¿Para que sirven los países? ¿Sirven, en general, para algo? Es posible que en estos tiempos de globalización la pregunta suene superflua, y que tendamos a diluir las personalidades nacionales en eso que se da en llamar "aldea global", pero la pregunta ha inquietado, y sigue inquietando, a muchísima gente.
El caso más interesante, no sé si por lo que tiene de fracaso, al menos visto desde el presente, es el español, y quizá sea una buena perspectiva para interpretar lo que está pasando ahora mismo en España, pero a eso se está dedicando un montón de gente en mi país, unos tirando de la manta para romperla, y otros tratando de mantenerla entera, aunque la manta ya apenas sirva para abrigar, que es para lo que fue tejida. Como hay tanta gente sosteniendo ideas la mar de peregrinas sobre la integridad (o no) de España, y aunque yo creo que la mayoría no saben por dónde van, pasemos a otra cosa.
Ya hemos introducido en otra ocasión en esta bitácora, aunque sea muy por encima, el tema del destino al que está llamada Rusia. Hace algún tiempo, veíamos una entrada sobre los eslavófilos, que representaban una teoría sobre cuál era el papel de Rusia en el mundo. Para resumir sus ideas, Rusia existe para ser sostén de la Cristiandad ortodoxa, y ahí entra de lleno la teoría de la "tercera Roma", es decir, Moscú. La primera Roma (la que se sigue llamando así) es una traidora que ha abrazado la herejía católica (ya hemos visto repetidamente que los católicos no somos nada bien vistos por aquí); la segunda Roma (Bizancio) ha caído en manos de los musulmanes, y queda la tercera Roma, Moscú, que es depositaria de la legitimidad imperial (cuando Iván III se casó con Sofía Paleólogo ya comenzó a tener miras más altas que el mero principado de Moscovia) y que no caerá.
Los eslavófilos, además, introducían un elemento racial en la argumentación, que en una mentalidad católica es impensable, pero no en una ortodoxa: los rusos, que son la potencia ortodoxa por excelencia, tienen la obligación de prohijar a los pueblos eslavos (y ortodoxos... bueno, no todos son ortodoxos, pero ya se irán corrigiendo los que no lo son todavía) y liberarlos del yugo otomano.
La corriente eslavófila (vamos a ser anacrónicos, pero es para entenderse) no tuvo rival desde que Iván III se sacudió de encima a los tártaros hasta que terminó el siglo XVII. El principado de Moscovia era un lugar totalmente eslavófilo, centrado en zurrarse contra los enemigos de la fe ortodoxa, y así tenemos a Iván el Terrible con una política exterior que le enfrenta literalmente a todo quisque no-ortodoxo; tenemos un movimiento ciudadano que se niega a ser regido por los católicos polacos y, extinguida la dinastía legítima, elige otra, y nada menos que al hijo de un patriarca; tenemos la expansión por Ucrania del siglo XVII, a costa de los polacos.
Entonces llega la corriente opuesta, con un zar, Pedro I, que se ha pasado la infancia y la juventud rodeado de los extranjeros que residían en Moscú, que decide viajar por Occidente a ver cómo es aquello y que vuelve convencido de que ya está bien de creerse la reserva espiritual de Oriente. Pedro I es el primer occidentalófilo que aparece en la historia rusa; al menos es el primer occidentalófilo con cierto poder. Y se dedica a suprimir cosas, y no sólo las barbas. Su política exterior no es muy diferente, aunque sí mucho más exitosa, de la de Iván el Terrible, pero consigue meter un golazo a los más tradicionalistas de su imperio cuando suprime el Patriarcado. La Iglesia queda totalmente supeditada al Estado, o más bien apartada a un segundo plano. En lo cual Pedro I se comporta exactamente igual que todos los modernistas que le precedieron y le sucederían, en Rusia, en España o en casi cualquier otro país (digo casi porque está Bélgica, suponiendo que Bélgica sea un país): parte del programa consiste en darle un palmetazo a la Iglesia... pero sin que se note demasiado. Si el palmetazo es evidente y se nota, entonces no se trata de un modernista, sino directamente de un revolucionario.
Es sumamente interesante leer en este contexto el capítulo que dedica a Pedro I el académico Kartaschyov, un estudioso exiliado después de la revolución de 1917 y que escribió una monumental "Apuntes sobre la historia de la Iglesia Ortodoxa rusa", obra que tuve la feliz idea de comprar hace algunos años. Kartaschyov hace un auténtico encaje de bolillos para defender la indefendible idea de que Pedro I era un fervoroso creyente, cuando los hechos, y casi todos los autores que se han ocupado del caso, coinciden en que Pedro I era más bien tibio en cuestiones de fe. Y si no que lo digan los veterocreyentes, que bajo su reinado comenzaron a poder respirar.
Los siglos XVIII y XIX son los de la lucha entre la tendencia tradicionalista eslavófila y la modernista occidentalófila, con ventaja en general de la primera, en particular bajo el reinado de Nicolás I, que es el zar eslavófilo por excelencia: se dedica a guerrear contra los turcos, esos opresores de pueblos eslavos; no toleró a los veterocreyentes, en su calidad de protector de la ortodoxia; y, en política exterior, y por hablar de España, y como buen tradicionalista, siempre reconoció como rey de España a Carlos V, y luego a Carlos VI a la abdicación del primero (sólo a su muerte se reanudaron las relaciones diplomáticas con el gobierno de doña Isabel). Curiosamente, con los católicos fue mucho más tolerante que con los veterocreyentes: de hecho, la iglesia de San Luis, única iglesia católica de Moscú durante muchos años, fue construida en parte con fondos que donó él.
Nicolás I murió, pero sus sucesores no cambiaron demasiado de línea. Los modernistas occidentalófilos, que seguían existiendo, básicamente se dedicaron a esperar su oportunidad. Y entretanto iba surgiendo otra tercera tendencia, ésta menos conciliadora que los modernistas: los revolucionarios.
Y con esto llegamos al año crucial en que la eslavofilia empieza seriamente a tambalearse: 1905.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
domingo, 28 de octubre de 2012
jueves, 25 de octubre de 2012
En el centro de conservación de expats
Alfina y yo nos dirigimos en nuestro coche al centro de concentración de expats, en el noroeste de Moscú. Los centros de concentración de expats de Moscú (básicamente son dos, en el resto también puede haber chusma) están pensados para impedir la entrada en ellos de microorganismos y otros elementos patógenos procedentes del exterior. Bueno, o no, pero lo parece, porque es atravesar la barrera de entrada y parece que uno se encuentra en otro país, cuando no en otro continente.
Los centros de concentración de expats están vallados concienzudamente para hacerlos estancos. No estoy muy seguro, pero incluso me pareció que el coche quedaba automáticamente limpio cuando accedimos al centro. Al salir debió ensuciarse otra vez.
La fiesta a la que fuimos estaba llena de hispanoamericanos, la práctica totalidad de los cuales venía con sus mujeres. Conocíamos a varios de entre ellos, y nos pusimos a hablar con algunos. Por si hay alguna duda sobre el tipo de hispanoamericano que entra en la categoría de expat (expat fetén, si se quiere), diré que Chávez o Kirchner pierden bastante el tiempo si hacen campaña electoral entre ellos. Castro, debido a las peculiaridades de su régimen político, directamente no hace campaña electoral, pero tampoco tendría demasiado éxito entre esta categoría de expat. Muchos de ellos trabajan en multinacionales con sede en Estados Unidos, todos ellos dominan el inglés y llevan su vida profesional entera alternando períodos de tres años en distintos países.
Un grupo específico es el de hispanoamericanas (perdón, creo que el término técnico para referirse a ellas es "damas latinas") casadas con ejecutivos anglófonos. Es curioso que prácticamente ninguna de ellas trabaja, pero también hay escalafón jerárquico entre ellas, cual es el que tengan sus respectivos maridos. Cuando digo que no trabajan no estoy denigrando el trabajo doméstico, en absoluto: es que tampoco se dedican al trabajo doméstico, al menos no al más básico, porque la totalidad de ellas tiene servicio. Y es que, lo que es pasta, no falta.
En estas circunstancias, y aunque nos encontrábamos en un casoplón con jardín, digno de "El show de Truman", absolutamente impecable y con una mesa lleva de viandas de lo más apetitoso, uno se rasca un poco la cabeza al darse cuenta de que no tiene demasiadas cosas en común con los demás invitados. Y que comienza a notarse demasiado.
La culpa es de Alfina, porras. Alfina incumple varias características fundamentales de la mujer de expat fetén. Alfina trabaja y tiene un puestazo ella, no su maridín, que es chusma (no sólo por vocación, que también, sino precisamente por tener una esposa que trabaja); Alfina habla ruso; Alfina tiene cosas que hacer; es más, tiene muchas cosas que hacer; Alfina no tiene catorce horas al día para decidir qué hacer con ellas.
Pero eso, con ser malísimo para aspirar al puesto de expat fetén, no es lo peor, no.
Alfina y yo habíamos intentado entablar conversación por separado con algunas personas, y la cosa había ido razonablemente bien, pero sólo razonablemente. En un momento de la fiesta, ya habíamos pasado de estar separados y estábamos juntitos metiéndonos en el coleto un trozo de quiche, cuando se acercaron al plato dos mujeres bastante jóvenes, morenas, con el pelo largo y negrísimo y vestidas de blanco inmaculado.
- Y usted, ¿dónde trabaja?
Se lo dijimos. Primero yo, hasta ahí bien, y luego Alfina. Las dos mujeres ya se miraron al darse cuenta de que Alfina trabajaba, pero igual pensaron que era algo temporal.
- ¿Y hablan ruso?
- Si, hablamos. Bueno, Alfor dice que tengo un nivel de supervivencia avanzado - dijo Alfina.
- Qué va, eso es broma. Habla muy bien - intervine.
- ¿Y dónde aprendieron?
- Yo, en Valencia. Sabía un poco cuando vine aquí - dije.
- Yo ya aprendí aquí - dijo Alfina, supongo que recordando su título del Instituto Pushkin.
- Ah, pero ustedes ya llevarán algún tiempo aquí.
- Algún tiempo sí que llevamos, sí: quince años.
Ay, madre.
Las dos mujeres abrieron mucho la boca. Mucho. Acababan de descubrir la existencia de personas que estaban más de tres años en Rusia ¡y se les habían colado en el centro de conservación de expats! Igual incluso habían traído algún bicho de fuera.
- ¡Quince años!
- Sí, sí, quince.
Lo peor para ser expat fetén no es tener una mujer que trabaje y hable ruso sin ser rusa, ni siquiera hablar ruso tú mismo: lo peor es llevar una eternidad en el país. Para compensar esa losa, realmente tienes que tener un puestazo de aúpa; tienes que ser presidente de BP, por lo menos (bueno, quizá BP sea un mal ejemplo ahora mismo).
- ¿Y tienen hijos?
- Síiiii - dijo Alfina, cayéndosele la baba, como siempre que habla de Abi, Ro y Ame -. Tenemos tres.
- ¿Y a qué colegio los llevan?
- Bueno, pues van a un colegio ruso.
- ¿A un colegio ruso? - y las dos mujeres pusieron una cara de extrañeza infinita, como si les estuviera hablando de ufología. Como si no creyeran en la existencia de colegios rusos.
- Sí, es muy bueno y estamos muy contentos con él.
- Aaaahhh... - dijeron las dos mujeres mientras se apartaban discretamente.
Cuando nos acabamos la quiche, nos movimos hacia otra parte del salón, y vimos a una mujer de unos treinta y pocos años de ojos y tez claros y vestido algo más discreto. Estaba en un grupito que hablaba inglés y donde estaba un señor alemán con quien había estado yo charlando antes, y que ya llevaba nueve años en Rusia. Me vino bien para quitar las telerañas a mi oxidado alemán, cosa que podría hacerme mucha falta próximamente. Ah, y se me olvidaba: si eres alemán, puedes estar en Rusia todo el tiempo que quieras, porque siempre serás expat fetén. No sé cómo lo hacen los alemanes, pero es así. Supongo que es la puñetera imagen-país.
Llegamos al grupito, nos pusimos a hablar en inglés con los otros y, después de un rato, quien más quien menos se puso a sacarse una foto y nos quedamos Alfina y yo charlando con la chica.
- ¿Y usted de dónde es?
Nos miró con duda, como si no supiera bien si confesarlo o no, y dijo muy bajito:
- Soy rusa.
¡Halaaaaa! ¡Una rusa en el centro de conservación de expats!
- Ah, bueno, pues casi que podíamos seguir en ruso.
- Ah... vale... - añadió algo confusa. Se ve que hacía tiempo que no lo hablaba con adultos.
Resultó que era la segunda esposa del alemán y que eran los vecinos de al lado. Es curiosa la abundancia de "segundas esposas" entre los expats, fetén o chusmeros, pero ésa es otra historia.
- Vaya, vaya... y qué tal ¿Habla alemán?
- No, pero lo entiendo casi todo. Cuando estoy con la familia de Herbert nos entendemos bien.
- ¿Y tienen hijos?
- Bueno, Herbert tiene uno mayor con su primera mujer; yo tengo dos. Lo malo es que soy de Siberia y no tengo familia en Moscú.
- ¿Y qué edad tienen los niños?
- Ocho y seis años.
- Ah, vaya, ya van al colegio.
- Sí, van al colegio del "compound", en inglés.
- Pero hablarán ruso también, ¿no?
- Claro, hablan conmigo.
- Y en el colegio, ¿no?
- No.
- ¿No?
- En el colegio hablan inglés.
- ¿No tienen clase de ruso? - pregunté extrañado.
- Sí, pero es voluntaria, a última hora de la tarde.
Vaya. Toma educación multilingüe.
La gente pasaba cerca de nosotros, y alguno hizo ademán de meterse en nuestro grupo, pero entonces se daba cuenta de que estábamos hablando una jerigonza desconocida y se alejaban espantados. No estoy seguro, pero puede que alguno se santiguara.
No tardamos mucho más en irnos del "compound", pero es que se hacía tarde. A veces tenemos la impresión de que vivimos en una jaula de oro y fuera de la realidad. Je. Lo nuestro no es nada...
