Hace muchas entradas, salió en esta bitácora una parte de Moscú a vista de pájaro para comprobar unas leyendas urbanas según las cuales en Moscú había edificios con forma de hoz y martillo. Pues resultó que la leyenda urbana tenía fundamento, y que efectivamente en Moscú mandaban los comunistas y que, como quien manda, manda, hay edificios con la simbólica forma de hoz y martillo.
En la siguiente entrada vimos Ivánovo, otra ciudad rusa, también con ayuda del Google Maps. Vimos que el que manda en los sitios también impone sus símbolos en la planta de los edificios, para que se vean claros los símbolos de la sociedad a la que representan.
¿Y Bruselas? Pues ha llegado el momento de hacerlo. Lo primero ha sido buscar la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que uno supone que tendrá forma de cruz, como la catedral de mi pueblo (aunque la de mi pueblo es más bonita, seguro, y además está dedicada a un santo más importante).
La verdad es que más bien tiene forma de tenedor...
Unos metros más allá está la iglesia a la que suelo ir yo los (pocos) fines de semana que paso por aquí. A ver si ésta tiene forma de cruz.
Pfff... parece un grifo o un secador de pelo. Vaya birria, esta visto que aquí lo de la cruz no pinta mucho.
Tonteando de aquí para allá con el Google Maps, podemos pasar al parque por el que suelo entrenar. A ver cómo queda desde arriba.
Hm... éste me recuerda... a un... ejem...
Ay, Dios mío, que creo que ya sé quién manda por aquí. Y no me gusta un pelo.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
domingo, 28 de abril de 2013
jueves, 25 de abril de 2013
No ofende quien quiere
El arzobispo de Bruselas y Malinas se llama André Joseph Léonard. Es el sucesor de Godfried Daneels, de quien ya quedó algo escrito hace unas entradas, y presenta ciertas diferencias con su antecesor. Para empezar, habla bastante clarito y llama a las cosas por su nombre. De hecho, probablemente es una de las poquitas personas en Bélgica que llama a las cosas por su nombre. Y eso, claro, no puede ser.
Como no puede ser, pasó lo que pasó. Anteayer estaba en un debate en la Universidad Libre de Bruselas, que no es precisamente un terreno propicio para un obispo católico y donde podía esperar un debate bastante intenso sobre temas controvertidos y un auditorio muy beligerante en su contra. Lo que probablemente no podría esperar es que un comando de locas a pecho descubierto, las tristemente famosas "femen-tidas", irrumpiera en el acto, lo interrumpiera a voz en grito, insultara a troche y moche, y en particular a monseñor Léonard y, uniendo la acción a la palabra, le tirara agua a raudales por encima. No voy a describir con más detalle el asunto porque es demasiado desagradable para ello, pero incluso de episodios tan lamentables como éste se puede sacar alguna cosa positiva. La noticia está, por ejemplo, aquí.
Tengo sana envidia a Monseñor Léonard. En una situación donde bastante gente (y probablemente yo entre ellos) hubiera perdido la calma, él supo conservarla y, donde más de uno hubiera perdido la dignidad, él la consiguió mantener. No hay color entre el histerismo desesperado de esas locas, que no piensan más que en su propia libertad de expresión, y la actitud de monseñor Léonard. Para cualquier observador desapasionado, la cosa está clara, y me consta que bastante gente que no traga a monseñor Léonard (entre los católicos belgas no hay pocos de éstos) hoy lo ven con mayor simpatía... incluyendo buena parte del auditorio que tenía delante.
Dialécticamente, la irrupción de esos bichos no les hizo favor a su causa. El contrincante de monseñor Léonard en el debate era Guy Haarscher, un profesor universitario en las antípodas del catolicismo, que dijo lo siguiente: «Aunque sólo fuera agua, resultó muy violento, sobre todo al hacérselo un anciano. Pero él escurrió su ropa y afrontó la cosa con mucha calma, y eso le atrajo inmediatamente la simpatía de un auditorio que no le era muy favorable,como usted podrá imaginar. Bueno, pues se metió al auditorio en el bolsillo, de su parte (...) Hay un lado violento que no se debería permitir. Y el caso es que estoy totalmente de acuerdo con ellas en el fondo, y en total desacuerdo con Léonard sobre la homosexualidad. Pero, incluso estando en total desacuerdo con él, tiene derecho a expresar sus opiniones.»
Durante el ataque, monseñor Léonard estuvo rezando, y puede que estuviera meditando sobre el texto siguiente. Al menos, es el que a mí me ha venido a la cabeza.
Cuando era niño, no podía comprender textos como éste, probablemente porque no concebía la presencia, ni siquiera la misma existencia, de personas endemoniadas que berrean. Hoy los vemos, más de lo que nos gustaría, y esas locas no son sino un ejemplo más de lo mismo. "¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios?" es básicamente el mismo aullido que le han lanzado a monseñor Léonard, a quien no es que se le impida expresar sus opiniones, es que su sola presencia ya resulta insoportable a estos demonios.
De paso, no es menos interesante la actitud de los habitantes de la ciudad, Gadara, que han visto a los endemoniados, también han visto al Hijo de Dios, y han decidido, al menos sin violencia, rogarle "que se retirase de su territorio". Ayer fue Gadara, hoy es Bruselas o cualquiera de nuestras ciudades de Occidente. Y primero es con ruegos, más adelante... más adelante ya veremos.
Como no puede ser, pasó lo que pasó. Anteayer estaba en un debate en la Universidad Libre de Bruselas, que no es precisamente un terreno propicio para un obispo católico y donde podía esperar un debate bastante intenso sobre temas controvertidos y un auditorio muy beligerante en su contra. Lo que probablemente no podría esperar es que un comando de locas a pecho descubierto, las tristemente famosas "femen-tidas", irrumpiera en el acto, lo interrumpiera a voz en grito, insultara a troche y moche, y en particular a monseñor Léonard y, uniendo la acción a la palabra, le tirara agua a raudales por encima. No voy a describir con más detalle el asunto porque es demasiado desagradable para ello, pero incluso de episodios tan lamentables como éste se puede sacar alguna cosa positiva. La noticia está, por ejemplo, aquí.
Tengo sana envidia a Monseñor Léonard. En una situación donde bastante gente (y probablemente yo entre ellos) hubiera perdido la calma, él supo conservarla y, donde más de uno hubiera perdido la dignidad, él la consiguió mantener. No hay color entre el histerismo desesperado de esas locas, que no piensan más que en su propia libertad de expresión, y la actitud de monseñor Léonard. Para cualquier observador desapasionado, la cosa está clara, y me consta que bastante gente que no traga a monseñor Léonard (entre los católicos belgas no hay pocos de éstos) hoy lo ven con mayor simpatía... incluyendo buena parte del auditorio que tenía delante.
Dialécticamente, la irrupción de esos bichos no les hizo favor a su causa. El contrincante de monseñor Léonard en el debate era Guy Haarscher, un profesor universitario en las antípodas del catolicismo, que dijo lo siguiente: «Aunque sólo fuera agua, resultó muy violento, sobre todo al hacérselo un anciano. Pero él escurrió su ropa y afrontó la cosa con mucha calma, y eso le atrajo inmediatamente la simpatía de un auditorio que no le era muy favorable,como usted podrá imaginar. Bueno, pues se metió al auditorio en el bolsillo, de su parte (...) Hay un lado violento que no se debería permitir. Y el caso es que estoy totalmente de acuerdo con ellas en el fondo, y en total desacuerdo con Léonard sobre la homosexualidad. Pero, incluso estando en total desacuerdo con él, tiene derecho a expresar sus opiniones.»
Durante el ataque, monseñor Léonard estuvo rezando, y puede que estuviera meditando sobre el texto siguiente. Al menos, es el que a mí me ha venido a la cabeza.
"Al llegar a la otra orilla, a la región de los gadarenos, vinieron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros, y tan furiosos que nadie era capaz de pasar por aquel camino. Y se pusieron a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?» Había allí a cierta distancia una gran piara de puercos paciendo. Y le suplicaban los demonios: «Si nos echas, mándanos a la piara de puercos.» Él les dijo: «Id.» Saliendo ellos, se fueron a los puercos, y de pronto toda la piara se arrojó al mar precipicio abajo, y perecieron en las aguas. Los porqueros huyeron, y al llegar a la ciudad lo contaron todo y también lo de los endemoniados. Y he aquí que toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se retirase de su territorio." (Mt, 8, 28-34)
Cuando era niño, no podía comprender textos como éste, probablemente porque no concebía la presencia, ni siquiera la misma existencia, de personas endemoniadas que berrean. Hoy los vemos, más de lo que nos gustaría, y esas locas no son sino un ejemplo más de lo mismo. "¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios?" es básicamente el mismo aullido que le han lanzado a monseñor Léonard, a quien no es que se le impida expresar sus opiniones, es que su sola presencia ya resulta insoportable a estos demonios.
De paso, no es menos interesante la actitud de los habitantes de la ciudad, Gadara, que han visto a los endemoniados, también han visto al Hijo de Dios, y han decidido, al menos sin violencia, rogarle "que se retirase de su territorio". Ayer fue Gadara, hoy es Bruselas o cualquiera de nuestras ciudades de Occidente. Y primero es con ruegos, más adelante... más adelante ya veremos.
martes, 23 de abril de 2013
Escraches (II)
En el caso de Roma, y en pleno escrache, llegaron unos emisarios anunciando que los volscos, unos tipos con muy malas intenciones, se habían puesto en movimiento con la intención de entrar en Roma a saco paco. La plebe dijo que, con lo cabreados que estaban, se iba a alistar en el ejército su señora tía, con lo que los senadores comenzaron a tenerlos por corbata, porque los plebeyos ya les tenían bastante amargados, pero les daba la impresión de que los volscos ni siquiera se iban a parar a discutir antes de empezar la degollina.
Finalmente, los cónsules consiguieron engatusar a la plebe. Les dijeron algo así como que sería deshonroso ponerse a discutir de dinero y esas cosas mundanas cuando la Patria estaba en peligro, y que, de momento, iban a permitir alistarse a los que estuvieran en prisión por deudas, y que cuando les dieran p'al pelo a los volscos ya hablarían de lo suyo. Hoy, en España, me juego cualquier cosa a que los participantes en los escraches se iban a desencajar las mandíbulas de las carcajadas que les iban a entrar con semejantes argumentos, pero en la Roma de los albores del siglo V antes de Cristo eso de la Patria tenía mucho tirón y el argumento coló.
Los romanos derrotaron, tras sudar bastante, a los volscos, y a la vuelta de las hostilidades los senadores se hicieron los longuis y lo más que hicieron fue crear un cargo plebeyo, el tribuno de la plebe, algo parecido a lo que hoy sería el defensor del pueblo. También es verdad que, cuando un ejército de deudores se pone a combatir, pone mucho énfasis en la defensa de la Patria, porque, en aquellos tiempos, defender a la Patria con éxito podía significar un botín que p'a qué. Y con el botín ya daba para pagar deudas y librarse de la trena, con lo cual el problema se aplazó. Siguió saliendo a la luz periódicamente, pero siempre había unas cuantas guerras para resarcirse de las pérdidas y, cuando Roma ya no era simplemente una ciudad-estado, sino un señor imperio, ya había recursos para repartir a los más menesterosos.
En España, lo de las guerras de expansión, que fue la solución que los romanos dieron al problema de las deudas, no parece próximo, por lo que habrá que buscar otra solución. Los volscos no parece que nos vayan a invadir para que nos olvidemos de nuestras rencillas y hagamos frente al enemigo común. Además, en el caso español, esas soluciones son un parche. La última vez que los "volscos" nos invadieron fue en 1808, y a eso siguieron no menos de seis guerras civiles, que son nuestra especialidad.
