Pasado Bejís, dejé el coche junto a los Cloticos y traté de hacer memoria para recordar el camino hasta el nacimiento, que hacía un par largo de lustros que no visitaba. Fallé un par de veces, pero a la tercera me metí por el camino correcto. Lejos del asfalto no hay moteros, al menos no del tipo que me había venido encontrando. De hecho, ni moteros ni apenas nadie. Me encontré al forestal de la zona, cosa normal, teniendo en cuenta que el camino pasa al lado de su casa, y a unos pocos visitantes: una familia numerosa con una furgoneta que dejaron aparcada en el comienzo del barranco del Resinero, y dos parejitas de treinteañeros despreocupados, que también habían llegado en coche prácticamente al mismísimo nacimiento ¿Pero es que ya no camina nadie ni siquiera los tres míseros kilómetros que van desde el final de la carretera hasta el fin de la pista?
Pues es lástima, porque los tres kilómetros de pista atraviesan un bosquecillo de pinos y cipreses que merece la pena. En fin, también llegué yo a la encrucijada entre el Resinero y el cañón del Palancia, tomé por este último camino y, siguiendo la senda, vadeé primero el Resinero, que traía agua de las últimas lluvias, y luego el propio Palancia por un puentecillo de piedras improvisado.
La familia numerosa estaba poco más adelante, en la primera poza del Palancia. Los niños se lo estaban pasando en grande, pero la madre no.
- Miguel, estás muy cerca del agua.
- Raúl, te vas a mojar los pies.
- Luis, como te ensucies me vas a oír.
Y mientras tanto el padre trataba de sacar, sin mucho éxito, alguna mora de los zarzales que abundaban por allí, procurando no pincharse demasiado. El día menos pensado estaré yo en esas circunstancias, así que les dirigí una sonrisa, además del saludo preceptivo que en la ciudad no nos dirigiríamos, pero sí en el campo, y seguí adelante.
A los pocos metros, oculta entre los zarzales, estaba la fuente del Palancia. Y poco después se llegaba al cañón. Los treinteañeros habían husmeado un poco por allí y ya se volvían. Les saludé y me metí en el cañón. De hecho, incluso comí allí mismo.
Poco después empezó a llover. A mi vuelta a Valencia, los peperos ya se habían dispersado y los moteros, a la vista de la lluvia, debieron tomar otro rumbo. Menos mal.
P.S.: Edito para añadir un enlace alusivo, y es que esto de los moteros no va de broma ni mucho menos. Tenía que ocurrir, y lo que me parece denigrante es que nadie haga nada contra esto que pasa todos los años. Ni siquiera los peperos, que se supone que nos gobiernan.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
miércoles, 31 de octubre de 2007
lunes, 29 de octubre de 2007
Echarse al monte (I)
El sábado por la mañana se cernían sobre Valencia dos amenazas a cual más preocupante. La primera era la presentación de Mariano Rajoy como candidato del PP a la presidencia del Gobierno, e iba a dejar Valencia tomada por los pijos. La segunda era la proximidad del gran premio de motociclismo de Cheste, el próximo fin de semana, e iba a poblar Valencia de moteros con ganas de entrenamiento y escandalera. En tan apurado trance, evalué las posibilidades de camuflarme entre los invasores y registré mi armario, pero, desolación, sólo había un jersey de marca, osea, que me habían regalado hacía varios años y que evidentemente estaba pasadísimo de moda.
- No será suficiente - pensé para mí con preocupación -. Tendré que intentar camuflarme entre los moteros.
Eso era aún más difícil. Básicamente, por falta de moto: hasta cinco bicicletas hay en mi piso, pero, lo que es motos, ni las hay ni se las espera. Y birlársela a mi vecino de abajo, que sí es motero y tiene el vehículo aparcado en el garaje, no estaría bien. Después de todo, es un vecino y es de los pocos que logra calmar a doña Margarita cuando se pone farruca.
Alternativamente, se podría uno retirar a un lugar adecuado. El más adecuado a mis condiciones sería Roma, pero pilla lejos; tampoco estaría mal Moscú, pero mi vuelo no salía hasta el día siguiente. Chungo asunto.
Finalmente, en vista de que la amenaza era real e inminente, opté por echarme al monte en señal de protesta, todo lo simbólica que se quiera, vale, pero el día menos pensado, al paso que van las cosas, tocará echarse al monte de verdad, y para entonces más vale estar entrenado y disponer de un par de lugares en los que operar. Si no, luego, todo son prisas. Además, en Moscú no hay montes en más de mil kilómetros a la redonda, con lo que hay que aprovechar las oportunidades de pateo que se presentan.
Así las cosas, le pedí prestado el coche a mi padre y escogí como lugar de operaciones el Alto Palancia. Por un momento pensé en subir a Peñagolosa, lugar emblemático donde los haya, pero me encontré a un amigo por la calle, estuvimos una hora poniéndonos al día y, para cuando acabamos, ya se había hecho demasiado tarde para afrontar la ascensión en el día. De manera que decidí atacar el nacimiento del Palancia, que estaba más cerca; enfilé hacia allá silbando "Cálzame las alpargatas" y, al poco rato, ya estaba lejos de los peperos que debían estar haciendo fila para, uniformados ellos con sus jerséis y ellas, además, con sus mechas y sus reflejos, aclamar a su líder.
De los peperos, pues, me pude escapar, pero de los moteros no hubo manera ¡Pero qué tíos! ¿Cómo conocían esas carreteras de montaña? En Alcublas, en Sacañet, incluso en Mas de los Pérez... ¡pero si yo creía que nadie conocía esos sitios! Pues los moteros los conocen y, los días cercanos al gran premio, aprovechan para recorrerlos y tomar las curvas con la rodilla sobre el asfalto, a tumba abierta, en sentido contrario al mío. Casi me trago un par de ellos que se metían en mi carril.
A tumba abierta... sí, y a veces la tumba se abre de verdad. Cerca ya de Alcublas, prácticamente en la cima del puerto de montaña, vi a lo lejos una maraña de motos, y junto a ellas mucha gente de pie, un coche de la Guardia Civil y una ambulancia. Al pasar a su lado, vi una sábana blanca sobre el suelo, cubriendo un bulto, vi un montón de moteros con la cabeza agachada, que giraban con expresión de pesar, vi un sanitario de pie junto al bulto, y vi un guardia civil que me dio orden de seguir adelante y de no quedarme allí parado. Tragué saliva, recordando otra ocasión en que fui yo quien movía la cabeza con pesar, y continué, esquivando a los sucesivos moteros que, seguramente ignorando lo que le había pasado a su compañero, o quizá, si lo sabían, despreciando lo sucedido, se lanzaban cuesta abajo, o cuesta arriba, rozándome con su casco al cruzarse conmigo.
Y hasta aquí hoy. Mañana más.
- No será suficiente - pensé para mí con preocupación -. Tendré que intentar camuflarme entre los moteros.
Eso era aún más difícil. Básicamente, por falta de moto: hasta cinco bicicletas hay en mi piso, pero, lo que es motos, ni las hay ni se las espera. Y birlársela a mi vecino de abajo, que sí es motero y tiene el vehículo aparcado en el garaje, no estaría bien. Después de todo, es un vecino y es de los pocos que logra calmar a doña Margarita cuando se pone farruca.
Alternativamente, se podría uno retirar a un lugar adecuado. El más adecuado a mis condiciones sería Roma, pero pilla lejos; tampoco estaría mal Moscú, pero mi vuelo no salía hasta el día siguiente. Chungo asunto.
Finalmente, en vista de que la amenaza era real e inminente, opté por echarme al monte en señal de protesta, todo lo simbólica que se quiera, vale, pero el día menos pensado, al paso que van las cosas, tocará echarse al monte de verdad, y para entonces más vale estar entrenado y disponer de un par de lugares en los que operar. Si no, luego, todo son prisas. Además, en Moscú no hay montes en más de mil kilómetros a la redonda, con lo que hay que aprovechar las oportunidades de pateo que se presentan.
Así las cosas, le pedí prestado el coche a mi padre y escogí como lugar de operaciones el Alto Palancia. Por un momento pensé en subir a Peñagolosa, lugar emblemático donde los haya, pero me encontré a un amigo por la calle, estuvimos una hora poniéndonos al día y, para cuando acabamos, ya se había hecho demasiado tarde para afrontar la ascensión en el día. De manera que decidí atacar el nacimiento del Palancia, que estaba más cerca; enfilé hacia allá silbando "Cálzame las alpargatas" y, al poco rato, ya estaba lejos de los peperos que debían estar haciendo fila para, uniformados ellos con sus jerséis y ellas, además, con sus mechas y sus reflejos, aclamar a su líder.
