¿Qué es lo que hace una persona cuando lo que ha sido su profesión hasta los 55 años se convierte en algo prohibido, y cuyo ejercicio puede con certeza llevarle a la muerte? Pues renovarse o morir. Mijaíl Nésterov, que es ese señor de la imagen, pintada por él mismo, decidió renovarse.
Sobre encasillamientos, y por propia experiencia, ya se ha escrito algo en esta bitácora. Nésterov era en 1917 un pintor encasillado, y además encasillado voluntariamente. Tenía 55 años, estaba en la cumbre de su fama, y desde su juventud más temprana se había distinguido como un pintor que destacaba en la pintura religiosa, con un cariño especial por la Rusia anterior a Pedro I, que es lo que en las últimas entradas hemos caracterizado como eslavófilo. Uno de los personajes más frecuentes en sus obras era San Sergio de Rádonezh, protagonista del cuadro que le llevó a la fama: La visión del joven Bartolomé.
A partir de ahí, a Nésterov le esperaba una carrera repleta de éxitos en el curso de la cual llevó el cuadro religioso al final del camino que le había abierto Iván Kramskoy, alejado del academicismo y más cercano a la religión como una experiencia personal, pocas veces compatible con la gloria del mundo. Normalmente Nésterov, en sus pinturas, muestra cierto desdén por los jerarcas eclesiásticos, y muchísima simpatía por los religiosos del montón. Destacó, además, como pintor de frescos, y en especial, y porque están en el centro de Moscú a la vista de todo el mundo, se pueden mencionar los del monasterio de Marta y María, aunque no es sencillo llegar hasta ellos. Pero del monasterio de Marta y María, por donde precisamente he pasado hace un rato, tocará escribir en otra ocasión.
Éste es el fresco del que Nésterov estaba más satisfecho, pero para un residente en Rusia es un pelín complicado de visitar, porque está en Abastumani, un pueblecito de la Georgia profunda de poco más de mil habitantes. Y ya se sabe que no corren buenos tiempo en las relaciones entre Georgia y Rusia (lo vimos aquí, y aquí).
En esto, llegó 1917 y las cosas se torcieron. Nésterov dejó casi automáticamente de pintar cuadros religiosos; desde luego, no había quien tuviera narices de encargárselos, y bastante tenía la Iglesia Ortodoxa Rusa con tratar en vano de esquivar los capones que le iban cayendo. Y, por su cuenta, como se hubiera puesto como si nada a pintar cuadros religiosos, el primero que le pillaran iba a ser su última obra.
Nésterov, sin arrepentirse nunca de su obra pasada, ni exiliarse, como otros (aunque no se movieran), simplemente cambió de especialidad y se convirtió en retratista, una modalidad que hasta entonces había cultivado bastante de refilón. Siguió activo hasta su muerte, en 1942, y en esos años le dio tiempo a retratar a la flor y nata de intelectualidad moscovita... como en su día había hecho también Kramskoy, para mi gusto el mejor retratista ruso de cualquier época. Y era bueno, leches, ya lo creo que era bueno.
Iván Pavlov, el famoso científico que ha dado nombre al reflejo condicionado. El cuadro es de 1935 y el autor, Nésterov, tenía 73 años y está visto que no le temblaba la mano ni un poquito.
Al final de su vida, era miembro de la Orden de la Bandera Roja del Trabajo y, en 1941, incluso recibió el premio Stalin. Para haber sido un pintor religioso hasta los 55 años, hay que reconocer que el bandazo no está mal. Pero de bandazos mejor me callo, porque el que me espera a mí se las trae.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
miércoles, 28 de noviembre de 2012
lunes, 26 de noviembre de 2012
El maestro Juan Martínez
Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeño y ni se sospechaba que fuera a pisar Rusia algún día, pero se sabía positivamente que me gustaba la historia, que en la herencia de su madre, mi bisabuela, había un libro que se había publicado por fascículos sobre un bailarín español que había pasado la guerra civil rusa y que contaba cómo fue aquello. "Aquello sí que fue duro, más incluso que lo nuestro", decía mi abuela. Teniendo en cuenta que mi abuela se convirtió en viuda de guerra, que en guerra pasó las de Caín, y que se libró por los pelos del paseo y de dejar huérfana del todo a mi madre, el libro le tuvo que impresionar bastante.
Sin embargo, a continuación, mi abuela se lamentaba de que los coherederos habían hecho desaparecer el libro, y que por eso no podía pasármelo a mí, su nieto y ahijado. Por las fechas, debió ser la edición prínceps de 1934 la que formaba parte de la herencia; en las décadas siguientes, el autor debió tener problemas para imprimir sus obras en España, pues se trataba de Manuel Chaves Nogales, un periodista sevillano de izquierdas bastante incomprendido por toda la España de entonces, y la de después, que se exilió al comenzar la Guerra Civil española.
Con los años, sin embargo, pude leer el libro, en las ediciones posteriores a 1975, cuya portada aparece en la imagen que ilustra esta entrada. Narra las aventuras (mejor dicho, las desventuras) de una pareja de bailarines de flamenco que, en 1917, tienen dificultades para conseguir contratos, en plena Primera Guerra Mundial, y les dice que Rusia está muy bien y que la guerra ni se nota y que hay contratos a mansalva. Eso es dar un buen consejo, ¿verdad? El resultado es, como sabemos los que tenemos la ventaja de vivir en el futuro, muy diferente al prometido, y los dos bailarines, Juan y Sole, van dando tumbos de mala manera durante los seis años siguientes, por Moscú, San Petersburgo y, la mayor parte del libro, Kíev, pasando hambre, temiendo por su vida y llevando, en suma, una vida de lo más desastrada, hasta que en 1923 consiguen salir del país.
En estos seis años, Juan Martínez, el protagonista, blasona de que llega a hablar ruso igual que los mismos rusos. Para los que llevamos algún tiempo más en el país del que él llegó a estar, no es difícil encontrarle, sobre todo en la transcripción de nombres, faltas que ponen a las claras que, como casi todos los españoles, Juan Martínez es de lo más optimista cuando juzga su propio dominio de los idiomas.
A pesar de eso, el libro es interesantísimo para los que estén atraídos por la Historia contemporánea rusa. Eso sí, no es un tratado de Historia de la Guerra Civil rusa, sino una narración de las peripecias de la pareja protagonista, en plan muy personal, en las que aparecen bolcheviques, blancos, independentistas y polacos, y todo tipo de personajes, la mayoría de los cuales está retratada de forma bastante negativa. Y no es para menos, teniendo en cuenta la que estaban montando y cómo se estaban cargando el país.
Sin embargo, lo que más me impresionó del libro fue el momento en que Juan Martínez y Sole, ya hacia el final de la obra, abandonan el país con rumbo a Estambul, en un barco donde se han colado sobornando a diestro y siniestro con sus últimas joyas. Juan Martínez llora porque deja Rusia y sabe que no volverá, y eso que lo ha pasado de purísima pena y ha estado más de tres y más de cuatro veces a punto de quedarse allí de cuerpo presente. Y eso es así y prácticamente todos los que han abandonando Rusia así lo atestiguan: por pésima que sea la calidad de vida (lo sigue siendo, aunque menos que antes), Rusia engancha de alguna manera, y todo el que ha pasado por aquí echa de menos el país, aunque casi nadie sea capaz de decir exactamente por qué. Bueno, los que salen de marcha y ponen cara de periscopio en las discotecas saben perfectamente qué echan de menos, pero no me refiero a eso.
No digamos yo, que no tengo queja alguna de la vida que he estado llevando estos últimos años, con todos los líos que hay, y que si salgo del país es porque... porque ya toca, supongo, asuntos laborales aparte, que no vienen al caso y que, como sabe todo el que ha seguido esto, no forman parte de la temática de esta bitácora.
Así que veremos qué hago yo cuando suba al avión, porque, si Juan Martínez, que casi lo matan, llora como un niño cuando sale del país, no sé qué voy a tener yo, que entré con las manos en los bolsillos y salgo bastante mejor que cuando entré.
Pero eso, me temo, que lo sabré al final de esta semana. No antes.
Sin embargo, a continuación, mi abuela se lamentaba de que los coherederos habían hecho desaparecer el libro, y que por eso no podía pasármelo a mí, su nieto y ahijado. Por las fechas, debió ser la edición prínceps de 1934 la que formaba parte de la herencia; en las décadas siguientes, el autor debió tener problemas para imprimir sus obras en España, pues se trataba de Manuel Chaves Nogales, un periodista sevillano de izquierdas bastante incomprendido por toda la España de entonces, y la de después, que se exilió al comenzar la Guerra Civil española.
Con los años, sin embargo, pude leer el libro, en las ediciones posteriores a 1975, cuya portada aparece en la imagen que ilustra esta entrada. Narra las aventuras (mejor dicho, las desventuras) de una pareja de bailarines de flamenco que, en 1917, tienen dificultades para conseguir contratos, en plena Primera Guerra Mundial, y les dice que Rusia está muy bien y que la guerra ni se nota y que hay contratos a mansalva. Eso es dar un buen consejo, ¿verdad? El resultado es, como sabemos los que tenemos la ventaja de vivir en el futuro, muy diferente al prometido, y los dos bailarines, Juan y Sole, van dando tumbos de mala manera durante los seis años siguientes, por Moscú, San Petersburgo y, la mayor parte del libro, Kíev, pasando hambre, temiendo por su vida y llevando, en suma, una vida de lo más desastrada, hasta que en 1923 consiguen salir del país.
En estos seis años, Juan Martínez, el protagonista, blasona de que llega a hablar ruso igual que los mismos rusos. Para los que llevamos algún tiempo más en el país del que él llegó a estar, no es difícil encontrarle, sobre todo en la transcripción de nombres, faltas que ponen a las claras que, como casi todos los españoles, Juan Martínez es de lo más optimista cuando juzga su propio dominio de los idiomas.
A pesar de eso, el libro es interesantísimo para los que estén atraídos por la Historia contemporánea rusa. Eso sí, no es un tratado de Historia de la Guerra Civil rusa, sino una narración de las peripecias de la pareja protagonista, en plan muy personal, en las que aparecen bolcheviques, blancos, independentistas y polacos, y todo tipo de personajes, la mayoría de los cuales está retratada de forma bastante negativa. Y no es para menos, teniendo en cuenta la que estaban montando y cómo se estaban cargando el país.
Sin embargo, lo que más me impresionó del libro fue el momento en que Juan Martínez y Sole, ya hacia el final de la obra, abandonan el país con rumbo a Estambul, en un barco donde se han colado sobornando a diestro y siniestro con sus últimas joyas. Juan Martínez llora porque deja Rusia y sabe que no volverá, y eso que lo ha pasado de purísima pena y ha estado más de tres y más de cuatro veces a punto de quedarse allí de cuerpo presente. Y eso es así y prácticamente todos los que han abandonando Rusia así lo atestiguan: por pésima que sea la calidad de vida (lo sigue siendo, aunque menos que antes), Rusia engancha de alguna manera, y todo el que ha pasado por aquí echa de menos el país, aunque casi nadie sea capaz de decir exactamente por qué. Bueno, los que salen de marcha y ponen cara de periscopio en las discotecas saben perfectamente qué echan de menos, pero no me refiero a eso.
