Sinopsis: He sido designado para montar un desfile de moda tiranistaní en tres semanas, con la ayuda de un funcionario tiranio un pelín pusilánime, un italiano ensoberbecido y un par de altos funcionarios tiranios tocapelotas. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III y IV.
Para los que no sepan como funcionan las aduanas rusas, afortunadamente cada vez menos, deberían dar un repaso a alguna entrada en la que se glosó el tema. Mi favorita es ésta (de hecho, quizá sea mi entrada favorita en toda la bitácora), pero, para un tratamiento completo, es buena idea mirar aquí. Con estos antecedentes, el marrón que me había caído era descomunal.
El transportista que se ocupaba del asunto era un viejo conocido, al que vamos a llamar Jiménez. Unos años antes, cuando un servidor era muy inexperto y no tenía ni idea de aduanas rusas, metí la pata estrepitosamente en un transporte del que él era responsable y nos metí a los dos en un lío del que salimos por los pelos y de mala manera. Entretanto, los dos nos habíamos curtido algo más en tratos con la aduana rusa, pero la verdad es que el bueno de Jiménez no tenía ningún motivo para confiar en mi buen hacer, a la vista de los antecedentes con los que me presentaba.
Sea como fuere, Jiménez estaría en el aeropuerto de Sheremetyevo con los trajes tiranios el domingo por la mañana, y ya era viernes. Urgía hablar con él por teléfono.
- ¿Jiménez?
- Soy yo ¿Quién me llama?
- Soy Von Buchweizen.
- ¡Hombreee! ¡Von Buchweizen! ¿Y cómo le va por Moscú?
Jiménez era lo suficientemente delicado para no recordar expresamente el asuntillo aquél que nos puso por primera vez en contacto y en el que la pifié... pero seguro que pensaba en ello cada vez que oía mi nombre.
- Bien, bien. Estoy en la organización del desfile de moda de los tiranios, y me han dicho que usted va a encargarse de hacer llegar los trajes.
- Me lo dijeron ayer, y tuve que decir que sí ¡Pero es una barbaridad! ¡No puedo hacer una exportación con tan poco tiempo! Y mi agente de aduanas me ha dicho que tampoco me puede ayudar, porque no tiene licencia para eso.
- ¿Entonces? ¿Cómo lo quiere hacer?
- La única opción que veo es el cuaderno ATA.
No me quiero meter en líos técnicos, pero el cuaderno ATA es un procedimiento para importaciones temporales de elementos muy concretos, como joyas, por un período corto, normalmente para exposiciones o ferias, prestando una garantía que luego se devolvía. En principio, admisible, salvo por la pega de que en aquel tiempo jamás funcionaba bien con Rusia. Rusia se había adherido a la convención hacía poco, y el Comité Estatal de Aduanas (que entonces se llamaba así) dictó un reglamento interno de admisión de los cuadernos ATA que introducía requisitos adicionales a los exigidos en la convención. El más famoso era exigir sellos del organismo garante, en esté caso la Cámara Tirania de Comercio, en todas las páginas del cuaderno: como la Cámara Tirania (ni ninguna otra) no conocían ese requisito interno ruso, nunca ponían esos sellos, entre otros requisitos, y el resultado al llegar a Rusia era graciosísimo... excepto para el pobre que de buena fe y creyendo estar en regla (¡y estándolo!), se encontraba con el "Niet!" del aduanero y, las más de las veces, con la confiscación de la mercancía hasta la salida del país.
- ¿El... cuaderno ATA?
- Pues a ver cómo lo hago. Bueno, de hecho ya lo tengo. He puesto a trabajar y a traducir a toda la empresa y aquí lo tengo, que ya es viernes.
- En fin. Vamos a ver si lo conseguimos. El domingo le estaré esperando en la aduana.
- ¿Viene usted?
- En persona.
Jiménez se calló un momento, y yo no tuve ninguna duda de cuáles eran sus pensamientos.
- Bueno, pues hasta pasado mañana, entonces.
La cosa pintaba fatal. Si ya los trámites aduaneros en Rusia son la repera, aquello iba a ser la recontrarepera. Me paseé nerviosamente cinco minutos por el despacho buscando una manera de salir del atolladero, y finalmente salí corriendo hacia la Embajada de Tiranistán. Le di un ultimátum al administrador y conseguí salir de allí con un sello oficial, papel en blanco con el membrete del lugar y, por si acaso, con una carta que había redactado en ruso explicando el caso y firmada por el Embajador tiranio. Si había suerte, serviría para algo; si no la había, la carta estaba escrita en un papel demasiado áspero como para reutilizarlo en el wáter de la aduana del aeropuerto. Lo que seguro que iba a acabar allí era el cuaderno ATA.
Me fui a casa. Era viernes por la tarde, y los viernes por la tarde en Rusia es difícil hacer nada de utilidad a partir de cierta hora. Y se me había hecho tarde. Como ahora mismo.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
miércoles, 31 de julio de 2013
lunes, 29 de julio de 2013
Período transitorio
El otro día, pues señor, pasé por Moscú en la mismísima víspera de la mudanza. Allá estaba Alfina toda atareada con los preparativos finales.
- Oye.
- ¿Qué?
- Que me han dicho los de la mudanza que todo tiene que estar seco cuando se lo lleven. Vaya, que vienen mañana a recogerlo y que ya no podemos lavar ropa. Y además hay que desconectar la lavadora y vaciar los tubos del agua que puedan tener.
- Vale. Ya me ocupo.
- Oye.
- ¿Qué?
- Que tenemos ropa sucia y, si la metemos en la mudanza, es una guarrada que esté mes y medio a saber dónde. He pensado que te la podrías llevar a Bruselas y la lavas allí.
- Vale. Ya me ocupo.
Después de varios "valeyameocupo" más, efectivamente, me volví a Bruselas con un buen montonazo de ropa sucia, incluso ropa de cama que he ido lavando poco a poco.
Anteayer, le tocaba el turno a la última tanda, que no sé por qué había ido dejando para el final. Me presenté en la lavandería, y allí parecía que había un congreso de gente sospechosa y parejas de hombres que lavaban la ropa de dos en dos y a veces se miraban a los ojos, más o menos como de costumbre. Alguno con un corazoncito tatuado y todo.
Yo, ajeno a su vida privada, me quité la mochila rosa de la espalda y comencé a sacar la ropa que me quedaba por lavar: un par de sujetadores, unas cuantas braguitas, una falda, unas cuantas blusas muy monas...
M**rd*.
- Oye.
- ¿Qué?
- Que me han dicho los de la mudanza que todo tiene que estar seco cuando se lo lleven. Vaya, que vienen mañana a recogerlo y que ya no podemos lavar ropa. Y además hay que desconectar la lavadora y vaciar los tubos del agua que puedan tener.
- Vale. Ya me ocupo.
- Oye.
- ¿Qué?
- Que tenemos ropa sucia y, si la metemos en la mudanza, es una guarrada que esté mes y medio a saber dónde. He pensado que te la podrías llevar a Bruselas y la lavas allí.
- Vale. Ya me ocupo.
Después de varios "valeyameocupo" más, efectivamente, me volví a Bruselas con un buen montonazo de ropa sucia, incluso ropa de cama que he ido lavando poco a poco.
Anteayer, le tocaba el turno a la última tanda, que no sé por qué había ido dejando para el final. Me presenté en la lavandería, y allí parecía que había un congreso de gente sospechosa y parejas de hombres que lavaban la ropa de dos en dos y a veces se miraban a los ojos, más o menos como de costumbre. Alguno con un corazoncito tatuado y todo.
Yo, ajeno a su vida privada, me quité la mochila rosa de la espalda y comencé a sacar la ropa que me quedaba por lavar: un par de sujetadores, unas cuantas braguitas, una falda, unas cuantas blusas muy monas...
M**rd*.
sábado, 27 de julio de 2013
El castillo
Por mucho que me guste Kafka, que me gusta, el título de esta entrada no tiene nada que ver con esa obra suya en que su protagonista, Josef K., el agrimensor, intenta llegar hasta un castillo para que le digan lo que tiene que hacer y se encuentra con todo tipo de comidas de bola a cual más intrigante... sin poder acceder jamás al castillo.
No, es más simple. Se trata del castillo de fuegos artificiales que tuvo lugar la noche de la fiesta nacional, en conmemoración de la misma y de la entronización del nuevo Rey de los belgas. Yo no las tenía todas conmigo. Sé perfectamente que un valenciano no debería ir a ver fuegos artificiales fuera de Valencia, porque los valencianos, en esta cuestión concreta, somos un público sumamente exigente y estamos muy mal acostumbrados a la competencia feroz que hay entre nuestras pirotecnias por sorprender al personal.
Aquí, no la hay.
Pero bueno, después de todo el castillo tenía lugar a cinco minutos andando de mi casa, así que más a huevo no me lo podían poner.
Dios mío, fue espantoso. No me extraña que dijeran que iba a durar cuarenta y cinco minutos. Como si dicen que iba a durar dos horas. Así cualquiera. Los muy bichos disparaban los cohetes con una pausa descomunal entre uno y el siguiente, de modo que allí no había ritmo ni nada remotamente parecido. La cosa era sumamente aburrida, y me atrevo a decir que también lo era para el público local.
De vez en cuando salía un cohete un poquito más alto que otro, y un niño decía "Oh!", así, en francés. Pobre niño. Si le metemos en fallas en un castillo de verdad, no una parodia como aquélla, no cierra la boca en los tres días siguientes. Casi mejor que viva en la ignorancia y que siga pensando que cosas como la que estaba viendo son chulas.
Tampoco había nada parecido a ruido. Sólo remotamente parecido. Parecía que los cohetes llevaran silenciador, para no despertar al vecindario. Diablos. En Valencia, hay ruido, y uno sabe cuándo termina el castillo porque el pirotécnico reserva la parte más cañera del castillo para el final, y entonces aquello suena de verdad, a medio camino entre castillo y mascletà, y luego la gente sabe que aquello ha terminado, cuando suena la última carcasa, y se dispersa comentando los detalles y, por muy bueno que haya sido el castillo, siempre hay alguno que le ve defectos.