¿Y la dación en pago? Pues no sé. En Roma, después de los sucesos relatados, la esclavitud y la prisión por deudas no fueron abolidas hasta muchísimo después, y además acompañadas con una ley contra la usura y una fijación de los tipos de interés por parte del Estado, a capón, nada de Euribor ni mariconadas, pero eso tardó casi doscientos años en llegar, y no sé yo si en España estamos para esperar tanto.
Así que, entretanto, la solución son los escraches. No he estado en ninguno de ellos, pero estoy seguro de que son mucho más deslavazados que los escraches a la romana. Así que menos quejarse, que peor lo pasaban los senadores del 494 a.C., y no digamos los miembros del Reichstag en 1933. Aquello sí que era acoso, no como lo de estas nenas, que se quejan por nada.
Finalmente, los cónsules consiguieron engatusar a la plebe. Les dijeron algo así como que sería deshonroso ponerse a discutir de dinero y esas cosas mundanas cuando la Patria estaba en peligro, y que, de momento, iban a permitir alistarse a los que estuvieran en prisión por deudas, y que cuando les dieran p'al pelo a los volscos ya hablarían de lo suyo. Hoy, en España, me juego cualquier cosa a que los participantes en los escraches se iban a desencajar las mandíbulas de las carcajadas que les iban a entrar con semejantes argumentos, pero en la Roma de los albores del siglo V antes de Cristo eso de la Patria tenía mucho tirón y el argumento coló.
Los romanos derrotaron, tras sudar bastante, a los volscos, y a la vuelta de las hostilidades los senadores se hicieron los longuis y lo más que hicieron fue crear un cargo plebeyo, el tribuno de la plebe, algo parecido a lo que hoy sería el defensor del pueblo. También es verdad que, cuando un ejército de deudores se pone a combatir, pone mucho énfasis en la defensa de la Patria, porque, en aquellos tiempos, defender a la Patria con éxito podía significar un botín que p'a qué. Y con el botín ya daba para pagar deudas y librarse de la trena, con lo cual el problema se aplazó. Siguió saliendo a la luz periódicamente, pero siempre había unas cuantas guerras para resarcirse de las pérdidas y, cuando Roma ya no era simplemente una ciudad-estado, sino un señor imperio, ya había recursos para repartir a los más menesterosos.
En España, lo de las guerras de expansión, que fue la solución que los romanos dieron al problema de las deudas, no parece próximo, por lo que habrá que buscar otra solución. Los volscos no parece que nos vayan a invadir para que nos olvidemos de nuestras rencillas y hagamos frente al enemigo común. Además, en el caso español, esas soluciones son un parche. La última vez que los "volscos" nos invadieron fue en 1808, y a eso siguieron no menos de seis guerras civiles, que son nuestra especialidad.
¿Y la dación en pago? Pues no sé. En Roma, después de los sucesos relatados, la esclavitud y la prisión por deudas no fueron abolidas hasta muchísimo después, y además acompañadas con una ley contra la usura y una fijación de los tipos de interés por parte del Estado, a capón, nada de Euribor ni mariconadas, pero eso tardó casi doscientos años en llegar, y no sé yo si en España estamos para esperar tanto.
Así que, entretanto, la solución son los escraches. No he estado en ninguno de ellos, pero estoy seguro de que son mucho más deslavazados que los escraches a la romana. Así que menos quejarse, que peor lo pasaban los senadores del 494 a.C., y no digamos los miembros del Reichstag en 1933. Aquello sí que era acoso, no como lo de estas nenas, que se quejan por nada.
lunes, 22 de abril de 2013
Escraches
Otra de las ventajas de estar en Bruselas, en lugar de en Moscú, es que no hay diferencia horaria con España y uno puede estar más al día de lo que se cuece por allí. Y, al parecer, lo que se cuece por allí es un fenómeno llamado "escrache", palabra que yo jamás antes había oído, y que, al parecer, consiste en montar bulla delante del domicilio particular de un diputado para que vote lo que prefieren los bullangueros.
Los diputados afectados, que al parecer son todos del mismo partido, incluso allí donde no gobiernan, se quejan de que les están amargando la vida privada y que a ellos les han votado y sanseacabó. Que los del "escrache" se esperen a las próximas elecciones y se dejen de protestas donde no deben.
Leyendo y oyendo estas cosas, a uno se le vienen a la cabeza los sucesos que ocurrieron en Roma el otro día. Bueno, el otro día, lo que se dice el otro día, no es. En realidad, esto pasó el año 494 antes de Cristo, pero viene al caso bastante. En aquel tiempo, hacía pocos años que una conspiración, muy probablemente pepera, había eliminado la Monarquía y expulsado a Tarquinio el Soberbio, rey de Roma, al que obligaron a asomarse por la puerta. El poder fue asumido por el parlamento de entonces, allí llamado Senado, dominado por los banqueros y ricos de entonces, allí llamados patricios.
En los siguientes años, los patricios hicieron un negocio redondo. Los pueblos vecinos a Roma, básicamente los sabinos, se pusieron a guerrear contra ellos y, como el servicio militar era obligatorio en Roma, los plebeyos (y los patricios, vale) tuvieron que alistarse y dejar sus campos sin atención. Entre eso, y que los sabinos no se cortaban un duro en arrasar campos ajenos, los plebeyos, para poder cumplir con la mili y dar de comer a sus familias, tuvieron que pedir prestado a quienes tenían posibles, que, claro, eran los patricios.
Cuando los sabinos te arrasan los campos que, de todas formas, están sin cuidado alguno porque tú estás haciendo la mili, es muy probable que lo tengas chungo para devolver los préstamos. Y, entonces como ahora, cuando alguien no pagaba una deuda, llegaba el desahucio, y podías seguir debiendo dinero. Hay que decir que, en Roma, después del desahucio y ya con el deudor entre rejas, el acreedor podía ponerle un cepo al deudor y pasearlo por las calles de Roma por si algún pariente lo veía, le daba penita pena y decidía pagar él la deuda; si tampoco había forma, se torturaba al deudor, para que realmente pagara. Y, si pasaban tres meses, y ni pum, el acreedor podía vender al deudor como esclavo y ahí ya se acababa la historia... para el acreedor, claro. Para el deudor también, porque dejaba de ser persona "sui iuris" y pasaba a ser una cosa.
Ese año de 494 antes de Cristo, y según cuenta Tito Livio, que es la fuente principal para estos años, la plebe andaba alborotadilla con la situación que se estaba montando. Tan alborotadilla, que pasó lo siguiente, dejando la palabra a Tito Livio, que lo contará mejor que yo:
¡Un escrache! ¡No lo hemos inventado nosotros! En lugar de la Policía Nacional, allí los que contuvieron a las masas eran los cónsules, esos Publio Servilio y Apio Claudio de que habla el texto.
Cuando uno oye, mayormente por la radio, a los detractores de la dación en pago, el argumento en contra que se suele esgrimir es que entonces los tipos de interés subirían bastante. Ése es el argumento racional. También está el otro argumento, según el cual hay hipotecados, todos ellos votantes del partido al que pertenecen los diputados acosados, que dejan de comer antes de retrasarse en el pago de la hipoteca.
Uno, al oír estos argumentos, no puede menos que trasladarse mentalmente al Senado romano del siglo V antes de Cristo e imaginarse las discusiones que tendría allí el patriciado: "¡No podemos eliminar la esclavitud por deudas! Si así lo hiciéramos, los intereses que tendrían que aplicarse serían muy superiores y nadie tomaría prestado. Hace falta conservar la garantía personal."
Sin embargo, en el suceso que estoy relatando, los senadores no estaba aún para discutir nada, porque la mayoría estaban en su casa por si los mamporros. De momento, lo dejamos aquí, porque es tarde, y en la próxima entrada seguimos con los escraches a la romana y lo que sucedió a continuación. Bueno, el que quiera saberlo de primera mano, siempre puede leer a Tito Livio.
Los diputados afectados, que al parecer son todos del mismo partido, incluso allí donde no gobiernan, se quejan de que les están amargando la vida privada y que a ellos les han votado y sanseacabó. Que los del "escrache" se esperen a las próximas elecciones y se dejen de protestas donde no deben.
Leyendo y oyendo estas cosas, a uno se le vienen a la cabeza los sucesos que ocurrieron en Roma el otro día. Bueno, el otro día, lo que se dice el otro día, no es. En realidad, esto pasó el año 494 antes de Cristo, pero viene al caso bastante. En aquel tiempo, hacía pocos años que una conspiración, muy probablemente pepera, había eliminado la Monarquía y expulsado a Tarquinio el Soberbio, rey de Roma, al que obligaron a asomarse por la puerta. El poder fue asumido por el parlamento de entonces, allí llamado Senado, dominado por los banqueros y ricos de entonces, allí llamados patricios.
En los siguientes años, los patricios hicieron un negocio redondo. Los pueblos vecinos a Roma, básicamente los sabinos, se pusieron a guerrear contra ellos y, como el servicio militar era obligatorio en Roma, los plebeyos (y los patricios, vale) tuvieron que alistarse y dejar sus campos sin atención. Entre eso, y que los sabinos no se cortaban un duro en arrasar campos ajenos, los plebeyos, para poder cumplir con la mili y dar de comer a sus familias, tuvieron que pedir prestado a quienes tenían posibles, que, claro, eran los patricios.
Cuando los sabinos te arrasan los campos que, de todas formas, están sin cuidado alguno porque tú estás haciendo la mili, es muy probable que lo tengas chungo para devolver los préstamos. Y, entonces como ahora, cuando alguien no pagaba una deuda, llegaba el desahucio, y podías seguir debiendo dinero. Hay que decir que, en Roma, después del desahucio y ya con el deudor entre rejas, el acreedor podía ponerle un cepo al deudor y pasearlo por las calles de Roma por si algún pariente lo veía, le daba penita pena y decidía pagar él la deuda; si tampoco había forma, se torturaba al deudor, para que realmente pagara. Y, si pasaban tres meses, y ni pum, el acreedor podía vender al deudor como esclavo y ahí ya se acababa la historia... para el acreedor, claro. Para el deudor también, porque dejaba de ser persona "sui iuris" y pasaba a ser una cosa.
Ese año de 494 antes de Cristo, y según cuenta Tito Livio, que es la fuente principal para estos años, la plebe andaba alborotadilla con la situación que se estaba montando. Tan alborotadilla, que pasó lo siguiente, dejando la palabra a Tito Livio, que lo contará mejor que yo:
La agitación no se circunscribe al foro, sino que se extiende en todas direcciones por la ciudad entera. Los deudores, cubiertos o no de cadenas, se lanzan a la calle por todas partes pidiendo protección a los ciudadanos. No hay rincón donde no se encuentre un voluntario para unirse a la revuelta. Por todas partes numerosos grupos vociferantes corren por todas las calles en dirección al foro. Los senadores que incidentalmente se encontraban en el foro corrieron un grave peligro al caer en medio de aquella multitud y, sin duda, hubieran sido objeto de agresión física, de no ser por la pronta intervención de los cónsules Publio Servilio y Apio Claudio en orden a reprimir la revuelta. La multitud, vuelta hacia ellos, exhibía sus cadenas y todas sus miserias: decían que esto era lo que habían ganado, renegando de las campañas militares en que habían tomado parte, unos, en un sitio y, otros, en otro; pedían, en tono más de amenaza que de ruego, que convocasen al senado. Rodean la curia con la intención de ser ellos los árbitros, los moderadores de las deliberaciones públicas. Los cónsules reunieron a los senadores que pudieron encontrar, un numero muy reducido; a los demás, el miedo los mantenía alejados no ya de la curia, sino incluso del foro, y no podía hacer nada el senado por falta de asistencia.
¡Un escrache! ¡No lo hemos inventado nosotros! En lugar de la Policía Nacional, allí los que contuvieron a las masas eran los cónsules, esos Publio Servilio y Apio Claudio de que habla el texto.
