Novospassky no es un monasterio cualquiera. Es MI monasterio. He vivido nueve años a menos de un kilómetro de él y, durante esos años, hasta que se levantó una mole de tropecientos pisos de ésas que "adornan" Moscú, tuve vista directa a Novospassky desde mi ventana.
El monasterio, como la mayor parte de los monasterios rusos, tenía en el momento de su fundación dos funciones: la religiosa que se puede suponer, y la defensiva, como fortaleza frente a los ataques de los tártaros desde el sur, al igual que otros monasterios (Serguíev-Posad, Novodevichy, Andrónikov, Danilovsky, entre bastantes otros).
Allá por el siglo XVIII, los tártaros dejaron de ser un peligro, pero a principios del siglo XX llegó un problema mayor para Novospassky: los comunistas. Poco después de la revolución, el monasterio fue cerrado, los monjes expulsados, y las iglesias transformadas en campos de concentración. Guay. De los frescos del siglo XVIII no hay que hablar mucho, que da grima. Cuando el NKVD dejó de tener tanto trabajo, el monasterio fue transformado en cárcel para borrachos, una estación de recuperación para que a los borrachos incapaces de llegar a su casa y algo turbulentos se les pasara la mona en un lugar controlado. Más tarde fue un almacén, básicamente, aunque con el rimbombante título de centro de restauración de obras de arte.
No hay mal que cien años dure, pero se ve que setenta sí. A principios de los años noventa del pasado siglo, el monasterio fue devuelto a la Iglesia Ortodoxa en el lamentable estado que puede suponerse. Rápidamente fue abierto al culto, porque los templos escaseaban y la cantidad de creyentes de nuevo cuño no dejaba de crecer; volvieron los monjes (otros, claro) y, poco a poco, los trabajos de restauración fueron ejecutándose, siempre teniendo en cuenta que "restauración", en Rusia, me da la impresión de que simplemente significa "pintar por encima".
La primera vez que entré allí fue en algún momento de 1997, y luego en la Pascua de 1998, en que la iglesia principal del monasterio estaba de bote en bote, además de hecha una pena, y apenas se podía pasar. Y luego estuve mucho tiempo yendo a correr al estanque que hay junto a él y cuyo perímetro mide exactamente 630 metros, que he hecho muchísimas veces.
Al acercarse un domingo por la mañana al monasterio, las campanas suenan llamando a la primera misa, y los fieles van acudiendo y se persignan a la manera ortodoxa, o sea, comenzando por la derecha, al revés que nosotros. Así como nosotros nos persignamos en raras ocasiones, un ortodoxo lo hace constantemente: siempre que pasa por delante de una iglesia (práctica que entre nosotros, por desgracia, está en desuso), y cada dos por tres, o más, cuando está en misa. Nosotros, tres veces en las misas, al principio, antes del Evangelio y al final, y pare usted de contar.
Los fieles, todos con la cabeza cubierta, que los hombres descubrirán en cuanto entren en el templo, miran con curiosidad no exenta de desagrado a ese corredor vestido con ropas ajustadas que pasa por su lado, y con algo más de simpatía cuando ven que el corredor se santigua también, aunque sin parar de correr, al pasar por delante de la entrada de la iglesia.
Poco después, tras dar la vuelta a un edificio, llegué al estanque de Novospassky, al que tantas vueltas había dado cuando vivía por allí, con ánimo de darle un par de vueltas más. Otras veces había pasado por allí en pleno verano, después de trabajar, pasando entre los grupitos de jovencitos, algún monje que paseaba alrededor del estanque, mamás dando vueltas con sus carritos de bebé y mucha gente paseando al perro. Pero eso era lo que pasaba los días de entre semana por la tarde. Los domingos a las ocho y media de la mañana lo único que queda de toda la fauna anterior es la gente paseando al perro.
Qué tíos, tú. Están a todas horas. Y ninguno lleva el perro sujeto. Son una especie de secta que ve como lo más natural del mundo que el perro campe por sus respetos ladrándote y enredándose entre tus piernas, o saliendo detrás de ti a toda viroya con los colmillos en posición de ataque. Como mucho, el c*p*ll* del dueño, o dueña, te dirá: "No muerde. Qué va. Si no hace nada." O bien: "Sólo quiere jugar." Una chica que conocí hace tiempo decía que la culpa era mía, por provocar corriendo. Y es que los enemigos del corredor son las dos pes: perros y paletos.
De paletos también he visto unos cuantos en Novospassky, aunque no en domingo otoñal por la mañana. La típica gente medio borracha que se ríe al ver pasar a un corredor, o le hace burlas. Una vez hubo un jovencito que me pilló al comienzo de un entrenamiento progresivo, de los que empiezan muy lento y van incrementando en intensidad. El jovencito estaba con dos chicas, se las quiso dar de machote y se puso a mi altura, suponiendo que, al ritmo que iba, él lo soportaba perfectamente.
Yo no dije nada. Corrimos a bajo nivel una vuelta, y apreté un poco. Lo oía jadear un poco, pero el chaval aguantaba. Cada media vuelta apretaba yo sólo un poco, para que no se diera cuenta de que estaba intentando ahogarle sin que él se enterara; él jadeaba cada vez más, y a la tercera vuelta, ya a un ritmo decentillo, llegamos a la altura de las chicas que le acompañaban y allí ya se paró, sin aliento y bastante sudado, mientras las chicas se reían. Si lo que quería era dárselas de machote y ligar, la cosa no funcionó.
En estos pensamientos, di tres vueltas al perímetro del estanque y salí al malecón del río Moscú. Ante mí tenía cinco kilómetros largos, o cinco largos kilómetros, con el vivificante viento en contra.
Cosa que queda para la siguiente entrada.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
martes, 29 de noviembre de 2011
viernes, 25 de noviembre de 2011
Campañas
En todos los países donde hay elecciones, el que las convoca está interesado en que la gente vote, y por eso trata de ponérselo fácil a los votantes y de fomentar su participación con campañas de publicidad. La excepción es España y el voto de los residentes en el extranjero, que se ha convertido en algo imposible, pero ésa es otra historia.
Los poderes públicos realizan sus campañas de fomento de la participación con eslóganes como "¡Vota! Tu país te necesita" o "Si no votas, no protestes" o "Tu voto cuenta", entre otros de escasa originalidad, pero que en todo caso animan al acto del voto en general, obviamente sin decantarse por ninguna de las opciones concretas que se ofrecen al elector. En Rusia también hay una campaña semejante, claro que sí.
Pero, de momento, quedémonos en otro asunto y veamos la imagen siguiente, tomada hace un rato (está bitácora es en diferido, pero me imagino que la cosa sigue igual):
Se trata del bulevar Tverskoy, en las inmediaciones de la plaza Pushkin, uno de los lugares más transitados de Moscú. Vemos en una marquesina de autobús el cartel electoral de Rusia Unida, el partido preferido de mi hija Ro. Acerquémonos un poco para verlo mejor.
He ahí. El cartel electoral oficial de Rusia Unida con su lema "Сохраняем. Для жизни. Для людей". "Conservamos. Para vivir. Para las personas." Con un fondo en el que se representan gentes de toda condición, y en segundo plano la silueta de una ciudad en tonos azul claro. Y anima a votar a Rusia Unida, claro. Rusia Unida no tiene ideología conocida, pero ellos dicen que son conservadores y su lema electoral parece apuntar en esa dirección.
Si volvemos a la primera imagen, vemos a lo lejos, unos pocos metros más allá, otro cartel electoral ¿Lo ven? Sí, está ese soporte junto a la pared. También aquí nos acercaremos un poco para que no quede lugar a dudas. Sí, aquí está.
No, no es el juego de las siete diferencias. Ese cartel electoral de ahí no es un cartel de Rusia Unida. Es nada menos que la campaña institucional para animar al voto, pagada con fondos públicos. Es cierto que tiene exactamente el mismo color y la misma imagen que el cartel partidista anterior, pero el lema es diferente. Голосую за Россию! Голосую за себя! O sea: ¡Voto por Rusia! (no dice "Unida", eso sí) ¡Voto por mí!
En opinión de Rusia Unida, y no digamos de la Comisión Electoral Central, este fenómeno (y no es el único sitio en Moscú donde ambos carteles están a pocos metros uno de otro) es pura casualidad y en ningún caso constituye una infracción a la legislación electoral rusa. Se trata, dicen los responsables del tinglado, de una imagen que se puede encontrar en internet, en bases de datos de gráficos, es de uso libre, y el hecho de que los creativos de ambas campañas la hayan utilizado no es sospechoso de favorecer a ningún partido, qué va.
Se lo voy a decir a Ro, a ver qué le parece. Si le parece bien y que todo esto es pura casualidad y que qué cosas tienes papá, me da a mí que voy a cerrar la bitácora. Se empieza así, y se acaba como el padre de Pavlik Morozov.
Los poderes públicos realizan sus campañas de fomento de la participación con eslóganes como "¡Vota! Tu país te necesita" o "Si no votas, no protestes" o "Tu voto cuenta", entre otros de escasa originalidad, pero que en todo caso animan al acto del voto en general, obviamente sin decantarse por ninguna de las opciones concretas que se ofrecen al elector. En Rusia también hay una campaña semejante, claro que sí.
Pero, de momento, quedémonos en otro asunto y veamos la imagen siguiente, tomada hace un rato (está bitácora es en diferido, pero me imagino que la cosa sigue igual):
Se trata del bulevar Tverskoy, en las inmediaciones de la plaza Pushkin, uno de los lugares más transitados de Moscú. Vemos en una marquesina de autobús el cartel electoral de Rusia Unida, el partido preferido de mi hija Ro. Acerquémonos un poco para verlo mejor.
He ahí. El cartel electoral oficial de Rusia Unida con su lema "Сохраняем. Для жизни. Для людей". "Conservamos. Para vivir. Para las personas." Con un fondo en el que se representan gentes de toda condición, y en segundo plano la silueta de una ciudad en tonos azul claro. Y anima a votar a Rusia Unida, claro. Rusia Unida no tiene ideología conocida, pero ellos dicen que son conservadores y su lema electoral parece apuntar en esa dirección.
Si volvemos a la primera imagen, vemos a lo lejos, unos pocos metros más allá, otro cartel electoral ¿Lo ven? Sí, está ese soporte junto a la pared. También aquí nos acercaremos un poco para que no quede lugar a dudas. Sí, aquí está.