De los peperos, pues, me pude escapar, pero de los moteros no hubo manera ¡Pero qué tíos! ¿Cómo conocían esas carreteras de montaña? En Alcublas, en Sacañet, incluso en Mas de los Pérez... ¡pero si yo creía que nadie conocía esos sitios! Pues los moteros los conocen y, los días cercanos al gran premio, aprovechan para recorrerlos y tomar las curvas con la rodilla sobre el asfalto, a tumba abierta, en sentido contrario al mío. Casi me trago un par de ellos que se metían en mi carril.
A tumba abierta... sí, y a veces la tumba se abre de verdad. Cerca ya de Alcublas, prácticamente en la cima del puerto de montaña, vi a lo lejos una maraña de motos, y junto a ellas mucha gente de pie, un coche de la Guardia Civil y una ambulancia. Al pasar a su lado, vi una sábana blanca sobre el suelo, cubriendo un bulto, vi un montón de moteros con la cabeza agachada, que giraban con expresión de pesar, vi un sanitario de pie junto al bulto, y vi un guardia civil que me dio orden de seguir adelante y de no quedarme allí parado. Tragué saliva, recordando otra ocasión en que fui yo quien movía la cabeza con pesar, y continué, esquivando a los sucesivos moteros que, seguramente ignorando lo que le había pasado a su compañero, o quizá, si lo sabían, despreciando lo sucedido, se lanzaban cuesta abajo, o cuesta arriba, rozándome con su casco al cruzarse conmigo.
Y hasta aquí hoy. Mañana más.
viernes, 26 de octubre de 2007
El Neng y el juez
Después de la agresión más famosa de España durante esta semana y de haber visto el video en todas las televisiones varios cientos de veces, tenía verdadera curiosidad jurídica por ver cómo salía el juez del lío en que le habían metido, con la plebe reclamando la sangre del descerebrado ése y el Ministro de Justicia anunciando la detención del sujeto (deben haber cambiado la LECrim hace poco, porque en mi versión no sale que los ministros puedan ordenar detenciones) mientras que, con el Código Penal en la mano, el acto será todo lo repugnante que se quiera, pero no veo cómo puede pasar de falta de lesiones. Y eso suponiendo que las haya habido, que habría que ver el informe médico.
Astuto el juez, se le ha visto fino (y eso que seguramente accedió por oposición, eso que no le gusta al anterioremente mencionado Ministro de Justicia), se ha ensañado verbalmente con el descerebrado... pero le ha dejado en libertad sin fianza con unas medidas bastante suaves, que creo que es lo máximo que podía hacer.
Supongo que el abogado de la chica estará espabilándose y hará lo que tiene que hacer, que es meterle una demanda de responsabilidad civil por daños psicológicos que deje seco al aprendiz de Neng por una buena temporada. Aunque, con lo que va a salir este individuo en todo tipo de programas de televisión, y digo yo que no será gratis, igual la patada que metió va y le resuelve la vida. Tendría narices.
Astuto el juez, se le ha visto fino (y eso que seguramente accedió por oposición, eso que no le gusta al anterioremente mencionado Ministro de Justicia), se ha ensañado verbalmente con el descerebrado... pero le ha dejado en libertad sin fianza con unas medidas bastante suaves, que creo que es lo máximo que podía hacer.
Supongo que el abogado de la chica estará espabilándose y hará lo que tiene que hacer, que es meterle una demanda de responsabilidad civil por daños psicológicos que deje seco al aprendiz de Neng por una buena temporada. Aunque, con lo que va a salir este individuo en todo tipo de programas de televisión, y digo yo que no será gratis, igual la patada que metió va y le resuelve la vida. Tendría narices.
miércoles, 24 de octubre de 2007
Noventa y siete
A veces, la gente responde a los mensajes de "fuera de la oficina". En mi caso el mensaje es bastante claro:
From: Von Buchweizen, Alfor
[mailto:alforvonbuchweizen@grechka.ru]
Sent: Wednesday, October 24, 2007 10:10 AM
To: Johansson, Scarlett
Subject: Out of office autoreply
Actualmente me encuentro fuera de la oficina.
Y hay gente que se pregunta qué hago fuera de la oficina. Véanse algunas reacciones:
Reacción 1: Hay que ver... escueto, misterioso, enigmático... ¿Buscando el Carbuncho?
Reacción 2: Pues avisa cuando vuelvas. De exámenes, ¿no?
Reacción 3: Cómo vives. Estarás correteando por ahí.
Reacción 4: Gracias por la info. Si la proxima vez indicas cuándo volverás te lo agradeceré aún más ¿Qué estás, trabajando incansablemente y eso, como de costumbre?
Qué gente.
Pues no. Ni buscando el carbuncho, ni de exámenes, ni correteando (bueno, sí, eso también, pero ésa es otra historia): me he ido a un cumpleaños. Y no a uno cualquiera, no.
From: Von Buchweizen, Alfor
[mailto:alforvonbuchweizen@grechka.ru]
Sent: Wednesday, October 24, 2007 10:10 AM
To: Johansson, Scarlett
Subject: Out of office autoreply
Actualmente me encuentro fuera de la oficina.
Y hay gente que se pregunta qué hago fuera de la oficina. Véanse algunas reacciones:
Reacción 1: Hay que ver... escueto, misterioso, enigmático... ¿Buscando el Carbuncho?
Reacción 2: Pues avisa cuando vuelvas. De exámenes, ¿no?
Reacción 3: Cómo vives. Estarás correteando por ahí.
Reacción 4: Gracias por la info. Si la proxima vez indicas cuándo volverás te lo agradeceré aún más ¿Qué estás, trabajando incansablemente y eso, como de costumbre?
Qué gente.
Pues no. Ni buscando el carbuncho, ni de exámenes, ni correteando (bueno, sí, eso también, pero ésa es otra historia): me he ido a un cumpleaños. Y no a uno cualquiera, no.
lunes, 22 de octubre de 2007
Pasajeras
- Que no se puede beber en el avión -dijo el asistente de vuelo.
- ¿Por qué? -dijo la rusa, con la actitud retadora de quien va tocado y quiere seguir yéndolo.
- Porque está prohibido, porque el efecto del alcohol es superior en los aviones y porque lo digo yo -el pobre asistente estaba teniendo un viaje duro- ¿Se lo digo yo o prefiere que se lo diga la policía?
La rusa soltó una maldición, mientras agarraba el vaso de whisqui que se había llenado con la botella que traía.
- Aquí en el avión el efecto del alcohol se multiplica.
- No, si es whisqui seco, no pasa nada.
- A ver, aunque sea whisqui seco. El aire que usted respira aquí no es el mismo que respira fuera, y a su cerebro le hace mucho más efecto. Así que el whisky se lo voy dando yo, pero no puede usted coger la botella y bebérselo.
- Me gusta marca que yo sé que este avión no tiene.
- Aquí no se puede beber. En Aeroflot puede usted fumar, puede usted beber, puede usted fumarse un peta. Pero aquí, en Iberia, no se puede. Aunque usted no se lo crea, esto -y le señaló su vaso- es como si usted se tomara dos whisquis, aunque sea usted rusa o de donde sea, así que prefiero que no se sienta usted mal.
- Vale, amigoo -terció el maromo, y más valía, porque la cosa se estaba poniendo agresiva. Y yo en medio. No sé cómo me lo monto.
Tuvieron algún rifirrafe más, y luego la señora, o más bien la niña que siempre será, se puso a despacharse a gusto con el maromo. Entresaco algunas de sus frases estelares.
- Te lo digo en serio. Nunca he volado con una compañía en la que no tengan mi marca de whisqui favorita, ¡ni siquiera a la venta! Me tratan como una niña pequeña. Y no me dejan satisfacer mis caprichos.
- Es la primera vez en mi vida que tratan así...
- Un billete que cuesta cuarenta y cinco mil rublos...
- Menuda vergüenza.
- Eso serán las leyes españolas, pero yo soy rusa.
- Soy rusa, y bebo (dijo mientras se servía otro lingotazo).
- ¿Y por qué tienen que hacerme pasar esa vergüenza?
- Ya tengo treinta años, ya soy mayorcita.
- Échame más whisqui.
- Oye, Volodya, quiero más.
- No, del de avión, no, que no está bueno.
- ¿El tío ése? Se ha ido para allá, hacia el morro del avion.
- En España parece que den golpes con la voz, mientras que en Rusia hablamos dulcemente, y decimos gracias y por favor... (cuando se acabó el último vaso, di un suspiro y sacó un espejito para maquillarse).
Creo que ya no pude reprimir una sonrisa.
- Usted entiende ruso -dijo el maromo refiriéndose a mí.
- ¿Yo? ¡Qué va! Apenas nada.
- ¿Por qué? -dijo la rusa, con la actitud retadora de quien va tocado y quiere seguir yéndolo.
- Porque está prohibido, porque el efecto del alcohol es superior en los aviones y porque lo digo yo -el pobre asistente estaba teniendo un viaje duro- ¿Se lo digo yo o prefiere que se lo diga la policía?