Cuando uno oye, mayormente por la radio, a los detractores de la dación en pago, el argumento en contra que se suele esgrimir es que entonces los tipos de interés subirían bastante. Ése es el argumento racional. También está el otro argumento, según el cual hay hipotecados, todos ellos votantes del partido al que pertenecen los diputados acosados, que dejan de comer antes de retrasarse en el pago de la hipoteca.
Uno, al oír estos argumentos, no puede menos que trasladarse mentalmente al Senado romano del siglo V antes de Cristo e imaginarse las discusiones que tendría allí el patriciado: "¡No podemos eliminar la esclavitud por deudas! Si así lo hiciéramos, los intereses que tendrían que aplicarse serían muy superiores y nadie tomaría prestado. Hace falta conservar la garantía personal."
Sin embargo, en el suceso que estoy relatando, los senadores no estaba aún para discutir nada, porque la mayoría estaban en su casa por si los mamporros. De momento, lo dejamos aquí, porque es tarde, y en la próxima entrada seguimos con los escraches a la romana y lo que sucedió a continuación. Bueno, el que quiera saberlo de primera mano, siempre puede leer a Tito Livio.
jueves, 18 de abril de 2013
Política local
Una de las ventajas de no tener un par de horas de diferencia horaria con España es que, gracias a las nuevas tecnologías, uno puede estar bastante al día de lo que sucede por allí. La desventaja paralela es que el tiempo que se dedica a enterarse de lo que sucede por la patria, que no está mal empleado, no se emplea en enterarse de lo que sucede en el lugar donde uno vive y se gana los garbanzos.
En Rusia eso no pasa. Rusia es un país gordo y original que sale en los medios de todo el mundo. Uno pensaría que Bruselas, sede de un porrón de instituciones, también sale a diario en los medios de comunicación de todo el mundo, y por eso debe ser aún más sencillo que Moscú enterarse de lo que sucede por aquí, y eso, ciertamente, parece verdad, pero desde luego no es toda la verdad.
Me di cuenta de ello hace un par de semanas, cuando estaba en Valencia en una de esas fugaces apariciones que desde Bruselas son posibles y desde Moscú eran un palizón apenas soportable. Iba yo, con mi bicicleta, de casa de Kúkoch, a quien había ido a visitar, a la mía propia, cuando vi a pocos metros a Daniel Ortega. No, no es su verdadero nombre. La política de anonimato de esta bitácora no cambia con la localización de su autor.
- ¡Ortegaaaa! - le grité, mientras frenaba la bicicleta a su lado.
Ortega no es un prodigio de efusividad. Ortega es una personalidad difícil de describir, llena de fobias, vacía de filias y psicológicamente una mezcla de Harry el Sucio y de Ban-Ki-Moon, sin saber cuándo te toca cuál. Está enteradísimo de los datos de la política internacional y seguro que ha leído, y memorizado, cualquier cosa que haya salido publicada en la prensa española, pero no llega más allá de sabérselo de memoria. Es parroquiano de todos los garitos del barrio, pero a la vez no lo es de ninguno, y deambula de uno a otro, o más allá, sin que nadie sepa si va o viene.
- Hola - dijo Ortega.
- ¿Qué tal? ¿Cómo estás? - hacía tiempo que no lo veía, le conozco desde los trece años de ambos y, con todo lo rarito que es, siempre lo he apreciado mucho.
- Bien. De vacaciones. El lunes, a trabajar.
Ojalá fuera verdad. Pero no lo es. Creo que todos sus (más bien pocos) amigos lo sabemos, y hacemos como que le creemos cuando nos lo dice.
- Bien, bie...
- ¿Y tú? - las preguntas de Ortega siempre son cortantes y a veces, muchas veces, no te deja ni terminar lo que estás diciendo.
- Bie...
- ¡Menuda la que está montando Putin en Rusia!
- ¿Putin?
- Sí, ¿no hay manifestaciones todos los días? La oposición está en auge.
- Bueno, no hay para tanto. Oye...
- ¿Qué quieres?
- Ortega, que ya no vivo en Rusia.
- ¿Ya no? ¿Y dónde vives?
- Vivo en Bélgica.
- Ah, ahí estuvisteis 589 días sin gobierno.
- Sí, pero eso ya pasó.
- Y ahora está allí Elio di Rupo.
- ¿Quién?
- Elio di Rupo.
- Ah...
- Bueno, me voy. Adiós.
- Adiós, Ortega.
Ortega es así de brusco. Pero me dejó mosqueado. Sólo entonces caí en la cuenta de que no tenía ni idea de quién era el primer ministro del país en que vivo, cosa que no me había pasado nunca hasta entonces, ni en España (aunque los primeros ministros que hemos estado teniendo casi es mejor que los olvidemos cuanto antes), ni en Rusia (¡hasta de Kirienko me acuerdo!), ni en Alemania (siempre fue Helmut Kohl mientras estuve allí, pero también me acuerdo de los demás).
Supongo que para un país no es mala cosa que su primer ministro pase desapercibido. Pero esta situación también puede deberse a que, en realidad, lo que pinta en Bélgica el primer ministro es más bien poco. Casi todas las competencias están en manos de las tres regiones territoriales y de las tres comunidades lingüísticas, y el gobierno central es un ente que, puesto que ha estado en funciones bastante más de año y medio, y aquí no ha pasado nada, quizá no sea tan importante como podría pensarse.
Ahora bien, reconozco que tampoco sé quién es el presidente de la región de Bruselas, en cuyo mismísimo centro resido, ni el alcalde de mi comuna, y eso quizá se vaya haciendo preocupante. Voy a ver si me pongo con ello.
De momento, he estado viendo de que pie cojea ese Elio di Rupo y, por lo que se sabe de él, el día menos pensado me lo encuentro en la lavandería, por haberle dicho alguien que iba un tipo bien parecido con una mochila rosa, y a él le gustan mucho las mochilas rosa. Ay, Señor...
En Rusia eso no pasa. Rusia es un país gordo y original que sale en los medios de todo el mundo. Uno pensaría que Bruselas, sede de un porrón de instituciones, también sale a diario en los medios de comunicación de todo el mundo, y por eso debe ser aún más sencillo que Moscú enterarse de lo que sucede por aquí, y eso, ciertamente, parece verdad, pero desde luego no es toda la verdad.
Me di cuenta de ello hace un par de semanas, cuando estaba en Valencia en una de esas fugaces apariciones que desde Bruselas son posibles y desde Moscú eran un palizón apenas soportable. Iba yo, con mi bicicleta, de casa de Kúkoch, a quien había ido a visitar, a la mía propia, cuando vi a pocos metros a Daniel Ortega. No, no es su verdadero nombre. La política de anonimato de esta bitácora no cambia con la localización de su autor.
- ¡Ortegaaaa! - le grité, mientras frenaba la bicicleta a su lado.
Ortega no es un prodigio de efusividad. Ortega es una personalidad difícil de describir, llena de fobias, vacía de filias y psicológicamente una mezcla de Harry el Sucio y de Ban-Ki-Moon, sin saber cuándo te toca cuál. Está enteradísimo de los datos de la política internacional y seguro que ha leído, y memorizado, cualquier cosa que haya salido publicada en la prensa española, pero no llega más allá de sabérselo de memoria. Es parroquiano de todos los garitos del barrio, pero a la vez no lo es de ninguno, y deambula de uno a otro, o más allá, sin que nadie sepa si va o viene.
- Hola - dijo Ortega.
- ¿Qué tal? ¿Cómo estás? - hacía tiempo que no lo veía, le conozco desde los trece años de ambos y, con todo lo rarito que es, siempre lo he apreciado mucho.
- Bien. De vacaciones. El lunes, a trabajar.
Ojalá fuera verdad. Pero no lo es. Creo que todos sus (más bien pocos) amigos lo sabemos, y hacemos como que le creemos cuando nos lo dice.
- Bien, bie...
- ¿Y tú? - las preguntas de Ortega siempre son cortantes y a veces, muchas veces, no te deja ni terminar lo que estás diciendo.
- Bie...
- ¡Menuda la que está montando Putin en Rusia!
- ¿Putin?
- Sí, ¿no hay manifestaciones todos los días? La oposición está en auge.
- Bueno, no hay para tanto. Oye...
- ¿Qué quieres?
- Ortega, que ya no vivo en Rusia.
- ¿Ya no? ¿Y dónde vives?
- Vivo en Bélgica.
- Ah, ahí estuvisteis 589 días sin gobierno.
- Sí, pero eso ya pasó.
- Y ahora está allí Elio di Rupo.
- ¿Quién?
- Elio di Rupo.
- Ah...
- Bueno, me voy. Adiós.
- Adiós, Ortega.
Ortega es así de brusco. Pero me dejó mosqueado. Sólo entonces caí en la cuenta de que no tenía ni idea de quién era el primer ministro del país en que vivo, cosa que no me había pasado nunca hasta entonces, ni en España (aunque los primeros ministros que hemos estado teniendo casi es mejor que los olvidemos cuanto antes), ni en Rusia (¡hasta de Kirienko me acuerdo!), ni en Alemania (siempre fue Helmut Kohl mientras estuve allí, pero también me acuerdo de los demás).
Supongo que para un país no es mala cosa que su primer ministro pase desapercibido. Pero esta situación también puede deberse a que, en realidad, lo que pinta en Bélgica el primer ministro es más bien poco. Casi todas las competencias están en manos de las tres regiones territoriales y de las tres comunidades lingüísticas, y el gobierno central es un ente que, puesto que ha estado en funciones bastante más de año y medio, y aquí no ha pasado nada, quizá no sea tan importante como podría pensarse.
Ahora bien, reconozco que tampoco sé quién es el presidente de la región de Bruselas, en cuyo mismísimo centro resido, ni el alcalde de mi comuna, y eso quizá se vaya haciendo preocupante. Voy a ver si me pongo con ello.
De momento, he estado viendo de que pie cojea ese Elio di Rupo y, por lo que se sabe de él, el día menos pensado me lo encuentro en la lavandería, por haberle dicho alguien que iba un tipo bien parecido con una mochila rosa, y a él le gustan mucho las mochilas rosa. Ay, Señor...
martes, 16 de abril de 2013
Viaje con nosotros
Una de las cosas realmente interesantes de Bruselas consiste en lo sencillo que resulta viajar. Cuando estaba en Moscú, mucha gente que había vivido en Bruselas me decía que no tenía nada que ver una ciudad con la otra, y que, al estar en el centro de Europa, en cuestión de poquísimo tiempo uno podía visitar, incluso en un fin de semana, sitios como Londres, Amsterdam, casi toda Francia o Alemania, y eso en coche. Si además consideramos las líneas aéreas de bajo coste que hay tanto en Zaventem como en Charleroi, las posibilidades de conocer mundo son prácticamente inabarcables para una sola persona, no como en Moscú, donde las líneas de bajo coste se lo están pensando mucho, y no las critico.
Sin embargo, todas estas personas que tanto encomiaban las posibilidades de conocer mundo que presenta Bruselas, sin duda con buena intención, se quedaban cortas. Cortísimas.
Una vez llegado y establecido aquí, basta instalarse un poco sobre el terreno para darse cuenta de que, no ya un avión, ni siquiera hace falta un coche para conocer mundo: es suficiente con una bicicleta, y hasta eso es superfluo, para viajar sin trabas y para cambiar, no de país, sino hasta de continente.
¿Que no? Ya lo creo que sí. El primer fin de semana que pasé por aquí, sin ir más lejos, y en una situación de escasez de ropa agravada por la pérdida de una de mis maletas, he aquí que decidí caminar hasta un hipermercado para comprar algunas cosas necesarias para mi instalación. El hipermercado era un Carrefour situado en Sainte Agathe, y la verdad es que desde el centro me costó hora y pico llegar hasta él, pero ¡qué experiencia!