No digamos yo, que no tengo queja alguna de la vida que he estado llevando estos últimos años, con todos los líos que hay, y que si salgo del país es porque... porque ya toca, supongo, asuntos laborales aparte, que no vienen al caso y que, como sabe todo el que ha seguido esto, no forman parte de la temática de esta bitácora.
Así que veremos qué hago yo cuando suba al avión, porque, si Juan Martínez, que casi lo matan, llora como un niño cuando sale del país, no sé qué voy a tener yo, que entré con las manos en los bolsillos y salgo bastante mejor que cuando entré.
Pero eso, me temo, que lo sabré al final de esta semana. No antes.
jueves, 22 de noviembre de 2012
¿Y ahora qué?
- Y ahora, ¿qué vas a hacer con el blog?
La pregunta me la hizo Alfina hace un par de semanas, y lo cierto es que me dejó un poco confuso, porque no había pensado en eso.
Los acontecimientos se precipitaron a partir de febrero de este año, más o menos. En febrero, mi máquina de correr dijo basta, y la pobre tenía motivos. Entre que la maltraté demasiado y que la preparación de una maratón la tuvo a ritmo de gimnasio, cuando sólo era una pobre máquina doméstica, la cosa terminó por torcerse, y el motor, por quemarse.
Entonces, decidí comprar otra. Han bajado bastante de precio y, al precio que van aquí los gimnasios, en unos cuantos meses se amortizan sin ningún problema.
Para los que no lo sepáis, una máquina de correr es un mamotreto bastante impresionante. Pesa fácilmente ochenta kilos y resulta bastante complicada de mover. Estaba en la tienda con su compra, y tuve algo así como un pensamiento.
"Basta con comprarse un trasto como éste para que dentro de poco haya que hacer una mudanza."
Aun así, hice acopio de valor y la pagué. Poco después la instalé donde había estado su antecesora y comprendí que había que ponerse a ritmo de mudanza, porque iba a llegar fatalmente. Comencé a tirar trastos, a entrar a saco en el trastero, organizar maletas, revisar dónde comprar cajas de cartón. Después de todo, llevamos quince años, que ya son años, acumulando trastos.
Ame me miraba.
- ¿Y por qué haces esto?
- Por si acaso hay que mudarse.
- Ah.
- Ponte a recoger tus juguetes.
- ¿Cuándo nos mudamos?
- No lo sé.
- Mamá, papá dice que nos vamos a mudar.
- ¿Qué? ¿Te han dicho algo?
- No, pero he comprado una máquina de correr.
- ¿No era lo que querías?
- Sí.
- ¿Y qué tiene que ver eso con mudarse?
- Mucho. Es un trasto enorme e incómodo difícil de llevar.
- Ya. Anda, Ame, vamos a dejar al papá que recoja el trastero. Eso está bien, aunque no nos mudemos.
- ¿Tengo que recoger los juguetes?
- Sí, claro.
- Bfffff...
La familia parecía no dar mucho crédito al hecho infalible de que comprarse una trasto enorme es garantía de mudanza próxima. Sin embargo, a partir del verano, las cosas se precipitaron muy seriamente. Una llamada por aquí, una entrevista de trabajo por allá, unos vuelos por acullá, unos exámenes en Moscú, otros en Estonia... y una oferta en firme de trabajo, lejos de Rusia y de Moscú, hace unas semanas.
Es el momento de volver la vista atrás a una entrada que escribí hace algo más de tres años y que era bastante depresiva. Contra todo pronóstico, y no conozco apenas ningún caso de esto, parece que voy a tener la oportunidad de trabajar en algo fuera de Rusia, y que no tiene nada que ver con Rusia ni con el ruso. El desencasillamiento en toda su magnitud.
Con lo cual, además de adquirir sentido el hecho de limpiar trasteros y de comprar máquinas de correr, adquiere actualidad la pregunta de Alfina.
- ¿Y qué vas a hacer con el blog?
Esto de la bitácora es algo complejo. A veces da la sensación de que es un ser vivo. Nace (desde luego), crece (y tanto), se reproduce (algo de eso hay, algo de eso hay...) y muere (fatalmente). Tiene función de relación (los comentarios), nutrición (ahora mismo estoy nutriéndola) y reproducción (aunque sea con los derechos reservados).
Y, como todo ser vivo, evoluciona. Así que todo será cuestión de seguir adelante y ver en qué sentido lo hace, porque a mí a veces me da la sensación de que tiene vida propia y campa por sus respetos.
La pregunta me la hizo Alfina hace un par de semanas, y lo cierto es que me dejó un poco confuso, porque no había pensado en eso.
Los acontecimientos se precipitaron a partir de febrero de este año, más o menos. En febrero, mi máquina de correr dijo basta, y la pobre tenía motivos. Entre que la maltraté demasiado y que la preparación de una maratón la tuvo a ritmo de gimnasio, cuando sólo era una pobre máquina doméstica, la cosa terminó por torcerse, y el motor, por quemarse.
Entonces, decidí comprar otra. Han bajado bastante de precio y, al precio que van aquí los gimnasios, en unos cuantos meses se amortizan sin ningún problema.
Para los que no lo sepáis, una máquina de correr es un mamotreto bastante impresionante. Pesa fácilmente ochenta kilos y resulta bastante complicada de mover. Estaba en la tienda con su compra, y tuve algo así como un pensamiento.
"Basta con comprarse un trasto como éste para que dentro de poco haya que hacer una mudanza."
Aun así, hice acopio de valor y la pagué. Poco después la instalé donde había estado su antecesora y comprendí que había que ponerse a ritmo de mudanza, porque iba a llegar fatalmente. Comencé a tirar trastos, a entrar a saco en el trastero, organizar maletas, revisar dónde comprar cajas de cartón. Después de todo, llevamos quince años, que ya son años, acumulando trastos.
Ame me miraba.
- ¿Y por qué haces esto?
- Por si acaso hay que mudarse.
- Ah.
- Ponte a recoger tus juguetes.
- ¿Cuándo nos mudamos?
- No lo sé.
- Mamá, papá dice que nos vamos a mudar.
- ¿Qué? ¿Te han dicho algo?
- No, pero he comprado una máquina de correr.
- ¿No era lo que querías?
- Sí.
- ¿Y qué tiene que ver eso con mudarse?
- Mucho. Es un trasto enorme e incómodo difícil de llevar.
- Ya. Anda, Ame, vamos a dejar al papá que recoja el trastero. Eso está bien, aunque no nos mudemos.
- ¿Tengo que recoger los juguetes?
- Sí, claro.
- Bfffff...
La familia parecía no dar mucho crédito al hecho infalible de que comprarse una trasto enorme es garantía de mudanza próxima. Sin embargo, a partir del verano, las cosas se precipitaron muy seriamente. Una llamada por aquí, una entrevista de trabajo por allá, unos vuelos por acullá, unos exámenes en Moscú, otros en Estonia... y una oferta en firme de trabajo, lejos de Rusia y de Moscú, hace unas semanas.
Es el momento de volver la vista atrás a una entrada que escribí hace algo más de tres años y que era bastante depresiva. Contra todo pronóstico, y no conozco apenas ningún caso de esto, parece que voy a tener la oportunidad de trabajar en algo fuera de Rusia, y que no tiene nada que ver con Rusia ni con el ruso. El desencasillamiento en toda su magnitud.
Con lo cual, además de adquirir sentido el hecho de limpiar trasteros y de comprar máquinas de correr, adquiere actualidad la pregunta de Alfina.
- ¿Y qué vas a hacer con el blog?
Esto de la bitácora es algo complejo. A veces da la sensación de que es un ser vivo. Nace (desde luego), crece (y tanto), se reproduce (algo de eso hay, algo de eso hay...) y muere (fatalmente). Tiene función de relación (los comentarios), nutrición (ahora mismo estoy nutriéndola) y reproducción (aunque sea con los derechos reservados).
Y, como todo ser vivo, evoluciona. Así que todo será cuestión de seguir adelante y ver en qué sentido lo hace, porque a mí a veces me da la sensación de que tiene vida propia y campa por sus respetos.
lunes, 19 de noviembre de 2012
Las mil y una entradas
La pasada entrada en esta bitácora, la del concierto de Raphael, fue una entrada redonda. No, no es que me saliera especialmente bien, es que era la milésima. Mil entradas, nada menos. Con lo cual, la entrada que estoy escribiendo ahora es, obviamente, la milésima primera.
Volver la vista atrás da un poco de vértigo. En estas mil entradas ha habido de todo, y no me veo capaz de resumirlo: ha habido viajes por Rusia y sus aledaños, ha pasado por aquí una galería de personajes locales, ha habido un repaso (con crueldad, vale) a todo músico que ha pasado por aquí, por no hablar de lo que ha tenido más alabanzas (las apariciones de Ame), o de las discusiones político-jurídicas, o hasta históricas, de temas de actualidad. Un montón de cosas.
E historias, muchas historias. Casi todas ellas, cortadas en trocitos, porque se hacía tarde para escribirlas de golpe y aparecían por entregas, como las novelas por fascículos y los cuentos de Sherezada al sultán Shariar. Hemos visto a invitados dándose golpes contra la realidad local, a locales dándose golpes contra la realidad española y, en suma, han pasado tantísimas cosas en estos, aguanta, seis años y medio que no acabo de entender bien cómo sigue habiendo materia de la cual hablar. Rusia es inagotable como tema de escritura, cosa que nunca me pude imaginar en un principio.
Y no quería dejar de resaltar el hecho de llegar a las mil entradas (y sobrepasarlas). Entretanto, ha habido muchos visitantes y no pocos comentaristas, que se han ido sucediendo a lo largo de todo este tiempo. A casi todos ha sido un placer leerlos por aquí, y más en una época en que las buenas maneras y la gente con ingenio no abundan, o más bien quedan ocultas en la multitud de gente que vomita sus ideas de cualquier manera.
Y también han cambiado, y mucho, las bitácoras de la barra de la derecha. No sé exactamente cuál es la vida media de una bitácora, pero estoy por pensar que ésta es de las longevas, y dentro de la rusosfera en castellano seguramente la que más. Pero de la rusosfera en castellano tocará hablar dentro de poco, siquiera sea porque nunca ha manifestado signos de defunción tan evidentes como los que muestra en estos momentos.
Pero, de momento, y estando en un país como Rusia, que da tantísima importancia a las cifras redondas, no todas las bitácoras llegan a las de ésta, con lo que voy a tomarme un vaso de agua a la salud de la bitácora. Agua con gas, leche, que es fiesta.
Volver la vista atrás da un poco de vértigo. En estas mil entradas ha habido de todo, y no me veo capaz de resumirlo: ha habido viajes por Rusia y sus aledaños, ha pasado por aquí una galería de personajes locales, ha habido un repaso (con crueldad, vale) a todo músico que ha pasado por aquí, por no hablar de lo que ha tenido más alabanzas (las apariciones de Ame), o de las discusiones político-jurídicas, o hasta históricas, de temas de actualidad. Un montón de cosas.