La rusa soltó una maldición, mientras agarraba el vaso de whisqui que se había llenado con la botella que traía.
- Aquí en el avión el efecto del alcohol se multiplica.
- No, si es whisqui seco, no pasa nada.
- A ver, aunque sea whisqui seco. El aire que usted respira aquí no es el mismo que respira fuera, y a su cerebro le hace mucho más efecto. Así que el whisky se lo voy dando yo, pero no puede usted coger la botella y bebérselo.
- Me gusta marca que yo sé que este avión no tiene.
- Aquí no se puede beber. En Aeroflot puede usted fumar, puede usted beber, puede usted fumarse un peta. Pero aquí, en Iberia, no se puede. Aunque usted no se lo crea, esto -y le señaló su vaso- es como si usted se tomara dos whisquis, aunque sea usted rusa o de donde sea, así que prefiero que no se sienta usted mal.
- Vale, amigoo -terció el maromo, y más valía, porque la cosa se estaba poniendo agresiva. Y yo en medio. No sé cómo me lo monto.
Tuvieron algún rifirrafe más, y luego la señora, o más bien la niña que siempre será, se puso a despacharse a gusto con el maromo. Entresaco algunas de sus frases estelares.
- Te lo digo en serio. Nunca he volado con una compañía en la que no tengan mi marca de whisqui favorita, ¡ni siquiera a la venta! Me tratan como una niña pequeña. Y no me dejan satisfacer mis caprichos.
- Es la primera vez en mi vida que tratan así...
- Un billete que cuesta cuarenta y cinco mil rublos...
- Menuda vergüenza.
- Eso serán las leyes españolas, pero yo soy rusa.
- Soy rusa, y bebo (dijo mientras se servía otro lingotazo).
- ¿Y por qué tienen que hacerme pasar esa vergüenza?
- Ya tengo treinta años, ya soy mayorcita.
- Échame más whisqui.
- Oye, Volodya, quiero más.
- No, del de avión, no, que no está bueno.
- ¿El tío ése? Se ha ido para allá, hacia el morro del avion.
- En España parece que den golpes con la voz, mientras que en Rusia hablamos dulcemente, y decimos gracias y por favor... (cuando se acabó el último vaso, di un suspiro y sacó un espejito para maquillarse).
Creo que ya no pude reprimir una sonrisa.
- Usted entiende ruso -dijo el maromo refiriéndose a mí.
- ¿Yo? ¡Qué va! Apenas nada.
jueves, 18 de octubre de 2007
Final de trayecto
Cuatro meses lleva el bulto misterioso acompañándome fielmente al trabajo. Pero el lunes parecía que iba a ser el último día. Por la mañana decidí ir sobre él a pesar de que hacía unos dos grados y el tiempo estaba inseguro. Al poco de llegar al trabajo, comenzó a nevar y así siguió durante buena parte del día. A la hora de salir tragué saliva y me dije que, después de haber recorrido juntos el camino de casa al trabajo durante todo este tiempo, no era cuestión de abandonar al compañero y de dejarlo varado en un armario. No. El bulto tenía derecho a un último viaje.
Nevaba. Me calé la boina, monté el bulto ante la mirada atónita de los que pasaban por allí y comencé a pedalear, esquivando los lugares donde había cuajado la nieve y subiendo poco a poco por la calle, que pica hacia arriba. Un miliciano de tráfico, que me vio y apenas creyó lo que veía, me dijo que fuera con cuidado, mientras yo iba adelantando a todos los coches que, impotentes, se alineaban en el atasco de la hora punta vespertina. De vez en cuando me cruzaba con parejas de jovenzuelos que me miraban y se reían. La verdad es que, a su edad, yo había hecho lo mismo.
Llevaba tiempo sin rodar bajo la nieve. Tendría que remontarme un par de lustros. Y, aunque no es cómodo, no es imposible, mientras el suelo no esté helado, y sigue siendo mejor que caminar.
Al día siguiente subieron las temperaturas y la nieve se derritió. Y el miércoles volví a montar en la bicicleta, porque llegamos a los diez grados. Pero el último sábado del mes cambian la hora y ya se va a hacer de noche muy pronto. Quizá entonces habrá llegado el momento de arriar velas y esperar a la primavera para volver a rodar por Moscú. Entretanto, ha llegado el momento de prolongar unos cuantos días más la temporada. En España.
Nevaba. Me calé la boina, monté el bulto ante la mirada atónita de los que pasaban por allí y comencé a pedalear, esquivando los lugares donde había cuajado la nieve y subiendo poco a poco por la calle, que pica hacia arriba. Un miliciano de tráfico, que me vio y apenas creyó lo que veía, me dijo que fuera con cuidado, mientras yo iba adelantando a todos los coches que, impotentes, se alineaban en el atasco de la hora punta vespertina. De vez en cuando me cruzaba con parejas de jovenzuelos que me miraban y se reían. La verdad es que, a su edad, yo había hecho lo mismo.
Llevaba tiempo sin rodar bajo la nieve. Tendría que remontarme un par de lustros. Y, aunque no es cómodo, no es imposible, mientras el suelo no esté helado, y sigue siendo mejor que caminar.
Al día siguiente subieron las temperaturas y la nieve se derritió. Y el miércoles volví a montar en la bicicleta, porque llegamos a los diez grados. Pero el último sábado del mes cambian la hora y ya se va a hacer de noche muy pronto. Quizá entonces habrá llegado el momento de arriar velas y esperar a la primavera para volver a rodar por Moscú. Entretanto, ha llegado el momento de prolongar unos cuantos días más la temporada. En España.
martes, 16 de octubre de 2007
Cocina para exiliados (VII): arroces.
Después del atracón de arnadí del otro día, estamos llegando con esta entrada a la quintaesencia de la cocina valenciana: el arroz. Como todo el mundo sabe, o debería saber, y si no que se vayan enterando, el único sitio del mundo mundial donde se cocina el arroz como es debido es Valencia. Los demás hacen lo que pueden y lo empastran las más de las veces. En Valencia, empastrar el arroz es delito de lesa patria y, aunque no está penado, muchos pensamos que debería estarlo, y severamente.
En Rusia, el arroz no es de buena calidad. Del arroz bomba ni siquiera han oído hablar, y sólo distinguen entre el corto y el largo, que se cultiva en el sur, cerca del Mar Negro. Durante un tiempo se consiguió arroz valenciano por aquí, pero la empresa productora debió terminar por considerar que la ganancia no merecía la pena y decidió abandonar a sus fieles consumidores locales, de los que apenas conocí otro que no fuera yo. Con lo que me veo resignado a comprar arroz ruso. Corto, por supuesto, nunca largo, que no sabe a nada.
Hace un par de años estuve de misión en Barcelona y me encontré libre un sábado por la tarde, que dediqué a buscar un supermercado abierto y comprar un kilo de arroz bomba, que traje a Moscú como oro en paño pensando en el arroz al horno que me iba a preparar. Lo dejé en la despensa, me fui al trabajo y, a la vuelta, me puse el delantal con intención de ponerme manos a la obra. La señora que entonces cuidaba de los niños estaba por allí trajinando, y sobre el hornillo apagado había una cazuela. Levanté la tapa a ver qué habían comido los niños. Mmm... arroz, vaya.
"Uf, qué porquería de arroz. Esta Galina cocina fatal. Está empastrado y... ¿qué cosa le ha puesto? Ajjj, lleva pollo sin deshuesar... qué repelús. En fin, es cuestión de resarcirse. Ahora van a saber lo que es cocinar arroz."
Abi apareció por la cocina.
- Abi, ¿que heu menjat hui? (Abi, ¿qué habéis comido hoy?)
- Arrós, pero estava molt roïn. (Arroz, pero estaba muy malo.)
- ¿Qui ho ha fet, Galina? (¿Quién lo ha hecho, Galina?)
- Sí. No m'ho he pogut acabar. (Sí. No me lo he podido terminar.)
- Tranquila, chiqueta, ara voras com jo el faig millor. (Tranquila, niña, ahora verás cómo lo hago mejor.)
"Madre mía, esta Galina. Qué desastre de cocinera. Por mucho menos de esto, en mi pueblo, le tiran a uno al río. Bueno, voy a buscar el arroz."
Me fui a la despensa, donde había dejado el kilo de arroz bomba traído de Barcelona... y no estaba.
"Qué extraño. Lo habrán cambiado de sitio."
- Галина! (¡Galina!)
- Да? (¿Sí?)
- Вы не видели рис, который я положил здесь? (¿Ha visto usted el arroz que puse aquí?)
- В бумажном пакете? (¿En una bolsa de papel?)
- Как раз. Где он? (Exactamente, ¿dónde está?)
- Я варил его сегодня. Очень вкусно. (Lo he cocinado hoy. Estaba muy bueno)
- Чтоооооооо? (¿Quéeeeeee?)
