama de colores. Había un ejército anarquista campando por su respetos en Ucrania; había una tropa de nacionalistas ucranianos, el ejército estonio, el letón, restos de la Reichswehr que, incluso tras el armisticio y la derrota de Alemania, seguía combatiendo no se sabe muy bien por qué; había un ejército alemán, pero no imperial, sino local; había refuerzos de la Entente; había un ejército checoslovaco pillado en mitad de Siberia y que intentaba volver a Checoslovaquia (que no existía cuando salieron de allí) dando la vuelta al mundo. Llegó a haber un ejército japonés ocupando el Extremo Oriente, y una especie de República independiente de su casa en Siberia Oriental para marear a los no-rojos que había por allí. Y no había dos bandos claramente enfrentados, no: había emocionantes momentos de todos contra todos que son un quebradero de cabeza para cualquiera que intente entender algo de aquello, y no digamos para la población civil que lo estaba sufriendo y no sabía de dónde le venían los capones.
Los únicos que mostraron algo de seso, tampoco tantísimo, fueron los bolcheviques y probablemente por ello ganaron la guerra. Los blancos eran un mareo multiforme con frentes bastante inconexos cuyo único intento realmente serio de coordinación fue en el verano de 1919, cuando verdaderamente estuvieron cerca de ganar la guerra. La perdieron por varias causas. La primera y más importante, porque el contrario también juega y logró reorganizarse justo a tiempo y encontró un par de generales eficaces que les salvaron del aprieto (al más brillante, Tujachevksy, luego lo purgarían en 1937, claro).
La segunda, porque los blancos eran una amalgama militar e ideológica difícil de digerir. Había prooccidentales y había eslavófilos, y cada vez era más evidente que los primeros estaban en minoría. Los malo es que un eslavófilo en guerra puede ser un tipo bastante cafre y demasiados blancos, cuando entraban en una ciudad, se dedicaban al saqueo y a cargarse a los judíos y a quienes lo parecieran y, quieras que no, eso joroba lo suyo a la población. La cuestión de la restauración de la monarquía quedó aparcada para no liarla más todavía. Los prooccidentales no tragaban con ella, y los bolcheviques les hicieron el trabajo sucio una semana antes de que los blancos "pata negra" entrasen en Ekaterimburgo.
La última chispa eslavófila tuvo lugar en la quinta porra, en Vladivostok, a orillas del Pacífico, en mayo de 1922, cuando el general blanco Diterichs subió al poder en los escasísimos territorios que aún controlaban los blancos, restauró la monarquía in absentia e intentó montar un Estado al estilo de la Rusia anterior a Pedro I. Sea como fuere, para entonces lo tenía crudo: en octubre de 1922 los rojos entraron en Vladivostok y, al acabar la primavera de 1923, ya no quedaban blancos en armas en toda Rusia. La guerra civil había terminado y el país, fuera de algunas bandas incontroladas, estaba totalmente en poder de los bolcheviques.
Como quedó dicho en la entrada anterior, el gran éxito de los bolcheviques consistió en dar una idea a la Rusia que estaban creando. Lo que pasa es que no todo el mundo estaba de acuerdo en los matices de la idea.
Es lo que tienen las revoluciones: que la gente se pelea por un quítame allá ese matiz, y se purga a Fulanito y Menganito y esas cosas. Pero eso ya vendrá en la siguiente entrada.
jueves, 1 de noviembre de 2012
Rusia como unidad de destino (II)
En 1905, la supuesta superioridad eslava sufrió un golpe durísimo. Los japoneses, esos orientales retrasados, dieron a los rusos p'al pelo en la guerra ruso-japonesa, algo que en la mentalidad eslavófila era directamente incomprensible, pero sucedió. Al choque siguió una serie de disturbios que terminó con el zar dando su brazo a torcer y convocando elecciones parlamentarias, con partidos políticos y todo.
Ése fue el momento de los prooccidentales, que se demostró que estaban mucho mejor organizados que los eslavófilos a la hora de la lucha electoral y parlamentaria. Además, comenzaba a aparecer un molesto tercer convidado en forma de movimientos obreros todo lo minoritarios que se quiera y que, entonces, eran por definición internacionalistas y por tanto alejadísimos de la eslavofilia o de cualquier sentimiento nacionalista (lo de los sindicatos abertzales vascos, esa curiosa conjunción de obrerismo y nacionalismo, vino después).
El zar, Nicolás II, era tan eslavófilo como casi todos sus antecesores (bueno, Pedro I y Alejandro I eran otra cosa) y veía con muy mala gana la mera existencia de la Duma, y mucho más que estuviera dominada por los partidos liberales, por muy aparentemente leales que fueran la mayoría de ellos. El zar fue disolviendo sucesivas dumas y modificando el sistema electoral, hasta que, poco antes de la Primera Guerra Mundial, llegó la IV Duma, en la que, esta vez sí, los eslavófilos (llamados "chernosótentsy", por sus enemigos, nombre que acabaron adoptando ellos mismos) tenían una clara mayoría.
