Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
viernes, 30 de junio de 2006
El inspirador de todo esto
La política de más o menos anonimato de esta bitácora viene inspirada, obviamente, por un clásico latino, Marcial, que vivió en el siglo I y fue el primer autor importante de epigramas. Un epigrama es una composición, corta, en verso, de intención burlesca o humorística. Marcial era lo más cañero que había visto Roma hasta entonces: no dejaba títere con cabeza. Se metía con los funcionarios, militares, médicos... ni uno quedaba a salvo. Por ejemplo, hubo una que todavía recuerdo de cuando lo leí (y ya hace tiempo). Marcial estaba achacosillo, pero sin ser nada serio, y le fue a ver el médico Símaco, que le fue a ver rodeado de numerosos discípulos que querían aprender de su maestro y manosearon a Marcial:
Languebam: sed tu comitatus protinus ad me
uenisti centum, Symmache, discipulis.
Centum me tetigere manus aquilone gelatae:
non habui febrem, Symmache, nunc habeo.
(Estaba flojo y tú, Símaco, has venido a visitarme
acompañado de cien discípulos.
Me han palpado cien manos heladas por el cierzo:
no tenía fiebre, Símaco, pero ahora tengo.)
Lo que no dice la página es que Marcial, con todo lo cafre que era, fue el primero que, en lugar de destrozar directamente a las víctimas de su pluma, las disfrazó con un seudónimo, algo que era totalmente insólito en la Roma del siglo I, en que los puyazos se repartían sin la menor piedad. El Símaco del epigrama no se llamaba así, como todos los otros protagonistas de sus obras. Y Marcial, por cierto, era un español que, por cosas que pasan, había acabado viviendo en la mayor ciudad de Europa. El talento no, pero alguna cosa, pues, sí que tenemos en común, así que buena cosa será tomar ejemplo del maestro, al menos en lo posible.
jueves, 29 de junio de 2006
La ciudad más cara del mundo (I)
Lo hemos conseguido, sí, señor. Moscú es la ciudad más cara del mundo, según el estudio de la consultora, creo que suiza, de referencia para los gobiernos y grandes empresas que envían aquí a sus directivos. Durante los últimos años ha estado cerca, pero ahora hemos hecho un esfuercito, hemos sido más derrochones que de costumbre, que ya es decir, y lo hemos conseguido: ya somos los primeros. Seguro que los japoneses nos miran con envidia.
Indignado, Sergey Tsoy, jefe de prensa del alcalde Luzhkov ha reaccionado diciendo que todo eso es mentira y que Moscú no es tan cara. Que en Moscú puedes ir a un restaurante las veinticuatro horas del día, mientras que él estuvo en Pekín hace poco, y por la noche todo estaba tan parado que tuvo que acabar cenando en un McDonald's. Pobret.
Un periódico normalmente serio, el Kommersant, ha soltado el siguiente titular: "Moscú es la ciudad más cara del mundo. La culpa la tienen los extranjeros." Sieeeempre buscando un culpable, claro. Los malditos extranjeros, siempre derrochando pasta y pagando lo que haga falta. Así claro que se rompe el mercado.
La verdad está en algún sitio, pero todo el mundo parte de la base de que el principal culpable del lugar de "honor" que ocupa Moscú es el precio de la vivienda en alquiler. Y, efectivamente, alguien se ha vuelto loco: hay alquileres mensuales que son superiores a un sueldo normal español ¡de todo un año! Y lo malo es que no hay apenas nada intermedio: o vives en pisos que tiran de espaldas y por los que se paga un fortunón de alquiler, o vives en cuchitriles infectos, con portales y ascensores sucios y malolientes, por los que también se paga mucho más de lo que valen, pero que al menos se pueden pagar.
A partir de ahí, las opiniones son variadísimas: un extranjero residente aquí hace cuentas en una entrevista y declara que le es imposible gastar menos de 8.500 dólares al mes; un periódico digital ruso dice que, para una familia rusa de matrimonio y dos hijos, entre 2.000 y 2.500 dólares al mes es un presupuesto para vivir cómodamente; la alcaldía de Moscú, oficialmente, dice que la cesta de la compra mínima para sobrevivir anda por los 140 dólares por persona (pero eso es comida sólo); sin embargo, muchas pensiones están por debajo de esa cifra. La guerra de cifras está siendo hasta divertida.
La pega de todos estos estudios compatarivos es que todas las comparaciones son odiosas, y que tratan de comparar cosas difíciles de poner en paralelo. Este estudio, en concreto, se dirige a altos directivos destinados en Moscú, y compara los precios de los bienes y servicios que éstos demandan. Y ahí sí que Moscú es carísima: un año de escolaridad en un colegio internacional para un párvulo puede ser mucho más caro que un MBA en una universidad estadounidense; el alquiler de una oficina de clase A pone los pelos de punta; el supermercado elitista que tenemos al lado de casa deja temblando la cartera del más pintado; se puede pagar por una noche de hotel en el centro casi lo mismo que cuesta una semana de vacaciones en Canarias en pensión completa... y así muchas cosas más.
Y todo este mundillo de los expatriados forrados de dinero coexiste con el extremo contrario, compuesto por los pensionistas que sobreviven de milagro, los inmigrantes de países de Asia Central y del Cáucaso que buscan su fortuna en la construcción o en todo tipo de trabajos manuales, los mendigos alcohólicos que apestan y pueblan portales y sótanos, y los millones de personas que pueblan esta bendita Nínive moderna y no saben distinguir la mano derecha de la izquierda.
lunes, 26 de junio de 2006
El taxista cegato
El retorno de Georgia, a través del aeropuerto de Domodiédovo, que está a unos cincuenta kilómetros de mi casa en Moscú, fue un poco más molesto de lo habitual. Comoquiera que Georgia es un país algo sospechoso en Rusia, el control de pasaportes se alargó muchísimo (como que estuvimos una hora en la cola) y, de resultas de ello, perdimos el tren y nos vimos ante la perspectiva de esperar una hora o tomar un taxi. Ganó la segunda, y nos acercamos a la ventanilla eludiendo a la nube de piratillas que nos querían ofrecer sus servicios.