E historias, muchas historias. Casi todas ellas, cortadas en trocitos, porque se hacía tarde para escribirlas de golpe y aparecían por entregas, como las novelas por fascículos y los cuentos de Sherezada al sultán Shariar. Hemos visto a invitados dándose golpes contra la realidad local, a locales dándose golpes contra la realidad española y, en suma, han pasado tantísimas cosas en estos, aguanta, seis años y medio que no acabo de entender bien cómo sigue habiendo materia de la cual hablar. Rusia es inagotable como tema de escritura, cosa que nunca me pude imaginar en un principio.
Y no quería dejar de resaltar el hecho de llegar a las mil entradas (y sobrepasarlas). Entretanto, ha habido muchos visitantes y no pocos comentaristas, que se han ido sucediendo a lo largo de todo este tiempo. A casi todos ha sido un placer leerlos por aquí, y más en una época en que las buenas maneras y la gente con ingenio no abundan, o más bien quedan ocultas en la multitud de gente que vomita sus ideas de cualquier manera.
Y también han cambiado, y mucho, las bitácoras de la barra de la derecha. No sé exactamente cuál es la vida media de una bitácora, pero estoy por pensar que ésta es de las longevas, y dentro de la rusosfera en castellano seguramente la que más. Pero de la rusosfera en castellano tocará hablar dentro de poco, siquiera sea porque nunca ha manifestado signos de defunción tan evidentes como los que muestra en estos momentos.
Pero, de momento, y estando en un país como Rusia, que da tantísima importancia a las cifras redondas, no todas las bitácoras llegan a las de ésta, con lo que voy a tomarme un vaso de agua a la salud de la bitácora. Agua con gas, leche, que es fiesta.
sábado, 17 de noviembre de 2012
En el concierto de Raphael
Así pues, llegamos al patio de butacas, nos sentamos en las nuestras, y admiramos el portentoso espectáculo que se abría ante nuestros ojos. Una miriada de cabelleras retintadas de rubio, o directamente de amarillo, con mechones canosos asomando entre las guedejas, se agolpaba en la sala ansiosa por recibir al artista de toda la vida. Junto a ellas, era posible espigar a algunos hombres entrados en lustros, más que en años, y esparcidos al azar entre tanta sesentona, casi todos ellos sentados y una relativa cara de resignación.
En medio de la algarabía, se veían los rostros hieráticos de los guardianes del orden, con la cabeza debidamente rasuada, pulcramente vestidos de negro riguroso, con corbata enlutada y camisa alba, que es el informal uniforme de todo segurata ruso que se precie, junto con la mala gaita de fábrica y la amabilidad bajo mínimos.
Pasadas las siete, que era la hora prevista de comienzo, se oyó una profunda voz a través de los altavoces que, sólo en español, dijo: "Faltan cinco minutos para el comienzo. Raphael, cinco minutos." Sobrecogidos, los espectadores volvieron precipitadamente a sus asientos y se hizo el silencio durante unos segundos, que pronto fue roto por los cuchicheos inevitables que se producen cuando el público es semejante al que estamos describiendo.
Al poco tiempo, pero desde luego más de cinco minutos después, la voz volvió a sonar tan profunda y grave que parecía que no estábamos en Moscú, sino en el monte Sinaí, delante de la zarza. Y dijo, siempre en español: "Va a empezar la actuación. Raphael, a escena." Las luces se apagaron, y todo el mundo ocupó sus asientos.
Todavía tardó Raphael un par de minutos en salir a escena. Cuando lo hizo, sonaron los aplausos de rigor. Dijo un saludo en algo que desde luego no era español, pero tampoco parecía ruso ni ningún otro idioma humano, o al menos no hubo nadie que lo entendiera. Y empezó a cantar.
Hay un hecho claro: este tío se conserva mucho mejor que Ian Guillan, que está bastante cascado, aunque el ex-presidente Medvedev lo admire. Todavía canta razonablemente bien y hasta se atrevió en algunas partes a prescindir del micrófono, que ya es atreverse, y no quedó mal. Sólo me atrevo a explicar esta asombrosa inmunidad ante la maldición que supone venir a Moscú a que ya lo hizo en tiempos soviéticos e igual la KGB debió inyectarle algo para mantenerle en la cresta de la ola. El otro caso de grupo musical que ha venido a Moscú y, sin embargo, ha hecho algo después de venir, es ACDC, que también vino en tiempos soviéticos y, por si acaso, supongo que para no tentar a la suerte, no ha vuelto a aparecer por aquí ni de lejos. Pero claro, en el caso de ACDC, y con la música que tocan, bien podría ser que hubieran hecho un pacto con el diablo, cosa que lo explicaría todo y que estaremos de acuerdo en que no es improbable. Highway to Hell.
Raphael no. Este tío ha estado viniendo la tira de veces (tres en los últimos tres años, que yo sepa), cantando siempre "Yo sigo siendo aquél", subiendo por el escenario, haciendo bailecitos, y además tiene bastante más pelo que yo y hasta parece más joven cada año que pasa. Igual tiene en un desván de su casa un retrato de un vejestorio horrible, como Dorian Gray.
El tío se tiró, atención, dos horas y media de actuación. Treinta y nueve canciones, con dos bises incluidos. Al final, salvo algún exaltado que le pedía que cantara "Yo soy aquél", la mayoría de los escasos hombres del auditorio estábamos pidiendo la hora, como el Levante cuando va ganando en el Bernabéu. Es que no es mi estilo, francamente. Puedo escuchar una o dos canciones sin perder la compostura, pero enchufarme treinta y nueve seguidas es algo que no puedo hacer ni con los grupos que realmente me gustan, cuánto menos con Raphael.
La aplastante mayoría de mujeres que componían el público, en cambio, sí que querían que la cosa continuara. Raphael, tras dos bises, decidió que ya había bastante, y dijo "buenas noches" en ruso con pronunciación por lo menos inteligible, que es más que todo lo que había hecho hasta el momento.
Y ya sólo quedó un pase por el guardarropa, recoger los bártulos y encaminarse hacia fuera a ver si conseguíamos algo de cenar a las diez y pico. Cosa que no es complicada, porque, al fin y al cabo, esto es Moscú. Y, en Moscú, nunca se hace tarde.
En medio de la algarabía, se veían los rostros hieráticos de los guardianes del orden, con la cabeza debidamente rasuada, pulcramente vestidos de negro riguroso, con corbata enlutada y camisa alba, que es el informal uniforme de todo segurata ruso que se precie, junto con la mala gaita de fábrica y la amabilidad bajo mínimos.
Pasadas las siete, que era la hora prevista de comienzo, se oyó una profunda voz a través de los altavoces que, sólo en español, dijo: "Faltan cinco minutos para el comienzo. Raphael, cinco minutos." Sobrecogidos, los espectadores volvieron precipitadamente a sus asientos y se hizo el silencio durante unos segundos, que pronto fue roto por los cuchicheos inevitables que se producen cuando el público es semejante al que estamos describiendo.
Al poco tiempo, pero desde luego más de cinco minutos después, la voz volvió a sonar tan profunda y grave que parecía que no estábamos en Moscú, sino en el monte Sinaí, delante de la zarza. Y dijo, siempre en español: "Va a empezar la actuación. Raphael, a escena." Las luces se apagaron, y todo el mundo ocupó sus asientos.
Todavía tardó Raphael un par de minutos en salir a escena. Cuando lo hizo, sonaron los aplausos de rigor. Dijo un saludo en algo que desde luego no era español, pero tampoco parecía ruso ni ningún otro idioma humano, o al menos no hubo nadie que lo entendiera. Y empezó a cantar.
Hay un hecho claro: este tío se conserva mucho mejor que Ian Guillan, que está bastante cascado, aunque el ex-presidente Medvedev lo admire. Todavía canta razonablemente bien y hasta se atrevió en algunas partes a prescindir del micrófono, que ya es atreverse, y no quedó mal. Sólo me atrevo a explicar esta asombrosa inmunidad ante la maldición que supone venir a Moscú a que ya lo hizo en tiempos soviéticos e igual la KGB debió inyectarle algo para mantenerle en la cresta de la ola. El otro caso de grupo musical que ha venido a Moscú y, sin embargo, ha hecho algo después de venir, es ACDC, que también vino en tiempos soviéticos y, por si acaso, supongo que para no tentar a la suerte, no ha vuelto a aparecer por aquí ni de lejos. Pero claro, en el caso de ACDC, y con la música que tocan, bien podría ser que hubieran hecho un pacto con el diablo, cosa que lo explicaría todo y que estaremos de acuerdo en que no es improbable. Highway to Hell.
Raphael no. Este tío ha estado viniendo la tira de veces (tres en los últimos tres años, que yo sepa), cantando siempre "Yo sigo siendo aquél", subiendo por el escenario, haciendo bailecitos, y además tiene bastante más pelo que yo y hasta parece más joven cada año que pasa. Igual tiene en un desván de su casa un retrato de un vejestorio horrible, como Dorian Gray.
El tío se tiró, atención, dos horas y media de actuación. Treinta y nueve canciones, con dos bises incluidos. Al final, salvo algún exaltado que le pedía que cantara "Yo soy aquél", la mayoría de los escasos hombres del auditorio estábamos pidiendo la hora, como el Levante cuando va ganando en el Bernabéu. Es que no es mi estilo, francamente. Puedo escuchar una o dos canciones sin perder la compostura, pero enchufarme treinta y nueve seguidas es algo que no puedo hacer ni con los grupos que realmente me gustan, cuánto menos con Raphael.
La aplastante mayoría de mujeres que componían el público, en cambio, sí que querían que la cosa continuara. Raphael, tras dos bises, decidió que ya había bastante, y dijo "buenas noches" en ruso con pronunciación por lo menos inteligible, que es más que todo lo que había hecho hasta el momento.
Y ya sólo quedó un pase por el guardarropa, recoger los bártulos y encaminarse hacia fuera a ver si conseguíamos algo de cenar a las diez y pico. Cosa que no es complicada, porque, al fin y al cabo, esto es Moscú. Y, en Moscú, nunca se hace tarde.
jueves, 15 de noviembre de 2012
Cuarenta años de acabamiento
- Carbuncho.
- Dime.
- ¿Sabes quién va a actuar esta noche en Moscú, en el Palacio Central de Congresos?
Carbuncho levantó la cabeza.
- ¿Raphael?
- El mismo -respondí-. ¿Y sabes quién va a ir a verlo? -pregunté teatralmente.
Carbuncho se me quedó mirando con cara de terror, hundió su cabeza entre las manos, y dijo con tono pesaroso:
- No, no, no...
Efectivamente, Raphael iba a actuar en Moscú pocas horas tras la conversación que queda reflejada arriba, y yo iba a acudir al concierto. Por causas y razones que no vienen al caso, Alfina se vio beneficiaria de dos entradas la misma víspera y, por mucho que buscó quien la acompañara al concierto entre sus amistades más próximas, ninguna de ellas tenía libre el día siguiente, o quizá ninguna tuvo arrestos para afrontar tan singular prueba; así que, a pique de que se perdiera una de las entradas, o de que Alfina tuviera que asistir en solitario a la actuación, cosa poco deseable, entré en calidad de paladín de la mi dama a servirla y a encararme a la peligrosa aventura de aguantar, no una canción suelta, no, sino un concierto entero de Raphael, que, siguiendo los criterios de esta bitácora, está acabado.