Sobre el plano, nada extraordinario. Crucé el centro de Bruselas, atravesé el canal y...
De repente, tuve una experiencia increíble de teletransporte. En Bruselas existen sitios donde uno puede viajar en el espacio a distancias considerables sin tener la impresión de haber dejado de caminar normalmente. Es un suceso paranormal que me parece que Iker Jiménez no ha estudiado todavía.
Al atravesar el canal, me encontré en el norte de África. No había nadie de raza blanca en todo lo que abarcaba la mirada. Todas las tiendas tenían los rótulos en árabe, la gente hablaba árabe, todas las mujeres iban con la cabeza cubierta por un pañuelo (y el resto del cuerpo por un vestido que les hacía parecer una campana oxidadilla, más que una persona), y los hombres vestían un gorrito y túnicas largas e iban mal afeitados. Las tiendas de ropa vendían ropa sarracena chillona, y ésa era la prueba de que había dejado Europa, porque vaya mal gusto para vestir, tú. Los únicos europeos que podrían ponerse eso tan cantoso son algunos holandeses.
Aturdido por el cambio de continente, seguí avanzando por pura inercia sin saber qué hacer para salir del embrollo espacial, y quién sabe si también espaciotemporal, en el que me había metido. Por fortuna, además de en árabe, la mayoría de los letreros estaba también en francés, que parece que es una lengua que entienden en el norte de África, con lo cual contaba con orientarme hasta el aeropuerto y tomar un avión que me devolviera a Bruselas. Lo malo era si, además, estaba en un siglo diferente al mío y ni siquiera había aviones. Porque, ciertamente, todo a mi alrededor parecía bastante cutrillo. Es posible que hubiera retrocedido unos cuantos decenios. Pasé por una tienda de ordenadores, según el letrero, pero lo único que había dentro era un trasto de la época del catapum, y fuera había un tipo moreno, con una amplia camiseta que le llegaba poco menos que por las rodillas, calvo y seboso, fumando reposadamente. Es posible, pensé, al ver aquel ordenador tan viejo, que estuviese en los primeros noventa. Al menos, así iba a encontrar aviones, pero ¿a dónde iba yo? En Bruselas no iba a tener trabajo hasta dentro de veinte años. Igual me pedían pasaporte y visado para entrar.
Caminaba yo con estos pensamientos, y pensaba si no sería mejor ir a Alemania a estudiar, como en mis primeros noventa, suponiendo que en aquella dimensión paranormal y paralela Alemania Occidental existiera y no hubiera sido absorbida por los comunistas. Entonces vi, muy sorprendido, que me rodeaban casitas unifamiliares, con jardín y todo, y que ya no parecía estar en África, sino que quizá hubiera vuelto a Europa. Empecé a ver gentes de raza blanca, no todos, vale, pero sí bastantes. Y, más adelante, vi un reloj y la fecha era la del día en que me había levantado por la mañana, no la de algún lunes de 1991. Los letreros ya no estaban en árabe, sino en francés y flamenco, y todo parecía haber vuelto a la normalidad. Y, un poco más adelante, incluso vi el Carrefour que iba buscando.
Pues eso. Que Bruselas es un lugar ideal para viajar, y que los que me la encomiaban tenían mucha razón, más incluso de la que ellos mismos creían.
Cuando volví del Carrefour, por si acaso, en lugar de ir andando por donde había venido, tomé el tren.
Es que viajar a África a pie es muy cansado.
Sin embargo, todas estas personas que tanto encomiaban las posibilidades de conocer mundo que presenta Bruselas, sin duda con buena intención, se quedaban cortas. Cortísimas.
Una vez llegado y establecido aquí, basta instalarse un poco sobre el terreno para darse cuenta de que, no ya un avión, ni siquiera hace falta un coche para conocer mundo: es suficiente con una bicicleta, y hasta eso es superfluo, para viajar sin trabas y para cambiar, no de país, sino hasta de continente.
¿Que no? Ya lo creo que sí. El primer fin de semana que pasé por aquí, sin ir más lejos, y en una situación de escasez de ropa agravada por la pérdida de una de mis maletas, he aquí que decidí caminar hasta un hipermercado para comprar algunas cosas necesarias para mi instalación. El hipermercado era un Carrefour situado en Sainte Agathe, y la verdad es que desde el centro me costó hora y pico llegar hasta él, pero ¡qué experiencia!
Sobre el plano, nada extraordinario. Crucé el centro de Bruselas, atravesé el canal y...
De repente, tuve una experiencia increíble de teletransporte. En Bruselas existen sitios donde uno puede viajar en el espacio a distancias considerables sin tener la impresión de haber dejado de caminar normalmente. Es un suceso paranormal que me parece que Iker Jiménez no ha estudiado todavía.
Al atravesar el canal, me encontré en el norte de África. No había nadie de raza blanca en todo lo que abarcaba la mirada. Todas las tiendas tenían los rótulos en árabe, la gente hablaba árabe, todas las mujeres iban con la cabeza cubierta por un pañuelo (y el resto del cuerpo por un vestido que les hacía parecer una campana oxidadilla, más que una persona), y los hombres vestían un gorrito y túnicas largas e iban mal afeitados. Las tiendas de ropa vendían ropa sarracena chillona, y ésa era la prueba de que había dejado Europa, porque vaya mal gusto para vestir, tú. Los únicos europeos que podrían ponerse eso tan cantoso son algunos holandeses.
Aturdido por el cambio de continente, seguí avanzando por pura inercia sin saber qué hacer para salir del embrollo espacial, y quién sabe si también espaciotemporal, en el que me había metido. Por fortuna, además de en árabe, la mayoría de los letreros estaba también en francés, que parece que es una lengua que entienden en el norte de África, con lo cual contaba con orientarme hasta el aeropuerto y tomar un avión que me devolviera a Bruselas. Lo malo era si, además, estaba en un siglo diferente al mío y ni siquiera había aviones. Porque, ciertamente, todo a mi alrededor parecía bastante cutrillo. Es posible que hubiera retrocedido unos cuantos decenios. Pasé por una tienda de ordenadores, según el letrero, pero lo único que había dentro era un trasto de la época del catapum, y fuera había un tipo moreno, con una amplia camiseta que le llegaba poco menos que por las rodillas, calvo y seboso, fumando reposadamente. Es posible, pensé, al ver aquel ordenador tan viejo, que estuviese en los primeros noventa. Al menos, así iba a encontrar aviones, pero ¿a dónde iba yo? En Bruselas no iba a tener trabajo hasta dentro de veinte años. Igual me pedían pasaporte y visado para entrar.
Caminaba yo con estos pensamientos, y pensaba si no sería mejor ir a Alemania a estudiar, como en mis primeros noventa, suponiendo que en aquella dimensión paranormal y paralela Alemania Occidental existiera y no hubiera sido absorbida por los comunistas. Entonces vi, muy sorprendido, que me rodeaban casitas unifamiliares, con jardín y todo, y que ya no parecía estar en África, sino que quizá hubiera vuelto a Europa. Empecé a ver gentes de raza blanca, no todos, vale, pero sí bastantes. Y, más adelante, vi un reloj y la fecha era la del día en que me había levantado por la mañana, no la de algún lunes de 1991. Los letreros ya no estaban en árabe, sino en francés y flamenco, y todo parecía haber vuelto a la normalidad. Y, un poco más adelante, incluso vi el Carrefour que iba buscando.
Pues eso. Que Bruselas es un lugar ideal para viajar, y que los que me la encomiaban tenían mucha razón, más incluso de la que ellos mismos creían.
Cuando volví del Carrefour, por si acaso, en lugar de ir andando por donde había venido, tomé el tren.
Es que viajar a África a pie es muy cansado.
domingo, 14 de abril de 2013
Aduaneros belgas (y II)
Finalmente, me tocó a mí ir a Moscú con un montón de cosas susceptibles de ser desgravadas y de ganarme un piquillo (bien poca cosa, pero menos es nada) aprovechando que, al menos hasta septiembre, sigo siendo residente técnico en Rusia. Así que me planté en Zaventem y, antes de facturar, le eché un vistazo a la garita de la devolución del IVA.
El mismo, jo, el mismo. El patilludo, inmenso y desagradable aduanero de la otra vez. Mister Showme.
Como ya vi claro que lo de facturar iba a ser que no, decidí pasar el trago antes que nada. Pasé al despacho y le hice señas al tipo aquél, que seguía con su pose de "esto no va conmigo".
- What do you want?
Y dale. Entonces me dije que íbamos a ver qué salía del asunto, recordé mis lecciones oxidadísimas de holandés y dije algo así como:
- Ik ga naar Moscow. Ik wel de declaratië... - e hice un signo con el puño haciendo ver que quería un sello en la declaración.
El tipo me miró con cara de mala leche. No tenía otra, el pobre. Entonces soltó una parrafada brutal de la que no entendí ni jota. Le miré con cara de circunstancias y le dije:
- Ik heb niet verstanden. Flaamse is een heel moelijk taal.
Vamos, que no había entendido nada y que el flamenco es difícil de narices. Eso, con acentazo español (todo menos alemán, porfa, pero ésa es otra historia) y faltas a porrillo.
- Mmmm... - dijo el aduanero patilludo, rascándose la barbilla.
- Mmmm... - respondí yo, esta vez en perfecto flamenco.
- Where are you going?
- To Moscow.
- Show me that you live there.
Ya empezábamos con el "show me". Le saqué el pasaporte.
- I need a Russian document! I need a Russian document! Show me that you live there. Do you have a driving licence?
- I don't need a Russian driving licence.
- Show me!
Jolines con el tiparraco. Le saqué la "kartochka" de acreditación, pero yo creo que con la tarjeta del supermercado o el pase del metro quizá hubiera colado también. Luego me dijo que muchos rusos pasaban por allí con esa tarjeta. Mentira cochina. Los rusos pasan con el pasaporte ruso, y esa tarjeta sólo se dan a los guiris, y ni mucho menos a todos. Pero no era cuestión de discutir, claro.
- Ah! That is better!
Y leyó... no leyó nada, claro, pero vio unas cifras, que era lo único que podía entender.
- Ah... 2015. Correct.
- Heel goed! - respondí aliviado.
El tipo se me quedó mirando con aprobación. Doy mi palabra de que incluso sonrió.
- Where did you learn flemish?
- Ik heb geen flemish gelernt. Het is de problem.
Vamos, que yo, lo único que me acercaba al flamenco, era la buena voluntad de expresarme en él, aunque fuera para destrozarlo.
- Ah... show me the items...
- They are in this bag - dije, señalando mi mochila.
- The pink one? - preguntó con extrañeza.
Hala. Otro que se mete con mi mochila rosa. Qué les habrá hecho.
- Yes, the pink one.
- Show me.
Comencé a sacar cosas, pero a la tercera se cansó y ya me lo selló todo, con lo cual, se demuestra que a cualquier cretino le puedes sacar una sonrisa (habría que probar con los estonios, cretinos o no, que no tengo claro que sepan sonreír).
Y, lo que es más importante, se demuestra que sí, que atreverse con las lenguas minoritarias es sumamente beneficioso.
El mismo, jo, el mismo. El patilludo, inmenso y desagradable aduanero de la otra vez. Mister Showme.
Como ya vi claro que lo de facturar iba a ser que no, decidí pasar el trago antes que nada. Pasé al despacho y le hice señas al tipo aquél, que seguía con su pose de "esto no va conmigo".
- What do you want?
Y dale. Entonces me dije que íbamos a ver qué salía del asunto, recordé mis lecciones oxidadísimas de holandés y dije algo así como:
- Ik ga naar Moscow. Ik wel de declaratië... - e hice un signo con el puño haciendo ver que quería un sello en la declaración.