No, no es el juego de las siete diferencias. Ese cartel electoral de ahí no es un cartel de Rusia Unida. Es nada menos que la campaña institucional para animar al voto, pagada con fondos públicos. Es cierto que tiene exactamente el mismo color y la misma imagen que el cartel partidista anterior, pero el lema es diferente. Голосую за Россию! Голосую за себя! O sea: ¡Voto por Rusia! (no dice "Unida", eso sí) ¡Voto por mí!
En opinión de Rusia Unida, y no digamos de la Comisión Electoral Central, este fenómeno (y no es el único sitio en Moscú donde ambos carteles están a pocos metros uno de otro) es pura casualidad y en ningún caso constituye una infracción a la legislación electoral rusa. Se trata, dicen los responsables del tinglado, de una imagen que se puede encontrar en internet, en bases de datos de gráficos, es de uso libre, y el hecho de que los creativos de ambas campañas la hayan utilizado no es sospechoso de favorecer a ningún partido, qué va.
Se lo voy a decir a Ro, a ver qué le parece. Si le parece bien y que todo esto es pura casualidad y que qué cosas tienes papá, me da a mí que voy a cerrar la bitácora. Se empieza así, y se acaba como el padre de Pavlik Morozov.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Eligiendo a los padres de la patria
Mientras nos acercamos corriendo al monasterio Novospassky, han tenido lugar las elecciones en España, con el resultado que era de suponer, y está teniendo lugar la campaña electoral para las elecciones en Rusia, que tendrán lugar el 4 de diciembre, y que también terminarán con el resultado previsto. Si, en el caso de las elecciones españolas, podría haber algunas dudas, en el caso de las rusas no es necesario tenr cualidades proféticas para vaticinar que el ganador de las elecciones parlamentarias será "Rusia Unida", partido cuya lista encabeza el actual presidente, Dmitry Medvedev, que, sin embargo, no pertenece al partido. Ya sé que parece raro, pero aquí esas cosas se ven de manera natural. En otros sitios de democracia partidocrática, como España, el poder lo obtiene el partido más importante, según los resultados de las elecciones, y va cambiando de manos.
Aquí, no. Aquí, el partido está al servicio del poder, y a veces es el poder el que cambia de partido. Ya ha pasado en alguna ocasión, y nunca se sabe si volverá a suceder.
En España sólo se habla de política entre conocidos muy conocidos y sólo cuando hay mucha confianza. Rusia es mucho más abierta con eso y la prueba la tengo con mis tres hijos, y en particular con la segunda.
Pasábamos por Barrikadnaya, cerca del zoo, donde el nunca suficientemente alabado LDPR ha colgado unos pasquines de las farolas con el lema claro, directo y diáfano que tiene en esta campaña: "За русских!", con la foto de Vladimir Zhirinovsky y el gesto agresivo sin el cual pierde tanto. El LDPR no necesita más lema ni más zarandajas para que sus votantes sepan por dónde ir, y parece que eso le será suficiente para superar sin problemas la barrera del 7% y volver a entrar en la Duma.
- ¡Qué barbaridad! No me gustan nada los lemas electorales de los partidos - dijo Ro.
Ro es una chica interesada por la política rusa. Se levanta todos los días a las siete menos cuarto de la mañana, se lava y se viste, y se pone delante de la tele a enterarse de lo que pasa por el mundo y, en estos casos, a ver los espacios electorales gratuitos.
- No me gusta nada los del Yabloko, ni los Rusia Justa. Se pasan el rato criticando. Me gusta sólo el de Rusia Unida, que cuentan las cosas que han hecho y que van mejor gracias a ellos.
- ¿Sí? - pregunté sin volver la cabeza.
- ¡Sí! Los de los demás partidos son unos pesados. La mejor publicidad es la Rusia Unida. Los demás están criticando esto y aquello. Yo, si pudiera votar, votaría por Rusia Unida.
La verdad es que yo no me he planteado nunca a quien votaría si pudiera hacerlo. Bueno, a los lectores de esta bitácora no les es extraño que paso muy buenos ratos con Zhirinovsky, pero claro, que yo vote a Zhirinovsky es más o menos lo mismo que un musulmán radical votando a Anglada, y no parece probable. El caso es que tengo una hija que, en el imposible caso que tuviera algún día derecho a voto en Rusia, reforzaría la mayoría que, ya de por sí, va a obtener Rusia Unida.
Lo chocante del caso es que Rusia Unida va a recurrir (está recurriendo de hecho) a todo tipo de martingalas con tal de sacar una mayoría gorda, pero gorda de verdad. Y la verdad es que no lo necesita, o al menos no da esa impresión. Si no hiciera ninguna martingala, sacaría con casi total seguridad más del 50% de los votos, lo cual en el caso de España es el más salvaje de los sueños de cualquier político, pero aquí, para alguien de Rusia Unida, todo lo que no llegue al 66% es poco menos que motivo de expulsión del gobernador regional que no haya sacado un porcentaje superior a ése. Por eso hacen todo tipo de trucos que en cualquier país occidental serían vetados poco menos que automáticamente por la junta electoral que tocara.
Aquí, no. Aquí, la junta electoral se ocupa de investigar concienzudamente a los partidos... excepto a Rusia Unida, que prácticamente campa por sus respetos. A ver si otro día saco algunos pasquines de los partidos. El de Rusia Unida, en particular, merece la pena.
Aquí, no. Aquí, el partido está al servicio del poder, y a veces es el poder el que cambia de partido. Ya ha pasado en alguna ocasión, y nunca se sabe si volverá a suceder.
En España sólo se habla de política entre conocidos muy conocidos y sólo cuando hay mucha confianza. Rusia es mucho más abierta con eso y la prueba la tengo con mis tres hijos, y en particular con la segunda.
Pasábamos por Barrikadnaya, cerca del zoo, donde el nunca suficientemente alabado LDPR ha colgado unos pasquines de las farolas con el lema claro, directo y diáfano que tiene en esta campaña: "За русских!", con la foto de Vladimir Zhirinovsky y el gesto agresivo sin el cual pierde tanto. El LDPR no necesita más lema ni más zarandajas para que sus votantes sepan por dónde ir, y parece que eso le será suficiente para superar sin problemas la barrera del 7% y volver a entrar en la Duma.
- ¡Qué barbaridad! No me gustan nada los lemas electorales de los partidos - dijo Ro.
Ro es una chica interesada por la política rusa. Se levanta todos los días a las siete menos cuarto de la mañana, se lava y se viste, y se pone delante de la tele a enterarse de lo que pasa por el mundo y, en estos casos, a ver los espacios electorales gratuitos.
- No me gusta nada los del Yabloko, ni los Rusia Justa. Se pasan el rato criticando. Me gusta sólo el de Rusia Unida, que cuentan las cosas que han hecho y que van mejor gracias a ellos.
- ¿Sí? - pregunté sin volver la cabeza.
- ¡Sí! Los de los demás partidos son unos pesados. La mejor publicidad es la Rusia Unida. Los demás están criticando esto y aquello. Yo, si pudiera votar, votaría por Rusia Unida.
La verdad es que yo no me he planteado nunca a quien votaría si pudiera hacerlo. Bueno, a los lectores de esta bitácora no les es extraño que paso muy buenos ratos con Zhirinovsky, pero claro, que yo vote a Zhirinovsky es más o menos lo mismo que un musulmán radical votando a Anglada, y no parece probable. El caso es que tengo una hija que, en el imposible caso que tuviera algún día derecho a voto en Rusia, reforzaría la mayoría que, ya de por sí, va a obtener Rusia Unida.
Lo chocante del caso es que Rusia Unida va a recurrir (está recurriendo de hecho) a todo tipo de martingalas con tal de sacar una mayoría gorda, pero gorda de verdad. Y la verdad es que no lo necesita, o al menos no da esa impresión. Si no hiciera ninguna martingala, sacaría con casi total seguridad más del 50% de los votos, lo cual en el caso de España es el más salvaje de los sueños de cualquier político, pero aquí, para alguien de Rusia Unida, todo lo que no llegue al 66% es poco menos que motivo de expulsión del gobernador regional que no haya sacado un porcentaje superior a ése. Por eso hacen todo tipo de trucos que en cualquier país occidental serían vetados poco menos que automáticamente por la junta electoral que tocara.
Aquí, no. Aquí, la junta electoral se ocupa de investigar concienzudamente a los partidos... excepto a Rusia Unida, que prácticamente campa por sus respetos. A ver si otro día saco algunos pasquines de los partidos. El de Rusia Unida, en particular, merece la pena.
lunes, 21 de noviembre de 2011
La soledad del corredor de fondo (IV)
La ruta sigue en una ligera cuesta abajo. Más allá de Chistye Prudy, hay puntos donde el anillo de los bulevares resulta poco menos que impracticable, y más parece que corro por una pista de cross. Los trabajadores, vestidos de naranja, que esperan a que lleguen algunos compañeros y empezar a hacer algo, me miran con incredulidad.
Finalmente, el anillo de los bulevares, que no es anillo sino las tres cuartas partes del mismo, se termina al llegar al río. El llamado anillo de los jardines, Sadovoye Koltsó, sí que es un círculo casi perfecto, pero de los jardines sólo conserva el nombre y, visto en la actualidad, casi parece un ejercicio de sarcasmo. Lo que en su día debió ser la muralla exterior de Moscú, y después una avenida circular con un espléndido jardín en el centro, hoy es una autopista a tres kilómetros del Kremlin, eternamente atestada de vehículos, y por la que pasear está lejísimos de ser un ejercicio ni remotamente apetecible.
Y es una pena, pero no hay nada que hacer con ello. El anillo de los bulevares, más al centro, conserva mejor un ambiente más tranquilo, y se agradece. Así y todo, hay horas en las que está completamente impracticable, pero no son las que nos ocupan en este relato.
Al dejar el anillo de los bulevares, aparece ante mis ojos el rascacielos Kotelnicheskaya, una de las llamadas siete hermanas. Como ya lo hemos visitado en otra ocasión, me remito a lo que quedó escrito entonces. Esta vez, la cosa es diferente, y no toca visitarlo. Una calle de siete carriles y un parque desierto me separan del siguiente obstáculo, que es el río Yauza.