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue el último punto álgido de la eslavofilia, y además los prooccidentales no podían protestar demasiado, porque Rusia se alineó con los regímenes parlamentarios occidentales frente a los imperios centrales y el turco. En particular, la guerra contra el sultanato otomano, en el frente caucasiano, era la auténticamente patriótica. Los turcos otomanos eran los opresores históricos de los pueblos eslavos del sur y, por si fuera poco, la segunda Roma, Bizancio, era su capital y había que liberarla. Vamos, que las incursiones rusas contra Constantinopla datan del siglo X, en ese intento ruso constante en salir al Mediterráneo (ahora se conforman con comprar chalés en Torrevieja, como los madrileños).
Pero la guerra fue de mal en peor. En febrero de 1917 sonó la hora de los prooccidentales, que dieron un golpe de Estado que forzó la abdicación del zar. Rusia se convirtió en una república prooccidental dirigida por Kerensky, que por supuesto continuó la guerra del lado de los aliados.
Es dudosa cuál era la actitud del pueblo, fuera de las turbas de San Petersburgo y de Moscú. Nicolás II siempre estuvo convencido de que el pueblo le seguía siendo fiel, y de que todo el jaleo estaba movido por demagogos y pequeños grupos de revolucionarios decididos, y la verdad es que eso concuerda totalmente con las ideas de Lenin de cómo debía ser el revolucionario y la revolución.
La guerra siguió yendo mal. La ofensiva de verano de 1917 en el frente europeo no sirvió para nada más que para cabrear más al personal. Y, entonces, en noviembre de 1917, llegaron los terceros en discordia, los revolucionarios de la dictadura del proletariado y el movimiento obrero, y se hicieron con el poder.
Los bolcheviques cometieron muchísimas torpezas en sus primeros meses en el poder, pero hay que reconocer que hicieron una cosa a la perfección: dieron un nuevo sentido a la existencia de Rusia. Cuando uno compara con lo que hicieron los revolucionarios españoles en 1833, o en 1868, o en 1931 (y, por qué no, en 1977), uno percibe el fracaso en dar una misión alternativa a la que siempre había tenido la España tradicional... y eso llevó al fracaso de los sucesivos regímenes políticos, incluido el actual (un saludo al señor Mas, que hoy está por aquí fent pais... i desfent pais). Los bolcheviques, en cambio, tuvieron éxito en sustituir una visión de Rusia como guardiana de las esencias de la religión ortodoxa y de la raza eslava, para reemplazarla por una visión de Rusia como vanguardia del movimiento obrero internacional contra el capitalismo. Por eso Rusia, incluso hoy, resulta tan simpática a los izquierdistas de todo el mundo, mientras que España sigue despertando las antipatías del mundo protestante anglosajón porque su imagen de defensora de la fe católica, que lo fue durante muchísimos años, no la han conseguido borrar todos los años de revolución y autoodio que llevamos padecidos en los últimos dos siglos.
Los bolcheviques sí lograron borrar la imagen y la misión anteriores que había tenido Rusia, y ese mérito en pro de sus intereses hay que reconocérselo. De la defensa de la fe ortodoxa se pasó a una de las persecuciones más crueles del siglo XX y de defensa de la raza eslava al internacionalismo obrero más radical, todo ello aderezado con una propaganda eficacísima.
Ni los eslavófilos ni los prooccidentales se iban a rendir tan fácilmente: como pasó en cada revolución en España (bueno, menos en la última), era el momento de la guerra civil, esta vez en Rusia.
Ése fue el momento de los prooccidentales, que se demostró que estaban mucho mejor organizados que los eslavófilos a la hora de la lucha electoral y parlamentaria. Además, comenzaba a aparecer un molesto tercer convidado en forma de movimientos obreros todo lo minoritarios que se quiera y que, entonces, eran por definición internacionalistas y por tanto alejadísimos de la eslavofilia o de cualquier sentimiento nacionalista (lo de los sindicatos abertzales vascos, esa curiosa conjunción de obrerismo y nacionalismo, vino después).
El zar, Nicolás II, era tan eslavófilo como casi todos sus antecesores (bueno, Pedro I y Alejandro I eran otra cosa) y veía con muy mala gana la mera existencia de la Duma, y mucho más que estuviera dominada por los partidos liberales, por muy aparentemente leales que fueran la mayoría de ellos. El zar fue disolviendo sucesivas dumas y modificando el sistema electoral, hasta que, poco antes de la Primera Guerra Mundial, llegó la IV Duma, en la que, esta vez sí, los eslavófilos (llamados "chernosótentsy", por sus enemigos, nombre que acabaron adoptando ellos mismos) tenían una clara mayoría.
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue el último punto álgido de la eslavofilia, y además los prooccidentales no podían protestar demasiado, porque Rusia se alineó con los regímenes parlamentarios occidentales frente a los imperios centrales y el turco. En particular, la guerra contra el sultanato otomano, en el frente caucasiano, era la auténticamente patriótica. Los turcos otomanos eran los opresores históricos de los pueblos eslavos del sur y, por si fuera poco, la segunda Roma, Bizancio, era su capital y había que liberarla. Vamos, que las incursiones rusas contra Constantinopla datan del siglo X, en ese intento ruso constante en salir al Mediterráneo (ahora se conforman con comprar chalés en Torrevieja, como los madrileños).