El tipo me miró con cara de mala leche. No tenía otra, el pobre. Entonces soltó una parrafada brutal de la que no entendí ni jota. Le miré con cara de circunstancias y le dije:
- Ik heb niet verstanden. Flaamse is een heel moelijk taal.
Vamos, que no había entendido nada y que el flamenco es difícil de narices. Eso, con acentazo español (todo menos alemán, porfa, pero ésa es otra historia) y faltas a porrillo.
- Mmmm... - dijo el aduanero patilludo, rascándose la barbilla.
- Mmmm... - respondí yo, esta vez en perfecto flamenco.
- Where are you going?
- To Moscow.
- Show me that you live there.
Ya empezábamos con el "show me". Le saqué el pasaporte.
- I need a Russian document! I need a Russian document! Show me that you live there. Do you have a driving licence?
- I don't need a Russian driving licence.
- Show me!
Jolines con el tiparraco. Le saqué la "kartochka" de acreditación, pero yo creo que con la tarjeta del supermercado o el pase del metro quizá hubiera colado también. Luego me dijo que muchos rusos pasaban por allí con esa tarjeta. Mentira cochina. Los rusos pasan con el pasaporte ruso, y esa tarjeta sólo se dan a los guiris, y ni mucho menos a todos. Pero no era cuestión de discutir, claro.
- Ah! That is better!
Y leyó... no leyó nada, claro, pero vio unas cifras, que era lo único que podía entender.
- Ah... 2015. Correct.
- Heel goed! - respondí aliviado.
El tipo se me quedó mirando con aprobación. Doy mi palabra de que incluso sonrió.
- Where did you learn flemish?
- Ik heb geen flemish gelernt. Het is de problem.
Vamos, que yo, lo único que me acercaba al flamenco, era la buena voluntad de expresarme en él, aunque fuera para destrozarlo.
- Ah... show me the items...
- They are in this bag - dije, señalando mi mochila.
- The pink one? - preguntó con extrañeza.
Hala. Otro que se mete con mi mochila rosa. Qué les habrá hecho.
- Yes, the pink one.
- Show me.
Comencé a sacar cosas, pero a la tercera se cansó y ya me lo selló todo, con lo cual, se demuestra que a cualquier cretino le puedes sacar una sonrisa (habría que probar con los estonios, cretinos o no, que no tengo claro que sepan sonreír).
Y, lo que es más importante, se demuestra que sí, que atreverse con las lenguas minoritarias es sumamente beneficioso.
miércoles, 10 de abril de 2013
Al-Babel
Basta con escribir sobre el asunto, y he aquí que al día siguiente me encuentro con noticias como ésta. Sí, vale, fue publicada hace unas semanas, pero yo me la he encontrado ahora.
En Bruselas se hablan 120 lenguas, y en la tabla adjunta aparecen las ocho más habladas, pero lo más llamativo del asunto es que el árabe se coloca cuarto, nada menos, superando al español. Con todo el margen de error que puede haber en una muestra de 2500 elementos, que alguno habrá, la cosa es por lo menos curiosa, aunque me extraña que le haya sorprendido a nadie que salga a la calle por esta ciudad. Lo que, además, se desprende del estudio es que cosa de la mitad de los hablantes de árabe no hablan otra lengua, y eso ya se las trae y coincide con mi definición de problema. No sé si los que me encontré anteayer estarían hablando árabe, porque yo, el árabe, como que no lo pillo (todavía), pero parece que sí hay un montón de gente que no se preocupa demasiado de comunicarse fuera de su círculo lingüîstico.
A mí me ha parecido curioso que el francés, el inglés (¡el inglés!) y el holandés pierdan terreno. El holandés, además, pierde mucho terreno, supongo que en buena parte debido a que es un idioma bastante prescindible en Bruselas y a que, por si fuera poco, la práctica totalidad de hablantes locales dominan otra lengua; eso sí, como ya quedó dicho, maás vale no salir de Bruselas sin tener unas nociones de flamenco. Y no del que se baila. Esa opinión de que el holandés pierde terreno no la leeremos en la prensa, sobre todo neerlandófona, que se centra en que el holandés "mantiene su posición en Bruselas", pero uno ve los datos mondos y lirondos y no puede evitar la sensación de que nos están queriendo vender gato por liebre: el holandés, lo miren como lo miren (y lo llamen como lo llamen, que ésa es otra), se hunde porcentualmente en Bruselas.
¿Y el español? Pues el español progresa adecuadamente y ya lo domina casi el 9% de los bruselenses, lo cual, en un contexto de retroceso de las lenguas occidentales (como el italiano, otra que cae más y más), es bastante esperanzador. Yo estoy seguro de que las entrevistas no las hicieron de noche, porque, en este caso, el porcentaje de hablantes de español hubiera sido muy superior, pero ya vale, ya, con ese porcentaje que para sí quisieran las demás lenguas, salvo las cuatro primeras.
Entretanto, la pregunta sigue en el aire: ¿merece realmente la pena aprender lenguas minoritarias, o nos quedamos con las grandes lenguas de la humanidad?
En Bruselas se hablan 120 lenguas, y en la tabla adjunta aparecen las ocho más habladas, pero lo más llamativo del asunto es que el árabe se coloca cuarto, nada menos, superando al español. Con todo el margen de error que puede haber en una muestra de 2500 elementos, que alguno habrá, la cosa es por lo menos curiosa, aunque me extraña que le haya sorprendido a nadie que salga a la calle por esta ciudad. Lo que, además, se desprende del estudio es que cosa de la mitad de los hablantes de árabe no hablan otra lengua, y eso ya se las trae y coincide con mi definición de problema. No sé si los que me encontré anteayer estarían hablando árabe, porque yo, el árabe, como que no lo pillo (todavía), pero parece que sí hay un montón de gente que no se preocupa demasiado de comunicarse fuera de su círculo lingüîstico.
A mí me ha parecido curioso que el francés, el inglés (¡el inglés!) y el holandés pierdan terreno. El holandés, además, pierde mucho terreno, supongo que en buena parte debido a que es un idioma bastante prescindible en Bruselas y a que, por si fuera poco, la práctica totalidad de hablantes locales dominan otra lengua; eso sí, como ya quedó dicho, maás vale no salir de Bruselas sin tener unas nociones de flamenco. Y no del que se baila. Esa opinión de que el holandés pierde terreno no la leeremos en la prensa, sobre todo neerlandófona, que se centra en que el holandés "mantiene su posición en Bruselas", pero uno ve los datos mondos y lirondos y no puede evitar la sensación de que nos están queriendo vender gato por liebre: el holandés, lo miren como lo miren (y lo llamen como lo llamen, que ésa es otra), se hunde porcentualmente en Bruselas.
¿Y el español? Pues el español progresa adecuadamente y ya lo domina casi el 9% de los bruselenses, lo cual, en un contexto de retroceso de las lenguas occidentales (como el italiano, otra que cae más y más), es bastante esperanzador. Yo estoy seguro de que las entrevistas no las hicieron de noche, porque, en este caso, el porcentaje de hablantes de español hubiera sido muy superior, pero ya vale, ya, con ese porcentaje que para sí quisieran las demás lenguas, salvo las cuatro primeras.
Entretanto, la pregunta sigue en el aire: ¿merece realmente la pena aprender lenguas minoritarias, o nos quedamos con las grandes lenguas de la humanidad?
Lenguas minoritarias
En Europa Occidental hay lenguas minoritarias prácticamente en cada esquina, de ésas que hablan cuatro gatos y que están en trance de desaparición, como los vuelos puntuales de Iberia. En España nos creemos gran cosa porque tenemos varias lenguas minoritarias y una muy gorda, pero sale uno por esta zona de Europa y empieza a oír cosas rarísimas.
Bruselas es un ejemplo de eso. No parece sino que sea la ciudad en la que se hayan congregado los hombres tras el derribo de la torre de Babel. Sale uno a la calle y empieza a escuchar todos los idiomas posibles, excepto a partir de eso de las ocho de la tarde, en que sólo se escucha el castellano (a veces también algo de italiano). Por el día, sin embargo, yo creo que Dios hubiera tenido que hacer otra cosa para confundir a la humanidad y dispersarles, porque lo de hacerles hablar distintas lenguas ya está hecho y de aquí no se va nadie.
Y ¡anda que no hay gente rara! Venía yo ayer de hacer la compra en el supermercado menos birria de por aquí, donde la mitad de los clientes son españoles (al menos, la mitad de los clientes que hablan mientras compran) y oigo a mi espalda a una mujer soltando una parrafada en una jerigonza totalmente incomprensible, a grito pelado, a dos pasos de la Grand Place.
Me volví, por si la bronca era para mí.
Parecía que no. La mujer, una morena de piel oscura y de edad alrededor de la treintena, se dirigía a un hombre, de edad y aspecto parecidos a los suyos, que también le respondía a grito pelado desde la acera de enfrente en una jerigonza probablemente idéntica a la anterior.
También era capricho, el de la mujer, ponerse justo a mis espaldas a abroncar al otro, y el de los dos, hacerlo a varios metros uno de otro. Vamos, yo diría que era una bronca, porque el aspecto era de enfado monumental y parecía evidente que aquéllos dos se habían llevado mucho mejor en otros momentos. Yo no sé cómo acabaría aquello, pero, gracias al cielo, cien metros después estaba mi portal, en el que me metí, y la señora de rasgos sarracenos tuvo que buscar otra espalda para echar broncas desde ella al otro.
No es la primera vez que en esta zona del mundo me encuentro con lenguas ininteligibles. En el primer viaje que hice por aquí, y al paso por Luxemburgo, subieron al tren dos señoras entradas en carnes y en años, que hablaban entre sí en un idioma cortante de vocales sumamente claras, que resultó ser luxemburgués, una lengua que hablan cuatro gatos en todo el mundo, pero que ahí la tenemos, oficial y todo.
Poco después, al llegar el tren a su destino, me encontré con el alsaciano, un dialecto, yo diría que del alemán, por tal y como está escrito, que es totalmente insólito escuchar en Estrasburgo, donde se habla exclusivamente el francés, pero en el que están rotuladas todas las calles del centro histórico, que allí no sólo son "rue", sino también "gass".
¿Y el flamenco? Ésa es otra. En Bruselas se oye de vez en cuando, muy poco, pero, en cuanto sales del término municipal, se acabó el francés radicalmente. Es más fácil que te hagan caso en alsaciano, y no digamos si te diriges a ellos en flamenco.
Es curioso. Yo compararía el flamenco con el valenciano, pero, si un guiri habla flamenco, por muy pésimamente que lo haga, el flamenco que lo escucha sonríe de oreja y, muy pagado de sí mismo y de la importancia de su idioma, que hasta lo estudian los extranjeros, acoge al voluntarioso forastero con toda la amabilidad de que es capaz. Que, en términos absolutos, quizá no sea la repera, pero, en términos relativos, es todo lo que pueden.
Con el valenciano, eso no pasa. Llega un guiri a Valencia, o mejor a un pueblo de Valencia, hace el esfuerzo de estudiar y hablar valenciano, obviamente con acento, y los valencianos que lo oímos pensamos que, para hablar mal el valenciano, más le valdría al extranjero hablar en castellano, y vemos con cierto desagrado que insista en hablarnos en nuestra lengua. De hecho, directamente respondemos en castellano, y no le decimos lo que pensamos de sus intentos de integración lingüística porque tampoco es cosa de deprimir al personal y porque, al fin y a la postre, él lo hace por bien.
Con lo cual ¿vale la pena aprender las lenguas minoritarias? Pues es un asunto dudoso y creo que la respuesta en "según cual". El valenciano va a ser que no, así que, salvo los que lo llevamos de serie, que cada vez somos menos, su estudio como lengua extranjera es cosa de frikis y de escolares forzados a hacerlo. Pero, ¿y las demás?
