Era mi primera visita a Santiago. Siempre me había imaginado que llegaría andando, desde Astorga, desde Burgos, quizá desde Roncesvalles, que llegaría a la plaza del Obradoiro por el camino francés, bajo un cielo gris y una llovizna, y que iría de corrido a ver al Santo a rezar y a dar gracias por haber completado el camino.
En lugar de eso, llegué en un autobús desde el aeropuerto, acompañado por un grupo de rusas (y un ruso zumbón) que no entendían de la misa la media y que se preguntaban quiénes eran esos tipos barbudos con botas de montaña, aspecto desaliñado y unas conchas rarísimas colgadas del mochilón que, de vez en cuando, aparecían por la plaza con aspecto despistado. Y no había ni cielo gris, ni llovizna, sino una noche clarísima y, al día siguiente, un día totalmente claro y soleado con apenas alguna nube inofensiva dando vueltas por el firmamento. La antítesis de lo que me imaginaba yo cuando hojeaba las guías del camino que había leído en mi casa.
* * *
Por la tarde, a la mesa, la rusa que no hablaba aún suficiente español para hacer de intérprete era objeto de conversación. La gente se hacía lenguas de lo bien que hablaba nuestro idioma... para llevar sólo seis meses por allí.
- Pues esta chica - me dijo la española que estaba sentada a mi lado - lleva camino de hacer lo mismo que tú, pero en España, porque está ennoviada con un chico español, de por aquí.
Segundo prejuicio: Si un español habla bien ruso, eso es necesariamente porque su churri es rusa.
- Eh - repuse enseguida -, que mi mujer es española.
- ¿Ah, sí? - mi interlocutora pareció confundida, como si semejante posibilidad hubiera que excluirla completamente.
A la salida, me puse a meditar si conozco algún -otro- caso de español casado con no-rusa y que hablase ruso por los codos. La verdad es que le di muchas vueltas a la cabeza y, como no encontré ninguno, terminé por reconocer que, en este caso, es posible que el prejuicio tenga algo de fundamento. Para ser sincero, es más frecuente el caso del español que, por muy casado con rusa que esté y mucho tiempo que lleve con ella viviendo en Rusia, sigue hablando un ruso macarrónico.
Supongo que básicamente la cuestión consiste en que no hay matrimonios de españoles que vivan en Rusia y lleven allí más de, digamos, cuatro o cinco años (bueno, hay uno, si lo sabré yo). Las estancias a largo plazo de españoles se reducen a los numerosos, y muchas veces inestables, casos de matrimonios mixtos. Entre ellos hay españoles que hablan un ruso excelente y que me pueden dar sopas con ondas en fluidez y desparpajo, y españoles que, tras años y años de estancia y matrimonio, siguen pensando que el ruso es un idioma sumamente difícil y que ellos, con tal de saber pedir una cerveza y quedar con las chicas, ya van bien.
A uno se le queda, así, un poco una cara de bicho raro. Quizá no había caído en la cuenta de esto hasta ahora. Lo mío sería hablar ruso como los indios o, para hablarlo bien, estar casado con una rusa; pero resulta que no pasan ninguna de las dos cosas. Lo más que tengo en casa son tres personas cuya lengua materna se puede decir con toda justicia que es el ruso, pero me da la impresión de que yo ya hablaba mucho más que decentemente antes de que apareciera cualquiera de las tres.
En estos pensamientos, fruto seguramente de las calenturas, dejé al grupo en el parador y yo me metí en la catedral. Y no por haber llegado en autobús, y no a pie, dejé de admirar su obra, de rezar ante la tumba del Apóstol, de abrazar la estatua como los peregrinos, aunque sin tanto mérito como ellos, y hasta de confesar y comulgar. Hay que decir que lo de confesarse con un sacerdote gallego tiene su mérito. La penitencia la tuvo que repetir tres veces, porque no me quedaba yo muy seguro de lo que me quería imponer, no sé si por el acento, por su hilillo de voz, o simplemente porque hay gallegos que son así.
Y la próxima vez, ojalá la llegada sea a pie.
* * *
Y con esto el viaje va llegando a su fin. El Levante, tras dos derrotas consecutivas, se ha alejado de la cabeza, así que Fadrique, o eso espero, se habrá olvidado de las humillaciones pasadas.
Pero todavía queda un aspecto importante del viaje: pasar por el duty-free del aeropuerto con quince rusas.
La cosa promete.
"- Eh - repuse enseguida -, que mi mujer es española."
ResponderEliminar¿Por qué lo hiciste? se preguntarán ...
Se oye el llanto y rechinar de dientes.
Alfina, bueno, con las mujeres españolas parece que eso no funciona y que encuentran más comprensible que alguien se case con una de ellas.
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