Esta historia comienza hace muchos años, cuando mi capacidad de gasto era más corta que las patillas de Kim Jong-Un. Era costumbre en aquellos tiempos salir de acampada regularmente a poco que hubiera ocasión y tuviéramos por delante algunos días sin clase. Para ello es necesario disponer de una mochila donde cargar la impedimenta, y yo, la víspera de salir, me encontré con que me había olvidado la mía en algún lugar de Alemania, bastante lejano de Valencia, que era donde me hubiera convenido tenerla.
- ¡Prólix! - llamé por teléfono a mi compañero de aquella travesía, con el que debía salir a la mañana siguiente - ¡Me he olvidado la mochila en Alemania!
- Ah... a ver si tengo alguna por ahí, o mis hermanos se quedan y no les hace falta la suya.
- Bueno, mira.
No encontró nada, pero no era un problema demasiado grande, porque la mochila de Alemania era un ente venerable y primitivo que no sé cómo no me había desgraciado la espalda todavía, y ya llevaba tiempo rumiando comprarme una nueva. Una hora después de la conversación telefónica, Prólix y yo estábamos en la tienda de material de acampada típica de Valencia, mirando mochilas.
Como mi capacidad de gasto era la propia del estudiante de los primeros noventa que era, iba con un ojo iba mirando a la mochila y con el otro exclusivamente a la etiqueta del precio. Uno se iba un par de trimestres a Alemania, a estudiar, y ¡hala! las mochilas subían de precio hasta el infinito y más allá.
- ¡Mira ésa de allí!
- Ya la veo. Y también veo el precio que tiene.
- ¿Y ésa? Es más barata.
- Pero es que es rosa. Es de nenas o de floripondios.
- Está rebajada.
- Me pregunto por qué...
- Está muy rebajada.
- Ahora que lo pienso, el rosa es un color como cualquier otro. Incluso bonito.
Durante unos cuantos años, la mochila rosa (rosinegra, para ser exactos) fue mi monísima compañera en todo tipo de travesías por el monte. Luego, dejó de haber días consecutivos sin trabajo o estudios, y la frecuencia de salida al monte se redujo mucho, y mucho más cuando vinieron al mundo, sucesivamente, Abi, Ro y Ame y los equivalentes vástagos de Prólix y de los demás compañeros de aventuras. La mochila rosa se quedó enrollada esperando su oportunidad.
En uno de estos viajes que estoy haciendo últimamente a una punta de Europa, o a la otra, tuve que transportar no sé cuantísimas cosas a través de la aduana belga (pero eso es otra historia, que será objeto de la correspondiente entrada), y por una de aquéllas resultó que todas las maletas que tenía estaban donde no debían. En esto, vi la mochila rosa enrollada, le sacudí el polvo y me la llevé.
Así que, desde hace unas semanas, la mochila rosa está conmigo en Bruselas, y hay que darle uso. Como lo de salir de travesía, que es la utilidad ordinaria de las mochilas, sigue estando difícil, la utilizo como bolsa de la ropa sucia. Cuando está llena, es señal de que toca ir a la lavandería.
En aquella ocasión, tomé la mochila, recorrí el trayecto hasta la lavandería y entré. Dentro sólo había un hombre entrado en los cincuenta, muy atildado, que vio los tirantes rosa que destacaban sobre el fondo azul de mi chaqueta y la barba que me he estado dejando y que él también lucía, aunque con muchas más canas.
Le dije "bon soir" con cierta indiferencia. Yo, a lo mío.
La respuesta fue algo así como "bonsuaaaaaaggghhh" con una pronunciación alargada y una voz melodiosa y como de estar muy contento de verme.
Levanté la cabeza mecánicamente, sorprendido por el tono tan sumamente afectuoso, y el hombre me regaló una sonrisa de oreja a oreja, a la vez que levantaba su mano derecha y movía los dedos de delante a detrás muy lentamente.
Ooops... recordé que la otra lavandería, la de los homosexuales, parece que cierra los domingos. Y era domingo.
Decidí que, en esta ocasión, no me iba a quedar allí a ver cómo la lavadora daba vueltas. Vacié la mochila (rosa) en la lavadora, la puse en marcha bajo la atenta mirada del otro cliente y, con la mochila vacía a la espalda y mientras mi colada giraba y giraba, decidí que tenía cuarenta y cuatro minutos para ir al supermercado, adelantar la compra de la semana, meterla en la mochila rosa, volver a casa, dejarla allí y calzarme de nuevo la mochila para recoger la ropa.
Nunca pensé que la mochila rosa me ayudaría a ser tan eficiente con mi tiempo, porras.
Si e´jhque... Con ese cuerpo serrano...
ResponderEliminarAlfina, más bien ibérico, a juzgar por el jamón que os dejasteis en la nevera de Valencia. Lo he tenido que traer aquí, claro.
ResponderEliminara juzgar por tus entradas de Bruselas parece zona franca del movimiento gay, eso es así? eres tu que atraes según que tipo de personas? es el barrio donde habitas? qu'est-ce que c'est???
ResponderEliminarau revoirreeeeeeeeee
Miguel, debe haber un poco de todo. Es verdad que en ningún sitio he visto tanta bandera arcoiris como en el centro de Bruselas. También es verdad (ejem, ejem...) que el cuerpo varonil y fornido que gasto, a la par que mis bellas facciones y aspecto atractivo en general, no debería dejar indiferente a nadie. Así que aquí me tienes, rompiendo corazones, después de no haberme comido ningún rosco, pero ninguno, hasta casi la treintena.
ResponderEliminarRosco te voy a dar yo como no te traigas el jamón enterito cuando vengas de visita...
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