Bruselas es un ejemplo de eso. No parece sino que sea la ciudad en la que se hayan congregado los hombres tras el derribo de la torre de Babel. Sale uno a la calle y empieza a escuchar todos los idiomas posibles, excepto a partir de eso de las ocho de la tarde, en que sólo se escucha el castellano (a veces también algo de italiano). Por el día, sin embargo, yo creo que Dios hubiera tenido que hacer otra cosa para confundir a la humanidad y dispersarles, porque lo de hacerles hablar distintas lenguas ya está hecho y de aquí no se va nadie.
Y ¡anda que no hay gente rara! Venía yo ayer de hacer la compra en el supermercado menos birria de por aquí, donde la mitad de los clientes son españoles (al menos, la mitad de los clientes que hablan mientras compran) y oigo a mi espalda a una mujer soltando una parrafada en una jerigonza totalmente incomprensible, a grito pelado, a dos pasos de la Grand Place.
Me volví, por si la bronca era para mí.
Parecía que no. La mujer, una morena de piel oscura y de edad alrededor de la treintena, se dirigía a un hombre, de edad y aspecto parecidos a los suyos, que también le respondía a grito pelado desde la acera de enfrente en una jerigonza probablemente idéntica a la anterior.
También era capricho, el de la mujer, ponerse justo a mis espaldas a abroncar al otro, y el de los dos, hacerlo a varios metros uno de otro. Vamos, yo diría que era una bronca, porque el aspecto era de enfado monumental y parecía evidente que aquéllos dos se habían llevado mucho mejor en otros momentos. Yo no sé cómo acabaría aquello, pero, gracias al cielo, cien metros después estaba mi portal, en el que me metí, y la señora de rasgos sarracenos tuvo que buscar otra espalda para echar broncas desde ella al otro.
No es la primera vez que en esta zona del mundo me encuentro con lenguas ininteligibles. En el primer viaje que hice por aquí, y al paso por Luxemburgo, subieron al tren dos señoras entradas en carnes y en años, que hablaban entre sí en un idioma cortante de vocales sumamente claras, que resultó ser luxemburgués, una lengua que hablan cuatro gatos en todo el mundo, pero que ahí la tenemos, oficial y todo.
Poco después, al llegar el tren a su destino, me encontré con el alsaciano, un dialecto, yo diría que del alemán, por tal y como está escrito, que es totalmente insólito escuchar en Estrasburgo, donde se habla exclusivamente el francés, pero en el que están rotuladas todas las calles del centro histórico, que allí no sólo son "rue", sino también "gass".
¿Y el flamenco? Ésa es otra. En Bruselas se oye de vez en cuando, muy poco, pero, en cuanto sales del término municipal, se acabó el francés radicalmente. Es más fácil que te hagan caso en alsaciano, y no digamos si te diriges a ellos en flamenco.
Es curioso. Yo compararía el flamenco con el valenciano, pero, si un guiri habla flamenco, por muy pésimamente que lo haga, el flamenco que lo escucha sonríe de oreja y, muy pagado de sí mismo y de la importancia de su idioma, que hasta lo estudian los extranjeros, acoge al voluntarioso forastero con toda la amabilidad de que es capaz. Que, en términos absolutos, quizá no sea la repera, pero, en términos relativos, es todo lo que pueden.
Con el valenciano, eso no pasa. Llega un guiri a Valencia, o mejor a un pueblo de Valencia, hace el esfuerzo de estudiar y hablar valenciano, obviamente con acento, y los valencianos que lo oímos pensamos que, para hablar mal el valenciano, más le valdría al extranjero hablar en castellano, y vemos con cierto desagrado que insista en hablarnos en nuestra lengua. De hecho, directamente respondemos en castellano, y no le decimos lo que pensamos de sus intentos de integración lingüística porque tampoco es cosa de deprimir al personal y porque, al fin y a la postre, él lo hace por bien.
Con lo cual ¿vale la pena aprender las lenguas minoritarias? Pues es un asunto dudoso y creo que la respuesta en "según cual". El valenciano va a ser que no, así que, salvo los que lo llevamos de serie, que cada vez somos menos, su estudio como lengua extranjera es cosa de frikis y de escolares forzados a hacerlo. Pero, ¿y las demás?
sábado, 6 de abril de 2013
Aduaneros belgas
En esta bitácora se ha hablado con profusión de los aduaneros rusos, quienes, aunque últimamente están mucho más sosegados que antaño, son gente poco recomendable con la que más vale no tener mucho trato, por si acaso. No se ha hablado de aduaneros españoles, porque yo no he tenido apenas experiencia alguna con ellos, aunque soy hijo de camionero y mi padre tuvo un trato muy frecuente con ese cuerpo, y debo confesar que lo que contaba no era muy diferente de las vivencias que he tenido con sus colegas rusos. Quiero pensar que eso son cosas del pasado y que, actualmente, los aduaneros españoles son gente proba e íntegra, que les saca varias cabezas a los políticos y a los ex-jugadores de balonmano en cuanto a honradez.
Mis experiencias fronterizas en España lo han sido con la Guardia Civil, que son los que sellan los cheques del Tax-Free. Como residente fuera de la Unión Europea (técnicamente lo sigo siendo hasta septiembre), tengo derecho a la misma devolución del IVA de la que disfrutan los turistas japoneses y de otros países remotos, siempre que pase por la aduana y me sellen los papeles.
Años llevo haciendo lo mismo. Antes de facturar las maletas, pasas por la garita de la Guardia Civil, que te pide el pasaporte y la tarjeta de embarque, lo mira sin escudriñar demasiado y, ¡hala!, te sella el papel y ya puedes facturar las cosas y, si estás en Madrid, a cobrar allí mismo el porcentaje que no se comen los bandoleros de la empresa de gestión. Se supone que el guardia civil de turno puede pedirte que le enseñes las cosas que has comprado, pero en la práctica me ha sucedido media vez.
Aquí, no.
En Año Nuevo vino la familia a Bruselas, para irse familiarizando con la ciudad. Era un suponer que, cuando uno visita cualquier ciudad inmediatamente después de las fiestas de Año Nuevo, la tentación de hacer uso de las rebajas de enero es alta, y así fue. Y no es que las rebajas belgas sean gran cosa, ni gran rebaja. Temblando se quedó el bolsillo.
Cuando acompañé a la familia a Zaventem, el aeropuerto, para que tomaran el avión de Moscú, teníamos acumulados algunos cheques de ésos que tiene que sellar el aduanero de turno. Ya digo que en España la Guardia Civil es bastante indulgente, y nosotros pensábamos que Bruselas sería algo similar, con lo que facturamos sin preocuparnos mucho, para tener la tarjeta de embarque y no tener que hacer dos veces la cola, y luego nos dirigimos al puesto de exención del IVA.
Asomamos la cabeza los cinco, y allí había un individuo calvo y patilludo tecleando no sé qué en un ordenador. Sólo hizo ademán de apercibirse de nuestra presencia cuando nuestros gestos ya únicamente se podían calificar de aspavientos desesperados, y entonces se levantó cuan largo era (y lo era un rato) y nos miró con una cara de fastidio interminable, que no parecía sino que le hubiera dejado la novia cinco minutos antes. Ahora bien, si era así, y visto lo visto, lo raro es que la novia no le hubiera dejado mucho antes.
- ¿Qué quieren? - What do you want?, en inglés desafiante.
Hombre, teniendo en cuenta que estábamos en un aeropuerto internacional en un despacho que ponía "VAT exemption", no creo que esperara que estuviéramos allí para comprar chocolate.
Alfina sacó los papeles, todos ellos de reconocibles tiendas bruselenses del centro de la ciudad. Muy al contrario que la Guardia Civil, el patilludo los examinó detenidamente y dijo "Show me".
Gracias al cielo, prácticamente todo lo que estaba en las facturas era ropa y calzado, y o lo tenían puesto las niñas, o era equivalente a cosas que tenían puestas. El aduanero iba preguntando por cada prenda y por poco nos desnudan a las chicas, que no sabían muy bien qué pensar sobre el asunto.
- Where do you go?
- To Moscow.
- Do you live there?
- Yes.
- Show me.
Alfina le dio el pasaporte español. Lo que ocurre es que en los pasaportes españoles de hoy en día no pone dónde vives, sino, todo lo más, y eso en español, que estás registrado en tal o cual consulado. El patilludo repitió "show me", y ya la cosa se ponía complicadilla. Alfina sacó una tarjeta de identidad especial, en ruso de arriba a abajo, que le dan en el trabajo, con su foto y una fecha afortunadamente alejada en el futuro. El aduanero vio la foto, vio la fecha, vio que no entendía ni jota del texto de la tarjeta, pero ya pareció aplacarse algo y, muy a regañadientes, puso sellos por aquí y por allá.
Qué experiencia, tú. Sale uno de Bruselas, se mete en Flandes, y la policía deja de ser un dechado de amabilidad y pasa a ser más áspera que sustituir el papel higiénico por un estropajo. Alfina (y los niños) salieron de allí con intención de no volver a pasar semejante trago nunca más.
Yo no. Yo apreté los dientes, porque me tocaba ir a Moscú un par de semanas después.
Y tenía cosas para deducirme el IVA. Dios mío, a ver quién me iba a tocar.
Mis experiencias fronterizas en España lo han sido con la Guardia Civil, que son los que sellan los cheques del Tax-Free. Como residente fuera de la Unión Europea (técnicamente lo sigo siendo hasta septiembre), tengo derecho a la misma devolución del IVA de la que disfrutan los turistas japoneses y de otros países remotos, siempre que pase por la aduana y me sellen los papeles.
Años llevo haciendo lo mismo. Antes de facturar las maletas, pasas por la garita de la Guardia Civil, que te pide el pasaporte y la tarjeta de embarque, lo mira sin escudriñar demasiado y, ¡hala!, te sella el papel y ya puedes facturar las cosas y, si estás en Madrid, a cobrar allí mismo el porcentaje que no se comen los bandoleros de la empresa de gestión. Se supone que el guardia civil de turno puede pedirte que le enseñes las cosas que has comprado, pero en la práctica me ha sucedido media vez.
Aquí, no.
En Año Nuevo vino la familia a Bruselas, para irse familiarizando con la ciudad. Era un suponer que, cuando uno visita cualquier ciudad inmediatamente después de las fiestas de Año Nuevo, la tentación de hacer uso de las rebajas de enero es alta, y así fue. Y no es que las rebajas belgas sean gran cosa, ni gran rebaja. Temblando se quedó el bolsillo.
Cuando acompañé a la familia a Zaventem, el aeropuerto, para que tomaran el avión de Moscú, teníamos acumulados algunos cheques de ésos que tiene que sellar el aduanero de turno. Ya digo que en España la Guardia Civil es bastante indulgente, y nosotros pensábamos que Bruselas sería algo similar, con lo que facturamos sin preocuparnos mucho, para tener la tarjeta de embarque y no tener que hacer dos veces la cola, y luego nos dirigimos al puesto de exención del IVA.
Asomamos la cabeza los cinco, y allí había un individuo calvo y patilludo tecleando no sé qué en un ordenador. Sólo hizo ademán de apercibirse de nuestra presencia cuando nuestros gestos ya únicamente se podían calificar de aspavientos desesperados, y entonces se levantó cuan largo era (y lo era un rato) y nos miró con una cara de fastidio interminable, que no parecía sino que le hubiera dejado la novia cinco minutos antes. Ahora bien, si era así, y visto lo visto, lo raro es que la novia no le hubiera dejado mucho antes.
- ¿Qué quieren? - What do you want?, en inglés desafiante.
Hombre, teniendo en cuenta que estábamos en un aeropuerto internacional en un despacho que ponía "VAT exemption", no creo que esperara que estuviéramos allí para comprar chocolate.