Al que se haya incorporado recientemente a la bitácora, le cumple saber que en la misma se sostiene que todo intérprete de música moderna que viene a actuar a Moscú da señal inequívoca de estar acabado y de que jamás volverá a hacer algo de provecho. La música clásica va por otros derroteros totalmente contrarios, y en este caso actuar en Moscú es, muy al contrario, un timbre de honor.
Pero la moderna no. Y, si no, basta revisar todas y cada una de las entradas que esta bitácora ha dedicado a los músicos que han pasado por aquí, y no le será difícil comprobar que, efectivamente, ninguno de ellos ha hecho tras su paso por Moscú cosa que valga mínimamente la pena. Nadie.
Pero, de todos los músicos que siguen en activo en todo el mundo, no sólo en España, Raphael debería ser el más acabado de todos con una diferencia aplastante, porque de su primer concierto en Moscú hace la friolera de cuarenta y un años. Y ahí está el tío, inasequible al desaliento y a las operaciones de hígado, viniendo un año sí, y otro también, a deleitar a sus seguidores ¡Si parece más joven que yo!
El concierto tenía lugar en el corazón mismo de la capital, en el mismísimo Kremlin, un lugar prestigiado por la presencia en el mismo de los más preclaros próceres soviéticos, por los artistas más famosos y ahora, también, por el mismísimo Raphael.
Entrar en el Kremlin no es tarea sencilla. Hay que pasar, como es ordinario en Rusia, por una sucesión de controles farragosos, sí, pero imprescindibles en una ciudad que tiene que poner trabas a sus ciudadanos para evitar que se llene más aún de lo que está. Si, encima de lo que ya hay, funcionara bien, esto ya sería el acabóse de gente que querría venir.
La primera cola, que es la madre de todas las demás, es simplemente para acceder al Kremlin. Los turistas ya se han retirado, y ahora nos toca el turno el turno a los melómanos (y a los seguidores de Raphael también, claro). La cola es larga y llena de abuelitas con abrigo, gorro y malas pulgas, y alguna jovencita despistada que ha venido a acompañar a su bisabuela. Por la edad del público, efectivamente, más parece un mitin del Partido Comunista.
No parece, sin embargo, que Raphael sea comunista, a pesar de que viniera a Moscú por vez primera en 1971, fecha en que Moscú era lógicamente un nido de rojos. Lo de estar casado con una marquesa le delata; es cierto que eso no es definitivo, y que en España hace poco que murió el Conde Rojo (q.e.p.d.) y todavía sigue por ahí, y le deseamos que por luengos años, la Princesa Roja, pero digamos que no es la norma. En cambio, su público coincide sospechosamente con el arquetipo de participante en el desfile del 7 de noviembre. Si hubieran sabido quién iba a participar, andando el tiempo, en el desfile, igual hubieran planificado la revolución para junio o julio, para que pasen menos frío los ancianos.
Ya estábamos cerca de los soldados que nos habían de registrar las mochilas y, esperábamos, franquear el paso, cuando, mientras charlábamos tranquilamente, oímos una voz a nuestra izquierda.
- ¿Españoles?
Nos volvimos.
- Sí, españoles.
- ¿De verdad?
- ¿No podemos serlo?
- Claro, claro, yo también soy español.
Quien hablaba así era un joven de alrededor de veinticinco años, acompañado de una chica de alguno menos y aspecto eslavo. A primera vista, un Tortajada de la vida, pero sólo a primera vista, claro.
- He venido -continuó- a ver el concierto de Raphael. Llegué de España ayer por la noche, he estado hoy paseando por la ciudad con ella -y señaló a la chica- y mañana por la mañana me vuelvo a España.
- ¿Eres, pues, un seguidor de Raphael?
- Más que seguidor, un amigo.
Me fijé un poco más en nuestro interlocutor y me pareció ver una curiosa semejanza física con el propio Raphael. Pensé que quizá fuera su bisnieto. Alfina me dijo luego que era más parecido a Natalia Figueroa, y así fue cómo me enteré del nombre de la mujer del artista, porque el "Hola" y ese género no está entre mis lecturas, ni siquera cuando voy a ver a mi dentista.
En esto, la cola era como la cola rusa estándar. Todos intentaban colarse y, cuando no lo conseguían, todo eran empujones y caderazos para colocarse en la mejor posición posible. Parecían Fernando Alonso en la salida de una carrera.
- Y vosotros, ¿lleváis mucho tiempo aquí?
- Dieciséis años.
- ¡Dieciséis!
- Dieciséis.
- ¿Y venís a ver a Raphael?
- Pues sí, claro que sí.
- Qué bueno... ¿Y qué tal es el país?
- Más o menos igual que las colas.
- Ah...
Llegamos, en esto, al arco metálico, el soldado de turno nos registró las mochilas y nos dejó pasar. Alfina y yo encaramos el Palacio de Congresos, dejamos abrigos y mochilas en el guardarropa, y nos metimos en la sala. Pero, de lo que sucedió allí, y de cómo resultó la actuación de Raphael, toca hablar en otra ocasión, porque hoy se hace tarde.
- Dime.
- ¿Sabes quién va a actuar esta noche en Moscú, en el Palacio Central de Congresos?
Carbuncho levantó la cabeza.
- ¿Raphael?
- El mismo -respondí-. ¿Y sabes quién va a ir a verlo? -pregunté teatralmente.
Carbuncho se me quedó mirando con cara de terror, hundió su cabeza entre las manos, y dijo con tono pesaroso:
- No, no, no...
Efectivamente, Raphael iba a actuar en Moscú pocas horas tras la conversación que queda reflejada arriba, y yo iba a acudir al concierto. Por causas y razones que no vienen al caso, Alfina se vio beneficiaria de dos entradas la misma víspera y, por mucho que buscó quien la acompañara al concierto entre sus amistades más próximas, ninguna de ellas tenía libre el día siguiente, o quizá ninguna tuvo arrestos para afrontar tan singular prueba; así que, a pique de que se perdiera una de las entradas, o de que Alfina tuviera que asistir en solitario a la actuación, cosa poco deseable, entré en calidad de paladín de la mi dama a servirla y a encararme a la peligrosa aventura de aguantar, no una canción suelta, no, sino un concierto entero de Raphael, que, siguiendo los criterios de esta bitácora, está acabado.
Al que se haya incorporado recientemente a la bitácora, le cumple saber que en la misma se sostiene que todo intérprete de música moderna que viene a actuar a Moscú da señal inequívoca de estar acabado y de que jamás volverá a hacer algo de provecho. La música clásica va por otros derroteros totalmente contrarios, y en este caso actuar en Moscú es, muy al contrario, un timbre de honor.
Pero la moderna no. Y, si no, basta revisar todas y cada una de las entradas que esta bitácora ha dedicado a los músicos que han pasado por aquí, y no le será difícil comprobar que, efectivamente, ninguno de ellos ha hecho tras su paso por Moscú cosa que valga mínimamente la pena. Nadie.
Pero, de todos los músicos que siguen en activo en todo el mundo, no sólo en España, Raphael debería ser el más acabado de todos con una diferencia aplastante, porque de su primer concierto en Moscú hace la friolera de cuarenta y un años. Y ahí está el tío, inasequible al desaliento y a las operaciones de hígado, viniendo un año sí, y otro también, a deleitar a sus seguidores ¡Si parece más joven que yo!
El concierto tenía lugar en el corazón mismo de la capital, en el mismísimo Kremlin, un lugar prestigiado por la presencia en el mismo de los más preclaros próceres soviéticos, por los artistas más famosos y ahora, también, por el mismísimo Raphael.
Entrar en el Kremlin no es tarea sencilla. Hay que pasar, como es ordinario en Rusia, por una sucesión de controles farragosos, sí, pero imprescindibles en una ciudad que tiene que poner trabas a sus ciudadanos para evitar que se llene más aún de lo que está. Si, encima de lo que ya hay, funcionara bien, esto ya sería el acabóse de gente que querría venir.
La primera cola, que es la madre de todas las demás, es simplemente para acceder al Kremlin. Los turistas ya se han retirado, y ahora nos toca el turno el turno a los melómanos (y a los seguidores de Raphael también, claro). La cola es larga y llena de abuelitas con abrigo, gorro y malas pulgas, y alguna jovencita despistada que ha venido a acompañar a su bisabuela. Por la edad del público, efectivamente, más parece un mitin del Partido Comunista.
No parece, sin embargo, que Raphael sea comunista, a pesar de que viniera a Moscú por vez primera en 1971, fecha en que Moscú era lógicamente un nido de rojos. Lo de estar casado con una marquesa le delata; es cierto que eso no es definitivo, y que en España hace poco que murió el Conde Rojo (q.e.p.d.) y todavía sigue por ahí, y le deseamos que por luengos años, la Princesa Roja, pero digamos que no es la norma. En cambio, su público coincide sospechosamente con el arquetipo de participante en el desfile del 7 de noviembre. Si hubieran sabido quién iba a participar, andando el tiempo, en el desfile, igual hubieran planificado la revolución para junio o julio, para que pasen menos frío los ancianos.
Ya estábamos cerca de los soldados que nos habían de registrar las mochilas y, esperábamos, franquear el paso, cuando, mientras charlábamos tranquilamente, oímos una voz a nuestra izquierda.
- ¿Españoles?
Nos volvimos.
- Sí, españoles.
- ¿De verdad?
- ¿No podemos serlo?
- Claro, claro, yo también soy español.
Quien hablaba así era un joven de alrededor de veinticinco años, acompañado de una chica de alguno menos y aspecto eslavo. A primera vista, un Tortajada de la vida, pero sólo a primera vista, claro.
- He venido -continuó- a ver el concierto de Raphael. Llegué de España ayer por la noche, he estado hoy paseando por la ciudad con ella -y señaló a la chica- y mañana por la mañana me vuelvo a España.
- ¿Eres, pues, un seguidor de Raphael?
- Más que seguidor, un amigo.
Me fijé un poco más en nuestro interlocutor y me pareció ver una curiosa semejanza física con el propio Raphael. Pensé que quizá fuera su bisnieto. Alfina me dijo luego que era más parecido a Natalia Figueroa, y así fue cómo me enteré del nombre de la mujer del artista, porque el "Hola" y ese género no está entre mis lecturas, ni siquera cuando voy a ver a mi dentista.
En esto, la cola era como la cola rusa estándar. Todos intentaban colarse y, cuando no lo conseguían, todo eran empujones y caderazos para colocarse en la mejor posición posible. Parecían Fernando Alonso en la salida de una carrera.
- Y vosotros, ¿lleváis mucho tiempo aquí?
- Dieciséis años.
- ¡Dieciséis!
- Dieciséis.
- ¿Y venís a ver a Raphael?
- Pues sí, claro que sí.
- Qué bueno... ¿Y qué tal es el país?
- Más o menos igual que las colas.
- Ah...