Me dirigí a la cocina dando grandes zancadas.
- Неужели вот это...? (¿No será esto...?) - dije, levantando la tapa de la cazuela y dejando al descubierto aquella bazofia que hacía daño a la vista, y no quiero ni pensar lo que le haría al estómago.
- Да, да, дети кушали, все нормально, не волнуетесь (Sí, sí, y los niños han comido, no se preocupe).
Dios mío, Dios mío, Dios mío... un kilo de arroz bomba, pensado para adquirir sabores de caldo de primera, pensado para sofreírse en una paella, para crujir en una cazuela de barro en el horno bajo la atenta mirada de un cocinero responsable, pensado para hervir en compañía de unas hebras de azafrán. No puede ser... ese arroz, quintaesencia de todos los arroces, había ido a fenecer deshonrosamente en las bastas manos de una señora ignorante que lo había ¡hervido con agua! ¡Y lo había empastrado! ¡Y lo había mezclado con huesos de pollo! En la casa había otros tres kilos de arroz... y había tenido que profanar ése, precisamente ése. En mi pueblo no es que la tiraran al río por mucho menos, es que por perpetrar ese sacrilegio la hubieran lapidado.
Recordar aquello me ha puesto de muy mala uva. Ya seguiré con la siguiente entrada otro día: arroz al horno.
Ah, y al principio de la entrada creo haber dicho que Galina era la señora que cuidaba a los niños.
En Rusia, el arroz no es de buena calidad. Del arroz bomba ni siquiera han oído hablar, y sólo distinguen entre el corto y el largo, que se cultiva en el sur, cerca del Mar Negro. Durante un tiempo se consiguió arroz valenciano por aquí, pero la empresa productora debió terminar por considerar que la ganancia no merecía la pena y decidió abandonar a sus fieles consumidores locales, de los que apenas conocí otro que no fuera yo. Con lo que me veo resignado a comprar arroz ruso. Corto, por supuesto, nunca largo, que no sabe a nada.
Hace un par de años estuve de misión en Barcelona y me encontré libre un sábado por la tarde, que dediqué a buscar un supermercado abierto y comprar un kilo de arroz bomba, que traje a Moscú como oro en paño pensando en el arroz al horno que me iba a preparar. Lo dejé en la despensa, me fui al trabajo y, a la vuelta, me puse el delantal con intención de ponerme manos a la obra. La señora que entonces cuidaba de los niños estaba por allí trajinando, y sobre el hornillo apagado había una cazuela. Levanté la tapa a ver qué habían comido los niños. Mmm... arroz, vaya.
"Uf, qué porquería de arroz. Esta Galina cocina fatal. Está empastrado y... ¿qué cosa le ha puesto? Ajjj, lleva pollo sin deshuesar... qué repelús. En fin, es cuestión de resarcirse. Ahora van a saber lo que es cocinar arroz."
Abi apareció por la cocina.
- Abi, ¿que heu menjat hui? (Abi, ¿qué habéis comido hoy?)
- Arrós, pero estava molt roïn. (Arroz, pero estaba muy malo.)
- ¿Qui ho ha fet, Galina? (¿Quién lo ha hecho, Galina?)
- Sí. No m'ho he pogut acabar. (Sí. No me lo he podido terminar.)
- Tranquila, chiqueta, ara voras com jo el faig millor. (Tranquila, niña, ahora verás cómo lo hago mejor.)
"Madre mía, esta Galina. Qué desastre de cocinera. Por mucho menos de esto, en mi pueblo, le tiran a uno al río. Bueno, voy a buscar el arroz."
Me fui a la despensa, donde había dejado el kilo de arroz bomba traído de Barcelona... y no estaba.
"Qué extraño. Lo habrán cambiado de sitio."
- Галина! (¡Galina!)
- Да? (¿Sí?)
- Вы не видели рис, который я положил здесь? (¿Ha visto usted el arroz que puse aquí?)
- В бумажном пакете? (¿En una bolsa de papel?)
- Как раз. Где он? (Exactamente, ¿dónde está?)
- Я варил его сегодня. Очень вкусно. (Lo he cocinado hoy. Estaba muy bueno)
- Чтоооооооо? (¿Quéeeeeee?)
Me dirigí a la cocina dando grandes zancadas.
- Неужели вот это...? (¿No será esto...?) - dije, levantando la tapa de la cazuela y dejando al descubierto aquella bazofia que hacía daño a la vista, y no quiero ni pensar lo que le haría al estómago.
- Да, да, дети кушали, все нормально, не волнуетесь (Sí, sí, y los niños han comido, no se preocupe).
Dios mío, Dios mío, Dios mío... un kilo de arroz bomba, pensado para adquirir sabores de caldo de primera, pensado para sofreírse en una paella, para crujir en una cazuela de barro en el horno bajo la atenta mirada de un cocinero responsable, pensado para hervir en compañía de unas hebras de azafrán. No puede ser... ese arroz, quintaesencia de todos los arroces, había ido a fenecer deshonrosamente en las bastas manos de una señora ignorante que lo había ¡hervido con agua! ¡Y lo había empastrado! ¡Y lo había mezclado con huesos de pollo! En la casa había otros tres kilos de arroz... y había tenido que profanar ése, precisamente ése. En mi pueblo no es que la tiraran al río por mucho menos, es que por perpetrar ese sacrilegio la hubieran lapidado.
Recordar aquello me ha puesto de muy mala uva. Ya seguiré con la siguiente entrada otro día: arroz al horno.
Ah, y al principio de la entrada creo haber dicho que Galina era la señora que cuidaba a los niños.
lunes, 15 de octubre de 2007
Prohibiendo
Un antiguo cuento, entre cuento y chiste, comparaba las formas de prohibir en los distintos idiomas y sacaba conclusiones sobre el carácter de los distintos pueblos que las hablaban. Veamos.
El alemán, cuando prohibe, tiene que imponerse. En alemán, la prohibición es seca, siempre con un signo de admiración, recia y no admite discusión. La prohibición de pisar el cesped sería algo así como: Rasen nicht betreten!, que suena fuerte y no pretende otra cosa ¡No se pisa el césped! Y punto.
El francés no. El francés es indulgente, educado, amable, un pelín relamido si se quiere, hasta algo hipocritilla, y apela incluso en sus prohibiciones al respeto a los demás. Sería algo así como "Veuillez bien de ne pas marcher sur le gazon". Vamos, que de prohibición no parece tener mucho algo que traduciríamos como "Tenga usted la bondad de no caminar sobre el césped".
El español constata simplemente que algo no se debe hacer, y luego se desentiende del resultado. La expresión típica es "Prohibido pisar el césped." Yo ya te he avisado, luego tú haz lo que quieras que para eso eres libre. Seguramente lo pisarás. Yo, con decirte que no lo hagas, he cumplido.
El cuentecillo, con intención, terminaba con la traducción al catalán, alusiva a cierto estereotipo que se les atribuye a los catalanes: "No xafeu la xespa. Qué es guanya amb aixó?"
¿Y en ruso? El chistecillo no dice nada, pero en la foto de arriba tenemos la explicación. Para que el ruso obedezca, hay que convercerlo pero que muy bien. Rusia está llena de gente nadando bajo el cartel de "Prohibido bañarse", de coches aparcados junto a la señal de prohibido aparcar... e incluso se diría que da más morbo hacerlo allí. Y así, la forma de prohibir pisar el césped es una retahila en la que se desgranan los argumentos más convincentes de que dispone el prohibidor. Véase la traducción literal del cartel de arriba: "Pedimos insistentemente que no se sienten ni se acuesten sobre el césped. La fijación del césped se ha realizado siguiendo una tecnología especial, mediante el uso de hierba en rollos, que necesita no menos de tres años para su implantación en la tierra."
Vamos, que el que escribió eso no las tenía todas consigo. Y la prueba de que espera un comportamiento mucho mejor por parte de los extranjeros que de los nacionales es la traducción que ha hecho al inglés de toda la retahila antecedente: "Keep off the grass." Cuatro palabras. Ni una más. Hasta los rusos confían en el carácter estrictamente práctico de los anglosajones.
El alemán, cuando prohibe, tiene que imponerse. En alemán, la prohibición es seca, siempre con un signo de admiración, recia y no admite discusión. La prohibición de pisar el cesped sería algo así como: Rasen nicht betreten!, que suena fuerte y no pretende otra cosa ¡No se pisa el césped! Y punto.
El francés no. El francés es indulgente, educado, amable, un pelín relamido si se quiere, hasta algo hipocritilla, y apela incluso en sus prohibiciones al respeto a los demás. Sería algo así como "Veuillez bien de ne pas marcher sur le gazon". Vamos, que de prohibición no parece tener mucho algo que traduciríamos como "Tenga usted la bondad de no caminar sobre el césped".