Aquí, pasada algo más de media hora desde el comienzo del castillo, el pirotécnico debió equivocarse y disparó tres cohetes seguidos y luego, claro, hubo una pausa. La gente, yo incluido, creyó que aquello era todo y comenzó a dispersarse, pero, cosa de un minuto después, el castillo continuó como si tal cosa. Aquello era más de lo que casi todo el mundo podía aguantar, y muchos (sí, yo incluido) continuamos con la dispersión. Más le vale al aprendiz de pirotécnico quedarse en Bruselas engañando al personal, porque, como se ocurriera ir a disparar a Valencia y hacer un desastre como aquél, le perseguía todo el personal y no paraba hasta arrancarle la piel a tiras.
Pero los bruselenses son gente pacífica y no se soliviantan con facilidad. Yo ya me hubiera unido a quienquiera que se hubiera acercado al responsable de aquel fraude con ánimo se enseñarle a no llamar "feux d'artifice" en lo sucesivo a aquella sucesión espigada de cohetes inconexos, que desde luego tenían poco de fuegos y nada de artificio, ni mucho menos de arte, pero la gente, entendiendo que se hacía tarde y que allí estaban perdiendo el tiempo, decidió volverse a casa. Y yo con ellos, porque, efectivamente, se hacía tarde.
No, es más simple. Se trata del castillo de fuegos artificiales que tuvo lugar la noche de la fiesta nacional, en conmemoración de la misma y de la entronización del nuevo Rey de los belgas. Yo no las tenía todas conmigo. Sé perfectamente que un valenciano no debería ir a ver fuegos artificiales fuera de Valencia, porque los valencianos, en esta cuestión concreta, somos un público sumamente exigente y estamos muy mal acostumbrados a la competencia feroz que hay entre nuestras pirotecnias por sorprender al personal.
Aquí, no la hay.
Pero bueno, después de todo el castillo tenía lugar a cinco minutos andando de mi casa, así que más a huevo no me lo podían poner.
Dios mío, fue espantoso. No me extraña que dijeran que iba a durar cuarenta y cinco minutos. Como si dicen que iba a durar dos horas. Así cualquiera. Los muy bichos disparaban los cohetes con una pausa descomunal entre uno y el siguiente, de modo que allí no había ritmo ni nada remotamente parecido. La cosa era sumamente aburrida, y me atrevo a decir que también lo era para el público local.
De vez en cuando salía un cohete un poquito más alto que otro, y un niño decía "Oh!", así, en francés. Pobre niño. Si le metemos en fallas en un castillo de verdad, no una parodia como aquélla, no cierra la boca en los tres días siguientes. Casi mejor que viva en la ignorancia y que siga pensando que cosas como la que estaba viendo son chulas.
Tampoco había nada parecido a ruido. Sólo remotamente parecido. Parecía que los cohetes llevaran silenciador, para no despertar al vecindario. Diablos. En Valencia, hay ruido, y uno sabe cuándo termina el castillo porque el pirotécnico reserva la parte más cañera del castillo para el final, y entonces aquello suena de verdad, a medio camino entre castillo y mascletà, y luego la gente sabe que aquello ha terminado, cuando suena la última carcasa, y se dispersa comentando los detalles y, por muy bueno que haya sido el castillo, siempre hay alguno que le ve defectos.
Aquí, pasada algo más de media hora desde el comienzo del castillo, el pirotécnico debió equivocarse y disparó tres cohetes seguidos y luego, claro, hubo una pausa. La gente, yo incluido, creyó que aquello era todo y comenzó a dispersarse, pero, cosa de un minuto después, el castillo continuó como si tal cosa. Aquello era más de lo que casi todo el mundo podía aguantar, y muchos (sí, yo incluido) continuamos con la dispersión. Más le vale al aprendiz de pirotécnico quedarse en Bruselas engañando al personal, porque, como se ocurriera ir a disparar a Valencia y hacer un desastre como aquél, le perseguía todo el personal y no paraba hasta arrancarle la piel a tiras.
Pero los bruselenses son gente pacífica y no se soliviantan con facilidad. Yo ya me hubiera unido a quienquiera que se hubiera acercado al responsable de aquel fraude con ánimo se enseñarle a no llamar "feux d'artifice" en lo sucesivo a aquella sucesión espigada de cohetes inconexos, que desde luego tenían poco de fuegos y nada de artificio, ni mucho menos de arte, pero la gente, entendiendo que se hacía tarde y que allí estaban perdiendo el tiempo, decidió volverse a casa. Y yo con ellos, porque, efectivamente, se hacía tarde.
miércoles, 24 de julio de 2013
La fiesta nacional
El domingo pasado, pues Señor, fue la fiesta nacional belga, acompañada de la entronización (que no coronación) del nuevo rey de los belgas (que no de Bélgica). En el mapa de la entrada anterior ya queda más que claro que estaba literalmente rodeado de actos institucionales. Por si fuera poco, Bélgica, y Bruselas en particular, está en plena ola de calor, y el domingo pasamos holgadamente de los treinta grados, y de los húmedos, estilo Valencia, no de los secos, estilo Madrid. Sofocante es poco.
Yo pensaba, en mi candidez, que, como Bélgica es un país de independencia precaria y con fuertes tensiones territoriales, los belgas serían gentes apenas patriotas y que los actos pasarían sin gran afluencia de gente.
Craso error.
Tuve que haberme dado cuenta cuando reparé en que los pakistaníes de la tienda de abajo, que en todo el tiempo que llevo por aquí habían puesto a la venta banderas de cualquier sitio, España incluida, menos de Bélgica, retiraron de las vitrinas todas las banderas extranjeras y las sustituyeron por el negro, amarillo y rojo de la bandera local.
De verdad, de verdad, que no sé de dónde habían sacado las banderas. Unos días antes no había ni una.
El domingo siguió su curso normal. Por mucha fiesta que fuera, no por ello dejaba de ser domingo, así que por la mañana fui a misa. En España, y no digamos en algunos sitios de España, a nadie se le ocurriría meter una bandera española en misa. Pues aquí, ni complejos ni leches. Ahí va la foto.
Otro día hablaremos de las pintas que lleva la peña en misa, y de la liturgia en general. Hoy toca hablar del impulso patriótico. Mucha gente iba con su banderita belga y, al final de la misa, el sacerdote dijo que nos pusiéramos todos en pie para escuchar el himno nacional belga. El himno nacional belga se llama "La Brabançonne", no lo había escuchado hasta entonces y, cuando lo vuelva a oír, no sé si lo reconoceré, porque en órgano sonaba bastante rarito. Yo pensaba que era como la Marcha Real, que no tiene letra, pero sí debe tenerla, porque el feligrés que tenía detrás y que estaba bastante enfervorizado se puso a cantar algo que parecería solemne si el susodicho feligrés no hubiera ido vestido en pantalón corto y camiseta de tirantes, además de con la banderita. Y si no desafinara tanto.
Salí de la iglesia, y aquello era tremendo. Había banderas por doquier.
De verdad que todas esas banderas, tan lejos como la vísperas, eran todas de colores diferentes, pero se ve que todo el mundo había concentrado su patriotismo en un solo día.
Y eso no era todo: aparecían las banderas belgas en sitios donde uno, la verdad, no hubiera esperado encontrar un patriotismo tan acendrado.
Maricón, sí, pero más belga que nadie. Deben ser los del orgullo belgay...
Las inmediaciones del Palacio Real estaban totalmente ocupadas, pero, con ciertas dificultades, conseguí escabullirme y llegar hasta el campo de baloncesto. Me quedé sin saber cómo sigue mi tiro de tres, porque el campo tenía canastas, pero no líneas; de todas formas, no estuvo mal para ser la primera pachanga en año y medio, y menos teniendo en cuenta que el único de los jugadores cuyos padres habían nacido en Europa era yo. No me quedó claro si los demás hablaban francés (a veces parecía francés) o algún idioma ignoto (a veces no parecía francés). A ver si la semana próxima pillo confianza y se lo pregunto.
Molido a empujones, como está mandado en estos casos, volví a casa, porque aún quedaba un evento por visitar. Para conmemorar la fiesta y la coronación de Felipe I, las autoridades no habían reparado en gastos y habían anunciado un castillo de fuegos artificiales con la inusitada duración de cuarenta y cinco minutos.
Un valenciano fallero de pro no podía perderse semejante acontecimiento; pero, de los detalles del mismo, tocará escribir en otro momento. Hoy ya se me caen los párpados, porque es tarde.
Yo pensaba, en mi candidez, que, como Bélgica es un país de independencia precaria y con fuertes tensiones territoriales, los belgas serían gentes apenas patriotas y que los actos pasarían sin gran afluencia de gente.
Craso error.
Tuve que haberme dado cuenta cuando reparé en que los pakistaníes de la tienda de abajo, que en todo el tiempo que llevo por aquí habían puesto a la venta banderas de cualquier sitio, España incluida, menos de Bélgica, retiraron de las vitrinas todas las banderas extranjeras y las sustituyeron por el negro, amarillo y rojo de la bandera local.
De verdad, de verdad, que no sé de dónde habían sacado las banderas. Unos días antes no había ni una.
El domingo siguió su curso normal. Por mucha fiesta que fuera, no por ello dejaba de ser domingo, así que por la mañana fui a misa. En España, y no digamos en algunos sitios de España, a nadie se le ocurriría meter una bandera española en misa. Pues aquí, ni complejos ni leches. Ahí va la foto.
Otro día hablaremos de las pintas que lleva la peña en misa, y de la liturgia en general. Hoy toca hablar del impulso patriótico. Mucha gente iba con su banderita belga y, al final de la misa, el sacerdote dijo que nos pusiéramos todos en pie para escuchar el himno nacional belga. El himno nacional belga se llama "La Brabançonne", no lo había escuchado hasta entonces y, cuando lo vuelva a oír, no sé si lo reconoceré, porque en órgano sonaba bastante rarito. Yo pensaba que era como la Marcha Real, que no tiene letra, pero sí debe tenerla, porque el feligrés que tenía detrás y que estaba bastante enfervorizado se puso a cantar algo que parecería solemne si el susodicho feligrés no hubiera ido vestido en pantalón corto y camiseta de tirantes, además de con la banderita. Y si no desafinara tanto.
Salí de la iglesia, y aquello era tremendo. Había banderas por doquier.
De verdad que todas esas banderas, tan lejos como la vísperas, eran todas de colores diferentes, pero se ve que todo el mundo había concentrado su patriotismo en un solo día.
Y eso no era todo: aparecían las banderas belgas en sitios donde uno, la verdad, no hubiera esperado encontrar un patriotismo tan acendrado.