Llegamos, en esto, al arco metálico, el soldado de turno nos registró las mochilas y nos dejó pasar. Alfina y yo encaramos el Palacio de Congresos, dejamos abrigos y mochilas en el guardarropa, y nos metimos en la sala. Pero, de lo que sucedió allí, y de cómo resultó la actuación de Raphael, toca hablar en otra ocasión, porque hoy se hace tarde.
martes, 13 de noviembre de 2012
Salir del aeropuerto de Moscú
Hasta hace unos años, salir de cualquiera de los aeropuertos de Moscú y llegar a la ciudad era algo que imponía respeto a cualquier guiri, hablara o no ruso. Si no hablaba ruso correctamente, era peor, claro, y además de peor podía ser caro de narices. Uno llegaba a Moscú, y se encontraba con un aeropuerto alejadísimo del centro de la ciudad, sucio, cutre hasta decir basta y, en lugar de las hileras de taxis típicas de cualquier aeropuerto, se encontraba con una turbamulta de sujetos mal encarados, con los que uno no iría ni a la esquina, y que obstruían el paso del pasajero hacia la salida con gritos desaforados de "¡Taxi, míster!" o "¿A dónde quiere que le lleve?". Si alguien cedía y se iba con alguno, se encontraba con un coche andrajoso, cuando no medio averiado, y con que al supuesto taxista había que enseñarle el camino para llegar a la casa de uno, como no se tratara de uno de los hoteles más habituales. El taxímetro no existía, y el precio era objeto de regateo, sólo si el pasajero era listo; si no lo era, y se montaba en el taxi sin regatear, el sablazo brutal al llegar al destino era inevitable (algunos tenían tarifas supuestamente oficiales que incluso llevaban impresas). El transporte público consistía en un autobús desvencijado, totalmente inadecuado para llevar bultos, cuya estación de destino, a la que llegaba después de hora y pico de vueltas y revueltas, era la más alejada del centro de la ciudad, así que al pasajero aún le quedaba un buen pico para llegar hasta su casa. En menos de dos horas, nada que hacer.
A Dios gracias, la situación ha ido cambiando. La administración de los aeropuertos, primero, intentó poner coto a la turbamulta de taxistas piratas que se agolpaban a la salida, dando una especie de concesión a una empresa con taxis un poco más normales y precios, también, un poco más normales. Aquello fue un éxito parcial. Hubo resistencia a aquella concesión, pero bastó cometer un par de asesinatos de nada para disipar la resistencia y llegar a cierta cordialidad. La turbamulta siguió existiendo y confundiendo a los pasajeros novatos, pero los más avezados ya sabíamos que, apartando un poco al personal, llegaríamos a un mostrador, y allí podríamos contratar un taxi relativamente decente a un precio conocido de antemano. Bueno, a veces había que esperar, pero, cuando más tiempo estuvieras dispuesto a esperar, más bajaba los precios el taxista pirata que esperaba que te cansaras.
Lo que sí fue un progreso fue la llegada del tren a los aeropuertos. Sólo por eso ya habría que señalar a Putin como un grandísimo benefactor de la humanidad, al menos de la parte de la humanidad que aterriza en Moscú, o como un grandísimo granuja, por no haberlo hecho antes, cosa que ya queda al gusto de cada uno. Los trenes, además, han ido mejorando, y ahora salen cada media hora, son cómodos, rápidos, cuestan unos ocho euros al cambio y te dejan en el centro de la ciudad, pegadito a una estación de metro de la línea circular. Por alguna razón, hay extranjeros que sospechan que no se van a aclarar y siguen teniendo miedo del asunto, cuando en realidad todo está señalizado y anunciado en inglés, además de en ruso, y hasta hay máquinas automáticas expendedoras de billetes. Adiós turbamulta, adiós regateo, adiós discusión, y hasta adiós taxi y adiós atasco monumental a la entrada, y a lo largo de, Moscú.
Pero, ¡ay!, el horario de trenes va de seis de la mañana a doce y media de la noche. Es un horario fantástico, dirá cualquiera que lea esto, y efectivamente así es, pero hay líneas aéreas que se las ingenian para aterrizar en Moscú a deshora, y una de ellas, últimamente, está siendo Iberia.
Iberia ha puesto un vuelo que aterriza en Moscú a las doce y diez de la noche, o eso debería hacer, porque un vuelo puntual de Iberia es algo así como un trébol de cuatro hojas: existen, pero no abundan, y la recogida de equipajes, cuando la hay, no deja de retrasar un poco más el asunto, y eso que Domodiédovo, afortunadamente, no es Barajas, donde sí que esperar el equipaje es muy recomendable para entrenar virtudes como la paciencia y para resistir las tentaciones de mascullar maldiciones y mentar a la madre, y hasta a toda la familia, de quienquiera que diseñara aquello.
El otro día, pues, llegué a Domodiédovo desde Madrid y pasé por la aduana, que es como decir el último obstáculo antes de la salida, a cosa de la una menos cuarto, tarde, pues, para ir en tren a la ciudad, a no ser que me esperara hasta el primero de la mañana, cosa que quizá haría en mis tiempos de estudiante mísero, pero que hace algún tiempo, gracias a la Virgen, que no entra en mis planes salvo que me vea en un aprieto muy grande.
La aparición del tren ha menguado mucho el negocio del taxi en los aeropuertos, así que la antaño furiosa y nutrida turbamulta ha quedado muy diezmada. Salí por la puerta, y a unos pasos de mí estaba el mostrador de contratación de taxis, al que me dirigí, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, se me acerco un hombre como de unos cuarenta años, vestido correctamente, de estatura media y apariencia eslava, que me dijo en ruso (bueno, o en cualquier idioma, la verdad):
- ¿Taxi?
Yo miré al mostrador, donde había tres personas tramitando el suyo con la encargada, aparentemente sin mucho éxito.
- Bueno.
- ¿Y a dónde va?
- Al metro Pushkinskaya, ¿por cuánto me lleva?
- Pushkinskaya, Pushkinskaya... - el hombre se pasó la mano por el mentón, en ademán de duda- Creo que eso está... ¿por el centro?
Esa duda era bastante sospechosa. En Moscú, hasta los niños de teta saben que Pushkinskaya está en el centro, sin necesidad de pasarse la mano por mentón alguno.
- Sí, está en el centro - dije con el gesto torcido.
El hombre tenía en la mano una carpeta. La abrió, y era un libro de tarifas, perfectamente impreso, incluso con carpetillas transparentes para cada hoja. Un curro. Pasó con el dedo por varias opciones.
- Pues eso cuesta...
No le dejé terminar. Había visto de reojo su carpeta y la tarifa más barata era de 5.500 rublos, que son cosa de ciento cuarenta euros. Interrumpí su frase a carcajada limpia.
- Ja, ja, ja... a mí con ésas no. Yo me voy ahí - dije, señalando el mostrador de taxis.
- Jajaja - repitió con sorna -. Pues ahí no tienen taxis.
Y en eso el hombre no decía mentira. La compañía que lleva el mostrador suele andar escasa de gente, porque los taxistas que hay prefieren la alternativa pirata, con la que, como se ve, ganan más, así que ir al mostrador suele suponer armarse de paciencia, por lo menos tanto como en la cinta de entrega de equipajes de Barajas. Eso sí, la paciencia se ve compensada por un precio de dos mil rublos (como cincuenta euros), que le da sopas con ondas a las tarifas que me proponía mi interlocutor.
- Pues esperaré lo que haga falta - dije desafiante, y es que la firmeza es importante a la hora de negociar, porque el hombre me vio en disposición tal que dijo:
- Le llevamos por dos mil rublos.
- Eso es otra cosa. Vamos.
Cincuenta euros por los cuarenta y cinco kilómetros que hay de Domodiédovo hasta Pushkinskaya está bien, además de ser la tarifa oficial. Quizá lo hubiera podido limar más, pero tampoco tanto, a esa hora en que los taxistas también tienen ganas de ir a su casa a dormir.
Mi interlocutor no era el taxista. Se dirigió a un grupo de personas que había poco más allá, restos de la turbamulta de antaño, les dijo a dónde y por cuánto tenían que llevarme y entre ellos decidieron quién iba a ser mi taxista, que resultó ser el que más tiempo llevaba esperando (parece que hasta los piratillas se están civilizando), un tipo rechoncho, todavía joven y de pelo lacio y negro.
- ¿Le va a hacer falta recibo?
- No.
- Lástima. Le hubiera metido los doscientos rublos del aparcamiento.
- Dos mil y ni un rublo más.
Llegamos a su coche, un Skoda moderno y amplio, nada que ver con los Zhigulí moribundos de no hace tanto, cargó la maleta y lo puso en marcha.
- Vamos a esperar un poco a que se caliente - dijo el taxista, con cara de sorna.
Pasó medio minuto, y vio que un coche se dirigía a la salida. Mi conductor lanzó el coche y se puso inmediatamente detrás de él. Todas las barreras estaban libres, pero los dos coches nos dirigimos a la misma.
Del coche de delante salió una mano que introdujo una tarjeta en el mecanismo. La barrera se levantó. El coche pasó y, pegado a él tanto que por poco no le da, mi taxi, sin dar tiempo a la barrera a bajar de nuevo.
- Ya hemos salido - dijo mi taxista, riéndose ruidosamente.
- Ya veo.
No sé si voy a echar de menos los taxis del aeropuerto. Pero entretenidos, lo son un rato.
A Dios gracias, la situación ha ido cambiando. La administración de los aeropuertos, primero, intentó poner coto a la turbamulta de taxistas piratas que se agolpaban a la salida, dando una especie de concesión a una empresa con taxis un poco más normales y precios, también, un poco más normales. Aquello fue un éxito parcial. Hubo resistencia a aquella concesión, pero bastó cometer un par de asesinatos de nada para disipar la resistencia y llegar a cierta cordialidad. La turbamulta siguió existiendo y confundiendo a los pasajeros novatos, pero los más avezados ya sabíamos que, apartando un poco al personal, llegaríamos a un mostrador, y allí podríamos contratar un taxi relativamente decente a un precio conocido de antemano. Bueno, a veces había que esperar, pero, cuando más tiempo estuvieras dispuesto a esperar, más bajaba los precios el taxista pirata que esperaba que te cansaras.
Lo que sí fue un progreso fue la llegada del tren a los aeropuertos. Sólo por eso ya habría que señalar a Putin como un grandísimo benefactor de la humanidad, al menos de la parte de la humanidad que aterriza en Moscú, o como un grandísimo granuja, por no haberlo hecho antes, cosa que ya queda al gusto de cada uno. Los trenes, además, han ido mejorando, y ahora salen cada media hora, son cómodos, rápidos, cuestan unos ocho euros al cambio y te dejan en el centro de la ciudad, pegadito a una estación de metro de la línea circular. Por alguna razón, hay extranjeros que sospechan que no se van a aclarar y siguen teniendo miedo del asunto, cuando en realidad todo está señalizado y anunciado en inglés, además de en ruso, y hasta hay máquinas automáticas expendedoras de billetes. Adiós turbamulta, adiós regateo, adiós discusión, y hasta adiós taxi y adiós atasco monumental a la entrada, y a lo largo de, Moscú.
