A pesar del drástico descenso en el ritmo de publicación de entradas en esta mi bitácora, hay un par de situaciones al año que no se pasan nunca por alto. Una es el aniversario de la primera publicación. Cumplido el décimo aniversario, no tengo muy claro si mis arrestos me darán para llegar mucho más lejos, pero, mientras quede aliento, aquí estamos.
La segunda es la felicitación de Navidad, que no hay tampoco año que falte. Esta vez me ha tocado pasarla en la Valencia de mis entretelas, en lugar del Madrid mesetario. Una Valencia que, a diferencia de lo que es habitual, nos ha recibido empapada después de una gota fría absolutamente insólita en esta época del año. Y en Bruselas sin llover...
En fin, que feliz Navidad a los lectores que todavía se asomen por aquí, con mis mejores deseos. En el tintero se me quedan numerosos temas que abordar y que dan fe de la calamidad de país que es Bélgica. Uno se pregunta cómo es posible que sigan existiendo, después de las cosas que uno tiene que experimentar en la vida diaria y que me están llevando a un entrenamiento extraordinario de paciencia y resignación cristianas, más propias de Cuaresma que de Navidad. Si no fuera porque el espacio Schengen y la supresión de visados han obligado a los belgas a no meter demasiado el dedo en el ojo de quienes, extranjeros, vivimos aquí, diría que en Rusia se vivía más tranquilo siendo guiri. Pero no. De Rusia se podrán echar de menos cosas, pero las colas en los aeropuertos, los controles de pasaporte o la necesidad de estar pendiente del visado no están entre ellas.
Me gustaría hacer buenos propósitos con respecto a la frecuencia de publicación de entradas en la bitácora, que está de capa caída y no hay más culpable que yo mismo, pero prefiero no hacerlo. Uno hace lo que puede, pero el día tiene veinticuatro horas y ni una más, y sabe Dios que, si quiero dormir siete de ellas, no me queda gran cosa para dedicar a la escritura desenfadada que uso por aquí. Porque mi día a día también implica escribir, una y otra vez, pero no precisamente de forma desenfadada ni en castellano, sino todo tipo de escritos serios y sesudos, en un francés jurídico ceñudo y antipático, con abundantes citas de sentencias de este o aquel tribunal y con la pretensión de tener razón y ojito con quien se atreva a discutirlo. En comparación con esto, escibir en la bitácora es un alivio para los dedos, y es lástima que no pueda hacerlo más a menudo, pero uno tiene que ganarse los garbanzos, y luego es cuando se puede dedicar a filosofar. Así y todo, no pierdo la esperanza de filosofar un poco más el año que viene. Dios dirá.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
sábado, 24 de diciembre de 2016
martes, 20 de diciembre de 2016
Intensidad
Llevaba varios lustros sin aprender un idioma nuevo desde cero, y la verdad es que, a pesar de que la experiencia es un grado, encontrarse en una situación de orfandad lingüística cuando uno está acostumbrado a chapurrear lo que sea con mayor o menos acierto no es plato de gusto.
De repente, uno pasa de estar ufano hablando con fluidez a tartamudear, buscar las palabras con desesperación y apoyarse en otra lengua (el alemán, en este caso, para enfado de la profesora) para conseguir hacerse entender. De repente, uno pasa a no poder utilizar más que el presente de indicativo, porque los demás tiempos sospecha cómo pueden formarse, pero formalmente no los ha dado. De repente, uno pasa de tener conversaciones sesudas sobre temas trascendentes, a hablar del tiempo que hace y de cuál es su país (Ik ben uit Spanje. Ik ben spaniaard), y nada más porque no hay manera.
A todo esto, la profesora pone el grito en el cielo cada vez que alguno de los que dominamos el alemán nos confundimos y soltamos un "ich" en lugar del obligatorio "ik", o "haben" en lugar de "hebben", y así varias más. Todo son actividades de conversación, en las que nos divide por grupos y en el que, después de sudar tinta para comunicar las poquitas cosas que nos da con las doscientas palabras y tres estructuras de las que disponemos, miramos a nuestro alrededor y seguimos hablando en francés, inglés o alemán (y en un caso incluso en ruso, sí).
A medida que avanzan las semanas, y más concretamente en la tercera, ya nos soltamos un poquito más. Ejercicios y más ejercicios han tenido la virtud de hacernos soltar la lengua un poquito. Recuerdo en mi tiempos del colegio que había quien antes de los exámenes orales de alemán se acercaba al bar de la esquina a hacerse una casalleta y despegarse así la lengua. Aprobó, pero no sé si recomendar el sistema.
Aquí, lo más difícil es hacerse a la idea que debemos comunicarnos en una lengua en la que nos cuesta mucho decir algo que tenga un mínimo sentido, cuando podríamos decir casi cualquier cosa en otras lenguas, pero, una vez nos acostumbramos a balbucear con dificultad y nos resignamos a abandonar el inglés, el francés o, más que nada, el alemán, idioma especialmente proscrito, pues ya sólo nos queda seguir hacia delante.
Al final, el curso lo pasé con buena nota, y se supone que puedo pasar a segundo nivel. La verdad es que, desde que terminé el curso, el neerlandés lo he usado más o menos lo mismo que antes, que es muy poquito más que prácticamente nada, salvo para pasar a Flandes y tratar de caer bien con un par de frases, porque es evidente que comunicarse en francés por allí no está muy bien visto, incluso en municipios que están en esa estrecha franja que queda encajada entre la región de Bruselas y la de Valonia y que están rodeados de francofonía, y no sólo rodeados, sino con una quinta columna francófona que fatalmente se hace más y más numerosa.
Pero, así y todo, lo del neerlandés parece una buena idea, y no dudo que voy a continuar tomando clases en el poco tiempo que me deja el resto de mis ocupaciones y que, como es evidente, han tenido un impacto brutal sobre la frecuencia de publicación de entradas en esta bitácora de mis pecados. Pero, el otro día, fui a un supermercado en Alsenberg, que está cerca de Bruselas, pero que no es Bruselas, y el cajero que me atendió resultó ser un armario pelirrojo con unos brazos que parecían piernas y tatuados de muñeca a hombro, y un aspecto taciturno y antipático que ríete de Guillermo el Estatúder. Inmerso en mis pensamientos, se me escapó un 'bonjour' y, como era el cliente, aún recibí un 'goedemorgen' como respuesta, porque, de no haberlo sido, quizá mis buenos deseos para con su día no me hubieran servido para evitar un bufido.
Así que sí, va a ser que el neerlandés es un idioma importante, al menos, para mantener la paz en el mundo. En mi mundo, por lo menos.
De repente, uno pasa de estar ufano hablando con fluidez a tartamudear, buscar las palabras con desesperación y apoyarse en otra lengua (el alemán, en este caso, para enfado de la profesora) para conseguir hacerse entender. De repente, uno pasa a no poder utilizar más que el presente de indicativo, porque los demás tiempos sospecha cómo pueden formarse, pero formalmente no los ha dado. De repente, uno pasa de tener conversaciones sesudas sobre temas trascendentes, a hablar del tiempo que hace y de cuál es su país (Ik ben uit Spanje. Ik ben spaniaard), y nada más porque no hay manera.
A todo esto, la profesora pone el grito en el cielo cada vez que alguno de los que dominamos el alemán nos confundimos y soltamos un "ich" en lugar del obligatorio "ik", o "haben" en lugar de "hebben", y así varias más. Todo son actividades de conversación, en las que nos divide por grupos y en el que, después de sudar tinta para comunicar las poquitas cosas que nos da con las doscientas palabras y tres estructuras de las que disponemos, miramos a nuestro alrededor y seguimos hablando en francés, inglés o alemán (y en un caso incluso en ruso, sí).
A medida que avanzan las semanas, y más concretamente en la tercera, ya nos soltamos un poquito más. Ejercicios y más ejercicios han tenido la virtud de hacernos soltar la lengua un poquito. Recuerdo en mi tiempos del colegio que había quien antes de los exámenes orales de alemán se acercaba al bar de la esquina a hacerse una casalleta y despegarse así la lengua. Aprobó, pero no sé si recomendar el sistema.
Aquí, lo más difícil es hacerse a la idea que debemos comunicarnos en una lengua en la que nos cuesta mucho decir algo que tenga un mínimo sentido, cuando podríamos decir casi cualquier cosa en otras lenguas, pero, una vez nos acostumbramos a balbucear con dificultad y nos resignamos a abandonar el inglés, el francés o, más que nada, el alemán, idioma especialmente proscrito, pues ya sólo nos queda seguir hacia delante.
Al final, el curso lo pasé con buena nota, y se supone que puedo pasar a segundo nivel. La verdad es que, desde que terminé el curso, el neerlandés lo he usado más o menos lo mismo que antes, que es muy poquito más que prácticamente nada, salvo para pasar a Flandes y tratar de caer bien con un par de frases, porque es evidente que comunicarse en francés por allí no está muy bien visto, incluso en municipios que están en esa estrecha franja que queda encajada entre la región de Bruselas y la de Valonia y que están rodeados de francofonía, y no sólo rodeados, sino con una quinta columna francófona que fatalmente se hace más y más numerosa.
Pero, así y todo, lo del neerlandés parece una buena idea, y no dudo que voy a continuar tomando clases en el poco tiempo que me deja el resto de mis ocupaciones y que, como es evidente, han tenido un impacto brutal sobre la frecuencia de publicación de entradas en esta bitácora de mis pecados. Pero, el otro día, fui a un supermercado en Alsenberg, que está cerca de Bruselas, pero que no es Bruselas, y el cajero que me atendió resultó ser un armario pelirrojo con unos brazos que parecían piernas y tatuados de muñeca a hombro, y un aspecto taciturno y antipático que ríete de Guillermo el Estatúder. Inmerso en mis pensamientos, se me escapó un 'bonjour' y, como era el cliente, aún recibí un 'goedemorgen' como respuesta, porque, de no haberlo sido, quizá mis buenos deseos para con su día no me hubieran servido para evitar un bufido.
Así que sí, va a ser que el neerlandés es un idioma importante, al menos, para mantener la paz en el mundo. En mi mundo, por lo menos.
viernes, 11 de noviembre de 2016
El curso de neerlandés
Este verano pasado, pues, decidí dar un paso más en mi integración en este bendito país que me acoge y me apunté a un curso de neerlandés. No voy a entrar en charcos sobre si el flamenco y el holandés son o no la misma cosa, o si son diferentes dialectos de una lengua común llamada neerlandés, o si son dos lenguas distintas. Líbreme Dios, que ya tengo bastante de estas controversias en casa como para apuntarme a las de fuera. Sean lo que sean, lo cierto es que se escriben igual y a nadie se le ha ocurrido establecer ortografías separadas, así que para leerlo, que al final de lo que se trata, porque hablarlo perfectamente no parece tarea para mañana, ni para pasado mañana, ya basta. Por otra parte es evidente, incluso para un novato como yo, que hay cosas que no se pronuncian igual, y palabras que son distintas, tanto entre los Países Bajos y Flandes, como dentro de Flandes, donde no es lo mismo lo que se habla en Amberes y la jerga incomprensible de Cortrique u Ostende. Digamos que a mí me toca el estándar flamenco, sea eso lo que sea, y me tocará suavizar las ges y perder las costumbres de mi anterior intento de aprender neerlandés. Pero de ése hace más de veinte años.
La primera pregunta es ¿por qué?, y es una pregunta bien pertinente. En Bruselas, ciudad teóricamente bilingüe, pero básicamente francófona, el neerlandés es una lengua perfectamente prescindible, salvo que pretendas trabajar de cara al público o en una administración pública. Los guiris que trabajamos aquí en asuntos que implican múltiples países no solemos trabajar en neerlandés salvo contadísimas excepciones, y yo no soy una de ellas.
Pero, si pones un pie fuera de los límites de la región de Bruselas y de sus diecinueve municipios, la cosa cambia. Hay unos cuantos municipios, y entre ellos están los que rodean Uccle, en que el francés es más hablado que el neerlandés, claramente, pero todo lo oficial está en neerlandés, desde los nombres de las calles hasta los tablones de anuncios. Los municipios dan facilidades lingüísticas a quienes no hablan en neerlandés, pero se diría que es algo que hacen a regañadientes y que dejarán de hacer a poco que la cuerda se estire un poco más.
Al entrar en clase, ya se vio claro quiénes eran mis compañeros de curso. Aparte de algún friki multilingüistico, que ya va por lo menos por su sexta lengua (sí, vale, estoy en ese grupo, pero no estoy solo), la mayoría de los participantes son guiris que habitan en algún municipio de Flandes y necesitan comunicarse en neerlandés o morir en el intento, además de alguna extranjera (rusa, por más señas) con novio flamenco o directamente holandés que quiere enterarse de lo que se cuenta el susodicho novio cuando conversa con sus amigotes o con sus padres. Y también hay alguna belga, bruselense de pura cepa, que ya no cumplirá los cincuenta y que finalmente ha decidido desempolvar las nociones de neerlandés que en su día le dieron en el colegio y que ha olvidado casi por completo. O sin casi.
Como en prácticamente todos los cursos de idiomas, el predominio femenino es total: de los catorce alumnos, once son mujeres. Los otros tres somos un italiano que trabaja en Bruselas, sí, pero vive en Overijse y más le vale enterarse de las cartas que le envía el ayuntamiento; nos acompaña un norirlandés que entra perfectamente en la categoría de friki lingüístico, además de que, de hecho, trabaja de traductor, y yo mismo, que reconozco entrar holgadamente en la misma categoría.
Finalmente, toca hablar de la profesora, que vive y trabaja en Lovaina la Nueva, una ciudad universitaria que simboliza como pocas las rencillas lingüísticas de este país, que llegaron al punto de escindir la Universidad Católica de Lovaina, la más antigua y prestigiosa de Bélgica, por diferencias irreconciliables entre sus secciones francófona y neerlandófona. Nuestra profesora ha acabado en una ciudad muy francófona, como en Lovaina de Nueva, pero enseñando neerlandés, porque una cosa es el hecho de que los francófonos no quieran hablar neerlandés, y otra muy distinta lo que sucede al darse cuenta de que, si no hablas neerlandés, lo tienes crudo para trabajar en Bélgica, por muy bueno que seas. Nuestra profesora, además de su neerlandes materno, habla francés e inglés, y nos riñe cuando se da cuenta de que los que hablamos alemán mezclamos palabras alemanas cuando no nos salen las propias del neerlandés, que son muchas veces, porque, no lo olvidemos, somos principiantes.
Y hasta aquí los participantes. En las próximas entradas veremos el desarrollo del curso.
La primera pregunta es ¿por qué?, y es una pregunta bien pertinente. En Bruselas, ciudad teóricamente bilingüe, pero básicamente francófona, el neerlandés es una lengua perfectamente prescindible, salvo que pretendas trabajar de cara al público o en una administración pública. Los guiris que trabajamos aquí en asuntos que implican múltiples países no solemos trabajar en neerlandés salvo contadísimas excepciones, y yo no soy una de ellas.
Pero, si pones un pie fuera de los límites de la región de Bruselas y de sus diecinueve municipios, la cosa cambia. Hay unos cuantos municipios, y entre ellos están los que rodean Uccle, en que el francés es más hablado que el neerlandés, claramente, pero todo lo oficial está en neerlandés, desde los nombres de las calles hasta los tablones de anuncios. Los municipios dan facilidades lingüísticas a quienes no hablan en neerlandés, pero se diría que es algo que hacen a regañadientes y que dejarán de hacer a poco que la cuerda se estire un poco más.
Al entrar en clase, ya se vio claro quiénes eran mis compañeros de curso. Aparte de algún friki multilingüistico, que ya va por lo menos por su sexta lengua (sí, vale, estoy en ese grupo, pero no estoy solo), la mayoría de los participantes son guiris que habitan en algún municipio de Flandes y necesitan comunicarse en neerlandés o morir en el intento, además de alguna extranjera (rusa, por más señas) con novio flamenco o directamente holandés que quiere enterarse de lo que se cuenta el susodicho novio cuando conversa con sus amigotes o con sus padres. Y también hay alguna belga, bruselense de pura cepa, que ya no cumplirá los cincuenta y que finalmente ha decidido desempolvar las nociones de neerlandés que en su día le dieron en el colegio y que ha olvidado casi por completo. O sin casi.
Como en prácticamente todos los cursos de idiomas, el predominio femenino es total: de los catorce alumnos, once son mujeres. Los otros tres somos un italiano que trabaja en Bruselas, sí, pero vive en Overijse y más le vale enterarse de las cartas que le envía el ayuntamiento; nos acompaña un norirlandés que entra perfectamente en la categoría de friki lingüístico, además de que, de hecho, trabaja de traductor, y yo mismo, que reconozco entrar holgadamente en la misma categoría.
Finalmente, toca hablar de la profesora, que vive y trabaja en Lovaina la Nueva, una ciudad universitaria que simboliza como pocas las rencillas lingüísticas de este país, que llegaron al punto de escindir la Universidad Católica de Lovaina, la más antigua y prestigiosa de Bélgica, por diferencias irreconciliables entre sus secciones francófona y neerlandófona. Nuestra profesora ha acabado en una ciudad muy francófona, como en Lovaina de Nueva, pero enseñando neerlandés, porque una cosa es el hecho de que los francófonos no quieran hablar neerlandés, y otra muy distinta lo que sucede al darse cuenta de que, si no hablas neerlandés, lo tienes crudo para trabajar en Bélgica, por muy bueno que seas. Nuestra profesora, además de su neerlandes materno, habla francés e inglés, y nos riñe cuando se da cuenta de que los que hablamos alemán mezclamos palabras alemanas cuando no nos salen las propias del neerlandés, que son muchas veces, porque, no lo olvidemos, somos principiantes.
Y hasta aquí los participantes. En las próximas entradas veremos el desarrollo del curso.
domingo, 30 de octubre de 2016
Sesentocracia
Los españoles tenemos todavía un regusto del complejo de inferioridad en el que nos han sumido los dos últimos siglos de decadencia, y a veces imploramos la comprensión del extranjero para con nuestras miserias. No de otra manera interpreto yo, por ejemplo, la pregunta que con harta frecuencia se me hace desde España: Y, por allí, ¿qué se cuenta de lo que nos está pasando? Últimamente se referían al hecho de no ser capaces de darnos un gobierno 'de verdad', en lugar del apaño provisional con el que estábamos saliendo del paso; otras veces han sido distintas situaciones que a quienes me preguntaban les parecían causa de vergüenza para España y los españoles.
La primera respuesta es, posiblemente, decepcionante, porque en Bélgica de los hasta ahora mismo vanos intentos de formar gobierno en España no se dice ni mu, y es normal que así sea, porque Bélgica está lejísimos de ser un ejemplo a seguir, y porque los diez meses que en España llevamos, no sin gobierno, sino con el gobierno en funciones, son una marca que Bélgica superó de largo no hace tanto tiempo.
Pero es que, además, en España nos debemos creer que, puesto que la información internacional ocupa un lugar tan importante en cualquier medio de información español, en los demás países la situación debe ser parecida. Pues no es así. En los demás países, se ocupan en primer lugar de sus asuntos, y sólo después de la información internacional a pie de página, y aun dentro de la información internacional, en el extranjero se ocupan de las grandes potencias, no como en España, donde se nos informa con detalle de las vicisitudes del gobierno camboyano, sin ir más lejos (porque apenas se puede, vale) o se hace un seguimiento del referéndum colombiano como si nos fuera la vida y la hacienda en ello.