El río Yauza desemboca, precisamente aquí, en el río Moscova, mucho más grande que él. Nace este río unos pocos kilómetros al norte de Moscú y, en total, no llega a cincuenta kilómetros de recorrido, la mayoría de ellos dentro de la ciudad de Moscú. Parte de un recorrido que imaginé y que nunca he realizado, como es hacer una ruta por todos los monasterios en activo de Moscú, pasaba por el Yauza, que a sus orillas tiene el monasterio Andronikov (que no está activo, pero es muy chulo).
En esta ocasión sólo se trataba de cruzarlo, en este caso por el segundo puente contando desde la desembocadura, para alcanzar la calle Goncharnaya.
Y ahora estamos en Taganka, uno de los barrios más tradicionales de Moscú, y vamos a atravesarlo, para lo que hay que salvar una elevación, lo cual se puede hacer por la calle Yauza, que tiene tránsito a todas horas, incluida ésta, o por la calle Goncharnaya, por la que a estas horas no pasa absolutamente nadie. La elección está clara.
La calle Goncharnaya es una calle especial. Parece haber resistido el paso del tiempo mucho mejor que otras y trata de agarrarse con especial ilusión a su pasado. Tras subir una cuesta muy empinada para Moscú y que hace subir las pulsaciones un poco, se llega al museo del icono, y más adelante se pasa por una serie de casas bajas medio oculta por la imponente mole del rascacielos Kotelnicheskaya que se ve desde cualquier sitio. La escasa gente que se ve a estas horas pasea sin prisa.
En la misma calle, un poco más lejos está la Iglesia de la Asunción de la Virgen, y sí que se van viendo algunos fieles y algún sacerdote que se van acercando por allí, porque se acerca la hora de la misa o, mejor dicho, del servicio, porque misa es palabra latina y entre los ortodoxos lo latino, muchas veces, produce escalofríos. Ya se ha terminado la subida y no queda sino llegar a la plaza Taganskaya, atravesarla por uno de los lados, y lanzarse cuesta abajo hasta el siguiente punto destacado en la ruta: el monasterio de Novospassky.
El monasterio de Novospassky tiene algo muy especial. Tanto, que lo dejo para una entrada específica, que sabe Dios cuándo podré escribir, porque ando sumamente liado y bastante tengo con respetar los entrenamientos que marca mi plan y que no son poca cosa. Pero eso será otro día.
Finalmente, el anillo de los bulevares, que no es anillo sino las tres cuartas partes del mismo, se termina al llegar al río. El llamado anillo de los jardines, Sadovoye Koltsó, sí que es un círculo casi perfecto, pero de los jardines sólo conserva el nombre y, visto en la actualidad, casi parece un ejercicio de sarcasmo. Lo que en su día debió ser la muralla exterior de Moscú, y después una avenida circular con un espléndido jardín en el centro, hoy es una autopista a tres kilómetros del Kremlin, eternamente atestada de vehículos, y por la que pasear está lejísimos de ser un ejercicio ni remotamente apetecible.
Y es una pena, pero no hay nada que hacer con ello. El anillo de los bulevares, más al centro, conserva mejor un ambiente más tranquilo, y se agradece. Así y todo, hay horas en las que está completamente impracticable, pero no son las que nos ocupan en este relato.
Al dejar el anillo de los bulevares, aparece ante mis ojos el rascacielos Kotelnicheskaya, una de las llamadas siete hermanas. Como ya lo hemos visitado en otra ocasión, me remito a lo que quedó escrito entonces. Esta vez, la cosa es diferente, y no toca visitarlo. Una calle de siete carriles y un parque desierto me separan del siguiente obstáculo, que es el río Yauza.
El río Yauza desemboca, precisamente aquí, en el río Moscova, mucho más grande que él. Nace este río unos pocos kilómetros al norte de Moscú y, en total, no llega a cincuenta kilómetros de recorrido, la mayoría de ellos dentro de la ciudad de Moscú. Parte de un recorrido que imaginé y que nunca he realizado, como es hacer una ruta por todos los monasterios en activo de Moscú, pasaba por el Yauza, que a sus orillas tiene el monasterio Andronikov (que no está activo, pero es muy chulo).
En esta ocasión sólo se trataba de cruzarlo, en este caso por el segundo puente contando desde la desembocadura, para alcanzar la calle Goncharnaya.
Y ahora estamos en Taganka, uno de los barrios más tradicionales de Moscú, y vamos a atravesarlo, para lo que hay que salvar una elevación, lo cual se puede hacer por la calle Yauza, que tiene tránsito a todas horas, incluida ésta, o por la calle Goncharnaya, por la que a estas horas no pasa absolutamente nadie. La elección está clara.
La calle Goncharnaya es una calle especial. Parece haber resistido el paso del tiempo mucho mejor que otras y trata de agarrarse con especial ilusión a su pasado. Tras subir una cuesta muy empinada para Moscú y que hace subir las pulsaciones un poco, se llega al museo del icono, y más adelante se pasa por una serie de casas bajas medio oculta por la imponente mole del rascacielos Kotelnicheskaya que se ve desde cualquier sitio. La escasa gente que se ve a estas horas pasea sin prisa.
En la misma calle, un poco más lejos está la Iglesia de la Asunción de la Virgen, y sí que se van viendo algunos fieles y algún sacerdote que se van acercando por allí, porque se acerca la hora de la misa o, mejor dicho, del servicio, porque misa es palabra latina y entre los ortodoxos lo latino, muchas veces, produce escalofríos. Ya se ha terminado la subida y no queda sino llegar a la plaza Taganskaya, atravesarla por uno de los lados, y lanzarse cuesta abajo hasta el siguiente punto destacado en la ruta: el monasterio de Novospassky.
El monasterio de Novospassky tiene algo muy especial. Tanto, que lo dejo para una entrada específica, que sabe Dios cuándo podré escribir, porque ando sumamente liado y bastante tengo con respetar los entrenamientos que marca mi plan y que no son poca cosa. Pero eso será otro día.
jueves, 17 de noviembre de 2011
La soledad del corredor de fondo (III)
Al salir a la calle y empezar a correr, no se ve más que a algún gato despistado. Las personas parece que, con buen criterio, siguen en la cama esperando a que pongan las calles. La ruta cruza Malaya Dmitrovka, donde ya comienza a verse gente. Un miliciano despistado, que debe llevar toda la noche vigilando la Embajada de Eslovaquia, me mira incrédulo desde su garita mientras paso a su lado. Su garita es un cubículo miserable apenas más cómodo que un asiento de Iberia en clase turista.
Poco antes de llegar al Ermitazh está la Embajada de Benin, que ni siquiera tiene miliciano que la proteja. En su lugar, y desde que llevamos viviendo en este barrio, la protección corre a cargo de un perro al que jamás hemos visto, pero siempre oímos, y que ya debe tener sus años. Cuando paso frente a la embajada, con mis zapatillas arrancando un sonido apenas perceptible, el perro guardián se despierta y ladra un par de veces, hasta parar al darse cuenta de que los sonidos de las zapatillas se iban alejando.
Por la Petrovka vamos bajando hasta el anillo de los bulevares. Los primeros trolebuses, completamente vacíos, van pasando monótonamente por las calles. Los bulevares están en plena reconstrucción, varias partes están cerradas a los peatones y se ve maquinaria de obras en distintos tramos.
Un par de trabajadores asiáticos me miran con indiferencia, mientras se intercambian algunas frases en un idioma totalmente desconocido para mí. Es curioso. A las siete de la mañana de un domingo hay gente trabajando en Moscú, esa ciudad que no se cierra nunca del todo, donde hay supermercados abiertos a todas horas y, lo que es más curioso, gente que los utiliza. Las obras públicas puede que se paren por falta de financiación, pero no porque sea domingo o sea de noche. A mayor o menor ritmo, pero las cosas avanzan.
Tras un par de tramos del anillo de los bulevares, se llega al metro de Chistye Prudy. El metro es otra cosa. Si Moscú, en general, es una ciudad que nunca está vacía, su metro siempre está lleno. Y lleno de cualquier cosa. En los alrededores de la estación se junta todo lo que puede juntarse a las siete de la mañana de un domingo. Los alcohólicos impenitentes que han estado esperando a que abrieran las puertas del metro, durmiendo en las salidas de los respiraderos, con la cara abotargada y enrojecida; los juerguistas de clase baja, que han prolongado la noche lo necesario para alcanzar la apertura del metro, al no disponer de otro modo de llegar a sus casas; trabajadoras de domingo por la mañana, quizá limpiadoras de cafés y restaurantes, quizá dependientas, que pasan con aprensión entre los mendigos, apretando el paso; creyentes ortodoxos que se dirigen a las iglesias del centro desde todos los confines de la ciudad, para asistir a la Eucaristía más temprana.
Moscú está llena de gente variopinta, y el metro los transporta a todos. En la estación de Chistye Prudy, pegada a las paredes de la estación, alguien ha estado dejando una corona de flores todos estos domingos de madrugada en que he estado entrenando.
Al pasar la estación y seguir corriendo, se pasa junto al estanque que da nombre a la estación. Desde aquí hasta la confluencia con el río estamos pasando por una de las zonas más bonitas de Moscú, con un bulevar flanqueado de casas disfrazadas de palacios. El estanque refleja los árboles que lo flanquean y que cada semana que pasa están más calvos.
Además de ser una zona bonita, la confluencia con la Maroseyka es una zona de pequeños cafés donde los marchosos de clase media han estado prolongando la noche hasta que ésta dejó de serlo. Es otro nivel. Chicas vestidas de cuero, con minifaldas y botas altas, retando a la mañana, a la tarde y a todo lo que se mueva, mientras la noche sea joven y ellas también; maromos con el bolsillo lleno, aunque mucho más vacío que al salir de casa, armarios de casi dos metros, vestidura cara y chatis a juego.
Es, sí, otro nivel. Y son los primeros que reaccionan cuando un sujeto delgado les supera corriendo, una figura, si no imposible, sí impensable allí y entonces. Una chica delgada con melena rubia se da la vuelta, rueda su cabeza moviendo la cabellera, lacia y castigada, y lanza una carcajada dirigida a mí y a los maromos que la acompañan mientras suelta un "Krúto!", no sé si de desprecio o de sorpresa al ver que existen otros mundos fuera del suyo.
Hace unos años quizá me hubiera ofendido, o al menos me hubiera importado. Hoy me limité a girarme y a verle la cara, en la que aún era evidente la marcha que llevaba dentro y que permitía adivinar la resaca que le sucedería después. E hice una mueca que quería ser una sonrisa, pero que no creo que me saliera bien. No tenía importancia eso, cuando aún quedan muchos kilómetros por recorrer.