Los centros de concentración de expats están vallados concienzudamente para hacerlos estancos. No estoy muy seguro, pero incluso me pareció que el coche quedaba automáticamente limpio cuando accedimos al centro. Al salir debió ensuciarse otra vez.
La fiesta a la que fuimos estaba llena de hispanoamericanos, la práctica totalidad de los cuales venía con sus mujeres. Conocíamos a varios de entre ellos, y nos pusimos a hablar con algunos. Por si hay alguna duda sobre el tipo de hispanoamericano que entra en la categoría de expat (expat fetén, si se quiere), diré que Chávez o Kirchner pierden bastante el tiempo si hacen campaña electoral entre ellos. Castro, debido a las peculiaridades de su régimen político, directamente no hace campaña electoral, pero tampoco tendría demasiado éxito entre esta categoría de expat. Muchos de ellos trabajan en multinacionales con sede en Estados Unidos, todos ellos dominan el inglés y llevan su vida profesional entera alternando períodos de tres años en distintos países.
Un grupo específico es el de hispanoamericanas (perdón, creo que el término técnico para referirse a ellas es "damas latinas") casadas con ejecutivos anglófonos. Es curioso que prácticamente ninguna de ellas trabaja, pero también hay escalafón jerárquico entre ellas, cual es el que tengan sus respectivos maridos. Cuando digo que no trabajan no estoy denigrando el trabajo doméstico, en absoluto: es que tampoco se dedican al trabajo doméstico, al menos no al más básico, porque la totalidad de ellas tiene servicio. Y es que, lo que es pasta, no falta.
En estas circunstancias, y aunque nos encontrábamos en un casoplón con jardín, digno de "El show de Truman", absolutamente impecable y con una mesa lleva de viandas de lo más apetitoso, uno se rasca un poco la cabeza al darse cuenta de que no tiene demasiadas cosas en común con los demás invitados. Y que comienza a notarse demasiado.
La culpa es de Alfina, porras. Alfina incumple varias características fundamentales de la mujer de expat fetén. Alfina trabaja y tiene un puestazo ella, no su maridín, que es chusma (no sólo por vocación, que también, sino precisamente por tener una esposa que trabaja); Alfina habla ruso; Alfina tiene cosas que hacer; es más, tiene muchas cosas que hacer; Alfina no tiene catorce horas al día para decidir qué hacer con ellas.
Pero eso, con ser malísimo para aspirar al puesto de expat fetén, no es lo peor, no.
Alfina y yo habíamos intentado entablar conversación por separado con algunas personas, y la cosa había ido razonablemente bien, pero sólo razonablemente. En un momento de la fiesta, ya habíamos pasado de estar separados y estábamos juntitos metiéndonos en el coleto un trozo de quiche, cuando se acercaron al plato dos mujeres bastante jóvenes, morenas, con el pelo largo y negrísimo y vestidas de blanco inmaculado.
- Y usted, ¿dónde trabaja?
Se lo dijimos. Primero yo, hasta ahí bien, y luego Alfina. Las dos mujeres ya se miraron al darse cuenta de que Alfina trabajaba, pero igual pensaron que era algo temporal.
- ¿Y hablan ruso?
- Si, hablamos. Bueno, Alfor dice que tengo un nivel de supervivencia avanzado - dijo Alfina.
- Qué va, eso es broma. Habla muy bien - intervine.
- ¿Y dónde aprendieron?
- Yo, en Valencia. Sabía un poco cuando vine aquí - dije.
- Yo ya aprendí aquí - dijo Alfina, supongo que recordando su título del Instituto Pushkin.
- Ah, pero ustedes ya llevarán algún tiempo aquí.
- Algún tiempo sí que llevamos, sí: quince años.
Ay, madre.
Las dos mujeres abrieron mucho la boca. Mucho. Acababan de descubrir la existencia de personas que estaban más de tres años en Rusia ¡y se les habían colado en el centro de conservación de expats! Igual incluso habían traído algún bicho de fuera.
- ¡Quince años!
- Sí, sí, quince.
Lo peor para ser expat fetén no es tener una mujer que trabaje y hable ruso sin ser rusa, ni siquiera hablar ruso tú mismo: lo peor es llevar una eternidad en el país. Para compensar esa losa, realmente tienes que tener un puestazo de aúpa; tienes que ser presidente de BP, por lo menos (bueno, quizá BP sea un mal ejemplo ahora mismo).
- ¿Y tienen hijos?
- Síiiii - dijo Alfina, cayéndosele la baba, como siempre que habla de Abi, Ro y Ame -. Tenemos tres.
- ¿Y a qué colegio los llevan?
- Bueno, pues van a un colegio ruso.
- ¿A un colegio ruso? - y las dos mujeres pusieron una cara de extrañeza infinita, como si les estuviera hablando de ufología. Como si no creyeran en la existencia de colegios rusos.
- Sí, es muy bueno y estamos muy contentos con él.
- Aaaahhh... - dijeron las dos mujeres mientras se apartaban discretamente.
Cuando nos acabamos la quiche, nos movimos hacia otra parte del salón, y vimos a una mujer de unos treinta y pocos años de ojos y tez claros y vestido algo más discreto. Estaba en un grupito que hablaba inglés y donde estaba un señor alemán con quien había estado yo charlando antes, y que ya llevaba nueve años en Rusia. Me vino bien para quitar las telerañas a mi oxidado alemán, cosa que podría hacerme mucha falta próximamente. Ah, y se me olvidaba: si eres alemán, puedes estar en Rusia todo el tiempo que quieras, porque siempre serás expat fetén. No sé cómo lo hacen los alemanes, pero es así. Supongo que es la puñetera imagen-país.
Llegamos al grupito, nos pusimos a hablar en inglés con los otros y, después de un rato, quien más quien menos se puso a sacarse una foto y nos quedamos Alfina y yo charlando con la chica.
- ¿Y usted de dónde es?
Nos miró con duda, como si no supiera bien si confesarlo o no, y dijo muy bajito:
- Soy rusa.
¡Halaaaaa! ¡Una rusa en el centro de conservación de expats!
- Ah, bueno, pues casi que podíamos seguir en ruso.
- Ah... vale... - añadió algo confusa. Se ve que hacía tiempo que no lo hablaba con adultos.
Resultó que era la segunda esposa del alemán y que eran los vecinos de al lado. Es curiosa la abundancia de "segundas esposas" entre los expats, fetén o chusmeros, pero ésa es otra historia.
- Vaya, vaya... y qué tal ¿Habla alemán?
- No, pero lo entiendo casi todo. Cuando estoy con la familia de Herbert nos entendemos bien.
- ¿Y tienen hijos?
- Bueno, Herbert tiene uno mayor con su primera mujer; yo tengo dos. Lo malo es que soy de Siberia y no tengo familia en Moscú.
- ¿Y qué edad tienen los niños?
- Ocho y seis años.
- Ah, vaya, ya van al colegio.
- Sí, van al colegio del "compound", en inglés.
- Pero hablarán ruso también, ¿no?
- Claro, hablan conmigo.
- Y en el colegio, ¿no?
- No.
- ¿No?
- En el colegio hablan inglés.
- ¿No tienen clase de ruso? - pregunté extrañado.
- Sí, pero es voluntaria, a última hora de la tarde.
Vaya. Toma educación multilingüe.
La gente pasaba cerca de nosotros, y alguno hizo ademán de meterse en nuestro grupo, pero entonces se daba cuenta de que estábamos hablando una jerigonza desconocida y se alejaban espantados. No estoy seguro, pero puede que alguno se santiguara.
No tardamos mucho más en irnos del "compound", pero es que se hacía tarde. A veces tenemos la impresión de que vivimos en una jaula de oro y fuera de la realidad. Je. Lo nuestro no es nada...
martes, 23 de octubre de 2012
Expats
Moscú, en esta época del año, y en casi todas, es un lugar bastante polvoriento y embarrado, con una circulación caótica, servicios muy mejorables y todo tipo de defectos para la gente de a pie. Pero no todo el mundo es gente de a pie, y esa gente debe tener un sitio digno para vivir.
De entrada, dejémoslo claro: no me puedo quejar, ni mucho menos. Es más, todas las noches, doy gracias a Dios delante de mis hijos, para que éstos lo escuchen, por las condiciones de vida de que disfruto; pero sigo viviendo en el Moscú de a pie, en el centro, con polvo, barro, charcos y botellas rotas esparcidas por la calle.
En Moscú hay unos cuantos sitios en los que vive la gente que no va a pie. Algunos son de rusos, como Barvija, donde está la residencia presidencial y las residencias de los próceres que no sólo tienen el riñón bien cubierto, sino que tienen cubierto el riñón de toda su familia, y hasta se lo pueden extirpar y cambiar por uno de oro, si fuera práctico el asunto.
Y otros son de expats.
¿Qué es un expat? Una definición aproximada podría ser que el expat es un extranjero enviado por su multinacional a Rusia (prácticamente siempre, a Moscú) para desempeñar funciones directivas en su sucursal moscovita. Se supone que las empresas no se animan a dejar los puestos "top" en manos de directivos rusos (que no abundan, cobran un ojo de la cara, y tienen unos dejes bastante difíciles de comprender para alto directivo extranjero), y mandan extranjeros con ganas de engordar rápidamente su cuenta bancaria.
Un rasgo exclusivo del expat es que no habla ruso. Ni ganas de aprenderlo. Es más, si habla ruso se siente un bicho raro y entra en el mismo círculo de sospechas de los directivos rusos y su comportamiento inclasificable. El expat pasa por aquí unos cuantos años, rara vez más de cuatro, se forra, al segundo año suele comprender que toda su experiencia anterior no sirve para gran cosa en Rusia, pero no sabe cómo explicárselo a sus jefes y prefiere mantener un perfil bajo (toma anglicismo) y dejar pasar el tiempo hasta su hui... cambio de destino. Tampoco pisa demasiados callos entre sus compañeros y subordinados rusos, porque una de las características del mercado de trabajo moscovita es que el paro es cero y que la rotación de personal es mareante, y no es cosa de que la gente se te enfade y se pire. Y los aumentos de sueldos que se van ofreciendo son directamente obscenos. Sí, ya lo sé, si eres español y estás en un país con más de cinco millones de parados y sueldos-bonsai, se te están poniendo los dientes largos. Qué le vamos a hacer.
Uno podría suponer que los hijos de los expats, en esa edad en que son como esponjas, aprenderían ruso con facilidad. No, hijos, no. Los hijos de los expats van al mediocre colegio angloamericano que pille más cerca del (lo voy a decir) "compound" en el que residan, donde la matrícula es más cara que un MBA en una universidad prestigiosa y les dan clase, no tendría ni que decirlo, en inglés. Más de uno seguramente habla mejor tagalo que ruso, aunque este último lo tenga como asignatura voluntaria los viernes a las cinco de la tarde.
Los "expats" son, en una abrumadora mayoría, hombres. La paridad y la igualdad son una chorrada monumental en este ámbito. Salen de casa prontito, y tienden a llegar tirando a tarde, cosa que, con los atascos que afligen Moscú, es de lo más normal. Hay casos graves de engorde durante el primer año de estancia del hombre occidental en Moscú. Entre la comida basura, las tartas, las fiestas de cumpleaños en el trabajo, el sedentarismo, los atascos y que directamente tienes que tener una voluntad firmísima para hacer deporte, la panza del directivo deja de ser dibujable con una regla, para serlo con un compás.
Los "expats" no suelen estar solos, sino que vienen acompañados por sus mujeres. Las mujeres de los "expats" son un tema aparte. Alfina conoce el tema mucho mejor que yo, pero me voy a atrever a dar algunas pinceladas sobre el asunto. La típica mujer de "expat" tiene un problema gravísimo: no sabe cómo rellenar las catorce horas del día en que no está durmiendo. Catorce horas, tú. Una eternidad. Para muchos de nosotros, disponer de catorce horas diarias, aunque sólo fuera una semanita, sería la mejor de las glorias, y no digamos si además disponemos de pasta en abundancia. Estas señoras, en cambio, como no hablan ruso ni lo aprenden (el ruso es imposible de aprender, como todos sabemos), y eso limita bastante su capacidad de movimiento, tienen varias opciones. La más obvia, y probablemente la mejor, es dedicarse a asuntos de caridad, cosa que hacen las mejores de entre ellas (y, a Dios gracias, hay bastantes). Eso puede ser un trabajo a tiempo completo, porque anda que no hay miseria y gente con problemas en Moscú, y en Rusia en general; el problema es que no todo el mundo sirve para eso de la caridad. Corres el peligro de ver y comprender que hay gente desafortunada, que no tiene asegurado comer ni cenar caliente (ni frío), que no tiene acceso a la higiene más básica y que vive peor que la mascota de muchas de ellas. Y, como es posible que eso revuelva la conciencia un poquito, y eso puede hacerte sentir mal, pues para eso mejor nos dedicamos a la segunda de las actividades que se pueden hacer con mucho dinero y catorce horas diarias libres, que es perder todo el tiempo que se puede y poner verde a alguien. No siempre al mismo, por supuesto.
En esta bitácora ya hemos entrado en un centro de concentración de "expats" en una ocasión. La entrada próxima vamos a atrevernos a hacerlo de nuevo. Di que sí, hombre.
De entrada, dejémoslo claro: no me puedo quejar, ni mucho menos. Es más, todas las noches, doy gracias a Dios delante de mis hijos, para que éstos lo escuchen, por las condiciones de vida de que disfruto; pero sigo viviendo en el Moscú de a pie, en el centro, con polvo, barro, charcos y botellas rotas esparcidas por la calle.
En Moscú hay unos cuantos sitios en los que vive la gente que no va a pie. Algunos son de rusos, como Barvija, donde está la residencia presidencial y las residencias de los próceres que no sólo tienen el riñón bien cubierto, sino que tienen cubierto el riñón de toda su familia, y hasta se lo pueden extirpar y cambiar por uno de oro, si fuera práctico el asunto.
Y otros son de expats.