Maricón, sí, pero más belga que nadie. Deben ser los del orgullo belgay...
Las inmediaciones del Palacio Real estaban totalmente ocupadas, pero, con ciertas dificultades, conseguí escabullirme y llegar hasta el campo de baloncesto. Me quedé sin saber cómo sigue mi tiro de tres, porque el campo tenía canastas, pero no líneas; de todas formas, no estuvo mal para ser la primera pachanga en año y medio, y menos teniendo en cuenta que el único de los jugadores cuyos padres habían nacido en Europa era yo. No me quedó claro si los demás hablaban francés (a veces parecía francés) o algún idioma ignoto (a veces no parecía francés). A ver si la semana próxima pillo confianza y se lo pregunto.
Molido a empujones, como está mandado en estos casos, volví a casa, porque aún quedaba un evento por visitar. Para conmemorar la fiesta y la coronación de Felipe I, las autoridades no habían reparado en gastos y habían anunciado un castillo de fuegos artificiales con la inusitada duración de cuarenta y cinco minutos.
Un valenciano fallero de pro no podía perderse semejante acontecimiento; pero, de los detalles del mismo, tocará escribir en otro momento. Hoy ya se me caen los párpados, porque es tarde.
sábado, 20 de julio de 2013
Monárquicos
Mañana es un día grande por aquí. No sólo es la fiesta nacional, sino que los belgas estrenan rey, Felipe, hijo de Alberto II. Durante todo el fin de semana, Bruselas, y especialmente el centro de Bruselas, se está convirtiendo en una exaltación monárquica.
Eso no me disgusta, claro. Yo soy monárquico, como sabe cualquiera que me conozca, pero, como no soy belga ni llevo aquí el suficiente tiempo como para interiorizar el asunto, la verdad es que no me acabo de emocionar. De hecho, lo que yo quiero hacer mañana es jugar al baloncesto. Llevo mucho tiempo sin jugar, y en el último viaje a Moscú rescaté mi balón y mis botas, he hinchado el balón esta tarde y he comprobado que hay una pista estupenda, con gente haciendo pachangas, en la plaza Ambiorix. A ver si recupero el tiro de tres, que no lo tenía malo.
El problema, me temo, será llegar hasta la plaza Ambiorix. Para llegar hasta allí desde mi casa (ya digo que vivo en pleno centro), voy a tener que atravesar un sinvivir de controles policiales. He salido esta tarde a correr un rato, y he visto más policías y más calles cortadas que en todos los ocho meses que llevo por aquí. Parece Moscú cuando Putin sale a pasear. Vale, ya sé que es una coronación, y que no es sólo salir a pasear, pero la cosa se pone difícil de todas maneras.
Ahí va el mapa. Ya informaré. De momento, seguramente interumpiré la serie sobre el desfile de moda, en aras de la rabiosa actualidad; total, el desfile de moda es pasado y, aunque es cierto que Rusia es el único país donde tradicionalmente es difícil prever cómo será el pasado en el futuro, en este caso las cosas dependen de mí y eso tranquiliza bastante.
Eso no me disgusta, claro. Yo soy monárquico, como sabe cualquiera que me conozca, pero, como no soy belga ni llevo aquí el suficiente tiempo como para interiorizar el asunto, la verdad es que no me acabo de emocionar. De hecho, lo que yo quiero hacer mañana es jugar al baloncesto. Llevo mucho tiempo sin jugar, y en el último viaje a Moscú rescaté mi balón y mis botas, he hinchado el balón esta tarde y he comprobado que hay una pista estupenda, con gente haciendo pachangas, en la plaza Ambiorix. A ver si recupero el tiro de tres, que no lo tenía malo.
El problema, me temo, será llegar hasta la plaza Ambiorix. Para llegar hasta allí desde mi casa (ya digo que vivo en pleno centro), voy a tener que atravesar un sinvivir de controles policiales. He salido esta tarde a correr un rato, y he visto más policías y más calles cortadas que en todos los ocho meses que llevo por aquí. Parece Moscú cuando Putin sale a pasear. Vale, ya sé que es una coronación, y que no es sólo salir a pasear, pero la cosa se pone difícil de todas maneras.
Ahí va el mapa. Ya informaré. De momento, seguramente interumpiré la serie sobre el desfile de moda, en aras de la rabiosa actualidad; total, el desfile de moda es pasado y, aunque es cierto que Rusia es el único país donde tradicionalmente es difícil prever cómo será el pasado en el futuro, en este caso las cosas dependen de mí y eso tranquiliza bastante.
viernes, 19 de julio de 2013
El desfile (IV): El casting
Ya era tirando a tarde, e íbamos camino de un casting de modelos. Yo no había estado nunca en un casting de modelos, así que pensé que igual tardábamos demasiado y llegaba tarde a cenar. Había que avisar, para que no me esperaran pronto en casa. Antes de salir, entré en mi despacho y marqué el número de casa.
- ¿Alfina?
- ...
- Hola, preciosa. Te llamo porque creo que voy a llegar a casa un poco más tarde que de costumbre. Tengo trabajo.
- ...
- ¿Que qué trabajo? Eh... estoo... es para el desfile de moda que estamos preparando para los tiranios. Vamos a hacer... bueno, una selección de personal.
- ...
- Claro que nos hace falta personal para el desfile de moda, bonita ¿Tú sabes la de gente que participa en un desfile de moda, entre tramoyistas, constructores, peluqueros...? ¡Mucha gente!
- ...
- Sí, sí, es verdad. Modelos también hacen falta. Estás en todo.
- ...
- Bueno, la agencia habrá pensado algo. Es posible que vayamos a seleccionar también modelos, claro.
- ...
- Tienes toda la razón. Unas pelanduscas, eso es lo que son. Menudas pájaras.
- ...
- Bah, qué va, tampoco serán tan guapas. Demasiado delgadas. Y además no tienen sal en la mollera y no tienen conversación, no como tú. Ni mucho menos.
- ...
- Que sí, que claro que voy a cenar ¿Dónde voy a cenar?
- ...
- ¡Pues claro que te quiero! Venga, hasta luego.
Uf. Fue durillo. Colgué, me reuní con Salaroy, Engatusso y Areduha, nos fuimos a la agencia, que había convocado a todas las tías buenas de varias universidades (y de algún colegio, la verdad), además de encontrar unos cuantos modelos masculinos, tampoco muchos, porque casi todos los vestidos eran para mujeres. Dios mío, qué vértigo. Se había juntado allí el top hundred de todas las chicas guapas de Moscú. A Salaroy no parecía interesarle demasiado. Yo pensé que Engatusso les haría ponerse algún vestido, pero simplemente las hizo caminar con su ropa de calle y con el peinado que traían. Madre mía, vaya pibones que había. Fue más durillo estar allí poniendo cara de profesional que la llamada a casa diciendo que llegaría tarde.
- ¡Bien! ¡Bien! - les decía Engatusso a unas, las que mejor le parecían.
- ¡Así quiero que sean todas! - gritó Engatusso cuando desfiló una que, todo lo más, tendría quince años. Luego, cuando toco pagar, vi su fecha de nacimiento y acababa de cumplir catorce. Madre mía.
Al final, Engatusso eligió a unas treinta y cinco, incluida, por supuesto, la niña de catorce años, y se quedó a explicarles no sé qué cosas en inglés, en la creencia equivocada de que las chicas le entendían. Salaroy y yo nos metimos con el responsable de la agencia en su despacho.
- Quería saber cuánto cuesta contratar a estas chicas.
- A ver. Ochenta dólares cada una, así que, dependiendo de las que elijan, ya saben.
- ¿Ochenta? - preguntó Salaroy.
- Sí, ochenta.
- Ah, pues nosotros habíamos presupuestado setecientos por cada una, que es lo que nos cuestan cuando organizamos un desfile en Milán.
- Casi mejor que no traduzca esto, ¿vale?
Ya empezaba yo a comprender el pedazo de presupuesto que tenía la acción aquélla.
Al acabar el casting, con todo éxito, Engatusso, Salaroy, Areduha y yo nos fuimos al hotel donde estaban los tres primeros y nos sentamos en el lobby. Como habíamos acabado antes de lo esperado, decidí acompañarles un rato. En esto, Engatusso se quedó mirando a una mujer que estaba allí, apoyada en la barra del bar, pero que no parecía huésped del hotel, no sé si me explico.
- Fijaos en esa chica - nos dijo -.
No era difícil. Vaya pibón. Había que ponerse muchas mochilas rosas para no hacerle ningún caso.
- ¿Qué pasa con esa chica?
- Voy a acercarme.
- Yo paso.
Engatusso se acercó a la chica y, tal cual, se le dirigió en inglés.
- I was looking at you very carefully. You are probably a model, aren't you?
- Yes - respondió ella pestañeando.
- I would like to offer you a job as model in a fashion show I am organizing for the president of Tiranistan. The wifes of the presidents of Tiranistan and Russia will attend the show.
- Yes - respondió la chica, pestañeando.
- Can you give me your telephone number? I'll call you later.
- Yes - y le apuntó un número. Sí, pestañeando.
Engatusso volvió con nosotros, tras guiñarle el ojo a la chica de la barra.
- Qué bien que hayamos encontrado a esta chica. Le dará un plus al desfile. Las chicas que hemos seleccionado están bastante bien, sí, pero creo que tienen poca experiencia. Ésta parece más profesional.
- Sí que parece profesional, sí. Mucho.
En esto, sonó mi teléfono. Vamos, yo no tenía teléfono, pero Oskarl me había pasado uno, cosa que sólo hacía entonces cuando estaba muy, pero que muy, preocupado.
- ¿Oskarl?
- ...
- Sí. sí, todo va bien. Ya hemos... seleccionado el personal más competente.
- ...
- ¿Qué? ¿Y yo tengo que encargarme también de eso?
- ...
- ¿El domingo por la mañana?
Oskarl colgó. Y, a tenor de la conversación, iba a volver a enfrentarme, una vez más, a uno de los problemas más difíciles que uno se podía encontrar en Rusia.
Me iba a tocar pasar los vestidos por la aduana del aeropuerto un domingo por la mañana.
- ¿Alfina?
- ...
- Hola, preciosa. Te llamo porque creo que voy a llegar a casa un poco más tarde que de costumbre. Tengo trabajo.
- ...
- ¿Que qué trabajo? Eh... estoo... es para el desfile de moda que estamos preparando para los tiranios. Vamos a hacer... bueno, una selección de personal.