Con todos los respetos hacia Colombia, e incluso hacia Camboya, lo que pase por allí se sigue en esos países, en los vecinos, y en los sitios acomplejados como España, en que no parece sino que estemos buscando algún lugar más decadente para consolarnos con su compañía. En Rusia, por ejemplo, la información es interna, y luego hablan un poquito de los países ex-soviéticos y de Alemania, Francia y, sobre todo, Estados Unidos. Y en Bélgica se escribe de política interna, que es muy complicada, como lo es el propio país, que está de psiquiatra, y luego de las potencias que lo rodean: Francia (sobre todo), Alemania (potencia invasora habitual) y Reino Unido. Y, claro, de Rusia y mucho más de Estados Unidos.
De España no se habla ni tantico. Y eso que apenas se encuentra un belga que no haya estado en España de turisteo, pero lo que pueda pasar por nuestro país les trae más o menos sin cuidado, igual que a los ingleses que colonizan nuestras costas y no hay forma de hacerles pronunciar dos frases seguidas en castellano, que lo que pase en España les trae sin cuidado, pero a los que tiene en vilo su propio país y su intención de cortar la libre circulación de personas en la Unión Europea que quieren abandonar.
Todo esto para relatar que nuestra crisis política y el hecho de que los partidos con posibilidades de hacerse un hueco sean cuatro en lugar de dos carece de importancia más allá de los Pirineos. Cuento con que en Portugal sí que le den algo más de importancia, pero sólo porque somos sus vecinos y no tienen otros, los pobres.
Lo que pasa en España, sin embargo, yo sí que lo he ido siguiendo desde la distancia o, cuando he pasado por allí, a pie de calle. A mí me parece que lo que ha sucedido y el triunfo final de Rajoy a la hora de hacerse con el gobierno es el último éxito de la generación de sesentones que ocupó el poder (entonces, claro, no eran sesentones, sino unos jovenzuelos) cuando falleció Franco.
Aquella generación, encabezada por el anterior jefe del Estado (que ya no es Franco, sino su sucesor a título de rey), se lo montó por todo lo alto a costa de endeudar a sus hijos, y hasta a sus nietos y bisnietos. Cuando murió Franco, España tenía un gasto público bastante modesto y una administración de pequeño tamaño y pocos medios. Barata, aunque lógicamente no muy eficaz. El sistema de protección social era bastante precario y se apoyaba fuertemente en la familia y en la Iglesia. Los impuestos directos se pagaban de vez en cuando y el sector público industrial era bastante potente, y tomado en su conjunto generaba beneficios. Pocos, pero beneficios. Eso sí, los que llegaban a viejos tenían pensiones de supervivencia y poco más y más valía que contaran con la ayuda de sus descendientes, que por supuesto se la daban, porque llevar a los padres de uno al asilo era la mayor de las vergüenzas, y causa de que a uno lo señalaran con el dedo por la calle si llegaba a conocerse semejante afrenta a las canas.
La generación que tomó el poder, cuyo representante más típico, aparte del jefe del Estado, es Felipe González, puso todo aquel sistema patas arriba. Una reforma fiscal radical y una administración de Hacienda modernizada y eficiente pusieron a disposición del poder una cantidad ingente de medios económicos. El equipo económico de González, formado por tres personas de su misma generación (Solchaga, Boyer y Borrell), quedó cegado por el éxito. El caso es que el sector público español se multiplicó en poquísimo tiempo, y la administración pública tragó a todo recién licenciado vía oposición (a veces con más plazas que candidatos) y a todo simpatizante a través de interinajes diversos que invariablemente terminaban con la plaza en propiedad. Esto pasó en la administración central, en la autonómica, en la local, en las universidades y en la empresa pública. La generación de la transición quedó colocada, a la vez que España se dotaba de una administración mucho más cara, pero obviamente mucho mejor en términos absolutos. El problema del sector público español es que España sólo lo puede pagar bajo circunstancias excepcionales de crecimiento económico y de ingresos fiscales, como pasó entre 1998 y 2007, aproximadamente, pero no en condiciones normales... que son las que hubo entre 1993 y 1998 y como las que hay ahora. En esas circunstancia, la única forma de pagar el monstruo que da de comer a los sesentones que nos han estado gobernando es endeudarse más y más. 'Lo prometido es deuda', rezaba un eslogan publicitario de los últimos setenta y primeros ochenta. Yo era un niño, educado en un ambiente -por desgracia- endeudado y que, por tanto, tenía un fortísimo rechazo hacia las deudas (como saben los que me sufren, conservó ese rechazo corregido y aumentado) y ese eslogan me parecía directamente perverso.
A los supersesentones que nos han estado gobernando, la deuda no les preocupa. Al fin y al cabo, no es su problema. Los que estaban en el poder se han hecho ricos, comenzando por el entonces jefe del Estado, lo que les ha dado para pagarse caprichos y amantes y asegurarse la vejez. Que para ello hayan hipotecado a los que hemos venido detrás es una consecuencia más o menos lamentable. De hecho, les han engañado con todo un tipo de, como ellos dicen, 'avances sociales', en plan de divorcio, aborto, ideología de género, uniones homosexuales y todo tipo de engañifas para disimular que lo que en realidad estaba pasando es que unos jetas estaban esquilmando el país impunemente. Una generación, hoy con los sesenta y los setenta años cumplidos, compuesta por gente como Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez, Felipe González, Alfonso Guerra y su hermano, Jordi Pujol, Rubalcaba, Rodrigo Rato, Álvarez Cascos, Solchaga, Barrionuevo, Roldán, Vera, Aznar, Chaves, Zaplana o Rajoy, entre otros muchísimos que me dejo.
Todos ellos han afectado odiarse mutuamente mientras se llenaba los bolsillos con el dinero que pagarán nuestros hijos. Pareció que, al llegar Zapatero al poder, iban a dejar paso a los siguientes, pero no: en cuanto Zapatero se desmandó demasiado, le pusieron al lado, primero a Solbes y luego a Rubalcaba, representantes de la misma generación de siempre, para poner coto a sus desmanes.
La primera señal de que las cosas estaban cambiando la dio el jefe del Estado. Con la vida solucionada, y ya no para muchos trotes, Juan Carlos de Borbón dejó paso a su sucesor, que pertenece a una generación intermedia (la mía, por cierto) que peina canas taponada por la generación anterior, mientras los que vienen por detrás, los Sánchez, Ribera e Iglesias, les adelantan por la derecha y por la izquierda.
El último representante de la generación anterior es Rajoy, al que acompaña en el gobierno su ministro de Asuntos Exteriores, también de la misma colla. En las últimas dos elecciones ya estuvo rodeado en los debates por gente unos cuantos lustros más joven, y el peligro de perder poder ha sido real.
Yo interpreto lo que ha sucedido entre los sociatas de acuerdo con la lucha intergeneracional en la que estamos. Para derribar a Sánchez, que apenas supera los cuarenta e incluso aparenta menos, qué desfachatez, ha salido de su retiro la principal figura de la generación de la transición, Felipe González, asistido por su vieja guardia, para poner las cosas en su sitio de una manera sin precedentes. De momento, les ha salido bien, pero no sé si volverá a ocurrir.
Lo digo porque parece que en el Congreso, en los debates de investidura, el sociata que han tenido que poner de portavoz a falta de representantes de la generación de los patriarcas, al parecer, ha dicho que van a proponer la regulación de la eutanasia.
La primera respuesta es, posiblemente, decepcionante, porque en Bélgica de los hasta ahora mismo vanos intentos de formar gobierno en España no se dice ni mu, y es normal que así sea, porque Bélgica está lejísimos de ser un ejemplo a seguir, y porque los diez meses que en España llevamos, no sin gobierno, sino con el gobierno en funciones, son una marca que Bélgica superó de largo no hace tanto tiempo.
Pero es que, además, en España nos debemos creer que, puesto que la información internacional ocupa un lugar tan importante en cualquier medio de información español, en los demás países la situación debe ser parecida. Pues no es así. En los demás países, se ocupan en primer lugar de sus asuntos, y sólo después de la información internacional a pie de página, y aun dentro de la información internacional, en el extranjero se ocupan de las grandes potencias, no como en España, donde se nos informa con detalle de las vicisitudes del gobierno camboyano, sin ir más lejos (porque apenas se puede, vale) o se hace un seguimiento del referéndum colombiano como si nos fuera la vida y la hacienda en ello.
Con todos los respetos hacia Colombia, e incluso hacia Camboya, lo que pase por allí se sigue en esos países, en los vecinos, y en los sitios acomplejados como España, en que no parece sino que estemos buscando algún lugar más decadente para consolarnos con su compañía. En Rusia, por ejemplo, la información es interna, y luego hablan un poquito de los países ex-soviéticos y de Alemania, Francia y, sobre todo, Estados Unidos. Y en Bélgica se escribe de política interna, que es muy complicada, como lo es el propio país, que está de psiquiatra, y luego de las potencias que lo rodean: Francia (sobre todo), Alemania (potencia invasora habitual) y Reino Unido. Y, claro, de Rusia y mucho más de Estados Unidos.
De España no se habla ni tantico. Y eso que apenas se encuentra un belga que no haya estado en España de turisteo, pero lo que pueda pasar por nuestro país les trae más o menos sin cuidado, igual que a los ingleses que colonizan nuestras costas y no hay forma de hacerles pronunciar dos frases seguidas en castellano, que lo que pase en España les trae sin cuidado, pero a los que tiene en vilo su propio país y su intención de cortar la libre circulación de personas en la Unión Europea que quieren abandonar.
Todo esto para relatar que nuestra crisis política y el hecho de que los partidos con posibilidades de hacerse un hueco sean cuatro en lugar de dos carece de importancia más allá de los Pirineos. Cuento con que en Portugal sí que le den algo más de importancia, pero sólo porque somos sus vecinos y no tienen otros, los pobres.
Lo que pasa en España, sin embargo, yo sí que lo he ido siguiendo desde la distancia o, cuando he pasado por allí, a pie de calle. A mí me parece que lo que ha sucedido y el triunfo final de Rajoy a la hora de hacerse con el gobierno es el último éxito de la generación de sesentones que ocupó el poder (entonces, claro, no eran sesentones, sino unos jovenzuelos) cuando falleció Franco.
Aquella generación, encabezada por el anterior jefe del Estado (que ya no es Franco, sino su sucesor a título de rey), se lo montó por todo lo alto a costa de endeudar a sus hijos, y hasta a sus nietos y bisnietos. Cuando murió Franco, España tenía un gasto público bastante modesto y una administración de pequeño tamaño y pocos medios. Barata, aunque lógicamente no muy eficaz. El sistema de protección social era bastante precario y se apoyaba fuertemente en la familia y en la Iglesia. Los impuestos directos se pagaban de vez en cuando y el sector público industrial era bastante potente, y tomado en su conjunto generaba beneficios. Pocos, pero beneficios. Eso sí, los que llegaban a viejos tenían pensiones de supervivencia y poco más y más valía que contaran con la ayuda de sus descendientes, que por supuesto se la daban, porque llevar a los padres de uno al asilo era la mayor de las vergüenzas, y causa de que a uno lo señalaran con el dedo por la calle si llegaba a conocerse semejante afrenta a las canas.
La generación que tomó el poder, cuyo representante más típico, aparte del jefe del Estado, es Felipe González, puso todo aquel sistema patas arriba. Una reforma fiscal radical y una administración de Hacienda modernizada y eficiente pusieron a disposición del poder una cantidad ingente de medios económicos. El equipo económico de González, formado por tres personas de su misma generación (Solchaga, Boyer y Borrell), quedó cegado por el éxito. El caso es que el sector público español se multiplicó en poquísimo tiempo, y la administración pública tragó a todo recién licenciado vía oposición (a veces con más plazas que candidatos) y a todo simpatizante a través de interinajes diversos que invariablemente terminaban con la plaza en propiedad. Esto pasó en la administración central, en la autonómica, en la local, en las universidades y en la empresa pública. La generación de la transición quedó colocada, a la vez que España se dotaba de una administración mucho más cara, pero obviamente mucho mejor en términos absolutos. El problema del sector público español es que España sólo lo puede pagar bajo circunstancias excepcionales de crecimiento económico y de ingresos fiscales, como pasó entre 1998 y 2007, aproximadamente, pero no en condiciones normales... que son las que hubo entre 1993 y 1998 y como las que hay ahora. En esas circunstancia, la única forma de pagar el monstruo que da de comer a los sesentones que nos han estado gobernando es endeudarse más y más. 'Lo prometido es deuda', rezaba un eslogan publicitario de los últimos setenta y primeros ochenta. Yo era un niño, educado en un ambiente -por desgracia- endeudado y que, por tanto, tenía un fortísimo rechazo hacia las deudas (como saben los que me sufren, conservó ese rechazo corregido y aumentado) y ese eslogan me parecía directamente perverso.
A los supersesentones que nos han estado gobernando, la deuda no les preocupa. Al fin y al cabo, no es su problema. Los que estaban en el poder se han hecho ricos, comenzando por el entonces jefe del Estado, lo que les ha dado para pagarse caprichos y amantes y asegurarse la vejez. Que para ello hayan hipotecado a los que hemos venido detrás es una consecuencia más o menos lamentable. De hecho, les han engañado con todo un tipo de, como ellos dicen, 'avances sociales', en plan de divorcio, aborto, ideología de género, uniones homosexuales y todo tipo de engañifas para disimular que lo que en realidad estaba pasando es que unos jetas estaban esquilmando el país impunemente. Una generación, hoy con los sesenta y los setenta años cumplidos, compuesta por gente como Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez, Felipe González, Alfonso Guerra y su hermano, Jordi Pujol, Rubalcaba, Rodrigo Rato, Álvarez Cascos, Solchaga, Barrionuevo, Roldán, Vera, Aznar, Chaves, Zaplana o Rajoy, entre otros muchísimos que me dejo.
Todos ellos han afectado odiarse mutuamente mientras se llenaba los bolsillos con el dinero que pagarán nuestros hijos. Pareció que, al llegar Zapatero al poder, iban a dejar paso a los siguientes, pero no: en cuanto Zapatero se desmandó demasiado, le pusieron al lado, primero a Solbes y luego a Rubalcaba, representantes de la misma generación de siempre, para poner coto a sus desmanes.
La primera señal de que las cosas estaban cambiando la dio el jefe del Estado. Con la vida solucionada, y ya no para muchos trotes, Juan Carlos de Borbón dejó paso a su sucesor, que pertenece a una generación intermedia (la mía, por cierto) que peina canas taponada por la generación anterior, mientras los que vienen por detrás, los Sánchez, Ribera e Iglesias, les adelantan por la derecha y por la izquierda.
El último representante de la generación anterior es Rajoy, al que acompaña en el gobierno su ministro de Asuntos Exteriores, también de la misma colla. En las últimas dos elecciones ya estuvo rodeado en los debates por gente unos cuantos lustros más joven, y el peligro de perder poder ha sido real.
Yo interpreto lo que ha sucedido entre los sociatas de acuerdo con la lucha intergeneracional en la que estamos. Para derribar a Sánchez, que apenas supera los cuarenta e incluso aparenta menos, qué desfachatez, ha salido de su retiro la principal figura de la generación de la transición, Felipe González, asistido por su vieja guardia, para poner las cosas en su sitio de una manera sin precedentes. De momento, les ha salido bien, pero no sé si volverá a ocurrir.
Lo digo porque parece que en el Congreso, en los debates de investidura, el sociata que han tenido que poner de portavoz a falta de representantes de la generación de los patriarcas, al parecer, ha dicho que van a proponer la regulación de la eutanasia.
viernes, 30 de septiembre de 2016
Brocantes
La palabreja no la había oído jamás hasta mi llegada a este bendito país que me acoge. Une 'brocante' no es sino un rastro o mercadillo donde se venden (y, por lo visto, también se compran) todo tipo de trastos que yo considero totalmente inútiles, pero que a alguien le parecen lo suficientemente atractivos como para incorporarlos a su propiedad.
Los belgas, en general, tienen bastante sitio en casa. Bélgica es un país de una extensión reducida y de una densidad de población muy elevada, pero el terreno está razonablemente dividido entre los habitantes y, así, todo el mundo sale a bastante espacio, no como en Moscú, que estábamos todos apretujados. Es raro que haya belgas sin un sótano bien espacioso, y aun los relativamente pocos que viven en pisos suelen disponer de un trastero que les permite guardar todo tipo de cosas en desuso. No es extraño, pues, que tengan cosas, supongo que por si la guerra. Y es que, pensarán ellos, nunca se sabe cuándo los alemanes van a volver por sus fueros y se van a desmandar otra vez.
En el año largo en que estuvimos visitando casas para acabar comprando una, pudimos ver algunos agujeros ejemplares. Recuerdo una, ocupada por un hombre separado abandonado tanto por su mujer, como por sus hijos, que ya se habían hecho mayores. Evidentemente, la casa se le caía encima, pero es que además se había echado novia y había decidido hacer vida nueva y romper con todo lo anterior, casa incluida. La casa estaba habitable, aunque no nos gustó lo suficiente como para hacer una oferta por ella, pero el sótano era un lugar insondable que daba grima ver, atestado de objetos inclasificables.
Así vimos varios lugares. He de decir que, en lo tocante a sótanos, nosotros estábamos lejos de ser un ejemplo a seguir. Ya en Moscú, en que teníamos la enorme fortuna de vivir en una casa con sótano y trastero, algo insólito, los llenamos hasta los topes, y trajimos a Bruselas, con la mudanza, cachivaches de todo tipo, que habíamos ido transportando por las diversas viviendas que fuimos ocupando en Rusia y que fueron cayendo en desuso. La mudanza desde Moscú ocupó el doble del volumen que hubiera podido tener, y menos mal que ésa nos la pagaron.
De hecho, durante los dos años y pico que ocupamos nuestra primera vivienda en Bruselas, antes de comprar esta casa en la que escribo, mi obsesión estuvo consistiendo en reducir el volumen de la próxima mudanza (ésa no nos la pagaban). No había manera. Todos los objetos, hasta los más inútiles, tenían un valor sentimental para alguien, así que la reducción del volumen fue bastante limitada, y muchos bultos nos han seguido hasta aquí y a saber el tiempo que se quedarán con nosotros.
No está en mi cultura, pero eso los belgas lo solucionan a base de brocantes. Aquí cabe distinguir entre los mercadillos, que ocupan durante los fines de semanas las plazas de Bruselas, y las brocantes, más esporádicas. Mercado, o mercadillo, son palabras que pueden llamar a engaño a un español. Yo, por ejemplo, me figuro como mercadillo al que hay en mi pueblo, o los que hay en Valencia en Músico Ayllón o en Convento Jerusalén, con un alto porcentaje de gitanos, y mucho menor de payos, entre los vendedores, anunciando el género a voz en grito, con regateos y policías municipales dando vueltas por allí, por si acaso. Ya, ya sé que, además, están los rastros, donde uno se encuentra dependientes muy formales que exponen los fines de semana el género que también venden en su tienda el resto de la semana, pero no es lo primero que se me viene a la cabeza.
En Bruselas, no.
En Bruselas los vendedores no son gitanos, o no lo parecen, y tampoco creo que haya muchos por aquí. Pueden ser magrebíes más que proporcionalmente, pero también hay otros extranjeros de Europa Occidental, y también muchos belgas ¿Y por qué hay tantos belgas? Porque desde niños les acostumbran a las brocantes y no les importa pasarse días de pie vendiendo lo que tienen a mano.
Una brocante es, pues, un mercadillo ad-hoc, y cada vecindario que se precie tiene la suya. Un buen día (sí, más vale que sea bueno) un organizador pide los permisos correspondientes al municipio, y ya sabe que puede cortar la calle que le convenga. A continuación, se anuncia la brocante como es debido y ¡hala! la gente empieza a apuntarse para vender sus cosas y sacarse unas perras vaciando el trastero.
Lo primero que hay que hacer es pagar al organizador por el derecho a ocupar nueve metros cuadrados, o así, de espacio público. Luego, el día D, uno extiende su chiriguito y a vender. He visto desde sitios muy organizados con lonas y mesas, hasta el más básico de lienzo por el suelo, como un vulgar mantero.