¿Qué es un expat? Una definición aproximada podría ser que el expat es un extranjero enviado por su multinacional a Rusia (prácticamente siempre, a Moscú) para desempeñar funciones directivas en su sucursal moscovita. Se supone que las empresas no se animan a dejar los puestos "top" en manos de directivos rusos (que no abundan, cobran un ojo de la cara, y tienen unos dejes bastante difíciles de comprender para alto directivo extranjero), y mandan extranjeros con ganas de engordar rápidamente su cuenta bancaria.
Un rasgo exclusivo del expat es que no habla ruso. Ni ganas de aprenderlo. Es más, si habla ruso se siente un bicho raro y entra en el mismo círculo de sospechas de los directivos rusos y su comportamiento inclasificable. El expat pasa por aquí unos cuantos años, rara vez más de cuatro, se forra, al segundo año suele comprender que toda su experiencia anterior no sirve para gran cosa en Rusia, pero no sabe cómo explicárselo a sus jefes y prefiere mantener un perfil bajo (toma anglicismo) y dejar pasar el tiempo hasta su hui... cambio de destino. Tampoco pisa demasiados callos entre sus compañeros y subordinados rusos, porque una de las características del mercado de trabajo moscovita es que el paro es cero y que la rotación de personal es mareante, y no es cosa de que la gente se te enfade y se pire. Y los aumentos de sueldos que se van ofreciendo son directamente obscenos. Sí, ya lo sé, si eres español y estás en un país con más de cinco millones de parados y sueldos-bonsai, se te están poniendo los dientes largos. Qué le vamos a hacer.
Uno podría suponer que los hijos de los expats, en esa edad en que son como esponjas, aprenderían ruso con facilidad. No, hijos, no. Los hijos de los expats van al mediocre colegio angloamericano que pille más cerca del (lo voy a decir) "compound" en el que residan, donde la matrícula es más cara que un MBA en una universidad prestigiosa y les dan clase, no tendría ni que decirlo, en inglés. Más de uno seguramente habla mejor tagalo que ruso, aunque este último lo tenga como asignatura voluntaria los viernes a las cinco de la tarde.
Los "expats" son, en una abrumadora mayoría, hombres. La paridad y la igualdad son una chorrada monumental en este ámbito. Salen de casa prontito, y tienden a llegar tirando a tarde, cosa que, con los atascos que afligen Moscú, es de lo más normal. Hay casos graves de engorde durante el primer año de estancia del hombre occidental en Moscú. Entre la comida basura, las tartas, las fiestas de cumpleaños en el trabajo, el sedentarismo, los atascos y que directamente tienes que tener una voluntad firmísima para hacer deporte, la panza del directivo deja de ser dibujable con una regla, para serlo con un compás.
Los "expats" no suelen estar solos, sino que vienen acompañados por sus mujeres. Las mujeres de los "expats" son un tema aparte. Alfina conoce el tema mucho mejor que yo, pero me voy a atrever a dar algunas pinceladas sobre el asunto. La típica mujer de "expat" tiene un problema gravísimo: no sabe cómo rellenar las catorce horas del día en que no está durmiendo. Catorce horas, tú. Una eternidad. Para muchos de nosotros, disponer de catorce horas diarias, aunque sólo fuera una semanita, sería la mejor de las glorias, y no digamos si además disponemos de pasta en abundancia. Estas señoras, en cambio, como no hablan ruso ni lo aprenden (el ruso es imposible de aprender, como todos sabemos), y eso limita bastante su capacidad de movimiento, tienen varias opciones. La más obvia, y probablemente la mejor, es dedicarse a asuntos de caridad, cosa que hacen las mejores de entre ellas (y, a Dios gracias, hay bastantes). Eso puede ser un trabajo a tiempo completo, porque anda que no hay miseria y gente con problemas en Moscú, y en Rusia en general; el problema es que no todo el mundo sirve para eso de la caridad. Corres el peligro de ver y comprender que hay gente desafortunada, que no tiene asegurado comer ni cenar caliente (ni frío), que no tiene acceso a la higiene más básica y que vive peor que la mascota de muchas de ellas. Y, como es posible que eso revuelva la conciencia un poquito, y eso puede hacerte sentir mal, pues para eso mejor nos dedicamos a la segunda de las actividades que se pueden hacer con mucho dinero y catorce horas diarias libres, que es perder todo el tiempo que se puede y poner verde a alguien. No siempre al mismo, por supuesto.
En esta bitácora ya hemos entrado en un centro de concentración de "expats" en una ocasión. La entrada próxima vamos a atrevernos a hacerlo de nuevo. Di que sí, hombre.
viernes, 19 de octubre de 2012
Retorno a la casa Agustín López
Debo reconocer que la anterior visita que hice al restaurante español de Minsk no reunía los requisitos mínimos de una crítica razonada. Fue, digamos, una visita a traición, pillando a la Casa Agustín López con la guardia baja. De todas manera, mi crítica fue elogiosa, a despecho que lo que puedan pensar algunos comentaristas que hubo en aquella entrada. Yo no dije que la comida no estuviera buena, porque no es verdad: nos pusimos como el Quico por cuatro chavos, que es lo de que se trata. Lo que sí dije es que la comida, por muy buena que estuviera, no era española, y de eso no me desdigo.
Pero bueno, pelillos a la mar. No olvido que la visita de entonces fue al mediodía, en pleno "business-lunch" y con algo de prisa, ante la inminencia del vuelo de retorno a Moscú. Y que los restaurantes rara vez dan lo mejor de sí mismos entre semana, con toda la gente apresurada que les visita.
Para compensar, y recién llegados a Minsk, llegada la hora de cena decidimos, siguiendo mi consejo, ir al español, claro que sí.
Tres años pueden ser muchos para un restaurante en Moscú. Salvo algunos pesos pesados y los grandes decanos (y aun ésos no las tienen todas consigo), los restaurantes de moda cambian de tendencia más que los votantes flojos. En Minsk, en cambio, parece que no, y que el gobierno de Lukashenko será lo que será, pero aporta estabilidad al país, hasta el punto de que los restaurantes que gozaron de nuestro concurso fueron casi exactamente los mismos que nos habían acogido tres años atrás.
Entramos en la Casa Agustín López. El interior no había cambiado absolutamente nada, y seguía siendo igual de rojinegro de entonces, con ese cruce entre restaurante chino y sede de Falange.
Nos sentamos a la mesa, y llegó una camarera tirando a altiva, que nos tomó la nota de la bebida. Ya se dio cuenta de que había un español entre la concurrencia, y yo creo que dio parte presto a la KGB del restaurante, porque, poco después, llegó un señor vestido de cocinero y hablando en español.
- ¡Buenas tardes!
Un cubano.
- ¡Buenas tardes!
- ¿Qué van a tomar?
Un cubano solícito.
- ¿Qué nos pueden ir recomendando? - ya sé que hacer esa pregunta al que evidentemente es el cocinero no es demasiado inteligente, pero, ya que el cocinero había salido de la cocina, supongo que había que hacerla.
- Bueno, pues tenemos la ternera, la paella...
- ¿Paella? - me quedé mirándolo.
- Sí, paella. Tenemos la de carne y la de pescado.
Miré los ingredientes de cada plato. La de pescado, en realidad, más bien era una paella mixta, pero eso lo podíamos dejar pasar.
- Usted es de Cuba, ¿verdad?
- Sí, señor, pero soy nieto de españoles. Gallegos.
Como todos.
- De aspecto exterior, soy español. Mi compadre Luis, que está por ahí, ése no. Ése se tostó demasiado.
- Ah, estuvo demasiado tiempo al sol.
- Eso es... ¿Y usted de dónde es, dentro de España?
- Soy de Valencia.
- Ah, pues la paella es original de allí.
Como si no lo supiera yo.
- Sí, sí, de allí.
¿Lo hago o no lo hago?
- Venga, pues voy a pedir una paella. Ésta, la de pescado.
Lo hice. No sabía si me iba a arrepentir.
- ¿La de pescado? Adelante. Ahora mismo voy a por ella.
- ¿Tienen vino español?
- Ah, el vino es cosa de mi compañero. Ahora lo llamo.
El compañero, efectivamente bastante tostado, y no menos cubano que el cocinero, se acercó por allí, mientras el cocinero se iba a darle uso a la paella.
- ¿Tiene vino español?
- ¿Español? Bueno, hemos tenido algún problemilla con las entregas. A lo mejor tenemos pasado mañana.
- ¡Vaya! ¿No hay?
- Bueno, tenemos vino bielorruso.
- ¿Vino bielorruso?
- Sí, bueno, los materiales son españoles, pero bueno, a saber luego lo que le echan.
- Mmm... casi que vamos a pedir cerveza.
Cosa de media hora después, llegó la paella. No estaba mal. Nada mal. El cocinero, ante la perspectiva de tener un valenciano de cliente, se ve que se había empleado a fondo, y había logrado un buen resultado. A mí me hubiera gustado algo más de socarrat al fondo, pero la cosa estuvo muy bien.
En general, Minsk está bien. Como siempre. Hay una pequeña comunidad de españoles, otra bastante entusiasta de estudiantes de español, y la ciudad está limpia y ordenada. Del resto del país, no sé nada, pero me gustaría tener unos cuantos días para ver sitios como Grodno, o el castillo de los Radzivill.
Pero eso será en otra ocasión. En ésta, por desgracia, no toca. Y la siguiente ya veremos cuándo será.
Pero bueno, pelillos a la mar. No olvido que la visita de entonces fue al mediodía, en pleno "business-lunch" y con algo de prisa, ante la inminencia del vuelo de retorno a Moscú. Y que los restaurantes rara vez dan lo mejor de sí mismos entre semana, con toda la gente apresurada que les visita.
Para compensar, y recién llegados a Minsk, llegada la hora de cena decidimos, siguiendo mi consejo, ir al español, claro que sí.
Tres años pueden ser muchos para un restaurante en Moscú. Salvo algunos pesos pesados y los grandes decanos (y aun ésos no las tienen todas consigo), los restaurantes de moda cambian de tendencia más que los votantes flojos. En Minsk, en cambio, parece que no, y que el gobierno de Lukashenko será lo que será, pero aporta estabilidad al país, hasta el punto de que los restaurantes que gozaron de nuestro concurso fueron casi exactamente los mismos que nos habían acogido tres años atrás.
Entramos en la Casa Agustín López. El interior no había cambiado absolutamente nada, y seguía siendo igual de rojinegro de entonces, con ese cruce entre restaurante chino y sede de Falange.
Nos sentamos a la mesa, y llegó una camarera tirando a altiva, que nos tomó la nota de la bebida. Ya se dio cuenta de que había un español entre la concurrencia, y yo creo que dio parte presto a la KGB del restaurante, porque, poco después, llegó un señor vestido de cocinero y hablando en español.
- ¡Buenas tardes!
Un cubano.
- ¡Buenas tardes!
- ¿Qué van a tomar?
Un cubano solícito.
- ¿Qué nos pueden ir recomendando? - ya sé que hacer esa pregunta al que evidentemente es el cocinero no es demasiado inteligente, pero, ya que el cocinero había salido de la cocina, supongo que había que hacerla.
- Bueno, pues tenemos la ternera, la paella...
- ¿Paella? - me quedé mirándolo.
- Sí, paella. Tenemos la de carne y la de pescado.
Miré los ingredientes de cada plato. La de pescado, en realidad, más bien era una paella mixta, pero eso lo podíamos dejar pasar.
- Usted es de Cuba, ¿verdad?
- Sí, señor, pero soy nieto de españoles. Gallegos.
Como todos.
- De aspecto exterior, soy español. Mi compadre Luis, que está por ahí, ése no. Ése se tostó demasiado.
- Ah, estuvo demasiado tiempo al sol.
- Eso es... ¿Y usted de dónde es, dentro de España?
- Soy de Valencia.
- Ah, pues la paella es original de allí.
Como si no lo supiera yo.
- Sí, sí, de allí.
¿Lo hago o no lo hago?
- Venga, pues voy a pedir una paella. Ésta, la de pescado.
Lo hice. No sabía si me iba a arrepentir.
- ¿La de pescado? Adelante. Ahora mismo voy a por ella.
- ¿Tienen vino español?
- Ah, el vino es cosa de mi compañero. Ahora lo llamo.
El compañero, efectivamente bastante tostado, y no menos cubano que el cocinero, se acercó por allí, mientras el cocinero se iba a darle uso a la paella.
- ¿Tiene vino español?
- ¿Español? Bueno, hemos tenido algún problemilla con las entregas. A lo mejor tenemos pasado mañana.
- ¡Vaya! ¿No hay?
- Bueno, tenemos vino bielorruso.
- ¿Vino bielorruso?
- Sí, bueno, los materiales son españoles, pero bueno, a saber luego lo que le echan.
- Mmm... casi que vamos a pedir cerveza.
Cosa de media hora después, llegó la paella. No estaba mal. Nada mal. El cocinero, ante la perspectiva de tener un valenciano de cliente, se ve que se había empleado a fondo, y había logrado un buen resultado. A mí me hubiera gustado algo más de socarrat al fondo, pero la cosa estuvo muy bien.
En general, Minsk está bien. Como siempre. Hay una pequeña comunidad de españoles, otra bastante entusiasta de estudiantes de español, y la ciudad está limpia y ordenada. Del resto del país, no sé nada, pero me gustaría tener unos cuantos días para ver sitios como Grodno, o el castillo de los Radzivill.
Pero eso será en otra ocasión. En ésta, por desgracia, no toca. Y la siguiente ya veremos cuándo será.
miércoles, 17 de octubre de 2012
Gente famosa
De verdad que ha sido una casualidad, pero me encontraba en Minsk, nada menos que en Minsk, el viernes pasado, Día de la Hispanidad y, como quien no quiere la cosa, día en que tuvo lugar el Bielorrusia - España de fútbol. La foto la saqué de chiripa, y uno de los que está entrando en el ascensor es Jordi Alba. Creo que otro es Cesc, ése que falló un penalty ayer.