- ...
- Claro que nos hace falta personal para el desfile de moda, bonita ¿Tú sabes la de gente que participa en un desfile de moda, entre tramoyistas, constructores, peluqueros...? ¡Mucha gente!
- ...
- Sí, sí, es verdad. Modelos también hacen falta. Estás en todo.
- ...
- Bueno, la agencia habrá pensado algo. Es posible que vayamos a seleccionar también modelos, claro.
- ...
- Tienes toda la razón. Unas pelanduscas, eso es lo que son. Menudas pájaras.
- ...
- Bah, qué va, tampoco serán tan guapas. Demasiado delgadas. Y además no tienen sal en la mollera y no tienen conversación, no como tú. Ni mucho menos.
- ...
- Que sí, que claro que voy a cenar ¿Dónde voy a cenar?
- ...
- ¡Pues claro que te quiero! Venga, hasta luego.
Uf. Fue durillo. Colgué, me reuní con Salaroy, Engatusso y Areduha, nos fuimos a la agencia, que había convocado a todas las tías buenas de varias universidades (y de algún colegio, la verdad), además de encontrar unos cuantos modelos masculinos, tampoco muchos, porque casi todos los vestidos eran para mujeres. Dios mío, qué vértigo. Se había juntado allí el top hundred de todas las chicas guapas de Moscú. A Salaroy no parecía interesarle demasiado. Yo pensé que Engatusso les haría ponerse algún vestido, pero simplemente las hizo caminar con su ropa de calle y con el peinado que traían. Madre mía, vaya pibones que había. Fue más durillo estar allí poniendo cara de profesional que la llamada a casa diciendo que llegaría tarde.
- ¡Bien! ¡Bien! - les decía Engatusso a unas, las que mejor le parecían.
- ¡Así quiero que sean todas! - gritó Engatusso cuando desfiló una que, todo lo más, tendría quince años. Luego, cuando toco pagar, vi su fecha de nacimiento y acababa de cumplir catorce. Madre mía.
Al final, Engatusso eligió a unas treinta y cinco, incluida, por supuesto, la niña de catorce años, y se quedó a explicarles no sé qué cosas en inglés, en la creencia equivocada de que las chicas le entendían. Salaroy y yo nos metimos con el responsable de la agencia en su despacho.
- Quería saber cuánto cuesta contratar a estas chicas.
- A ver. Ochenta dólares cada una, así que, dependiendo de las que elijan, ya saben.
- ¿Ochenta? - preguntó Salaroy.
- Sí, ochenta.
- Ah, pues nosotros habíamos presupuestado setecientos por cada una, que es lo que nos cuestan cuando organizamos un desfile en Milán.
- Casi mejor que no traduzca esto, ¿vale?
Ya empezaba yo a comprender el pedazo de presupuesto que tenía la acción aquélla.
Al acabar el casting, con todo éxito, Engatusso, Salaroy, Areduha y yo nos fuimos al hotel donde estaban los tres primeros y nos sentamos en el lobby. Como habíamos acabado antes de lo esperado, decidí acompañarles un rato. En esto, Engatusso se quedó mirando a una mujer que estaba allí, apoyada en la barra del bar, pero que no parecía huésped del hotel, no sé si me explico.
- Fijaos en esa chica - nos dijo -.
No era difícil. Vaya pibón. Había que ponerse muchas mochilas rosas para no hacerle ningún caso.
- ¿Qué pasa con esa chica?
- Voy a acercarme.
- Yo paso.
Engatusso se acercó a la chica y, tal cual, se le dirigió en inglés.
- I was looking at you very carefully. You are probably a model, aren't you?
- Yes - respondió ella pestañeando.
- I would like to offer you a job as model in a fashion show I am organizing for the president of Tiranistan. The wifes of the presidents of Tiranistan and Russia will attend the show.
- Yes - respondió la chica, pestañeando.
- Can you give me your telephone number? I'll call you later.
- Yes - y le apuntó un número. Sí, pestañeando.
Engatusso volvió con nosotros, tras guiñarle el ojo a la chica de la barra.
- Qué bien que hayamos encontrado a esta chica. Le dará un plus al desfile. Las chicas que hemos seleccionado están bastante bien, sí, pero creo que tienen poca experiencia. Ésta parece más profesional.
- Sí que parece profesional, sí. Mucho.
En esto, sonó mi teléfono. Vamos, yo no tenía teléfono, pero Oskarl me había pasado uno, cosa que sólo hacía entonces cuando estaba muy, pero que muy, preocupado.
- ¿Oskarl?
- ...
- Sí. sí, todo va bien. Ya hemos... seleccionado el personal más competente.
- ...
- ¿Qué? ¿Y yo tengo que encargarme también de eso?
- ...
- ¿El domingo por la mañana?
Oskarl colgó. Y, a tenor de la conversación, iba a volver a enfrentarme, una vez más, a uno de los problemas más difíciles que uno se podía encontrar en Rusia.
Me iba a tocar pasar los vestidos por la aduana del aeropuerto un domingo por la mañana.
martes, 16 de julio de 2013
El desfile (III): En el teatro
Gracias a los buenos oficios del señor embajador del Tiranistán, el italiano tenía la posibilidad de ver un escenario nuevo para sus elucubraciones coreográficas, y este escenario era nada menos que el teatro Bolshoi, que entonces, antes de las obras de reforma que lo han puesto a punto para aguantar el siglo XXI, tenía hoces y martillos por todos los sitios, en lugar de las águilas bicéfalas que lucen ahora, como en la foto.
No, no íbamos a hacer el paripé en la sala principal del teatro. Los que hacen desfiles de moda ya saben que hace falta una pasarela (creo que los pijos, que en este negocio son prácticamente todos, lo llaman "catwalk") que esté rodeada por el público, mientras que la sala del teatro, con sus butacas históricas firmemente clavadas al suelo, no pegaba ni con cola para el asunto. En conclusión, la sala candidata era el edificio aledaño que, pocos años después, durante las obras, sería la sede provisional de la compañía de teatro y ópera. En aquel tiempo, la sala estaba prácticamente diáfana y era fácil de adaptar para pasarela de moda.
A las oficinas del teatro Bolshoi se accede por detrás del teatro, no por la entrada principal. Nuestro contacto, obtenido a base de llamadas de un conseguidor conocido del embajador de Tiranistán, que aparentemente era funcionario, o lo que sea, del Ministerio de Cultura ruso, nos esperaba en la puerta.
Y menos mal. Cualquiera que haya entrado en un edificio público ruso sabrá que, sin un guía, uno puede morir de inanición buscando el despacho que busca, o la salida, si ya ha hecho lo que debía. Uno sale de allí, si lo consigue, pensando si los arquitectos que desarrollaron aberraciones como ésas han estudiado en la Escuela de Arquitectura de Gizeh, con manuales de tiempos del faraón Keops, tales son los pasadizos y recovecos que contienen sus edificios.
Tras mucho recorrer, Salaroy y yo llegamos a una oficina cutrilla, como todas lo eran entonces. Explicamos lo que queríamos hacer, y nuestro interlocutor, un tipo totalmente soviético vestido con el típico jersey gris de cuello alto, nos escuchó con indiferencia. Lo del cuento de Tiranistán no pareció impresionarle ni un poquito, ni lo del desfile de moda, ni cualquier otra cosa que le hubiéramos dicho. Como aquello no iba ni hacia adelante, ni hacia atrás, le pregunté si podíamos ver la sala, y si podíamos entrar por la calle, en lugar de marearnos por más pasadizos.
El maromo neosoviético levantó los hombros con indiferencia. Nuestro contacto nos llevó de vuelta a la salida, y luego, tras esperar al italiano Engatusso, entramos por la calle en la sala que íbamos a alquilar.
- ¿Qué? ¿Te gusta?
- ¡Excelente! ¡Excelente! ¡Vamos a contratarlo! Aquí, en el centro, pondremos la pasarela. Las sillas caben a los lados ¿Tenemos una sala para vestuarios?
- Hombre, Engatusso, que esto es un teatro. Algo habrá.
Lo había, lo había.
- Bueno - le dije a nuestro contacto -, creo que lo vamos a alquilar ¿Ahora qué hacemos?
- Vamos al despacho de antes.
Uyuyuy... esto iba a salir caro.
Dejamos a Engatusso haciéndose pajas mentales en la sala, y Salaroy y yo acompañamos al tipo del teatro a su tugurio, dando vueltas y revueltas por un laberinto tal, que ni Teseo con el hilo de Ariadna hubiera sido capaz de salir de allí, con todo el entrenamiento que traía de Creta.
- Bueno - dijo el neosoviético -. Entre la preparación y el día del acto, serán dos días. A veeer... les va a costar diez mil dólares.
A los precios de Moscú de hoy, una ganga. A los de entonces, una clavada cruel: el hotel más caro que habíamos visto, con un recinto en nada inferior al que íbamos a alquilar, costaba la tercera parte.
- ¿Qué, Salaroy, qué hacemos? - dije en tiranio, idioma que tengo la suerte de hablar con soltura.
- Pagamos.
- Como quieras - y, pasando al ruso, dije al neosoviético -. Vale. Adelante. Pero supongo que nos dejaran pagar a una cuenta bancaria dentro de unos días. Después de todo, representamos al gobierno de Tiranistán. Somos solventes.
- Claro.
Volvimos a la sala.
- Anda, Engatusso ¿Ya lo tienes todo claro?
Engatusso lo tenía todo claro. Cada vez más, parecía que, a pesar de que organizar un desfile de moda con tres semanas de antelación era suicida, había posibilidades de que el desfile fuera un éxito; la prueba es que comenzaban a llegar peces gordos desde Tiranistán. Es más, aquella misma tarde llegaron a primera hora la jefa de Salaroy y el jefe de la jefa de Salaroy.
La jefa de Salaroy andaría por los cincuenta y varios años, pero estaba en los huesos y llevaba ropa ajustadísima, de manera que, si la veías de espaldas, le podías echar veinte. No la vi comer apenas en la semana que anduvo por Moscú, a diferencia de los políticos masculinos que fueron llegando, que ésos sí que estaban entrados en carnes y, después de verles papear, tengo muy clara la causa. La jefa de Salaroy, Lupita Ocirapa, era una persona emocional, sin términos medios, que en cuanto aterrizó en Moscú tuvo una preocupación principal. Lamentablemente, esta preocupación no consistía en currar para colaborar en que el desfile saliera bien, sino en buscar un culpable por si salía mal. Y, aún más lamentablemente, me temo que me eligió a mí en cuanto me vio. Por suerte, de momento se fue a descansar al hotel y no la vimos hasta el día siguiente.