El español constata simplemente que algo no se debe hacer, y luego se desentiende del resultado. La expresión típica es "Prohibido pisar el césped." Yo ya te he avisado, luego tú haz lo que quieras que para eso eres libre. Seguramente lo pisarás. Yo, con decirte que no lo hagas, he cumplido.
El cuentecillo, con intención, terminaba con la traducción al catalán, alusiva a cierto estereotipo que se les atribuye a los catalanes: "No xafeu la xespa. Qué es guanya amb aixó?"
¿Y en ruso? El chistecillo no dice nada, pero en la foto de arriba tenemos la explicación. Para que el ruso obedezca, hay que convercerlo pero que muy bien. Rusia está llena de gente nadando bajo el cartel de "Prohibido bañarse", de coches aparcados junto a la señal de prohibido aparcar... e incluso se diría que da más morbo hacerlo allí. Y así, la forma de prohibir pisar el césped es una retahila en la que se desgranan los argumentos más convincentes de que dispone el prohibidor. Véase la traducción literal del cartel de arriba: "Pedimos insistentemente que no se sienten ni se acuesten sobre el césped. La fijación del césped se ha realizado siguiendo una tecnología especial, mediante el uso de hierba en rollos, que necesita no menos de tres años para su implantación en la tierra."
Vamos, que el que escribió eso no las tenía todas consigo. Y la prueba de que espera un comportamiento mucho mejor por parte de los extranjeros que de los nacionales es la traducción que ha hecho al inglés de toda la retahila antecedente: "Keep off the grass." Cuatro palabras. Ni una más. Hasta los rusos confían en el carácter estrictamente práctico de los anglosajones.
jueves, 11 de octubre de 2007
Cocina para exiliados (VI): arnadí.
Estamos en temporada de calabazas. Y, claro, ha llegado el momento de hacer algo culinario con un alimento que por Rusia, en esta época del año, es barato y abundante, así que he desenterrado un manjar de mi infancia que cada vez que recuerdo me relamo: el arnadí.
El arnadí pasa por ser autóctono de la Costera, una comarca valenciana cuya capital es Játiva, pero está bastante extendido a lo largo de las dos riberas del Júcar y era plato de lujo en casa de mis abuelos cuando había tiempo para hacerlo (ya veremos que es laborioso) y dinero con qué pagar los ingredientes, que no son exactamente para pobres y que son los siguientes:
- Arnadí, ¿el vols de postre?
- ¿Arnadí? ¿Saps qué? Preferixc un yogur -y, uniendo la acción a la palabra, Ro se fue a la nevera y sacó uno de esos postres que parecen yogures, dejándome con el arnadí en la mano.
"A esta niña le hace falta una postguerra como las de su bisabuela, maldición."
El arnadí pasa por ser autóctono de la Costera, una comarca valenciana cuya capital es Játiva, pero está bastante extendido a lo largo de las dos riberas del Júcar y era plato de lujo en casa de mis abuelos cuando había tiempo para hacerlo (ya veremos que es laborioso) y dinero con qué pagar los ingredientes, que no son exactamente para pobres y que son los siguientes:
- Una calabaza, o un trozo de la misma, de cosa de un kilo.
- 200 gramos de azúcar.
- 200 gramos de almendra molida.
- 4 yemas de huevo.
- 5-7 gramos de canela molida.
- Ralladura de un limón.
- Piñones, muchos piñones.
- Se pela la calabaza y se retiran las pepitas y los pelillos del centro. Por cierto que las pepitas se pueden freír y quedan buenísimas y los pelillos se pueden añadir a sopas o purés, que aquí no se tira nada.
- Los trozos de calabaza que se obtienen hay que asarlos al horno, que se habrá precalentado previamente a unos 180º, durante cosa de una hora. Ojo con pasarse, que el producto debe seguir siendo de color naranja, no negro. Y estamos en Moscú, no en Dachau ni en Sachsenhausen.
- El resultado yo lo paso por la batidora para obtener una pasta, aunque hay quien se ahorra este paso, pero con el mismo el agua de la calabaza cae mucho mejor.
- Ahora hay que dejar secar la pasta. La forma tradicional consiste en meterlo en un saquillo de tela toda la noche y dejar que cuele, pero se obtiene el mismo resultado dejando la pasta sobre un cedazo con un plato debajo. El agua irá cayendo sobre el plato, y por cierto que el zumo que sale es muy nutritivo, pero es mejor mezclarlo con zumo de naranja (no, no se tira nada).
- Al día siguiente, bien de mañanita, ya habremos obtenido una pasta de calabaza más seca. Es el momento de añadir el azúcar y las yemas de huevo (por cierto que con las claras podemos hacer una estupenda tortilla sin colesterol: el caso es no tirar nada) y ponerlo todo en un cazo a fuego medio durante alrededor de un cuarto de hora, removiendo constantemente.
- Lo retiramos del fuego y le añadimos la almendra molida. En Rusia no hay almendra molida, pero el mismo resultado, aproximadamente, se obtiene con piñones molidos, y en Rusia los piñones son buenísimos, no muy caros y extraordinariamente abundantes. De todas formas, entre nosotros, yo me traigo bolsas de almendra molida cada vez que voy de viaje a España.
- Lo mezclamos bien y le añadimos la canela y la ralladura de limón, siempre mezclando.
- Y luego le añadimos piñones a saco. Con lo caros que están en España, aquí hay que aprovechar. Después de haberme pasado la infancia comiendo arnadí de mi abuela paterna (que hizo las postguerras de las guerras de Cuba, de África, civil y de Ifni y ya se acostumbró a estar en postguerra y miraba la peseta al cocinar lo que no está escrito) con cuatro piñones mal contados, casi sin azúcar y sin apenas almendra, ha llegado la hora de resarcirse, amigos.
- Ahora tenemos una pasta que ya está para chuparse los dedos, pero toca ponerla en un recipiente de horno y meterla en el horno a unos 200º cosa de media hora. A pesar de mi talante tradicional y tradicionalista, que no niego, últimamente estoy incluso innovador y estoy metiendo la masa en moldes de magdalenas, con lo que quedan en su punto y lo bastante tostados para que me los quiten de las manos... bueno, según quién.
- Arnadí, ¿el vols de postre?
- ¿Arnadí? ¿Saps qué? Preferixc un yogur -y, uniendo la acción a la palabra, Ro se fue a la nevera y sacó uno de esos postres que parecen yogures, dejándome con el arnadí en la mano.
"A esta niña le hace falta una postguerra como las de su bisabuela, maldición."
miércoles, 10 de octubre de 2007
El zar Pablo
Pablo I es mi emperador favorito. Así, como suena. Y eso que las pasó canutas a lo largo de toda su vida. Su padre, cuando él tenía siete años, fue asesinado por orden de su madre, un bicho alemán despótico e impúdico que ha pasado a la historia con el nombre de Catalina II y que pasó ampliamente de su hijo durante toda su vida. No es extraño que éste le tomara cierta ojeriza a la madre, hasta el punto de que, cuando le sucedió en 1796, suspendiera casi todo lo que aquélla había comenzado. Pablo I reinó cinco años, buena parte de cuyos días pasó preocupado por las conspiraciones de palacio y vigilando que no le fuera a pasar algo parecido a lo de su padre. A pesar de todas las precauciones, el 10 de marzo de 1801 fue asesinado a golpes por un grupo de conjurados entre los que estaba implicado su hijo mayor, que al día siguiente se convirtió en Alejandro I. Vamos, que su vida familiar fue un desastre.
Y, sin embargo, es mi emperador favorito: todo un caballero, de gustos mucho más elegantes que su barroca y "ostentórea" madre (Pavlovsk, su palacio, es un auténtico primor), un ejemplar padre de familia (aunque su hijo mayor, como se ve, se las traía) y el más católico de todos los ortodoxos, hasta el punto de que se convirtió en Gran Maestre de una orden tan católica como la de Malta y de que durante su reinado se empezó a construir la catedral de Kazán, que, como se ve claramente, es una réplica en miniatura de San Pedro en Roma y tiene poco que ver con los templos ortodoxos de cúpula cebolleta de toda la vida. Cierto es que estas inclinaciones ecuménicas no contribuyeron a granjearle simpatías entre la población, ni menos entre el clero. Y, claro, así le fue.
Pues me dirigía precisamente al lugar en que fue asesinado, el castillo de Ingenieros, con ánimo de pagar la entrada rusa. Como he dicho en la entrada anterior, iba razonablemente desaliñado, pero no había previsto las necesarias gafas de montura de pasta. Tengo unas con montura de hierro oxidado y cristales de ésos que se oscurecen cuando hace sol, que están pasadísimas de moda, pero que dan el pego estupendamente; mas me las dejé, así que iba a tener que fiarme de que mi pronunciación fuera lo suficientemente buena para despistar a los cancerberos del castillo.