Puesto que no había nadie del Levante convocado (injustamente, por supuesto), a mí plim, pero quienes iban conmigo, bielorrusos o no, estaban en un elevado estado de histeria ante la presencia de los campeones de todo, pero todo todo. Unos cincuenta fanáticos estaban a las puertas del hotel esperando que pasaran los futbolistas, a unas temperaturas de dos grados que, la verdad, no animaban mucho la espera. Sin embargo, allí que estaban. Yo intenté pasar, porque mi mala suerte quiso que mis compañeros de viaje me esperaran dentro, pero los guardias de seguridad bielorrusos no bromean cuando tienen que actuar. Eso sí, la seguridad es manifiestamente mejorable, y la prueba es que entrando por la puerta del casino llegabas prácticamente hasta la cocina, y sin tener que pasar frío. Y así saqué la foto.
El partido ni me planteé verlo en el estadio, y eso que a esas horas no tenía nada especial que hacer. Me fui a cenar con unos compañeros y lo vi en un restaurante bielorruso, donde, lógicamente, había una clientela básicamente bielorrusa. Con ello creo que me convertí en uno de los poquísimos españoles que pudieron ver el partido por televisión, porque me parece que en España nadie quiso retransmitirlo.
No me extraña.
En el restaurante los goles se recibían con la mayor de las indiferencias, en plan: "Mira, han marcado otro." "Pues qué bien." Ni siquiera los españoles que estábamos allí prestábamos la menor atención al partido.
El retorno a Minsk, después de unos años, ha sido bastante agradable. Todo muy limpio, como siempre, y cada vez mejor cuidado. La prensa occidental se refiere a Lukashenko como el último dictador de Europa, entre otras lindezas, y le tiene prohibida la entrada, pero allí nadie parece excesivamente preocupado por el asunto. Otra cosa es que desde el punto de vista económico estén poco menos que condenados a ser una colonia de Rusia, por mucha unión aduanera que hayan formado.
Pero hay una cosa que quedó pendiente en el último viaje, ya lo creo, y es visitar como es debido el único, que yo sepa, restaurante español de Minsk. Ya estuve en una ocasión, pero al mediodía y con el "business-lunch", que de español no tenía ni la eñe. Ahora tocaba ser algo más serio con la crítica gastronómica, y así ocurrirá en la próxima entrada.
Puesto que no había nadie del Levante convocado (injustamente, por supuesto), a mí plim, pero quienes iban conmigo, bielorrusos o no, estaban en un elevado estado de histeria ante la presencia de los campeones de todo, pero todo todo. Unos cincuenta fanáticos estaban a las puertas del hotel esperando que pasaran los futbolistas, a unas temperaturas de dos grados que, la verdad, no animaban mucho la espera. Sin embargo, allí que estaban. Yo intenté pasar, porque mi mala suerte quiso que mis compañeros de viaje me esperaran dentro, pero los guardias de seguridad bielorrusos no bromean cuando tienen que actuar. Eso sí, la seguridad es manifiestamente mejorable, y la prueba es que entrando por la puerta del casino llegabas prácticamente hasta la cocina, y sin tener que pasar frío. Y así saqué la foto.
El partido ni me planteé verlo en el estadio, y eso que a esas horas no tenía nada especial que hacer. Me fui a cenar con unos compañeros y lo vi en un restaurante bielorruso, donde, lógicamente, había una clientela básicamente bielorrusa. Con ello creo que me convertí en uno de los poquísimos españoles que pudieron ver el partido por televisión, porque me parece que en España nadie quiso retransmitirlo.
No me extraña.
En el restaurante los goles se recibían con la mayor de las indiferencias, en plan: "Mira, han marcado otro." "Pues qué bien." Ni siquiera los españoles que estábamos allí prestábamos la menor atención al partido.
El retorno a Minsk, después de unos años, ha sido bastante agradable. Todo muy limpio, como siempre, y cada vez mejor cuidado. La prensa occidental se refiere a Lukashenko como el último dictador de Europa, entre otras lindezas, y le tiene prohibida la entrada, pero allí nadie parece excesivamente preocupado por el asunto. Otra cosa es que desde el punto de vista económico estén poco menos que condenados a ser una colonia de Rusia, por mucha unión aduanera que hayan formado.
Pero hay una cosa que quedó pendiente en el último viaje, ya lo creo, y es visitar como es debido el único, que yo sepa, restaurante español de Minsk. Ya estuve en una ocasión, pero al mediodía y con el "business-lunch", que de español no tenía ni la eñe. Ahora tocaba ser algo más serio con la crítica gastronómica, y así ocurrirá en la próxima entrada.
lunes, 15 de octubre de 2012
Leguleyos
No es por ponerme flores, pero ha bastado que una de las integrantes del grupo punkarra blasfemo "Pussy Riot" haya cambiado de abogado defensor, y que el nuevo abogado defensor haya llevado la defensa de una manera, ahora sí, más profesional, para que la hayan soltado. Sus dos compis, que siguen con los abogados que tenían, siguen en sus respectivas celdas.
Resulta que la punkarra liberada no había llegado a participar en la acción, porque los servicios de seguridad de la catedral no la dejaron llegar hasta el altar, así que las que montaron allí el numerito fueron las otras dos y alguna más.
Uno se pregunta qué clase de abogado es ése que no acierta a seguir una línea de conducta tan simple como: "Mi cliente no perpetró el delito de que se le acusa", en lugar de perderse en quisicosas y zarandajas sobre la libertad de expresión en Rusia, como si no hubiera una forma simple y efectiva de sacar a tu cliente de la trena. Eso no es ni de primero de Derecho: es del parvulario de abogados.
Resulta que la punkarra liberada no había llegado a participar en la acción, porque los servicios de seguridad de la catedral no la dejaron llegar hasta el altar, así que las que montaron allí el numerito fueron las otras dos y alguna más.
Uno se pregunta qué clase de abogado es ése que no acierta a seguir una línea de conducta tan simple como: "Mi cliente no perpetró el delito de que se le acusa", en lugar de perderse en quisicosas y zarandajas sobre la libertad de expresión en Rusia, como si no hubiera una forma simple y efectiva de sacar a tu cliente de la trena. Eso no es ni de primero de Derecho: es del parvulario de abogados.
miércoles, 10 de octubre de 2012
Gostis (y IX): en el Pato Hambriento
Mis gostis querían ir al Hungry Duck, y resulta que el Hungry Duck, en sus buenos tiempos (y aquéllos lo eran), era la discoteca más desfasada de Occidente. Así se anunciaba, y probablemente no le faltara razón.
Aquello era la repera. Valía literalmente todo. Te podías encontrar allí mujeres absolutamente despelotadas, parejas (o tríos, o cuartetos) en arrebatos súbitos de pasión erótica, sexo en grupos masivos, trozos de carne tirados por el suelo apenas cubiertos por ropa y supurando alcohol por todos los poros. El Hungry Duck era la quintaesencia del Moscú de los segundos noventa, totalmente carente de normas morales que no fueran más allá de desfasar más y más aún. Y los martes, para que el negocio no les bajase en esos aburridos días de entre semana, los dueños montaron las "Ladies' Nights".
Las "Ladies' Nights" tenían un mecanismo muy sencillo. A eso de las siete de la tarde se abría el garito, pero sólo se dejaba entrar a mujeres, que además tenían barra libre. Ni un hombre dentro. Durante un par de horas, una jauría de mujeres estaba dentro del bar bebiendo gratis. Después se dejaba entrar a los hombres (éstos sí, pagando), que se encontraban dentro con una recua de mujeres marchosas y medio borrachas (o sin el medio). No veo necesidad de describir lo que podía pasar a continuación, y más teniendo en cuenta que en Moscú, y más concretamente en aquel lugar, los límites, si los había, estaban lejísimos.
Llegó el segundo milenio, y con él Putin y los suyos. Alguien debió percatarse de que, si no ponían coto, aunque fuera un poquito, al desmadre que era Rusia entonces, no sólo es que no la iba a reconocer ni la madre que la parió, es que se iba a convertir en la Tailandia de Europa. Y las cosas fueron cambiando un poquito, a Putin comenzó a vérsele en público con el patriarca Alejo, que tendría sus cosas, sí, pero que era la única referencia moral aprovechable que había disponible.
El Hungry seguía funcionando. Al parecer, un diputado de la Duma fue llevado allí de forma más o menos casual y lo que vio le hizo flipar en colores. En la Duma comenzó a hablarse del Pato, lo cual indudablemente era una buena publicidad y en casi cualquier otro país hubiera sido beneficioso para su popularidad, pero en Rusia las autoridades son únicas para el hostigamiento a un negocio y, efectivamente, el Pato fue hostigado hasta caparlo. Últimamente ha abierto de nuevo en un lugar diferente, y este verano he pasado un par de veces por la puerta y hasta he estado a punto de entrar a ver cómo se lo habían montado, pero me rajé.
Aquella noche, no.
Kúkoch, destrozado después de la orgía compradora en el mercadillo de cedés, decidió quedarse en casa. Manolo y Spassky sólo querían salir un rato y Tortajada decía que también, así que la noche prometía ser pacífica. Para hacer tiempo, Tortajada pilló una botella de whisky que no sé de dónde salió (en Rusia, parece que el alcohol surge por arte de birlibirloque) y se puso a darle algún tiento.
- Ayayay - dijo Spassky.
- ¿Qué pasa? - le pregunté.
- Que Tortajada está bebiendo... y tú no sabes cómo se puede poner cuando bebe.
- Pero si es un probo funcionario municipal... una persona intachable. Por muy chiflado que se ponga, nunca será incontrolable.
- Tú no lo has visto.
No le hice mucho caso.
El Hungry Duck estaba en Kuznetzky Most, prácticamente a pie de metro, y a dos paradas de metro de donde vivía yo entonces. En el breve paseo de casa al metro ya empecé a percibir algo extraño.
- I believe in Chiquito... ¡Viva! - decía Tortajada, mientras le daba otro tiento a la botella.
Me rasqué un poco la barbilla.
- ¿Lo ves? - me decía Spassky, mientras Manolo se compraba un helado en el quiosco más cercano.
- Bueno, si sólo es esto...
- Ya verás.
Llegamos al Pato, y entramos sin muchos problemas, tras pagar los cuarenta rublos de entrada. Hoy, cuarenta rublos son un euro; entonces un rublo equivalían a veinticinco pesetas, con lo que, más o menos, un euro venían a ser seis rublos. Unos seis euros era la entrada. Manolo, Spassky, Tortajada y yo entramos, apartando las densas nubes de humo que había por allí.
El Pato era pionero en muchas cosas, pero una de ellas era que todo el mundo podía hacer lo que le diera la real gana, sobre todo si lo que le daba la gana era bailar en la barra. El Pato tenía una barra que formaba una circunferencia (bueno, más bien una elipse, pero nos entendemos), en cuyo centro había dos mesas. Una de las mesas era donde los camareros servían bebidas, porque la barra estaba llena de gente bailando y, claro, allí no se podía trabajar. En la otra mesa bailaba una chica desnuda, salvo un minúsculo tanga. Esa chica había sido contratada por el local para enardecer al personal y, de hecho, conseguía que muchas chicas se desinhibieran totalmente. Bueno, o al menos parcialmente.
- I believe in Chiquitoooooo! - decía Tortajada, que ése sí que estaba totalmente desinhibido.
Los cuatro nos pusimos a bailar sobre la barra, aunque nos costó bastante encontrar sitio. No bien nos hubimos subido los cuatro, cuando Tortajada dio un brinco, que en su estado nadie hubiera sospechado que fuera capaz de dar, y apareció en la mesa del centro, bailando junto a la chica de las tetas al aire.
Yo creo que le salvó que llevaba gafas y cara de panoli. Un... ejem... camarero, vestido de negro, fornido y con el pelo al centímetro, se le acercó, indudablemente indicándole que si quería bailar tenía la barra, como todo el mundo, y que dejase en paz a las go-gos.
Tortajada dio otro salto, pero se equivocó de lado de la barra y apareció en el lado opuesto al nuestro. La cosa se ponía complicada. Nosotros seguíamos bailando como si tal cosa, pero Spassky no perdía ripio de lo que pasaba con Tortajada.
Tortajada se dio cuenta de que se había ido al lado contrario, y se puso a hablar con el "camarero" que le había reprendido, para que le dejase volver a nuestro lado pasando por la mesa del centro. El "camarero" negó vehementemente con la cabeza, pero, en cuanto se dio la espalda, Tortajada dio un saltito y apareció otra vez bailando junto a la go-gó. Y esta vez incluso parecía que estaba a punto de manosearla un poco.
El camarero segurata se dio la vuelta y se encaró con Tortajada con ganas de dejarle muy clarito quién mandaba allí. Por una inspiración inesperada, Tortajada dio otro saltito y apareció en un tercer lado de la barra, esquivando al camarero. A su lado había bailando una chica, bastante desinhibida, tanto, que prácticamente tenía las tetas fuera. Aparte de las tetas, que la verdad es que imponían bastante, el aspecto del resto de la chica era poco atractivo, por no decir de adefesio completo, pero Tortajada ya estaba más allá de todo eso y empezó a bailar a menos de diez centímetros de ella, y acercándose cada vez más.
La tetuda no parecía oponerse al asunto. De hecho, parecía estar en un estado etílico en todo semejante al de Tortajada, con lo que incluso hacían buena pareja. Sólo faltaba que Tortajada perdiera las gafas para que se concentrara únicamente en los pechos, que muy miope tenía que ser para no verlos, y no pudiera ver el resto de la chica, que quizá le hubiera disuadido de estar por allí. Lo malo fue que la tetuda estaba allí con un maromo, y con un maromo inmenso, de los que necesitan varios espejos de cuerpo entero para verse del todo. El maromo, todo hay que decirlo, estaba tan ebrio como los otros dos, y quizá como los otros dos juntos, pero debía ser de esa subespecie a la que le da la borrachera violenta.