Poco antes de llegar al Ermitazh está la Embajada de Benin, que ni siquiera tiene miliciano que la proteja. En su lugar, y desde que llevamos viviendo en este barrio, la protección corre a cargo de un perro al que jamás hemos visto, pero siempre oímos, y que ya debe tener sus años. Cuando paso frente a la embajada, con mis zapatillas arrancando un sonido apenas perceptible, el perro guardián se despierta y ladra un par de veces, hasta parar al darse cuenta de que los sonidos de las zapatillas se iban alejando.
Por la Petrovka vamos bajando hasta el anillo de los bulevares. Los primeros trolebuses, completamente vacíos, van pasando monótonamente por las calles. Los bulevares están en plena reconstrucción, varias partes están cerradas a los peatones y se ve maquinaria de obras en distintos tramos.
Un par de trabajadores asiáticos me miran con indiferencia, mientras se intercambian algunas frases en un idioma totalmente desconocido para mí. Es curioso. A las siete de la mañana de un domingo hay gente trabajando en Moscú, esa ciudad que no se cierra nunca del todo, donde hay supermercados abiertos a todas horas y, lo que es más curioso, gente que los utiliza. Las obras públicas puede que se paren por falta de financiación, pero no porque sea domingo o sea de noche. A mayor o menor ritmo, pero las cosas avanzan.
Tras un par de tramos del anillo de los bulevares, se llega al metro de Chistye Prudy. El metro es otra cosa. Si Moscú, en general, es una ciudad que nunca está vacía, su metro siempre está lleno. Y lleno de cualquier cosa. En los alrededores de la estación se junta todo lo que puede juntarse a las siete de la mañana de un domingo. Los alcohólicos impenitentes que han estado esperando a que abrieran las puertas del metro, durmiendo en las salidas de los respiraderos, con la cara abotargada y enrojecida; los juerguistas de clase baja, que han prolongado la noche lo necesario para alcanzar la apertura del metro, al no disponer de otro modo de llegar a sus casas; trabajadoras de domingo por la mañana, quizá limpiadoras de cafés y restaurantes, quizá dependientas, que pasan con aprensión entre los mendigos, apretando el paso; creyentes ortodoxos que se dirigen a las iglesias del centro desde todos los confines de la ciudad, para asistir a la Eucaristía más temprana.
Moscú está llena de gente variopinta, y el metro los transporta a todos. En la estación de Chistye Prudy, pegada a las paredes de la estación, alguien ha estado dejando una corona de flores todos estos domingos de madrugada en que he estado entrenando.
Al pasar la estación y seguir corriendo, se pasa junto al estanque que da nombre a la estación. Desde aquí hasta la confluencia con el río estamos pasando por una de las zonas más bonitas de Moscú, con un bulevar flanqueado de casas disfrazadas de palacios. El estanque refleja los árboles que lo flanquean y que cada semana que pasa están más calvos.
Además de ser una zona bonita, la confluencia con la Maroseyka es una zona de pequeños cafés donde los marchosos de clase media han estado prolongando la noche hasta que ésta dejó de serlo. Es otro nivel. Chicas vestidas de cuero, con minifaldas y botas altas, retando a la mañana, a la tarde y a todo lo que se mueva, mientras la noche sea joven y ellas también; maromos con el bolsillo lleno, aunque mucho más vacío que al salir de casa, armarios de casi dos metros, vestidura cara y chatis a juego.
Es, sí, otro nivel. Y son los primeros que reaccionan cuando un sujeto delgado les supera corriendo, una figura, si no imposible, sí impensable allí y entonces. Una chica delgada con melena rubia se da la vuelta, rueda su cabeza moviendo la cabellera, lacia y castigada, y lanza una carcajada dirigida a mí y a los maromos que la acompañan mientras suelta un "Krúto!", no sé si de desprecio o de sorpresa al ver que existen otros mundos fuera del suyo.
Hace unos años quizá me hubiera ofendido, o al menos me hubiera importado. Hoy me limité a girarme y a verle la cara, en la que aún era evidente la marcha que llevaba dentro y que permitía adivinar la resaca que le sucedería después. E hice una mueca que quería ser una sonrisa, pero que no creo que me saliera bien. No tenía importancia eso, cuando aún quedan muchos kilómetros por recorrer.
lunes, 14 de noviembre de 2011
La soledad del corredor de fondo (II)
La hora de salir a correr por el centro de Moscú no permite demasiadas florituras. Moscú es una ciudad constantemente atestada de coches y contaminada a más no poder, mientras que lo ideal consiste en correr por lugares donde eso no ocurra, o al menos no abunde. Por fortuna, disponemos de un horario a propósito: los domingos a las seis y media de la mañana. Digamos que entre seis y media y nueve, los días de mayor fuerza de voluntad, y entre siete y media y diez, los días en que la cama nos atrae cual imán al hierro y no hay forma de salir de allí.
La indumentaria adecuada es otra de las particularidades. En Moscú, por estas fechas, hace frío. No frío a saco, vale, pero sí que estamos en esa zona entre cinco bajo cero y cinco sobre cero en que es algo imprudente correr a pecholobo descubierto, con camiseta de tirantes, y con pantalón de atletismo enseñando la mitad de las nalgas (el que las tenga). Así que: camiseta de manga corta, chándal ajustado (y no viene mal un poco de felpa en el interior), mallas de correr, pantalón corto de atletismo por encima (las mallas quedan demasiado ajustadas, y no es cosa de ir marcando eso por las calles de Moscú dejando en evidencia a la población masculina). Las zapatillas y los calcetines pueden ser los habituales y, eso sí, el gorro y los guantes son innegociables. Ya se sabe que la mayor parte del calor corporal se pierde por la cabeza y las manos, y en particular las manos hay que protegerlas bien, no en vano son la herramienta de trabajo de uno.
En cuestión de manos, pues, si bien es cierto que, para temperaturas de más de, digamos, dos grados, podría ser suficiente con un par de guantes, para temperaturas que estén por debajo de tres bajo cero es mejor ponerse dos pares en cada mano. Si fuéramos a dar un paseíto bastaría con un par (un par de guantes, se entiende; el otro par se da por hecho) y con meter las manos en los bolsillos, pero dos horas de trote es otra cosa. La semana pasada, que hacía un frío ya de nota alta, al llegar a casa había perdido la sensibilidad en un par de zonas de la mano izquierda, pulgar incluido, y eso que iba abriéndola y cerrándola a intervalos regulares. Tardé un buen par de horas en recuperar el pulgar para la causa.
Unas gafas tampoco vienen mal. A ciertas temperaturas, el lagrimal sufre lo suyo y comienza a echar lágrimas que no veas. Como uno no es una magdalena, proteger los ojos con unas gafas cerradas tiene todo el sentido del mundo.
Finalmente, hay que tener en cuenta que en Moscú no hay fuentes para beber. Si ya el agua del grifo es sumamente sospechosa, no digamos la de las fuentes públicas, que, por otra parte, a estas alturas del año están más que cerradas. Eso quiere decir que el agua la tenemos que llevar con nosotros, porque, en dos horas, algo sí que deberíamos beber. Lo mejor es un cinturón de correr de ésos que tienen un dispositivo para fijar un botellín, que van estupendamente. De paso, lo podemos aprovechar para meter en el bolsillo algunos objetos convenientes en la carrera.
El primero es un billete de quinientos rublos. Nunca se sabe cuándo le puede venir a uno un desfallecimiento inesperado, pero sí que puede ocurrir a ocho kilómetros de casa, y en esos casos se agradece poder arrastrarse, si no hasta casa, sí hasta la estación de metro más próxima, o parar un taxista pirata que se avenga a dejarte en casa. A Dios gracias, no lo he tenido que utilizar, pero seguro que el día que no lo tenga lo voy a necesitar.
Luego vienen las llaves de casa. Se supone que podría volver a casa, yendo todo bien, a las ocho y media de la mañana de un domingo, momento en que no está garantizado que todo el mundo esté de pie. De hecho, ni siquiera está garantizado que alguien esté de pie.
Finalmente, la técnica más conveniente es el reproductor MP3, que ya sé que es una mariconada y que tampoco voy a llevar en carrera, pero permite repasar algunas asignaturas mientras se corre. Luego llegan los exámenes y todo son prisas.
Y, para finalizar, una cámara de fotos, porque, si no, a buenas horas iba a poder demostrar que hay momentos del dí... de la semana en que se puede estar en la calle Arbat o en el bulevar Tverskoy completamente solo. Nadie me creería.
Y, ahora sí, salimos por la puerta, a ver qué encontramos en el exterior a estas horas ¿Habrá alguien?
La indumentaria adecuada es otra de las particularidades. En Moscú, por estas fechas, hace frío. No frío a saco, vale, pero sí que estamos en esa zona entre cinco bajo cero y cinco sobre cero en que es algo imprudente correr a pecholobo descubierto, con camiseta de tirantes, y con pantalón de atletismo enseñando la mitad de las nalgas (el que las tenga). Así que: camiseta de manga corta, chándal ajustado (y no viene mal un poco de felpa en el interior), mallas de correr, pantalón corto de atletismo por encima (las mallas quedan demasiado ajustadas, y no es cosa de ir marcando eso por las calles de Moscú dejando en evidencia a la población masculina). Las zapatillas y los calcetines pueden ser los habituales y, eso sí, el gorro y los guantes son innegociables. Ya se sabe que la mayor parte del calor corporal se pierde por la cabeza y las manos, y en particular las manos hay que protegerlas bien, no en vano son la herramienta de trabajo de uno.
En cuestión de manos, pues, si bien es cierto que, para temperaturas de más de, digamos, dos grados, podría ser suficiente con un par de guantes, para temperaturas que estén por debajo de tres bajo cero es mejor ponerse dos pares en cada mano. Si fuéramos a dar un paseíto bastaría con un par (un par de guantes, se entiende; el otro par se da por hecho) y con meter las manos en los bolsillos, pero dos horas de trote es otra cosa. La semana pasada, que hacía un frío ya de nota alta, al llegar a casa había perdido la sensibilidad en un par de zonas de la mano izquierda, pulgar incluido, y eso que iba abriéndola y cerrándola a intervalos regulares. Tardé un buen par de horas en recuperar el pulgar para la causa.