El jefe de la jefa era Héctor Areduha, un tipo muy atildado, algo trepa y que estuvo buscando fallos por todos los sitios desde que llegó. Naturalmente, eso era su obligación, lo malo es que estábamos en Rusia, teníamos que hacer algo imposible en tres semanas y muchos fallos que percibía eran simplemente irresolubles, con lo cual alguien tenía que contárselo, Salaroy se escaqueaba en esta tesitura, y el resultado es que Héctor torcía el gesto y, maldición, había encontrado un culpable por si las cosas acababan por salir patateras.
- Bueno - le dije al de la agencia de modelos - ¿Cuándo tenemos el casting de modelos?
- Esta tarde, como habíamos quedado.
- Pues vamos allí.
Engatusso, Héctor y yo nos fuimos a ver el casting. Salaroy, que quizá, pensaba yo, podría llevar una mochila rosa, también nos acompañó, mientras que Lupita se quedaba en el hotel.
Pero el casting de modelos tendrá que ser contado la próxima vez, porque hoy es tardísimo.
No, no íbamos a hacer el paripé en la sala principal del teatro. Los que hacen desfiles de moda ya saben que hace falta una pasarela (creo que los pijos, que en este negocio son prácticamente todos, lo llaman "catwalk") que esté rodeada por el público, mientras que la sala del teatro, con sus butacas históricas firmemente clavadas al suelo, no pegaba ni con cola para el asunto. En conclusión, la sala candidata era el edificio aledaño que, pocos años después, durante las obras, sería la sede provisional de la compañía de teatro y ópera. En aquel tiempo, la sala estaba prácticamente diáfana y era fácil de adaptar para pasarela de moda.
A las oficinas del teatro Bolshoi se accede por detrás del teatro, no por la entrada principal. Nuestro contacto, obtenido a base de llamadas de un conseguidor conocido del embajador de Tiranistán, que aparentemente era funcionario, o lo que sea, del Ministerio de Cultura ruso, nos esperaba en la puerta.
Y menos mal. Cualquiera que haya entrado en un edificio público ruso sabrá que, sin un guía, uno puede morir de inanición buscando el despacho que busca, o la salida, si ya ha hecho lo que debía. Uno sale de allí, si lo consigue, pensando si los arquitectos que desarrollaron aberraciones como ésas han estudiado en la Escuela de Arquitectura de Gizeh, con manuales de tiempos del faraón Keops, tales son los pasadizos y recovecos que contienen sus edificios.
Tras mucho recorrer, Salaroy y yo llegamos a una oficina cutrilla, como todas lo eran entonces. Explicamos lo que queríamos hacer, y nuestro interlocutor, un tipo totalmente soviético vestido con el típico jersey gris de cuello alto, nos escuchó con indiferencia. Lo del cuento de Tiranistán no pareció impresionarle ni un poquito, ni lo del desfile de moda, ni cualquier otra cosa que le hubiéramos dicho. Como aquello no iba ni hacia adelante, ni hacia atrás, le pregunté si podíamos ver la sala, y si podíamos entrar por la calle, en lugar de marearnos por más pasadizos.
El maromo neosoviético levantó los hombros con indiferencia. Nuestro contacto nos llevó de vuelta a la salida, y luego, tras esperar al italiano Engatusso, entramos por la calle en la sala que íbamos a alquilar.
- ¿Qué? ¿Te gusta?
- ¡Excelente! ¡Excelente! ¡Vamos a contratarlo! Aquí, en el centro, pondremos la pasarela. Las sillas caben a los lados ¿Tenemos una sala para vestuarios?
- Hombre, Engatusso, que esto es un teatro. Algo habrá.
Lo había, lo había.
- Bueno - le dije a nuestro contacto -, creo que lo vamos a alquilar ¿Ahora qué hacemos?
- Vamos al despacho de antes.
Uyuyuy... esto iba a salir caro.
Dejamos a Engatusso haciéndose pajas mentales en la sala, y Salaroy y yo acompañamos al tipo del teatro a su tugurio, dando vueltas y revueltas por un laberinto tal, que ni Teseo con el hilo de Ariadna hubiera sido capaz de salir de allí, con todo el entrenamiento que traía de Creta.
- Bueno - dijo el neosoviético -. Entre la preparación y el día del acto, serán dos días. A veeer... les va a costar diez mil dólares.
A los precios de Moscú de hoy, una ganga. A los de entonces, una clavada cruel: el hotel más caro que habíamos visto, con un recinto en nada inferior al que íbamos a alquilar, costaba la tercera parte.
- ¿Qué, Salaroy, qué hacemos? - dije en tiranio, idioma que tengo la suerte de hablar con soltura.
- Pagamos.
- Como quieras - y, pasando al ruso, dije al neosoviético -. Vale. Adelante. Pero supongo que nos dejaran pagar a una cuenta bancaria dentro de unos días. Después de todo, representamos al gobierno de Tiranistán. Somos solventes.
- Claro.
Volvimos a la sala.
- Anda, Engatusso ¿Ya lo tienes todo claro?
Engatusso lo tenía todo claro. Cada vez más, parecía que, a pesar de que organizar un desfile de moda con tres semanas de antelación era suicida, había posibilidades de que el desfile fuera un éxito; la prueba es que comenzaban a llegar peces gordos desde Tiranistán. Es más, aquella misma tarde llegaron a primera hora la jefa de Salaroy y el jefe de la jefa de Salaroy.
La jefa de Salaroy andaría por los cincuenta y varios años, pero estaba en los huesos y llevaba ropa ajustadísima, de manera que, si la veías de espaldas, le podías echar veinte. No la vi comer apenas en la semana que anduvo por Moscú, a diferencia de los políticos masculinos que fueron llegando, que ésos sí que estaban entrados en carnes y, después de verles papear, tengo muy clara la causa. La jefa de Salaroy, Lupita Ocirapa, era una persona emocional, sin términos medios, que en cuanto aterrizó en Moscú tuvo una preocupación principal. Lamentablemente, esta preocupación no consistía en currar para colaborar en que el desfile saliera bien, sino en buscar un culpable por si salía mal. Y, aún más lamentablemente, me temo que me eligió a mí en cuanto me vio. Por suerte, de momento se fue a descansar al hotel y no la vimos hasta el día siguiente.
El jefe de la jefa era Héctor Areduha, un tipo muy atildado, algo trepa y que estuvo buscando fallos por todos los sitios desde que llegó. Naturalmente, eso era su obligación, lo malo es que estábamos en Rusia, teníamos que hacer algo imposible en tres semanas y muchos fallos que percibía eran simplemente irresolubles, con lo cual alguien tenía que contárselo, Salaroy se escaqueaba en esta tesitura, y el resultado es que Héctor torcía el gesto y, maldición, había encontrado un culpable por si las cosas acababan por salir patateras.
- Bueno - le dije al de la agencia de modelos - ¿Cuándo tenemos el casting de modelos?
- Esta tarde, como habíamos quedado.
- Pues vamos allí.
Engatusso, Héctor y yo nos fuimos a ver el casting. Salaroy, que quizá, pensaba yo, podría llevar una mochila rosa, también nos acompañó, mientras que Lupita se quedaba en el hotel.
Pero el casting de modelos tendrá que ser contado la próxima vez, porque hoy es tardísimo.
viernes, 12 de julio de 2013
El desfile (II): El funcionario y el italiano
El funcionario de Tiranistán era un señor alto, alrededor de la treintena, que era perfectamente consciente del marrón que era aquello. El problema es que se trataba del último mono de su departamento, al que habían enviado a Moscú a ver si había suertecilla, sonaba la flauta y aquel disparate salía bien. Eso de que los últimos monos de cada sitio sean los que se encarguen de los problemas irresolubles ya me estaba empezando a sonar, por propia y dura experiencia.
Afortunadamente, el funcionario tiranio, al que llamaremos Salaroy, que da lo mismo que sea o no su verdadero nombre, porque en el Tiranistán como que esto no debe leerse demasiado, si de algo sabía, era de moda. De lo que no se enteraba era de Rusia y de Moscú, pero allí estaba yo para cubrir ese defectillo.
- Normalmente, un desfile de moda de este tipo deberíamos tardar unos tres meses en organizarlo.
- Y eso en casa, sin problemillas locales.
- Sí. Supongo que aquí es más difícil.
- Supones bien ¿Así que tres semanas?
Salaroy hizo un gesto de escepticismo.
- Es cuando viene el presidente.
Los de Tiranistán habían hecho su parte del trabajo. En el desfile se enseñarían diseños de tres reputados creadores tiranios: Dagoberto Merino, Argantonio Flemas y Jeremías Aljibe, que, en cuanto supieron que iban a ir a Moscú de gorra total y les iban montar un desfile sin más que poner los modelitos, supongo que aceptaron encantados. Así da gusto, con la billetera por delante.
- Salaroy, por cierto.
- ¿Sí, Alfor?
- Tú comprenderás que esto no va a salir precisamente gratis y que, con independencia de cómo hayáis quedado con Oskarl, el detalle de la agencia de modelos, del alquiler del local, la decoración... vamos, que algo va a costar.
- Bueno. No hay problema. Mi jefe ha dicho que podemos gastar...
Salaroy pronunció una cifra astronómica. Yo intenté mantener la compostura y no caerme para atrás ni echarme a reír, por lo menos hasta llegar a casa. Vale que en Tiranistán nadie rechistaba cuando el jefe hablaba, pero, por lo menos, comprendían que sus estupideces sólo podían compensarse con una generosidad apreciable. En este caso, yo jamás había tenido un presupuesto ni de la décima parte de eso para enfrentarme a mis problemas habituales.
- ¿Así que podemos gastar...?
Y repetí la cifra. El típico truco de ganar tiempo repitiendo lo que le acaban de decir a uno, sobre todo cuando es MUY sorprendente, para digerirlo un poco mejor.
- Bueno, si no es bastante, el Director del Departamento ha dicho que se lo digamos, que pone más - añadió Salaroy.
- Muy bien. Así me gusta, por si vamos justos - dije con aire de suficiencia, algo recuperado del susto que me llevé al oír la cifra.