Tortajada corría peligro, y esta vez no le iba a salvar la cara de panoli, ni las gafas. El maromo estaba ya a su lado con ganas de enviar a Tortajada a varios metros de allí de un soplido, cuando apareció Spassky, que se había abierto paso trabajosamente entre la barra, se interpuso entre el maromo y nuestro amigo, y le dijo al maromo que tuviera compasión de los funcionarios municipales españoles en estado de embriaguez. Antes de que el maromo tuviera tiempo de apartar de un manotazo a Spassky, éste ya había logrado separar a Tortajada de la tetona y traérselo junto a nosotros, para alegría de Manolo, que hacía tiempo que no le daba un abrazo.
Tortajada no estaba conforme del todo, y lo cierto es que conseguía no quitarle ojo, simultáneamente, a la go-gó de la mesa del centro y a la tetona. Supongo que son las ventajas que tiene ser bizco. Así que, ni corto ni perezoso, dio un brinco, cayó sobre la mesa central, tropezó con la go-gó, no sé si adrede o sin querer, cabreó al camarero segurata, dio otro brinco, aterrizó junto a la tetona, sorprendió al maromo, que por poco no se cae de la barra, se abrazó a la chica, le dijo no sé qué ni en qué idioma, y luego empezó a dar vueltas alrededor de ella. Era difícil hacer más en los diez segundos que duró todo esto.
Tortajada estaba consiguiendo algo que parecía imposible: que echaran a alguien del Hungry Duck, y que ése alguien fuera él. Es más, durante varios años he estado presumiendo de amigo original.
- Y soy amigo de Tortajada, que estuvo cerca de ser expulsado del Pato.
- Eso es imposible - decían todos.
Finalmente, Spassky se encargó de apartar al maromo de las inmediaciones de Tortajada, mientras yo me encargaba del segurata y le prometía que no volvería a ocurrir algo así, y la go-gó se apartaba de la mesa, porque ya había bastante gente semidesnuda y no hacía falta caldear más el ambiente; la misma tetuda había pocas prendas de las que se pudiera desprender, y había algunas mujeres más igual de desprendidas que, para mi gusto, estaban de mucho mejor ver que la de Tortajada, pero esto sólo corrobora que los gustos de Tortajada y los míos eran diferentes.
Como el segurata ya nos había pillado ojeriza, y hay enemistades que es mejor no cultivar, decidimos ir saliendo de allí poco a poco.
- Venga, Tortajada, que nos vamos.
- ¡No! ¡No! I believe in Chiquito! In Chiquito! ¡Yo me quedo!
- Bueno, tú verás, pero nos vamos al Papa John's.
Entretanto, la tetuda había caído de la barra, cargada con el peso etílico que gravitaba sobre su cabeza, y yacía semiinconsciente sobre una mesa, al otro lado de la barra.
- ¿Y qué hay en el Papa John's?
- ¡Bah! No te interesará... Todos los sábados, a la una de la madrugada, hacen un concurso de camisetas mojadas, y luego subastan la camiseta.
- ¡Vamos al Papa John's! I believe in Chiquitoooooo...!
- Que sí, que ya lo sabemos...
* * *
Bueno, así era Moscú en los salvajes noventa. Y la verdad es que no ha cambiado demasiado. Es menos basto, si se quiere, y lo que sí es es muchísimo más caro.
Los gostis se fueron al día siguiente por la tarde. Kúkoch, Manolo, Spassky y Tortajada, éste último con un notable dolor de cabeza y una afortunada amnesia etílica, tomaron la derrota de España. Mi novia volvió de Tallin al día siguiente, justo el famoso 17 de agosto de 1998 en que el rublo se devaluó un 400% y los felices años noventa acabaron de golpe; todavía siguió siendo mi novia unos cuantos meses más, sin traumatizarse mucho por la escena de los gostis quitándose los pantalones al llegar a su casa, pero finalmente dejó de serlo.
Y así termina el recuerdo que esta bitácora ha dedicado a esos personajes entrañables, los gostis, con unas lagrimitas en su despedida, porque nos hemos acostumbrado a ellos y porque, aunque es verdad que, mientras los tenemos cerca, dan mucho por saco, cuando se van dejan un vacío muy grande y se les echa de menos.
Y ahora, a por el siguiente asunto, retomando un tema anterior ¿Es Rusia una unidad de destino en lo universal?
Aquello era la repera. Valía literalmente todo. Te podías encontrar allí mujeres absolutamente despelotadas, parejas (o tríos, o cuartetos) en arrebatos súbitos de pasión erótica, sexo en grupos masivos, trozos de carne tirados por el suelo apenas cubiertos por ropa y supurando alcohol por todos los poros. El Hungry Duck era la quintaesencia del Moscú de los segundos noventa, totalmente carente de normas morales que no fueran más allá de desfasar más y más aún. Y los martes, para que el negocio no les bajase en esos aburridos días de entre semana, los dueños montaron las "Ladies' Nights".
Las "Ladies' Nights" tenían un mecanismo muy sencillo. A eso de las siete de la tarde se abría el garito, pero sólo se dejaba entrar a mujeres, que además tenían barra libre. Ni un hombre dentro. Durante un par de horas, una jauría de mujeres estaba dentro del bar bebiendo gratis. Después se dejaba entrar a los hombres (éstos sí, pagando), que se encontraban dentro con una recua de mujeres marchosas y medio borrachas (o sin el medio). No veo necesidad de describir lo que podía pasar a continuación, y más teniendo en cuenta que en Moscú, y más concretamente en aquel lugar, los límites, si los había, estaban lejísimos.
Llegó el segundo milenio, y con él Putin y los suyos. Alguien debió percatarse de que, si no ponían coto, aunque fuera un poquito, al desmadre que era Rusia entonces, no sólo es que no la iba a reconocer ni la madre que la parió, es que se iba a convertir en la Tailandia de Europa. Y las cosas fueron cambiando un poquito, a Putin comenzó a vérsele en público con el patriarca Alejo, que tendría sus cosas, sí, pero que era la única referencia moral aprovechable que había disponible.
El Hungry seguía funcionando. Al parecer, un diputado de la Duma fue llevado allí de forma más o menos casual y lo que vio le hizo flipar en colores. En la Duma comenzó a hablarse del Pato, lo cual indudablemente era una buena publicidad y en casi cualquier otro país hubiera sido beneficioso para su popularidad, pero en Rusia las autoridades son únicas para el hostigamiento a un negocio y, efectivamente, el Pato fue hostigado hasta caparlo. Últimamente ha abierto de nuevo en un lugar diferente, y este verano he pasado un par de veces por la puerta y hasta he estado a punto de entrar a ver cómo se lo habían montado, pero me rajé.
Aquella noche, no.
Kúkoch, destrozado después de la orgía compradora en el mercadillo de cedés, decidió quedarse en casa. Manolo y Spassky sólo querían salir un rato y Tortajada decía que también, así que la noche prometía ser pacífica. Para hacer tiempo, Tortajada pilló una botella de whisky que no sé de dónde salió (en Rusia, parece que el alcohol surge por arte de birlibirloque) y se puso a darle algún tiento.
- Ayayay - dijo Spassky.
- ¿Qué pasa? - le pregunté.
- Que Tortajada está bebiendo... y tú no sabes cómo se puede poner cuando bebe.
- Pero si es un probo funcionario municipal... una persona intachable. Por muy chiflado que se ponga, nunca será incontrolable.
- Tú no lo has visto.
No le hice mucho caso.
El Hungry Duck estaba en Kuznetzky Most, prácticamente a pie de metro, y a dos paradas de metro de donde vivía yo entonces. En el breve paseo de casa al metro ya empecé a percibir algo extraño.
- I believe in Chiquito... ¡Viva! - decía Tortajada, mientras le daba otro tiento a la botella.
Me rasqué un poco la barbilla.
- ¿Lo ves? - me decía Spassky, mientras Manolo se compraba un helado en el quiosco más cercano.
- Bueno, si sólo es esto...
- Ya verás.
Llegamos al Pato, y entramos sin muchos problemas, tras pagar los cuarenta rublos de entrada. Hoy, cuarenta rublos son un euro; entonces un rublo equivalían a veinticinco pesetas, con lo que, más o menos, un euro venían a ser seis rublos. Unos seis euros era la entrada. Manolo, Spassky, Tortajada y yo entramos, apartando las densas nubes de humo que había por allí.
El Pato era pionero en muchas cosas, pero una de ellas era que todo el mundo podía hacer lo que le diera la real gana, sobre todo si lo que le daba la gana era bailar en la barra. El Pato tenía una barra que formaba una circunferencia (bueno, más bien una elipse, pero nos entendemos), en cuyo centro había dos mesas. Una de las mesas era donde los camareros servían bebidas, porque la barra estaba llena de gente bailando y, claro, allí no se podía trabajar. En la otra mesa bailaba una chica desnuda, salvo un minúsculo tanga. Esa chica había sido contratada por el local para enardecer al personal y, de hecho, conseguía que muchas chicas se desinhibieran totalmente. Bueno, o al menos parcialmente.
- I believe in Chiquitoooooo! - decía Tortajada, que ése sí que estaba totalmente desinhibido.
Los cuatro nos pusimos a bailar sobre la barra, aunque nos costó bastante encontrar sitio. No bien nos hubimos subido los cuatro, cuando Tortajada dio un brinco, que en su estado nadie hubiera sospechado que fuera capaz de dar, y apareció en la mesa del centro, bailando junto a la chica de las tetas al aire.
Yo creo que le salvó que llevaba gafas y cara de panoli. Un... ejem... camarero, vestido de negro, fornido y con el pelo al centímetro, se le acercó, indudablemente indicándole que si quería bailar tenía la barra, como todo el mundo, y que dejase en paz a las go-gos.
Tortajada dio otro salto, pero se equivocó de lado de la barra y apareció en el lado opuesto al nuestro. La cosa se ponía complicada. Nosotros seguíamos bailando como si tal cosa, pero Spassky no perdía ripio de lo que pasaba con Tortajada.
Tortajada se dio cuenta de que se había ido al lado contrario, y se puso a hablar con el "camarero" que le había reprendido, para que le dejase volver a nuestro lado pasando por la mesa del centro. El "camarero" negó vehementemente con la cabeza, pero, en cuanto se dio la espalda, Tortajada dio un saltito y apareció otra vez bailando junto a la go-gó. Y esta vez incluso parecía que estaba a punto de manosearla un poco.
El camarero segurata se dio la vuelta y se encaró con Tortajada con ganas de dejarle muy clarito quién mandaba allí. Por una inspiración inesperada, Tortajada dio otro saltito y apareció en un tercer lado de la barra, esquivando al camarero. A su lado había bailando una chica, bastante desinhibida, tanto, que prácticamente tenía las tetas fuera. Aparte de las tetas, que la verdad es que imponían bastante, el aspecto del resto de la chica era poco atractivo, por no decir de adefesio completo, pero Tortajada ya estaba más allá de todo eso y empezó a bailar a menos de diez centímetros de ella, y acercándose cada vez más.
La tetuda no parecía oponerse al asunto. De hecho, parecía estar en un estado etílico en todo semejante al de Tortajada, con lo que incluso hacían buena pareja. Sólo faltaba que Tortajada perdiera las gafas para que se concentrara únicamente en los pechos, que muy miope tenía que ser para no verlos, y no pudiera ver el resto de la chica, que quizá le hubiera disuadido de estar por allí. Lo malo fue que la tetuda estaba allí con un maromo, y con un maromo inmenso, de los que necesitan varios espejos de cuerpo entero para verse del todo. El maromo, todo hay que decirlo, estaba tan ebrio como los otros dos, y quizá como los otros dos juntos, pero debía ser de esa subespecie a la que le da la borrachera violenta.
Tortajada corría peligro, y esta vez no le iba a salvar la cara de panoli, ni las gafas. El maromo estaba ya a su lado con ganas de enviar a Tortajada a varios metros de allí de un soplido, cuando apareció Spassky, que se había abierto paso trabajosamente entre la barra, se interpuso entre el maromo y nuestro amigo, y le dijo al maromo que tuviera compasión de los funcionarios municipales españoles en estado de embriaguez. Antes de que el maromo tuviera tiempo de apartar de un manotazo a Spassky, éste ya había logrado separar a Tortajada de la tetona y traérselo junto a nosotros, para alegría de Manolo, que hacía tiempo que no le daba un abrazo.
Tortajada no estaba conforme del todo, y lo cierto es que conseguía no quitarle ojo, simultáneamente, a la go-gó de la mesa del centro y a la tetona. Supongo que son las ventajas que tiene ser bizco. Así que, ni corto ni perezoso, dio un brinco, cayó sobre la mesa central, tropezó con la go-gó, no sé si adrede o sin querer, cabreó al camarero segurata, dio otro brinco, aterrizó junto a la tetona, sorprendió al maromo, que por poco no se cae de la barra, se abrazó a la chica, le dijo no sé qué ni en qué idioma, y luego empezó a dar vueltas alrededor de ella. Era difícil hacer más en los diez segundos que duró todo esto.
Tortajada estaba consiguiendo algo que parecía imposible: que echaran a alguien del Hungry Duck, y que ése alguien fuera él. Es más, durante varios años he estado presumiendo de amigo original.
- Y soy amigo de Tortajada, que estuvo cerca de ser expulsado del Pato.
- Eso es imposible - decían todos.
Finalmente, Spassky se encargó de apartar al maromo de las inmediaciones de Tortajada, mientras yo me encargaba del segurata y le prometía que no volvería a ocurrir algo así, y la go-gó se apartaba de la mesa, porque ya había bastante gente semidesnuda y no hacía falta caldear más el ambiente; la misma tetuda había pocas prendas de las que se pudiera desprender, y había algunas mujeres más igual de desprendidas que, para mi gusto, estaban de mucho mejor ver que la de Tortajada, pero esto sólo corrobora que los gustos de Tortajada y los míos eran diferentes.
Como el segurata ya nos había pillado ojeriza, y hay enemistades que es mejor no cultivar, decidimos ir saliendo de allí poco a poco.
- Venga, Tortajada, que nos vamos.
- ¡No! ¡No! I believe in Chiquito! In Chiquito! ¡Yo me quedo!
- Bueno, tú verás, pero nos vamos al Papa John's.
Entretanto, la tetuda había caído de la barra, cargada con el peso etílico que gravitaba sobre su cabeza, y yacía semiinconsciente sobre una mesa, al otro lado de la barra.