El caso es que las brocantes proliferan enormemente, y en ellas se venden trastos que yo no querría ni regalados, pero que a los belgas les chiflan. Lo que para mí es un cachivache infecto de nula utilidad, para muchos belgas es un objeto 'vintage' de altísimo valor, y la prueba es que no sólo hay mercadillos y brocantes, sino muchísimas tiendas dedicadas a muebles y objetos viejos y de dudosísimo gusto, pero que supongo que la gente compra. Basta darse un garbeo por Marolles, entre Jeu de Balle y Chapelle, para ver tiendas a cual más curiosa.
Sí. Los belgas no tiran nada, o prácticamente nada, y aun eso con gran dolor de su corazón. Y en eso son de admirar y me traen algunos pensamientos a la cabeza, pero escribiré sobre ellos otros día, porque hoy se hace tarde.
Los belgas, en general, tienen bastante sitio en casa. Bélgica es un país de una extensión reducida y de una densidad de población muy elevada, pero el terreno está razonablemente dividido entre los habitantes y, así, todo el mundo sale a bastante espacio, no como en Moscú, que estábamos todos apretujados. Es raro que haya belgas sin un sótano bien espacioso, y aun los relativamente pocos que viven en pisos suelen disponer de un trastero que les permite guardar todo tipo de cosas en desuso. No es extraño, pues, que tengan cosas, supongo que por si la guerra. Y es que, pensarán ellos, nunca se sabe cuándo los alemanes van a volver por sus fueros y se van a desmandar otra vez.
En el año largo en que estuvimos visitando casas para acabar comprando una, pudimos ver algunos agujeros ejemplares. Recuerdo una, ocupada por un hombre separado abandonado tanto por su mujer, como por sus hijos, que ya se habían hecho mayores. Evidentemente, la casa se le caía encima, pero es que además se había echado novia y había decidido hacer vida nueva y romper con todo lo anterior, casa incluida. La casa estaba habitable, aunque no nos gustó lo suficiente como para hacer una oferta por ella, pero el sótano era un lugar insondable que daba grima ver, atestado de objetos inclasificables.
Así vimos varios lugares. He de decir que, en lo tocante a sótanos, nosotros estábamos lejos de ser un ejemplo a seguir. Ya en Moscú, en que teníamos la enorme fortuna de vivir en una casa con sótano y trastero, algo insólito, los llenamos hasta los topes, y trajimos a Bruselas, con la mudanza, cachivaches de todo tipo, que habíamos ido transportando por las diversas viviendas que fuimos ocupando en Rusia y que fueron cayendo en desuso. La mudanza desde Moscú ocupó el doble del volumen que hubiera podido tener, y menos mal que ésa nos la pagaron.
De hecho, durante los dos años y pico que ocupamos nuestra primera vivienda en Bruselas, antes de comprar esta casa en la que escribo, mi obsesión estuvo consistiendo en reducir el volumen de la próxima mudanza (ésa no nos la pagaban). No había manera. Todos los objetos, hasta los más inútiles, tenían un valor sentimental para alguien, así que la reducción del volumen fue bastante limitada, y muchos bultos nos han seguido hasta aquí y a saber el tiempo que se quedarán con nosotros.
No está en mi cultura, pero eso los belgas lo solucionan a base de brocantes. Aquí cabe distinguir entre los mercadillos, que ocupan durante los fines de semanas las plazas de Bruselas, y las brocantes, más esporádicas. Mercado, o mercadillo, son palabras que pueden llamar a engaño a un español. Yo, por ejemplo, me figuro como mercadillo al que hay en mi pueblo, o los que hay en Valencia en Músico Ayllón o en Convento Jerusalén, con un alto porcentaje de gitanos, y mucho menor de payos, entre los vendedores, anunciando el género a voz en grito, con regateos y policías municipales dando vueltas por allí, por si acaso. Ya, ya sé que, además, están los rastros, donde uno se encuentra dependientes muy formales que exponen los fines de semana el género que también venden en su tienda el resto de la semana, pero no es lo primero que se me viene a la cabeza.
En Bruselas, no.
En Bruselas los vendedores no son gitanos, o no lo parecen, y tampoco creo que haya muchos por aquí. Pueden ser magrebíes más que proporcionalmente, pero también hay otros extranjeros de Europa Occidental, y también muchos belgas ¿Y por qué hay tantos belgas? Porque desde niños les acostumbran a las brocantes y no les importa pasarse días de pie vendiendo lo que tienen a mano.
Una brocante es, pues, un mercadillo ad-hoc, y cada vecindario que se precie tiene la suya. Un buen día (sí, más vale que sea bueno) un organizador pide los permisos correspondientes al municipio, y ya sabe que puede cortar la calle que le convenga. A continuación, se anuncia la brocante como es debido y ¡hala! la gente empieza a apuntarse para vender sus cosas y sacarse unas perras vaciando el trastero.
Lo primero que hay que hacer es pagar al organizador por el derecho a ocupar nueve metros cuadrados, o así, de espacio público. Luego, el día D, uno extiende su chiriguito y a vender. He visto desde sitios muy organizados con lonas y mesas, hasta el más básico de lienzo por el suelo, como un vulgar mantero.
El caso es que las brocantes proliferan enormemente, y en ellas se venden trastos que yo no querría ni regalados, pero que a los belgas les chiflan. Lo que para mí es un cachivache infecto de nula utilidad, para muchos belgas es un objeto 'vintage' de altísimo valor, y la prueba es que no sólo hay mercadillos y brocantes, sino muchísimas tiendas dedicadas a muebles y objetos viejos y de dudosísimo gusto, pero que supongo que la gente compra. Basta darse un garbeo por Marolles, entre Jeu de Balle y Chapelle, para ver tiendas a cual más curiosa.
Sí. Los belgas no tiran nada, o prácticamente nada, y aun eso con gran dolor de su corazón. Y en eso son de admirar y me traen algunos pensamientos a la cabeza, pero escribiré sobre ellos otros día, porque hoy se hace tarde.
viernes, 23 de septiembre de 2016
Primera parte: respondiendo
El lenguaje políticamente correcto, que infesta todos los medios de comunicación públicos, y fatalmente también los privados, como esta misma bitácora, no deja de asomar la patita por donde puede. Por ejemplo, hay una palabra que, desde hace varias décadas, vende muchísimo, que es 'democracia'. Todo el mundo, pero todo, quiere ser demócrata y ser investido de poder por el pueblo, y por nadie más. Los nacionalistas de extrema derecha se quieren demócratas, los comunistas, en realidad, o en su realidad, eran democracias populares, como el PP también es popular, y el propio Franco, paradigma español del antidemócrata, hizo llamar a su propio régimen, muy finamente, 'democracia orgánica'.
Quiero decir con esto que la palabra está gastadísima y ya lo quiere decir todo, o nada, pero todo el mundo tiene muchísimo miedo de quedarse sin ella, y no hay peor insulto en estos tiempos modernos que ser llamado antidemócrata, o fascista, que debe ser el sinónimo más en boga. El propio Zhirinovski, que no tiene fama de tolerante, ha llamado a su partido liberal y demócrata, cosa que, curiosamente, no ha hecho ninguno de los otros tres partidos que pueblan la Duma. Ser demócrata hoy es como ser católico en la España del siglo XVI, ¡ay del que no lo sea!, porque será excluido de la vida pública y se convertirá en un paria.
Pero una cosa es que el que no llore no mame, como denunciaba Beloemigrant el mes pasado, y otra muy diferente que la democracia partitocrática sea el único sistema que permita llorar. El llanto no depende más que de las libertades de expresión y reunión, y ésas han existido en todos los regímenes no directamente totalitarios, con tal de que se respetasen los valores mínimos de cada momento histórico. Igual que hoy hay que respetar, quieras que no, los que hay ahora.
Que protestar y llorar ha ocurrido siempre lo demuestran los innumerables motines del Antiguo Régimen. Sin salir de España, y sin necesidad de citar el 2 de mayo, otro día escribiré sobre el motín de Esquilache, de 1766, en pleno despotismo ilustrado poco democrático (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), que, aunque parezca naftalinoso y antiguo, podría ser el día menos pensado de actualidad de lo más rabiosa, sin ir más lejos en un país como Bélgica.
Y sí, el que no llora, no mama. Aquí y en China.
Quiero decir con esto que la palabra está gastadísima y ya lo quiere decir todo, o nada, pero todo el mundo tiene muchísimo miedo de quedarse sin ella, y no hay peor insulto en estos tiempos modernos que ser llamado antidemócrata, o fascista, que debe ser el sinónimo más en boga. El propio Zhirinovski, que no tiene fama de tolerante, ha llamado a su partido liberal y demócrata, cosa que, curiosamente, no ha hecho ninguno de los otros tres partidos que pueblan la Duma. Ser demócrata hoy es como ser católico en la España del siglo XVI, ¡ay del que no lo sea!, porque será excluido de la vida pública y se convertirá en un paria.
Pero una cosa es que el que no llore no mame, como denunciaba Beloemigrant el mes pasado, y otra muy diferente que la democracia partitocrática sea el único sistema que permita llorar. El llanto no depende más que de las libertades de expresión y reunión, y ésas han existido en todos los regímenes no directamente totalitarios, con tal de que se respetasen los valores mínimos de cada momento histórico. Igual que hoy hay que respetar, quieras que no, los que hay ahora.
Que protestar y llorar ha ocurrido siempre lo demuestran los innumerables motines del Antiguo Régimen. Sin salir de España, y sin necesidad de citar el 2 de mayo, otro día escribiré sobre el motín de Esquilache, de 1766, en pleno despotismo ilustrado poco democrático (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), que, aunque parezca naftalinoso y antiguo, podría ser el día menos pensado de actualidad de lo más rabiosa, sin ir más lejos en un país como Bélgica.
Y sí, el que no llora, no mama. Aquí y en China.
miércoles, 21 de septiembre de 2016
Programa, programa, programa
En los casi dos meses, o sin el casi, que tengo la bitácora abandonada, he tenido más trabajo que el constructor de la muralla china, me he dejado las pestañas redactando todo tipo de escritos y, aunque de vez en cuando miraba la pantalla principal de la bitácora con nostalgia de cuando tenía ganas de cuidarla y de ir añadiendo entradas al nutrido número de las ya existentes, lo cierto es que no encontraba el momento de escribir algo con un mínimo de sentido y que, si lo hago ahora, es porque estoy tirado en la sala de espera de la estación principal de Luxemburgo, y mi tren no sale hasta dentro de un buen rato, porque el horario ha cambiado, y el que yo pensaba que me debía dejar en Bruselas resulta que no va más allá de Arlón, que me pilla lejos y donde, hoy por hoy, no se me ha perdido nada.
Pero, a fuerza de echarle horas y paciencia, el pico de trabajo que he padecido durante el verano, es decir, entre el 21 de junio y hoy mismo, se ha aplanado lo suficiente como para que ahora no tenga más que leer un par de docenas de informes, cosa que he decidido por unanimidad dejar para mañana. Y me he puesto a escribir en castellano, después de mucho tiempo de no redactar sino en francés e inglés, y coyunturalmente en alemán y en ruso.
Y es lástima que no lo haya podido hacer antes. Para empezar, porque en la última entrada el comentarista Beloemigrant ha dejado unos comentarios que, entretanto, están repletos de telarañas por lo desatendidos. No tengo por costumbre dejar los comentarios sin respuesta, y si lo he hecho esta vez es porque éstos merecen una atención que yo no he podido hasta ahora dedicar más que al trabajo que me permite pagar los garbanzos, así que voy a afrontarlos a la que tenga un buen rato. Este será el trabajo número uno, prometido.
Uno de los motivos por los que he guardado silencio durante tantas semanas tiene mucho que ver con una decisión que tomé cuando aún no sabía lo que me iba a caer encima durante el verano. Pensando, muy al contrario, que durante el verano la carga laboral tiende a reducirse, me apunté a un curso intensivo de neerlandés pagado por mi empleador, que es una organización lo suficientemente grande como para destinar una parte de su presupuesto a que sus esbirros se integren en el país aprendiendo la lengua local. Ha sido toda una experiencia, y de ella deberían salir un par de entradas por lo menos, pero eso será después de que haya respondido los comentarios a los que aludía antes. Lo primero es lo primero.
Bruselas es una ciudad calmada y tirando a muermo, según la fama que arrastra, y no digamos en una zona rabiosamente residencial como es la mía. Pero los belgas, o los bruselenses por lo menos, tienen características muy curiosas a los ojos de un español, y una de ellas es su afición por los trastos y las antiguallas. Ya hace tiempo que tengo entre ceja y ceja escribir sobre las 'brocantes', rastros y mercadillos en general, pero, hasta ahora, no se había dado la ocasión. Lo dejo para después de contar mis cuitas con el neerlandés, pero no para más tarde o, por lo menos, ése es el plan.
Esta bitácora cumplió diez años allá por mayo, tiempo en el cual los tiernos infantes que componían entonces la familia han tenido tiempo de convertirse en unos adolescentes con todas las de la ley. No es de recibo preguntarse si eso es bueno o malo, porque sencillamente es inevitable, pero trae aparejadas cosas como querer salir por ahí, enfrentarse a la autoridad (sobre todo a la paterna) y, también, querer tener siempre la razón en todo. Hace tiempo que no escribo sobre Abi, Ro y Ame (en realidad, hace tiempo que no escribo sobre nada en absoluto), pero ha llegado el momento de romper esa tendencia, sobre todo porque, a poco que me descuide, la mayor se me va a la universidad, y con ello de casa. Eso también dará lugar a alguna entrada, claro; de momento, baste con decir que todo indica a que se va a estudiar a Madrid, con algo de disgusto por su parte, porque, según ella, Madrid es una ciudad muy aburrida donde no hay nada que hacer.
Angelito...
Pero, a fuerza de echarle horas y paciencia, el pico de trabajo que he padecido durante el verano, es decir, entre el 21 de junio y hoy mismo, se ha aplanado lo suficiente como para que ahora no tenga más que leer un par de docenas de informes, cosa que he decidido por unanimidad dejar para mañana. Y me he puesto a escribir en castellano, después de mucho tiempo de no redactar sino en francés e inglés, y coyunturalmente en alemán y en ruso.
Y es lástima que no lo haya podido hacer antes. Para empezar, porque en la última entrada el comentarista Beloemigrant ha dejado unos comentarios que, entretanto, están repletos de telarañas por lo desatendidos. No tengo por costumbre dejar los comentarios sin respuesta, y si lo he hecho esta vez es porque éstos merecen una atención que yo no he podido hasta ahora dedicar más que al trabajo que me permite pagar los garbanzos, así que voy a afrontarlos a la que tenga un buen rato. Este será el trabajo número uno, prometido.
Uno de los motivos por los que he guardado silencio durante tantas semanas tiene mucho que ver con una decisión que tomé cuando aún no sabía lo que me iba a caer encima durante el verano. Pensando, muy al contrario, que durante el verano la carga laboral tiende a reducirse, me apunté a un curso intensivo de neerlandés pagado por mi empleador, que es una organización lo suficientemente grande como para destinar una parte de su presupuesto a que sus esbirros se integren en el país aprendiendo la lengua local. Ha sido toda una experiencia, y de ella deberían salir un par de entradas por lo menos, pero eso será después de que haya respondido los comentarios a los que aludía antes. Lo primero es lo primero.
Bruselas es una ciudad calmada y tirando a muermo, según la fama que arrastra, y no digamos en una zona rabiosamente residencial como es la mía. Pero los belgas, o los bruselenses por lo menos, tienen características muy curiosas a los ojos de un español, y una de ellas es su afición por los trastos y las antiguallas. Ya hace tiempo que tengo entre ceja y ceja escribir sobre las 'brocantes', rastros y mercadillos en general, pero, hasta ahora, no se había dado la ocasión. Lo dejo para después de contar mis cuitas con el neerlandés, pero no para más tarde o, por lo menos, ése es el plan.
Esta bitácora cumplió diez años allá por mayo, tiempo en el cual los tiernos infantes que componían entonces la familia han tenido tiempo de convertirse en unos adolescentes con todas las de la ley. No es de recibo preguntarse si eso es bueno o malo, porque sencillamente es inevitable, pero trae aparejadas cosas como querer salir por ahí, enfrentarse a la autoridad (sobre todo a la paterna) y, también, querer tener siempre la razón en todo. Hace tiempo que no escribo sobre Abi, Ro y Ame (en realidad, hace tiempo que no escribo sobre nada en absoluto), pero ha llegado el momento de romper esa tendencia, sobre todo porque, a poco que me descuide, la mayor se me va a la universidad, y con ello de casa. Eso también dará lugar a alguna entrada, claro; de momento, baste con decir que todo indica a que se va a estudiar a Madrid, con algo de disgusto por su parte, porque, según ella, Madrid es una ciudad muy aburrida donde no hay nada que hacer.
Angelito...
domingo, 31 de julio de 2016
Democracia en Europa
El activista de la entrada del otro día se quejaba de que él TTIP era un peligro para la democracia, y el ciclista, es decir, yo mismo, que pasaba por allí, le espetaba que un tratado comercial no debía ser el peligro que decía.
Para empezar, habría que preguntarse qué cosa es ésa de la democracia a la europea. Se supone que una democracia es un sistema de gobierno en el que manda el pueblo, pero en Europa, y conozco los sistemas políticos de bastantes países, no veo yo que el pueblo mande mucho. Somos demasiados para que el voto de alguien sea relevante.
La democracia tiene posibilidades en entidades políticas pequeñas. En la Grecia clásica, que es donde se inventaron el concepto, tenía su sentido en cada una de las polis, e incluso dentro de ellas no todo el mundo tenía derecho a voto, ni mucho menos. En Atenas, considerada la quintaesencia de la democracia clásica, la gran mayoría de la población eran esclavos o extranjeros. Aristóteles, que no había nacido en Atenas, nunca pudo votar allí y, como tampoco le dejaban tener la propiedad de ningún inmueble, se las vio y se las deseó para abrir su escuela cuando consideró que no estaba de acuerdo con la Academia. Nunca le dieron la ciudadanía. Y en Esparta llegó un momento en que literalmente votaban cuatro gatos, que eran los espartiatas que quedaban: de los periecos e hilotas nadie se acordaba nunca como no fuera para aterrorizarlos.
Los demócratas griegos estarían muy ufanos y presumirían mucho de sus victorias en las guerras médicas, contra un enemigo muy superior, e incluso crerían que su sistema era mejor, pero lo cierto es que, no tantos años después, se los llevó por delante una entidad política no democrática, como era Macedonia. Y luego Roma, que desde luego no era democrática en el sentido actual.
Desde entonces, y hasta el día de hoy, nos debatimos en un dilema irresoluble. Por una parte, mola ser demócrata y que todo el mundo, incluso los activistas contra el TTIP, tengan su parcelita de poder, y eso se consigue sólo en el nivel municipal, mejor cuanto más pequeño sea el municipio. Por otra parte, la realidad es tozuda, y nos muestra, ya desde la Grecia clásica, que el pez grande se come al chico, y las excepciones, como las guerras médicas, son tan increíbles que los relatos sobre ellas son devorados con admiración incluso hoy.
