En primer lugar, este modesto autor de bitácora desea a los lectores que le queden una feliz y santa Navidad. Soy consciente de que podía haber sido mucho más prolijo este año, en que en Bruselas se han desarrollado acontecimientos que hubieran merecido una glosa adecuada en estas pantallas. Y no sólo se trata de una puerta de garaje más o menos, o de una de entrada que se cierre con mayor o menor habilidad. No sólo eso, no. La familia y yo hemos visitado lugares lejanos (las Floridas, con su bandera tan simpática) y cercanos (Ámsterdam, Delft y sus personajes ilustres), que en otros tiempos hubieran dado para una serie larga y fecunda de entradas gafapastosas sobre los antecedentes históricos, e hispánicos, de estos lugares.Eso por no hablar de los sucesos que han acontecido en la misma Bruselas, donde en los últimos meses del año se ha refugiado un remedo de gobierno catalán, sedicente exiliado, que ha originado ríos de tinta en todos los medios de comunicación que se precien, y ni una sola línea en esta bitácora que, obviamente, tiene una opinión al respecto, la de su autor, claro.
Pero corren otros tiempos, que no permiten el sosiego de antaño, así que me conformaré con lo que pueda, y el lector, en el supuesto de que lo siga siendo, tendrá que conformarse con lo que hubiere. Vamos, pues, con el asunto de la puerta, que quedó pendiente,cosa natural, porque no va a acabar el año con una solución.
El señor Puertinckx, que por lo general es solícito y muy cumplidor, comenzó a dejar sospechosamente de ponerse al teléfono. Dijo, llamando él, lo cual le honra, que pasaría a tomar medidas tal día. Tal día pasó, pero las medidas siguieron sin tomarse, y ya desapareció de mi vista. Finalmente pasó hace unos días una oferta por algunos cientos de euros para arreglar el problema, y así hemos quedado, que se nos han echado encima las fiestas, nosotros hemos tomado las de Villadiego, y la puerta está allí, cerrada a cal y canto, y con llave, y a la espera de que quien la instaló la ponga en condiciones.
En fin, que hay que quedarse con algo positivo de todo esto. Yo me quedo con la paciencia que estamos adquiriendo. Ya veníamos con mucha paciencia acumulada desde Rusia, pero la verdad es que Bruselas la está poniendo a prueba casi todos los días. Y es que Moscú había mejorado mucho en los últimos tiempos, y había alcanzado unos niveles de servicio que, quién me lo iba a decir en 1994, se echan de menos en el Reino de los Belgas. Al menos, en su capital.
En estos tiempos religiosos fuertes, es bueno poder decirse que uno se ha preparado la Navidad mal, como todos los años, pero que algo ha sacado del Adviento, como puede ser un poquito más de paciencia, con la certeza de que las cosas no se componen con la sola voluntad de uno mismo, sino que hay que dar pasitos hacia la solución, y muchas veces desandar los pasitos que habíamos dado, porque el camino por donde íbamos no era el correcto.
Y en estos momentos también conviene recordar que, después de la noche, vuelve el día. Diciembre ha sido un mes que sólo se puede calificar de tristón, en Bruselas. En todo el mes, no ha habido sino dos horas de sol, lo cual es la marca más baja desde hace decenios. Nos ha llovido, nos ha nevado, y la poca luz que he visto la he encontrado en Estrasburgo, donde estuve unos días a mitad de mes. He tenido más trabajo que el proveedor de espinacas de Popeye, y sólo con pena y esfuerzo he llegado a las vacaciones.
Pero bueno, es el momento de recordar una entrada anterior y de darse cuenta de que, poquito a poco, las cosas pueden ir yendo a mejor y de que sería injusto quejarse de cómo me van las cosas, cuando a tantos les va bastante peor.
Feliz Navidad. Y que las próximas semanas traigan pasitos, siempre cortos, en la dirección correcta. Y, si no es en la correcta, que nos demos cuenta antes de alejarnos demasiado del buen camino.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
lunes, 25 de diciembre de 2017
lunes, 18 de diciembre de 2017
La puerta no es el final
Palabra que quería dedicar una última entrada al penoso asunto de nuestra puerta de entrada, esperando que fuera la última vez, pero, si me empeño en que esté acabada antes de publicar una nueva entrada, se me va a acabar el año, y que sólo sea éste.