- ¿Y qué hay en el Papa John's?
- ¡Bah! No te interesará... Todos los sábados, a la una de la madrugada, hacen un concurso de camisetas mojadas, y luego subastan la camiseta.
- ¡Vamos al Papa John's! I believe in Chiquitoooooo...!
- Que sí, que ya lo sabemos...
* * *
Bueno, así era Moscú en los salvajes noventa. Y la verdad es que no ha cambiado demasiado. Es menos basto, si se quiere, y lo que sí es es muchísimo más caro.
Los gostis se fueron al día siguiente por la tarde. Kúkoch, Manolo, Spassky y Tortajada, éste último con un notable dolor de cabeza y una afortunada amnesia etílica, tomaron la derrota de España. Mi novia volvió de Tallin al día siguiente, justo el famoso 17 de agosto de 1998 en que el rublo se devaluó un 400% y los felices años noventa acabaron de golpe; todavía siguió siendo mi novia unos cuantos meses más, sin traumatizarse mucho por la escena de los gostis quitándose los pantalones al llegar a su casa, pero finalmente dejó de serlo.
Y así termina el recuerdo que esta bitácora ha dedicado a esos personajes entrañables, los gostis, con unas lagrimitas en su despedida, porque nos hemos acostumbrado a ellos y porque, aunque es verdad que, mientras los tenemos cerca, dan mucho por saco, cuando se van dejan un vacío muy grande y se les echa de menos.
Y ahora, a por el siguiente asunto, retomando un tema anterior ¿Es Rusia una unidad de destino en lo universal?
martes, 9 de octubre de 2012
A próposito de agencias matrimoniales
Un hombre llega a una agencia matrimonial.
Secretaria:
- ¿A quién quiere elegir?
- A una chica rubia de entre veinte y treinta años, de 1,75 de altura, 60 de cintura, talla cuatro de pecho, y que esté bien situada: piso, coche y casa de campo.
- Perdone, pero usted tiene 55 años, mide 1,65, y creo que le vendría mejor una de 45 años, morena, y talla tres de pecho.
- ¡No! ¡Tiene que ser cuatro!
La secretaria, tras intentar convencerle mucho tiempo, y ya algo mosqueada, le dice:
- ¡Venga ya! ¡Sólo una tonta, teniendo esas características, puede querer casarse con un fracasado, calvo, pobre y enfermo como usted!
Y el hombre, suspirando, dice:
- ¡Bueno, pues que sea tonta!
Y ahora en ruso:
В бюро знакомств обращается мужчина. Служащая:
- Кого бы вы хотели выбрать?
- Девушка, 20-30 лет, блондинка, рост - 175, талия - 60, бюст - 4-ый номер, обеспеченная: квартира, машина, дача.
- Простите, но при вашем возрасте 55 лет и росте 165 см, может, вам подойдёт 45 лет, брюнетка, 3-ий номер?
- Нет! Обязательно четвёртый!
Служащая, после долгих уговоров, в сердцах:
- Ну ладно! Только дура, имея такие данные, может согласиться выйти замуж за неудачника, лысого, бедного и больного!
Мужчина, вздыхая:
- Хорошо, пусть будет дура!
Y en la próxima seguimos con los gostis, de verdad...
Secretaria:
- ¿A quién quiere elegir?
- A una chica rubia de entre veinte y treinta años, de 1,75 de altura, 60 de cintura, talla cuatro de pecho, y que esté bien situada: piso, coche y casa de campo.
- Perdone, pero usted tiene 55 años, mide 1,65, y creo que le vendría mejor una de 45 años, morena, y talla tres de pecho.
- ¡No! ¡Tiene que ser cuatro!
La secretaria, tras intentar convencerle mucho tiempo, y ya algo mosqueada, le dice:
- ¡Venga ya! ¡Sólo una tonta, teniendo esas características, puede querer casarse con un fracasado, calvo, pobre y enfermo como usted!
Y el hombre, suspirando, dice:
- ¡Bueno, pues que sea tonta!
Y ahora en ruso:
В бюро знакомств обращается мужчина. Служащая:
- Кого бы вы хотели выбрать?
- Девушка, 20-30 лет, блондинка, рост - 175, талия - 60, бюст - 4-ый номер, обеспеченная: квартира, машина, дача.
- Простите, но при вашем возрасте 55 лет и росте 165 см, может, вам подойдёт 45 лет, брюнетка, 3-ий номер?
- Нет! Обязательно четвёртый!
Служащая, после долгих уговоров, в сердцах:
- Ну ладно! Только дура, имея такие данные, может согласиться выйти замуж за неудачника, лысого, бедного и больного!
Мужчина, вздыхая:
- Хорошо, пусть будет дура!
Y en la próxima seguimos con los gostis, de verdad...
lunes, 8 de octubre de 2012
Vivan los novios
Hace unos días, unos novios daguestaníes se casaron en Moscú. Los daguestaníes son unos señores muy musulmanes y de costumbres ruidosas que proceden de Daguestán, una república federada de por allí por el sur, por donde hay guerrilleros y esas cosas. Sí, es fronteriza con la famosa Chechenia. El caso es que los daguestaníes en cuestión no se conforman con quedarse en Daguestán (lugar que no he visitado y que seguramente tardaré bastante en visitar), sino que están bastante desparramados por aquí y por allá. Y algunos han llegado a Moscú, y hasta se casan por allí.
Hasta aquí, no hay nada de particular, salvo que los alegres invitados de la boda se pusieron a aplicar las ancestrales costumbres de su lugar de origen. En Valencia, la costumbre es poner una traca a la salida de la iglesia y tirar mucho arroz a los novios. En otros sitios, no sé muy bien qué hacen (en las películas gringas atan latas vacías al coche de los novios, para que hagan ruido al arrancar), pero todos los que vivimos en Moscú nos hemos enterado perfectamente de cómo lo hacen en Daguestán: en Daguestán, los amigos del novios pillan una ametralladora, que allí debe ser como un electrodoméstico más, y sueltan unas ráfagas al aire (o no, no sé...). Eso fue lo que hicieron la semana pasada, subiendo por la Tverskaya, a dos pasos del Kremlin.
Si a mí se me ocurre ir por la Tverskaya con una ametralladora, y no digamos dispararla, iba a tener problemas pero que muy serios. Los amigos del novio no. Los amigos del novio, aunque se sabe perfectamente quiénes son, se han ido de rositas. Supongo que precisamente ha sido por eso: porque se sabe perfectamente quiénes son, y parece que es mejor no meterse con ellos.
La cosa ha supuesto cierto revuelo. Veamos un más o menos chiste que se cuenta.
Noticias del futuro próximo
El tribunal municipal de la Sharia de Moscú ha declarado culpable a un tal ciudadano Ivanov, el cual, violando todas las costumbres, intentó adelantar al cortejo nupcial del estimado clan de los Mamedov, e incluso se permitió increpar a los invitados, que estaban saludando pacíficamente a los novios con festivas ráfagas de metralleta.
Ahora va en ruso.
Новости недалекого будущего.
Московский городской шариатский суд признал виновным некоего гр. Иванова, который, в нарушение всех обычаев, пытался обогнать свадебный кортеж уважаемой четы Мамедовых, а также позволял себе делать замечания в адрес гостей, мирно приветствовавших молодоженов праздничными автоматными очередями.
Anteayer, vino a poner paz en este entuerto nada menos que el popular presidente de Chechenia (otro país donde hay más metralletas que churros), Ramzán Kadírov, un muchacho (porque es un muchacho) capaz de ganar las elecciones con más del 100% de los votos. De forma didáctica, Kadírov dice que van a limitar las ráfagas de metralleta en las bodas. Que el sentido de las ráfagas es simplemente avisar de la llegada de la novia, para que los invitados estén alerta, pero que en el siglo XXI eso se puede hacer (también) con SMS o llamando al móvil.
Ah, bueno.
El día menos pensado, igual limitan también los raptos de las novias y cosas de ésas. Total, estamos en el siglo XXI, y existen las agencias matrimoniales.
Hasta aquí, no hay nada de particular, salvo que los alegres invitados de la boda se pusieron a aplicar las ancestrales costumbres de su lugar de origen. En Valencia, la costumbre es poner una traca a la salida de la iglesia y tirar mucho arroz a los novios. En otros sitios, no sé muy bien qué hacen (en las películas gringas atan latas vacías al coche de los novios, para que hagan ruido al arrancar), pero todos los que vivimos en Moscú nos hemos enterado perfectamente de cómo lo hacen en Daguestán: en Daguestán, los amigos del novios pillan una ametralladora, que allí debe ser como un electrodoméstico más, y sueltan unas ráfagas al aire (o no, no sé...). Eso fue lo que hicieron la semana pasada, subiendo por la Tverskaya, a dos pasos del Kremlin.
Si a mí se me ocurre ir por la Tverskaya con una ametralladora, y no digamos dispararla, iba a tener problemas pero que muy serios. Los amigos del novio no. Los amigos del novio, aunque se sabe perfectamente quiénes son, se han ido de rositas. Supongo que precisamente ha sido por eso: porque se sabe perfectamente quiénes son, y parece que es mejor no meterse con ellos.
La cosa ha supuesto cierto revuelo. Veamos un más o menos chiste que se cuenta.
Noticias del futuro próximo
El tribunal municipal de la Sharia de Moscú ha declarado culpable a un tal ciudadano Ivanov, el cual, violando todas las costumbres, intentó adelantar al cortejo nupcial del estimado clan de los Mamedov, e incluso se permitió increpar a los invitados, que estaban saludando pacíficamente a los novios con festivas ráfagas de metralleta.
Ahora va en ruso.
Новости недалекого будущего.
Московский городской шариатский суд признал виновным некоего гр. Иванова, который, в нарушение всех обычаев, пытался обогнать свадебный кортеж уважаемой четы Мамедовых, а также позволял себе делать замечания в адрес гостей, мирно приветствовавших молодоженов праздничными автоматными очередями.
Anteayer, vino a poner paz en este entuerto nada menos que el popular presidente de Chechenia (otro país donde hay más metralletas que churros), Ramzán Kadírov, un muchacho (porque es un muchacho) capaz de ganar las elecciones con más del 100% de los votos. De forma didáctica, Kadírov dice que van a limitar las ráfagas de metralleta en las bodas. Que el sentido de las ráfagas es simplemente avisar de la llegada de la novia, para que los invitados estén alerta, pero que en el siglo XXI eso se puede hacer (también) con SMS o llamando al móvil.
Ah, bueno.
El día menos pensado, igual limitan también los raptos de las novias y cosas de ésas. Total, estamos en el siglo XXI, y existen las agencias matrimoniales.
jueves, 4 de octubre de 2012
Gostis (VIII): Comprando recuerdos
Al final, mis gostis volvieron de San Petersburgo, después de gozar de la monumentalidad de la ciudad, de sus incomparables vistas y de la riqueza cultural y museística que atesora, en los términos que quedan fielmente reflejados en la entrada anterior. Pero todo lo bueno termina, y finalmente, un buen día, hubo que abandonar la capital del Norte y volver a Moscú, que supongo que habrá que llamar capital del Sur, por raro que resulte.
Era sábado, y el sábado era el gran día de ir a la Gorbushka, el mercadillo de cedés, que era el objetivo número uno del viaje, al menos para Kúkoch y para Manolo. Tortajada, de verdad, parecía más proclive a ir de museos, y Spassky era menos aficionado a los discos que los otros dos.
No consiguieron levantarse a las ocho, a diferencia de lo previsto en su plan, porque Kúkoch no ha estado nunca para esos trotes, pero finalmente nos pusimos en marcha. Nada más llegar, comenzó a llover y a hacer viento frío, así, de agosto, y Manolo, que iba sin abrigo, y Kúkoch, que iba sin chubasquero, las pasaron negras. Pero nada, ¡dureza!
Al que va hoy a la Gorbushka (yo mismo, sin ir más lejos, el mes pasado) le resulta difícil imaginar lo que era aquello a finales de los noventa. Hoy es un respetable lugar comercial en el que se puede encontrar (casi) todo lo que tiene que ver con la electricidad en plan doméstico y con los contenidos digitales.
Entonces, no.
En aquel tiempo, aquello era una jungla absolutamente espontánea que invadió el parque de Filí y que, los fines de semana, montaba chiringuitos en cualquier situación, lloviera, nevara o hiciera un sol de justicia. Un rastro musical con una preponderancia absoluta de discos piratas. Por dos dólares y medio podías encontrar todo tipo de música popular; si no lo encontrabas pirateado (me pasó con Gary Glitter, por ejemplo), podías preguntar en varios sitios, en la confianza de que poco después estaría pirateado y ya lo tendrías a mano. La oferta encajando con la demanda y a la propiedad intelectual que la zurzan.
La actuación de los gostis en el mercadillo fue muy destacada, con su traductor puesto.
- ¡Tienen Foo Fighters! (entonces a los Foo Fighters, que se acaban de retirar, no los conocía prácticamente nadie)
- Pues claro.
- ¿Por cuánto van?
Le pasé la pregunta al vendedor, que debía estar flipando ante la visión de cuatro cabezas con mirada codiciosa paseándose por su chiringuito.
- Quince rublos.
Entonces, un dólar eran seis rublos. Sólo dos días después de aquella visita colapsaría el rublo complementamente, pero eso es otra historia.
- ¿Quince?
- Eso dice.
- Pero eso será si nos llevamos uno.
- Bueno, sí. Otras veces que he venido ha habido algunos descuentos si te llevabas varios.
- ¡Eh! Vamos a juntarnos todos.
- Fíjate. Están casi todos los discos de Roxette.
- Qué puesto más bueno.
- Me los llevo todos.
- Oiga, ¿y si compramos diez?
- Dice que si compráis más de diez, os los deja en trece rublos.
- Bueno, diez compró yo solo.
- Y yo.
- Pregúntale a cuánto nos los deja si compramos más de treinta.
- Dice que entonces los deja en doce.
- ¡Vamos a ver si le apretamos más!
- El puesto es muy bueno. Anda... ¡si tienen Saxon! ¡Y Thin Lizzy!