En el Antiguo Régimen, las cosas estaban organizadas con cierto equilibrio. Había una entidad política superior, vale, que era el rey y sus ministros, pero con un peso bastante limitado en la vida del país y un aparato bastante modesto. El peso del sector público formal en el Antiguo Régimen nunca pasó del 10% del PIB y en la mayoría de los sitios tampoco del 5%, los impuestos eran bastante bajos y el rey y sus ministros subvenían a sus necesidades en buena parte con bienes patrimoniales. En las ciudades no vivía apenas nadie, mientras que más del 80% de la población vivía en los pueblos, muchos muy pequeños, y obviamente participaba en la vida municipal, gobernada con instituciones forales ¿Era un sistema democrático? No lo era formalmente, porque, además, en bastantes sitios había limitaciones al poder del municipio, vale, pero tengo la impresión de que la opinión de cada uno contaba mucho más de lo que cuenta hoy, en que el porcentaje se ha invertido y el 80% de la población vive en ciudades donde el voto tiene un valor infinitesimal ya a nivel municipal y donde, por si fuera poco, los municipios no mandan nada, han perdido todos sus bienes comunales y tienen que ir mendigando recursos del Estado y de las Comunidades Autónomas, ese ente intermedio con el que nos quieren hacer creer que la administración se acerca al ciudadano. El sector público pesa la mitad del PIB, o más en algunos sitios, mandan quienes deciden los partidos políticos, unas asociaciones fáciles de manipular por unos pocos, y encima nos quieren hacer creer que esto es democracia.
Añorar el Antiguo Régimen, como hacemos algunos, está muy bien, pero fuerza es reconocer que, como nos recuerda el escudo de Bélgica, la unión hace la fuerza. Podemos partirnos de risa al pensar lo poco que en Bélgica siguen sus propios lemas oficiales, pero, en un mundo globalizado, las unidades políticas pequeñas lo tienen crudo. Los estados pequeñitos, aunque sean ricos como Suiza o Luxemburgo, no pintan nada, y en el consejo de seguridad de la ONU los que tienen derecho de veto son los cinco grandes, y dos de ellos son ahora mucho menos grandes y el día menos pensado se quedan sin veto.
Total, que los estados ven que uno a uno, salvo los tres primos de Zumosol que hay en el mundo, no se comen nada, y se dedican a lo que los cursis llaman integración regional. La Unión Europea es el intento más claro.
El TTIP se enmarca en este ámbito. La peña critica lo de que crea unas garantías para las empresas en caso de cambios legislativos adversos, y esas garantías irían más allá de lo razonable. Con independencia de que efectivamente eso se está negociando y no sabemos qué saldrá de la negociación, lo cierto es que eso ya existe. Existe el CIADI, al que pertenecen los EEUU y todos los países de la UE, menos uno (Polonia), y que protege a las empresas contra los gobiernos de otros países, como bien saben Argentina y Repsol ¿Alguien ha criticado al CIADI por atentar contra la democracia?
Al final, como bien saben en el Reino Unido, se impone la soberanía de cada estado. Antes de que el malhadado TTIP llegue a entrar en vigor, faltan las negociaciones, falta la ratificación por una miríada de Parlamentos, incluyendo el europeo, donde no faltará quien lo vilipendie. Y, aún después de la aprobación, quien considere que es una cuestión lo suficientemente sería siempre puede seguir el ejemplo del Reino Unido y hacer mangas y capirotes del antedicho tratado. Luego se convertirá en un paria internacional poco digno de confianza, pero eso sucede ya con todos aquéllos que no se someten a todo lo que se les dicta, sin necesidad de TTIP, de CIADI ni de zarandajas semejantes.
Así que menos lamentarse por la pérdida de democracia, que ya hace mucho tiempo que se perdió, y más dedicarse a centrar las críticas en lo que de verdad importa. Para algunos será la pérdida de soberanía, para otros el uso de transgénicos, y para otros más simplemente las ganas de fastidiar cualquier cosa que venga de gringolandia, lo cual es perfectamente legítimo, y yo me apunto. Pero que no me vengan con que vamos a perder democracia, por favor, porque de eso sólo queda en alguna aldea, y ni siquiera en mi comunidad de vecinos de Valencia, que domina la vecina del primero, doña Margarita, con mano de hierro y aires dictatoriales que ningún otro vecino se atreve a cuestionar.
Y todos ésos que protestan, podían comenzar por preguntarse si sus pancartas en inglés, en Bruselas, son coherentes con lo que proclaman ¿A que no hay narices para protestar en neerlandés?
Pero eso le toca a la siguiente entrada.
Para empezar, habría que preguntarse qué cosa es ésa de la democracia a la europea. Se supone que una democracia es un sistema de gobierno en el que manda el pueblo, pero en Europa, y conozco los sistemas políticos de bastantes países, no veo yo que el pueblo mande mucho. Somos demasiados para que el voto de alguien sea relevante.
La democracia tiene posibilidades en entidades políticas pequeñas. En la Grecia clásica, que es donde se inventaron el concepto, tenía su sentido en cada una de las polis, e incluso dentro de ellas no todo el mundo tenía derecho a voto, ni mucho menos. En Atenas, considerada la quintaesencia de la democracia clásica, la gran mayoría de la población eran esclavos o extranjeros. Aristóteles, que no había nacido en Atenas, nunca pudo votar allí y, como tampoco le dejaban tener la propiedad de ningún inmueble, se las vio y se las deseó para abrir su escuela cuando consideró que no estaba de acuerdo con la Academia. Nunca le dieron la ciudadanía. Y en Esparta llegó un momento en que literalmente votaban cuatro gatos, que eran los espartiatas que quedaban: de los periecos e hilotas nadie se acordaba nunca como no fuera para aterrorizarlos.
Los demócratas griegos estarían muy ufanos y presumirían mucho de sus victorias en las guerras médicas, contra un enemigo muy superior, e incluso crerían que su sistema era mejor, pero lo cierto es que, no tantos años después, se los llevó por delante una entidad política no democrática, como era Macedonia. Y luego Roma, que desde luego no era democrática en el sentido actual.
Desde entonces, y hasta el día de hoy, nos debatimos en un dilema irresoluble. Por una parte, mola ser demócrata y que todo el mundo, incluso los activistas contra el TTIP, tengan su parcelita de poder, y eso se consigue sólo en el nivel municipal, mejor cuanto más pequeño sea el municipio. Por otra parte, la realidad es tozuda, y nos muestra, ya desde la Grecia clásica, que el pez grande se come al chico, y las excepciones, como las guerras médicas, son tan increíbles que los relatos sobre ellas son devorados con admiración incluso hoy.
En el Antiguo Régimen, las cosas estaban organizadas con cierto equilibrio. Había una entidad política superior, vale, que era el rey y sus ministros, pero con un peso bastante limitado en la vida del país y un aparato bastante modesto. El peso del sector público formal en el Antiguo Régimen nunca pasó del 10% del PIB y en la mayoría de los sitios tampoco del 5%, los impuestos eran bastante bajos y el rey y sus ministros subvenían a sus necesidades en buena parte con bienes patrimoniales. En las ciudades no vivía apenas nadie, mientras que más del 80% de la población vivía en los pueblos, muchos muy pequeños, y obviamente participaba en la vida municipal, gobernada con instituciones forales ¿Era un sistema democrático? No lo era formalmente, porque, además, en bastantes sitios había limitaciones al poder del municipio, vale, pero tengo la impresión de que la opinión de cada uno contaba mucho más de lo que cuenta hoy, en que el porcentaje se ha invertido y el 80% de la población vive en ciudades donde el voto tiene un valor infinitesimal ya a nivel municipal y donde, por si fuera poco, los municipios no mandan nada, han perdido todos sus bienes comunales y tienen que ir mendigando recursos del Estado y de las Comunidades Autónomas, ese ente intermedio con el que nos quieren hacer creer que la administración se acerca al ciudadano. El sector público pesa la mitad del PIB, o más en algunos sitios, mandan quienes deciden los partidos políticos, unas asociaciones fáciles de manipular por unos pocos, y encima nos quieren hacer creer que esto es democracia.
Añorar el Antiguo Régimen, como hacemos algunos, está muy bien, pero fuerza es reconocer que, como nos recuerda el escudo de Bélgica, la unión hace la fuerza. Podemos partirnos de risa al pensar lo poco que en Bélgica siguen sus propios lemas oficiales, pero, en un mundo globalizado, las unidades políticas pequeñas lo tienen crudo. Los estados pequeñitos, aunque sean ricos como Suiza o Luxemburgo, no pintan nada, y en el consejo de seguridad de la ONU los que tienen derecho de veto son los cinco grandes, y dos de ellos son ahora mucho menos grandes y el día menos pensado se quedan sin veto.
Total, que los estados ven que uno a uno, salvo los tres primos de Zumosol que hay en el mundo, no se comen nada, y se dedican a lo que los cursis llaman integración regional. La Unión Europea es el intento más claro.
El TTIP se enmarca en este ámbito. La peña critica lo de que crea unas garantías para las empresas en caso de cambios legislativos adversos, y esas garantías irían más allá de lo razonable. Con independencia de que efectivamente eso se está negociando y no sabemos qué saldrá de la negociación, lo cierto es que eso ya existe. Existe el CIADI, al que pertenecen los EEUU y todos los países de la UE, menos uno (Polonia), y que protege a las empresas contra los gobiernos de otros países, como bien saben Argentina y Repsol ¿Alguien ha criticado al CIADI por atentar contra la democracia?
Al final, como bien saben en el Reino Unido, se impone la soberanía de cada estado. Antes de que el malhadado TTIP llegue a entrar en vigor, faltan las negociaciones, falta la ratificación por una miríada de Parlamentos, incluyendo el europeo, donde no faltará quien lo vilipendie. Y, aún después de la aprobación, quien considere que es una cuestión lo suficientemente sería siempre puede seguir el ejemplo del Reino Unido y hacer mangas y capirotes del antedicho tratado. Luego se convertirá en un paria internacional poco digno de confianza, pero eso sucede ya con todos aquéllos que no se someten a todo lo que se les dicta, sin necesidad de TTIP, de CIADI ni de zarandajas semejantes.
Así que menos lamentarse por la pérdida de democracia, que ya hace mucho tiempo que se perdió, y más dedicarse a centrar las críticas en lo que de verdad importa. Para algunos será la pérdida de soberanía, para otros el uso de transgénicos, y para otros más simplemente las ganas de fastidiar cualquier cosa que venga de gringolandia, lo cual es perfectamente legítimo, y yo me apunto. Pero que no me vengan con que vamos a perder democracia, por favor, porque de eso sólo queda en alguna aldea, y ni siquiera en mi comunidad de vecinos de Valencia, que domina la vecina del primero, doña Margarita, con mano de hierro y aires dictatoriales que ningún otro vecino se atreve a cuestionar.
Y todos ésos que protestan, podían comenzar por preguntarse si sus pancartas en inglés, en Bruselas, son coherentes con lo que proclaman ¿A que no hay narices para protestar en neerlandés?
Pero eso le toca a la siguiente entrada.
miércoles, 13 de julio de 2016
Activistas
En julio, todos los estudiantes belgas ya están de vacaciones y pueden dedicar sus horas a mejorar el mundo. Uno de ellos formaba parte de un grupo ruidoso y faldicorto apostado junto al chausée d'Etterbeek y se dedicaba a abordar a quienes pasaban por allí esgrimiendo pancartas contra la nueva bestia negra de los luchadores por la libertad que en el mundo son: el TTIP, que es básicamente un acuerdo comercial entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América, esos dos emporios capitalistas dedicados, so capa de promover la libertad de comercio, a hacer sufrir al mundo bajo la férula de las grandes corporaciones capitalistofascistas.
El joven en cuestión, que lucía cuatro pelos en guerrilla, a modo de barba y bigote, iba ataviado con un gracioso sombrero, pantalón corto, camiseta multicolor, con una simpática pegatina de un arco iris que debía querer ser un signo de solidaridad con la oprimidad comunidad LGBTI (de momento son cinco letras, más adelante ya veremos). En las manos iba armado, además de con la verdad incontrovertible, con un taco de octavillas antiTTIP y con una pancarta alusiva a la obligación de hacer ruido y a la convicción de que unidos podemos frenar el TTIP y el fascismo.
El joven vio a un ciclista que se acercaba hacia él por el mencionado chaussée d'Etterbeek, seguramente de camino a su trabajo. Un ciclista. Alguien con conciencia medioambiental y que pone su granito de arena para proteger la madre Tierra. Un progresista. Alguien que, por fuerza, debe ser receptivo al mensaje liberador que su grupo se gloriaba en propagar.
El semáforo se puso en rojo, y el ciclista tuvo que detenerse y poner pie a tierra. Nuestro joven se acercó presuroso y abordó al ciclista.
- Buenos días, señor. Estamos protestando contra el TTIP ¿Ha oído usted hablar del TTIP?
El ciclista, un hombre delgado, de rasgos angulosos, y con la cuarentena cumplida de sobra, levantó la cabeza y miró al joven con curiosidad.
- Sí, he oído hablar bastante.
El joven sonrió confiado.
- ¿Podría firmar contra él? Estamos poniendo en marcha una petición para detenerlo.
- ¿Usted está en contra del TTIP?
El joven miró un poco mejor al ciclista, que le hacía una pregunta tan tonta, y tan fácil de responder. Su ropa no era muy llamativa: un sencillo pantalón de tela, una camisa descolorida, un chaleco reflectante bastante venido a menos y zapatillas deportivas.
- Sí, estoy en contra - repuso el joven firmemente.
- ¿Y por qué? - preguntó el ciclsta de inmediato.
El joven balbució, como sorprendido de que hicieran falta motivos para oponerse al TTIP.
- Eh... estoo... porque es un peligro para la democracia - el joven se quedó mirando al ciclista con una sonrisa bobalicona.
El ciclista miró al joven de arriba a abajo, sonrió ampliamente y, puesto que el semáforo se puso en verde, se puso en marcha, diciendo al joven:
- ¿Un tratado comercial es un peligro para la democracia?
El ciclista se alejó, mientras el joven se encogía de hombros y se reunía con sus compañeros (y, sobre todo, con sus compañeras), antes de volver a la carga en busca de otro interlocutor menos preguntón. También es mala suerte, toparse con un ciclista fascista. Un impostor, seguro.
El joven en cuestión, que lucía cuatro pelos en guerrilla, a modo de barba y bigote, iba ataviado con un gracioso sombrero, pantalón corto, camiseta multicolor, con una simpática pegatina de un arco iris que debía querer ser un signo de solidaridad con la oprimidad comunidad LGBTI (de momento son cinco letras, más adelante ya veremos). En las manos iba armado, además de con la verdad incontrovertible, con un taco de octavillas antiTTIP y con una pancarta alusiva a la obligación de hacer ruido y a la convicción de que unidos podemos frenar el TTIP y el fascismo.
El joven vio a un ciclista que se acercaba hacia él por el mencionado chaussée d'Etterbeek, seguramente de camino a su trabajo. Un ciclista. Alguien con conciencia medioambiental y que pone su granito de arena para proteger la madre Tierra. Un progresista. Alguien que, por fuerza, debe ser receptivo al mensaje liberador que su grupo se gloriaba en propagar.
El semáforo se puso en rojo, y el ciclista tuvo que detenerse y poner pie a tierra. Nuestro joven se acercó presuroso y abordó al ciclista.
- Buenos días, señor. Estamos protestando contra el TTIP ¿Ha oído usted hablar del TTIP?
El ciclista, un hombre delgado, de rasgos angulosos, y con la cuarentena cumplida de sobra, levantó la cabeza y miró al joven con curiosidad.
- Sí, he oído hablar bastante.
El joven sonrió confiado.
- ¿Podría firmar contra él? Estamos poniendo en marcha una petición para detenerlo.
- ¿Usted está en contra del TTIP?
El joven miró un poco mejor al ciclista, que le hacía una pregunta tan tonta, y tan fácil de responder. Su ropa no era muy llamativa: un sencillo pantalón de tela, una camisa descolorida, un chaleco reflectante bastante venido a menos y zapatillas deportivas.
- Sí, estoy en contra - repuso el joven firmemente.
- ¿Y por qué? - preguntó el ciclsta de inmediato.
El joven balbució, como sorprendido de que hicieran falta motivos para oponerse al TTIP.
- Eh... estoo... porque es un peligro para la democracia - el joven se quedó mirando al ciclista con una sonrisa bobalicona.
El ciclista miró al joven de arriba a abajo, sonrió ampliamente y, puesto que el semáforo se puso en verde, se puso en marcha, diciendo al joven:
- ¿Un tratado comercial es un peligro para la democracia?
El ciclista se alejó, mientras el joven se encogía de hombros y se reunía con sus compañeros (y, sobre todo, con sus compañeras), antes de volver a la carga en busca de otro interlocutor menos preguntón. También es mala suerte, toparse con un ciclista fascista. Un impostor, seguro.
lunes, 11 de julio de 2016
Nadie dijo que fuera sencillo ser valenciano
Ser valenciano fuera de Valencia se está convirtiendo en algo bastante inconfesable en los últimos tiempos. No es que nunca haya sido fácil estar orgulloso de ser valenciano, o por lo menos poderlo mencionar sin desdoro de la opinión que tengan de uno, pero desde hace bastante meses la cosa está resultando especialmente molesta.
Yo, en Bruselas, conozco muy poquitos valencianos y no tengo trato habitual con ninguno. Mi entorno español más cercano está más bien compuesto de madrileños y catalanes, y a algunos de éstos últimos, cuando se van a casa de vacaciones o de fin de semana, no sabes si preguntarles si van a España o qué, por no tener claro de qué pie cojean.
Lo que sí está claro es que, en cuanto conoces a algún español nuevo, y acaba por salir que eres valenciano, cosa que jamás negaré, ya te miran raro.
- Pues menuda está cayendo por allí...
La frasecita de marras era típica del año pasado, cuando los peperos salieron del gobierno regional, y del municipal del cap i casal del Regne, y entró en ellos una amalgama abigarrada de un partido, una coalición y un tercer partido asambleario que los apoya un poco más apartado y que últimamente está coaligado con la coalición. No es fácil explicar semejante galimatías ni siquiera a los compatriotas españolas que viven y se mojan en esta ciudad, Bruselas de mi corazón, en la que llueve a diario varias veces. Si ya Podemos les ha pillado con el pie cambiado y no entendían mucho de qué iba antes de su irrupción, no hablemos de las peculiaridades regionales valencianas, con su Bloc, sus escisiones de Esquerra Unida del Pais Valencià, y esa coalición Compromís que es más compleja que la personalidad de un judío antisemita.
Ese español bruselense, normalmente, y por mucho que conozca el percal, se ha quedado con que la antigua alcaldesa de la ciudad de Valencia, además de diputada autonómica, y hoy senadora en representación de nuestra autonomía por gracia del dedazo de su partido, tiene dificultades judiciales, con que la mayoría de su equipo de gobierno comparte esos problemas en mayor o menor medida, lo que ha dejado esquilmado el grupo municipal pepero.
Y esto es lo que viene a demostrar que, una vez más, Valencia no sólo tiene pésima prensa, sino que es víctima propiciatoria de cualquier prejuicio, hasta el punto de que nadie se corta a la hora de arrojar la primera piedra, como si los demás estuvieran sin pecado. Y, ¿cómo que están sin pecado? ¿Acaso algún madrileño va a tener el rostro de asegurar sin lugar a dudas que ha habido más corrupción en Valencia de la que hay en Madrid? Pues lo tienen, como si Granados, Marjaliza o el marido de Ana Mato y ésta misma se alimentasen exclusivamente de paella y horchata y las tapaderas que se montaron fueran comisiones falleras.
¿Y los catalanes? Pues sí, también los catalanes le miran a uno con cierta conmiseración, como compadeciendo al pobre valenciano que tiene que sufrir que lo esquilmen los políticos que él mismo ha elegido. Y lo dicen con tal superioridad que nadie diría que Pujol y su amplísima familia, a cual más creso a fuerza de desfalcar por doquier, les han estado gobernando varios lustros, y si no están en la cárcel es porque la situación enrarecida que ellos mismos han provocado les da bastante margen de maniobra.
Entendámonos. No tengo ninguna simpatía por los desaprensivos que nos han estado gobernando a los valencianos hasta el año pasado, pero desaprensivos de la misma o peor calaña han estado gobernando en otros sitios, y sin embargo parece que no haya habido más corrupción que en Valencia, y que al hablar de corrupción sólo se mira hacia Valencia como ejemplo paradigmático de madriguera de políticos vivalavirgen.