Quiso la suerte que aquel día me levantara con un trancazo terrible, la voz deshecha, toses frecuentes y varias décimas de fiebre. Mi camino hasta el palacio de Ingenieros fue un viacrucis que acabó de estropear lo que quedaba de mí, pero valió la pena por la majestuosidad del patio interior del mismo, que me hizo olvidar todos mis males (a la salida los volvería a recordar).
Me acerqué a la caja, donde estaba claramente escrito el precio de la entrada: trescientos rublazos... que, según un letrero en ruso, y sólo en ruso, se convertían en cien si eres ciudadano ruso. Di unas cuantas toses, simulé estar aún más afónico de lo que ya estaba y, con un hilillo de voz, dije las palabras mágicas:
- Дайте, пожалуйста, один билет! (Deme una entrada, por favor)
Y deposité exactamente cien rublos en el mostrador. Esto es importante: siempre hay que dar el importe exacto, para no dar ideas a las taquilleras.
En esta ocasión coló perfectamente: me dio la entrada, y luego sólo tuve que irla mostrando a las sucesivas vigilantes en las distintas salas del museo, siempre tosiendo visiblemente al acercarme y hablando sólo con un hilillo de voz afónico. La víspera, a última hora de la tarde, había tenido el mismo éxito en el cementerio de Tikhvin, en la lavra de Alejandro Nevsky, y con anterioridad, en otros viajes, había también pasado por ruso en el palacio Mijailovsky y en Pavlovsk.
El próximo viaje a San Petersburgo tengo que intentar el doctorado en camuflaje autóctono: si consigo pagar como ruso en el Ermitage, con sus taquilleras inquisitivas y con un ojo de lince inigualable para detectar extranjeros, habré llegado a las mayores cotas del arte.
Estoy seguro de que a Pablo I no le importaría: al fin y al cabo, a sus súbditos nunca les ha caído demasiado bien, mientras que en mí tiene un admirador ferviente.
Y, sin embargo, es mi emperador favorito: todo un caballero, de gustos mucho más elegantes que su barroca y "ostentórea" madre (Pavlovsk, su palacio, es un auténtico primor), un ejemplar padre de familia (aunque su hijo mayor, como se ve, se las traía) y el más católico de todos los ortodoxos, hasta el punto de que se convirtió en Gran Maestre de una orden tan católica como la de Malta y de que durante su reinado se empezó a construir la catedral de Kazán, que, como se ve claramente, es una réplica en miniatura de San Pedro en Roma y tiene poco que ver con los templos ortodoxos de cúpula cebolleta de toda la vida. Cierto es que estas inclinaciones ecuménicas no contribuyeron a granjearle simpatías entre la población, ni menos entre el clero. Y, claro, así le fue.
Pues me dirigía precisamente al lugar en que fue asesinado, el castillo de Ingenieros, con ánimo de pagar la entrada rusa. Como he dicho en la entrada anterior, iba razonablemente desaliñado, pero no había previsto las necesarias gafas de montura de pasta. Tengo unas con montura de hierro oxidado y cristales de ésos que se oscurecen cuando hace sol, que están pasadísimas de moda, pero que dan el pego estupendamente; mas me las dejé, así que iba a tener que fiarme de que mi pronunciación fuera lo suficientemente buena para despistar a los cancerberos del castillo.
Quiso la suerte que aquel día me levantara con un trancazo terrible, la voz deshecha, toses frecuentes y varias décimas de fiebre. Mi camino hasta el palacio de Ingenieros fue un viacrucis que acabó de estropear lo que quedaba de mí, pero valió la pena por la majestuosidad del patio interior del mismo, que me hizo olvidar todos mis males (a la salida los volvería a recordar).
Me acerqué a la caja, donde estaba claramente escrito el precio de la entrada: trescientos rublazos... que, según un letrero en ruso, y sólo en ruso, se convertían en cien si eres ciudadano ruso. Di unas cuantas toses, simulé estar aún más afónico de lo que ya estaba y, con un hilillo de voz, dije las palabras mágicas:
- Дайте, пожалуйста, один билет! (Deme una entrada, por favor)
Y deposité exactamente cien rublos en el mostrador. Esto es importante: siempre hay que dar el importe exacto, para no dar ideas a las taquilleras.
En esta ocasión coló perfectamente: me dio la entrada, y luego sólo tuve que irla mostrando a las sucesivas vigilantes en las distintas salas del museo, siempre tosiendo visiblemente al acercarme y hablando sólo con un hilillo de voz afónico. La víspera, a última hora de la tarde, había tenido el mismo éxito en el cementerio de Tikhvin, en la lavra de Alejandro Nevsky, y con anterioridad, en otros viajes, había también pasado por ruso en el palacio Mijailovsky y en Pavlovsk.
El próximo viaje a San Petersburgo tengo que intentar el doctorado en camuflaje autóctono: si consigo pagar como ruso en el Ermitage, con sus taquilleras inquisitivas y con un ojo de lince inigualable para detectar extranjeros, habré llegado a las mayores cotas del arte.
Estoy seguro de que a Pablo I no le importaría: al fin y al cabo, a sus súbditos nunca les ha caído demasiado bien, mientras que en mí tiene un admirador ferviente.
lunes, 8 de octubre de 2007
Camuflaje
Sí, señor, el medio adecuado para colarse en las atracciones turísticas rusas consiste en ser lo suficientemente camaleónico como para que las taquilleras no sean capaces de distinguirnos de un ruso de pura cepa ¿Cómo? He aquí algunos consejos.
Lo principal es no parecer turista. Nada de cámaras fotográficas estrepitosas, ni de bermudas, ni de sandalias alemanas modelo "fariseo" con calcetines por debajo, ni de gorras gringas: todo eso nos delatará. Lo que hay que hacer es adoptar prendas típicas de ciertos estereotipos rusos, que puede que ya no sean los más representativos, pero que en el imaginario colectivo de las taquilleras de museo están fuertemente enraizados. Vamos a verlo:
1.- Estereotipo 1: intelectualoide postsoviético y algo disidente. Para camuflarse, se requiere chaqueta raída y manchada, afeitado lamentable con abundancia de matillas de pelos no eliminados en distintas partes de la cara, cabellera cuidadosamente desordenada, aspecto desastrado, pantalón de pana (o, en todo caso, pasado de moda) y, esto es decisivo, gafas de montura de pasta con cristales gruesos. Da el pego con toda seguridad. El modelo se puede mejorar aún más si la montura de las gafas está rota y la has compuesto con celo.
2.- Estereotipo 2: matón de barrio. Se requiere pelo cortado de forma que la parte superior de la cabeza sea totalmente plana. La ropa debe ser negra. Jersey negro, pantalón de tela negro, zapatos negros, preferentemente terminados en una puntera exagerada y chaqueta negra, normalmente de cuero. Ayudan la alta estatura, una corpulencia considerable, con barriga cervecera opcional, y carrillos hinchados. La taquillera, aunque sospeche algo, preferirá no saber nada, por si acaso, y te cobrará la entrada para rusos o, en el mejor de los casos, te dejará pasar gratis, pero no hay que contar con ello.
3.- Estereotipo 3: clase media informal. Cabellera descuidada, pantalón de chándal, zapatillas de deporte (también vale el zapato puntiagudo, pero puede ser exagerar mucho el papel), gafas de sol negras (opcionalmente, con la etiqueta todavía pegada al cristal, lo cual sólo aquí, que yo sepa, ha estado de moda alguna vez) y camisa chillona con colores diversos, complementada de manera opcional con la parte de arriba del chándal (puede ser un chándal distinto al de los pantalones, e incluso es recomendable que sea así).
Yo suelo utilizar este último modelo, porque servidor es tirando a enclenque, y lo bueno de este estereotipo es que no requiere corpulencia, como sí la requiere el segundo. Pero, en mi último viaje, traté de acercarme más al primero. No tenía las gafas de pasta (grave error, lo reconozco), pero pasé dos días sin afeitarme, me despeiné a conciencia, utilicé la ropa más a propósito para mis turbias intenciones y me preparé mentalmente para el ataque.
Sin embargo, todas estas precauciones no sirven de nada si no van acompañadas de un acento ruso satisfactorio, con una dicción impecable. Los extranjeros lo tenemos mal, y las taquilleras rusas están siempre alerta para cazar guiris y añadir más muescas a sus pistolas. Pero no pasa nada: aquí estoy yo para ayudar a todos los que, con unos mínimos conocimientos de ruso y dotes interpretativas suficientes, quieran correr la aventura de atravesar la barrera taquillera con daños mínimos para el bolsillo.
Y es que, en mi último viaje a San Petersburgo, y antes de tomar el avión de vuelta a Moscú, disponía de un par de horas, que quise utilizar en visitar uno de los últimos monumentos importantes que me faltaba por conocer: el castillo de Ingenieros, célebre porque en él, en 1801, fue asesinado el emperador Pablo I. En la próxima entrada nos dirigiremos hacia él (hacia el castillo; hacia donde enviaron a Pablo I esperemos no dirigirnos tan pronto).