- ¿A dónde van? - preguntó la dependienta.
- Al metro M*** - dije.
- Serán 1.200 ó 1.500 rublos, según el coche, pero ahora no tenemos coches. Tendrán que esperar.
Nos separamos de la ventanilla con cara de hartazgo. En esto, nos abordó un hombre de unos cincuenta años con evidente aspecto de taxista "espontáneo".
- ¿Les hace falta un taxi?
- Depende -comenzaba, pues, la toma de posiciones.
- ¿A dónde van?
- Al metro M***.
- ¡Vamos!
- ¿Por cuánto?
- Mil quinientos rublos, como siempre.
Era el precio oficial cuando el servicio lo prestaba un coche importado. Supuse enseguida que iríamos en un coche ruso, el servicio del cual costaba algo menos. Pero no tenía ganas de regatear (digamos que "paga Juanca"), ni de esperarme una hora al tren o a un taxi oficial.
- Necesitaré una factura.
- ¡Claro que sí! Y con su sello y todo.
Bueno, al menos estaba organizado el hombre. Le seguimos hasta su coche, que, efectivamente, era ruso; al menos, era un Volga, que, a falta de otras cualidades, es amplio.
Después de un duro recorrido por el Moscú de los atascos eternos, y eso que no era hora punta, llegamos a mi casa.
- ¿Me puede hacer la factura?
El taxista sacó un papel sellado de la guantera.
- Bueno, le pongo la cantidad y usted lo rellena, que yo me he dejado las gafas.
- Vale -tragué saliva. Mi interlocutor esforzó la vista.
- Mire, sin gafas ni siquiera leo dónde he de escribir. Se lo doy en blanco y ya lo rellenará usted.
Y luego hay quien se pregunta por qué los taxistas de Moscú dan miedo.
- ¿A dónde van? - preguntó la dependienta.
- Al metro M*** - dije.
- Serán 1.200 ó 1.500 rublos, según el coche, pero ahora no tenemos coches. Tendrán que esperar.
Nos separamos de la ventanilla con cara de hartazgo. En esto, nos abordó un hombre de unos cincuenta años con evidente aspecto de taxista "espontáneo".
- ¿Les hace falta un taxi?
- Depende -comenzaba, pues, la toma de posiciones.
- ¿A dónde van?
- Al metro M***.
- ¡Vamos!
- ¿Por cuánto?
- Mil quinientos rublos, como siempre.
Era el precio oficial cuando el servicio lo prestaba un coche importado. Supuse enseguida que iríamos en un coche ruso, el servicio del cual costaba algo menos. Pero no tenía ganas de regatear (digamos que "paga Juanca"), ni de esperarme una hora al tren o a un taxi oficial.
- Necesitaré una factura.
- ¡Claro que sí! Y con su sello y todo.
Bueno, al menos estaba organizado el hombre. Le seguimos hasta su coche, que, efectivamente, era ruso; al menos, era un Volga, que, a falta de otras cualidades, es amplio.
Después de un duro recorrido por el Moscú de los atascos eternos, y eso que no era hora punta, llegamos a mi casa.
- ¿Me puede hacer la factura?
El taxista sacó un papel sellado de la guantera.
- Bueno, le pongo la cantidad y usted lo rellena, que yo me he dejado las gafas.
- Vale -tragué saliva. Mi interlocutor esforzó la vista.
- Mire, sin gafas ni siquiera leo dónde he de escribir. Se lo doy en blanco y ya lo rellenará usted.
Y luego hay quien se pregunta por qué los taxistas de Moscú dan miedo.
domingo, 25 de junio de 2006
El estadístico
Estaba siendo dificilísimo mantener una conversación con aquel hombre. En la Oficina de Estadísticas de Georgia, nos recibieron bien, atendieron nuestra petición y, conseguido lo que queríamos, a los tres minutos podríamos habernos ido, pero nuestros interlocutores nos trajeron té y, para no ser descorteses, tuvimos que quedarnos un rato charlando.
No conozco muchos estadísticos, y por eso no sé si es generalizable, pero debe ser gente ensimismada en sus números y con dificultades sociales.
- Tienen ustedes una oficina muy bien puesta -dije.
- Sí.
- Y, con el calor que hace, se está muy bien con el aire acondicionado.
- Sí.
- ¿Y cuánta gente trabaja aquí?
- Unos cien.
Ya no se me ocurría qué preguntar. Nos miramos con un silencio embarazoso durante unos segundos. Al final, traté de sacar el tema del separatismo abjasio.
- ¿Y también tienen datos de Abjasia?
- No.
- Claro, tienen dificultades en la región.
- Sí.
Era desesperante. Un buen tío, sí, pero qué difícil era hablar con él.
- ¿Cuál es la distribución étnica en Abjasia?
Por fin, al estadístico se le iluminaron los ojillos.
- Alrededor de un 19% de abjasios, un 42% de georgianos, un 2,5% de griegos, un 7% de rusos, un 4% de ucranianos, y diversas minorías tártaras, osetias, ingushes, judías, armenias y azeríes, según el último censo que se hizo.
Si tenía que haber empezado por ahí...
No conozco muchos estadísticos, y por eso no sé si es generalizable, pero debe ser gente ensimismada en sus números y con dificultades sociales.
- Tienen ustedes una oficina muy bien puesta -dije.
- Sí.
- Y, con el calor que hace, se está muy bien con el aire acondicionado.
- Sí.
- ¿Y cuánta gente trabaja aquí?
- Unos cien.
Ya no se me ocurría qué preguntar. Nos miramos con un silencio embarazoso durante unos segundos. Al final, traté de sacar el tema del separatismo abjasio.
- ¿Y también tienen datos de Abjasia?
- No.
- Claro, tienen dificultades en la región.
- Sí.