Lo cual es fundamentalmente injusto, porque Valencia es mucho más que todo eso y, si no fuera por nuestro acendrado meninfotisme, seríamos la vanguardia del mundo mundial. Pero, de momento, lo que me toca es hacer acopio de meninfotisme y adoptar una actitud indiferente cuando alguien pone a caldo a mi Valencia.
Eso sí, con esa actitud, nunca saldremos de pobres.
Yo, en Bruselas, conozco muy poquitos valencianos y no tengo trato habitual con ninguno. Mi entorno español más cercano está más bien compuesto de madrileños y catalanes, y a algunos de éstos últimos, cuando se van a casa de vacaciones o de fin de semana, no sabes si preguntarles si van a España o qué, por no tener claro de qué pie cojean.
Lo que sí está claro es que, en cuanto conoces a algún español nuevo, y acaba por salir que eres valenciano, cosa que jamás negaré, ya te miran raro.
- Pues menuda está cayendo por allí...
La frasecita de marras era típica del año pasado, cuando los peperos salieron del gobierno regional, y del municipal del cap i casal del Regne, y entró en ellos una amalgama abigarrada de un partido, una coalición y un tercer partido asambleario que los apoya un poco más apartado y que últimamente está coaligado con la coalición. No es fácil explicar semejante galimatías ni siquiera a los compatriotas españolas que viven y se mojan en esta ciudad, Bruselas de mi corazón, en la que llueve a diario varias veces. Si ya Podemos les ha pillado con el pie cambiado y no entendían mucho de qué iba antes de su irrupción, no hablemos de las peculiaridades regionales valencianas, con su Bloc, sus escisiones de Esquerra Unida del Pais Valencià, y esa coalición Compromís que es más compleja que la personalidad de un judío antisemita.
Ese español bruselense, normalmente, y por mucho que conozca el percal, se ha quedado con que la antigua alcaldesa de la ciudad de Valencia, además de diputada autonómica, y hoy senadora en representación de nuestra autonomía por gracia del dedazo de su partido, tiene dificultades judiciales, con que la mayoría de su equipo de gobierno comparte esos problemas en mayor o menor medida, lo que ha dejado esquilmado el grupo municipal pepero.
Y esto es lo que viene a demostrar que, una vez más, Valencia no sólo tiene pésima prensa, sino que es víctima propiciatoria de cualquier prejuicio, hasta el punto de que nadie se corta a la hora de arrojar la primera piedra, como si los demás estuvieran sin pecado. Y, ¿cómo que están sin pecado? ¿Acaso algún madrileño va a tener el rostro de asegurar sin lugar a dudas que ha habido más corrupción en Valencia de la que hay en Madrid? Pues lo tienen, como si Granados, Marjaliza o el marido de Ana Mato y ésta misma se alimentasen exclusivamente de paella y horchata y las tapaderas que se montaron fueran comisiones falleras.
¿Y los catalanes? Pues sí, también los catalanes le miran a uno con cierta conmiseración, como compadeciendo al pobre valenciano que tiene que sufrir que lo esquilmen los políticos que él mismo ha elegido. Y lo dicen con tal superioridad que nadie diría que Pujol y su amplísima familia, a cual más creso a fuerza de desfalcar por doquier, les han estado gobernando varios lustros, y si no están en la cárcel es porque la situación enrarecida que ellos mismos han provocado les da bastante margen de maniobra.
Entendámonos. No tengo ninguna simpatía por los desaprensivos que nos han estado gobernando a los valencianos hasta el año pasado, pero desaprensivos de la misma o peor calaña han estado gobernando en otros sitios, y sin embargo parece que no haya habido más corrupción que en Valencia, y que al hablar de corrupción sólo se mira hacia Valencia como ejemplo paradigmático de madriguera de políticos vivalavirgen.
Lo cual es fundamentalmente injusto, porque Valencia es mucho más que todo eso y, si no fuera por nuestro acendrado meninfotisme, seríamos la vanguardia del mundo mundial. Pero, de momento, lo que me toca es hacer acopio de meninfotisme y adoptar una actitud indiferente cuando alguien pone a caldo a mi Valencia.
Eso sí, con esa actitud, nunca saldremos de pobres.
viernes, 8 de julio de 2016
Divorcio a la británica
Bruselas ha pasado un mes de junio bastante complicado. Y no sólo por las recurrentes redadas entre los sarracenos que la policía belga lleva a cabo con la profesionalidad que le es propia y que no da sino el estudio al que se dedican sus miembros y la práctica que han adquirido en los últimos meses y que les ha conducido a una muy ponderable maestría en su desempeño. No ha sido sólo eso, no. Lo que ha removido los cimientos de esta comunidad tan multicultural, multirreligiosa, multiétnica, y todos los multis que se quiera añadir, ha sido la decisión de diecisiete millones de británicos de tomar las de Villadiego y darse el piro de la Unión Europea, para regocijo de todos los euroescépticos que en el mundo son y solaz de quienes, en cualquier Estado miembro, despotrican contra la casta de eurócratas que, dicen, nos gobiernan sin haber sido elegidos por nadie.
De este último argumento habría bastante que hablar. En mis tiempos de estudiante de Derecho en Alemania, y de eso ya hace más de veinte años, uno de mis profesores, que era funcionario de la Comisión y, efectivamente, no había sido votado por el pueblo, como no lo es hoy funcionario de carrera alguno, decía que eso del déficit democrático de las instituciones europeas había que mirarlo un poco más despacio, porque es verdad que al presidente de la Comisión (en aquel entonces, Jacques Delors) no lo había votado el pueblo, como tampoco a los comisarios, pero del dedazo de algún dictador tampoco habían salido, sino que habían venido nombrados por los gobiernos de los Estados miembros, sometidos al control de sus respectivos parlamentos y cuyo presidente era elegido por ese mismo y respectivo parlamento, que, este sí, había sido elegido por el pueblo. En el caso español y de bastantes más sitios, en listas cerradas y bloqueadas a mayor gloria de los partidos políticos, no vaya a ser que el pueblo decida equivocarse y dar su plácet a diputados distintos a los que debe.
Entretanto, el argumento de mi profesor, que debe estar disfrutando del retiro dorado que toca a todo funcionario europeo contratado antes de 2004, antes de la entrada de los parias del Este y del cambio a peor de sus condiciones laborales, ha salido reforzado por el hecho de que el presidente de la Comisión (en este caso, como sabemos, Jean-Claude Juncker) y su equipo de comisarios han sido investidos por el Parlamento Europeo, que es una institución cuyos miembros sí han sido elegidos por sufragio universal, aunque ejercido por una parte relativamente reducida del electorado, excepto allí donde el voto es obligatorio, como en Bélgica. Eso sí, la práctica totalidad de sus miembros han sido elegidos en listas cerradas y bloqueadas, no faltaría más, pero eso es algo de lo que en España no es fácil quejarse ¿O acaso algún partido, incluso esos dos nuevos que han entrado en el Congreso, dice ahora ni mú respecto a cambiar la ley electoral en este sentido?
En fin, con o sin déficit democrático, el caso es que los británicos se van de la Unión. Para consolarse, hay quien dice que, total, tampoco es que estuvieran muy dentro, y algo de razón no les falta. Teniendo en cuenta que sus políticos, incluso los más europeístas, suponiendo que a alguno se le pueda llamar así, llevan décadas echando a Bruselas la culpa de todos los males, no es de extrañar que los británicos crean que Bruselas es una amalgama de todos los males, una especie de infierno sobre la Tierra, a tres horas de tren y poco más de una en avión de su capital.
Y yo creo que eso es lo que los políticos británicos van a echar en falta próximamente. Bueno, si no lo están echando ya.
En los días que han seguido al famoso referéndum, han dimitido todos los líderes de los partidos políticos británicos que tienen algo que decir, excepto el del partido laborista, que, de todas formas, ya veremos lo que aguanta, tal y como tiene el patio. Lo duro no es hacer frente a lo que les espera a los británicos en concepto de reorganización administrativa (alguien tendrá que hacer lo que hace hoy la Unión Europea, que hace más de lo que parece), descenso económico, disturbios sociales y escasez de fontaneros, no. Lo duro va a ser afrontar todo eso... sin poder echar la culpa a Bruselas de las medidas impopulares que van a tener que adoptar.
Y es que la función de Bruselas de ejercer de chivo expiatorio ideal para los gobiernos nacionales es prácticamente irreemplazable. En cualquier país lo vemos: que si los griegos tienen que apretarse tanto el cinturón que tendrían que hacer agujeros negativos, la culpa es de Bruselas (sección troika); que si a los españoles nos han subido el IVA del 15% inicial al 21% actual, la culpa es de Bruselas (que, sin embargo, nunca ha obligado a eso); que si los alemanes tienen que admitir refugiados a gogó y algunos se desmandan con las chicas, la culpa es de Bruselas (donde quien manda es Alemania, pero eso parece que no cuenta); que los portugueses son más bien bajitos, morenos y tirando a tristones, menos uno que lo han sacado del país para jugar en el Madrid, la culpa es de Bruselas... Y los ingleses, ¿a quién van a echar la culpa ahora? ¿A Rusia?
Llegados a este punto, toca un poquito de simpatía por Bruselas, como hay que tenérsela a cualquiera que, por muchos defectos que tenga (¡y tiene tantos!), nos ahorra un montón de pasta a los europeos y, si no, basta con imaginarse lo que sería esta administración trasplantada, aunque sea a un tamaño más reducido (sin servicios lingüísticos, por ejemplo), en cada uno de los países miembros, regulando a diestro y siniestro y satisfaciendo los caprichos de los políticos locales a la griega sin cortapisa que valga.
Que los políticos locales, nacionales, continentales y universales sean insaciables y ya se busquen la vida para tener un ejército de funcionarios a su servicio, sea necesario o no, es cierto, pero secundario en este contexto. De momento, hace falta alguien razonablemente independiente que les pare los pies, aunque a este alguien le lluevan críticas por las medidas que toma y, mucho más, por las medidas que no deja tomar a los otros. Y menos mal que no lo hace.
De este último argumento habría bastante que hablar. En mis tiempos de estudiante de Derecho en Alemania, y de eso ya hace más de veinte años, uno de mis profesores, que era funcionario de la Comisión y, efectivamente, no había sido votado por el pueblo, como no lo es hoy funcionario de carrera alguno, decía que eso del déficit democrático de las instituciones europeas había que mirarlo un poco más despacio, porque es verdad que al presidente de la Comisión (en aquel entonces, Jacques Delors) no lo había votado el pueblo, como tampoco a los comisarios, pero del dedazo de algún dictador tampoco habían salido, sino que habían venido nombrados por los gobiernos de los Estados miembros, sometidos al control de sus respectivos parlamentos y cuyo presidente era elegido por ese mismo y respectivo parlamento, que, este sí, había sido elegido por el pueblo. En el caso español y de bastantes más sitios, en listas cerradas y bloqueadas a mayor gloria de los partidos políticos, no vaya a ser que el pueblo decida equivocarse y dar su plácet a diputados distintos a los que debe.
Entretanto, el argumento de mi profesor, que debe estar disfrutando del retiro dorado que toca a todo funcionario europeo contratado antes de 2004, antes de la entrada de los parias del Este y del cambio a peor de sus condiciones laborales, ha salido reforzado por el hecho de que el presidente de la Comisión (en este caso, como sabemos, Jean-Claude Juncker) y su equipo de comisarios han sido investidos por el Parlamento Europeo, que es una institución cuyos miembros sí han sido elegidos por sufragio universal, aunque ejercido por una parte relativamente reducida del electorado, excepto allí donde el voto es obligatorio, como en Bélgica. Eso sí, la práctica totalidad de sus miembros han sido elegidos en listas cerradas y bloqueadas, no faltaría más, pero eso es algo de lo que en España no es fácil quejarse ¿O acaso algún partido, incluso esos dos nuevos que han entrado en el Congreso, dice ahora ni mú respecto a cambiar la ley electoral en este sentido?
En fin, con o sin déficit democrático, el caso es que los británicos se van de la Unión. Para consolarse, hay quien dice que, total, tampoco es que estuvieran muy dentro, y algo de razón no les falta. Teniendo en cuenta que sus políticos, incluso los más europeístas, suponiendo que a alguno se le pueda llamar así, llevan décadas echando a Bruselas la culpa de todos los males, no es de extrañar que los británicos crean que Bruselas es una amalgama de todos los males, una especie de infierno sobre la Tierra, a tres horas de tren y poco más de una en avión de su capital.
Y yo creo que eso es lo que los políticos británicos van a echar en falta próximamente. Bueno, si no lo están echando ya.
En los días que han seguido al famoso referéndum, han dimitido todos los líderes de los partidos políticos británicos que tienen algo que decir, excepto el del partido laborista, que, de todas formas, ya veremos lo que aguanta, tal y como tiene el patio. Lo duro no es hacer frente a lo que les espera a los británicos en concepto de reorganización administrativa (alguien tendrá que hacer lo que hace hoy la Unión Europea, que hace más de lo que parece), descenso económico, disturbios sociales y escasez de fontaneros, no. Lo duro va a ser afrontar todo eso... sin poder echar la culpa a Bruselas de las medidas impopulares que van a tener que adoptar.
Y es que la función de Bruselas de ejercer de chivo expiatorio ideal para los gobiernos nacionales es prácticamente irreemplazable. En cualquier país lo vemos: que si los griegos tienen que apretarse tanto el cinturón que tendrían que hacer agujeros negativos, la culpa es de Bruselas (sección troika); que si a los españoles nos han subido el IVA del 15% inicial al 21% actual, la culpa es de Bruselas (que, sin embargo, nunca ha obligado a eso); que si los alemanes tienen que admitir refugiados a gogó y algunos se desmandan con las chicas, la culpa es de Bruselas (donde quien manda es Alemania, pero eso parece que no cuenta); que los portugueses son más bien bajitos, morenos y tirando a tristones, menos uno que lo han sacado del país para jugar en el Madrid, la culpa es de Bruselas... Y los ingleses, ¿a quién van a echar la culpa ahora? ¿A Rusia?
Llegados a este punto, toca un poquito de simpatía por Bruselas, como hay que tenérsela a cualquiera que, por muchos defectos que tenga (¡y tiene tantos!), nos ahorra un montón de pasta a los europeos y, si no, basta con imaginarse lo que sería esta administración trasplantada, aunque sea a un tamaño más reducido (sin servicios lingüísticos, por ejemplo), en cada uno de los países miembros, regulando a diestro y siniestro y satisfaciendo los caprichos de los políticos locales a la griega sin cortapisa que valga.
Que los políticos locales, nacionales, continentales y universales sean insaciables y ya se busquen la vida para tener un ejército de funcionarios a su servicio, sea necesario o no, es cierto, pero secundario en este contexto. De momento, hace falta alguien razonablemente independiente que les pare los pies, aunque a este alguien le lluevan críticas por las medidas que toma y, mucho más, por las medidas que no deja tomar a los otros. Y menos mal que no lo hace.
sábado, 18 de junio de 2016
Gens una sumus
Sigo en plan ajedrecístico, porque, con el pésimo junio que nos está haciendo en Bélgica, lo mejor no es dedicarse a los deportes al aire libre, eso desde luego.
Y sí, es cierto que me pude haber puesto en plan nacionalista y, hace unas semanas, haber escrito sobre Arturo Pomar, que falleció unos días antes que Víktor Korchnoi; sin embargo, ni se me pasó por la cabeza, mientras que, en cuanto supe que Korchnoi había muerto, me dije que no podía menos que escribir unas líneas, a pesar de que iba de cabeza, y sigo yendo de cabeza, igual que cuando murió Pomar.
Los ajedrecistas, al menos en cuestiones de ajedrez, no somos apenas nacionalistas. El título de esta entrada es el lema, en latín, de la federación internacional de ajedrez, la FIDE (sí, hemos tomado las siglas en francés) y, traducido al castellano, viene a querer decir "Somos una sola estirpe". Claro, luego cualquiera me vendrá a decir que le dijera eso a los soviéticos, que hacían el ajedrez una cuestión de estado, pero lo cierto es que era el estado el que era nacionalista y utilizaba el ajedrez como una arma más. Los jugadores lo eran mucho menos y se dedicaban a jugar, con todas las excepciones que se quiera, que las había, pero curiosamente no entre los jugadores de primera fila.
Arturo Pomar, las cosas como son, no despertaba pasiones ni siquiera en España, al menos desde que se puso pantalón largo. Antes sí, porque como niño prodigio logró un hito aparentemente inalcanzable, como fue hacer tablas con doce años con el entonces campeón del mundo, Alekhine (en la foto están los dos), en una partida en un torneo serio en la que tuvo posibilidades de victoria. Eso fue un bombazo, y eso que Alekhine estaba en una pronunciada curva de bajada, pero seguía siendo campeón del mundo. Es cierto que Pomar obtuvo resultados sobresalientes, incluyendo su campeonato de España con catorce años, pero su estilo, la verdad, no invitaba al entusiasmo. Tuvo la mala suerte de que le tocó vivir en España, y no en la Unión Soviética, y para sobrevivir se dedicó relativamente poco a la competición, y demasiado a las exhibiciones de simultáneas. Y, en las exhibiciones de simultáneas, jugando contra rivales muy inferiores a él, su estilo se fue haciendo más y más rutinario, viviendo de su superioridad estratégica y en el final. Tenía mucho oficio, pero así no se puede despertar el entusiasmo de la afición, además de que ya llevaba muchos años retirado. Ajedrecísticamente había "muerto" hacía bastante tiempo, algo más de treinta años, mientras que Korchnoi, que tenía exactamente su misma edad, prácticamente murió con las botas puestas, seguía siendo un jugador peligroso, y probablemente ya haya ganado el campeonato del cementerio. De Pomar no estamos tan seguros.
En España no tuvo ayuda, y no puedo decir que me parezca mal del todo, y que conste que soy ajedrecista y que, si en su día me hubiera dedicado a esto, cosa que no me planteé, probablemente habría conseguido algún título internacional. No estaba España entonces, ni lo está ahora, como para dar ayudas al deporte profesional. En los años de las vacas gordas y los constructores forrados sí que hubo bastantes ayudas, y España se convirtió en el país que organizaba los torneos con mayores premios de Europa y hasta del mundo, lo que sirvió para que nos visitaran jugadores de segunda fila de los países del Este que venían a llevarse nuestros premios. Así, por ósmosis, ha mejorado el nivel que tenemos, y bastantes jugadores han descubierto que en España se vive de miedo, se han quedado, se han nacionalizado, y ahora los tenemos como españoles.
Pomar, indudablemente, tenía talento, pero se malogró porque, para ser profesional, tenía que estar todo el santo día compitiendo y participando en agotadoras exhibiciones de simultáneas, y eso a la larga pasa factura, y a él le dejó un estilo demasiado posicional. En estas circunstancias, que llegase a ser el 40 del mundo tiene su mérito, pero no lo lleva al olimpo ajedrecístico y, al final, para ganarse los garbanzos tuvo que buscar un empleo, y así se convirtió en funcionario de Correos.
Como niño prodigio, es inevitable fijarse en el otro caso sintomático, Sammy Reshevsky, que nunca fue un jugador profesional, pero que seguramente tuvo más talento que Pomar, porque logró sobrevivir a la explotación de sus padres, que le hacían jugar sesiones y más sesiones de simultáneas para sobrevivir en los Estados Unidos de la depresión, y llegar a ser el único jugador no soviético, hasta la llegada de Fischer y Larsen, en tener posibilidades de ganar un campeonato mundial. Sammy Reshevsky sobrevivió a las simultáneas, había sobrevivido a los ocupantes alemanes de Polonia, sobrevivió a los soviéticos, se hizo agente de seguros (que era lo que le daba de comer), y aún tuvo ocasión de participar regularmente en torneos internacionales, con un estilo de superviviente verdaderamente único que le llevó a ser un contrincante muy temido por su habilidad para levantar posiciones medio perdidas. Sobreviviendo.