- En otro país, quizá lo haríamos por la mitad, pero aquí, como nunca hemos hecho nada, no sabemos lo que puede costar.
- Buena prevención.
Hoy, desde luego. En 2001, en cambio, Moscú aún no era un lugar especialmente caro, y menos para los desfiles de moda. Que tampoco íbamos a contratar a la Vodiánova, a la que, por cierto, entonces creo que no la conocía nadie.
Nosotros también hicimos nuestra parte del trabajo: contactamos con una agencia de modelos, con unos diseñadores para que nos construyeran el tinglado, y finalmente llegó la cuestión de dónde diablos hacer el desfile de marras. Parecía que todo iba bien y que, pasmo increíble, íbamos camino de salir vivos y con éxito del asunto. Y entonces sucedió algo inevitable.
Tomemos nota: mientras todo el mundo temió que aquello fuera un desastre sin paliativos, que desencadenara la ira del presidente Ranzai, los encargados de lidiar con el toro éramos unos mindundis sin graduación. Ahora bien, en cuanto Salaroy habló con sus jefes y dio a entender que la cosa iba bien y que había buenas posibilidades de que el desfile fuera un éxito, comenzó a aparecer gente importante por Moscú.
El primero en aparecer fue un italiano melenudo. Al parecer, los diseñadores lo habían impuesto para la dirección artística del asuntillo. No sé lo que cobraría el italiano por la broma, pero probablemente más que mi sueldo de un trimestre, gastos aparte. El italiano se fue derecho a la agencia de modelos y lo puso todo manga por hombro, hasta que consiguió hacer él el casting.
- ¿Éste no tiene un poco de morro? - le dije a Salaroy.
- Bueno, es que los diseñadores confían en él. Los diseñadores pueden ser gente muy complicada, y es mejor tenerlos contentos. Yo no sé cómo lo hace, pero a él no le dicen nada. Eso sí, si no está él, todo son problemas.
- Vale. Pero, vaya, no me hubiera importado hacer a mí el casting de modelos.
- Yo los tengo muy vistos.
- Pero yo no.
- Bueno, no creo que sea un problema meternos.
- Bah, ya se lo diré a la agencia. Yo eso no me lo pierdo.
Después de obligar a la agencia a que les organizase un casting para el día siguiente por la tarde, el italiano quiso saber dónde iba a tener lugar el desfile. Hoy, con tres semanas de antelación, lo único que íbamos a poder encontrar sin alquilar puede que fuera algún establo, pero en 2001 todavía no había tanta gente haciendo cosas por Moscú y podíamos permitirnos escoger entre un par de sitios.
El italiano, que atendía por Emmanuelle Engatusso, era un pesado. No le gustaba nada. No sé yo si prefería que los diseñadores me echaran la bronca, antes que aguantar al italiano. Vimos un par de hoteles, y ni pum, como si tuviéramos tres meses, y no tres semanas, para tenerlo todo a punto. Ya estaba por mandarlo a hacer gárgaras, cuando me llamó Oskarl.
- ¿Qué pasa, Oskarl?
- El embajador del Tiranistán ha sugerido que el desfile se haga en el teatro Bolshoi.
- ¡Bien! ¿Y por qué no en el despacho de Putin? ¿O en la catedral?
Lo bueno de ser el solucionador de problemas irresolubles es que puedes ser un poco sarcástico, y te tienen que aguantar.
- El embajador - prosiguió Oskarl - se ha enterado de que está aquí el señor Engatusso, y le ha conseguido a través del ministerio de Cultura una visita al Bolshoi, a ver si le gusta. Estaría bien que lo acompañaras.
Lo malo de tener mujer e hijos que mantener es que no puedes enviar expresamente a freír espárragos a tu jefe, por muchas ganas que tengas.
Así que avisé a Engatusso de que teníamos otro sitio para visitar, hice el par de llamadas para abrir puertas que deben preceder en Rusia a todo paso, so pena de perder tiempo a raudales, y nos dirigimos al máximo templo de la danza, la música y la ópera en Moscú: al teatro Bolshoi.
Pero, de lo que nos sucedió allí, tocará escribir en la siguiente entrada, porque ésta ya va quedando demasiado larga.
Afortunadamente, el funcionario tiranio, al que llamaremos Salaroy, que da lo mismo que sea o no su verdadero nombre, porque en el Tiranistán como que esto no debe leerse demasiado, si de algo sabía, era de moda. De lo que no se enteraba era de Rusia y de Moscú, pero allí estaba yo para cubrir ese defectillo.
- Normalmente, un desfile de moda de este tipo deberíamos tardar unos tres meses en organizarlo.
- Y eso en casa, sin problemillas locales.
- Sí. Supongo que aquí es más difícil.
- Supones bien ¿Así que tres semanas?
Salaroy hizo un gesto de escepticismo.
- Es cuando viene el presidente.
Los de Tiranistán habían hecho su parte del trabajo. En el desfile se enseñarían diseños de tres reputados creadores tiranios: Dagoberto Merino, Argantonio Flemas y Jeremías Aljibe, que, en cuanto supieron que iban a ir a Moscú de gorra total y les iban montar un desfile sin más que poner los modelitos, supongo que aceptaron encantados. Así da gusto, con la billetera por delante.
- Salaroy, por cierto.
- ¿Sí, Alfor?
- Tú comprenderás que esto no va a salir precisamente gratis y que, con independencia de cómo hayáis quedado con Oskarl, el detalle de la agencia de modelos, del alquiler del local, la decoración... vamos, que algo va a costar.
- Bueno. No hay problema. Mi jefe ha dicho que podemos gastar...
Salaroy pronunció una cifra astronómica. Yo intenté mantener la compostura y no caerme para atrás ni echarme a reír, por lo menos hasta llegar a casa. Vale que en Tiranistán nadie rechistaba cuando el jefe hablaba, pero, por lo menos, comprendían que sus estupideces sólo podían compensarse con una generosidad apreciable. En este caso, yo jamás había tenido un presupuesto ni de la décima parte de eso para enfrentarme a mis problemas habituales.
- ¿Así que podemos gastar...?
Y repetí la cifra. El típico truco de ganar tiempo repitiendo lo que le acaban de decir a uno, sobre todo cuando es MUY sorprendente, para digerirlo un poco mejor.
- Bueno, si no es bastante, el Director del Departamento ha dicho que se lo digamos, que pone más - añadió Salaroy.
- Muy bien. Así me gusta, por si vamos justos - dije con aire de suficiencia, algo recuperado del susto que me llevé al oír la cifra.
- En otro país, quizá lo haríamos por la mitad, pero aquí, como nunca hemos hecho nada, no sabemos lo que puede costar.
- Buena prevención.
Hoy, desde luego. En 2001, en cambio, Moscú aún no era un lugar especialmente caro, y menos para los desfiles de moda. Que tampoco íbamos a contratar a la Vodiánova, a la que, por cierto, entonces creo que no la conocía nadie.
Nosotros también hicimos nuestra parte del trabajo: contactamos con una agencia de modelos, con unos diseñadores para que nos construyeran el tinglado, y finalmente llegó la cuestión de dónde diablos hacer el desfile de marras. Parecía que todo iba bien y que, pasmo increíble, íbamos camino de salir vivos y con éxito del asunto. Y entonces sucedió algo inevitable.
Tomemos nota: mientras todo el mundo temió que aquello fuera un desastre sin paliativos, que desencadenara la ira del presidente Ranzai, los encargados de lidiar con el toro éramos unos mindundis sin graduación. Ahora bien, en cuanto Salaroy habló con sus jefes y dio a entender que la cosa iba bien y que había buenas posibilidades de que el desfile fuera un éxito, comenzó a aparecer gente importante por Moscú.
El primero en aparecer fue un italiano melenudo. Al parecer, los diseñadores lo habían impuesto para la dirección artística del asuntillo. No sé lo que cobraría el italiano por la broma, pero probablemente más que mi sueldo de un trimestre, gastos aparte. El italiano se fue derecho a la agencia de modelos y lo puso todo manga por hombro, hasta que consiguió hacer él el casting.
- ¿Éste no tiene un poco de morro? - le dije a Salaroy.
- Bueno, es que los diseñadores confían en él. Los diseñadores pueden ser gente muy complicada, y es mejor tenerlos contentos. Yo no sé cómo lo hace, pero a él no le dicen nada. Eso sí, si no está él, todo son problemas.
- Vale. Pero, vaya, no me hubiera importado hacer a mí el casting de modelos.
- Yo los tengo muy vistos.
- Pero yo no.
- Bueno, no creo que sea un problema meternos.
- Bah, ya se lo diré a la agencia. Yo eso no me lo pierdo.
Después de obligar a la agencia a que les organizase un casting para el día siguiente por la tarde, el italiano quiso saber dónde iba a tener lugar el desfile. Hoy, con tres semanas de antelación, lo único que íbamos a poder encontrar sin alquilar puede que fuera algún establo, pero en 2001 todavía no había tanta gente haciendo cosas por Moscú y podíamos permitirnos escoger entre un par de sitios.
El italiano, que atendía por Emmanuelle Engatusso, era un pesado. No le gustaba nada. No sé yo si prefería que los diseñadores me echaran la bronca, antes que aguantar al italiano. Vimos un par de hoteles, y ni pum, como si tuviéramos tres meses, y no tres semanas, para tenerlo todo a punto. Ya estaba por mandarlo a hacer gárgaras, cuando me llamó Oskarl.
- ¿Qué pasa, Oskarl?
- El embajador del Tiranistán ha sugerido que el desfile se haga en el teatro Bolshoi.
- ¡Bien! ¿Y por qué no en el despacho de Putin? ¿O en la catedral?
Lo bueno de ser el solucionador de problemas irresolubles es que puedes ser un poco sarcástico, y te tienen que aguantar.
- El embajador - prosiguió Oskarl - se ha enterado de que está aquí el señor Engatusso, y le ha conseguido a través del ministerio de Cultura una visita al Bolshoi, a ver si le gusta. Estaría bien que lo acompañaras.
Lo malo de tener mujer e hijos que mantener es que no puedes enviar expresamente a freír espárragos a tu jefe, por muchas ganas que tengas.
Así que avisé a Engatusso de que teníamos otro sitio para visitar, hice el par de llamadas para abrir puertas que deben preceder en Rusia a todo paso, so pena de perder tiempo a raudales, y nos dirigimos al máximo templo de la danza, la música y la ópera en Moscú: al teatro Bolshoi.
