Al salir a la calle y empezar a correr, no se ve más que a algún gato despistado. Las personas parece que, con buen criterio, siguen en la cama esperando a que pongan las calles. La ruta cruza Malaya Dmitrovka, donde ya comienza a verse gente. Un miliciano despistado, que debe llevar toda la noche vigilando la Embajada de Eslovaquia, me mira incrédulo desde su garita mientras paso a su lado. Su garita es un cubículo miserable apenas más cómodo que un asiento de Iberia en clase turista.
Poco antes de llegar al Ermitazh está la Embajada de Benin, que ni siquiera tiene miliciano que la proteja. En su lugar, y desde que llevamos viviendo en este barrio, la protección corre a cargo de un perro al que jamás hemos visto, pero siempre oímos, y que ya debe tener sus años. Cuando paso frente a la embajada, con mis zapatillas arrancando un sonido apenas perceptible, el perro guardián se despierta y ladra un par de veces, hasta parar al darse cuenta de que los sonidos de las zapatillas se iban alejando.
Por la Petrovka vamos bajando hasta el anillo de los bulevares. Los primeros trolebuses, completamente vacíos, van pasando monótonamente por las calles. Los bulevares están en plena reconstrucción, varias partes están cerradas a los peatones y se ve maquinaria de obras en distintos tramos.
Un par de trabajadores asiáticos me miran con indiferencia, mientras se intercambian algunas frases en un idioma totalmente desconocido para mí. Es curioso. A las siete de la mañana de un domingo hay gente trabajando en Moscú, esa ciudad que no se cierra nunca del todo, donde hay supermercados abiertos a todas horas y, lo que es más curioso, gente que los utiliza. Las obras públicas puede que se paren por falta de financiación, pero no porque sea domingo o sea de noche. A mayor o menor ritmo, pero las cosas avanzan.
Tras un par de tramos del anillo de los bulevares, se llega al metro de Chistye Prudy. El metro es otra cosa. Si Moscú, en general, es una ciudad que nunca está vacía, su metro siempre está lleno. Y lleno de cualquier cosa. En los alrededores de la estación se junta todo lo que puede juntarse a las siete de la mañana de un domingo. Los alcohólicos impenitentes que han estado esperando a que abrieran las puertas del metro, durmiendo en las salidas de los respiraderos, con la cara abotargada y enrojecida; los juerguistas de clase baja, que han prolongado la noche lo necesario para alcanzar la apertura del metro, al no disponer de otro modo de llegar a sus casas; trabajadoras de domingo por la mañana, quizá limpiadoras de cafés y restaurantes, quizá dependientas, que pasan con aprensión entre los mendigos, apretando el paso; creyentes ortodoxos que se dirigen a las iglesias del centro desde todos los confines de la ciudad, para asistir a la Eucaristía más temprana.
Moscú está llena de gente variopinta, y el metro los transporta a todos. En la estación de Chistye Prudy, pegada a las paredes de la estación, alguien ha estado dejando una corona de flores todos estos domingos de madrugada en que he estado entrenando.
Al pasar la estación y seguir corriendo, se pasa junto al estanque que da nombre a la estación. Desde aquí hasta la confluencia con el río estamos pasando por una de las zonas más bonitas de Moscú, con un bulevar flanqueado de casas disfrazadas de palacios. El estanque refleja los árboles que lo flanquean y que cada semana que pasa están más calvos.
Además de ser una zona bonita, la confluencia con la Maroseyka es una zona de pequeños cafés donde los marchosos de clase media han estado prolongando la noche hasta que ésta dejó de serlo. Es otro nivel. Chicas vestidas de cuero, con minifaldas y botas altas, retando a la mañana, a la tarde y a todo lo que se mueva, mientras la noche sea joven y ellas también; maromos con el bolsillo lleno, aunque mucho más vacío que al salir de casa, armarios de casi dos metros, vestidura cara y chatis a juego.
Es, sí, otro nivel. Y son los primeros que reaccionan cuando un sujeto delgado les supera corriendo, una figura, si no imposible, sí impensable allí y entonces. Una chica delgada con melena rubia se da la vuelta, rueda su cabeza moviendo la cabellera, lacia y castigada, y lanza una carcajada dirigida a mí y a los maromos que la acompañan mientras suelta un "Krúto!", no sé si de desprecio o de sorpresa al ver que existen otros mundos fuera del suyo.
Hace unos años quizá me hubiera ofendido, o al menos me hubiera importado. Hoy me limité a girarme y a verle la cara, en la que aún era evidente la marcha que llevaba dentro y que permitía adivinar la resaca que le sucedería después. E hice una mueca que quería ser una sonrisa, pero que no creo que me saliera bien. No tenía importancia eso, cuando aún quedan muchos kilómetros por recorrer.
Excelente conjunto de reseñas Alfor. Las fotos están de revista.
ResponderEliminarCuando es la carrera? cordial saludo.
Muy interesantes me resultan sus carreras matutínas, pero me gustaría hacerle una corrección ,en la M.Dmitrovka está la embajada de Slovenia no la de Slovakia, parece una tontería pero a mis amigos slovakos, de Slovenia no conozco a nadie, después de 20 aós de independencia les "duele" que todos confundamos sus países.
ResponderEliminarSaludos y a seguir corriendo!
Ernestín, la carrera es exactamente, si Dios quiere, el 11 de diciembre. Ya queda poco.
ResponderEliminarAndriey, toda la razón tiene usted. Es la de Eslovenia. Veinte años de independencia y sí, yo soy de los sigue confundiendo.
Ahora que, teniendo en cuenta que el nombre se parece muchísimo, los dos son países pequeñitos en Centroeuropa, y sus banderas respectivas, si les quitas el escudo, también son iguales, no creo que tengan mucho derecho a ofenderse si la gente les confunde. Leche, que cuando eran Checoslovaquia y Yugoslavia nadie les confundía.