Unas gafas tampoco vienen mal. A ciertas temperaturas, el lagrimal sufre lo suyo y comienza a echar lágrimas que no veas. Como uno no es una magdalena, proteger los ojos con unas gafas cerradas tiene todo el sentido del mundo.
Finalmente, hay que tener en cuenta que en Moscú no hay fuentes para beber. Si ya el agua del grifo es sumamente sospechosa, no digamos la de las fuentes públicas, que, por otra parte, a estas alturas del año están más que cerradas. Eso quiere decir que el agua la tenemos que llevar con nosotros, porque, en dos horas, algo sí que deberíamos beber. Lo mejor es un cinturón de correr de ésos que tienen un dispositivo para fijar un botellín, que van estupendamente. De paso, lo podemos aprovechar para meter en el bolsillo algunos objetos convenientes en la carrera.
El primero es un billete de quinientos rublos. Nunca se sabe cuándo le puede venir a uno un desfallecimiento inesperado, pero sí que puede ocurrir a ocho kilómetros de casa, y en esos casos se agradece poder arrastrarse, si no hasta casa, sí hasta la estación de metro más próxima, o parar un taxista pirata que se avenga a dejarte en casa. A Dios gracias, no lo he tenido que utilizar, pero seguro que el día que no lo tenga lo voy a necesitar.
Luego vienen las llaves de casa. Se supone que podría volver a casa, yendo todo bien, a las ocho y media de la mañana de un domingo, momento en que no está garantizado que todo el mundo esté de pie. De hecho, ni siquiera está garantizado que alguien esté de pie.
Finalmente, la técnica más conveniente es el reproductor MP3, que ya sé que es una mariconada y que tampoco voy a llevar en carrera, pero permite repasar algunas asignaturas mientras se corre. Luego llegan los exámenes y todo son prisas.
Y, para finalizar, una cámara de fotos, porque, si no, a buenas horas iba a poder demostrar que hay momentos del dí... de la semana en que se puede estar en la calle Arbat o en el bulevar Tverskoy completamente solo. Nadie me creería.
Y, ahora sí, salimos por la puerta, a ver qué encontramos en el exterior a estas horas ¿Habrá alguien?
sábado, 12 de noviembre de 2011
La soledad del corredor de fondo (I)
Una de las cosas pejigueras de viajar bastante y de estar preparando una carrera importante, o simplemente larga, es que toca entrenar en sitios bastante diferentes. En mi caso particular, eso ha implicado hacerlo en Moscú, Madrid y Valencia a lo largo del último mes. En Cuenca y Santiago estaba destrozado al acabar el día y no llegué a sacar las zapatillas de la maleta, mientras que en San Petersburgo sí que entrené, pero en el gimnasio del hotel, que siempre estaba casi vacío, porque apenas dejó de llover en todo el tiempo que estuve por allí. Una lástima, porque San Petersburgo debe ser un sitio realmente bueno para correr.
Se aprecian diferencias grandes entre todos estos sitios. No es porque sea valenciano, pero el mejor lugar para entrenar es Valencia. Hace dos semanas me tocó hacer por allí el rodaje más largo de mi vida, y la verdad es que menos mal que me tocó allí, en un lugar donde es raro que no se pueda ir en camiseta y pantalón corto y en el que el cauce antiguo del río atraviesa toda la ciudad, que no es tan grande, y es difícil no poder llegar hasta él desde casi cualquier sitio.
En Madrid también hay un montón de zonas verdes, y tampoco es demasiado complicado hacerlo. Yo estaba alojado hacia la parte más oriental del centro, así que mi zona lógica acabó siendo el Templo de Debod y la zona del parque del Oeste. En mi habitación del hotel, muy ufanos ellos, habían puesto un planito con sitios para correr, y como gran cosa ponían un recorrido de dos kilómetros y medio que salía del hotel, daba una vuelta al Templo de Debod, y volvía al hotel. Dos kilómetros y medio... se deben creer que todos sus huéspedes son nenas. A la cuarta vuelta al Templo de Debod estaba aburrido y me fui por el Paseo del Pintor Rosales a ver qué encontraba. La verdad es que encontré a bastante gente corriendo, aunque menos que en Valencia. Los que no corrían, a juzgar por el olor y porque estaban solos con pinta de flipaos mirando a los trenes que pasaban, se dedicaban a fumar porros. Se ve que Madrid es una ciudad sin término medio.
Moscú tampoco tiene término medio, pero aquí sí que los que corremos somos cuatro gatos, y los domingos entre siete y nueve de la mañana en este otoño avanzado ni eso. Moscú tiene muchas zonas verdes, pero los que vivimos en el centro estamos lejos de ellas. Siempre queda la opción de coger el coche y acercarse, pero luego está el farragoso camino de vuelta, sudado (sí, a cinco bajo cero también es posible sudar) y dejando los asientos del coche como no digan dueñas. Así que, descartado esto, sólo cabe salir corriendo de casa y buscar los escasitos espacios aceptables que hay por el centro.
Iremos viendo recorridos posibles durante algunas de las próximas entradas, lo cual se puede aprovechar para hacer un recorrido turístico por el Moscú recién amanecido. Ya, ya sé que estamos en campaña electoral en Rusia y en España y esas zarandajas, pero, ¿a quién le interesa la política, pudiendo correr?
Se aprecian diferencias grandes entre todos estos sitios. No es porque sea valenciano, pero el mejor lugar para entrenar es Valencia. Hace dos semanas me tocó hacer por allí el rodaje más largo de mi vida, y la verdad es que menos mal que me tocó allí, en un lugar donde es raro que no se pueda ir en camiseta y pantalón corto y en el que el cauce antiguo del río atraviesa toda la ciudad, que no es tan grande, y es difícil no poder llegar hasta él desde casi cualquier sitio.
En Madrid también hay un montón de zonas verdes, y tampoco es demasiado complicado hacerlo. Yo estaba alojado hacia la parte más oriental del centro, así que mi zona lógica acabó siendo el Templo de Debod y la zona del parque del Oeste. En mi habitación del hotel, muy ufanos ellos, habían puesto un planito con sitios para correr, y como gran cosa ponían un recorrido de dos kilómetros y medio que salía del hotel, daba una vuelta al Templo de Debod, y volvía al hotel. Dos kilómetros y medio... se deben creer que todos sus huéspedes son nenas. A la cuarta vuelta al Templo de Debod estaba aburrido y me fui por el Paseo del Pintor Rosales a ver qué encontraba. La verdad es que encontré a bastante gente corriendo, aunque menos que en Valencia. Los que no corrían, a juzgar por el olor y porque estaban solos con pinta de flipaos mirando a los trenes que pasaban, se dedicaban a fumar porros. Se ve que Madrid es una ciudad sin término medio.
Moscú tampoco tiene término medio, pero aquí sí que los que corremos somos cuatro gatos, y los domingos entre siete y nueve de la mañana en este otoño avanzado ni eso. Moscú tiene muchas zonas verdes, pero los que vivimos en el centro estamos lejos de ellas. Siempre queda la opción de coger el coche y acercarse, pero luego está el farragoso camino de vuelta, sudado (sí, a cinco bajo cero también es posible sudar) y dejando los asientos del coche como no digan dueñas. Así que, descartado esto, sólo cabe salir corriendo de casa y buscar los escasitos espacios aceptables que hay por el centro.
Iremos viendo recorridos posibles durante algunas de las próximas entradas, lo cual se puede aprovechar para hacer un recorrido turístico por el Moscú recién amanecido. Ya, ya sé que estamos en campaña electoral en Rusia y en España y esas zarandajas, pero, ¿a quién le interesa la política, pudiendo correr?
jueves, 10 de noviembre de 2011
Devoluciones
Los trámites para la devolución del IVA en el aeropuerto de Barajas es algo que los españoles que vivimos en el extranjero remoto (es decir, fuera de la UE) conocemos bien. Uno llega al aeropuerto y lo primero que tiene que hacer es no facturar. En la T-4, el garito de la Guardia Civil está después de los mostradores de facturación. Nunca me ha pasado, pero el guardia del puesto puede perfectamente solicitar que le enseñes el objeto que has comprado y que te llevas fuera del territorio de aplicación del IVA. Si has facturado, se siente.
Como en mi grupo, cada una de las participantes iba en vuelos diferentes, yo me quedé con las que volvían, como yo mismo, a Moscú. Eran siete personas, todas mujeres, y cuatro de ellas, que no era la primera vez que pisaban España, habían tomado la precaución de pedir a El Corte Inglés (quién si no) que les hicieran las facturillas especiales del tax-free. Otras tres debían ser relativamente nuevas en el ajo, o habían comprado a saber dónde, y la última había sido más comedida y no había comprado nada que superara en su conjunto los noventa euros a partir de los cuales ya se puede pedir la devolución.
Les enseñé la ventanilla a las cuatro que venían conmigo, me quedé con sus maletas, procurando que el guardia civil viera que las teníamos, y a éste, que venía de explicarle prolijamente a un turista despistado que sólo con el tique de compra a pelo no le podía sellar nada, se le vio aliviado cuando vio que sus siguientes cuatro clientes hablaban un español más que decentillo y lo tenían todo en orden. Ni siquiera se molestó en comprobar más que el pasaporte y lo selló todo.
Tras facturar, pasar la m**rd* de control de seguridad que tienen allí y llegar a la terminal satélite, les llevé al puesto donde les darían el dinero. Aquí ya comencé a darme cuenta de que estaba ante un caso tirando a especial y manirroto. Yo, cuando voy a España y compro algo, suelen ser cosas como material informático (esos teclados con la eñe que no se encuentran por otros sitios), y quizá algo de ropa y calzado, que en Rusia va muchísimo más caro. Y ya está. Teniendo en cuenta que al final lo que te devuelven viene a ser, en los mejores días, el 10% de lo que pagaste, lejos del 18% que es el tipo del IVA español, y que el reciente incremento del IVA en dos puntos ha ido a parar directamente a la entidad gestora y rapiñadora, pues como que tampoco estoy muy entusiasmado. Normalmente voy buscando mucho más precios baratos que comercios con la pegatina del tax-free.
El caso es que, cuando lo he hecho, me he llevado unos treinta euros los días de más éxito. Mis compañeras de viaje, en cambio, parecía que hubieran cambiado su ajuar entero, Dios mío. La que menos salió de la caja con ochenta euros, y la que más supero muy holgadamente los cien. En El Corte Inglés deben estar llorando de pena por el viaje de retorno de semejantes clientes. Un poco más e Isidoro Álvarez las cita en el informe anual.