Pero, de lo que nos sucedió allí, tocará escribir en la siguiente entrada, porque ésta ya va quedando demasiado larga.
miércoles, 10 de julio de 2013
El desfile (I): A todo director del Bolshoi le llega su San Martín
La verdad es que iba escribir de otra cosa, pero hoy "El País" me ha dado una alegría. Bueno, voy a llamarla así. Anatoli Iksánov, hasta ahora director general del teatro Bolshoi, en Moscú, ha sido despedido. Y es cosa de preguntarse, ¿a qué le interesa a Alfor lo que le pase a este tal Iksánov?
Pues un poco sí que me interesa. Sólo un poco, porque lo cierto es que a Iksánov sólo lo he visto una vez, pero esa vez que lo vi fue tan tensa que volver a leer su nombre en otro lugar que no sea su tarjeta de visita me ha traído viejos recuerdos. Por tanto, voy a poner la bitácora en modo "memorias del abuelo Cebolleta" y vamos a retroceder nada menos que doce años, para situarnos en abril de 2001. En aquellos gloriosos tiempos, mi familia vivía en Moscú, en un cuchitril de sesenta metros cuadrados mal contados, tenía una hijita de menos de dos años, Abi, y otra, Ro, prácticamente recién nacida. Alfina pensaba cómo mejorar sus oportunidades laborales, bastante parcas, en Moscú, así que estaba barajando apuntarse a un curso intensivo de ruso (lo cual fue un acierto) y, en general, éramos muy felices. Entonces, con dos bebés, estábamos agotados, no podíamos ni con las uñas, y siempre íbamos corriendo de un lado para otro, pero ahora sabemos que éramos felices y que teníamos que pasar por ahí.
Yo trabajaba en lo que he trabajado siempre: en "solucionar problemas", como decía Ame (que entonces aún no había nacido). Cuando había un problema que mi empleador no sabía cómo quitarse de encima, me llamaba a mí y santas pascuas, en plan "ya te apañarás". De todas maneras, en 2001 llevaba cuatro años largos solucionando problemas y me bandeaba razonablemente bien.
Era un día de mediados de abril, aparentemente tranquilo y reposado. Los últimos retazos de nieve desaparecían de Moscú, esa ciudad que todavía se estaba recuperando de su desastre del 98 y que, pasados los salvajes años noventa, todavía estaba en fase de evolución a lo que es ahora. Sonó el teléfono en mi despacho y tomé el aparato.
- ¿Sí?
- ¿Alfor? ¿Puedes venir a mi despacho?
Era el jefe. Vamos a llamarlo Oskarl, como hemos hecho a lo largo de toda la bitácora. No, no es su verdadero nombre. Ya sabéis que esta bitácora tiene una política de anonimato todo lo estricta que se puede, y así va a continuar dentro de lo posible, salvo cuando el protagonista sea, por ejemplo, Iksánov. A ése, ni agua.
Entré en el despacho de Oskarl.
- Nos han encargado organizar un desfile de moda, y he pensado que te podrías encargar tú de coordinarlo.
- ¿Un quéeee...?
- Un desfile de moda.
- Ya... un desfile de moda...
El típico truco de ganar tiempo repitiendo lo que le acaban de decir a uno, sobre todo cuando es MUY desagradable, para digerirlo un poco mejor.
- Sí, un desfile de moda.
- ¿Y para cuándo?
Oskarl miró el calendario que tenía en la pared.
- Bueno, parece que va a ser la tercera semana de mayo, la que empieza el 21 de mayo. Un día de esa semana, seguramente el martes, que será el 22.
- Pero si no queda ni un mes... y encima están los primeros días de mayo, que son fiesta y no va a haber nadie.
- Ah, es verdad.
Aquello no era un marrón. Aquello pasaba de castaño oscuro, y hasta de negro azabache. No es que me interesara demasiado saber quién había tenido la idea de montar la payasada aquélla, pero merecía varias collejas.
- Parece que en esa semana va a haber una visita oficial del presidente del Tiranistán, el general Ranzai.
- Bueno, pues que venga.
- Viene, y viene con su esposa, la señora Ranzai. Y el ministro de Comercio del Tiranistán, el doctor Atsock, que también viene, ha pensado que sería una buena idea organizar un desfile de moda, para rellenar el programa de trabajo de la señora Ranzai. Con el general Ranzai todo está claro y se sabe lo que va a hacer, pero a la señora Ranzai hay que hacerle también un programa.
Hoy no sería un problema: con llevarla de compras a la Tverskaya, asunto arreglado; pero en 2001 la Tverskaya aún estaba en mantillas y recuperándose del golpetazo de los dos años de crisis con los que se cerró ei siglo XX en Rusia, así que Tiranistán, por lo visto, había decidido organizar ella misma el entretenimiento de su primera dama.
- El embajador de Tiranistán - continuó Oskarl - no se dedica a organizar desfiles de moda. Tiene que subcontratar.
- Y nos han encargado a nosotros el desfile.
- ¿Sí?
- Pffff... Tendré presupuesto, ¿no?
- Eso no lo trates conmigo. Yo te encargo el trabajo a ti. Mañana vendrá a vernos un funcionario del gobierno de Tiranistán, que es quien se encargará de trabajar contigo.
- ¿Mañana? Espero que sea así. En las tres semanas que quedan, a ver qué hacemos. Mañana ya es tarde.
Me volví a mi despacho con unas ganas enormes de dar un guantazo al ministro de Comercio de marras, ese tal doctor Atsock, y a todos los insensatos que no le habían parado los pies. Por lo visto, Tiranistán es un país muy jerárquico, donde la voluntad del que está arriba en el escalafón no se discute en absoluto, de manera que los deseos de sus dirigentes, por absurdos que sean, van a misa cueste lo que cueste.
Aquel día recuerdo perfectamente que ya no hice nada de provecho en toda la jornada laboral. Digamos, por ser breve, que la moda nunca ha sido lo mío (y después de aquello lo fue menos todavía) y que no tenía ni repajolera idea de por dónde empezar. Busqué, pregunté, indagué, escudriñé y, en suma, hice bueno el dicho de que "apretatus intellectus ingeniat et rapiat". Dormí fatal, y no sólo porque Ro era un bichejo insomne, sino porque le iba dando vueltas a este problema que tenía que solucionar y que realmente parecía más difícil que de costumbre, ìncluso para un profesional de la solución de problemas como yo mismo.
Al día siguiente, llegué ojeroso a mi despacho, esperando que llegase ese funcionario de Tiranistán a ver de qué pie cojeaba, mientras me repetía que, para hacer algo digno, ya se nos había hecho tarde.
Uf, como ahora. Qué tarde se ha hecho. A ver si mañana saco un rato para contar la continuación del asuntillo.
Pues un poco sí que me interesa. Sólo un poco, porque lo cierto es que a Iksánov sólo lo he visto una vez, pero esa vez que lo vi fue tan tensa que volver a leer su nombre en otro lugar que no sea su tarjeta de visita me ha traído viejos recuerdos. Por tanto, voy a poner la bitácora en modo "memorias del abuelo Cebolleta" y vamos a retroceder nada menos que doce años, para situarnos en abril de 2001. En aquellos gloriosos tiempos, mi familia vivía en Moscú, en un cuchitril de sesenta metros cuadrados mal contados, tenía una hijita de menos de dos años, Abi, y otra, Ro, prácticamente recién nacida. Alfina pensaba cómo mejorar sus oportunidades laborales, bastante parcas, en Moscú, así que estaba barajando apuntarse a un curso intensivo de ruso (lo cual fue un acierto) y, en general, éramos muy felices. Entonces, con dos bebés, estábamos agotados, no podíamos ni con las uñas, y siempre íbamos corriendo de un lado para otro, pero ahora sabemos que éramos felices y que teníamos que pasar por ahí.
Yo trabajaba en lo que he trabajado siempre: en "solucionar problemas", como decía Ame (que entonces aún no había nacido). Cuando había un problema que mi empleador no sabía cómo quitarse de encima, me llamaba a mí y santas pascuas, en plan "ya te apañarás". De todas maneras, en 2001 llevaba cuatro años largos solucionando problemas y me bandeaba razonablemente bien.
Era un día de mediados de abril, aparentemente tranquilo y reposado. Los últimos retazos de nieve desaparecían de Moscú, esa ciudad que todavía se estaba recuperando de su desastre del 98 y que, pasados los salvajes años noventa, todavía estaba en fase de evolución a lo que es ahora. Sonó el teléfono en mi despacho y tomé el aparato.
- ¿Sí?
- ¿Alfor? ¿Puedes venir a mi despacho?
Era el jefe. Vamos a llamarlo Oskarl, como hemos hecho a lo largo de toda la bitácora. No, no es su verdadero nombre. Ya sabéis que esta bitácora tiene una política de anonimato todo lo estricta que se puede, y así va a continuar dentro de lo posible, salvo cuando el protagonista sea, por ejemplo, Iksánov. A ése, ni agua.
Entré en el despacho de Oskarl.
- Nos han encargado organizar un desfile de moda, y he pensado que te podrías encargar tú de coordinarlo.
- ¿Un quéeee...?
- Un desfile de moda.
- Ya... un desfile de moda...
El típico truco de ganar tiempo repitiendo lo que le acaban de decir a uno, sobre todo cuando es MUY desagradable, para digerirlo un poco mejor.
- Sí, un desfile de moda.
- ¿Y para cuándo?
Oskarl miró el calendario que tenía en la pared.
- Bueno, parece que va a ser la tercera semana de mayo, la que empieza el 21 de mayo. Un día de esa semana, seguramente el martes, que será el 22.
- Pero si no queda ni un mes... y encima están los primeros días de mayo, que son fiesta y no va a haber nadie.
- Ah, es verdad.
Aquello no era un marrón. Aquello pasaba de castaño oscuro, y hasta de negro azabache. No es que me interesara demasiado saber quién había tenido la idea de montar la payasada aquélla, pero merecía varias collejas.
- Parece que en esa semana va a haber una visita oficial del presidente del Tiranistán, el general Ranzai.
- Bueno, pues que venga.
- Viene, y viene con su esposa, la señora Ranzai. Y el ministro de Comercio del Tiranistán, el doctor Atsock, que también viene, ha pensado que sería una buena idea organizar un desfile de moda, para rellenar el programa de trabajo de la señora Ranzai. Con el general Ranzai todo está claro y se sabe lo que va a hacer, pero a la señora Ranzai hay que hacerle también un programa.