Pero la guerra fue de mal en peor. En febrero de 1917 sonó la hora de los prooccidentales, que dieron un golpe de Estado que forzó la abdicación del zar. Rusia se convirtió en una república prooccidental dirigida por Kerensky, que por supuesto continuó la guerra del lado de los aliados.
Es dudosa cuál era la actitud del pueblo, fuera de las turbas de San Petersburgo y de Moscú. Nicolás II siempre estuvo convencido de que el pueblo le seguía siendo fiel, y de que todo el jaleo estaba movido por demagogos y pequeños grupos de revolucionarios decididos, y la verdad es que eso concuerda totalmente con las ideas de Lenin de cómo debía ser el revolucionario y la revolución.
La guerra siguió yendo mal. La ofensiva de verano de 1917 en el frente europeo no sirvió para nada más que para cabrear más al personal. Y, entonces, en noviembre de 1917, llegaron los terceros en discordia, los revolucionarios de la dictadura del proletariado y el movimiento obrero, y se hicieron con el poder.
Los bolcheviques cometieron muchísimas torpezas en sus primeros meses en el poder, pero hay que reconocer que hicieron una cosa a la perfección: dieron un nuevo sentido a la existencia de Rusia. Cuando uno compara con lo que hicieron los revolucionarios españoles en 1833, o en 1868, o en 1931 (y, por qué no, en 1977), uno percibe el fracaso en dar una misión alternativa a la que siempre había tenido la España tradicional... y eso llevó al fracaso de los sucesivos regímenes políticos, incluido el actual (un saludo al señor Mas, que hoy está por aquí fent pais... i desfent pais). Los bolcheviques, en cambio, tuvieron éxito en sustituir una visión de Rusia como guardiana de las esencias de la religión ortodoxa y de la raza eslava, para reemplazarla por una visión de Rusia como vanguardia del movimiento obrero internacional contra el capitalismo. Por eso Rusia, incluso hoy, resulta tan simpática a los izquierdistas de todo el mundo, mientras que España sigue despertando las antipatías del mundo protestante anglosajón porque su imagen de defensora de la fe católica, que lo fue durante muchísimos años, no la han conseguido borrar todos los años de revolución y autoodio que llevamos padecidos en los últimos dos siglos.
Los bolcheviques sí lograron borrar la imagen y la misión anteriores que había tenido Rusia, y ese mérito en pro de sus intereses hay que reconocérselo. De la defensa de la fe ortodoxa se pasó a una de las persecuciones más crueles del siglo XX y de defensa de la raza eslava al internacionalismo obrero más radical, todo ello aderezado con una propaganda eficacísima.
Ni los eslavófilos ni los prooccidentales se iban a rendir tan fácilmente: como pasó en cada revolución en España (bueno, menos en la última), era el momento de la guerra civil, esta vez en Rusia.
domingo, 28 de octubre de 2012
Rusia como unidad de destino (I)
¿Para que sirven los países? ¿Sirven, en general, para algo? Es posible que en estos tiempos de globalización la pregunta suene superflua, y que tendamos a diluir las personalidades nacionales en eso que se da en llamar "aldea global", pero la pregunta ha inquietado, y sigue inquietando, a muchísima gente.
El caso más interesante, no sé si por lo que tiene de fracaso, al menos visto desde el presente, es el español, y quizá sea una buena perspectiva para interpretar lo que está pasando ahora mismo en España, pero a eso se está dedicando un montón de gente en mi país, unos tirando de la manta para romperla, y otros tratando de mantenerla entera, aunque la manta ya apenas sirva para abrigar, que es para lo que fue tejida. Como hay tanta gente sosteniendo ideas la mar de peregrinas sobre la integridad (o no) de España, y aunque yo creo que la mayoría no saben por dónde van, pasemos a otra cosa.
Ya hemos introducido en otra ocasión en esta bitácora, aunque sea muy por encima, el tema del destino al que está llamada Rusia. Hace algún tiempo, veíamos una entrada sobre los eslavófilos, que representaban una teoría sobre cuál era el papel de Rusia en el mundo. Para resumir sus ideas, Rusia existe para ser sostén de la Cristiandad ortodoxa, y ahí entra de lleno la teoría de la "tercera Roma", es decir, Moscú. La primera Roma (la que se sigue llamando así) es una traidora que ha abrazado la herejía católica (ya hemos visto repetidamente que los católicos no somos nada bien vistos por aquí); la segunda Roma (Bizancio) ha caído en manos de los musulmanes, y queda la tercera Roma, Moscú, que es depositaria de la legitimidad imperial (cuando Iván III se casó con Sofía Paleólogo ya comenzó a tener miras más altas que el mero principado de Moscovia) y que no caerá.
Los eslavófilos, además, introducían un elemento racial en la argumentación, que en una mentalidad católica es impensable, pero no en una ortodoxa: los rusos, que son la potencia ortodoxa por excelencia, tienen la obligación de prohijar a los pueblos eslavos (y ortodoxos... bueno, no todos son ortodoxos, pero ya se irán corrigiendo los que no lo son todavía) y liberarlos del yugo otomano.