Era desesperante. Un buen tío, sí, pero qué difícil era hablar con él.
- ¿Cuál es la distribución étnica en Abjasia?
Por fin, al estadístico se le iluminaron los ojillos.
- Alrededor de un 19% de abjasios, un 42% de georgianos, un 2,5% de griegos, un 7% de rusos, un 4% de ucranianos, y diversas minorías tártaras, osetias, ingushes, judías, armenias y azeríes, según el último censo que se hizo.
Si tenía que haber empezado por ahí...
miércoles, 21 de junio de 2006
Todos los guiris somos iguales
Universidad Estatal de Medicina de Tiflis. Aquí, como también sucede a menudo en Rusia, las universidades constan de una sola facultad, en este caso de medicina. Hoken y yo bajamos del taxi destartalado que, tras más vueltas y revueltas de las esperadas, nos ha traído hasta allí y, tras algunas preguntas en ruso, idioma que evidentemente se va olvidando poco a poco en este país, entramos en el edificio del rectorado, donde también está el departamento de relaciones internacionales que nos interesa.
- A ver si preguntamos por la persona que venimos a visitar, y a quién lo hacemos.
A nuestra derecha, una mujer nos hace señas de que la sigamos.
- Mira, debe ser ésta.
La seguimos, abre una puerta a su izquierda, y vemos que es un auditorio de tamaño respetable, con un estrado en el que habla un orador y donde hay varios sitios libres. A esto no veníamos. Encerrona. La mujer nos dice algo en georgiano, y luego llama en voz baja a otra mujer que se levanta de la última fila y a un hombre alto y barbudo que nos mira, se levanta también y nos aborda. El orador se detiene y nos mira, con aspecto de invitarnos a ocupar los sitios libres y secundarle en su charla.
El barbudo se presenta con un nombre interminable.
- Alf -le respondo, estrechándole la mano.
- ¿British Council? -me pregunta, y yo le miro incrédulo.
- No, soy español, y busco a... ¿cómo se llama la tía a la que buscamos?
Hoken saca un papel doblado, lo desdobla y lee:
- Nana Maglakelidze.
El barbudo levanta las manos al cielo y vuelve a su sitio. Las dos mujeres hablan entre ellas en su incomprensible lengua y la que nos había traído allí, algo corrida, nos saca y nos guía por los ruinosos pasillos de la universidad. Y es que, así como para nosotros todos los georgianos se parecen, supongo que, para ellos, todos los extranjeros somos, en primer lugar, eso, extranjeros. Y nos confunden.
Después de todo, nosotros también pensamos que los chinos o los negros, por ejemplo, son todos iguales. Nihil novum sub sole.
lunes, 19 de junio de 2006
En el Cáucaso
El director ejecutivo de la Agencia Internacional de la *** envió una invitación para una conferencia en Tiflis, capital de Georgia, al director general de la empresa *** . Éste recordó oportunamente, después de mirar en el mapa, probablemente, dónde estaba Georgia, un compromiso anterior que tenía y excusó su asistencia, asegurando que acudiría el jefe de la delegación de Moscú. Éste, recibido el recado, recordó, no menos oportunamente, que estaría lejos esos días, por lo que delegó en un jefe de departamento que firma como Alf; este jefe de departamento, a su vez... noooo, la cosa no siguió más adelante. El jefe de departamento se sacó el billete de avión a Tiflis y, eso sí, dispuso que le acompañara un becario de su departamento, conveniente camuflado con un cargo alusivo, y al que llamaremos, de acuerdo con la política de esta bitácora de no revelar los nombres verdaderos de quienes aparecen en ella, Hoken.
Otro día explicaré las razones de esta política, por supuesto con ayuda de ejemplos clásicos latinos.
El caso es que quienes esquivaron el viaje se perdieron, de momento, un primer día bastante relajado, ya que los organizadores de la conferencia previeron una mañana de paseo turístico por los alrededores de la ciudad. Allí se juntaban varios tipos de participantes: los grandes gurús de la energía y otros altos funcionarios de la Agencia Internacional de la *** y de los gobiernos nacionales; los organizadores del evento; y, finalmente, gente algo más joven y menos estirada, que en buena parte se encontraba allí "por delegación". Huelga decir en qué grupo me reconozco.
La visita estuvo bien. Fuimos a Mskheta, capital de Georgia entre los siglos IV a VIII después de Cristo; visitamos una fortaleza impresionante sobre un lago, cerca de la zona pseudofronteriza de Osetia del Sur; y a la vuelta comimos a base de bien en un restaurante con cuarteto de música popular, organillero y elaboración en vivo de pan georgiano, jachapuri, shasliki y jinkali. Allí nos pusimos a departir más o menos según los grupos mencionados antes.
- ¿Es esto vodka? -le pregunté a un joven oriental - Ah, no, es agua.
- ¿Cómo lo sabes?
- Por las burbujas -y el hielo estaba roto.- Soy Alf, de España.
- Ah, las burbujas... soy Bern, de Malasia.
- ¿Es tu primera visita a Tiflis?
- Sí, y es terrible. Ayer pasé todo el día en el avión ¿Y tú?
- Yo vengo de Moscú, el vuelo es más corto. Es la segunda vez que visitó Tiflis.
Señalé a la mesa.
- ¿Qué tal la comida georgiana? - le pregunté.
- Bah, es muy simple, las tapas son mucho mejores. - y me hizo un guiño.
Un tío majo.
Al final, volvimos al autobús. Hoken me dijo:
- Oye, Alf, que he estado hablando con el chaval polaco éste, y tiene una charla mañana. Se ve que invitaron al ministro polaco de ***, que delegó en el director general, y ha habido una cadena de escaqueos hasta que le ha tocado a él.
- Mmmm... me suena el caso.
En el fondo, en todas partes cuecen habas.
domingo, 18 de junio de 2006
Minoría entre las minorías
El padre Le Léannec lleva en Moscú desde tiempo inmemorial; al menos, desde que yo voy viniendo por aquí, y ya hace tiempo. Es el párroco de San Luís de los Franceses, uno de los dos templos católicos de Moscú.