Hoy no sería un problema: con llevarla de compras a la Tverskaya, asunto arreglado; pero en 2001 la Tverskaya aún estaba en mantillas y recuperándose del golpetazo de los dos años de crisis con los que se cerró ei siglo XX en Rusia, así que Tiranistán, por lo visto, había decidido organizar ella misma el entretenimiento de su primera dama.
- El embajador de Tiranistán - continuó Oskarl - no se dedica a organizar desfiles de moda. Tiene que subcontratar.
- Y nos han encargado a nosotros el desfile.
- ¿Sí?
- Pffff... Tendré presupuesto, ¿no?
- Eso no lo trates conmigo. Yo te encargo el trabajo a ti. Mañana vendrá a vernos un funcionario del gobierno de Tiranistán, que es quien se encargará de trabajar contigo.
- ¿Mañana? Espero que sea así. En las tres semanas que quedan, a ver qué hacemos. Mañana ya es tarde.
Me volví a mi despacho con unas ganas enormes de dar un guantazo al ministro de Comercio de marras, ese tal doctor Atsock, y a todos los insensatos que no le habían parado los pies. Por lo visto, Tiranistán es un país muy jerárquico, donde la voluntad del que está arriba en el escalafón no se discute en absoluto, de manera que los deseos de sus dirigentes, por absurdos que sean, van a misa cueste lo que cueste.
Aquel día recuerdo perfectamente que ya no hice nada de provecho en toda la jornada laboral. Digamos, por ser breve, que la moda nunca ha sido lo mío (y después de aquello lo fue menos todavía) y que no tenía ni repajolera idea de por dónde empezar. Busqué, pregunté, indagué, escudriñé y, en suma, hice bueno el dicho de que "apretatus intellectus ingeniat et rapiat". Dormí fatal, y no sólo porque Ro era un bichejo insomne, sino porque le iba dando vueltas a este problema que tenía que solucionar y que realmente parecía más difícil que de costumbre, ìncluso para un profesional de la solución de problemas como yo mismo.
Al día siguiente, llegué ojeroso a mi despacho, esperando que llegase ese funcionario de Tiranistán a ver de qué pie cojeaba, mientras me repetía que, para hacer algo digno, ya se nos había hecho tarde.
Uf, como ahora. Qué tarde se ha hecho. A ver si mañana saco un rato para contar la continuación del asuntillo.
martes, 9 de julio de 2013
The Final Cut
Acabo de llegar de Rusia, y ya la cosa es definitiva, porque hemos cerrado la casa en la que hemos vivido desde que, precisamente, empezó esta bitácora, y desde la que se han escrito la práctica totalidad de las entradas. A partir de ahora, me da la impresión de que seguiré apareciendo por allí de vez en cuando, porque no hay tanta gente en Europa Occidental capaz de expresarse en ruso con fluidez, pero ya no seré parte del paisaje, como hasta ahora.
Han sido unos días de despedidas de las de verdad. Hasta ahora eran del tipo "nos vemos el mes que viene, que vuelvo por aquí", lo cual no es lo mismo, la verdad; las de estos dos últimos días han sido de "ya nos escribimos" o "te sigo por el Facebook", con alguna lagrimita incluida. Y es que, leches, hay gente a la que uno le pilla cariño, y otros que sencillamente son buena gente.
Paradójicamente, y aunque la entrada se titule de forma que parece que sanseacabó Rusia, en mi vida y en ésta mi bitácora, lo cierto es que el viaje que he hecho ha sido bastante fecundo, y por eso aún van a caer algunas entradas sobre Rusia, e incluso algo que hasta ahora no había hecho: una recensión de un libro. Basta con salir del país para comenzar a leer en ruso libros enteros, aunque sean pequeñitos.
Y, por otra parte, ahora que lo pienso, y como ya no vivo en el país ¡ya puedo ser rusófilo!
miércoles, 3 de julio de 2013
Abdicando, que es gerundio
Alberto II, que es el jefe de Estado de por aquí, ha dicho hoy que hasta aquí ha llegado y que se jubila, a los veinte años de subir al trono. La verdad es que a este señor lo conoce poca gente, porque, además, tiene la mala suerte de que tiene un competidor que se llama igual que él y que le gana por goleada en las revistas del corazón, cual es el Príncipe de Mónaco, que ni siquiera es rey, pero está casado con una nadadora surafricana cañón, es hijo de una actriz de cine de las que entran pocas en un kilo y, en resumen tiene a una legión de fotógrafos persiguiéndole. Y, claro, los fotógrafos, entre el Alberto II de Mónaco, que es fuente inagotable de noticias, y el Alberto II belga, que es un vejestorio del que hay que desenterrar escándalos de hace cincuenta años (y lo hacen, encima), pues eligen al más joven, claro.
El caso es que Alberto II, el de aquí, ha abdicado, y todo el mundo ha comenzado a decir que la monarquía es muy importante en Bélgica y que es una de las poquitas pocas que mantiene unido al país.
Podría ser, podría ser. A mí la impresión que me da es que aquí lo que haga la monarquía da bastante lo mismo y que la gente no habla apenas del asunto; y no será por falta de escándalos, que alguno hay, incluyendo una hija secreta y un segundogénito bastante ligero de cascos. Pero, tanto como para decir que se trata de unas de las poquitas cosas que mantiene unido al país, no sabría yo si se puede decir. Creo que, en este sentido, es más importante la compañía de trenes o las tres que hay de telefonía móvil. De hecho, es bien posible que no acaben de escindirse por los problemas prácticos que tendrían a la hora de montarse cada uno su propia infraestructura y porque, total, para las competencias que le quedan al gobierno central, tanto da que estén juntos como divididos.
En la prensa española, no en toda, pero sí en mucha, se habla del "rey de Bélgica". Supongo que lo hacen por mimetismo con "rey de España" (cosa que existe, o debería existir), pero en Bélgica es diferente, como ya quedó dicho en alguna entrada de hace unos meses: Bélgica es de los belgas, que son los soberanos desde 1830 y su revolución liberal, y el Rey es Rey de los belgas, dejando bien clarito que la soberanía, en Bélgica, procede del pueblo, y no de Dios, al estilo del Antiguo Régimen.
Es problema con lo de la rimbombante denominación de "rey de los belgas" es que hay que encontrar belgas, y cada vez hay menos gente que se tenga por tal. Si le preguntas a alguno, te dirá, sin mucho entusiasmo: "Sí, vale, belga, como quieras." Pero, en realidad, lo que se considera es valón, o flamenco; los de Bruselas tienen todavía menos claro el asunto y, últimamente, comienzo a encontrarme gente que te cuenta de qué comuna es con un conmovedor sentimiento de patriotismo, que es como si en Valencia yo no me considerara de Valencia, sino de Patraix o de Ruzafa. Y luego pensamos que el país del cantonalismo es España.
Entretanto, Alberto II ha declarado sucesivamente en francés y en flamenco que ve a su hijo, que casualmente se llama Felipe, preparado para asumir la corona. Ya puede estar preparado, ya, que el angelito no cumplirá los cincuenta y lleva veinte años de sucesor: si no estuviera preparado, es como para correrlo a gorrazos. En todo caso, parece que dentro de poco vamos a tener por aquí monarca nuevo y, por consiguiente, una invasión sin precedentes de fotógrafos del "Hola" y panfletos semejantes, e innumerables cortes de calles en los alrededores del Palacio Real (vivo a medio kilómetro de él, maldición) y otros sitios representativos. A tragar...
(En este caso, los paralelismos con España me los ahorro. Por higiene mental)
El caso es que Alberto II, el de aquí, ha abdicado, y todo el mundo ha comenzado a decir que la monarquía es muy importante en Bélgica y que es una de las poquitas pocas que mantiene unido al país.
Podría ser, podría ser. A mí la impresión que me da es que aquí lo que haga la monarquía da bastante lo mismo y que la gente no habla apenas del asunto; y no será por falta de escándalos, que alguno hay, incluyendo una hija secreta y un segundogénito bastante ligero de cascos. Pero, tanto como para decir que se trata de unas de las poquitas cosas que mantiene unido al país, no sabría yo si se puede decir. Creo que, en este sentido, es más importante la compañía de trenes o las tres que hay de telefonía móvil. De hecho, es bien posible que no acaben de escindirse por los problemas prácticos que tendrían a la hora de montarse cada uno su propia infraestructura y porque, total, para las competencias que le quedan al gobierno central, tanto da que estén juntos como divididos.
En la prensa española, no en toda, pero sí en mucha, se habla del "rey de Bélgica". Supongo que lo hacen por mimetismo con "rey de España" (cosa que existe, o debería existir), pero en Bélgica es diferente, como ya quedó dicho en alguna entrada de hace unos meses: Bélgica es de los belgas, que son los soberanos desde 1830 y su revolución liberal, y el Rey es Rey de los belgas, dejando bien clarito que la soberanía, en Bélgica, procede del pueblo, y no de Dios, al estilo del Antiguo Régimen.
Es problema con lo de la rimbombante denominación de "rey de los belgas" es que hay que encontrar belgas, y cada vez hay menos gente que se tenga por tal. Si le preguntas a alguno, te dirá, sin mucho entusiasmo: "Sí, vale, belga, como quieras." Pero, en realidad, lo que se considera es valón, o flamenco; los de Bruselas tienen todavía menos claro el asunto y, últimamente, comienzo a encontrarme gente que te cuenta de qué comuna es con un conmovedor sentimiento de patriotismo, que es como si en Valencia yo no me considerara de Valencia, sino de Patraix o de Ruzafa. Y luego pensamos que el país del cantonalismo es España.
Entretanto, Alberto II ha declarado sucesivamente en francés y en flamenco que ve a su hijo, que casualmente se llama Felipe, preparado para asumir la corona. Ya puede estar preparado, ya, que el angelito no cumplirá los cincuenta y lleva veinte años de sucesor: si no estuviera preparado, es como para correrlo a gorrazos. En todo caso, parece que dentro de poco vamos a tener por aquí monarca nuevo y, por consiguiente, una invasión sin precedentes de fotógrafos del "Hola" y panfletos semejantes, e innumerables cortes de calles en los alrededores del Palacio Real (vivo a medio kilómetro de él, maldición) y otros sitios representativos. A tragar...
(En este caso, los paralelismos con España me los ahorro. Por higiene mental)