Su último intento de llegar a campeón mundial lo hizo con nada menos que 57 años, una edad a la que Pomar ya llevaba retirado varios años. Se consiguió clasificar en el torneo interzonas, pero cayó en cuartos de final del torneo de candidatos frente a un jugador con el que tenía mucho en común y del que se oiría hablar mucho en las décadas siguientes, pero que era bastante más joven que él: Víktor Korchnoi.
Y sí, es cierto que me pude haber puesto en plan nacionalista y, hace unas semanas, haber escrito sobre Arturo Pomar, que falleció unos días antes que Víktor Korchnoi; sin embargo, ni se me pasó por la cabeza, mientras que, en cuanto supe que Korchnoi había muerto, me dije que no podía menos que escribir unas líneas, a pesar de que iba de cabeza, y sigo yendo de cabeza, igual que cuando murió Pomar.
Los ajedrecistas, al menos en cuestiones de ajedrez, no somos apenas nacionalistas. El título de esta entrada es el lema, en latín, de la federación internacional de ajedrez, la FIDE (sí, hemos tomado las siglas en francés) y, traducido al castellano, viene a querer decir "Somos una sola estirpe". Claro, luego cualquiera me vendrá a decir que le dijera eso a los soviéticos, que hacían el ajedrez una cuestión de estado, pero lo cierto es que era el estado el que era nacionalista y utilizaba el ajedrez como una arma más. Los jugadores lo eran mucho menos y se dedicaban a jugar, con todas las excepciones que se quiera, que las había, pero curiosamente no entre los jugadores de primera fila.
Arturo Pomar, las cosas como son, no despertaba pasiones ni siquiera en España, al menos desde que se puso pantalón largo. Antes sí, porque como niño prodigio logró un hito aparentemente inalcanzable, como fue hacer tablas con doce años con el entonces campeón del mundo, Alekhine (en la foto están los dos), en una partida en un torneo serio en la que tuvo posibilidades de victoria. Eso fue un bombazo, y eso que Alekhine estaba en una pronunciada curva de bajada, pero seguía siendo campeón del mundo. Es cierto que Pomar obtuvo resultados sobresalientes, incluyendo su campeonato de España con catorce años, pero su estilo, la verdad, no invitaba al entusiasmo. Tuvo la mala suerte de que le tocó vivir en España, y no en la Unión Soviética, y para sobrevivir se dedicó relativamente poco a la competición, y demasiado a las exhibiciones de simultáneas. Y, en las exhibiciones de simultáneas, jugando contra rivales muy inferiores a él, su estilo se fue haciendo más y más rutinario, viviendo de su superioridad estratégica y en el final. Tenía mucho oficio, pero así no se puede despertar el entusiasmo de la afición, además de que ya llevaba muchos años retirado. Ajedrecísticamente había "muerto" hacía bastante tiempo, algo más de treinta años, mientras que Korchnoi, que tenía exactamente su misma edad, prácticamente murió con las botas puestas, seguía siendo un jugador peligroso, y probablemente ya haya ganado el campeonato del cementerio. De Pomar no estamos tan seguros.
En España no tuvo ayuda, y no puedo decir que me parezca mal del todo, y que conste que soy ajedrecista y que, si en su día me hubiera dedicado a esto, cosa que no me planteé, probablemente habría conseguido algún título internacional. No estaba España entonces, ni lo está ahora, como para dar ayudas al deporte profesional. En los años de las vacas gordas y los constructores forrados sí que hubo bastantes ayudas, y España se convirtió en el país que organizaba los torneos con mayores premios de Europa y hasta del mundo, lo que sirvió para que nos visitaran jugadores de segunda fila de los países del Este que venían a llevarse nuestros premios. Así, por ósmosis, ha mejorado el nivel que tenemos, y bastantes jugadores han descubierto que en España se vive de miedo, se han quedado, se han nacionalizado, y ahora los tenemos como españoles.
Pomar, indudablemente, tenía talento, pero se malogró porque, para ser profesional, tenía que estar todo el santo día compitiendo y participando en agotadoras exhibiciones de simultáneas, y eso a la larga pasa factura, y a él le dejó un estilo demasiado posicional. En estas circunstancias, que llegase a ser el 40 del mundo tiene su mérito, pero no lo lleva al olimpo ajedrecístico y, al final, para ganarse los garbanzos tuvo que buscar un empleo, y así se convirtió en funcionario de Correos.
Como niño prodigio, es inevitable fijarse en el otro caso sintomático, Sammy Reshevsky, que nunca fue un jugador profesional, pero que seguramente tuvo más talento que Pomar, porque logró sobrevivir a la explotación de sus padres, que le hacían jugar sesiones y más sesiones de simultáneas para sobrevivir en los Estados Unidos de la depresión, y llegar a ser el único jugador no soviético, hasta la llegada de Fischer y Larsen, en tener posibilidades de ganar un campeonato mundial. Sammy Reshevsky sobrevivió a las simultáneas, había sobrevivido a los ocupantes alemanes de Polonia, sobrevivió a los soviéticos, se hizo agente de seguros (que era lo que le daba de comer), y aún tuvo ocasión de participar regularmente en torneos internacionales, con un estilo de superviviente verdaderamente único que le llevó a ser un contrincante muy temido por su habilidad para levantar posiciones medio perdidas. Sobreviviendo.
Su último intento de llegar a campeón mundial lo hizo con nada menos que 57 años, una edad a la que Pomar ya llevaba retirado varios años. Se consiguió clasificar en el torneo interzonas, pero cayó en cuartos de final del torneo de candidatos frente a un jugador con el que tenía mucho en común y del que se oiría hablar mucho en las décadas siguientes, pero que era bastante más joven que él: Víktor Korchnoi.
lunes, 6 de junio de 2016
Ha muerto la leyenda
Por fin encuentro algo de tiempo para volver por aquí, después de un mes avinagrado por el tiempo espantoso que ha estado haciendo en Bruselas. Finalmente, hoy ha salido el sol en Europa Central... pero no para todos.
Ha fallecido uno de los más grandes, al que está bitácora de refirió en una época relativamente lejana: Víktor el Terrible, un luchador. Hoy, que he vuelto al ajedrez activo, aunque mi nivel de forma está, lógicamente, a años luz del que tenía en mi mejor año, 1997, en que pasaba holgadamente de los 2200 puntos ELO, Víktor Korchnoi sigue siendo un ejemplo.
El tío siguió siendo durísimo hasta sus últimos días. El año pasado, después de haber sufrido un ictus y en un estado físico lamentable, sin casi poder hablar, se atrevió a aceptar un desafío contra Wolfgang Uhlmann en una exhibición previa al Zurich Challenge, el torneo del año en Suiza, y Víktor Lvovich, al fin y al cabo, ha muerto suizo.
Wolfgang Uhlmann, que hoy tiene 81 años, está en un estado físico que ojalá tenga yo a su edad. De hecho, aún juega en la Bundesliga en primera división, y la primera división de la Bundesliga es el torneo por equipos más fuerte del mundo, así que no es que nos hallemos ante un abuelito retirado. Pues bien, Korchnoi le ganó una partida y le empató el encuentro, habiendo pasado un ictus. Olé.
Hoy tenemos una leyenda viva menos. Descanse en paz.
Ha fallecido uno de los más grandes, al que está bitácora de refirió en una época relativamente lejana: Víktor el Terrible, un luchador. Hoy, que he vuelto al ajedrez activo, aunque mi nivel de forma está, lógicamente, a años luz del que tenía en mi mejor año, 1997, en que pasaba holgadamente de los 2200 puntos ELO, Víktor Korchnoi sigue siendo un ejemplo.
El tío siguió siendo durísimo hasta sus últimos días. El año pasado, después de haber sufrido un ictus y en un estado físico lamentable, sin casi poder hablar, se atrevió a aceptar un desafío contra Wolfgang Uhlmann en una exhibición previa al Zurich Challenge, el torneo del año en Suiza, y Víktor Lvovich, al fin y al cabo, ha muerto suizo.
Wolfgang Uhlmann, que hoy tiene 81 años, está en un estado físico que ojalá tenga yo a su edad. De hecho, aún juega en la Bundesliga en primera división, y la primera división de la Bundesliga es el torneo por equipos más fuerte del mundo, así que no es que nos hallemos ante un abuelito retirado. Pues bien, Korchnoi le ganó una partida y le empató el encuentro, habiendo pasado un ictus. Olé.
Hoy tenemos una leyenda viva menos. Descanse en paz.
jueves, 12 de mayo de 2016
Cambios de costumbres
Como diría Ro en uno de los accesos adolescentes, los terroristas han ganado.
Bueno, Ro lo dice cuando no le dejamos ir al centro porque hay una redada en curso y se espera un pepinazo de un momento a otro. Nosotros le decimos que puede ir a muchos sitios que no son el centro y donde se lo puede pasar uno muy bien en pandilla, pero, mira por dónde, si no puede ir al centro, no hay nada que hacer, hemos cedido ante el chantaje terrorista y, en consecuencia, los sarracenos han ganado.
A mí me joroba mucho que los sarracenos ganen, pero creo que me jorobaría mucho más que hubiera un pepinazo que se llevara a Ro por delante. No tengo vocación de pariente de víctima del terrorismo.
Sin llegar a tales extremos, sí es verdad que se aprecia un cierto cambio de costumbres entre los habitantes de Bruselas. Ya hace algunas semanas, precisamente desde los atentados, que el tráfico en Bruselas está peor que nunca. Y no sólo de coches, que también. Es que hay más motos que nunca, y más ciclistas que nunca. Y el otro día entré en el metro y estaba prácticamente vacío, un lunes por la mañana en hora punta. Vale que el lunes por la mañana no es el día favorito del, ejem, laborioso pueblo belga, pero he tomado el metro otras veces en lunes por la mañana y había bastante más gente.
Todos los indicios apuntan a que el belga con posibles ha resuelto dejar el transporte público para quien no tenga más remedio que usarlo, y pasarse al transporte privado.
Y tan privado. Hace unos días, por motivos que no vienen al caso, dejé la bicicleta en casa y me fui con Alfina al trabajo en coche. Entre atasco y atasco, me entretuve mirando los coches que nos acompañaban, y no había ni uno, pero ni uno, que tuviera más pasajero que el propio conductor, lo cual es una de las probablemente peores características del tráfico belga: que, por muchas proclamas ecológicas que el gobierno lance, el ciudadano hace de mangas capirotes y va a la suya y pasa olímpicamente de compartir el coche con nadie, eso que en francés fino se llama covoiturage. Porque eso de ir a la suya es tremendamente belga. Es verdad que todavía no hemos llegado a los extremos absurdos de atascos que hemos vivido en Moscú, pero, si les damos tiempo, no tengo dudas de que vamos en esa dirección, por mucha capital de Europa que presuma de ser.
Va a tener razón Ro: los terroristas han ganado. No parece sino que fueran pagados por el lobby de las petroleras.
Bueno, Ro lo dice cuando no le dejamos ir al centro porque hay una redada en curso y se espera un pepinazo de un momento a otro. Nosotros le decimos que puede ir a muchos sitios que no son el centro y donde se lo puede pasar uno muy bien en pandilla, pero, mira por dónde, si no puede ir al centro, no hay nada que hacer, hemos cedido ante el chantaje terrorista y, en consecuencia, los sarracenos han ganado.
A mí me joroba mucho que los sarracenos ganen, pero creo que me jorobaría mucho más que hubiera un pepinazo que se llevara a Ro por delante. No tengo vocación de pariente de víctima del terrorismo.
Sin llegar a tales extremos, sí es verdad que se aprecia un cierto cambio de costumbres entre los habitantes de Bruselas. Ya hace algunas semanas, precisamente desde los atentados, que el tráfico en Bruselas está peor que nunca. Y no sólo de coches, que también. Es que hay más motos que nunca, y más ciclistas que nunca. Y el otro día entré en el metro y estaba prácticamente vacío, un lunes por la mañana en hora punta. Vale que el lunes por la mañana no es el día favorito del, ejem, laborioso pueblo belga, pero he tomado el metro otras veces en lunes por la mañana y había bastante más gente.
Todos los indicios apuntan a que el belga con posibles ha resuelto dejar el transporte público para quien no tenga más remedio que usarlo, y pasarse al transporte privado.
Y tan privado. Hace unos días, por motivos que no vienen al caso, dejé la bicicleta en casa y me fui con Alfina al trabajo en coche. Entre atasco y atasco, me entretuve mirando los coches que nos acompañaban, y no había ni uno, pero ni uno, que tuviera más pasajero que el propio conductor, lo cual es una de las probablemente peores características del tráfico belga: que, por muchas proclamas ecológicas que el gobierno lance, el ciudadano hace de mangas capirotes y va a la suya y pasa olímpicamente de compartir el coche con nadie, eso que en francés fino se llama covoiturage. Porque eso de ir a la suya es tremendamente belga. Es verdad que todavía no hemos llegado a los extremos absurdos de atascos que hemos vivido en Moscú, pero, si les damos tiempo, no tengo dudas de que vamos en esa dirección, por mucha capital de Europa que presuma de ser.
Va a tener razón Ro: los terroristas han ganado. No parece sino que fueran pagados por el lobby de las petroleras.
domingo, 1 de mayo de 2016
Decimo anno
Estoy seguro de que el 1 de mayo de 2006 no tenía la menor esperanza de llegar hasta el día de hoy, exactamente diez años después, escribiendo otra entrada en la bitácora (la sigo llamando bitácora, claro que sí), ¡y anda que no han pasado cosas en estos últimos diez años! Atentados terroristas, cambios de países, viajes de aquí para allá, por la antigua Unión Soviética, por la vieja Europa, y dando tumbos por las Españas (bueno, eso mucho menos), líos, follones, niños creciendo... Vamos, que no ha caído el muro de Berlín porque había caído ya y del suelo no pasa, que, si no, a ver.
Y esta bitácora también ha cambiado mucho, desde la regularidad suiza de las entradas en los primeros años, en una cadencia totalmente previsible de lunes-miércoles-viernes, hasta el caos descuidado de la actualidad, en que como mucho encuentro tiempo para escribir algo a vuela pluma una vez por semana, y gracias.
¿Y los comentarios? ¡Anda que no ha habido cambios, ahí también! De comentar sólo conocidos y familiares en los primeros meses, la bitácora pasó a hacerse polémica allá por noviembre de 2006, e incluso pudimos disfrutar de un troll propio durante un par de años. Un troll comunista, que a saber por dónde andará ahora y si se habrá pasado al voto útil de Podemos, él que era más bien de UCE, creo recordar, o de alguno de esos partidos que tuercen el gesto ante los de IU, por claudicantes con el capital.
A partir del 2 de diciembre de 2012, fecha en la que la temática de las entradas dejó de tener por teatro Rusia, Moscú y sus circunstancias, las cosas han cambiado muchísimo. Bruselas, que era una ciudad aburrida e insoportable, según las noticias que nos llegaban a los que no vivíamos en ella, ha resultado ser un lugar de difícil calificación, pero aburrida desde luego que no lo es. Espero no ser el culpable de esta transformación, pero la coincidencia está ahí.
En fin, diez años, mil doscientas y pico entradas y unos cuatro mil comentarios, a ojo, son las estadísticas. Daría el número de visitas, pero no tengo datos fiables, desde luego no de los primeros años, así que quedémonos con el hecho de que son muchas menos que en sus meses de esplendor, que son los meses inmediatamente anteriores a mi salida de Rusia, y con el hecho de que estamos de cumpleaños. Dos lustros, una década.
Y esta bitácora también ha cambiado mucho, desde la regularidad suiza de las entradas en los primeros años, en una cadencia totalmente previsible de lunes-miércoles-viernes, hasta el caos descuidado de la actualidad, en que como mucho encuentro tiempo para escribir algo a vuela pluma una vez por semana, y gracias.
¿Y los comentarios? ¡Anda que no ha habido cambios, ahí también! De comentar sólo conocidos y familiares en los primeros meses, la bitácora pasó a hacerse polémica allá por noviembre de 2006, e incluso pudimos disfrutar de un troll propio durante un par de años. Un troll comunista, que a saber por dónde andará ahora y si se habrá pasado al voto útil de Podemos, él que era más bien de UCE, creo recordar, o de alguno de esos partidos que tuercen el gesto ante los de IU, por claudicantes con el capital.
A partir del 2 de diciembre de 2012, fecha en la que la temática de las entradas dejó de tener por teatro Rusia, Moscú y sus circunstancias, las cosas han cambiado muchísimo. Bruselas, que era una ciudad aburrida e insoportable, según las noticias que nos llegaban a los que no vivíamos en ella, ha resultado ser un lugar de difícil calificación, pero aburrida desde luego que no lo es. Espero no ser el culpable de esta transformación, pero la coincidencia está ahí.
En fin, diez años, mil doscientas y pico entradas y unos cuatro mil comentarios, a ojo, son las estadísticas. Daría el número de visitas, pero no tengo datos fiables, desde luego no de los primeros años, así que quedémonos con el hecho de que son muchas menos que en sus meses de esplendor, que son los meses inmediatamente anteriores a mi salida de Rusia, y con el hecho de que estamos de cumpleaños. Dos lustros, una década.
martes, 26 de abril de 2016
A ver a quién detenemos hoy...
Esta vez el dibujante de tebeo es español, pero esta escena es tan ilustrativa de lo que ha hecho la policía belga (cualquiera de todas las que tienen) durante las últimas semanas, deteniendo gente a troche y moche para que luego los jueces los vayan soltando sistemáticamente, que no me resisto a ponerla aquí.
Luego supongo, o quiero suponer, por la cuenta que me trae al vivir aquí, que las cosas no son exactamente así, pero han dado una impresión que se parecía peligrosamente a que no sabían qué hacer y se ponían a recuperar el terreno perdido en los últimos veinte años.
Pero no exageremos tampoco: al menos, que yo sepa, ninguno de los detenidos era la suegra de ningún policía.
Luego supongo, o quiero suponer, por la cuenta que me trae al vivir aquí, que las cosas no son exactamente así, pero han dado una impresión que se parecía peligrosamente a que no sabían qué hacer y se ponían a recuperar el terreno perdido en los últimos veinte años.
Pero no exageremos tampoco: al menos, que yo sepa, ninguno de los detenidos era la suegra de ningún policía.
viernes, 22 de abril de 2016
Represalias
Las comparaciones son odiosas, sí, pero, cuando escribes un examen, y yo llevo varios cientos a mis espaldas, una de las cosas más apreciadas por los correctores es la capacidad de relacionar conocimientos, lo cual, en muchas ocasiones, nos lleva a comparar. Así que yo creo que eso de que las comparaciones son odiosas es una frase que utilizan sobre todo aquéllos que corren peligro de salir vapuleados de las comparaciones.
Por lo tanto, aquí va una comparación de dos países en que ha habido un atentado terrorista-islamista en sus respectivos aeropuertos principales. Los dos países son, como casi siempre, Bélgica y Rusia.
El otro día se produjo la dimisión de la ministra belga de Transportes, que es la señora de la foto, Jacqueline Galant, por haber hecho caso omiso de todos los informes que le decían que la seguridad del aeropuerto de Zavemtem era una calamidad. Para eso no era necesario, ciertamente, hacer informes, sino que bastaba con pasarse por allí, pero es cierto que en algún sitio tienes que empezar a controlar, y en ese sitio tienes una cola y aglomeraciones de gente sí o sí.