El padre Le Léannec debe levantarse todos los días hacia las seis. A las ocho de la mañana, sin fallar un día, festivo o laborable, dice misa en San Luís, y la dice en latín. Este domingo soy uno de los alrededor de quince fieles que oye misa.
"In nomine Patri, el Filii, et Spiritus Sancti. Amen"
Ya debe quedar claro que el latín es lengua bienvenida en esta bitácora. Sin embargo, levantarse a las seis y media para llegar a la misa del padre Le Léannec es demasiado para el cuerpo de este bloguero, y sólo asisto en casos excepcionales, como hoy, en que a media mañana parto con destino a Georgia.
"Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis."
Somos sólo quince fieles, pero no por ello la dignidad de la misa dominical pierde un centímetro. Suena el órgano, canta el coro, y tres monaguillos vestidos de blanco flanquean al padre. Y además hoy es la fiesta del Corpus Christi, no un día cualquiera.
"Credo in unum Deum, patrum omnipotentem, factorem coeli et terrae..."
La misa no es totalmente tradicional, como quizá podría pensarse. Es "novus ordo", aunque en latín. Y nunca, cuando he venido, ha estado la iglesia totalmente vacía: siempre ha habido entre quince y treinta personas en la asamblea. Por lo general, gente de mediana edad, alguna monja, hoy incluso un niño, algún estudiante.
"Pater noster, qui es in coelis; santificetur nomen tuum; fiat voluntas tua, sicut in coelo et in terra..."
Las lecturas del día y la homilía no son en latín, sino en lengua vernácula, ruso en este caso. El padre, a pesar del tiempo que lleva en Rusia, no consigue librarse de un molesto acento francés, que hace su homilía difícil de entender, a pesar de que su dominio del vocabulario y de la gramática son asombrosos.
"Ite, missa est."
"Deo gratias."
Pasan de las nueve, y los feligreses, mucho más numerosos, de la misa de nueve y media, ésta en ruso, comienzan a entrar en la iglesia. Fuera, los mendigos van tomando posiciones junto a la entrada. De camino a casa, suenan las campanas de las iglesias ortodoxas, mientras los mendigos, que saben que a la entrada no les esperan limosnas, esperan a la salida para apostarse a la salida de los templos.
viernes, 16 de junio de 2006
El plumón del álamo
El álamo es a Rusia lo que el pino carrasco es a España: quizá el árbol más común, y poco menos que el símbolo nacional. Los grandes paisajistas rusos del siglo XIX (Shishkin, Kuindzhi, Levitán) se lucieron históricamente pintando bosques de álamos y abedules preciosos. Pero, en esta época del año, para terror de los alérgicos, el álamo, sin perder su aspecto inofensivo, comienza a soltar plumón y más plumón; primero tímidamente, luego con más fuerza; finalmente hay unos cuantos días (precisamente ahora), sobre todo si hay viento y tiempo seco, en que la presencia de plumón de álamo ("puj", en ruso) se convierte en algo difícil de soportar.
El "puj" cae como del cielo, levita por el aire, se desliza por el suelo, se levanta y cae caprichosamente, se introduce por las rendijas de las casas, se pega a la ropa y a la piel de las personas y desencadena las iras de los alérgicos. Es un auténtico horror.
Un periodista español, hace unos años, sufría simultáneamente el "puj" y el otro horror del verano ruso (la "profilaktika", corte del agua caliente durante tres semanas). Resignado, elevaba su mirada y decía:
- Aquí, siempre cae algo del cielo. Si no es nieve, lo que sea.
jueves, 15 de junio de 2006
Ciclismo helado
De niño, era tan enclenque que ni siquiera aprendí a montar en bicicleta. La oportunidad me llegó mucho más tarde, a punto de cumplir los diecisiete años, y con el estímulo de poder así "desplazarme a trabajar al campo de manera autónoma". Creo que debería mencionar que el estímulo no debería llamarse así, pero lo cierto es que la cosa tuvo éxito: contra todo pronóstico, la cosa me gustó tanto que, desde entonces, apenas bajé de la bicicleta. Pocos años después me convertí en uno de los primeros ciclistas urbanos de Valencia, cuando apenas había quien se atreviera a circular por la ciudad. Y ciertamente, ahora que el ciclismo es casi una plaga, viene bien recordar aquellos tiempos pioneros. En el intento han caído sucesivamente hasta cuatro bicicletas, robadas o desvalijadas por malnacidos, pero siempre han sido oportunamente sustituidas.
Junto a ello, le di también al ciclismo por carretera, y hubo verano en que salí casi todos los días. Ahora ya casi nunca; la última vez, la semana pasada, haciendo el recorrido Alberique - Gabarda - Antella - Presa de Tous - Sumacárcel - Cárcer - Alcántara de Júcar - Puebla Larga - Algemesí, de donde son las fotos de la ilustración, gentileza de mi compañero de viaje.
En Moscú, aunque cada vez hay más bicicletas, desplazarse en calidad de ciclista es muy raro, pero yo lo conseguí durante un par de años, mientras el tiempo acompañó. Entonces recorría unos ocho kilómetros en cada sentido, de casa al trabajo y del trabajo a casa, y la sensación era parecida a los tiempos pioneros en Valencia, cuando casi nadie circulaba. Unos cuantos brincos por el malecón del río Moscú, atravesar la Plaza Roja en bicicleta, cruzar la calle Mojovaya por el paso subterráneo y subir por la Bolshaya Nikitskaya hasta el trabajo. Era entretenido. Y cada vez hay más gente que lo hace.
miércoles, 14 de junio de 2006
La luna de Valencia
La de la foto es la auténtica luna de Valencia. Rechace imitaciones. La fama de la luna de Valencia no le viene por ser especialmente clara ni bonita, aunque la de la foto, en la realidad, era impresionante; le viene por la costumbre, en la época en que las murallas existían en Valencia, de cerrar las puertas de acceso a la ciudad a partir de cierta hora. A los valencianos que se despistaban y se quedaban fuera les tocaba pasar la noche al raso, "a la luna de Valencia", y no conseguían volver a sus casas hasta la mañana siguiente.