¿Qué es lo que hacen cuatro rusas en un aeropuerto con pasta fresca en su bolsillo y hora y media por delante antes del embarque de su vuelo? Síiiiiii, eso precisamente, saquear las tiendas. Yo las acompañé por pura curiosidad y porque, tal y como veía el percal, me temía que alguna pereciera bajo el peso y el volumen de los bultos que tenía y que no hacían sino aumentar.
De paso, ya tengo una idea de lo que compran las rusas en los duty-free. Éstas no fumaban, a Dios gracias, y además conocían bastante bien España. Compraron turrón en cantidades enormes. Yo espero llegar a tiempo de comprarlo en Mercadona por cuatro chavos, porque ocho euros por tableta por un turrón industrial, y eso que se supone que viene sin impuestos, es una faltada de narices. Compraron jerez y coñac para aburrir, y una tuvo un antojo y se compró chocolate. Ya dije en la primera entrada de la serie que lo suyo era el dulce, y su volumen lo testificaba.
Claro, a la salida de la tienda hubieran hecho falta un par de porteadores de safari para llevar todo aquello. Me hice con un carrito del aeropuerto y, mal que bien, pudimos llegar a la puerta de embarque. Iberia, siempre tan cariñosa con el vuelo de Moscú, no sólo obliga a los pasajeros a pasar cinco horas en un asiento tan parecido a un zulo que no falta sino que las azafatas vayan con pasamontañas y boina negra por el avión, repartiendo el Zutabe y el Gara en lugar del ABC y El País; no, Iberia, además, pone el avión en el último rincón del aeropuerto, lo más lejos posible, como para que los pasajeros vayamos haciendo camino a Moscú.
Al final, pues, llegamos a la puerta de embarque y mis compañeras lograron agarrar todas las bolsas que llevaban y que las tapaban casi por completo. Como yo me senté más bien hacia delante, y ellas iban en la parte trasera, no vi cómo consiguieron colocar tanto bulto en los estantes superiores, pero tuvo que ser digno de verse.
Y con esto termina la serie del viaje, mucho más tranquilo que en otras ocasiones en que los participantes eran todos hombres y alguno con tendencias muy marcadas hacia el levantamiento de vidrio. Pero ya tocaba volver a Moscú, donde siguen pasando cosas.
Como en mi grupo, cada una de las participantes iba en vuelos diferentes, yo me quedé con las que volvían, como yo mismo, a Moscú. Eran siete personas, todas mujeres, y cuatro de ellas, que no era la primera vez que pisaban España, habían tomado la precaución de pedir a El Corte Inglés (quién si no) que les hicieran las facturillas especiales del tax-free. Otras tres debían ser relativamente nuevas en el ajo, o habían comprado a saber dónde, y la última había sido más comedida y no había comprado nada que superara en su conjunto los noventa euros a partir de los cuales ya se puede pedir la devolución.
Les enseñé la ventanilla a las cuatro que venían conmigo, me quedé con sus maletas, procurando que el guardia civil viera que las teníamos, y a éste, que venía de explicarle prolijamente a un turista despistado que sólo con el tique de compra a pelo no le podía sellar nada, se le vio aliviado cuando vio que sus siguientes cuatro clientes hablaban un español más que decentillo y lo tenían todo en orden. Ni siquiera se molestó en comprobar más que el pasaporte y lo selló todo.
Tras facturar, pasar la m**rd* de control de seguridad que tienen allí y llegar a la terminal satélite, les llevé al puesto donde les darían el dinero. Aquí ya comencé a darme cuenta de que estaba ante un caso tirando a especial y manirroto. Yo, cuando voy a España y compro algo, suelen ser cosas como material informático (esos teclados con la eñe que no se encuentran por otros sitios), y quizá algo de ropa y calzado, que en Rusia va muchísimo más caro. Y ya está. Teniendo en cuenta que al final lo que te devuelven viene a ser, en los mejores días, el 10% de lo que pagaste, lejos del 18% que es el tipo del IVA español, y que el reciente incremento del IVA en dos puntos ha ido a parar directamente a la entidad gestora y rapiñadora, pues como que tampoco estoy muy entusiasmado. Normalmente voy buscando mucho más precios baratos que comercios con la pegatina del tax-free.
El caso es que, cuando lo he hecho, me he llevado unos treinta euros los días de más éxito. Mis compañeras de viaje, en cambio, parecía que hubieran cambiado su ajuar entero, Dios mío. La que menos salió de la caja con ochenta euros, y la que más supero muy holgadamente los cien. En El Corte Inglés deben estar llorando de pena por el viaje de retorno de semejantes clientes. Un poco más e Isidoro Álvarez las cita en el informe anual.
¿Qué es lo que hacen cuatro rusas en un aeropuerto con pasta fresca en su bolsillo y hora y media por delante antes del embarque de su vuelo? Síiiiiii, eso precisamente, saquear las tiendas. Yo las acompañé por pura curiosidad y porque, tal y como veía el percal, me temía que alguna pereciera bajo el peso y el volumen de los bultos que tenía y que no hacían sino aumentar.
De paso, ya tengo una idea de lo que compran las rusas en los duty-free. Éstas no fumaban, a Dios gracias, y además conocían bastante bien España. Compraron turrón en cantidades enormes. Yo espero llegar a tiempo de comprarlo en Mercadona por cuatro chavos, porque ocho euros por tableta por un turrón industrial, y eso que se supone que viene sin impuestos, es una faltada de narices. Compraron jerez y coñac para aburrir, y una tuvo un antojo y se compró chocolate. Ya dije en la primera entrada de la serie que lo suyo era el dulce, y su volumen lo testificaba.
Claro, a la salida de la tienda hubieran hecho falta un par de porteadores de safari para llevar todo aquello. Me hice con un carrito del aeropuerto y, mal que bien, pudimos llegar a la puerta de embarque. Iberia, siempre tan cariñosa con el vuelo de Moscú, no sólo obliga a los pasajeros a pasar cinco horas en un asiento tan parecido a un zulo que no falta sino que las azafatas vayan con pasamontañas y boina negra por el avión, repartiendo el Zutabe y el Gara en lugar del ABC y El País; no, Iberia, además, pone el avión en el último rincón del aeropuerto, lo más lejos posible, como para que los pasajeros vayamos haciendo camino a Moscú.
Al final, pues, llegamos a la puerta de embarque y mis compañeras lograron agarrar todas las bolsas que llevaban y que las tapaban casi por completo. Como yo me senté más bien hacia delante, y ellas iban en la parte trasera, no vi cómo consiguieron colocar tanto bulto en los estantes superiores, pero tuvo que ser digno de verse.
Y con esto termina la serie del viaje, mucho más tranquilo que en otras ocasiones en que los participantes eran todos hombres y alguno con tendencias muy marcadas hacia el levantamiento de vidrio. Pero ya tocaba volver a Moscú, donde siguen pasando cosas.
martes, 8 de noviembre de 2011
Prejuicios (II)
Era mi primera visita a Santiago. Siempre me había imaginado que llegaría andando, desde Astorga, desde Burgos, quizá desde Roncesvalles, que llegaría a la plaza del Obradoiro por el camino francés, bajo un cielo gris y una llovizna, y que iría de corrido a ver al Santo a rezar y a dar gracias por haber completado el camino.
En lugar de eso, llegué en un autobús desde el aeropuerto, acompañado por un grupo de rusas (y un ruso zumbón) que no entendían de la misa la media y que se preguntaban quiénes eran esos tipos barbudos con botas de montaña, aspecto desaliñado y unas conchas rarísimas colgadas del mochilón que, de vez en cuando, aparecían por la plaza con aspecto despistado. Y no había ni cielo gris, ni llovizna, sino una noche clarísima y, al día siguiente, un día totalmente claro y soleado con apenas alguna nube inofensiva dando vueltas por el firmamento. La antítesis de lo que me imaginaba yo cuando hojeaba las guías del camino que había leído en mi casa.
* * *
Por la tarde, a la mesa, la rusa que no hablaba aún suficiente español para hacer de intérprete era objeto de conversación. La gente se hacía lenguas de lo bien que hablaba nuestro idioma... para llevar sólo seis meses por allí.
- Pues esta chica - me dijo la española que estaba sentada a mi lado - lleva camino de hacer lo mismo que tú, pero en España, porque está ennoviada con un chico español, de por aquí.
Segundo prejuicio: Si un español habla bien ruso, eso es necesariamente porque su churri es rusa.
- Eh - repuse enseguida -, que mi mujer es española.
- ¿Ah, sí? - mi interlocutora pareció confundida, como si semejante posibilidad hubiera que excluirla completamente.
A la salida, me puse a meditar si conozco algún -otro- caso de español casado con no-rusa y que hablase ruso por los codos. La verdad es que le di muchas vueltas a la cabeza y, como no encontré ninguno, terminé por reconocer que, en este caso, es posible que el prejuicio tenga algo de fundamento. Para ser sincero, es más frecuente el caso del español que, por muy casado con rusa que esté y mucho tiempo que lleve con ella viviendo en Rusia, sigue hablando un ruso macarrónico.
Supongo que básicamente la cuestión consiste en que no hay matrimonios de españoles que vivan en Rusia y lleven allí más de, digamos, cuatro o cinco años (bueno, hay uno, si lo sabré yo). Las estancias a largo plazo de españoles se reducen a los numerosos, y muchas veces inestables, casos de matrimonios mixtos. Entre ellos hay españoles que hablan un ruso excelente y que me pueden dar sopas con ondas en fluidez y desparpajo, y españoles que, tras años y años de estancia y matrimonio, siguen pensando que el ruso es un idioma sumamente difícil y que ellos, con tal de saber pedir una cerveza y quedar con las chicas, ya van bien.
A uno se le queda, así, un poco una cara de bicho raro. Quizá no había caído en la cuenta de esto hasta ahora. Lo mío sería hablar ruso como los indios o, para hablarlo bien, estar casado con una rusa; pero resulta que no pasan ninguna de las dos cosas. Lo más que tengo en casa son tres personas cuya lengua materna se puede decir con toda justicia que es el ruso, pero me da la impresión de que yo ya hablaba mucho más que decentemente antes de que apareciera cualquiera de las tres.