Lo principal es no parecer turista. Nada de cámaras fotográficas estrepitosas, ni de bermudas, ni de sandalias alemanas modelo "fariseo" con calcetines por debajo, ni de gorras gringas: todo eso nos delatará. Lo que hay que hacer es adoptar prendas típicas de ciertos estereotipos rusos, que puede que ya no sean los más representativos, pero que en el imaginario colectivo de las taquilleras de museo están fuertemente enraizados. Vamos a verlo:
1.- Estereotipo 1: intelectualoide postsoviético y algo disidente. Para camuflarse, se requiere chaqueta raída y manchada, afeitado lamentable con abundancia de matillas de pelos no eliminados en distintas partes de la cara, cabellera cuidadosamente desordenada, aspecto desastrado, pantalón de pana (o, en todo caso, pasado de moda) y, esto es decisivo, gafas de montura de pasta con cristales gruesos. Da el pego con toda seguridad. El modelo se puede mejorar aún más si la montura de las gafas está rota y la has compuesto con celo.
2.- Estereotipo 2: matón de barrio. Se requiere pelo cortado de forma que la parte superior de la cabeza sea totalmente plana. La ropa debe ser negra. Jersey negro, pantalón de tela negro, zapatos negros, preferentemente terminados en una puntera exagerada y chaqueta negra, normalmente de cuero. Ayudan la alta estatura, una corpulencia considerable, con barriga cervecera opcional, y carrillos hinchados. La taquillera, aunque sospeche algo, preferirá no saber nada, por si acaso, y te cobrará la entrada para rusos o, en el mejor de los casos, te dejará pasar gratis, pero no hay que contar con ello.
3.- Estereotipo 3: clase media informal. Cabellera descuidada, pantalón de chándal, zapatillas de deporte (también vale el zapato puntiagudo, pero puede ser exagerar mucho el papel), gafas de sol negras (opcionalmente, con la etiqueta todavía pegada al cristal, lo cual sólo aquí, que yo sepa, ha estado de moda alguna vez) y camisa chillona con colores diversos, complementada de manera opcional con la parte de arriba del chándal (puede ser un chándal distinto al de los pantalones, e incluso es recomendable que sea así).
Yo suelo utilizar este último modelo, porque servidor es tirando a enclenque, y lo bueno de este estereotipo es que no requiere corpulencia, como sí la requiere el segundo. Pero, en mi último viaje, traté de acercarme más al primero. No tenía las gafas de pasta (grave error, lo reconozco), pero pasé dos días sin afeitarme, me despeiné a conciencia, utilicé la ropa más a propósito para mis turbias intenciones y me preparé mentalmente para el ataque.
Sin embargo, todas estas precauciones no sirven de nada si no van acompañadas de un acento ruso satisfactorio, con una dicción impecable. Los extranjeros lo tenemos mal, y las taquilleras rusas están siempre alerta para cazar guiris y añadir más muescas a sus pistolas. Pero no pasa nada: aquí estoy yo para ayudar a todos los que, con unos mínimos conocimientos de ruso y dotes interpretativas suficientes, quieran correr la aventura de atravesar la barrera taquillera con daños mínimos para el bolsillo.
Y es que, en mi último viaje a San Petersburgo, y antes de tomar el avión de vuelta a Moscú, disponía de un par de horas, que quise utilizar en visitar uno de los últimos monumentos importantes que me faltaba por conocer: el castillo de Ingenieros, célebre porque en él, en 1801, fue asesinado el emperador Pablo I. En la próxima entrada nos dirigiremos hacia él (hacia el castillo; hacia donde enviaron a Pablo I esperemos no dirigirnos tan pronto).
viernes, 5 de octubre de 2007
Dobles precios
San Petersburgo es la capital indudable del turismo cultural ruso. Ya he perdido la cuenta de las veces que he estado por allí, y siempre me falta alguna cosa por ver. Museos, palacios, parques, teatros... el listado de sitios dignos de verse es inacabable.
Pero hay una pega algo mosqueante, que son los precios. No porque la entrada a los sitios cueste un ojo de la cara, sino por el agravio comparativo que supone el sistema de doble precio. Sí, señor. En cualquier lugar cultural ruso, y es en San Petersburgo donde más abundan, hay doble precio: un cartel, en inglés y en ruso, anuncia los precios, digamos, ordinarios, que son más o menos los mismos que clavan los italianos en su casa (y yo diría que superiores a los españoles, pero puedo equivocarme); pero luego hay otro cartel, éste solamente en ruso, que reza que hay una rebajita para los ciudadanos rusos. Claro que, de rebajita, nada: los rusos pagan como la tercera parte de lo que nos clavan a los extranjeros, lo cual, por de pronto, toca bastante la moral. La mayoría de los extranjeros no llegan a enterarse de la circunstancia, porque ya digo que el cartel que pone de manifiesto el asuntillo sólo está en ruso; pero a los que controlamos el ruso no nos engañan, y no nos mola nada.
¿Qué hacer ante esta circunstancia? ¡Por supuesto que hay que evitarla! ¿Qué españoles seríamos, si nos sometiéramos sin decir ni mu? ¿No nació la picaresca en España? ¿No son españoles el Lazarillo, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, el Buscón don Pablos y Eduardo Zaplana?
No, no, hay que ser dignos de estos próceres, y yo voy a dar unos consejos para evitar la entrada recargada destinada a los extranjeros.
Protestar y montar un pollo sirve a veces, pero pocas y únicamente con taquilleras pusilánimes y apocadas, que quizá en algún museíllo de poca monta de Moscú o en alguna capital de provincia alejada puedan encontrarse, pero no en San Petersburgo. En San Petersburgo, las taquilleras se las ven a diario con turistas de todo pelaje y están endurecidas hasta extremos insospechados, llegando a su límite en la atracción turística principal, el Ermitage. Allí se reúne lo más granado del gremio de taquilleras, auténticos detectores de guiris camuflados dispuestos a desplumarlos sin piedad, precisamente allí donde la clavada al turista es mayor. Estas mujeres no se achantan ni ante el más pendenciero de los turistas.
No, lo de protestar no funciona. Lo más adecuado, si uno no se quiere rascar el bolsillo, es camuflarse de ruso y engañar a las taquilleras, lo cual requiere modular dos vertientes principales: el aspecto físico y el acento adecuado. En la siguiente entrada nos ocuparemos de perfilar estos aspectos.
Pero hay una pega algo mosqueante, que son los precios. No porque la entrada a los sitios cueste un ojo de la cara, sino por el agravio comparativo que supone el sistema de doble precio. Sí, señor. En cualquier lugar cultural ruso, y es en San Petersburgo donde más abundan, hay doble precio: un cartel, en inglés y en ruso, anuncia los precios, digamos, ordinarios, que son más o menos los mismos que clavan los italianos en su casa (y yo diría que superiores a los españoles, pero puedo equivocarme); pero luego hay otro cartel, éste solamente en ruso, que reza que hay una rebajita para los ciudadanos rusos. Claro que, de rebajita, nada: los rusos pagan como la tercera parte de lo que nos clavan a los extranjeros, lo cual, por de pronto, toca bastante la moral. La mayoría de los extranjeros no llegan a enterarse de la circunstancia, porque ya digo que el cartel que pone de manifiesto el asuntillo sólo está en ruso; pero a los que controlamos el ruso no nos engañan, y no nos mola nada.
¿Qué hacer ante esta circunstancia? ¡Por supuesto que hay que evitarla! ¿Qué españoles seríamos, si nos sometiéramos sin decir ni mu? ¿No nació la picaresca en España? ¿No son españoles el Lazarillo, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, el Buscón don Pablos y Eduardo Zaplana?
No, no, hay que ser dignos de estos próceres, y yo voy a dar unos consejos para evitar la entrada recargada destinada a los extranjeros.
Protestar y montar un pollo sirve a veces, pero pocas y únicamente con taquilleras pusilánimes y apocadas, que quizá en algún museíllo de poca monta de Moscú o en alguna capital de provincia alejada puedan encontrarse, pero no en San Petersburgo. En San Petersburgo, las taquilleras se las ven a diario con turistas de todo pelaje y están endurecidas hasta extremos insospechados, llegando a su límite en la atracción turística principal, el Ermitage. Allí se reúne lo más granado del gremio de taquilleras, auténticos detectores de guiris camuflados dispuestos a desplumarlos sin piedad, precisamente allí donde la clavada al turista es mayor. Estas mujeres no se achantan ni ante el más pendenciero de los turistas.
No, lo de protestar no funciona. Lo más adecuado, si uno no se quiere rascar el bolsillo, es camuflarse de ruso y engañar a las taquilleras, lo cual requiere modular dos vertientes principales: el aspecto físico y el acento adecuado. En la siguiente entrada nos ocuparemos de perfilar estos aspectos.
miércoles, 3 de octubre de 2007
Pluriempleados
Los de la entrada del otro día eran taxistas a tiempo completo, pero en San Petersburgo, al igual que en Moscú, abundan también los taxistas a tiempo parcial.