Pero, ¡ay!, el horario de trenes va de seis de la mañana a doce y media de la noche. Es un horario fantástico, dirá cualquiera que lea esto, y efectivamente así es, pero hay líneas aéreas que se las ingenian para aterrizar en Moscú a deshora, y una de ellas, últimamente, está siendo Iberia.
Iberia ha puesto un vuelo que aterriza en Moscú a las doce y diez de la noche, o eso debería hacer, porque un vuelo puntual de Iberia es algo así como un trébol de cuatro hojas: existen, pero no abundan, y la recogida de equipajes, cuando la hay, no deja de retrasar un poco más el asunto, y eso que Domodiédovo, afortunadamente, no es Barajas, donde sí que esperar el equipaje es muy recomendable para entrenar virtudes como la paciencia y para resistir las tentaciones de mascullar maldiciones y mentar a la madre, y hasta a toda la familia, de quienquiera que diseñara aquello.
El otro día, pues, llegué a Domodiédovo desde Madrid y pasé por la aduana, que es como decir el último obstáculo antes de la salida, a cosa de la una menos cuarto, tarde, pues, para ir en tren a la ciudad, a no ser que me esperara hasta el primero de la mañana, cosa que quizá haría en mis tiempos de estudiante mísero, pero que hace algún tiempo, gracias a la Virgen, que no entra en mis planes salvo que me vea en un aprieto muy grande.
La aparición del tren ha menguado mucho el negocio del taxi en los aeropuertos, así que la antaño furiosa y nutrida turbamulta ha quedado muy diezmada. Salí por la puerta, y a unos pasos de mí estaba el mostrador de contratación de taxis, al que me dirigí, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, se me acerco un hombre como de unos cuarenta años, vestido correctamente, de estatura media y apariencia eslava, que me dijo en ruso (bueno, o en cualquier idioma, la verdad):
- ¿Taxi?
Yo miré al mostrador, donde había tres personas tramitando el suyo con la encargada, aparentemente sin mucho éxito.
- Bueno.
- ¿Y a dónde va?
- Al metro Pushkinskaya, ¿por cuánto me lleva?
- Pushkinskaya, Pushkinskaya... - el hombre se pasó la mano por el mentón, en ademán de duda- Creo que eso está... ¿por el centro?
Esa duda era bastante sospechosa. En Moscú, hasta los niños de teta saben que Pushkinskaya está en el centro, sin necesidad de pasarse la mano por mentón alguno.
- Sí, está en el centro - dije con el gesto torcido.
El hombre tenía en la mano una carpeta. La abrió, y era un libro de tarifas, perfectamente impreso, incluso con carpetillas transparentes para cada hoja. Un curro. Pasó con el dedo por varias opciones.
- Pues eso cuesta...
No le dejé terminar. Había visto de reojo su carpeta y la tarifa más barata era de 5.500 rublos, que son cosa de ciento cuarenta euros. Interrumpí su frase a carcajada limpia.
- Ja, ja, ja... a mí con ésas no. Yo me voy ahí - dije, señalando el mostrador de taxis.
- Jajaja - repitió con sorna -. Pues ahí no tienen taxis.
Y en eso el hombre no decía mentira. La compañía que lleva el mostrador suele andar escasa de gente, porque los taxistas que hay prefieren la alternativa pirata, con la que, como se ve, ganan más, así que ir al mostrador suele suponer armarse de paciencia, por lo menos tanto como en la cinta de entrega de equipajes de Barajas. Eso sí, la paciencia se ve compensada por un precio de dos mil rublos (como cincuenta euros), que le da sopas con ondas a las tarifas que me proponía mi interlocutor.
- Pues esperaré lo que haga falta - dije desafiante, y es que la firmeza es importante a la hora de negociar, porque el hombre me vio en disposición tal que dijo:
- Le llevamos por dos mil rublos.
- Eso es otra cosa. Vamos.
Cincuenta euros por los cuarenta y cinco kilómetros que hay de Domodiédovo hasta Pushkinskaya está bien, además de ser la tarifa oficial. Quizá lo hubiera podido limar más, pero tampoco tanto, a esa hora en que los taxistas también tienen ganas de ir a su casa a dormir.
Mi interlocutor no era el taxista. Se dirigió a un grupo de personas que había poco más allá, restos de la turbamulta de antaño, les dijo a dónde y por cuánto tenían que llevarme y entre ellos decidieron quién iba a ser mi taxista, que resultó ser el que más tiempo llevaba esperando (parece que hasta los piratillas se están civilizando), un tipo rechoncho, todavía joven y de pelo lacio y negro.
- ¿Le va a hacer falta recibo?
- No.
- Lástima. Le hubiera metido los doscientos rublos del aparcamiento.
- Dos mil y ni un rublo más.
Llegamos a su coche, un Skoda moderno y amplio, nada que ver con los Zhigulí moribundos de no hace tanto, cargó la maleta y lo puso en marcha.
- Vamos a esperar un poco a que se caliente - dijo el taxista, con cara de sorna.
Pasó medio minuto, y vio que un coche se dirigía a la salida. Mi conductor lanzó el coche y se puso inmediatamente detrás de él. Todas las barreras estaban libres, pero los dos coches nos dirigimos a la misma.
Del coche de delante salió una mano que introdujo una tarjeta en el mecanismo. La barrera se levantó. El coche pasó y, pegado a él tanto que por poco no le da, mi taxi, sin dar tiempo a la barrera a bajar de nuevo.
- Ya hemos salido - dijo mi taxista, riéndose ruidosamente.
- Ya veo.
No sé si voy a echar de menos los taxis del aeropuerto. Pero entretenidos, lo son un rato.
jueves, 8 de noviembre de 2012
Manos arriba
Parece que San Seacabó haya escuchado nuestras plegarias. La calle Tverskaya aparece completamente despejada y sin un mísero coche aparcado, por orden del alcalde Sobianin, que no quiere líos en las proximidades de la sede de su gobierno municipal ¿Da ello un carril extra a los automovilistas, evitando atascos?
Pues no. Unos metros más atrás, hay un coche de policía vigilando que nadie aparque en el carril que él mismo está bloqueando. Olé sus huevos.
* * *
(Por cierto: unos metros más atrás, en la misma Tverskaya, al otro lado de la plaza Pushkin, se agolpan todos los coches, incluso en doble fila encima de la acera (esto es, dos filas en la acera. Allí la orden de Sobianin no llega)
martes, 6 de noviembre de 2012
Rusia como unidad de destino (y IV)
Cuando acabó la guerra civil, los bolcheviques se quedaron como los dueños del mambo. Se supone que los bolcheviques, como buen movimiento obrero, eran internacionalistas y partidarios de poner en marcha la revolución mundial cuanto antes. De hecho, comenzaron inmediatamente, pero lo de invadir Polonia no les salió bien, al menos de momento, y tuvieron que renunciar a llegar a Berlín o más lejos con sus banderitas rojas y dedicarse a poner un poco de orden en casa.
Y entonces llegó el lío, porque a alguien le debió salir el elemento eslavófilo que todo ruso parece que tiene en algún lugar del subconsciente. Alguien debió ver que la revolución mundial estaba muy bien, pero que eso de, tan pronto, ir mandando en algún país también quedaba chulo (sobre todo para los que mandaban), y entonces surgió una corriente que pretendía continuar la lucha de clases y la dictadura del proletariado, pero no imponerla de repente en todo el mundo, que eso es muy cansado y hasta peligroso, sino hacer la revolución en un país tomado aisladamente. Obviamente, y por falta de alternativas, el país iba a ser Rusia.
Cuando Lenin se quedó inútil, y no digamos cuando se quedó tendido en el mausoleo de la Plaza Roja, el partido (ése, no había otro) se dividió en dos tendencias: la internacionalista de siempre, liderada por Trotsky, y la partidaria de hacer la revolución en casa, cuyo líder era Stalin. Trotsky era judío y, cuando la pugna se resolvió en su contra, fue enviado lejos del país; Stalin era georgiano y, contra todo pronóstico, fue a él a quien le tocó resucitar la corriente eslavófila, no siendo él eslavo.
Al principio, entre purga y purga, no se notó mucho, pero al poco tiempo, rodeado de una retórica todo lo revolucionaria que se quiera, el nacionalismo eslavófilo ruso volvió a campar por sus respetos. Lo de la revolución mundial ya quedó como cosa de contrarrevolucionarios (como Trotsky, a quien eso era lo más bonito que le decían) y de gente que tenía ganas de ir a trabajar a sacar oro en Siberia. La revolución se quedó en la URSS y en los países que fueron cayendo de su lado del telón de acero. Más allá no fue. El cambio, para los comunistas rusos, todo lo ruso era lo más de lo más: todos los inventos habían sido hechos por rusos, los rusos eran los mejores deportistas, los mejores científicos, los mejores trabajadores y hasta los enanos rusos eran más altos que los demás. Yo diría que ni los eslavófilos se atrevieron a tanto.
Como todo tiene su fin, a la URSS le llegó el suyo y entonces llegó la hasta ahora última oportunidad de los prooccidentales. Cuando Gorbachov abrió la mano y se puso en evidencia que la calidad de vida en la Unión Soviética estaba lejísimos de la de los países occidentales, y que el paraíso socialista era una tomadura de pelo, volvieron a aparecer los prooccidentales, esa gente que cree que a Rusia le irá bien cuando imite a Europa Occidental, donde, desde luego, en los noventa (bueno, y ahora) se vivía mucho mejor que en Rusia.
Recordemos que la vez anterior que los proooccidentales se habían hecho con el machito en Rusia había sido en 1917, con Kerensky. Aquello acabó mal, pero esto no acabó mucho mejor: los Yeltsin, Gaidar o Chubais montaron un programa privatizador que dejó literalmente sin poder llevarse un mendrugo a la boca a una barbaridad de gente, implantaron una democracia de golpe que llevó al poder a cualquier persona que fuera mínimamente conocida, por cretina que fuera, montaron un programa descentralizador que sería la envidia de don Artur Mas si lo hubiera visto, y por poco no se cargan el país enterito. La CIA debía estar frotándose las manos. Vale que estos liberales eran una banda de pardillos, y que con más experiencia quizá les hubiera salido algo mejor, pero, si estas joyas hubieran estado en el poder en 1941, hoy estaríamos cantando "Ich hatte einen Kameraden" en la Plaza Roja.
Aunque occidente no se lo crea, a los rusos aquello no acabó de gustarles y, como no ha pasado tanto tiempo desde entonces, no es de extrañar que no voten a los partidos que están en la onda de los liberales y demócratas que hicieron de su capa un sayo en la Rusia de los primeros noventa. Quien no les conozca que los compre.
Y sí, el actual gobierno tiene el sustrato eslavófilo que Rusia ha tenido casi siempre a lo largo de su historia... y el apoyo popular mayoritario que los eslavófilos han tenido siempre. No dice directamente que la misión de Rusia consista en sustentar la raza eslava y la religión ortodoxa, pero no le hace muchos ascos a la idea, y desde luego no permite que nadie se propase con la Iglesia, y bien que hace, porque las experiencias alternativas a la eslavofilia han terminado en Rusia indefectiblemente en catástrofe.