Alfina sacó los papeles, todos ellos de reconocibles tiendas bruselenses del centro de la ciudad. Muy al contrario que la Guardia Civil, el patilludo los examinó detenidamente y dijo "Show me".
Gracias al cielo, prácticamente todo lo que estaba en las facturas era ropa y calzado, y o lo tenían puesto las niñas, o era equivalente a cosas que tenían puestas. El aduanero iba preguntando por cada prenda y por poco nos desnudan a las chicas, que no sabían muy bien qué pensar sobre el asunto.
- Where do you go?
- To Moscow.
- Do you live there?
- Yes.
- Show me.
Alfina le dio el pasaporte español. Lo que ocurre es que en los pasaportes españoles de hoy en día no pone dónde vives, sino, todo lo más, y eso en español, que estás registrado en tal o cual consulado. El patilludo repitió "show me", y ya la cosa se ponía complicadilla. Alfina sacó una tarjeta de identidad especial, en ruso de arriba a abajo, que le dan en el trabajo, con su foto y una fecha afortunadamente alejada en el futuro. El aduanero vio la foto, vio la fecha, vio que no entendía ni jota del texto de la tarjeta, pero ya pareció aplacarse algo y, muy a regañadientes, puso sellos por aquí y por allá.
Qué experiencia, tú. Sale uno de Bruselas, se mete en Flandes, y la policía deja de ser un dechado de amabilidad y pasa a ser más áspera que sustituir el papel higiénico por un estropajo. Alfina (y los niños) salieron de allí con intención de no volver a pasar semejante trago nunca más.
Yo no. Yo apreté los dientes, porque me tocaba ir a Moscú un par de semanas después.
Y tenía cosas para deducirme el IVA. Dios mío, a ver quién me iba a tocar.
miércoles, 3 de abril de 2013
La conquista de la lavandería
Esta historia comienza hace muchos años, cuando mi capacidad de gasto era más corta que las patillas de Kim Jong-Un. Era costumbre en aquellos tiempos salir de acampada regularmente a poco que hubiera ocasión y tuviéramos por delante algunos días sin clase. Para ello es necesario disponer de una mochila donde cargar la impedimenta, y yo, la víspera de salir, me encontré con que me había olvidado la mía en algún lugar de Alemania, bastante lejano de Valencia, que era donde me hubiera convenido tenerla.
- ¡Prólix! - llamé por teléfono a mi compañero de aquella travesía, con el que debía salir a la mañana siguiente - ¡Me he olvidado la mochila en Alemania!
- Ah... a ver si tengo alguna por ahí, o mis hermanos se quedan y no les hace falta la suya.
- Bueno, mira.
No encontró nada, pero no era un problema demasiado grande, porque la mochila de Alemania era un ente venerable y primitivo que no sé cómo no me había desgraciado la espalda todavía, y ya llevaba tiempo rumiando comprarme una nueva. Una hora después de la conversación telefónica, Prólix y yo estábamos en la tienda de material de acampada típica de Valencia, mirando mochilas.
Como mi capacidad de gasto era la propia del estudiante de los primeros noventa que era, iba con un ojo iba mirando a la mochila y con el otro exclusivamente a la etiqueta del precio. Uno se iba un par de trimestres a Alemania, a estudiar, y ¡hala! las mochilas subían de precio hasta el infinito y más allá.
- ¡Mira ésa de allí!
- Ya la veo. Y también veo el precio que tiene.
- ¿Y ésa? Es más barata.
- Pero es que es rosa. Es de nenas o de floripondios.
- Está rebajada.
- Me pregunto por qué...
- Está muy rebajada.
- Ahora que lo pienso, el rosa es un color como cualquier otro. Incluso bonito.
Durante unos cuantos años, la mochila rosa (rosinegra, para ser exactos) fue mi monísima compañera en todo tipo de travesías por el monte. Luego, dejó de haber días consecutivos sin trabajo o estudios, y la frecuencia de salida al monte se redujo mucho, y mucho más cuando vinieron al mundo, sucesivamente, Abi, Ro y Ame y los equivalentes vástagos de Prólix y de los demás compañeros de aventuras. La mochila rosa se quedó enrollada esperando su oportunidad.
En uno de estos viajes que estoy haciendo últimamente a una punta de Europa, o a la otra, tuve que transportar no sé cuantísimas cosas a través de la aduana belga (pero eso es otra historia, que será objeto de la correspondiente entrada), y por una de aquéllas resultó que todas las maletas que tenía estaban donde no debían. En esto, vi la mochila rosa enrollada, le sacudí el polvo y me la llevé.
Así que, desde hace unas semanas, la mochila rosa está conmigo en Bruselas, y hay que darle uso. Como lo de salir de travesía, que es la utilidad ordinaria de las mochilas, sigue estando difícil, la utilizo como bolsa de la ropa sucia. Cuando está llena, es señal de que toca ir a la lavandería.
En aquella ocasión, tomé la mochila, recorrí el trayecto hasta la lavandería y entré. Dentro sólo había un hombre entrado en los cincuenta, muy atildado, que vio los tirantes rosa que destacaban sobre el fondo azul de mi chaqueta y la barba que me he estado dejando y que él también lucía, aunque con muchas más canas.
Le dije "bon soir" con cierta indiferencia. Yo, a lo mío.
La respuesta fue algo así como "bonsuaaaaaaggghhh" con una pronunciación alargada y una voz melodiosa y como de estar muy contento de verme.
Levanté la cabeza mecánicamente, sorprendido por el tono tan sumamente afectuoso, y el hombre me regaló una sonrisa de oreja a oreja, a la vez que levantaba su mano derecha y movía los dedos de delante a detrás muy lentamente.
Ooops... recordé que la otra lavandería, la de los homosexuales, parece que cierra los domingos. Y era domingo.
Decidí que, en esta ocasión, no me iba a quedar allí a ver cómo la lavadora daba vueltas. Vacié la mochila (rosa) en la lavadora, la puse en marcha bajo la atenta mirada del otro cliente y, con la mochila vacía a la espalda y mientras mi colada giraba y giraba, decidí que tenía cuarenta y cuatro minutos para ir al supermercado, adelantar la compra de la semana, meterla en la mochila rosa, volver a casa, dejarla allí y calzarme de nuevo la mochila para recoger la ropa.
Nunca pensé que la mochila rosa me ayudaría a ser tan eficiente con mi tiempo, porras.
- ¡Prólix! - llamé por teléfono a mi compañero de aquella travesía, con el que debía salir a la mañana siguiente - ¡Me he olvidado la mochila en Alemania!
- Ah... a ver si tengo alguna por ahí, o mis hermanos se quedan y no les hace falta la suya.
- Bueno, mira.
No encontró nada, pero no era un problema demasiado grande, porque la mochila de Alemania era un ente venerable y primitivo que no sé cómo no me había desgraciado la espalda todavía, y ya llevaba tiempo rumiando comprarme una nueva. Una hora después de la conversación telefónica, Prólix y yo estábamos en la tienda de material de acampada típica de Valencia, mirando mochilas.
Como mi capacidad de gasto era la propia del estudiante de los primeros noventa que era, iba con un ojo iba mirando a la mochila y con el otro exclusivamente a la etiqueta del precio. Uno se iba un par de trimestres a Alemania, a estudiar, y ¡hala! las mochilas subían de precio hasta el infinito y más allá.
- ¡Mira ésa de allí!
- Ya la veo. Y también veo el precio que tiene.
- ¿Y ésa? Es más barata.
- Pero es que es rosa. Es de nenas o de floripondios.
- Está rebajada.
- Me pregunto por qué...
- Está muy rebajada.
- Ahora que lo pienso, el rosa es un color como cualquier otro. Incluso bonito.
Durante unos cuantos años, la mochila rosa (rosinegra, para ser exactos) fue mi monísima compañera en todo tipo de travesías por el monte. Luego, dejó de haber días consecutivos sin trabajo o estudios, y la frecuencia de salida al monte se redujo mucho, y mucho más cuando vinieron al mundo, sucesivamente, Abi, Ro y Ame y los equivalentes vástagos de Prólix y de los demás compañeros de aventuras. La mochila rosa se quedó enrollada esperando su oportunidad.
En uno de estos viajes que estoy haciendo últimamente a una punta de Europa, o a la otra, tuve que transportar no sé cuantísimas cosas a través de la aduana belga (pero eso es otra historia, que será objeto de la correspondiente entrada), y por una de aquéllas resultó que todas las maletas que tenía estaban donde no debían. En esto, vi la mochila rosa enrollada, le sacudí el polvo y me la llevé.
Así que, desde hace unas semanas, la mochila rosa está conmigo en Bruselas, y hay que darle uso. Como lo de salir de travesía, que es la utilidad ordinaria de las mochilas, sigue estando difícil, la utilizo como bolsa de la ropa sucia. Cuando está llena, es señal de que toca ir a la lavandería.
En aquella ocasión, tomé la mochila, recorrí el trayecto hasta la lavandería y entré. Dentro sólo había un hombre entrado en los cincuenta, muy atildado, que vio los tirantes rosa que destacaban sobre el fondo azul de mi chaqueta y la barba que me he estado dejando y que él también lucía, aunque con muchas más canas.
Le dije "bon soir" con cierta indiferencia. Yo, a lo mío.
La respuesta fue algo así como "bonsuaaaaaaggghhh" con una pronunciación alargada y una voz melodiosa y como de estar muy contento de verme.
Levanté la cabeza mecánicamente, sorprendido por el tono tan sumamente afectuoso, y el hombre me regaló una sonrisa de oreja a oreja, a la vez que levantaba su mano derecha y movía los dedos de delante a detrás muy lentamente.
Ooops... recordé que la otra lavandería, la de los homosexuales, parece que cierra los domingos. Y era domingo.
Decidí que, en esta ocasión, no me iba a quedar allí a ver cómo la lavadora daba vueltas. Vacié la mochila (rosa) en la lavadora, la puse en marcha bajo la atenta mirada del otro cliente y, con la mochila vacía a la espalda y mientras mi colada giraba y giraba, decidí que tenía cuarenta y cuatro minutos para ir al supermercado, adelantar la compra de la semana, meterla en la mochila rosa, volver a casa, dejarla allí y calzarme de nuevo la mochila para recoger la ropa.
Nunca pensé que la mochila rosa me ayudaría a ser tan eficiente con mi tiempo, porras.
lunes, 1 de abril de 2013
Chipre, esa potencia inversora
La gente habla mucho en Bruselas últimamente sobre Chipre, ese país pequeñito e insular del Mediterráneo Oriental que en su día fue una importante base de los cruzados y sede del Reino de Jerusalén cuando Jerusalén se perdió definitivamente para la Cristiandad, allá por el siglo XIII.
Hoy, Chipre está muy venido a menos. Las deudas se lo comen, la zona septentrional está en manos de los turcos, los británicos tienen allí un par de bases militares y su sistema bancario ha naufragado. A excepción del asunto de los turcos, el resto me recuerda a otro país, éste situado en el Mediterráneo, esta vez Occidental, pero lo de Chipre ha aparecido ahora.
Durante los últimos años, también había oído hablar de Chipre, no por sus problemas, sino por ser el principal inversor, con bastante diferencia, en Rusia. La primera vez pareció simplemente un poco raro, una de esas anomalías que se le escapaban al Goskomstat (hoy felizmente convertido en Rosstat), como cuando soltó aquello de que el máximo exportador de naranjas a Rusia en 1994 había sido... Estonia. Lo que pasa es que lo de Chipre se repetía tenazmente, pero eso no era todo, porque en lugares destacados del ránking de inversores aaparecían "grnades potencias" como Luxemburgo o las Islas Vírgenes.