La corriente eslavófila (vamos a ser anacrónicos, pero es para entenderse) no tuvo rival desde que Iván III se sacudió de encima a los tártaros hasta que terminó el siglo XVII. El principado de Moscovia era un lugar totalmente eslavófilo, centrado en zurrarse contra los enemigos de la fe ortodoxa, y así tenemos a Iván el Terrible con una política exterior que le enfrenta literalmente a todo quisque no-ortodoxo; tenemos un movimiento ciudadano que se niega a ser regido por los católicos polacos y, extinguida la dinastía legítima, elige otra, y nada menos que al hijo de un patriarca; tenemos la expansión por Ucrania del siglo XVII, a costa de los polacos.
Entonces llega la corriente opuesta, con un zar, Pedro I, que se ha pasado la infancia y la juventud rodeado de los extranjeros que residían en Moscú, que decide viajar por Occidente a ver cómo es aquello y que vuelve convencido de que ya está bien de creerse la reserva espiritual de Oriente. Pedro I es el primer occidentalófilo que aparece en la historia rusa; al menos es el primer occidentalófilo con cierto poder. Y se dedica a suprimir cosas, y no sólo las barbas. Su política exterior no es muy diferente, aunque sí mucho más exitosa, de la de Iván el Terrible, pero consigue meter un golazo a los más tradicionalistas de su imperio cuando suprime el Patriarcado. La Iglesia queda totalmente supeditada al Estado, o más bien apartada a un segundo plano. En lo cual Pedro I se comporta exactamente igual que todos los modernistas que le precedieron y le sucederían, en Rusia, en España o en casi cualquier otro país (digo casi porque está Bélgica, suponiendo que Bélgica sea un país): parte del programa consiste en darle un palmetazo a la Iglesia... pero sin que se note demasiado. Si el palmetazo es evidente y se nota, entonces no se trata de un modernista, sino directamente de un revolucionario.
Es sumamente interesante leer en este contexto el capítulo que dedica a Pedro I el académico Kartaschyov, un estudioso exiliado después de la revolución de 1917 y que escribió una monumental "Apuntes sobre la historia de la Iglesia Ortodoxa rusa", obra que tuve la feliz idea de comprar hace algunos años. Kartaschyov hace un auténtico encaje de bolillos para defender la indefendible idea de que Pedro I era un fervoroso creyente, cuando los hechos, y casi todos los autores que se han ocupado del caso, coinciden en que Pedro I era más bien tibio en cuestiones de fe. Y si no que lo digan los veterocreyentes, que bajo su reinado comenzaron a poder respirar.
Los siglos XVIII y XIX son los de la lucha entre la tendencia tradicionalista eslavófila y la modernista occidentalófila, con ventaja en general de la primera, en particular bajo el reinado de Nicolás I, que es el zar eslavófilo por excelencia: se dedica a guerrear contra los turcos, esos opresores de pueblos eslavos; no toleró a los veterocreyentes, en su calidad de protector de la ortodoxia; y, en política exterior, y por hablar de España, y como buen tradicionalista, siempre reconoció como rey de España a Carlos V, y luego a Carlos VI a la abdicación del primero (sólo a su muerte se reanudaron las relaciones diplomáticas con el gobierno de doña Isabel). Curiosamente, con los católicos fue mucho más tolerante que con los veterocreyentes: de hecho, la iglesia de San Luis, única iglesia católica de Moscú durante muchos años, fue construida en parte con fondos que donó él.
Nicolás I murió, pero sus sucesores no cambiaron demasiado de línea. Los modernistas occidentalófilos, que seguían existiendo, básicamente se dedicaron a esperar su oportunidad. Y entretanto iba surgiendo otra tercera tendencia, ésta menos conciliadora que los modernistas: los revolucionarios.
Y con esto llegamos al año crucial en que la eslavofilia empieza seriamente a tambalearse: 1905.
El caso más interesante, no sé si por lo que tiene de fracaso, al menos visto desde el presente, es el español, y quizá sea una buena perspectiva para interpretar lo que está pasando ahora mismo en España, pero a eso se está dedicando un montón de gente en mi país, unos tirando de la manta para romperla, y otros tratando de mantenerla entera, aunque la manta ya apenas sirva para abrigar, que es para lo que fue tejida. Como hay tanta gente sosteniendo ideas la mar de peregrinas sobre la integridad (o no) de España, y aunque yo creo que la mayoría no saben por dónde van, pasemos a otra cosa.
Ya hemos introducido en otra ocasión en esta bitácora, aunque sea muy por encima, el tema del destino al que está llamada Rusia. Hace algún tiempo, veíamos una entrada sobre los eslavófilos, que representaban una teoría sobre cuál era el papel de Rusia en el mundo. Para resumir sus ideas, Rusia existe para ser sostén de la Cristiandad ortodoxa, y ahí entra de lleno la teoría de la "tercera Roma", es decir, Moscú. La primera Roma (la que se sigue llamando así) es una traidora que ha abrazado la herejía católica (ya hemos visto repetidamente que los católicos no somos nada bien vistos por aquí); la segunda Roma (Bizancio) ha caído en manos de los musulmanes, y queda la tercera Roma, Moscú, que es depositaria de la legitimidad imperial (cuando Iván III se casó con Sofía Paleólogo ya comenzó a tener miras más altas que el mero principado de Moscovia) y que no caerá.