Si en España nos aplicáramos el cuento, seguro que nos iría mejor. Como no nos lo aplicamos, aquí estamos, intentando encontrar una explicación alternativa al sentido que España ha tenido siempre, y asombrándonos de que haya gente que se pregunte para qué sirve ser español, cuando ni siquiera nosotros, como grupo, nos aclaramos sobre la utilidad del asunto.
Pero eso es otra historia, muy polémica. Como todo lo español.
Y entonces llegó el lío, porque a alguien le debió salir el elemento eslavófilo que todo ruso parece que tiene en algún lugar del subconsciente. Alguien debió ver que la revolución mundial estaba muy bien, pero que eso de, tan pronto, ir mandando en algún país también quedaba chulo (sobre todo para los que mandaban), y entonces surgió una corriente que pretendía continuar la lucha de clases y la dictadura del proletariado, pero no imponerla de repente en todo el mundo, que eso es muy cansado y hasta peligroso, sino hacer la revolución en un país tomado aisladamente. Obviamente, y por falta de alternativas, el país iba a ser Rusia.
Cuando Lenin se quedó inútil, y no digamos cuando se quedó tendido en el mausoleo de la Plaza Roja, el partido (ése, no había otro) se dividió en dos tendencias: la internacionalista de siempre, liderada por Trotsky, y la partidaria de hacer la revolución en casa, cuyo líder era Stalin. Trotsky era judío y, cuando la pugna se resolvió en su contra, fue enviado lejos del país; Stalin era georgiano y, contra todo pronóstico, fue a él a quien le tocó resucitar la corriente eslavófila, no siendo él eslavo.
Al principio, entre purga y purga, no se notó mucho, pero al poco tiempo, rodeado de una retórica todo lo revolucionaria que se quiera, el nacionalismo eslavófilo ruso volvió a campar por sus respetos. Lo de la revolución mundial ya quedó como cosa de contrarrevolucionarios (como Trotsky, a quien eso era lo más bonito que le decían) y de gente que tenía ganas de ir a trabajar a sacar oro en Siberia. La revolución se quedó en la URSS y en los países que fueron cayendo de su lado del telón de acero. Más allá no fue. El cambio, para los comunistas rusos, todo lo ruso era lo más de lo más: todos los inventos habían sido hechos por rusos, los rusos eran los mejores deportistas, los mejores científicos, los mejores trabajadores y hasta los enanos rusos eran más altos que los demás. Yo diría que ni los eslavófilos se atrevieron a tanto.
Como todo tiene su fin, a la URSS le llegó el suyo y entonces llegó la hasta ahora última oportunidad de los prooccidentales. Cuando Gorbachov abrió la mano y se puso en evidencia que la calidad de vida en la Unión Soviética estaba lejísimos de la de los países occidentales, y que el paraíso socialista era una tomadura de pelo, volvieron a aparecer los prooccidentales, esa gente que cree que a Rusia le irá bien cuando imite a Europa Occidental, donde, desde luego, en los noventa (bueno, y ahora) se vivía mucho mejor que en Rusia.
Recordemos que la vez anterior que los proooccidentales se habían hecho con el machito en Rusia había sido en 1917, con Kerensky. Aquello acabó mal, pero esto no acabó mucho mejor: los Yeltsin, Gaidar o Chubais montaron un programa privatizador que dejó literalmente sin poder llevarse un mendrugo a la boca a una barbaridad de gente, implantaron una democracia de golpe que llevó al poder a cualquier persona que fuera mínimamente conocida, por cretina que fuera, montaron un programa descentralizador que sería la envidia de don Artur Mas si lo hubiera visto, y por poco no se cargan el país enterito. La CIA debía estar frotándose las manos. Vale que estos liberales eran una banda de pardillos, y que con más experiencia quizá les hubiera salido algo mejor, pero, si estas joyas hubieran estado en el poder en 1941, hoy estaríamos cantando "Ich hatte einen Kameraden" en la Plaza Roja.
Aunque occidente no se lo crea, a los rusos aquello no acabó de gustarles y, como no ha pasado tanto tiempo desde entonces, no es de extrañar que no voten a los partidos que están en la onda de los liberales y demócratas que hicieron de su capa un sayo en la Rusia de los primeros noventa. Quien no les conozca que los compre.
Y sí, el actual gobierno tiene el sustrato eslavófilo que Rusia ha tenido casi siempre a lo largo de su historia... y el apoyo popular mayoritario que los eslavófilos han tenido siempre. No dice directamente que la misión de Rusia consista en sustentar la raza eslava y la religión ortodoxa, pero no le hace muchos ascos a la idea, y desde luego no permite que nadie se propase con la Iglesia, y bien que hace, porque las experiencias alternativas a la eslavofilia han terminado en Rusia indefectiblemente en catástrofe.
Si en España nos aplicáramos el cuento, seguro que nos iría mejor. Como no nos lo aplicamos, aquí estamos, intentando encontrar una explicación alternativa al sentido que España ha tenido siempre, y asombrándonos de que haya gente que se pregunte para qué sirve ser español, cuando ni siquiera nosotros, como grupo, nos aclaramos sobre la utilidad del asunto.
Pero eso es otra historia, muy polémica. Como todo lo español.
sábado, 3 de noviembre de 2012
Rusia como unidad de destino (III)
La guerra civil rusa es uno de los grandes jaleos del siglo XX y, si ha tenido tan poca repercusión en la cultura general, muchísimo menor que la española, sin ir más lejos, es porque aquello fue un carajal difícil de comprender.
Lo más sencillo es decir que aquello fue una lucha de rojos contra blancos, pero no. Eso sería un argumento simplista que más o menos funciona con la guerra civil española, en que hay dos ejércitos fácilmente identificables con cada uno de los colores, por mucho matiz que haya.
En la guerra civil rusa hubo de todo. Rojos y blancos, desde luego, pero también negros y verdes, y prácticamente toda la gama de colores. Había un ejército anarquista campando por su respetos en Ucrania; había una tropa de nacionalistas ucranianos, el ejército estonio, el letón, restos de la Reichswehr que, incluso tras el armisticio y la derrota de Alemania, seguía combatiendo no se sabe muy bien por qué; había un ejército alemán, pero no imperial, sino local; había refuerzos de la Entente; había un ejército checoslovaco pillado en mitad de Siberia y que intentaba volver a Checoslovaquia (que no existía cuando salieron de allí) dando la vuelta al mundo. Llegó a haber un ejército japonés ocupando el Extremo Oriente, y una especie de República independiente de su casa en Siberia Oriental para marear a los no-rojos que había por allí. Y no había dos bandos claramente enfrentados, no: había emocionantes momentos de todos contra todos que son un quebradero de cabeza para cualquiera que intente entender algo de aquello, y no digamos para la población civil que lo estaba sufriendo y no sabía de dónde le venían los capones.
Los únicos que mostraron algo de seso, tampoco tantísimo, fueron los bolcheviques y probablemente por ello ganaron la guerra. Los blancos eran un mareo multiforme con frentes bastante inconexos cuyo único intento realmente serio de coordinación fue en el verano de 1919, cuando verdaderamente estuvieron cerca de ganar la guerra. La perdieron por varias causas. La primera y más importante, porque el contrario también juega y logró reorganizarse justo a tiempo y encontró un par de generales eficaces que les salvaron del aprieto (al más brillante, Tujachevksy, luego lo purgarían en 1937, claro).
La segunda, porque los blancos eran una amalgama militar e ideológica difícil de digerir. Había prooccidentales y había eslavófilos, y cada vez era más evidente que los primeros estaban en minoría. Los malo es que un eslavófilo en guerra puede ser un tipo bastante cafre y demasiados blancos, cuando entraban en una ciudad, se dedicaban al saqueo y a cargarse a los judíos y a quienes lo parecieran y, quieras que no, eso joroba lo suyo a la población. La cuestión de la restauración de la monarquía quedó aparcada para no liarla más todavía. Los prooccidentales no tragaban con ella, y los bolcheviques les hicieron el trabajo sucio una semana antes de que los blancos "pata negra" entrasen en Ekaterimburgo.
La última chispa eslavófila tuvo lugar en la quinta porra, en Vladivostok, a orillas del Pacífico, en mayo de 1922, cuando el general blanco Diterichs subió al poder en los escasísimos territorios que aún controlaban los blancos, restauró la monarquía in absentia e intentó montar un Estado al estilo de la Rusia anterior a Pedro I. Sea como fuere, para entonces lo tenía crudo: en octubre de 1922 los rojos entraron en Vladivostok y, al acabar la primavera de 1923, ya no quedaban blancos en armas en toda Rusia. La guerra civil había terminado y el país, fuera de algunas bandas incontroladas, estaba totalmente en poder de los bolcheviques.
Como quedó dicho en la entrada anterior, el gran éxito de los bolcheviques consistió en dar una idea a la Rusia que estaban creando. Lo que pasa es que no todo el mundo estaba de acuerdo en los matices de la idea.
Es lo que tienen las revoluciones: que la gente se pelea por un quítame allá ese matiz, y se purga a Fulanito y Menganito y esas cosas. Pero eso ya vendrá en la siguiente entrada.
Lo más sencillo es decir que aquello fue una lucha de rojos contra blancos, pero no. Eso sería un argumento simplista que más o menos funciona con la guerra civil española, en que hay dos ejércitos fácilmente identificables con cada uno de los colores, por mucho matiz que haya.
En la guerra civil rusa hubo de todo. Rojos y blancos, desde luego, pero también negros y verdes, y prácticamente toda la gama de colores. Había un ejército anarquista campando por su respetos en Ucrania; había una tropa de nacionalistas ucranianos, el ejército estonio, el letón, restos de la Reichswehr que, incluso tras el armisticio y la derrota de Alemania, seguía combatiendo no se sabe muy bien por qué; había un ejército alemán, pero no imperial, sino local; había refuerzos de la Entente; había un ejército checoslovaco pillado en mitad de Siberia y que intentaba volver a Checoslovaquia (que no existía cuando salieron de allí) dando la vuelta al mundo. Llegó a haber un ejército japonés ocupando el Extremo Oriente, y una especie de República independiente de su casa en Siberia Oriental para marear a los no-rojos que había por allí. Y no había dos bandos claramente enfrentados, no: había emocionantes momentos de todos contra todos que son un quebradero de cabeza para cualquiera que intente entender algo de aquello, y no digamos para la población civil que lo estaba sufriendo y no sabía de dónde le venían los capones.
Los únicos que mostraron algo de seso, tampoco tantísimo, fueron los bolcheviques y probablemente por ello ganaron la guerra. Los blancos eran un mareo multiforme con frentes bastante inconexos cuyo único intento realmente serio de coordinación fue en el verano de 1919, cuando verdaderamente estuvieron cerca de ganar la guerra. La perdieron por varias causas. La primera y más importante, porque el contrario también juega y logró reorganizarse justo a tiempo y encontró un par de generales eficaces que les salvaron del aprieto (al más brillante, Tujachevksy, luego lo purgarían en 1937, claro).