Pues señor, nos habíamos quedado en abril, nada menos, con la puerta del garaje terminada y en buen uso. Con la euforia del momento, uno se viene arriba y la pregunta al señor Puertincx, que así llamaremos al operario que nos puso la puerta del garaje, fue si también se ocupaban de puertas de entrada, que, si así era, nos apuntábamos.
Resultó que sí, pero que no las hacían ellos, sino que las importaban de los Países Bajos, vulgo Holanda; pero que sí las instalaban ellos. Pues estáis contratados, dijimos. El presupuesto era razonablemente modesto, pagamos una cantidad a cuenta y esperamos, frotándonos las manos, que nuestra venerable puerta de 1957 fuera reemplazada por una puerta de la era espacial.
A todo esto, la puerta de 1957, con su reja y una cerradura de seguridad, jamás había dado el menor problema y cerraba de categoría y, si algo le podíamos reprochar, era el biruji que entraba en invierno por los bajos de la misma.
La puerta costó un poco de hacerse. Llegó en verano, y era del tipo puturrudefuá securitas, con un cristal central traslúcido de los que no se rompen ni a martillazos, aislamiento de última generación (hay que reconocer que algo se ha notado en la factura de la calefacción) y, eso sí, la cerradura era normalita, de las de llave de toda la vida, sin células fotoeléctricas ni identificador de iris, pero bueno, el caso es que la puerta fuera chula. Luego vino un albañil flamencófono que puso en orden el estropicio que significó instalar el marco, y parecía que la cosa quedaba bien y que iba a poder escribir la última entrada y alabar al Señor por haber encontrado un profesional irreprochable en el Reino de los Belgas.
Muy feliz me las prometía yo.
La cosa comenzó a torcerse cuando nos dimos cuenta de que la apertura automática fallaba. Con la puerta de 1957, el videoportero y la apertura automática no nos dieron el menor problema; en cambio, uno pone la puerta galáctica, y resulta que ya puede pulsar con furia el portero automático, que al final lo único que funciona es la apertura manual bajando los escalones como está mandado. Como toda la vida. Para hacer ejercicio está bien, y también para recibir a las visitas cara a cara y que no se encuentren un recibidor vacío; pero, cuando el que quiere entrar es de confianza, se echa de menos darle al botoncito y que pase. El que entra (y es de confianza) también echa de menos que le abran enseguida, antes que quedarse un rato al relente y quién sabe si calándose bajo la lluvia.
Lo siguiente fue que la puerta sería im-presionante, pero el pomo de la misma era una barra metálica que apenas dejaba espacio para meter la mano -y la llave-, sobre todo si eras diestro. Los zurdos nos las componemos bastante bien, pero resulta que, en mi familia, el único zurdo soy yo. Para una vez que se hace algo pensando en nosotros...
Finalmente, la cosa se torció del todo cuando la puerta, que hay que decir que tiene una función precisa en esta vida, y no es adornar, empezó a abrirse por simpatía, y luego se negaba a cerrarse. Si, durante las primeras semanas, cerrabas y punto, a partir de ellas pasó a rebotar contra el marco, hasta el punto de que, para cerrarla, había que ir con una suavidad exquisita, pero incluso así una ráfaga de viento la abría de nuevo. La única ventaja era que no hacía falta llevarse la llave para entrar en casa, porque empujabas ligeramente, y la puerta cedía con más facilidad que un negociador del gobierno español.
Llegados a este extremo, ya hubo que llamar al señor Puertincx. Pero las aventuras que tuvimos con él las dejo para la siguiente entrada, esperando que sea la última, aunque, de todas formas, ya se ha hecho tarde.
Pues señor, nos habíamos quedado en abril, nada menos, con la puerta del garaje terminada y en buen uso. Con la euforia del momento, uno se viene arriba y la pregunta al señor Puertincx, que así llamaremos al operario que nos puso la puerta del garaje, fue si también se ocupaban de puertas de entrada, que, si así era, nos apuntábamos.