Los que escribíamos informes macroeconómicos no tardamos en caer del burro y darnos cuenta de que aquello eran inversiones extranjeras con muchas comillas. Como ahora todo el mundo sabe, esas inversiones supuestamente extranjeras procedían de rusos que tenían su dinero en Chipre ¿Y cómo lo habían metido allí? Bueno, legalmente del todo es posible que no mucho. El control de cambios ruso es, todavía hoy, bastante severo y no pone fácil lo de sacar dinero del país, pero hay un montón de argucias para esquivarlas. Y también hay esquemas legales, como no repatriar una parte de los ingresos por exportaciones, transferencias puras y duras, maletines... todo es ponerse.
El acontecimiento tributario ruso de hace dos años fue el Convenio de Evitación de la Doble Imposición entre Rusia y Chipre, con sus cláusulas de colaboración entre las respectivas agencias tributarias. Chipre consiguió así salir de la desagradable condición de paraíso fiscal nominal, aunque en realidad, con sus tipos tributarios chollo y sus intereses tercermundistas, por lo elevados, seguía siendo el lugar ideal para tener la pasta.
Para ofrecer intereses de amigo íntimo, la banca de Chipre tenía que invertir en productos muuuuy rentables. En España, era el ladrillo; en Chipre lo fue, entre otras cosas, la deuda pública griega. Uno pensaba que la deuda pública de un país de la zona euro era un valor segurísimo, y que siempre, a una mala, vendrían los solidarios europeos a poner la pasta que hiciera falta, con tal de que un país de la zona euro no tuviera que pasar por el oprobio de dejar sin pagar sus deudas.
Hoy sabemos que no es así, y que los que compraron títulos de la tan segura deuda pública griega se quedaron a dos velas. Los chipriotas, probablemente, sólo se quedaron a una, y gracias. Y así hemos llegado a donde estamos hoy.
Lo que se ha montado estos días con el asunto de la quiebra de Chipre es difícil que se olvide pronto. Un impuesto sobre los depósitos bancarios, nada menos, que ha pasado a convertirse en una quita de los depósitos elevados. Teniendo en cuenta el pastonazo que tienen los rusos allí, en el país que es su "principal inversor", el cabreo ha tenido que ser de órdago.
Las negociaciones Chipre - Rusia las estoy siguiendo de refilón. Rusia tiene que estarse frotando las manos, porque, si le ponen las cosas muy a huevo, podrá satisfacer una aspiración milenaria: tener una salida al Mediterráneo.
Sí. Salir al Mediterráneo es una aspiración permanente de Rusia. Ha habido muchos intentos, comenzando por las expediciones sobre Bizancio en el siglo X, siguiendo por la toma de Azov por Pedro el Grande, la conquista de la costa del Mar Negro, los intentos de Catalina II de comprar una parte de Nápoles, la toma de Ismaíl, Pablo I aceptando la jefatura de la Orden de Malta...
El problema para Rusia es que, cuando se hizo posible salir al Mediterráneo, merced al estado comatoso del Imperio Otomano, aparecieron dos países dispuestos a impedirlo: Gran Bretaña y Francia. No creo que a éstos dos les cayera especialmente simpático el Imperio Otomano, aunque Francia ya tenía un amplio historial de alianzas con los sarracenos para fastidiar, en este caso, a los españoles. Aquí, cuando el Imperio Otomano ya no estaba para trotes, llegaron los amiguetes a echarle una mano, y la mano acabó en la mejilla de Rusia en forma de toma de Sebastopol, un desastre que amargó los últimos días de Nicolás I.
Rusia no abandonó el intento de salir al Mediterráneo. Dio la vuelta por el Cáucaso, anexionándose los diferentes principados georgianos, volvió a las andadas contra los otomanos con el pretexto de ayudar a los ortodoxos de los Balcanes, participó en la Primera Guerra Mundial con la esperanza de hacerse, una vez más, con Estambul...
Lo de la Primera Guerra Mundial y años sucesivos no fue precisamente un éxito. Rusia salió de la Primera Guerra Mundial mucho más lejos del Mediterráneo de lo que la había empezado y, desde entonces, los intentos de recuperación son recurrentes, aunque más disimulados que en los siglos XVIII y XIX. Sebastopol, aunque ahora está en Ucrania, sigue siendo una ciudad básicamente rusa y los rusos tienen allí la sede de la flota del Mar Negro, que es lo más cerca del Mediterráneo "strictu sensu" que han podido llegar. Como tienen a Ucrania cogida de las... de las... orejas con el asuntillo de ser su principal y casi único proveedor de energía, han conseguido prolongar la estancia de la flota unos cuantos años. También han conseguido ampliar la costa que poseen en el Mar Negro a costa de Georgia, habida cuenta de que Abjasia es hechura suya y sería completamente inviable sin el apoyo ruso.
Y ahora viene lo de Chipre. Será cosa de permanecer atento, pero tengo la impresión de que Francia y el Reino Unido, como en los años de la guerra de Crimea, van a hacer todo lo difícil que puedan a cualquier intento ruso de sacar partida de la quita en que les han metido.
Eso desde el punto de vista geopolítico. Desde el punto de vista meramente económico, alguien, en Rusia, tendría que preguntarse cómo y por qué es posible que todo ruso de relumbrón que se precie, empresas públicas incluidas, canalicen sus inversiones en casa a través de un país todo lo estable que ha demostrado ser Chipre. Por lo que voy siguiendo la prensa rusa, nadie se lo está preguntando, porque me temo que eso significaría hacer una autocrítica demasiado dolorosa.
Hoy, Chipre está muy venido a menos. Las deudas se lo comen, la zona septentrional está en manos de los turcos, los británicos tienen allí un par de bases militares y su sistema bancario ha naufragado. A excepción del asunto de los turcos, el resto me recuerda a otro país, éste situado en el Mediterráneo, esta vez Occidental, pero lo de Chipre ha aparecido ahora.
Durante los últimos años, también había oído hablar de Chipre, no por sus problemas, sino por ser el principal inversor, con bastante diferencia, en Rusia. La primera vez pareció simplemente un poco raro, una de esas anomalías que se le escapaban al Goskomstat (hoy felizmente convertido en Rosstat), como cuando soltó aquello de que el máximo exportador de naranjas a Rusia en 1994 había sido... Estonia. Lo que pasa es que lo de Chipre se repetía tenazmente, pero eso no era todo, porque en lugares destacados del ránking de inversores aaparecían "grnades potencias" como Luxemburgo o las Islas Vírgenes.
Los que escribíamos informes macroeconómicos no tardamos en caer del burro y darnos cuenta de que aquello eran inversiones extranjeras con muchas comillas. Como ahora todo el mundo sabe, esas inversiones supuestamente extranjeras procedían de rusos que tenían su dinero en Chipre ¿Y cómo lo habían metido allí? Bueno, legalmente del todo es posible que no mucho. El control de cambios ruso es, todavía hoy, bastante severo y no pone fácil lo de sacar dinero del país, pero hay un montón de argucias para esquivarlas. Y también hay esquemas legales, como no repatriar una parte de los ingresos por exportaciones, transferencias puras y duras, maletines... todo es ponerse.
El acontecimiento tributario ruso de hace dos años fue el Convenio de Evitación de la Doble Imposición entre Rusia y Chipre, con sus cláusulas de colaboración entre las respectivas agencias tributarias. Chipre consiguió así salir de la desagradable condición de paraíso fiscal nominal, aunque en realidad, con sus tipos tributarios chollo y sus intereses tercermundistas, por lo elevados, seguía siendo el lugar ideal para tener la pasta.
Para ofrecer intereses de amigo íntimo, la banca de Chipre tenía que invertir en productos muuuuy rentables. En España, era el ladrillo; en Chipre lo fue, entre otras cosas, la deuda pública griega. Uno pensaba que la deuda pública de un país de la zona euro era un valor segurísimo, y que siempre, a una mala, vendrían los solidarios europeos a poner la pasta que hiciera falta, con tal de que un país de la zona euro no tuviera que pasar por el oprobio de dejar sin pagar sus deudas.
Hoy sabemos que no es así, y que los que compraron títulos de la tan segura deuda pública griega se quedaron a dos velas. Los chipriotas, probablemente, sólo se quedaron a una, y gracias. Y así hemos llegado a donde estamos hoy.
Lo que se ha montado estos días con el asunto de la quiebra de Chipre es difícil que se olvide pronto. Un impuesto sobre los depósitos bancarios, nada menos, que ha pasado a convertirse en una quita de los depósitos elevados. Teniendo en cuenta el pastonazo que tienen los rusos allí, en el país que es su "principal inversor", el cabreo ha tenido que ser de órdago.
Las negociaciones Chipre - Rusia las estoy siguiendo de refilón. Rusia tiene que estarse frotando las manos, porque, si le ponen las cosas muy a huevo, podrá satisfacer una aspiración milenaria: tener una salida al Mediterráneo.
Sí. Salir al Mediterráneo es una aspiración permanente de Rusia. Ha habido muchos intentos, comenzando por las expediciones sobre Bizancio en el siglo X, siguiendo por la toma de Azov por Pedro el Grande, la conquista de la costa del Mar Negro, los intentos de Catalina II de comprar una parte de Nápoles, la toma de Ismaíl, Pablo I aceptando la jefatura de la Orden de Malta...
El problema para Rusia es que, cuando se hizo posible salir al Mediterráneo, merced al estado comatoso del Imperio Otomano, aparecieron dos países dispuestos a impedirlo: Gran Bretaña y Francia. No creo que a éstos dos les cayera especialmente simpático el Imperio Otomano, aunque Francia ya tenía un amplio historial de alianzas con los sarracenos para fastidiar, en este caso, a los españoles. Aquí, cuando el Imperio Otomano ya no estaba para trotes, llegaron los amiguetes a echarle una mano, y la mano acabó en la mejilla de Rusia en forma de toma de Sebastopol, un desastre que amargó los últimos días de Nicolás I.
Rusia no abandonó el intento de salir al Mediterráneo. Dio la vuelta por el Cáucaso, anexionándose los diferentes principados georgianos, volvió a las andadas contra los otomanos con el pretexto de ayudar a los ortodoxos de los Balcanes, participó en la Primera Guerra Mundial con la esperanza de hacerse, una vez más, con Estambul...
Lo de la Primera Guerra Mundial y años sucesivos no fue precisamente un éxito. Rusia salió de la Primera Guerra Mundial mucho más lejos del Mediterráneo de lo que la había empezado y, desde entonces, los intentos de recuperación son recurrentes, aunque más disimulados que en los siglos XVIII y XIX. Sebastopol, aunque ahora está en Ucrania, sigue siendo una ciudad básicamente rusa y los rusos tienen allí la sede de la flota del Mar Negro, que es lo más cerca del Mediterráneo "strictu sensu" que han podido llegar. Como tienen a Ucrania cogida de las... de las... orejas con el asuntillo de ser su principal y casi único proveedor de energía, han conseguido prolongar la estancia de la flota unos cuantos años. También han conseguido ampliar la costa que poseen en el Mar Negro a costa de Georgia, habida cuenta de que Abjasia es hechura suya y sería completamente inviable sin el apoyo ruso.
Y ahora viene lo de Chipre. Será cosa de permanecer atento, pero tengo la impresión de que Francia y el Reino Unido, como en los años de la guerra de Crimea, van a hacer todo lo difícil que puedan a cualquier intento ruso de sacar partida de la quita en que les han metido.
Eso desde el punto de vista geopolítico. Desde el punto de vista meramente económico, alguien, en Rusia, tendría que preguntarse cómo y por qué es posible que todo ruso de relumbrón que se precie, empresas públicas incluidas, canalicen sus inversiones en casa a través de un país todo lo estable que ha demostrado ser Chipre. Por lo que voy siguiendo la prensa rusa, nadie se lo está preguntando, porque me temo que eso significaría hacer una autocrítica demasiado dolorosa.