Hoy se emplea como sinónimo de estar despistado, que era efectivamente lo que estaba el que se retrasaba a la hora del cierre.
Ahora, que no hay murallas en Valencia, ni hay ciudad en España que se aísle por las noches, parecería difícil encontrar un lugar que resulte inaccesible por la noche y accesible por el día, pero sí que lo hay y, naturalmente, está en Rusia. Se trata de la ciudad de San Petersburgo, antes Leningrado, antes Petrogrado, antes otra vez San Petersburgo, que está construida sobre cuarenta y cuatro islas unidas por puentes, muchos de los cuales, para permitir el paso de embarcaciones, se levantan por la noche, dejando varias islas incomunicadas entre sí (salvo que alguien quiera probar su suerte nadando, cosa que no es muy recomendable, habida cuenta del tráfico fluvial en las horas en que los puentes se levantan).
Hace algunos años, cuatro intrépidos valencianos aparecieron por San Petersburgo desde Moscú con el fin, parecía, de visitar la ciudad. Yo les conté la peculiariadad de San Petersburgo, pero aquellos cuatro valencianos no tenían planes de renunciar a una noche de marcha. Yo insistí bastante sobre este punto, pero estaban ya un poco o un mucho chispa y nadie me escuchaba así que, finalmente, me volví hacia el albergue a eso de la una, para evitar problemas.
Hice mal, creo, porque me perdí algunos sucesos estelares. Poco antes de que me separara de ellos entablaron conversación con dos nativas, que les llevaron a una discoteca en pleno canal Griboyédov, que es una de las zonas con más marcha de la ciudad. La entrada no es gratis, pero ellos la esquivaron enseñando los pasaportes, y les dejaron pasar. Luego uno se puso a bailar con una rusa, y esta parecía corresponder, pero entonces apareció el novio de la rusa con un colega. Otro se puso a salvar al primero del desastre, cosa que no me creería si no la hubieran corroborado todos. Mientras tanto, el tercero no encontraba una de las fichas del guardarropa, y quería sacar una cazadora. Como sin ficha no se la daban, pidió hablar con el jefe del encargado; llegó el dueño, y tampoco se la daba, así que pidió hablar con el jefe del dueño. Por desgracia, el dueño no tenía jefe. Al final, consiguió sacarla, y al día siguiente encontró la ficha del guardarropía en su bolsillo trasero. Después hablaban de volver a la discoteca, a ver si con la ficha se llevan una prenda gratis.
El caso es que cayeron en la trampa, porque al salir todos los puentes estaban levantados, y nadie quiso conducirles hasta la estación de Finlandia, que era donde estaba el albergue. Una disciplinada marcha de dos horas bajo la luz de la luna (de Valencia, si se quiere) les llevó hasta allí, dando vueltas y revueltas. Claro, a las dos horas ya habían bajado los puentes y pudieron pasar andando, pero si se hubieran quedado quietecitos dos horas, en lugar de caminar sin ton ni son, se hubiera alcanzado el mismo resultado.
A la mañana siguiente, se oían frases como las siguientes:
"¡Tengo un dolor de cabeza! Parece que tenga tres o cuatro cabezas..."
"Ah, pero, ¿enseñamos los pasaportes al entrar?"
"Sí, y tú querías dárselos"
"Cuando tienes resaca, te bebes hasta el agua de los floreros"
"Oye, si te deportan, ¿quién paga el avión?"
martes, 13 de junio de 2006
Antiguas amistades
Un par de cientos de estudiantes se agolpan junto a la entrada de la capilla de la Misericordia. El grupo humano tiene de todo: desde prejubilados ociosos, pasando por funcionarios con esperanzas de ascenso y necesidad de un título que se lo permita, hasta jóvenes en edad realmente universitaria, víctimas quizá de algún numerus clausus en su universidad presencial de preferencia, o condenados a compaginar estudios y trabajos. Y algún elemento extraño, víctima únicamente del deseo de saber, y que a saber en qué grupo clasificarían los demás que, conversando nerviosamente o repasando desesperadamente sus libros y sus notas, esperan que llegue la hora de la verdad.
Lentamente, vamos entrando, vamos tomando nuestros respectivos exámenes, nuestras hojas de respuesta, nuestro papel de borrador, y nos sentamos allí donde nos asignan. Aquí y allá, algún novato inquieto se siente inseguro, los más se lanzan a rellenar sus datos y a escribir, maldiciendo al típico miembro del tribunal que, inoportuno, interrumpe la concentración de casi todos para realizar algún anuncio que bien podía haber dicho antes.
Los que se han presentado sólo para cubrir el expediente, o los que tienen la suerte de tener un examen tipo test que han terminado rápidamente, comienzan a desfilar. Los demás sufrimos estoicamente las dos horas de rigor, luchando contra el papel y el bolígrafo. Apretatus intellectus ingeniat et rapiat. Ya lo creo.
Era el tercer y último examen de la semana. Aliviado por el hecho de no tener ninguno más, aunque contrariado por el hecho, menos favorable, de tener que volver a septiembre, visto el resultado que amenaza, salgo de la capilla y me dirijo a mi fiel vehículo. En el camino reconozco a alguien, una mujer de pelo largo, abundante, con tinte caoba que dejaba entrever algunas canas y que estaba hablando con otra mujer.
- Eh, Ziur, ¿cómo estás?
- Holaaaa - han pasado los años, pero el tono displicente y la voz melosa no lo han hecho. Tampoco el olor a tabaco que la impregna.
- ¿Qué tal te va? ¿Y cómo tienes a la familia? -hago un intento de pasar por alto el tono y de mostrar cierto interés por una persona a la que no había visto en los últimos casi dos años.
Algunas noticias, lo más escuetas posibles, de la familia, se suceden.