Los eslavófilos, además, introducían un elemento racial en la argumentación, que en una mentalidad católica es impensable, pero no en una ortodoxa: los rusos, que son la potencia ortodoxa por excelencia, tienen la obligación de prohijar a los pueblos eslavos (y ortodoxos... bueno, no todos son ortodoxos, pero ya se irán corrigiendo los que no lo son todavía) y liberarlos del yugo otomano.
La corriente eslavófila (vamos a ser anacrónicos, pero es para entenderse) no tuvo rival desde que Iván III se sacudió de encima a los tártaros hasta que terminó el siglo XVII. El principado de Moscovia era un lugar totalmente eslavófilo, centrado en zurrarse contra los enemigos de la fe ortodoxa, y así tenemos a Iván el Terrible con una política exterior que le enfrenta literalmente a todo quisque no-ortodoxo; tenemos un movimiento ciudadano que se niega a ser regido por los católicos polacos y, extinguida la dinastía legítima, elige otra, y nada menos que al hijo de un patriarca; tenemos la expansión por Ucrania del siglo XVII, a costa de los polacos.
Entonces llega la corriente opuesta, con un zar, Pedro I, que se ha pasado la infancia y la juventud rodeado de los extranjeros que residían en Moscú, que decide viajar por Occidente a ver cómo es aquello y que vuelve convencido de que ya está bien de creerse la reserva espiritual de Oriente. Pedro I es el primer occidentalófilo que aparece en la historia rusa; al menos es el primer occidentalófilo con cierto poder. Y se dedica a suprimir cosas, y no sólo las barbas. Su política exterior no es muy diferente, aunque sí mucho más exitosa, de la de Iván el Terrible, pero consigue meter un golazo a los más tradicionalistas de su imperio cuando suprime el Patriarcado. La Iglesia queda totalmente supeditada al Estado, o más bien apartada a un segundo plano. En lo cual Pedro I se comporta exactamente igual que todos los modernistas que le precedieron y le sucederían, en Rusia, en España o en casi cualquier otro país (digo casi porque está Bélgica, suponiendo que Bélgica sea un país): parte del programa consiste en darle un palmetazo a la Iglesia... pero sin que se note demasiado. Si el palmetazo es evidente y se nota, entonces no se trata de un modernista, sino directamente de un revolucionario.
Es sumamente interesante leer en este contexto el capítulo que dedica a Pedro I el académico Kartaschyov, un estudioso exiliado después de la revolución de 1917 y que escribió una monumental "Apuntes sobre la historia de la Iglesia Ortodoxa rusa", obra que tuve la feliz idea de comprar hace algunos años. Kartaschyov hace un auténtico encaje de bolillos para defender la indefendible idea de que Pedro I era un fervoroso creyente, cuando los hechos, y casi todos los autores que se han ocupado del caso, coinciden en que Pedro I era más bien tibio en cuestiones de fe. Y si no que lo digan los veterocreyentes, que bajo su reinado comenzaron a poder respirar.
Los siglos XVIII y XIX son los de la lucha entre la tendencia tradicionalista eslavófila y la modernista occidentalófila, con ventaja en general de la primera, en particular bajo el reinado de Nicolás I, que es el zar eslavófilo por excelencia: se dedica a guerrear contra los turcos, esos opresores de pueblos eslavos; no toleró a los veterocreyentes, en su calidad de protector de la ortodoxia; y, en política exterior, y por hablar de España, y como buen tradicionalista, siempre reconoció como rey de España a Carlos V, y luego a Carlos VI a la abdicación del primero (sólo a su muerte se reanudaron las relaciones diplomáticas con el gobierno de doña Isabel). Curiosamente, con los católicos fue mucho más tolerante que con los veterocreyentes: de hecho, la iglesia de San Luis, única iglesia católica de Moscú durante muchos años, fue construida en parte con fondos que donó él.
Nicolás I murió, pero sus sucesores no cambiaron demasiado de línea. Los modernistas occidentalófilos, que seguían existiendo, básicamente se dedicaron a esperar su oportunidad. Y entretanto iba surgiendo otra tercera tendencia, ésta menos conciliadora que los modernistas: los revolucionarios.
Y con esto llegamos al año crucial en que la eslavofilia empieza seriamente a tambalearse: 1905.
jueves, 25 de octubre de 2012
En el centro de conservación de expats
Alfina y yo nos dirigimos en nuestro coche al centro de concentración de expats, en el noroeste de Moscú. Los centros de concentración de expats de Moscú (básicamente son dos, en el resto también puede haber chusma) están pensados para impedir la entrada en ellos de microorganismos y otros elementos patógenos procedentes del exterior. Bueno, o no, pero lo parece, porque es atravesar la barrera de entrada y parece que uno se encuentra en otro país, cuando no en otro continente.
Los centros de concentración de expats están vallados concienzudamente para hacerlos estancos. No estoy muy seguro, pero incluso me pareció que el coche quedaba automáticamente limpio cuando accedimos al centro. Al salir debió ensuciarse otra vez.