En estos pensamientos, fruto seguramente de las calenturas, dejé al grupo en el parador y yo me metí en la catedral. Y no por haber llegado en autobús, y no a pie, dejé de admirar su obra, de rezar ante la tumba del Apóstol, de abrazar la estatua como los peregrinos, aunque sin tanto mérito como ellos, y hasta de confesar y comulgar. Hay que decir que lo de confesarse con un sacerdote gallego tiene su mérito. La penitencia la tuvo que repetir tres veces, porque no me quedaba yo muy seguro de lo que me quería imponer, no sé si por el acento, por su hilillo de voz, o simplemente porque hay gallegos que son así.
Y la próxima vez, ojalá la llegada sea a pie.
* * *
Y con esto el viaje va llegando a su fin. El Levante, tras dos derrotas consecutivas, se ha alejado de la cabeza, así que Fadrique, o eso espero, se habrá olvidado de las humillaciones pasadas.
Pero todavía queda un aspecto importante del viaje: pasar por el duty-free del aeropuerto con quince rusas.
La cosa promete.
En lugar de eso, llegué en un autobús desde el aeropuerto, acompañado por un grupo de rusas (y un ruso zumbón) que no entendían de la misa la media y que se preguntaban quiénes eran esos tipos barbudos con botas de montaña, aspecto desaliñado y unas conchas rarísimas colgadas del mochilón que, de vez en cuando, aparecían por la plaza con aspecto despistado. Y no había ni cielo gris, ni llovizna, sino una noche clarísima y, al día siguiente, un día totalmente claro y soleado con apenas alguna nube inofensiva dando vueltas por el firmamento. La antítesis de lo que me imaginaba yo cuando hojeaba las guías del camino que había leído en mi casa.
* * *
Por la tarde, a la mesa, la rusa que no hablaba aún suficiente español para hacer de intérprete era objeto de conversación. La gente se hacía lenguas de lo bien que hablaba nuestro idioma... para llevar sólo seis meses por allí.
- Pues esta chica - me dijo la española que estaba sentada a mi lado - lleva camino de hacer lo mismo que tú, pero en España, porque está ennoviada con un chico español, de por aquí.
Segundo prejuicio: Si un español habla bien ruso, eso es necesariamente porque su churri es rusa.
- Eh - repuse enseguida -, que mi mujer es española.
- ¿Ah, sí? - mi interlocutora pareció confundida, como si semejante posibilidad hubiera que excluirla completamente.
A la salida, me puse a meditar si conozco algún -otro- caso de español casado con no-rusa y que hablase ruso por los codos. La verdad es que le di muchas vueltas a la cabeza y, como no encontré ninguno, terminé por reconocer que, en este caso, es posible que el prejuicio tenga algo de fundamento. Para ser sincero, es más frecuente el caso del español que, por muy casado con rusa que esté y mucho tiempo que lleve con ella viviendo en Rusia, sigue hablando un ruso macarrónico.
Supongo que básicamente la cuestión consiste en que no hay matrimonios de españoles que vivan en Rusia y lleven allí más de, digamos, cuatro o cinco años (bueno, hay uno, si lo sabré yo). Las estancias a largo plazo de españoles se reducen a los numerosos, y muchas veces inestables, casos de matrimonios mixtos. Entre ellos hay españoles que hablan un ruso excelente y que me pueden dar sopas con ondas en fluidez y desparpajo, y españoles que, tras años y años de estancia y matrimonio, siguen pensando que el ruso es un idioma sumamente difícil y que ellos, con tal de saber pedir una cerveza y quedar con las chicas, ya van bien.
A uno se le queda, así, un poco una cara de bicho raro. Quizá no había caído en la cuenta de esto hasta ahora. Lo mío sería hablar ruso como los indios o, para hablarlo bien, estar casado con una rusa; pero resulta que no pasan ninguna de las dos cosas. Lo más que tengo en casa son tres personas cuya lengua materna se puede decir con toda justicia que es el ruso, pero me da la impresión de que yo ya hablaba mucho más que decentemente antes de que apareciera cualquiera de las tres.
En estos pensamientos, fruto seguramente de las calenturas, dejé al grupo en el parador y yo me metí en la catedral. Y no por haber llegado en autobús, y no a pie, dejé de admirar su obra, de rezar ante la tumba del Apóstol, de abrazar la estatua como los peregrinos, aunque sin tanto mérito como ellos, y hasta de confesar y comulgar. Hay que decir que lo de confesarse con un sacerdote gallego tiene su mérito. La penitencia la tuvo que repetir tres veces, porque no me quedaba yo muy seguro de lo que me quería imponer, no sé si por el acento, por su hilillo de voz, o simplemente porque hay gallegos que son así.
Y la próxima vez, ojalá la llegada sea a pie.
* * *
Y con esto el viaje va llegando a su fin. El Levante, tras dos derrotas consecutivas, se ha alejado de la cabeza, así que Fadrique, o eso espero, se habrá olvidado de las humillaciones pasadas.
Pero todavía queda un aspecto importante del viaje: pasar por el duty-free del aeropuerto con quince rusas.
La cosa promete.
viernes, 4 de noviembre de 2011
Prejuicios (I)
Tras el viaje por Cuenca y por Madrid, la siguiente etapa estaba en el lugar más característico de Europa, allí donde gentes de todo tipo y condición acuden desde cualquier lugar. Obviamente, me refiero a Santiago de Compostela.
Santiago de Compostela era un lugar donde se suponía que iba a descansar un poco de mis funciones de traductor. Teníamos traductora local, una rusa veinteañera, tirando a monilla (y, por tanto, muy diferente a casi todas mis compañeras de viaje), que llevaba algún tiempo viviendo por allí y estudiando español, así que me las prometía muy felices y descansadas.
Por desgracia, no hubo para tanto. La rusa se había embebido muy rápidamente del carácter galaico local. Le preguntabas algo y te respondía de forma bastante ambigua, con un "no sé", "depende" o "podría ser". En cuanto comenzó a traducir, o lo que parecía ser traducir, se hizo evidente que no era lo suyo, y que tenía que estudiar bastante más español para hacer un papel digno. Vamos, que como traductora era una promesa, pero estaba aún muy lejos de ser una realidad. Teniendo en cuenta que estaba rodeada de profesoras de español y de un servidor, que de traducir algo sé, lo más probable en que, encima, sintiera la presión, y eso que fuimos de lo más discretito.
En cuanto hubo que traducir algo más serio (y, en particular, a alguien más serio), la rusa insinuó que quizá fuera mejor pasar el testigo a otro más avezado, así que di un paso al frente. Tuve la suerte de que no me tocó nada demasiado técnico, sino unas palabras de bienvenida, que vienen a ser casi todas iguales, así que solté el ruso con una fluidez sobrada.
Al acabar, le di las gracias a mi interpretado en español, idioma que obviamente hablo sin acento, ni siquiera valenciano.
- Ah, pero, ¿usted no es ruso?
- Pues claro que no. Soy español.
- Ah, es que pensaba que usted era ruso. Como lo oía hablar ruso, y es un idioma tan difícil.
Primer prejuicio: Ningún español es capaz de aprender ruso.
¿Es verdad? Claro que no, pero hemos de creérnoslo. La mayor parte de los españoles que podrían hablar ruso están medio acomplejados y pasan en cuanto pueden al castellano. Y hacen mal. Todos los que hablamos ruso, y hemos empezado tarde a hacerlo, hemos soltado barbaridades en nuestros primeros años, pero para llegar a un nivelillo aceptable hay que asumir que tenemos que pasar por eso.
Los rusos, en cambio, por lo general no se cortan un pelo, y al poco tiempo de entrar en contacto con un idioma ya se lanzan y lo hablan mejor que peor, y no digamos cuando tienen enfrente a un nativo. Por muy bien que hable ruso el nativo, el ruso se empeñará en buitrear y hablar el idioma del otro (que, si es español, normalmente estará encantado). Tenía yo una secretaria que hablaba un castellano totalmente ortopédico, con unos giros que no sé en qué manual habría aprendido, y que se empeñaba en hablar castellano conmigo y traducirme lo que le contaban en ruso, con lo que no me enteraba yo ni de la mitad, me terminaba por poner nervioso y le rogaba que me lo dijera en ruso. De eso nada. La chica seguía erre que erre martirizando el castellano, y de paso a mí. Ya digo yo que tenía esa secretaría.
Pero no es éste el único prejuicio. Hay otro. Pero hoy se ha hecho muy tarde, así que queda para otro día.
Santiago de Compostela era un lugar donde se suponía que iba a descansar un poco de mis funciones de traductor. Teníamos traductora local, una rusa veinteañera, tirando a monilla (y, por tanto, muy diferente a casi todas mis compañeras de viaje), que llevaba algún tiempo viviendo por allí y estudiando español, así que me las prometía muy felices y descansadas.
Por desgracia, no hubo para tanto. La rusa se había embebido muy rápidamente del carácter galaico local. Le preguntabas algo y te respondía de forma bastante ambigua, con un "no sé", "depende" o "podría ser". En cuanto comenzó a traducir, o lo que parecía ser traducir, se hizo evidente que no era lo suyo, y que tenía que estudiar bastante más español para hacer un papel digno. Vamos, que como traductora era una promesa, pero estaba aún muy lejos de ser una realidad. Teniendo en cuenta que estaba rodeada de profesoras de español y de un servidor, que de traducir algo sé, lo más probable en que, encima, sintiera la presión, y eso que fuimos de lo más discretito.
En cuanto hubo que traducir algo más serio (y, en particular, a alguien más serio), la rusa insinuó que quizá fuera mejor pasar el testigo a otro más avezado, así que di un paso al frente. Tuve la suerte de que no me tocó nada demasiado técnico, sino unas palabras de bienvenida, que vienen a ser casi todas iguales, así que solté el ruso con una fluidez sobrada.
Al acabar, le di las gracias a mi interpretado en español, idioma que obviamente hablo sin acento, ni siquiera valenciano.
- Ah, pero, ¿usted no es ruso?
- Pues claro que no. Soy español.
- Ah, es que pensaba que usted era ruso. Como lo oía hablar ruso, y es un idioma tan difícil.
Primer prejuicio: Ningún español es capaz de aprender ruso.
¿Es verdad? Claro que no, pero hemos de creérnoslo. La mayor parte de los españoles que podrían hablar ruso están medio acomplejados y pasan en cuanto pueden al castellano. Y hacen mal. Todos los que hablamos ruso, y hemos empezado tarde a hacerlo, hemos soltado barbaridades en nuestros primeros años, pero para llegar a un nivelillo aceptable hay que asumir que tenemos que pasar por eso.