La segunda, porque los blancos eran una amalgama militar e ideológica difícil de digerir. Había prooccidentales y había eslavófilos, y cada vez era más evidente que los primeros estaban en minoría. Los malo es que un eslavófilo en guerra puede ser un tipo bastante cafre y demasiados blancos, cuando entraban en una ciudad, se dedicaban al saqueo y a cargarse a los judíos y a quienes lo parecieran y, quieras que no, eso joroba lo suyo a la población. La cuestión de la restauración de la monarquía quedó aparcada para no liarla más todavía. Los prooccidentales no tragaban con ella, y los bolcheviques les hicieron el trabajo sucio una semana antes de que los blancos "pata negra" entrasen en Ekaterimburgo.
La última chispa eslavófila tuvo lugar en la quinta porra, en Vladivostok, a orillas del Pacífico, en mayo de 1922, cuando el general blanco Diterichs subió al poder en los escasísimos territorios que aún controlaban los blancos, restauró la monarquía in absentia e intentó montar un Estado al estilo de la Rusia anterior a Pedro I. Sea como fuere, para entonces lo tenía crudo: en octubre de 1922 los rojos entraron en Vladivostok y, al acabar la primavera de 1923, ya no quedaban blancos en armas en toda Rusia. La guerra civil había terminado y el país, fuera de algunas bandas incontroladas, estaba totalmente en poder de los bolcheviques.
Como quedó dicho en la entrada anterior, el gran éxito de los bolcheviques consistió en dar una idea a la Rusia que estaban creando. Lo que pasa es que no todo el mundo estaba de acuerdo en los matices de la idea.
Es lo que tienen las revoluciones: que la gente se pelea por un quítame allá ese matiz, y se purga a Fulanito y Menganito y esas cosas. Pero eso ya vendrá en la siguiente entrada.
jueves, 1 de noviembre de 2012
Rusia como unidad de destino (II)
En 1905, la supuesta superioridad eslava sufrió un golpe durísimo. Los japoneses, esos orientales retrasados, dieron a los rusos p'al pelo en la guerra ruso-japonesa, algo que en la mentalidad eslavófila era directamente incomprensible, pero sucedió. Al choque siguió una serie de disturbios que terminó con el zar dando su brazo a torcer y convocando elecciones parlamentarias, con partidos políticos y todo.
Ése fue el momento de los prooccidentales, que se demostró que estaban mucho mejor organizados que los eslavófilos a la hora de la lucha electoral y parlamentaria. Además, comenzaba a aparecer un molesto tercer convidado en forma de movimientos obreros todo lo minoritarios que se quiera y que, entonces, eran por definición internacionalistas y por tanto alejadísimos de la eslavofilia o de cualquier sentimiento nacionalista (lo de los sindicatos abertzales vascos, esa curiosa conjunción de obrerismo y nacionalismo, vino después).
El zar, Nicolás II, era tan eslavófilo como casi todos sus antecesores (bueno, Pedro I y Alejandro I eran otra cosa) y veía con muy mala gana la mera existencia de la Duma, y mucho más que estuviera dominada por los partidos liberales, por muy aparentemente leales que fueran la mayoría de ellos. El zar fue disolviendo sucesivas dumas y modificando el sistema electoral, hasta que, poco antes de la Primera Guerra Mundial, llegó la IV Duma, en la que, esta vez sí, los eslavófilos (llamados "chernosótentsy", por sus enemigos, nombre que acabaron adoptando ellos mismos) tenían una clara mayoría.
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue el último punto álgido de la eslavofilia, y además los prooccidentales no podían protestar demasiado, porque Rusia se alineó con los regímenes parlamentarios occidentales frente a los imperios centrales y el turco. En particular, la guerra contra el sultanato otomano, en el frente caucasiano, era la auténticamente patriótica. Los turcos otomanos eran los opresores históricos de los pueblos eslavos del sur y, por si fuera poco, la segunda Roma, Bizancio, era su capital y había que liberarla. Vamos, que las incursiones rusas contra Constantinopla datan del siglo X, en ese intento ruso constante en salir al Mediterráneo (ahora se conforman con comprar chalés en Torrevieja, como los madrileños).
Pero la guerra fue de mal en peor. En febrero de 1917 sonó la hora de los prooccidentales, que dieron un golpe de Estado que forzó la abdicación del zar. Rusia se convirtió en una república prooccidental dirigida por Kerensky, que por supuesto continuó la guerra del lado de los aliados.
Es dudosa cuál era la actitud del pueblo, fuera de las turbas de San Petersburgo y de Moscú. Nicolás II siempre estuvo convencido de que el pueblo le seguía siendo fiel, y de que todo el jaleo estaba movido por demagogos y pequeños grupos de revolucionarios decididos, y la verdad es que eso concuerda totalmente con las ideas de Lenin de cómo debía ser el revolucionario y la revolución.
La guerra siguió yendo mal. La ofensiva de verano de 1917 en el frente europeo no sirvió para nada más que para cabrear más al personal. Y, entonces, en noviembre de 1917, llegaron los terceros en discordia, los revolucionarios de la dictadura del proletariado y el movimiento obrero, y se hicieron con el poder.
Los bolcheviques cometieron muchísimas torpezas en sus primeros meses en el poder, pero hay que reconocer que hicieron una cosa a la perfección: dieron un nuevo sentido a la existencia de Rusia. Cuando uno compara con lo que hicieron los revolucionarios españoles en 1833, o en 1868, o en 1931 (y, por qué no, en 1977), uno percibe el fracaso en dar una misión alternativa a la que siempre había tenido la España tradicional... y eso llevó al fracaso de los sucesivos regímenes políticos, incluido el actual (un saludo al señor Mas, que hoy está por aquí fent pais... i desfent pais). Los bolcheviques, en cambio, tuvieron éxito en sustituir una visión de Rusia como guardiana de las esencias de la religión ortodoxa y de la raza eslava, para reemplazarla por una visión de Rusia como vanguardia del movimiento obrero internacional contra el capitalismo. Por eso Rusia, incluso hoy, resulta tan simpática a los izquierdistas de todo el mundo, mientras que España sigue despertando las antipatías del mundo protestante anglosajón porque su imagen de defensora de la fe católica, que lo fue durante muchísimos años, no la han conseguido borrar todos los años de revolución y autoodio que llevamos padecidos en los últimos dos siglos.
Los bolcheviques sí lograron borrar la imagen y la misión anteriores que había tenido Rusia, y ese mérito en pro de sus intereses hay que reconocérselo. De la defensa de la fe ortodoxa se pasó a una de las persecuciones más crueles del siglo XX y de defensa de la raza eslava al internacionalismo obrero más radical, todo ello aderezado con una propaganda eficacísima.
Ni los eslavófilos ni los prooccidentales se iban a rendir tan fácilmente: como pasó en cada revolución en España (bueno, menos en la última), era el momento de la guerra civil, esta vez en Rusia.
Ése fue el momento de los prooccidentales, que se demostró que estaban mucho mejor organizados que los eslavófilos a la hora de la lucha electoral y parlamentaria. Además, comenzaba a aparecer un molesto tercer convidado en forma de movimientos obreros todo lo minoritarios que se quiera y que, entonces, eran por definición internacionalistas y por tanto alejadísimos de la eslavofilia o de cualquier sentimiento nacionalista (lo de los sindicatos abertzales vascos, esa curiosa conjunción de obrerismo y nacionalismo, vino después).
El zar, Nicolás II, era tan eslavófilo como casi todos sus antecesores (bueno, Pedro I y Alejandro I eran otra cosa) y veía con muy mala gana la mera existencia de la Duma, y mucho más que estuviera dominada por los partidos liberales, por muy aparentemente leales que fueran la mayoría de ellos. El zar fue disolviendo sucesivas dumas y modificando el sistema electoral, hasta que, poco antes de la Primera Guerra Mundial, llegó la IV Duma, en la que, esta vez sí, los eslavófilos (llamados "chernosótentsy", por sus enemigos, nombre que acabaron adoptando ellos mismos) tenían una clara mayoría.
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue el último punto álgido de la eslavofilia, y además los prooccidentales no podían protestar demasiado, porque Rusia se alineó con los regímenes parlamentarios occidentales frente a los imperios centrales y el turco. En particular, la guerra contra el sultanato otomano, en el frente caucasiano, era la auténticamente patriótica. Los turcos otomanos eran los opresores históricos de los pueblos eslavos del sur y, por si fuera poco, la segunda Roma, Bizancio, era su capital y había que liberarla. Vamos, que las incursiones rusas contra Constantinopla datan del siglo X, en ese intento ruso constante en salir al Mediterráneo (ahora se conforman con comprar chalés en Torrevieja, como los madrileños).
Pero la guerra fue de mal en peor. En febrero de 1917 sonó la hora de los prooccidentales, que dieron un golpe de Estado que forzó la abdicación del zar. Rusia se convirtió en una república prooccidental dirigida por Kerensky, que por supuesto continuó la guerra del lado de los aliados.
Es dudosa cuál era la actitud del pueblo, fuera de las turbas de San Petersburgo y de Moscú. Nicolás II siempre estuvo convencido de que el pueblo le seguía siendo fiel, y de que todo el jaleo estaba movido por demagogos y pequeños grupos de revolucionarios decididos, y la verdad es que eso concuerda totalmente con las ideas de Lenin de cómo debía ser el revolucionario y la revolución.
La guerra siguió yendo mal. La ofensiva de verano de 1917 en el frente europeo no sirvió para nada más que para cabrear más al personal. Y, entonces, en noviembre de 1917, llegaron los terceros en discordia, los revolucionarios de la dictadura del proletariado y el movimiento obrero, y se hicieron con el poder.
Los bolcheviques cometieron muchísimas torpezas en sus primeros meses en el poder, pero hay que reconocer que hicieron una cosa a la perfección: dieron un nuevo sentido a la existencia de Rusia. Cuando uno compara con lo que hicieron los revolucionarios españoles en 1833, o en 1868, o en 1931 (y, por qué no, en 1977), uno percibe el fracaso en dar una misión alternativa a la que siempre había tenido la España tradicional... y eso llevó al fracaso de los sucesivos regímenes políticos, incluido el actual (un saludo al señor Mas, que hoy está por aquí fent pais... i desfent pais). Los bolcheviques, en cambio, tuvieron éxito en sustituir una visión de Rusia como guardiana de las esencias de la religión ortodoxa y de la raza eslava, para reemplazarla por una visión de Rusia como vanguardia del movimiento obrero internacional contra el capitalismo. Por eso Rusia, incluso hoy, resulta tan simpática a los izquierdistas de todo el mundo, mientras que España sigue despertando las antipatías del mundo protestante anglosajón porque su imagen de defensora de la fe católica, que lo fue durante muchísimos años, no la han conseguido borrar todos los años de revolución y autoodio que llevamos padecidos en los últimos dos siglos.
Los bolcheviques sí lograron borrar la imagen y la misión anteriores que había tenido Rusia, y ese mérito en pro de sus intereses hay que reconocérselo. De la defensa de la fe ortodoxa se pasó a una de las persecuciones más crueles del siglo XX y de defensa de la raza eslava al internacionalismo obrero más radical, todo ello aderezado con una propaganda eficacísima.
Ni los eslavófilos ni los prooccidentales se iban a rendir tan fácilmente: como pasó en cada revolución en España (bueno, menos en la última), era el momento de la guerra civil, esta vez en Rusia.