La fiesta a la que fuimos estaba llena de hispanoamericanos, la práctica totalidad de los cuales venía con sus mujeres. Conocíamos a varios de entre ellos, y nos pusimos a hablar con algunos. Por si hay alguna duda sobre el tipo de hispanoamericano que entra en la categoría de expat (expat fetén, si se quiere), diré que Chávez o Kirchner pierden bastante el tiempo si hacen campaña electoral entre ellos. Castro, debido a las peculiaridades de su régimen político, directamente no hace campaña electoral, pero tampoco tendría demasiado éxito entre esta categoría de expat. Muchos de ellos trabajan en multinacionales con sede en Estados Unidos, todos ellos dominan el inglés y llevan su vida profesional entera alternando períodos de tres años en distintos países.
Un grupo específico es el de hispanoamericanas (perdón, creo que el término técnico para referirse a ellas es "damas latinas") casadas con ejecutivos anglófonos. Es curioso que prácticamente ninguna de ellas trabaja, pero también hay escalafón jerárquico entre ellas, cual es el que tengan sus respectivos maridos. Cuando digo que no trabajan no estoy denigrando el trabajo doméstico, en absoluto: es que tampoco se dedican al trabajo doméstico, al menos no al más básico, porque la totalidad de ellas tiene servicio. Y es que, lo que es pasta, no falta.
En estas circunstancias, y aunque nos encontrábamos en un casoplón con jardín, digno de "El show de Truman", absolutamente impecable y con una mesa lleva de viandas de lo más apetitoso, uno se rasca un poco la cabeza al darse cuenta de que no tiene demasiadas cosas en común con los demás invitados. Y que comienza a notarse demasiado.
La culpa es de Alfina, porras. Alfina incumple varias características fundamentales de la mujer de expat fetén. Alfina trabaja y tiene un puestazo ella, no su maridín, que es chusma (no sólo por vocación, que también, sino precisamente por tener una esposa que trabaja); Alfina habla ruso; Alfina tiene cosas que hacer; es más, tiene muchas cosas que hacer; Alfina no tiene catorce horas al día para decidir qué hacer con ellas.
Pero eso, con ser malísimo para aspirar al puesto de expat fetén, no es lo peor, no.
Alfina y yo habíamos intentado entablar conversación por separado con algunas personas, y la cosa había ido razonablemente bien, pero sólo razonablemente. En un momento de la fiesta, ya habíamos pasado de estar separados y estábamos juntitos metiéndonos en el coleto un trozo de quiche, cuando se acercaron al plato dos mujeres bastante jóvenes, morenas, con el pelo largo y negrísimo y vestidas de blanco inmaculado.
- Y usted, ¿dónde trabaja?
Se lo dijimos. Primero yo, hasta ahí bien, y luego Alfina. Las dos mujeres ya se miraron al darse cuenta de que Alfina trabajaba, pero igual pensaron que era algo temporal.
- ¿Y hablan ruso?
- Si, hablamos. Bueno, Alfor dice que tengo un nivel de supervivencia avanzado - dijo Alfina.
- Qué va, eso es broma. Habla muy bien - intervine.
- ¿Y dónde aprendieron?
- Yo, en Valencia. Sabía un poco cuando vine aquí - dije.
- Yo ya aprendí aquí - dijo Alfina, supongo que recordando su título del Instituto Pushkin.
- Ah, pero ustedes ya llevarán algún tiempo aquí.
- Algún tiempo sí que llevamos, sí: quince años.
Ay, madre.
Las dos mujeres abrieron mucho la boca. Mucho. Acababan de descubrir la existencia de personas que estaban más de tres años en Rusia ¡y se les habían colado en el centro de conservación de expats! Igual incluso habían traído algún bicho de fuera.
- ¡Quince años!
- Sí, sí, quince.
Lo peor para ser expat fetén no es tener una mujer que trabaje y hable ruso sin ser rusa, ni siquiera hablar ruso tú mismo: lo peor es llevar una eternidad en el país. Para compensar esa losa, realmente tienes que tener un puestazo de aúpa; tienes que ser presidente de BP, por lo menos (bueno, quizá BP sea un mal ejemplo ahora mismo).
- ¿Y tienen hijos?
- Síiiii - dijo Alfina, cayéndosele la baba, como siempre que habla de Abi, Ro y Ame -. Tenemos tres.
- ¿Y a qué colegio los llevan?
- Bueno, pues van a un colegio ruso.
- ¿A un colegio ruso? - y las dos mujeres pusieron una cara de extrañeza infinita, como si les estuviera hablando de ufología. Como si no creyeran en la existencia de colegios rusos.
- Sí, es muy bueno y estamos muy contentos con él.
- Aaaahhh... - dijeron las dos mujeres mientras se apartaban discretamente.
Cuando nos acabamos la quiche, nos movimos hacia otra parte del salón, y vimos a una mujer de unos treinta y pocos años de ojos y tez claros y vestido algo más discreto. Estaba en un grupito que hablaba inglés y donde estaba un señor alemán con quien había estado yo charlando antes, y que ya llevaba nueve años en Rusia. Me vino bien para quitar las telerañas a mi oxidado alemán, cosa que podría hacerme mucha falta próximamente. Ah, y se me olvidaba: si eres alemán, puedes estar en Rusia todo el tiempo que quieras, porque siempre serás expat fetén. No sé cómo lo hacen los alemanes, pero es así. Supongo que es la puñetera imagen-país.