Los rusos, en cambio, por lo general no se cortan un pelo, y al poco tiempo de entrar en contacto con un idioma ya se lanzan y lo hablan mejor que peor, y no digamos cuando tienen enfrente a un nativo. Por muy bien que hable ruso el nativo, el ruso se empeñará en buitrear y hablar el idioma del otro (que, si es español, normalmente estará encantado). Tenía yo una secretaria que hablaba un castellano totalmente ortopédico, con unos giros que no sé en qué manual habría aprendido, y que se empeñaba en hablar castellano conmigo y traducirme lo que le contaban en ruso, con lo que no me enteraba yo ni de la mitad, me terminaba por poner nervioso y le rogaba que me lo dijera en ruso. De eso nada. La chica seguía erre que erre martirizando el castellano, y de paso a mí. Ya digo yo que tenía esa secretaría.
Pero no es éste el único prejuicio. Hay otro. Pero hoy se ha hecho muy tarde, así que queda para otro día.
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Reclamaciones
De vuelta por Madrid, después del breve paso por Cuenca, resultó que el hotel se columpió con nosotros cosa mala. Baja uno a desayunar, y se encuentra con una cola del quince. Son las siete y veinte de la mañana, nuestro autobús salía a las ocho, y tardo quince minutos, quince, en acceder a la sala. El resultado es que lo que hubiera debido ser un desayuno tranquilo, con un cuarto de hora largo para nutrirse tranquilamente, se convierte en una carrera de obstáculos, que se complica cuando, por las prisas y por un codazo involuntario de un japonés con tanta prisa como yo, me tiro medio vaso de zumo de naranja por encima de la ropa y tengo que perder cinco minutos suplementarios en cambiarme de ropa (y veinte euros suplementarios que me cobró la lavandería del hotel por dejarme la ropa como antes de mancharla).
Como no sé por qué capricho el personal del hotel no abrió la sala que tenía al lado mismo de la sala de desayunos y que hubiera deshecho la cola como un azucarillo, me cabreé con el hotel y decidí que la cosa no se quedaría así. Durante todo el día estuve intentando soliviantar a mis compañeros rusos de grupo para que presentaran una reclamación, como yo mismo pensaba hacer, para darle más fuerza.
El resultado de mis intentos de encender a las masas fue bastante lamentable.
- Voy a presentar una reclamación por lo que ha pasado esta mañana con el desayuno ¿Por qué no presentan ustedes una también?
Las rusas me miraban como si fuera un extraterrestre.
- Eso no sirve para nada. Igual que en Rusia. - decían ellas.
- Que sí. Que sí que sirve. - decía yo.
Una de las rusas, por lo demás muy maja, emitió unas risitas, no sé si de simpatía o de conmiseración.
- ¿Va usted a reclamar? ¡Qué mono!
- Tampoco ha sido para tanto. Total, un cuartito de hora - intervino otra.
- ¿Y por qué va a reclamar? - preguntó una tercera.
- ¿Y servirá para algo? Yo creo que no.
Lamentablemente, la muestra de rusas era lo suficientemente significativa, lo cual da pie a una reflexión, y es que uno de los motivos por los que las cosas en Rusia, sobre todo en materia de servicio, vayan tan sumamente mal es que la gente se conforma con cualquier cosa. Es posible que los rusos se quejen, pero lo hacen mal y en la intimidad, como Aznar hablando catalán, y nunca toman el bolígrafo después de que les traten de pena con ánimo que no dejar títere con cabeza allí donde los desprecian. Y, con ello, la consecuencia es lógica: los dueños de los servicios saben que disponen de impunidad poco menos que garantizada y siguen tal cual, tocando las narices al personal por pura antipatía. Y es verdad que las cosas han mejorado, pero ha sido por la competencia, no por que el ruso medio se haya puesto gallito.
Por la tarde, a la vuelta al hotel, fui a recepción ya con la sangre fría que da el haber pasado varias horas desde el suceso, y dije que quería poner una reclamación.
En España, poner una reclamación en un hotel debe ser chungo para el establecimiento. Lo digo porque lo he intentado hacer dos veces, y en las dos el gerente salió disparado de donde estuviera y movió cielo y tierra para que no lo hiciera. La primera vez lo que me habían hecho tenía remedio y el hotel lo remedió. En esta ocasión, aunque el gerente me ofreció compensarme, yo no vi cómo podía hacerlo y le dije que ya tardaba en pasarme la hoja de reclamación. Lo hizo, rellené la reclamación, se la di para que rellenara su parte y me pasara copia, y me dijo que me la llevarían a mi habitación.
Pasaron dos cosas. Mejor dicho, una, y fue que en el resto de mi estancia en el hotel las colas para el desayuno desaparecieron como por ensalmo, así que para algo sí que sirve reclamar. La segunda cosa no pasó, porque de la copia de mi reclamación nunca más se supo. Ante la fuerte sospecha de que mi reclamación haya desaparecido, creo que en la Consejería de Consumo, o como se llame, de la Comunidad de Madrid van a tener noticias mías.
Pero lo importante es que en España, al menos, hay un sistema para reclamar. Los españoles somos también muy perezosos para hacerlo, y hacemos mal, porque las cosas funcionan mejor cuando se protesta ante las pifias. Los rusos no es que sean perezosos, sino que pedir el libro de reclamaciones es algo que está totalmente fuera de sus planteamientos vitales. Y así nos va en Rusia en nivel de servicio, en administración pública, y en tantas otras cosas que más parecen pensadas para martirizar cristianos que para servir al público.
¿Acaso no se puede reclamar en Rusia? Yes, we can, y de hecho me vienen a la cabeza sucesos del pasado muy divertidos. Pero ésa es otra historia, y le tocará a otra entrada, aunque, la que la cuenta realmente bien, es Alfina.
P.S.: Entretanto, el Levante ha perdido el liderato de primera división, pero ahora viene la fase en que Fadrique deja de ser iracundo para convertirse en blasonador, y no sé muy bien qué fase es peor, así que creo que me quedaré por España unos días más hasta que la granotera deje de estar en posiciones de Champions League. Jo, con lo tranquilos que estábamos en segunda B.
Como no sé por qué capricho el personal del hotel no abrió la sala que tenía al lado mismo de la sala de desayunos y que hubiera deshecho la cola como un azucarillo, me cabreé con el hotel y decidí que la cosa no se quedaría así. Durante todo el día estuve intentando soliviantar a mis compañeros rusos de grupo para que presentaran una reclamación, como yo mismo pensaba hacer, para darle más fuerza.
El resultado de mis intentos de encender a las masas fue bastante lamentable.
- Voy a presentar una reclamación por lo que ha pasado esta mañana con el desayuno ¿Por qué no presentan ustedes una también?
Las rusas me miraban como si fuera un extraterrestre.
- Eso no sirve para nada. Igual que en Rusia. - decían ellas.
- Que sí. Que sí que sirve. - decía yo.
Una de las rusas, por lo demás muy maja, emitió unas risitas, no sé si de simpatía o de conmiseración.
- ¿Va usted a reclamar? ¡Qué mono!
- Tampoco ha sido para tanto. Total, un cuartito de hora - intervino otra.
- ¿Y por qué va a reclamar? - preguntó una tercera.
- ¿Y servirá para algo? Yo creo que no.
Lamentablemente, la muestra de rusas era lo suficientemente significativa, lo cual da pie a una reflexión, y es que uno de los motivos por los que las cosas en Rusia, sobre todo en materia de servicio, vayan tan sumamente mal es que la gente se conforma con cualquier cosa. Es posible que los rusos se quejen, pero lo hacen mal y en la intimidad, como Aznar hablando catalán, y nunca toman el bolígrafo después de que les traten de pena con ánimo que no dejar títere con cabeza allí donde los desprecian. Y, con ello, la consecuencia es lógica: los dueños de los servicios saben que disponen de impunidad poco menos que garantizada y siguen tal cual, tocando las narices al personal por pura antipatía. Y es verdad que las cosas han mejorado, pero ha sido por la competencia, no por que el ruso medio se haya puesto gallito.
Por la tarde, a la vuelta al hotel, fui a recepción ya con la sangre fría que da el haber pasado varias horas desde el suceso, y dije que quería poner una reclamación.
En España, poner una reclamación en un hotel debe ser chungo para el establecimiento. Lo digo porque lo he intentado hacer dos veces, y en las dos el gerente salió disparado de donde estuviera y movió cielo y tierra para que no lo hiciera. La primera vez lo que me habían hecho tenía remedio y el hotel lo remedió. En esta ocasión, aunque el gerente me ofreció compensarme, yo no vi cómo podía hacerlo y le dije que ya tardaba en pasarme la hoja de reclamación. Lo hizo, rellené la reclamación, se la di para que rellenara su parte y me pasara copia, y me dijo que me la llevarían a mi habitación.
Pasaron dos cosas. Mejor dicho, una, y fue que en el resto de mi estancia en el hotel las colas para el desayuno desaparecieron como por ensalmo, así que para algo sí que sirve reclamar. La segunda cosa no pasó, porque de la copia de mi reclamación nunca más se supo. Ante la fuerte sospecha de que mi reclamación haya desaparecido, creo que en la Consejería de Consumo, o como se llame, de la Comunidad de Madrid van a tener noticias mías.
Pero lo importante es que en España, al menos, hay un sistema para reclamar. Los españoles somos también muy perezosos para hacerlo, y hacemos mal, porque las cosas funcionan mejor cuando se protesta ante las pifias. Los rusos no es que sean perezosos, sino que pedir el libro de reclamaciones es algo que está totalmente fuera de sus planteamientos vitales. Y así nos va en Rusia en nivel de servicio, en administración pública, y en tantas otras cosas que más parecen pensadas para martirizar cristianos que para servir al público.
¿Acaso no se puede reclamar en Rusia? Yes, we can, y de hecho me vienen a la cabeza sucesos del pasado muy divertidos. Pero ésa es otra historia, y le tocará a otra entrada, aunque, la que la cuenta realmente bien, es Alfina.
P.S.: Entretanto, el Levante ha perdido el liderato de primera división, pero ahora viene la fase en que Fadrique deja de ser iracundo para convertirse en blasonador, y no sé muy bien qué fase es peor, así que creo que me quedaré por España unos días más hasta que la granotera deje de estar en posiciones de Champions League. Jo, con lo tranquilos que estábamos en segunda B.