- Y tú, ¿qué tal? -pregunta Ziur, lo que es todo un detalle- ¿Sigues alláa?
- Sigo allá.
Ziur hace una pequeña pausa, a la que sigue una mirada como de hartazgo.
- No nos vemos nuncaa -dice, arrastrando la última a, con un tono que parecería invitar a vernos con más frecuencia, nosotros dos y el grupo que formábamos, si no fuera porque era demasiado meloso para ser auténtico. Y porque la mirada, y la pose toda, seguía siendo de hartazgo.
- ¿Y qué es lo que estabas acabandoo? Porque, chico, como vas tan rápido.
- Bueno, la última vez iba por la mitad. Acabar es lo que estoy haciendo ahora.
- ¡Ah! -y de nuevo el deje despectivo innato se hace evidente, con una ligera elevación de la nariz. Ha llegado la hora de marchar.
- Bueno, Ziur, me alegro de verte -a pesar de todo, era verdad- ¿Nos veremos en septiembre?
Ziur sigue con unas fugaces frases de presunción de no aprobarlo todo, que suenan a algo intermedio entre el lamento por su situación y el orgullo de no ser como quienes, malvados empollones, lo aprueban todo a la primera, como si yo estuviera entre ellos y como si eso, a estas alturas de nuestras vidas, tuviera la menor importancia. Y sí, seguramente nos veremos en septiembre.
Monté en la bicicleta e hice un gesto de despedida que no fue respondido. Ya de camino a casa, caí en la cuenta de que Ziur debe haber cumplido los cuarenta hace muy poco tiempo. Hay que reconocer que los lleva bien, incluso muy bien, y que su carácter no ha cambiado nada.
A veces, hay que volver a Valencia, para asegurarse de que casi todo sigue en su sitio.
Lentamente, vamos entrando, vamos tomando nuestros respectivos exámenes, nuestras hojas de respuesta, nuestro papel de borrador, y nos sentamos allí donde nos asignan. Aquí y allá, algún novato inquieto se siente inseguro, los más se lanzan a rellenar sus datos y a escribir, maldiciendo al típico miembro del tribunal que, inoportuno, interrumpe la concentración de casi todos para realizar algún anuncio que bien podía haber dicho antes.
Los que se han presentado sólo para cubrir el expediente, o los que tienen la suerte de tener un examen tipo test que han terminado rápidamente, comienzan a desfilar. Los demás sufrimos estoicamente las dos horas de rigor, luchando contra el papel y el bolígrafo. Apretatus intellectus ingeniat et rapiat. Ya lo creo.
Era el tercer y último examen de la semana. Aliviado por el hecho de no tener ninguno más, aunque contrariado por el hecho, menos favorable, de tener que volver a septiembre, visto el resultado que amenaza, salgo de la capilla y me dirijo a mi fiel vehículo. En el camino reconozco a alguien, una mujer de pelo largo, abundante, con tinte caoba que dejaba entrever algunas canas y que estaba hablando con otra mujer.
- Eh, Ziur, ¿cómo estás?
- Holaaaa - han pasado los años, pero el tono displicente y la voz melosa no lo han hecho. Tampoco el olor a tabaco que la impregna.
- ¿Qué tal te va? ¿Y cómo tienes a la familia? -hago un intento de pasar por alto el tono y de mostrar cierto interés por una persona a la que no había visto en los últimos casi dos años.
Algunas noticias, lo más escuetas posibles, de la familia, se suceden.
- Y tú, ¿qué tal? -pregunta Ziur, lo que es todo un detalle- ¿Sigues alláa?
- Sigo allá.
Ziur hace una pequeña pausa, a la que sigue una mirada como de hartazgo.
- No nos vemos nuncaa -dice, arrastrando la última a, con un tono que parecería invitar a vernos con más frecuencia, nosotros dos y el grupo que formábamos, si no fuera porque era demasiado meloso para ser auténtico. Y porque la mirada, y la pose toda, seguía siendo de hartazgo.
- ¿Y qué es lo que estabas acabandoo? Porque, chico, como vas tan rápido.
- Bueno, la última vez iba por la mitad. Acabar es lo que estoy haciendo ahora.
- ¡Ah! -y de nuevo el deje despectivo innato se hace evidente, con una ligera elevación de la nariz. Ha llegado la hora de marchar.
- Bueno, Ziur, me alegro de verte -a pesar de todo, era verdad- ¿Nos veremos en septiembre?
Ziur sigue con unas fugaces frases de presunción de no aprobarlo todo, que suenan a algo intermedio entre el lamento por su situación y el orgullo de no ser como quienes, malvados empollones, lo aprueban todo a la primera, como si yo estuviera entre ellos y como si eso, a estas alturas de nuestras vidas, tuviera la menor importancia. Y sí, seguramente nos veremos en septiembre.
Monté en la bicicleta e hice un gesto de despedida que no fue respondido. Ya de camino a casa, caí en la cuenta de que Ziur debe haber cumplido los cuarenta hace muy poco tiempo. Hay que reconocer que los lleva bien, incluso muy bien, y que su carácter no ha cambiado nada.
A veces, hay que volver a Valencia, para asegurarse de que casi todo sigue en su sitio.
lunes, 5 de junio de 2006
Entre emigrantes
Un emigrante en su patria con la conciencia intranquila, pidiendo perdón. Una oración al aire libre. Una acción de gracias bajo la luna de Valencia.
Un emigrante en la patria del primero, emigrante de seis años, arrancado de su país por Dios sabe qué motivos. Un niño con un uniforme de la selección brasileña de fútbol, abandonado en la plaza de Patraix con un balón pasadas las diez de la noche. Unos padres que no se sabe dónde están.
Un emigrante en su patria con la conciencia intranquila, sin saber a ciencia cierta cómo calmarla.
Un balón que vuela por los aires para posarse en las ramas de un árbol. Unas ramas que retienen su presa.