La señora de la foto es un típico producto partitocrático. Su padre era alcalde con los social-cristianos, y ella se pasó al Movimiento Reformador, el actual partido en el gobierno, liberal, masoncillo, y todas esas cosas que se les suponen. Entró de ayudante del entonces ministro de Asuntos Exteriores, y padre del actual primer ministro, Louis Michel, y medró rápidamente hasta sustituir a su padre como alcaldesa (y ahí sigue, por cierto, que los cargos no son incompatibles), y luego acceder al cargo de ministra de Transportes en el gobierno del hijo de su antiguo jefe. Algo sabrá de transportes, ciertamente, pero una cosa es construir un carril-bici en su pueblo y otra ocuparse de las líneas férreas y los aeropuertos de todo un país, aunque sea pequeñito, como lo es éste.
En Rusia, no se andan con chiquitas: el atentado similar tuvo lugar en 2011 en Domodiédovo, y quien ha pagado allí el pato ha sido el dueño del aeropuerto, Dmitry Kamenschik. Sí, el dueño. Allí, durante los salvajes años noventa, pasaron cosas de aúpa, y una de ellas de ellas fue que uno de los aeropuertos más importantes del país acabó en manos de, básicamente, una persona física, el de la foto, que era dueño de probablemente la principal agencia de viajes de Rusia entonces, East-Line (la de veces que les habré comprado billetes... era mucho más fácil que ir a Aeroflot). En lugar de meterse en el petróleo o en el aluminio, como otros, Kamenschik se dedicó al sector servicios, y hay que reconocer que, en Rusia, la aparición de su agencia de viajes fue un cambio muy agradable. No es de extrañar, viendo las alternativas, que los negocios le fueran de maravilla.
Kamenschik es muy probablemente un típico producto de la Rusia de los noventa, pero el tío se lo curró. cuando él tomó el mando, Domodiédovo era un completo estercolero, un pesebre infecto indigno, no ya de Moscú, sino de Salvacañete. En pocos años lo dejó impecable, superó claramente a Sheremetyevo, el aeropuerto de Aeroflot, que tuvo que renovarse o morir, y hasta ganó al gobierno tres juicios por la propiedad del aeropuerto. En Rusia, ganar, no tres, sino un solo juicio al gobierno tiene un mérito sin parangón alguno. Pues él lo logró.
Tendrá que ganar un cuarto, porque el asuntillo del atentado ha dado con sus huesos en... no, no en la cárcel, al menos no de momento. Está en arresto domiciliario, y se lo acaban de prolongar. Yo, personalmente, le deseo suerte. Porque ése, de transportes, sí que sabe un rato. En cambio, de detener terroristas suicidas decididos a todo no tiene ni idea, pero me temo que de eso no sabe ni él, ni prácticamente nadie.
Por lo tanto, aquí va una comparación de dos países en que ha habido un atentado terrorista-islamista en sus respectivos aeropuertos principales. Los dos países son, como casi siempre, Bélgica y Rusia.
El otro día se produjo la dimisión de la ministra belga de Transportes, que es la señora de la foto, Jacqueline Galant, por haber hecho caso omiso de todos los informes que le decían que la seguridad del aeropuerto de Zavemtem era una calamidad. Para eso no era necesario, ciertamente, hacer informes, sino que bastaba con pasarse por allí, pero es cierto que en algún sitio tienes que empezar a controlar, y en ese sitio tienes una cola y aglomeraciones de gente sí o sí.
La señora de la foto es un típico producto partitocrático. Su padre era alcalde con los social-cristianos, y ella se pasó al Movimiento Reformador, el actual partido en el gobierno, liberal, masoncillo, y todas esas cosas que se les suponen. Entró de ayudante del entonces ministro de Asuntos Exteriores, y padre del actual primer ministro, Louis Michel, y medró rápidamente hasta sustituir a su padre como alcaldesa (y ahí sigue, por cierto, que los cargos no son incompatibles), y luego acceder al cargo de ministra de Transportes en el gobierno del hijo de su antiguo jefe. Algo sabrá de transportes, ciertamente, pero una cosa es construir un carril-bici en su pueblo y otra ocuparse de las líneas férreas y los aeropuertos de todo un país, aunque sea pequeñito, como lo es éste.
En Rusia, no se andan con chiquitas: el atentado similar tuvo lugar en 2011 en Domodiédovo, y quien ha pagado allí el pato ha sido el dueño del aeropuerto, Dmitry Kamenschik. Sí, el dueño. Allí, durante los salvajes años noventa, pasaron cosas de aúpa, y una de ellas de ellas fue que uno de los aeropuertos más importantes del país acabó en manos de, básicamente, una persona física, el de la foto, que era dueño de probablemente la principal agencia de viajes de Rusia entonces, East-Line (la de veces que les habré comprado billetes... era mucho más fácil que ir a Aeroflot). En lugar de meterse en el petróleo o en el aluminio, como otros, Kamenschik se dedicó al sector servicios, y hay que reconocer que, en Rusia, la aparición de su agencia de viajes fue un cambio muy agradable. No es de extrañar, viendo las alternativas, que los negocios le fueran de maravilla.
Kamenschik es muy probablemente un típico producto de la Rusia de los noventa, pero el tío se lo curró. cuando él tomó el mando, Domodiédovo era un completo estercolero, un pesebre infecto indigno, no ya de Moscú, sino de Salvacañete. En pocos años lo dejó impecable, superó claramente a Sheremetyevo, el aeropuerto de Aeroflot, que tuvo que renovarse o morir, y hasta ganó al gobierno tres juicios por la propiedad del aeropuerto. En Rusia, ganar, no tres, sino un solo juicio al gobierno tiene un mérito sin parangón alguno. Pues él lo logró.
Tendrá que ganar un cuarto, porque el asuntillo del atentado ha dado con sus huesos en... no, no en la cárcel, al menos no de momento. Está en arresto domiciliario, y se lo acaban de prolongar. Yo, personalmente, le deseo suerte. Porque ése, de transportes, sí que sabe un rato. En cambio, de detener terroristas suicidas decididos a todo no tiene ni idea, pero me temo que de eso no sabe ni él, ni prácticamente nadie.
sábado, 16 de abril de 2016
Las joyas de la Castafiore
'Las joyas de la Castafiore', uno de los últimos álbumes de Tintín, es bastante diferente a los demás. En lugar de desparramarse por todo el ancho mundo, la acción tiene lugar prácticamente por completo en el castillo de Moulinsart, residencia del capitán Haddock y, por añadidura, de Tintín y del profesor Tornasol. Le falta poco para cumplir las tres unidades del teatro clásico, cosa insólita en casi cualquier tebeo, y no digamos en Tintín.
No salir de Bélgica permité a Hergé lo que estoy seguro es un desahogo profundo, porque lo he vivido, y lo sigo viviendo, prácticamente a diario. Veamos una escena.
Dejando aparte lo del teléfono, porque ya llegará el momento de hablar de Belgacom y sus esbirros, centrémonos en el marmolista, señor Boullu, pero sirve para electricista, albañil, fontanero y todo tipo de currito doméstico. Son muy amables, y prometen servir al cliente con enorme diligencia. Sigamos viendo. Un par de escenas después, es el capitán Haddock quien se tropieza con el escalón roto, con mucha peor suerte que el profesor Tornasol, porque se hace un esguince y no puede irse a Italia, a donde estaba saliendo de estampida para no tener que coincidir en su castillo con la Castafiore, que venía de visita. No sólo coincide con ella, sino con el plomo de Serafín Latón, agente de seguros que viene a visitarle, otro tipo belga como pocos.
Las esperanzas del capitán Haddock en la profesionalidad de su marmolista parecen irse desvaneciendo. Ojo a la excusa del marmolista.
Pero eso no es todo. El marmolista acaba por pasar de ponerse al teléfono y utilizar un escudo humano, lo cual, ahora que llevamos semanas para poner la encimera de la cocina y mi paciencia se ha terminado, me pone del humor que puede suponerse. Y ojalá la encimera fuera todo lo que faltara.
Varias páginas después, se ha hecho público un falso compromiso de boda entre el capitán Haddock y Bianca Castafiore, el castillo se ha llenado de periodistas, la Castafiore ha perdido, y encontrado, sus joyas, Hernández y Fernández han vuelto a hacer el ridículo... y el peldaño sigue sin arreglar, pero el marmolista tiene excelentes razones para no hacerlo.
Siguen pasando las páginas, los acontecimientos se han precipitado, y el capitán Haddock incluso se ha recuperado del esguince... pero el peldaño sigue sin arreglarse, y lo que te rondaré, morena.
Normalmente, los álbumes de Tintín acaban bien. Éste acaba así, como se ve en la siguiente imagen, y le cedo la pluma a Hergé. Yo no tengo ninguna duda de que sabía de lo que estaba hablando, y doy fe de que Bruselas está plagada, porque son una plaga, de los señores Boullu de la vida. Y todos tienen trabajo, tú...
No salir de Bélgica permité a Hergé lo que estoy seguro es un desahogo profundo, porque lo he vivido, y lo sigo viviendo, prácticamente a diario. Veamos una escena.
Dejando aparte lo del teléfono, porque ya llegará el momento de hablar de Belgacom y sus esbirros, centrémonos en el marmolista, señor Boullu, pero sirve para electricista, albañil, fontanero y todo tipo de currito doméstico. Son muy amables, y prometen servir al cliente con enorme diligencia. Sigamos viendo. Un par de escenas después, es el capitán Haddock quien se tropieza con el escalón roto, con mucha peor suerte que el profesor Tornasol, porque se hace un esguince y no puede irse a Italia, a donde estaba saliendo de estampida para no tener que coincidir en su castillo con la Castafiore, que venía de visita. No sólo coincide con ella, sino con el plomo de Serafín Latón, agente de seguros que viene a visitarle, otro tipo belga como pocos.
Las esperanzas del capitán Haddock en la profesionalidad de su marmolista parecen irse desvaneciendo. Ojo a la excusa del marmolista.
Pero eso no es todo. El marmolista acaba por pasar de ponerse al teléfono y utilizar un escudo humano, lo cual, ahora que llevamos semanas para poner la encimera de la cocina y mi paciencia se ha terminado, me pone del humor que puede suponerse. Y ojalá la encimera fuera todo lo que faltara.
Varias páginas después, se ha hecho público un falso compromiso de boda entre el capitán Haddock y Bianca Castafiore, el castillo se ha llenado de periodistas, la Castafiore ha perdido, y encontrado, sus joyas, Hernández y Fernández han vuelto a hacer el ridículo... y el peldaño sigue sin arreglar, pero el marmolista tiene excelentes razones para no hacerlo.
Siguen pasando las páginas, los acontecimientos se han precipitado, y el capitán Haddock incluso se ha recuperado del esguince... pero el peldaño sigue sin arreglarse, y lo que te rondaré, morena.
Normalmente, los álbumes de Tintín acaban bien. Éste acaba así, como se ve en la siguiente imagen, y le cedo la pluma a Hergé. Yo no tengo ninguna duda de que sabía de lo que estaba hablando, y doy fe de que Bruselas está plagada, porque son una plaga, de los señores Boullu de la vida. Y todos tienen trabajo, tú...
lunes, 11 de abril de 2016
El dibujante
Si en algo son profesionales los belgas, es como dibujantes de historietas o de tebeos, que así debería decirse 'comic' en castellano. Ahí sí: ahí destacan por encima de cualquier otro país. Los pitufos salieron de aquí, al igual que el Marsupilami, Gastón Elgafe, Spirou... y Tintín, que es el más antiguo y seguramente el más representativo.
Tintín es un caso especial. Creo que leí todos los álbumes -menos el primero, 'Tintín en el país de los sóviets', que creo que ni siquiera estaba publicado en castellano- cuando tenía trece o catorce años; entonces mis gustos no eran muy sutiles, y los tebeos que leía eran los de Mortadelo y Filemón y otros por el estilo, normalmente del mismo autor, que, qué le vamos a hacer, son graciosos, sí, pero de una gracia un poco bestia.
Así pues, mi primera lectura de la serie de Tintín no me impresionó demasiado. Pero, entretanto, las cosas han cambiado mucho. Durante las pasadas Navidades, en plena vorágine de obras interminables en la casa que habíamos comprado, con su correspondiete llanto y rechinar de dientes, y con la paciencia por debajo de los mínimos vitales, cayó en mis manos de nuevo la obra de Hergé, la fui leyendo con otros ojos y ¡Dios mío, qué diferencia! vivir en Bélgica ha cambiado totalmente mi perspectiva y, por ende, también mi visión de Tintín. Ahora lo aprecio muchísimo, y no sé si eso tiene que ver con mi progresiva madurez como persona, o con reconocer en alguno de los personajes de Hergé la purísima realidad belga, cosa que a mis tiernos catorce años ni siquiera pensaba que llegaría a experimentar algún día.
Probablemente, Hergé estaba bastante descontento de la realidad que lo rodeaba. Su vida es un rosario de contradicciones y de situaciones alejadas de lo que posiblemente hubiera preferido. Géorges Rémi, que tal era su verdadero nombre (su seudónimo son sus iniciales, con el apellido delante, como es habitual aquí), es un ejemplo de libro de la actitud de 'pienso una cosa, pero hago otra'. Supongo que, en España, hubiera sido político pepero.
Hergé, como casi toda Bélgica en 1907, año en que nuestro dibujante vino al mundo, nació y fue educado católico, y pasó toda su juventud militando en organizaciones católicas. Tintín apareció en una publicación juvenil de la Iglesia con un ánimo anticomunista no disimulado en absoluto, basta con ver el primer álbum. Pero, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado, la vida privada de Hergé dejó de estar de acuerdo con su religión. Se separó de su esposa, que era hija de uno de sus primeros editores, y se arrejuntó con una de las coloreadoras de su estudio, Fanny Vlaeminck, casi tres décadas menor que él, con la que no se puso casar (civilmente, eso sí) hasta otro par de décadas más tarde. Hoy, esto no escandaliza a nadie, yo diría que por desgracia, pero, en el momento en que sucedió, supongo que sí que desagradaría a la sociedad belga más conservadora. La cuestión para Hergé es que él mismo era un destacado miembro de esa sociedad conservadora, y esa contradicción entre los valores cristianos de fidelidad que había profesado y la realidad de su vida privada le ocasionó una serie de problemas y de angustias interiores, que le llevaron a recibir ayuda profesional.
En esta situación, Tintín era un desahogo imprescindible. Tintín era un claro trasunto de lo que Hergé había sido educado para llegar a ser, luchando por el bien y derrotando villanos, en un contexto donde el sexo, que es lo que había hecho fallar a Hergé, estaba totalmente ausente. Se ha destacado muchas veces que no hay caracteres femeninos en Tintín, fuera de Bianca Castafiore, que es otra cosa, y se ha apuntado a cierta misoginia de Hergé. Yo no la creo probable. Los caracteres femeninos en Tintín simplemente no aparecen, ni para bien ni para mal, y yo quiero pensar que si no lo hacen es porque Hergé, siendo Tintín su propio trasunto, no quiso entrar a imaginar cómo resolvería Tintín sus relaciones con el sexo opuesto, algo que a él mismo evidentemente le atormentaba.
Sea como fuere, Tintín me encanta. Muchos de sus álbumes, tras un comienzo en una ciudad que evidentemente es Bruselas, se desarrollan por el ancho mundo, pero hay uno, precisamente uno de los últimos, en que Tintín no sale de Bélgica y, si Tintín es el desahogo de Hergé, no cabe duda de que Hergé tenía problemas parecidos a los que hemos estado teniendo nosotros.
Pero hoy ya se hace tarde, así que pasaremos a ver esa obra en la próxima entrada.
Tintín es un caso especial. Creo que leí todos los álbumes -menos el primero, 'Tintín en el país de los sóviets', que creo que ni siquiera estaba publicado en castellano- cuando tenía trece o catorce años; entonces mis gustos no eran muy sutiles, y los tebeos que leía eran los de Mortadelo y Filemón y otros por el estilo, normalmente del mismo autor, que, qué le vamos a hacer, son graciosos, sí, pero de una gracia un poco bestia.
Así pues, mi primera lectura de la serie de Tintín no me impresionó demasiado. Pero, entretanto, las cosas han cambiado mucho. Durante las pasadas Navidades, en plena vorágine de obras interminables en la casa que habíamos comprado, con su correspondiete llanto y rechinar de dientes, y con la paciencia por debajo de los mínimos vitales, cayó en mis manos de nuevo la obra de Hergé, la fui leyendo con otros ojos y ¡Dios mío, qué diferencia! vivir en Bélgica ha cambiado totalmente mi perspectiva y, por ende, también mi visión de Tintín. Ahora lo aprecio muchísimo, y no sé si eso tiene que ver con mi progresiva madurez como persona, o con reconocer en alguno de los personajes de Hergé la purísima realidad belga, cosa que a mis tiernos catorce años ni siquiera pensaba que llegaría a experimentar algún día.
Probablemente, Hergé estaba bastante descontento de la realidad que lo rodeaba. Su vida es un rosario de contradicciones y de situaciones alejadas de lo que posiblemente hubiera preferido. Géorges Rémi, que tal era su verdadero nombre (su seudónimo son sus iniciales, con el apellido delante, como es habitual aquí), es un ejemplo de libro de la actitud de 'pienso una cosa, pero hago otra'. Supongo que, en España, hubiera sido político pepero.
Hergé, como casi toda Bélgica en 1907, año en que nuestro dibujante vino al mundo, nació y fue educado católico, y pasó toda su juventud militando en organizaciones católicas. Tintín apareció en una publicación juvenil de la Iglesia con un ánimo anticomunista no disimulado en absoluto, basta con ver el primer álbum. Pero, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado, la vida privada de Hergé dejó de estar de acuerdo con su religión. Se separó de su esposa, que era hija de uno de sus primeros editores, y se arrejuntó con una de las coloreadoras de su estudio, Fanny Vlaeminck, casi tres décadas menor que él, con la que no se puso casar (civilmente, eso sí) hasta otro par de décadas más tarde. Hoy, esto no escandaliza a nadie, yo diría que por desgracia, pero, en el momento en que sucedió, supongo que sí que desagradaría a la sociedad belga más conservadora. La cuestión para Hergé es que él mismo era un destacado miembro de esa sociedad conservadora, y esa contradicción entre los valores cristianos de fidelidad que había profesado y la realidad de su vida privada le ocasionó una serie de problemas y de angustias interiores, que le llevaron a recibir ayuda profesional.
En esta situación, Tintín era un desahogo imprescindible. Tintín era un claro trasunto de lo que Hergé había sido educado para llegar a ser, luchando por el bien y derrotando villanos, en un contexto donde el sexo, que es lo que había hecho fallar a Hergé, estaba totalmente ausente. Se ha destacado muchas veces que no hay caracteres femeninos en Tintín, fuera de Bianca Castafiore, que es otra cosa, y se ha apuntado a cierta misoginia de Hergé. Yo no la creo probable. Los caracteres femeninos en Tintín simplemente no aparecen, ni para bien ni para mal, y yo quiero pensar que si no lo hacen es porque Hergé, siendo Tintín su propio trasunto, no quiso entrar a imaginar cómo resolvería Tintín sus relaciones con el sexo opuesto, algo que a él mismo evidentemente le atormentaba.
Sea como fuere, Tintín me encanta. Muchos de sus álbumes, tras un comienzo en una ciudad que evidentemente es Bruselas, se desarrollan por el ancho mundo, pero hay uno, precisamente uno de los últimos, en que Tintín no sale de Bélgica y, si Tintín es el desahogo de Hergé, no cabe duda de que Hergé tenía problemas parecidos a los que hemos estado teniendo nosotros.
