Pablo I es mi emperador favorito. Así, como suena. Y eso que las pasó canutas a lo largo de toda su vida. Su padre, cuando él tenía siete años, fue asesinado por orden de su madre, un bicho alemán despótico e impúdico que ha pasado a la historia con el nombre de Catalina II y que pasó ampliamente de su hijo durante toda su vida. No es extraño que éste le tomara cierta ojeriza a la madre, hasta el punto de que, cuando le sucedió en 1796, suspendiera casi todo lo que aquélla había comenzado. Pablo I reinó cinco años, buena parte de cuyos días pasó preocupado por las conspiraciones de palacio y vigilando que no le fuera a pasar algo parecido a lo de su padre. A pesar de todas las precauciones, el 10 de marzo de 1801 fue asesinado a golpes por un grupo de conjurados entre los que estaba implicado su hijo mayor, que al día siguiente se convirtió en Alejandro I. Vamos, que su vida familiar fue un desastre.
Y, sin embargo, es mi emperador favorito: todo un caballero, de gustos mucho más elegantes que su barroca y "ostentórea" madre (Pavlovsk, su palacio, es un auténtico primor), un ejemplar padre de familia (aunque su hijo mayor, como se ve, se las traía) y el más católico de todos los ortodoxos, hasta el punto de que se convirtió en Gran Maestre de una orden tan católica como la de Malta y de que durante su reinado se empezó a construir la catedral de Kazán, que, como se ve claramente, es una réplica en miniatura de San Pedro en Roma y tiene poco que ver con los templos ortodoxos de cúpula cebolleta de toda la vida. Cierto es que estas inclinaciones ecuménicas no contribuyeron a granjearle simpatías entre la población, ni menos entre el clero. Y, claro, así le fue.
Pues me dirigía precisamente al lugar en que fue asesinado, el castillo de Ingenieros, con ánimo de pagar la entrada rusa. Como he dicho en la entrada anterior, iba razonablemente desaliñado, pero no había previsto las necesarias gafas de montura de pasta. Tengo unas con montura de hierro oxidado y cristales de ésos que se oscurecen cuando hace sol, que están pasadísimas de moda, pero que dan el pego estupendamente; mas me las dejé, así que iba a tener que fiarme de que mi pronunciación fuera lo suficientemente buena para despistar a los cancerberos del castillo.
Quiso la suerte que aquel día me levantara con un trancazo terrible, la voz deshecha, toses frecuentes y varias décimas de fiebre. Mi camino hasta el palacio de Ingenieros fue un viacrucis que acabó de estropear lo que quedaba de mí, pero valió la pena por la majestuosidad del patio interior del mismo, que me hizo olvidar todos mis males (a la salida los volvería a recordar).
Me acerqué a la caja, donde estaba claramente escrito el precio de la entrada: trescientos rublazos... que, según un letrero en ruso, y sólo en ruso, se convertían en cien si eres ciudadano ruso. Di unas cuantas toses, simulé estar aún más afónico de lo que ya estaba y, con un hilillo de voz, dije las palabras mágicas:
- Дайте, пожалуйста, один билет! (Deme una entrada, por favor)
Y deposité exactamente cien rublos en el mostrador. Esto es importante: siempre hay que dar el importe exacto, para no dar ideas a las taquilleras.
En esta ocasión coló perfectamente: me dio la entrada, y luego sólo tuve que irla mostrando a las sucesivas vigilantes en las distintas salas del museo, siempre tosiendo visiblemente al acercarme y hablando sólo con un hilillo de voz afónico. La víspera, a última hora de la tarde, había tenido el mismo éxito en el cementerio de Tikhvin, en la lavra de Alejandro Nevsky, y con anterioridad, en otros viajes, había también pasado por ruso en el palacio Mijailovsky y en Pavlovsk.
El próximo viaje a San Petersburgo tengo que intentar el doctorado en camuflaje autóctono: si consigo pagar como ruso en el Ermitage, con sus taquilleras inquisitivas y con un ojo de lince inigualable para detectar extranjeros, habré llegado a las mayores cotas del arte.
Estoy seguro de que a Pablo I no le importaría: al fin y al cabo, a sus súbditos nunca les ha caído demasiado bien, mientras que en mí tiene un admirador ferviente.
Ese es mi Soldado Fanfarrón, que arte, por Dios, que forma, que clase, que, que queeee... Sin palabras me he queedado, jejeje...
ResponderEliminarEspero que ya te hayas mejorado del trancazo.
Besitosssss
Esther, hasta superar el Ermitage no se tiene el doctorado. La próxima vez que vaya a San Píter (que ya será, uf, la decimoséptima) será objetivo prioritario. Y ya se sabe que los trancazos se pueden disimular.
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