Un emigrante de seis años con un problema. Una señal de Aquél que las envía. Un emigrante en su patria que desmonta y se acerca al niño. Un seguidor infantil de la selección brasileña que intenta en vano alcanzar el balón perdido.
¿Una señal de Aquél?
- ¿Has perdido el balón?
Un emigrante infantil que mira con ojos asustados al emigrante en su patria. Unos grandes ojos que hablan. Una boca que no lo hace.
Un emigrante que alza los brazos, alcanza las ramas bajas del árbol ladrón y las sacude con vigor progresivamente mayor. Un árbol que se resiste a desprenderse de su presa.
Una rama que vacila. Un balón que cae al suelo. Un emigrante de seis años que lo recoge, aún con atisbos de susto.
- Ahí lo tienes. Por fin cayó.
- Gracias.
- No sigas jugando de esa manera, que se te puede volver a encalar.
Encalar. Una palabra fuera del alcance del emigrante infantil, de castellano con acento de las Indias. Unos ojos enormes que vuelven a mirar hacia arriba.
- Vale. Gracias.
Un emigrante que vuelve a montar. Una bicicleta que se aleja. Una conciencia menos intranquila.
Un emigrante en la patria del primero, emigrante de seis años, arrancado de su país por Dios sabe qué motivos. Un niño con un uniforme de la selección brasileña de fútbol, abandonado en la plaza de Patraix con un balón pasadas las diez de la noche. Unos padres que no se sabe dónde están.
Un emigrante en su patria con la conciencia intranquila, sin saber a ciencia cierta cómo calmarla.
Un balón que vuela por los aires para posarse en las ramas de un árbol. Unas ramas que retienen su presa.
Un emigrante de seis años con un problema. Una señal de Aquél que las envía. Un emigrante en su patria que desmonta y se acerca al niño. Un seguidor infantil de la selección brasileña que intenta en vano alcanzar el balón perdido.
¿Una señal de Aquél?
- ¿Has perdido el balón?
Un emigrante infantil que mira con ojos asustados al emigrante en su patria. Unos grandes ojos que hablan. Una boca que no lo hace.
Un emigrante que alza los brazos, alcanza las ramas bajas del árbol ladrón y las sacude con vigor progresivamente mayor. Un árbol que se resiste a desprenderse de su presa.
Una rama que vacila. Un balón que cae al suelo. Un emigrante de seis años que lo recoge, aún con atisbos de susto.
- Ahí lo tienes. Por fin cayó.
- Gracias.
- No sigas jugando de esa manera, que se te puede volver a encalar.
Encalar. Una palabra fuera del alcance del emigrante infantil, de castellano con acento de las Indias. Unos ojos enormes que vuelven a mirar hacia arriba.
- Vale. Gracias.
Un emigrante que vuelve a montar. Una bicicleta que se aleja. Una conciencia menos intranquila.
domingo, 4 de junio de 2006
El peregrino en su patria (II)
A veces, muchas veces, me preguntan, cuando paso por Valencia, la consabida cuestión ¿qué tal por Rusia? y la verdad es que lo paso fatal para responder.
- Bien, bien...
- ¿Estáis bien allí?
Fijémonos en el hecho. Si viviera, por ejemplo, en Motilla del Campo o en Vitigudino, la pregunta ¿qué tal? o ¿cómo estás? sería típicamente de cortesía; yo respondería "bien" y seguramente allí se cambiaría de tema y pasaríamos a otros asuntos. Pero, como no estamos hablando de Motilla del Campo, ni de Vitigudino, sino de Moscú, pues resulta que el interlocutor quiere saber algo más.
Al principio, yo respondía mi verdad.
- Pues se está bastante bien. El frío se aguanta como se puede, pero no hay mayor problema. Los rusos son gente chocante a veces, pero yo ya hablo bastante bien el idioma y no tengo dificultades de comunicación. Las cosas van bien y allí hay de casi todo. Y es bastante bonito.
Mis interlocutores, indefectiblemente, quedaban decepcionados. Ellos no querían oír eso.
- Pero, ¿de verdad?
- Sí, de verdad.
- Pero, con el frío que hace, ¿sales a la calle?
- Claro.
- Yo no aguantaría.
- ¿Y puedes comprar comida?
- Estooo... ¿cómo te lo explicaría yo?
Con el tiempo, he desarrollado una estrategia adaptativa a lo que mis interlocutores quieren escuchar.
- ¿Qué tal por Rusia?
- Uffff... es duro. Hace un frío insoportable, es dificílisimo moverse para un extranjero. Encontrar cosas es complicado. Y luego está el idioma. Nadie, pero nadie, habla inglés, y su lengua es un galimatías incomprensible. Os aseguro que hay momentos en los que se pasa muy mal, sobre todo en invierno.
Y ahora sí: mis interlocutores han oído lo que esperaban oír. Me creen y no hay más preguntas. A veces, tímidamente, alguien se asoma y dice:
- ¿Y por qué sigues por allí?
- Para servir a Dios y a España, hombre. Alguien tiene que hacerlo.
- Bien, bien...
- ¿Estáis bien allí?
Fijémonos en el hecho. Si viviera, por ejemplo, en Motilla del Campo o en Vitigudino, la pregunta ¿qué tal? o ¿cómo estás? sería típicamente de cortesía; yo respondería "bien" y seguramente allí se cambiaría de tema y pasaríamos a otros asuntos. Pero, como no estamos hablando de Motilla del Campo, ni de Vitigudino, sino de Moscú, pues resulta que el interlocutor quiere saber algo más.
Al principio, yo respondía mi verdad.
- Pues se está bastante bien. El frío se aguanta como se puede, pero no hay mayor problema. Los rusos son gente chocante a veces, pero yo ya hablo bastante bien el idioma y no tengo dificultades de comunicación. Las cosas van bien y allí hay de casi todo. Y es bastante bonito.
Mis interlocutores, indefectiblemente, quedaban decepcionados. Ellos no querían oír eso.
- Pero, ¿de verdad?
- Sí, de verdad.