Llegamos al grupito, nos pusimos a hablar en inglés con los otros y, después de un rato, quien más quien menos se puso a sacarse una foto y nos quedamos Alfina y yo charlando con la chica.
- ¿Y usted de dónde es?
Nos miró con duda, como si no supiera bien si confesarlo o no, y dijo muy bajito:
- Soy rusa.
¡Halaaaaa! ¡Una rusa en el centro de conservación de expats!
- Ah, bueno, pues casi que podíamos seguir en ruso.
- Ah... vale... - añadió algo confusa. Se ve que hacía tiempo que no lo hablaba con adultos.
Resultó que era la segunda esposa del alemán y que eran los vecinos de al lado. Es curiosa la abundancia de "segundas esposas" entre los expats, fetén o chusmeros, pero ésa es otra historia.
- Vaya, vaya... y qué tal ¿Habla alemán?
- No, pero lo entiendo casi todo. Cuando estoy con la familia de Herbert nos entendemos bien.
- ¿Y tienen hijos?
- Bueno, Herbert tiene uno mayor con su primera mujer; yo tengo dos. Lo malo es que soy de Siberia y no tengo familia en Moscú.
- ¿Y qué edad tienen los niños?
- Ocho y seis años.
- Ah, vaya, ya van al colegio.
- Sí, van al colegio del "compound", en inglés.
- Pero hablarán ruso también, ¿no?
- Claro, hablan conmigo.
- Y en el colegio, ¿no?
- No.
- ¿No?
- En el colegio hablan inglés.
- ¿No tienen clase de ruso? - pregunté extrañado.
- Sí, pero es voluntaria, a última hora de la tarde.
Vaya. Toma educación multilingüe.
La gente pasaba cerca de nosotros, y alguno hizo ademán de meterse en nuestro grupo, pero entonces se daba cuenta de que estábamos hablando una jerigonza desconocida y se alejaban espantados. No estoy seguro, pero puede que alguno se santiguara.
No tardamos mucho más en irnos del "compound", pero es que se hacía tarde. A veces tenemos la impresión de que vivimos en una jaula de oro y fuera de la realidad. Je. Lo nuestro no es nada...
Los centros de concentración de expats están vallados concienzudamente para hacerlos estancos. No estoy muy seguro, pero incluso me pareció que el coche quedaba automáticamente limpio cuando accedimos al centro. Al salir debió ensuciarse otra vez.
La fiesta a la que fuimos estaba llena de hispanoamericanos, la práctica totalidad de los cuales venía con sus mujeres. Conocíamos a varios de entre ellos, y nos pusimos a hablar con algunos. Por si hay alguna duda sobre el tipo de hispanoamericano que entra en la categoría de expat (expat fetén, si se quiere), diré que Chávez o Kirchner pierden bastante el tiempo si hacen campaña electoral entre ellos. Castro, debido a las peculiaridades de su régimen político, directamente no hace campaña electoral, pero tampoco tendría demasiado éxito entre esta categoría de expat. Muchos de ellos trabajan en multinacionales con sede en Estados Unidos, todos ellos dominan el inglés y llevan su vida profesional entera alternando períodos de tres años en distintos países.
Un grupo específico es el de hispanoamericanas (perdón, creo que el término técnico para referirse a ellas es "damas latinas") casadas con ejecutivos anglófonos. Es curioso que prácticamente ninguna de ellas trabaja, pero también hay escalafón jerárquico entre ellas, cual es el que tengan sus respectivos maridos. Cuando digo que no trabajan no estoy denigrando el trabajo doméstico, en absoluto: es que tampoco se dedican al trabajo doméstico, al menos no al más básico, porque la totalidad de ellas tiene servicio. Y es que, lo que es pasta, no falta.
En estas circunstancias, y aunque nos encontrábamos en un casoplón con jardín, digno de "El show de Truman", absolutamente impecable y con una mesa lleva de viandas de lo más apetitoso, uno se rasca un poco la cabeza al darse cuenta de que no tiene demasiadas cosas en común con los demás invitados. Y que comienza a notarse demasiado.
La culpa es de Alfina, porras. Alfina incumple varias características fundamentales de la mujer de expat fetén. Alfina trabaja y tiene un puestazo ella, no su maridín, que es chusma (no sólo por vocación, que también, sino precisamente por tener una esposa que trabaja); Alfina habla ruso; Alfina tiene cosas que hacer; es más, tiene muchas cosas que hacer; Alfina no tiene catorce horas al día para decidir qué hacer con ellas.
Pero eso, con ser malísimo para aspirar al puesto de expat fetén, no es lo peor, no.
Alfina y yo habíamos intentado entablar conversación por separado con algunas personas, y la cosa había ido razonablemente bien, pero sólo razonablemente. En un momento de la fiesta, ya habíamos pasado de estar separados y estábamos juntitos metiéndonos en el coleto un trozo de quiche, cuando se acercaron al plato dos mujeres bastante jóvenes, morenas, con el pelo largo y negrísimo y vestidas de blanco inmaculado.