Pero hoy ya se hace tarde, así que pasaremos a ver esa obra en la próxima entrada.
viernes, 8 de abril de 2016
La guerra santa a la belga
Lo interesante, lo realmente interesante de Bruselas y de Bélgica es que representa en grado sumo el fracaso de un modelo que, a pesar de la tozudísima evidencia, sus gobernantes se empeñan en perpetuar. Un modelo en el que nadie es responsable de nada, en que los errores aparecen por arte de magia, sin que nadie reconozca, no ya estar detrás de ellos, sino que realmente se trate de errores; un modelo en que las cosas bien hechas apenas existen, y las que llegan a suceder se realizan a regañadientes y con un esfuerzo ímprobo. Un país donde reina la chapuza y que vive de las inercias de tiempos mejores.
Lo curioso es que el hecho de que esta sociedad rebose de gente despreocupada e irresponsable ha venido a jugar en su favor a la hora de sufrir un atentado terrorista como el de hace unos días. Lo que voy a escribir es un poco mala sombra (o muy mala sombra, vale), pero, en un país eficiente, los muertos no se contarían por decenas, sino por centenares y hasta por miles.
Tomemos Noruega. Yo no he estado nunca en Noruega, pero tiene imagen de país serio, donde la gente sabe lo que hace. El terrorista noruego por excelencia es Andreas Breivik, blanco y masón él, que además tiene el hándicap de que, al no ser suicida, su capacidad de perjudicar es menor. Pues este pollo (al que, obviamente, no quiero tener cerca) primero hace explotar una bomba en plena sede gubernamental en Oslo, con lo que mueren ocho personas. Acto seguido, sin cómplices ni nada parecido, se planta él solo armado con una pistola y un rifle en una isla donde están de campamento, ajenos a lo que se les viene encima, una colla de jóvenes sociatas, y se carga a 69 de ellos antes de ser detenido sin ofrecer resistencia. Productividad.
Y, ojo, el tío era -es- un aficionado y, por lo visto, hasta entonces no había matado ni una mosca. Pero se ve que sabía lo que hacía y estaba bien preparado. Vamos, lo que hizo fue una burrada, que quede claro, pero anda que no la hizo a conciencia.
Volvamos a Bruselas, más concretamente a Schaerbeek, y a la mañana del pasado 22 de marzo.
Tenemos a cuatro belgas, musulmanes ellos, y de origen moro, con una vasta disponibilidad de explosivos, hasta el punto de que su pisito de Schaerbeek estaría bajo el amparo de Santa Bárbara de no ser por su condición de mahometanos. Por si fuera poco, están tan convencidos de lo suyo que están decididos a perder la vida en el intento y, de hecho, su modus operandi no deja lugar a dudas sobre el poco futuro que les queda en este valle de lágrimas.
Uno de ellos toma el metro y vendrá a reventar en la estación de Maelbeek, como sabemos, llevándose por delante a veinte personas y dejando 106 heridos y una ciudad traumatizada hasta hoy.
Los otros tres tienen el aeropuerto de Bruselas-Zaventem, uno de los más importantes de Europa, como objetivo. No se les ocurre comprar o alquilar una furgoneta o una camioneta (total, serà per diners, teniendo en cuenta lo que les quedaba por disfrutar de la vida), sino que piden un taxi. Un taxi. De hecho, piden un taxi grande, un monovolumen, con el fin de meter más explosivos y armar una escabechina de categoría especial.
Aquí, los esbirros del Estado Islámico pinchan en hueso. La compañía de taxis es belga y, quizá por ello, quizá porque Dios es misericordioso (más que Alá, desde luego), el dependiente se equivoca y, en lugar de una furgoneta, envía a los turistas islámicos un taxi normalito, con el resultado de que la maleta más gorda no cabe de ninguna manera y los sarracenos se ven obligados a subirla de vuelta a su piso, donde la encontrará la policía varias horas después. Así, la nula profesionalidad de la compañía de taxis nos ha salvado de una buena.
Los tres terroristas llegan al aeropuerto, se acercan a los mostradores de facturación, y dos de ellos profieren un berrido en árabe y ¡pum! vuelan, dejando catorce muertos y un número no exactamente determinado de heridos (las autoridades, belgas ellas, han dado todo tipo de cifras). El tercer terrorista suicida, que, además, parece ser el que iba más cargadito de dinamita, se escabulle y hoy es el día en que no se le ha encontrado aún. Los antecedentes de su colega Salah Abdeslán, otro terrorista suicida que sobrevivie a su propio atentado, apuntan a que igual está al lado mismo del aeropuerto, o charlando con los policías tranquilamente.
Las comparaciones son odiosas, pero todo indica que, si en lugar de estos cuatro pollos, hubiera habido cuatro tipos como Andreas Breivik, estaríamos hablando de una desgracia mucho mayor. Y no es islamofobia, líbreme Dios, que los terroristas de Madrid de 2004, o los de las Torres Gemelas en 2001, eran igual de musulmanes que estos figuras, pero se las arreglaron para hacer muchísimo más daño.
Pues sí. Uno se imagina al ministerio (o visirato, o como se diga) de Guerra Santa del Estado Islámico, concretamente la Dirección General de Ataques Suicidas a Infieles, y no me los imagino muy contentos, no.
- El califa está que trina, Abdul.
- Ya... pero, claro...
- Ya es el segundo ataque en que sobrevive nuestro guerrero ¿Qué clase de inmolación es ésa? ¡Estamos haciendo el ridículo!
- Es que... nos dijeron que sabían hacerlo... que lo harían bien...
- ¡Lárgate!
Abdul se larga, y el visir se queda pensativo.
"Ya sabía yo que contratando belgas íbamos a hacer una chapuza. Le dije que contratara alemanes, aunque fueran más caros."
Lo curioso es que el hecho de que esta sociedad rebose de gente despreocupada e irresponsable ha venido a jugar en su favor a la hora de sufrir un atentado terrorista como el de hace unos días. Lo que voy a escribir es un poco mala sombra (o muy mala sombra, vale), pero, en un país eficiente, los muertos no se contarían por decenas, sino por centenares y hasta por miles.
Tomemos Noruega. Yo no he estado nunca en Noruega, pero tiene imagen de país serio, donde la gente sabe lo que hace. El terrorista noruego por excelencia es Andreas Breivik, blanco y masón él, que además tiene el hándicap de que, al no ser suicida, su capacidad de perjudicar es menor. Pues este pollo (al que, obviamente, no quiero tener cerca) primero hace explotar una bomba en plena sede gubernamental en Oslo, con lo que mueren ocho personas. Acto seguido, sin cómplices ni nada parecido, se planta él solo armado con una pistola y un rifle en una isla donde están de campamento, ajenos a lo que se les viene encima, una colla de jóvenes sociatas, y se carga a 69 de ellos antes de ser detenido sin ofrecer resistencia. Productividad.
Y, ojo, el tío era -es- un aficionado y, por lo visto, hasta entonces no había matado ni una mosca. Pero se ve que sabía lo que hacía y estaba bien preparado. Vamos, lo que hizo fue una burrada, que quede claro, pero anda que no la hizo a conciencia.
Volvamos a Bruselas, más concretamente a Schaerbeek, y a la mañana del pasado 22 de marzo.
Tenemos a cuatro belgas, musulmanes ellos, y de origen moro, con una vasta disponibilidad de explosivos, hasta el punto de que su pisito de Schaerbeek estaría bajo el amparo de Santa Bárbara de no ser por su condición de mahometanos. Por si fuera poco, están tan convencidos de lo suyo que están decididos a perder la vida en el intento y, de hecho, su modus operandi no deja lugar a dudas sobre el poco futuro que les queda en este valle de lágrimas.
Uno de ellos toma el metro y vendrá a reventar en la estación de Maelbeek, como sabemos, llevándose por delante a veinte personas y dejando 106 heridos y una ciudad traumatizada hasta hoy.
Los otros tres tienen el aeropuerto de Bruselas-Zaventem, uno de los más importantes de Europa, como objetivo. No se les ocurre comprar o alquilar una furgoneta o una camioneta (total, serà per diners, teniendo en cuenta lo que les quedaba por disfrutar de la vida), sino que piden un taxi. Un taxi. De hecho, piden un taxi grande, un monovolumen, con el fin de meter más explosivos y armar una escabechina de categoría especial.
Aquí, los esbirros del Estado Islámico pinchan en hueso. La compañía de taxis es belga y, quizá por ello, quizá porque Dios es misericordioso (más que Alá, desde luego), el dependiente se equivoca y, en lugar de una furgoneta, envía a los turistas islámicos un taxi normalito, con el resultado de que la maleta más gorda no cabe de ninguna manera y los sarracenos se ven obligados a subirla de vuelta a su piso, donde la encontrará la policía varias horas después. Así, la nula profesionalidad de la compañía de taxis nos ha salvado de una buena.
Los tres terroristas llegan al aeropuerto, se acercan a los mostradores de facturación, y dos de ellos profieren un berrido en árabe y ¡pum! vuelan, dejando catorce muertos y un número no exactamente determinado de heridos (las autoridades, belgas ellas, han dado todo tipo de cifras). El tercer terrorista suicida, que, además, parece ser el que iba más cargadito de dinamita, se escabulle y hoy es el día en que no se le ha encontrado aún. Los antecedentes de su colega Salah Abdeslán, otro terrorista suicida que sobrevivie a su propio atentado, apuntan a que igual está al lado mismo del aeropuerto, o charlando con los policías tranquilamente.
Las comparaciones son odiosas, pero todo indica que, si en lugar de estos cuatro pollos, hubiera habido cuatro tipos como Andreas Breivik, estaríamos hablando de una desgracia mucho mayor. Y no es islamofobia, líbreme Dios, que los terroristas de Madrid de 2004, o los de las Torres Gemelas en 2001, eran igual de musulmanes que estos figuras, pero se las arreglaron para hacer muchísimo más daño.
Pues sí. Uno se imagina al ministerio (o visirato, o como se diga) de Guerra Santa del Estado Islámico, concretamente la Dirección General de Ataques Suicidas a Infieles, y no me los imagino muy contentos, no.
- El califa está que trina, Abdul.
- Ya... pero, claro...
- Ya es el segundo ataque en que sobrevive nuestro guerrero ¿Qué clase de inmolación es ésa? ¡Estamos haciendo el ridículo!
- Es que... nos dijeron que sabían hacerlo... que lo harían bien...
- ¡Lárgate!
Abdul se larga, y el visir se queda pensativo.
"Ya sabía yo que contratando belgas íbamos a hacer una chapuza. Le dije que contratara alemanes, aunque fueran más caros."
miércoles, 30 de marzo de 2016
Los atentados y yo
En estos días, en Bruselas, mucha gente tiene historias bastante espeluznantes que contar. Como es sabido, una semana hace que tres musulmanes (vamos a llamar las cosas sin eufemismos) decidieron ganarse sus setenta y dos vírgenes por la vía rápida, haciéndose estallar en el aeropuerto de Zaventem y en la estación de metro de Maelbeek. La estación de Maelbeek no es una estación cualquiera, no: es el lugar por donde pasan, y salen a la superficie, los curritos de las instituciones europeas, porque está a tiro de piedra de las sedes del Consejo y de la Comisión, y no muy lejos de las de los Consejos de las Regiones y Económico y Social, y finalmente del Parlamento Europeo. Digo los curritos, y no los eurócratas, porque los eurócratas fetén y de verdad suben al metro raramente.
Bruselas se quedó en estado catatónico. Las autoridades, en su habitual reacción frenética, empezaron a tomar medidas de seguridad a troche y moche y, de momento, dejaron sin funcionar el transporte público colectivo, con el resultado de paralizar la ciudad. Es más, el resultado fue que todos los que estaban trabajando en Bruselas, pero viven en Gante, Amberes o Namur, se quedaron más colgados que un chorizo y se pusieron a buscar desesperadamente alguien que pudiera llevarlos a su casa o, alternativamente, algún sitio donde dormir en Bruselas. Se han escuchado multitud de historias de qué estaba haciendo cada uno durante los atentados. También se sabe que la cosa pudo haber sido mucho peor, y que si no lo ha sido es porque estamos en Bélgica, y en Bélgica las cosas se hacen con una dejadez que, en este caso, ha sido providencial, pero que normalmente pone de los nervios al más pintado, pero sobre eso volveré en otra entrada.
Una semana después, ya en Pascua Florida, la gente sigue estupefacta, como sin comprender cómo puede estar pasando una cosa tan alejada de sus esquemas mentales. El metro ha vuelto a funcionar, los vuelos han sido desviados como se ha podido a aeropuertos como el de Charleroi o el de Lieja, y las cosas, con mucho cuidado, están volviendo a su cauce, pero la gente está mosca.
Además, la geografía del terrorista parece menos circunscrita a Molenbeek de lo que se pensaba. Estos dos pollos vivían en Schaerbeek, otro sitio que ha pasado en pocos lustros de zona señorial a zona berberisca, mientras los belgas que habitaban allí, a medida que los moros se iban instalando, dejaban la zona asqueados para irse a vivir a las afueras. Y ahora es en Maelbeek donde han atacado. Podría pensarse que los sarracenos tienen querencia por los lugares terminados en -beek (que, por cierto, significa 'arroyo', aunque los que hubiera en su día están bajo tierra), pero al famoso Abdeslam lo detuvieron en Forest, al sudoeste de la región y que no tenía en principio tan mala fama como los otros dos sitios. Uno tiene la impresión de que ni el rey está seguro en su palacio de Laeken, y que, allá donde menos te lo esperas, salta un moro por los aires, y tú con él.
Mi historia personal es bastante menos heroica. Yo estaba de mudanza. Sí, tras un año de obras, paciencia y rechinar de dientes, finalmente nuestro hogar estaba lo suficientemente preparado para recibirnos, y quiso nuestra fortuna que decidiéramos mudarnos un 23 de marzo, y que la víspera estuviéramos empaquetando nuestras pertenencias, y que en pleno empaquetado, junto con dos mozos (pero bastante talluditos) de la empresa de mudanzas, nos enteráramos de la mascletà que los tres mahometanos descerebrados habían perpetrado.
- Habría que colgarlos - dijo uno de los mozos, el de más edad.
Yo me rasqué la cabeza, preguntándome en mi interior si se conseguiría localizar un pedacito de terrorista lo bastante grande como para poderlo colgar, y si eso serviría como escarmiento de quienes se estuvieran planteando imitarlos. A lo mejor, si se les cuelga con una cuerda de tripa de cerdo...
Unas cuantas casas más allá, otra mudanza estaba teniendo lugar. Sí, Bruselas es un paraíso para las empresas de mudanzas, con toda la población que entra y sale. La misma empresa que nos mudaba estaba sirviendo a una pareja de diplomáticos israelíes, y enfrente de la vivienda había un coche ocupado por cuatro pollos vestidos de negro y con gafas oscuras y pinganillos. Como para andarse con bromitas con ellos.
Así como el sector público belga, y algunas instituciones europeas, mandaron a sus trabajadores a casita, los de la mudanza no nos dejaron colgados. Ellos, a lo suyo. El miércoles, a las cinco de la tarde, pagué religiosamente lo que me pidieron, le di la mano al capataz, y desde entonces hemos dejado de pagar alquileres ¿Fin de la historia? Noooo... quedaba una cosa que se presume sencilla, y que de hecho lo es: pasar el teléfono y la conexión de Internet de un lugar a otro.
Bueno, pues sí he estado sin actualizar la bitácora hasta hoy es porque, en Bélgica, las cosas que se presumen sencillas tienen siempre un plus de dificultad que convierte cualquiera trámite en una aventura, cualquier aventura en una tortura, y cualquier tortura en un martirio, pero eso lo dejo para la próxima entrada, porque hoy se hace tarde.
Bruselas se quedó en estado catatónico. Las autoridades, en su habitual reacción frenética, empezaron a tomar medidas de seguridad a troche y moche y, de momento, dejaron sin funcionar el transporte público colectivo, con el resultado de paralizar la ciudad. Es más, el resultado fue que todos los que estaban trabajando en Bruselas, pero viven en Gante, Amberes o Namur, se quedaron más colgados que un chorizo y se pusieron a buscar desesperadamente alguien que pudiera llevarlos a su casa o, alternativamente, algún sitio donde dormir en Bruselas. Se han escuchado multitud de historias de qué estaba haciendo cada uno durante los atentados. También se sabe que la cosa pudo haber sido mucho peor, y que si no lo ha sido es porque estamos en Bélgica, y en Bélgica las cosas se hacen con una dejadez que, en este caso, ha sido providencial, pero que normalmente pone de los nervios al más pintado, pero sobre eso volveré en otra entrada.
Una semana después, ya en Pascua Florida, la gente sigue estupefacta, como sin comprender cómo puede estar pasando una cosa tan alejada de sus esquemas mentales. El metro ha vuelto a funcionar, los vuelos han sido desviados como se ha podido a aeropuertos como el de Charleroi o el de Lieja, y las cosas, con mucho cuidado, están volviendo a su cauce, pero la gente está mosca.
Además, la geografía del terrorista parece menos circunscrita a Molenbeek de lo que se pensaba. Estos dos pollos vivían en Schaerbeek, otro sitio que ha pasado en pocos lustros de zona señorial a zona berberisca, mientras los belgas que habitaban allí, a medida que los moros se iban instalando, dejaban la zona asqueados para irse a vivir a las afueras. Y ahora es en Maelbeek donde han atacado. Podría pensarse que los sarracenos tienen querencia por los lugares terminados en -beek (que, por cierto, significa 'arroyo', aunque los que hubiera en su día están bajo tierra), pero al famoso Abdeslam lo detuvieron en Forest, al sudoeste de la región y que no tenía en principio tan mala fama como los otros dos sitios. Uno tiene la impresión de que ni el rey está seguro en su palacio de Laeken, y que, allá donde menos te lo esperas, salta un moro por los aires, y tú con él.
Mi historia personal es bastante menos heroica. Yo estaba de mudanza. Sí, tras un año de obras, paciencia y rechinar de dientes, finalmente nuestro hogar estaba lo suficientemente preparado para recibirnos, y quiso nuestra fortuna que decidiéramos mudarnos un 23 de marzo, y que la víspera estuviéramos empaquetando nuestras pertenencias, y que en pleno empaquetado, junto con dos mozos (pero bastante talluditos) de la empresa de mudanzas, nos enteráramos de la mascletà que los tres mahometanos descerebrados habían perpetrado.
- Habría que colgarlos - dijo uno de los mozos, el de más edad.
Yo me rasqué la cabeza, preguntándome en mi interior si se conseguiría localizar un pedacito de terrorista lo bastante grande como para poderlo colgar, y si eso serviría como escarmiento de quienes se estuvieran planteando imitarlos. A lo mejor, si se les cuelga con una cuerda de tripa de cerdo...
Unas cuantas casas más allá, otra mudanza estaba teniendo lugar. Sí, Bruselas es un paraíso para las empresas de mudanzas, con toda la población que entra y sale. La misma empresa que nos mudaba estaba sirviendo a una pareja de diplomáticos israelíes, y enfrente de la vivienda había un coche ocupado por cuatro pollos vestidos de negro y con gafas oscuras y pinganillos. Como para andarse con bromitas con ellos.
Así como el sector público belga, y algunas instituciones europeas, mandaron a sus trabajadores a casita, los de la mudanza no nos dejaron colgados. Ellos, a lo suyo. El miércoles, a las cinco de la tarde, pagué religiosamente lo que me pidieron, le di la mano al capataz, y desde entonces hemos dejado de pagar alquileres ¿Fin de la historia? Noooo... quedaba una cosa que se presume sencilla, y que de hecho lo es: pasar el teléfono y la conexión de Internet de un lugar a otro.
Bueno, pues sí he estado sin actualizar la bitácora hasta hoy es porque, en Bélgica, las cosas que se presumen sencillas tienen siempre un plus de dificultad que convierte cualquiera trámite en una aventura, cualquier aventura en una tortura, y cualquier tortura en un martirio, pero eso lo dejo para la próxima entrada, porque hoy se hace tarde.