Caminábamos por la isla Vasilievsky con ganas de ir al centro y sin ganas de hacerlo en la maraña de marshrutka, metro atestado o autobús destartalado, cuando a nuestro lado sonó una voz.
- ¿Les llevo?
La voz era de un individuo de algo más de cincuenta años o poco menos de sesenta, delgado, con bigote canoso y al volante de un Volga negro de jerifalte soviético que olía a coche oficial por los cuatro costados.
- ¿Por cuánto al centro, por la avenida Nevsky?
Ajustamos el precio según los cánones vistos y subimos al coche. El conductor era un fiera. No había raya continúa digna de respeto para él, ni señal de dirección prohibida que mereciera observación. Se le veía la costumbre de la impunidad y la seguridad de la carrocería impenetrable del Volga.
- ¿Y habrá mucho atasco hoy? - le pregunté.
- A la venida no lo había - dijo mientras se incorporaba de manera suicida al Bolshoy prospekt y de un Mazda que tuvo que frenar salía un bocinazo y un berrido. Nuestro conductor se limitó a hacer un gesto de desprecio con la mano.
- Qué gente, ¿eh? No tienen respeto a los Volgas -bromeé. Y al conductor le pareció bien, porque se rio un poco y ya comenzó a contar cosas.
- Éste es un coche oficial. A mí no me cuesta nada mantenerlo. Es el Estado quien lo hace.
- ¿Sí?
- Sí. Es un coche de la Fiscalía.
"Vaya, vaya... ya voy entendiendo esta forma de conducir."
- Sí -prosiguió nuestro conductor-. A mi jefe le da lo mismo. Con tal de que lo lleve al trabajo por la mañana, lo que haga el resto del día le da igual.
Para eludir atascos, según dijo, se metió en dirección prohibida por Petrogradskaya storoná, en medio de una nube de bocinazos y gritos poco amistosos. No pareció importarle lo más mínimo.
- Él mismo me lo dice: "No te quedes aquí. Ve a ganar dinero." Mañana lo tengo que llevar a Kronstadt, pero el resto del día no le sirvo para nada ¿Y qué voy a hacer? Pues hacer de taxista. Yo fui rico. En 1998 la crisis se me llevó ciento cincuenta mil dólares y hundió el negocio que tenía.
- Fue un mal año, aquél.
- Y, como llegó, se fue.
Cerca del metro de Chernyshevskaya el atasco era serio, pero habíamos eludido el tapón de la avenida Nevsky. Me dejó en la esquina del hotel.
- Si me necesita mañana estaré en el mismo sitio a la misma hora.
- Seguramente nosotros también estaremos allí.
Era un guiño para continuar esa curiosa colaboración en la amplísima economía sumergida rusa. Vista su forma de conducir, quizá continuarla no era lo más prudente, pero es que me había caído bien.
Caminábamos por la isla Vasilievsky con ganas de ir al centro y sin ganas de hacerlo en la maraña de marshrutka, metro atestado o autobús destartalado, cuando a nuestro lado sonó una voz.
- ¿Les llevo?
La voz era de un individuo de algo más de cincuenta años o poco menos de sesenta, delgado, con bigote canoso y al volante de un Volga negro de jerifalte soviético que olía a coche oficial por los cuatro costados.
- ¿Por cuánto al centro, por la avenida Nevsky?
Ajustamos el precio según los cánones vistos y subimos al coche. El conductor era un fiera. No había raya continúa digna de respeto para él, ni señal de dirección prohibida que mereciera observación. Se le veía la costumbre de la impunidad y la seguridad de la carrocería impenetrable del Volga.
- ¿Y habrá mucho atasco hoy? - le pregunté.
- A la venida no lo había - dijo mientras se incorporaba de manera suicida al Bolshoy prospekt y de un Mazda que tuvo que frenar salía un bocinazo y un berrido. Nuestro conductor se limitó a hacer un gesto de desprecio con la mano.
- Qué gente, ¿eh? No tienen respeto a los Volgas -bromeé. Y al conductor le pareció bien, porque se rio un poco y ya comenzó a contar cosas.
- Éste es un coche oficial. A mí no me cuesta nada mantenerlo. Es el Estado quien lo hace.
- ¿Sí?
- Sí. Es un coche de la Fiscalía.
"Vaya, vaya... ya voy entendiendo esta forma de conducir."
- Sí -prosiguió nuestro conductor-. A mi jefe le da lo mismo. Con tal de que lo lleve al trabajo por la mañana, lo que haga el resto del día le da igual.
Para eludir atascos, según dijo, se metió en dirección prohibida por Petrogradskaya storoná, en medio de una nube de bocinazos y gritos poco amistosos. No pareció importarle lo más mínimo.
- Él mismo me lo dice: "No te quedes aquí. Ve a ganar dinero." Mañana lo tengo que llevar a Kronstadt, pero el resto del día no le sirvo para nada ¿Y qué voy a hacer? Pues hacer de taxista. Yo fui rico. En 1998 la crisis se me llevó ciento cincuenta mil dólares y hundió el negocio que tenía.
- Fue un mal año, aquél.
- Y, como llegó, se fue.
Cerca del metro de Chernyshevskaya el atasco era serio, pero habíamos eludido el tapón de la avenida Nevsky. Me dejó en la esquina del hotel.
- Si me necesita mañana estaré en el mismo sitio a la misma hora.
- Seguramente nosotros también estaremos allí.
Era un guiño para continuar esa curiosa colaboración en la amplísima economía sumergida rusa. Vista su forma de conducir, quizá continuarla no era lo más prudente, pero es que me había caído bien.
lunes, 1 de octubre de 2007
La iglesia oculta (III): tercer intento.
Antes de seguir con las aventurillas por San Petersburgo, y puesto que estoy varado en casa con un trancazo de espanto que me he traído de allí (en fin de semana, por supuesto, maldición), voy a acabar la serie de la iglesita de marras, que ya sabéis que no me gusta, aunque pueda parecer lo contrario, dejar las cosas a medias.
A la tercera fue la vencida. Hace un par de meses, Ame y yo nos plantamos en el caminillo de unos cien metros de longitud que horada el territorio de la destartalada fábrica "Dinamo" y avanzamos entre los paneles de cemento hasta la iglesia que tanto se me resistía.
La iglesia fue fundada con ocasión de la batalla de Kulikovo, la primera gran victoria de los rusos sobre los tártaros, en 1380. Según las crónicas, bajo sus cimientos están sepultados los cuerpos de muchos guerreros destacados que murieron en dicha batalla. Después de la revolución bolchevique fue cerrada, como casi todas las iglesias, pero a ésta le tocó, además, convertirse en sede de uno de los talleres de la fábrica de motores "Dinamo", que desde luego no es la mejor forma de conservar un edificio antiguo. En principio, la idea era echar la iglesia abajo, pero los prácticos dirigentes de aquel entonces pensaron que las paredes del templo eran bien sólidas y que podían aprovecharlo. Los "adornitos" interiores (iconostasio, puertas, iconos...) fueron vendidos a peso o repartidos por algún museo.
En esto, se acercaba 1980, sexto centenario de la batalla de Kulikovo. A un grupo de artistas y otras personalidades se les ocurrió que habría que celebrar el evento y consiguieron interesar en el proyecto nada menos que al entonces presidente del Consejo de Ministros de la URSS, Kosygin. Cuando alguien metido tan arriba interviene, las cosas funcionan aprisa y corriendo, así que la fábrica de motores sufrió alguna alteración en su estructura y tuvo que trasladar uno de sus talleres a otro lugar, mientras se creaba a través de ella un estrecho pasillo que permitía acceder al templo de la Natividad de la Virgen.
Primero lo convirtieron en parte del museo histórico. Después los aniversarios se sucedieron y, en 1988, llegó el milenario de la cristianización de Rusia, en el curso del cual se canonizó a Demetrio Donskoy, el príncipe que dirigía a los rusos en Kulikovo. Y, en 1989, el templo fue devuelto a la iglesia.
Actualmente, la impresión que da el conjunto es algo surrealista. El templo, restaurado concienzudamente, está rodeado completamente por la decaída fábrica de motores, con sus edificios roñosos y su maquinaria oxidada. Ciertamente, para llegar hay que proponérselo, y no es extraño que nos costara tres intentos el conseguirlo.
Por cierto que la festividad de la Natividad de la Virgen fue hace muy poco, y eso me lleva a una conversación que tuve con la mujer de la limpieza (mucho más "mujer" que "de la limpieza") de mi oficina, sobre rencillas interconfesionales a propósito de Nuestra Señora. Pero eso será otro día, que hoy ya hay bastante rollo para empezar el mes.