- Eh, déjamelo a mí.
- Pregúntale si tiene más de Thin Lizzy.
- No dice que no, pero que os trae más mañana, si queréis.
- Que lo haga.
- Oye, que dice que si pasáis de cincuenta, os los deja por once rublos. Oye... por once rublos, creo que también yo voy a comprar algunos.
De ese puesto, entre todos, salimos habiendo comprado noventa y un discos. Noventa y uno. Precio de mayorista, o poco menos. Eso sí, si llego a saber que los rublos que tenía en el bolsillo iban a valer la cuarta parte dos días después, me dejo allí hasta la última moneda.
Como aquello era imposible de cargar tuvimos que comprar allí mismo una bolsa de viaje y un par de mochilas para meter tanto disco. En total, a base de picotear por aquí y por allá, salimos de la Gorbushka con seiscientos discos. No sé si batimos algún récord.
Kúkoch y Manolo estaban radiantes.
- Pues yo creo que deberíamos volver aquí mañana, en lugar de ver la ciudad o viajar a algún pueblo.
- Sí, sí, estaría bien.
- Bueno -dijo Spassky-, pero hoy es sábado. Podíamos salir a ver el ambiente.
- ¿Con el frío que hace?
- No es tanto, mariconazo ¡Dureza!
- Alfor, ¿qué tal? ¿Salimos por ahí?
- Bueno, venga...
- ¿Qué sitios conoces?
- No sé. Está el Papá John's, el Hungry Duck...
- ¿El Hungry Duck? ¿Pato Hambriento? - dijo Tortajada, que había terminado un cursillo de inglés del ayuntamiento de Albal.
- Sí. Hay uno que se llama así.
- Vamos a ése, ¿no?
- A... ¿ése...? ¿al Pato?
- Sí.
Ay, ay, ay... menos mal que mi novia se había ido a Tallin.
Era sábado, y el sábado era el gran día de ir a la Gorbushka, el mercadillo de cedés, que era el objetivo número uno del viaje, al menos para Kúkoch y para Manolo. Tortajada, de verdad, parecía más proclive a ir de museos, y Spassky era menos aficionado a los discos que los otros dos.
No consiguieron levantarse a las ocho, a diferencia de lo previsto en su plan, porque Kúkoch no ha estado nunca para esos trotes, pero finalmente nos pusimos en marcha. Nada más llegar, comenzó a llover y a hacer viento frío, así, de agosto, y Manolo, que iba sin abrigo, y Kúkoch, que iba sin chubasquero, las pasaron negras. Pero nada, ¡dureza!
Al que va hoy a la Gorbushka (yo mismo, sin ir más lejos, el mes pasado) le resulta difícil imaginar lo que era aquello a finales de los noventa. Hoy es un respetable lugar comercial en el que se puede encontrar (casi) todo lo que tiene que ver con la electricidad en plan doméstico y con los contenidos digitales.
Entonces, no.
En aquel tiempo, aquello era una jungla absolutamente espontánea que invadió el parque de Filí y que, los fines de semana, montaba chiringuitos en cualquier situación, lloviera, nevara o hiciera un sol de justicia. Un rastro musical con una preponderancia absoluta de discos piratas. Por dos dólares y medio podías encontrar todo tipo de música popular; si no lo encontrabas pirateado (me pasó con Gary Glitter, por ejemplo), podías preguntar en varios sitios, en la confianza de que poco después estaría pirateado y ya lo tendrías a mano. La oferta encajando con la demanda y a la propiedad intelectual que la zurzan.
La actuación de los gostis en el mercadillo fue muy destacada, con su traductor puesto.
- ¡Tienen Foo Fighters! (entonces a los Foo Fighters, que se acaban de retirar, no los conocía prácticamente nadie)
- Pues claro.
- ¿Por cuánto van?
Le pasé la pregunta al vendedor, que debía estar flipando ante la visión de cuatro cabezas con mirada codiciosa paseándose por su chiringuito.
- Quince rublos.
Entonces, un dólar eran seis rublos. Sólo dos días después de aquella visita colapsaría el rublo complementamente, pero eso es otra historia.
- ¿Quince?
- Eso dice.
- Pero eso será si nos llevamos uno.
- Bueno, sí. Otras veces que he venido ha habido algunos descuentos si te llevabas varios.
- ¡Eh! Vamos a juntarnos todos.
- Fíjate. Están casi todos los discos de Roxette.
- Qué puesto más bueno.
- Me los llevo todos.
- Oiga, ¿y si compramos diez?
- Dice que si compráis más de diez, os los deja en trece rublos.
- Bueno, diez compró yo solo.
- Y yo.
- Pregúntale a cuánto nos los deja si compramos más de treinta.
- Dice que entonces los deja en doce.
- ¡Vamos a ver si le apretamos más!
- El puesto es muy bueno. Anda... ¡si tienen Saxon! ¡Y Thin Lizzy!
- Eh, déjamelo a mí.
- Pregúntale si tiene más de Thin Lizzy.
- No dice que no, pero que os trae más mañana, si queréis.
- Que lo haga.
- Oye, que dice que si pasáis de cincuenta, os los deja por once rublos. Oye... por once rublos, creo que también yo voy a comprar algunos.
De ese puesto, entre todos, salimos habiendo comprado noventa y un discos. Noventa y uno. Precio de mayorista, o poco menos. Eso sí, si llego a saber que los rublos que tenía en el bolsillo iban a valer la cuarta parte dos días después, me dejo allí hasta la última moneda.
Como aquello era imposible de cargar tuvimos que comprar allí mismo una bolsa de viaje y un par de mochilas para meter tanto disco. En total, a base de picotear por aquí y por allá, salimos de la Gorbushka con seiscientos discos. No sé si batimos algún récord.
Kúkoch y Manolo estaban radiantes.
- Pues yo creo que deberíamos volver aquí mañana, en lugar de ver la ciudad o viajar a algún pueblo.
- Sí, sí, estaría bien.
- Bueno -dijo Spassky-, pero hoy es sábado. Podíamos salir a ver el ambiente.
- ¿Con el frío que hace?
- No es tanto, mariconazo ¡Dureza!
- Alfor, ¿qué tal? ¿Salimos por ahí?
- Bueno, venga...
- ¿Qué sitios conoces?
- No sé. Está el Papá John's, el Hungry Duck...
- ¿El Hungry Duck? ¿Pato Hambriento? - dijo Tortajada, que había terminado un cursillo de inglés del ayuntamiento de Albal.
- Sí. Hay uno que se llama así.
- Vamos a ése, ¿no?
- A... ¿ése...? ¿al Pato?
- Sí.
Ay, ay, ay... menos mal que mi novia se había ido a Tallin.
martes, 2 de octubre de 2012
Gostis (VII): En San Petersburgo
Querido Sepp:
Como era de esperar, el viaje a San Petersburgo ha dado bastante de sí. No sé si debo avergonzarme o no, pero lo cierto es que yo iba con ganas de realizar alguna actividad cultural. Además de nosotros cinco, nos acompañaba mi novia, la de la cena en la que esta gente se quitó los pantalones, y su amigo Adolphe, un francés con conocimientos básicos de español. Sin embargo, con los profundos conocimientos de inglés de Manolo (sobre todo), Spassky y un Kúkoch que, incomprensiblemente, sólo tiene acento valenciano cuando farfulla inglés, no hubo el menor problema de comunicación: Adolphe tuvo que mejorar su español a marchas forzadas.
El día de la partida trataron de ir a ver la momia de Lenin, pero sólo fue para encontrarse con que los viernes cerraban el chiringuito, así que tuvieron que dejarlo para otra ocasión más propicia. Luego ya nos dirigimos a la estación de tren, encontramos el nuestro, dejé a estos chicos en su vagón y yo me fui al mío, porque, debido a un malentendido, no pude comprar los billetes al mismo tiempo que ellos y, cuando fui a hacerlo, ya no quedaba sitio en su vagón. Supongo que debió correr la voz de que estos cuatro insignes viajeros se desplazarían a San Petersburgo en dicho tren, y los billetes se vendieron rápidamente, todo con tal de contemplar el espectáculo.
Los muy cabrones dicen que durmieron fatal, pero lo cierto es que los malditos sólo se despertaron con el tren ya parado en destino, y bajaron los últimos del vagón y con las legañas colgándoles de los ojos, y eso que el revisor del vagón les había estado golpeando a la vuelta desde media hora antes.
- Yo ya lo había oído, pero no hacía mucho caso - decía Kúkoch.
Llegamos al albergue, que sólo estaba a dos paradas de metro, y nos aposentamos más o menos. Mi habitación estaba aceptablemente bien. La compartía con Adolphe y Tortajada y las camas eran sólidas. En cambio, peor suerte corrieron Kúkoch, Spassky y Manolo, a quienes tocaron unos somieres que te "abrazaban" en cuanto te tirabas sobre ellos. El intento de cambiar de habitación no tuvo resultado, y es que estos son unas nenas, se quejan de todo.
La mañana se pasó de paseo por la orilla del río, hacia la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Vimos la tumba del último zar, al que enterraron hace un par de semanas, y también las mazmorras donde penaban los revolucionarios, y el museo histórico. Y luego salimos de allí y, por la playa del río, y después de comer un bocado, llegamos hasta la plaza del Palacio, frente al Hermitage, que posiblemente sea el museo más importante del mundo. Tras un rato un poco tonto, Adolphe, Kúkoch y Spassky (y mi novia) se metieron a verlo, aunque poco podrían ver en las menos de dos horas que pasarían finalmente allí; en tanto que yo, que ya he estado seis veces en el Hermitage y ya está bien, me fui a la Kunstkamera con Manolo y Tortajada. La Kunstkamera es el museo etnográfico de Rusia, y también alberga la colección de Pedro I de curiosidades y bichos raros, incluyendo una especie de museo de los horrores, con fetos con dos cabezas, tipos deformes, ovejas bicéfalas y todo tipo de malformidades. Contra todo pronóstico, Manolo no fue retenido en el museo ni incluido en la colección del mismo, y así nos reunimos todos poco después en la columna de Alejandro I, en la plaza del Palacio.
Después de un rato de callejeo por la avenida Nevsky, terminamos en un tugurio de una bocacalle bebiendo cerveza. Cuando cerraron el bar, seguimos ante la puerta con una mezcla de vodka con naranja y, al terminar, bueno, aquello había que verlo. Esta gente no sabe beber. No sabe beber seis cervezas de medio litro cada uno y tres litros de vodka con naranja entre seis. Así, España nunca saldrá adelante. Pero nos dimos cuenta de que Tortajada sólo habla inglés cuando está borracho ("I believe in Chiquito! No puedo, no puedo...") y que, en estos casos, el que los controla es ¡Spassky!, lo que me faltaba por ver. De momento, el intento de entrar en un club en la avenida Nevsky falló, porque 20 dólares de entrada frenan a cualquiera, a pesar de que la promesa de sexo fácil en el interior (pero pagando, ¿eh?) les hizo dudar más que en otras ocasiones.
Hay una peculiaridad de San Petersburgo, ciudad construida sobre unas cincuenta islas, y es que a las dos de la mañana levantan los puentes que las unen para permitir el paso del tráfico fluvial. Claro, el resultado es que, si vives en otra isla (como nosotros...), te quedas colgado hasta que vuelvan a bajar los puentes, a eso de las cuatro y media. Yo insistí bastante sobre este punto, pero nadie me escuchaba y, finalmente, me volví hacia el albergue a eso de la una, para evitar problemas.
Hice mal, creo, porque me perdí algunos sucesos estelares. Poco antes de que me separara de ellos entablaron conversación con dos nativas, que les llevaron a una discoteca en pleno canal Griboyédov, que es una de las zonas con más marcha de la ciudad. La entrada no es gratis, pero ellos la esquivaron enseñando los pasaportes, y les dejaron pasar. Luego Manolo se puso a bailar con una rusa, y esta parecía corresponder, pero entonces apareció el novio de la rusa con un colega. Spassky se puso a salvar a Manolo del desastre, cosa que no me creería si no la hubieran corroborado todos. Mientras tanto, Tortajada no encontraba una de las fichas del guardarropa, y quería sacar una cazadora. Como sin ficha no se la daban, pidió hablar con el jefe del encargado; llegó el dueño, y tampoco se la daba, así que pidió hablar con el jefe del dueño. Por desgracia, el dueño no tenía jefe. Al final, consiguió sacarla, y al día siguiente encontró la ficha del guardarropía en su bolsillo trasero. Es posible que esta noche vuelvan a la discoteca, a ver si con la ficha se llevan una prenda gratis.
El caso es que cayeron en la trampa, porque al salir todos los puentes estaban levantados, y nadie quiso conducirles hasta la estación de Finlandia, que era donde estaba el albergue. Una disciplinada marcha de dos horas bajo la luz de la luna les llevó hasta allí. Claro, a las dos horas ya habían bajado los puentes y pudieron pasar andando, pero si se hubieran quedado quietecitos dos horas, en lugar de caminar sin ton ni son, se hubiera alcanzado el mismo resultado.
Ayer, domingo, les costó un poco levantarse. Yo tenía pensado, dentro de mi programa cultural, ir a Tsárskoie Seló, cerca de la ciudad, para ver el palacio Yekaterinsky, que aún no había visto. Tortajada, repuesto más o menos de su hazaña de la víspera, se metió todo el día en el Hermitage. Momento destacado de la mañana fue la degustación del desayuno, cosa que me terminó de demostrar que estos chicos son unas nenas: dos salchichas hervidas, un té mísero (¡gratis!), y estos no son capaces de terminarlo, vivir para ver. Es más, ni siquiera vieron la cucaracha que correteaba por la cocina, y aún así ni tocaron el desayuno. Gentuza, en suma. Unas nenas.
Spassky, Kúkoch y Manolo dijeron que vendrían a Tsárskoie Seló, me quedé esperándoles mientras se recuperaban y al final se rajaron. Total, que se quedaron vegetando por la ciudad, mientras a la excursión fuimos mi novia, Adolphe y yo.