- Pero, con el frío que hace, ¿sales a la calle?
- Claro.
- Yo no aguantaría.
- ¿Y puedes comprar comida?
- Estooo... ¿cómo te lo explicaría yo?
Con el tiempo, he desarrollado una estrategia adaptativa a lo que mis interlocutores quieren escuchar.
- ¿Qué tal por Rusia?
- Uffff... es duro. Hace un frío insoportable, es dificílisimo moverse para un extranjero. Encontrar cosas es complicado. Y luego está el idioma. Nadie, pero nadie, habla inglés, y su lengua es un galimatías incomprensible. Os aseguro que hay momentos en los que se pasa muy mal, sobre todo en invierno.
Y ahora sí: mis interlocutores han oído lo que esperaban oír. Me creen y no hay más preguntas. A veces, tímidamente, alguien se asoma y dice:
- ¿Y por qué sigues por allí?
- Para servir a Dios y a España, hombre. Alguien tiene que hacerlo.
viernes, 2 de junio de 2006
El examen final
Los padres somos la pera cuando se trata de nuestros hijos. Nos deberían dar de comer aparte.
Esta mañana fue el examen final de la primaria a distancia, en la Embajada de España en Moscú. Me acerqué por aquel lugar, que hacía años que no visitaba, con Abi, que llevaba "un lápiz bien afilado, una regla pequeña, goma de borrar, un sacapuntas y lápices de colores", según la normativa de examen.
Cuando llegamos, había otros dos niños examinándose, que habían llegado con su madre. Los responsables de educación, que evidentemente no estaban allí para vigilar, se fueron a hacer sus cosas. Abi se sentó a la mesa, tomó el cuadernillo de seis páginas y se puso toda aplicada a pasar las tres horas de examen.
Los otros dos niños, una niña de la edad de Abi y un niño que estaba ya en quinto, también estaban la mar de tranquilos; pero su madre no. Su madre, una mujer delgada y hasta huesuda con dientes de color tabaco, estaba con los nervios a flor de piel, como si se examinara ella misma. Me miró con lo que pretendía ser un gesto de complicidad, pero es que yo no me sentía nada cómplice, así que le devolví una sonrisa acompañada de un encogimiento de hombros, y me enfrasqué en el libro que había traído.
La mujer comenzó a levantarse y a dar indicaciones, y hasta alguna reprimenda, a sus hijos. Yo veía que Abi no iba muy rápida, pero iba, y opté por dejarla trabajar.
Entraron entonces otros dos niños acompañados por su padre y también se sentaron a hacer el examen. Su padre ya ni se sentó, sino que se puso directamente a ayudarles; incluso, no contento con ayudar a sus hijos, se puso a ayudar a los de los demás.
- No, así no... -le decía a Abi.
A la tercera, ya tuve que intervenir.
- Bueno, bueno, la niña ya lo irá resolviendo sola.
Aquel examen era la repera, con la madre, cuando no estaba fumando fuera, metiendo presión a sus hijos y el padre detrás de todos, a veces en castellano, y al final casi siempre en catalán (mal van de castellano estos niños). Y yo, sentado a un lado procurando no molestar y flipando con cómo somos los padres a veces.
Abi terminó su examen, con bastantes faltas. Le dije que repasara, y seguía habiendo faltas. Al final consiguió corregir bastantes, aunque todavía le quedó más de una y más de dos. Digo yo que los otros niños tendrían un examen perfecto.
- Papà, ¿tu penses que he aprobat?
- Sí, chiqueta, no està perfecte, pero l'aprobat el tens. I tu a soletes.
Esta mañana fue el examen final de la primaria a distancia, en la Embajada de España en Moscú. Me acerqué por aquel lugar, que hacía años que no visitaba, con Abi, que llevaba "un lápiz bien afilado, una regla pequeña, goma de borrar, un sacapuntas y lápices de colores", según la normativa de examen.
Cuando llegamos, había otros dos niños examinándose, que habían llegado con su madre. Los responsables de educación, que evidentemente no estaban allí para vigilar, se fueron a hacer sus cosas. Abi se sentó a la mesa, tomó el cuadernillo de seis páginas y se puso toda aplicada a pasar las tres horas de examen.
Los otros dos niños, una niña de la edad de Abi y un niño que estaba ya en quinto, también estaban la mar de tranquilos; pero su madre no. Su madre, una mujer delgada y hasta huesuda con dientes de color tabaco, estaba con los nervios a flor de piel, como si se examinara ella misma. Me miró con lo que pretendía ser un gesto de complicidad, pero es que yo no me sentía nada cómplice, así que le devolví una sonrisa acompañada de un encogimiento de hombros, y me enfrasqué en el libro que había traído.
La mujer comenzó a levantarse y a dar indicaciones, y hasta alguna reprimenda, a sus hijos. Yo veía que Abi no iba muy rápida, pero iba, y opté por dejarla trabajar.
Entraron entonces otros dos niños acompañados por su padre y también se sentaron a hacer el examen. Su padre ya ni se sentó, sino que se puso directamente a ayudarles; incluso, no contento con ayudar a sus hijos, se puso a ayudar a los de los demás.
- No, así no... -le decía a Abi.
A la tercera, ya tuve que intervenir.
- Bueno, bueno, la niña ya lo irá resolviendo sola.
Aquel examen era la repera, con la madre, cuando no estaba fumando fuera, metiendo presión a sus hijos y el padre detrás de todos, a veces en castellano, y al final casi siempre en catalán (mal van de castellano estos niños). Y yo, sentado a un lado procurando no molestar y flipando con cómo somos los padres a veces.
Abi terminó su examen, con bastantes faltas. Le dije que repasara, y seguía habiendo faltas. Al final consiguió corregir bastantes, aunque todavía le quedó más de una y más de dos. Digo yo que los otros niños tendrían un examen perfecto.
- Papà, ¿tu penses que he aprobat?
- Sí, chiqueta, no està perfecte, pero l'aprobat el tens. I tu a soletes.