- Y usted, ¿dónde trabaja?
Se lo dijimos. Primero yo, hasta ahí bien, y luego Alfina. Las dos mujeres ya se miraron al darse cuenta de que Alfina trabajaba, pero igual pensaron que era algo temporal.
- ¿Y hablan ruso?
- Si, hablamos. Bueno, Alfor dice que tengo un nivel de supervivencia avanzado - dijo Alfina.
- Qué va, eso es broma. Habla muy bien - intervine.
- ¿Y dónde aprendieron?
- Yo, en Valencia. Sabía un poco cuando vine aquí - dije.
- Yo ya aprendí aquí - dijo Alfina, supongo que recordando su título del Instituto Pushkin.
- Ah, pero ustedes ya llevarán algún tiempo aquí.
- Algún tiempo sí que llevamos, sí: quince años.
Ay, madre.
Las dos mujeres abrieron mucho la boca. Mucho. Acababan de descubrir la existencia de personas que estaban más de tres años en Rusia ¡y se les habían colado en el centro de conservación de expats! Igual incluso habían traído algún bicho de fuera.
- ¡Quince años!
- Sí, sí, quince.
Lo peor para ser expat fetén no es tener una mujer que trabaje y hable ruso sin ser rusa, ni siquiera hablar ruso tú mismo: lo peor es llevar una eternidad en el país. Para compensar esa losa, realmente tienes que tener un puestazo de aúpa; tienes que ser presidente de BP, por lo menos (bueno, quizá BP sea un mal ejemplo ahora mismo).
- ¿Y tienen hijos?
- Síiiii - dijo Alfina, cayéndosele la baba, como siempre que habla de Abi, Ro y Ame -. Tenemos tres.
- ¿Y a qué colegio los llevan?
- Bueno, pues van a un colegio ruso.
- ¿A un colegio ruso? - y las dos mujeres pusieron una cara de extrañeza infinita, como si les estuviera hablando de ufología. Como si no creyeran en la existencia de colegios rusos.
- Sí, es muy bueno y estamos muy contentos con él.
- Aaaahhh... - dijeron las dos mujeres mientras se apartaban discretamente.
Cuando nos acabamos la quiche, nos movimos hacia otra parte del salón, y vimos a una mujer de unos treinta y pocos años de ojos y tez claros y vestido algo más discreto. Estaba en un grupito que hablaba inglés y donde estaba un señor alemán con quien había estado yo charlando antes, y que ya llevaba nueve años en Rusia. Me vino bien para quitar las telerañas a mi oxidado alemán, cosa que podría hacerme mucha falta próximamente. Ah, y se me olvidaba: si eres alemán, puedes estar en Rusia todo el tiempo que quieras, porque siempre serás expat fetén. No sé cómo lo hacen los alemanes, pero es así. Supongo que es la puñetera imagen-país.
Llegamos al grupito, nos pusimos a hablar en inglés con los otros y, después de un rato, quien más quien menos se puso a sacarse una foto y nos quedamos Alfina y yo charlando con la chica.
- ¿Y usted de dónde es?
Nos miró con duda, como si no supiera bien si confesarlo o no, y dijo muy bajito:
- Soy rusa.
¡Halaaaaa! ¡Una rusa en el centro de conservación de expats!
- Ah, bueno, pues casi que podíamos seguir en ruso.
- Ah... vale... - añadió algo confusa. Se ve que hacía tiempo que no lo hablaba con adultos.
Resultó que era la segunda esposa del alemán y que eran los vecinos de al lado. Es curiosa la abundancia de "segundas esposas" entre los expats, fetén o chusmeros, pero ésa es otra historia.
- Vaya, vaya... y qué tal ¿Habla alemán?
- No, pero lo entiendo casi todo. Cuando estoy con la familia de Herbert nos entendemos bien.
- ¿Y tienen hijos?
- Bueno, Herbert tiene uno mayor con su primera mujer; yo tengo dos. Lo malo es que soy de Siberia y no tengo familia en Moscú.
- ¿Y qué edad tienen los niños?
- Ocho y seis años.
- Ah, vaya, ya van al colegio.
- Sí, van al colegio del "compound", en inglés.
- Pero hablarán ruso también, ¿no?
- Claro, hablan conmigo.
- Y en el colegio, ¿no?
- No.
- ¿No?
- En el colegio hablan inglés.
- ¿No tienen clase de ruso? - pregunté extrañado.
- Sí, pero es voluntaria, a última hora de la tarde.
Vaya. Toma educación multilingüe.
La gente pasaba cerca de nosotros, y alguno hizo ademán de meterse en nuestro grupo, pero entonces se daba cuenta de que estábamos hablando una jerigonza desconocida y se alejaban espantados. No estoy seguro, pero puede que alguno se santiguara.
No tardamos mucho más en irnos del "compound", pero es que se hacía tarde. A veces tenemos la impresión de que vivimos en una jaula de oro y fuera de la realidad. Je. Lo nuestro no es nada...