A la vuelta, comimos algo, nos reunimos junto a la columna de Alejandro I y dimos algún paseo por la estatua de Pedro I, la catedral de San Isaac y, finalmente, dimos un instructivo paseo en barca por los canales de San Petersburgo. Digo instructivo porque había una guía que nos explicaba por dónde pasábamos y qué edificios eran aquellos, pero me temo que mis compañeros no entendieron ni jota y, si algo entendieron, maldito si les interesó.
Y a la salida del crucero nos volvimos los que trabajamos en Moscú, y estos chicos se han quedado en San Petersburgo un día más. La ciudad ha sobrevivido a guerras, bloqueos nazis, inundaciones, y hasta un par de revoluciones, así que podemos esperar que el paso de estos cuatro monstruos no termine con ella definitivamente.
También en esta ocasión tengo un pequeño índice de frases significativas sobre la estancia de estos chicos por tierras rusas.
"Así que coméis espaguetis todos los días ¿Y a qué restaurante vais?" (Miguel, un tipo un pelín pijo que trabaja en el Consulado)
"Hay que aprovechar esos helados a cincuenta pesetas" (Kúkoch, después de comprar el tercer helado consecutivo)
"Eso es el Hermitage" (Yo, señalando hacia el famoso museo) "¡Ah! ¿Es ahí donde hacen esos bocadillos que decías?" (Spassky)
"Si yo, que todo el mundo dice que soy un maricón, aguanto, todo el mundo aguanta ¡Dureza!" (Manolo, en un momento de relajo de los demás)
"Voy a ver los helados, o los pastelitos... o cualquier cosa" (Spassky, después de comerse un bocadillo de medio metro, y todavía con hambre)
"¡Ah, era eso! Yo pensaba que señalabas a una mujer" (Manolo, que no oyó muy bien mis explicaciones sobre la Catedral de San Pedro y San Pablo)
"Yo antes de conocer a Spassky era un desgraciado" (Pepe, a mi novia, ya con un litro de cerveza entre pecho y espalda)
"I believe in Chiquito! No puedo, no puedo..." (Tortajada) "¡Yupi!"
"Ya no podemos pedir nada, van a cerrar el bar" (Adolphe, resignado) "Pero, ¿podemos consumir?" (Manolo, pensando en el litrico de vodka que había comprado por la calle)
"Yo no hablo, yo follo" (Tortajada, totalmente borracho, negociando el precio de entrada en el club de alterne en la avenida Nevsky)
"Y quiero hablar con tu jefe" (Tortajada, al dueño de la discoteca donde estaban teniendo una trifulca)
(...)
"¡Tengo un dolor de cabeza! Parece que tenga tres o cuatro cabezas..." (Kúkoch)
"Ah, pero, ¿enseñamos los pasaportes al entrar?" (Tortajada)
"Sí, y tú querías dárselos" (Spassky)
"Cuando tienes resaca, te bebes hasta el agua de los floreros" (Tortajada)
"Oye, si te deportan, ¿quién paga el avión?" (Spassky)
"Este minuto y medio he estado orgulloso de ti" (Spassky, a Manolo, que había dicho algo razonable) "Incluso ha seguido el régimen" (Kúkoch, recordando que hacía minuto y medio que Manolo no comía ningún helado).
Esto es todo de momento. Estos chicos siguen por allí, así que se puede esperar cualquier cosa, incluso que no puedan tomar el tren esta noche a Moscú. Pero no, no caerá esa breva.
Alfor von Buchweizen
Como era de esperar, el viaje a San Petersburgo ha dado bastante de sí. No sé si debo avergonzarme o no, pero lo cierto es que yo iba con ganas de realizar alguna actividad cultural. Además de nosotros cinco, nos acompañaba mi novia, la de la cena en la que esta gente se quitó los pantalones, y su amigo Adolphe, un francés con conocimientos básicos de español. Sin embargo, con los profundos conocimientos de inglés de Manolo (sobre todo), Spassky y un Kúkoch que, incomprensiblemente, sólo tiene acento valenciano cuando farfulla inglés, no hubo el menor problema de comunicación: Adolphe tuvo que mejorar su español a marchas forzadas.
El día de la partida trataron de ir a ver la momia de Lenin, pero sólo fue para encontrarse con que los viernes cerraban el chiringuito, así que tuvieron que dejarlo para otra ocasión más propicia. Luego ya nos dirigimos a la estación de tren, encontramos el nuestro, dejé a estos chicos en su vagón y yo me fui al mío, porque, debido a un malentendido, no pude comprar los billetes al mismo tiempo que ellos y, cuando fui a hacerlo, ya no quedaba sitio en su vagón. Supongo que debió correr la voz de que estos cuatro insignes viajeros se desplazarían a San Petersburgo en dicho tren, y los billetes se vendieron rápidamente, todo con tal de contemplar el espectáculo.
Los muy cabrones dicen que durmieron fatal, pero lo cierto es que los malditos sólo se despertaron con el tren ya parado en destino, y bajaron los últimos del vagón y con las legañas colgándoles de los ojos, y eso que el revisor del vagón les había estado golpeando a la vuelta desde media hora antes.
- Yo ya lo había oído, pero no hacía mucho caso - decía Kúkoch.
Llegamos al albergue, que sólo estaba a dos paradas de metro, y nos aposentamos más o menos. Mi habitación estaba aceptablemente bien. La compartía con Adolphe y Tortajada y las camas eran sólidas. En cambio, peor suerte corrieron Kúkoch, Spassky y Manolo, a quienes tocaron unos somieres que te "abrazaban" en cuanto te tirabas sobre ellos. El intento de cambiar de habitación no tuvo resultado, y es que estos son unas nenas, se quejan de todo.
La mañana se pasó de paseo por la orilla del río, hacia la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Vimos la tumba del último zar, al que enterraron hace un par de semanas, y también las mazmorras donde penaban los revolucionarios, y el museo histórico. Y luego salimos de allí y, por la playa del río, y después de comer un bocado, llegamos hasta la plaza del Palacio, frente al Hermitage, que posiblemente sea el museo más importante del mundo. Tras un rato un poco tonto, Adolphe, Kúkoch y Spassky (y mi novia) se metieron a verlo, aunque poco podrían ver en las menos de dos horas que pasarían finalmente allí; en tanto que yo, que ya he estado seis veces en el Hermitage y ya está bien, me fui a la Kunstkamera con Manolo y Tortajada. La Kunstkamera es el museo etnográfico de Rusia, y también alberga la colección de Pedro I de curiosidades y bichos raros, incluyendo una especie de museo de los horrores, con fetos con dos cabezas, tipos deformes, ovejas bicéfalas y todo tipo de malformidades. Contra todo pronóstico, Manolo no fue retenido en el museo ni incluido en la colección del mismo, y así nos reunimos todos poco después en la columna de Alejandro I, en la plaza del Palacio.
Después de un rato de callejeo por la avenida Nevsky, terminamos en un tugurio de una bocacalle bebiendo cerveza. Cuando cerraron el bar, seguimos ante la puerta con una mezcla de vodka con naranja y, al terminar, bueno, aquello había que verlo. Esta gente no sabe beber. No sabe beber seis cervezas de medio litro cada uno y tres litros de vodka con naranja entre seis. Así, España nunca saldrá adelante. Pero nos dimos cuenta de que Tortajada sólo habla inglés cuando está borracho ("I believe in Chiquito! No puedo, no puedo...") y que, en estos casos, el que los controla es ¡Spassky!, lo que me faltaba por ver. De momento, el intento de entrar en un club en la avenida Nevsky falló, porque 20 dólares de entrada frenan a cualquiera, a pesar de que la promesa de sexo fácil en el interior (pero pagando, ¿eh?) les hizo dudar más que en otras ocasiones.
Hay una peculiaridad de San Petersburgo, ciudad construida sobre unas cincuenta islas, y es que a las dos de la mañana levantan los puentes que las unen para permitir el paso del tráfico fluvial. Claro, el resultado es que, si vives en otra isla (como nosotros...), te quedas colgado hasta que vuelvan a bajar los puentes, a eso de las cuatro y media. Yo insistí bastante sobre este punto, pero nadie me escuchaba y, finalmente, me volví hacia el albergue a eso de la una, para evitar problemas.
Hice mal, creo, porque me perdí algunos sucesos estelares. Poco antes de que me separara de ellos entablaron conversación con dos nativas, que les llevaron a una discoteca en pleno canal Griboyédov, que es una de las zonas con más marcha de la ciudad. La entrada no es gratis, pero ellos la esquivaron enseñando los pasaportes, y les dejaron pasar. Luego Manolo se puso a bailar con una rusa, y esta parecía corresponder, pero entonces apareció el novio de la rusa con un colega. Spassky se puso a salvar a Manolo del desastre, cosa que no me creería si no la hubieran corroborado todos. Mientras tanto, Tortajada no encontraba una de las fichas del guardarropa, y quería sacar una cazadora. Como sin ficha no se la daban, pidió hablar con el jefe del encargado; llegó el dueño, y tampoco se la daba, así que pidió hablar con el jefe del dueño. Por desgracia, el dueño no tenía jefe. Al final, consiguió sacarla, y al día siguiente encontró la ficha del guardarropía en su bolsillo trasero. Es posible que esta noche vuelvan a la discoteca, a ver si con la ficha se llevan una prenda gratis.
El caso es que cayeron en la trampa, porque al salir todos los puentes estaban levantados, y nadie quiso conducirles hasta la estación de Finlandia, que era donde estaba el albergue. Una disciplinada marcha de dos horas bajo la luz de la luna les llevó hasta allí. Claro, a las dos horas ya habían bajado los puentes y pudieron pasar andando, pero si se hubieran quedado quietecitos dos horas, en lugar de caminar sin ton ni son, se hubiera alcanzado el mismo resultado.
Ayer, domingo, les costó un poco levantarse. Yo tenía pensado, dentro de mi programa cultural, ir a Tsárskoie Seló, cerca de la ciudad, para ver el palacio Yekaterinsky, que aún no había visto. Tortajada, repuesto más o menos de su hazaña de la víspera, se metió todo el día en el Hermitage. Momento destacado de la mañana fue la degustación del desayuno, cosa que me terminó de demostrar que estos chicos son unas nenas: dos salchichas hervidas, un té mísero (¡gratis!), y estos no son capaces de terminarlo, vivir para ver. Es más, ni siquiera vieron la cucaracha que correteaba por la cocina, y aún así ni tocaron el desayuno. Gentuza, en suma. Unas nenas.
Spassky, Kúkoch y Manolo dijeron que vendrían a Tsárskoie Seló, me quedé esperándoles mientras se recuperaban y al final se rajaron. Total, que se quedaron vegetando por la ciudad, mientras a la excursión fuimos mi novia, Adolphe y yo.
A la vuelta, comimos algo, nos reunimos junto a la columna de Alejandro I y dimos algún paseo por la estatua de Pedro I, la catedral de San Isaac y, finalmente, dimos un instructivo paseo en barca por los canales de San Petersburgo. Digo instructivo porque había una guía que nos explicaba por dónde pasábamos y qué edificios eran aquellos, pero me temo que mis compañeros no entendieron ni jota y, si algo entendieron, maldito si les interesó.
Y a la salida del crucero nos volvimos los que trabajamos en Moscú, y estos chicos se han quedado en San Petersburgo un día más. La ciudad ha sobrevivido a guerras, bloqueos nazis, inundaciones, y hasta un par de revoluciones, así que podemos esperar que el paso de estos cuatro monstruos no termine con ella definitivamente.
También en esta ocasión tengo un pequeño índice de frases significativas sobre la estancia de estos chicos por tierras rusas.
"Así que coméis espaguetis todos los días ¿Y a qué restaurante vais?" (Miguel, un tipo un pelín pijo que trabaja en el Consulado)
"Hay que aprovechar esos helados a cincuenta pesetas" (Kúkoch, después de comprar el tercer helado consecutivo)
"Eso es el Hermitage" (Yo, señalando hacia el famoso museo) "¡Ah! ¿Es ahí donde hacen esos bocadillos que decías?" (Spassky)
"Si yo, que todo el mundo dice que soy un maricón, aguanto, todo el mundo aguanta ¡Dureza!" (Manolo, en un momento de relajo de los demás)
"Voy a ver los helados, o los pastelitos... o cualquier cosa" (Spassky, después de comerse un bocadillo de medio metro, y todavía con hambre)
"¡Ah, era eso! Yo pensaba que señalabas a una mujer" (Manolo, que no oyó muy bien mis explicaciones sobre la Catedral de San Pedro y San Pablo)
"Yo antes de conocer a Spassky era un desgraciado" (Pepe, a mi novia, ya con un litro de cerveza entre pecho y espalda)
"I believe in Chiquito! No puedo, no puedo..." (Tortajada) "¡Yupi!"
"Ya no podemos pedir nada, van a cerrar el bar" (Adolphe, resignado) "Pero, ¿podemos consumir?" (Manolo, pensando en el litrico de vodka que había comprado por la calle)
"Yo no hablo, yo follo" (Tortajada, totalmente borracho, negociando el precio de entrada en el club de alterne en la avenida Nevsky)
"Y quiero hablar con tu jefe" (Tortajada, al dueño de la discoteca donde estaban teniendo una trifulca)
(...)
"¡Tengo un dolor de cabeza! Parece que tenga tres o cuatro cabezas..." (Kúkoch)
"Ah, pero, ¿enseñamos los pasaportes al entrar?" (Tortajada)
"Sí, y tú querías dárselos" (Spassky)
"Cuando tienes resaca, te bebes hasta el agua de los floreros" (Tortajada)
"Oye, si te deportan, ¿quién paga el avión?" (Spassky)
"Este minuto y medio he estado orgulloso de ti" (Spassky, a Manolo, que había dicho algo razonable) "Incluso ha seguido el régimen" (Kúkoch, recordando que hacía minuto y medio que Manolo no comía ningún helado).
Esto es todo de momento. Estos chicos siguen por allí, así que se puede esperar cualquier cosa, incluso que no puedan tomar el tren esta noche a Moscú. Pero no, no caerá esa breva.
Alfor von Buchweizen