Resultó que sí, pero que no las hacían ellos, sino que las importaban de los Países Bajos, vulgo Holanda; pero que sí las instalaban ellos. Pues estáis contratados, dijimos. El presupuesto era razonablemente modesto, pagamos una cantidad a cuenta y esperamos, frotándonos las manos, que nuestra venerable puerta de 1957 fuera reemplazada por una puerta de la era espacial.
A todo esto, la puerta de 1957, con su reja y una cerradura de seguridad, jamás había dado el menor problema y cerraba de categoría y, si algo le podíamos reprochar, era el biruji que entraba en invierno por los bajos de la misma.
La puerta costó un poco de hacerse. Llegó en verano, y era del tipo puturrudefuá securitas, con un cristal central traslúcido de los que no se rompen ni a martillazos, aislamiento de última generación (hay que reconocer que algo se ha notado en la factura de la calefacción) y, eso sí, la cerradura era normalita, de las de llave de toda la vida, sin células fotoeléctricas ni identificador de iris, pero bueno, el caso es que la puerta fuera chula. Luego vino un albañil flamencófono que puso en orden el estropicio que significó instalar el marco, y parecía que la cosa quedaba bien y que iba a poder escribir la última entrada y alabar al Señor por haber encontrado un profesional irreprochable en el Reino de los Belgas.
Muy feliz me las prometía yo.
La cosa comenzó a torcerse cuando nos dimos cuenta de que la apertura automática fallaba. Con la puerta de 1957, el videoportero y la apertura automática no nos dieron el menor problema; en cambio, uno pone la puerta galáctica, y resulta que ya puede pulsar con furia el portero automático, que al final lo único que funciona es la apertura manual bajando los escalones como está mandado. Como toda la vida. Para hacer ejercicio está bien, y también para recibir a las visitas cara a cara y que no se encuentren un recibidor vacío; pero, cuando el que quiere entrar es de confianza, se echa de menos darle al botoncito y que pase. El que entra (y es de confianza) también echa de menos que le abran enseguida, antes que quedarse un rato al relente y quién sabe si calándose bajo la lluvia.
Lo siguiente fue que la puerta sería im-presionante, pero el pomo de la misma era una barra metálica que apenas dejaba espacio para meter la mano -y la llave-, sobre todo si eras diestro. Los zurdos nos las componemos bastante bien, pero resulta que, en mi familia, el único zurdo soy yo. Para una vez que se hace algo pensando en nosotros...
Finalmente, la cosa se torció del todo cuando la puerta, que hay que decir que tiene una función precisa en esta vida, y no es adornar, empezó a abrirse por simpatía, y luego se negaba a cerrarse. Si, durante las primeras semanas, cerrabas y punto, a partir de ellas pasó a rebotar contra el marco, hasta el punto de que, para cerrarla, había que ir con una suavidad exquisita, pero incluso así una ráfaga de viento la abría de nuevo. La única ventaja era que no hacía falta llevarse la llave para entrar en casa, porque empujabas ligeramente, y la puerta cedía con más facilidad que un negociador del gobierno español.
Llegados a este extremo, ya hubo que llamar al señor Puertincx. Pero las aventuras que tuvimos con él las dejo para la siguiente entrada, esperando que sea la última, aunque, de todas formas, ya se ha hecho tarde.
sábado, 25 de noviembre de 2017
Conchabados del siglo XIII
Hace tiempo, ¿eh?
Sí, entretanto he vuelto a Bruselas y hasta me ha dado tiempo a dar otro salto a Valencia, y hasta a algún que otro sitio situados por estos andurriales y que me darían para escribir no pocas entradas si mis otros quehaceres me dieran tiempo para pergeñarlas. No siendo, por desgracia, el caso, bastante tengo con proseguir y terminar la serie que dejé a medias (sin contar la de la puerta del garaje, que sigue pendiente -como yo mismo- del final completo), esperando que lleguen mejores tiempos que dejen algún espacio para dedicar a la escritura.
Había dejado a Blasco de Alagón saliendo por piernas de los dominios de su señor Jaime I y acogiéndose a la hospitalidad de Abuceit. Allí estuvo dos años en calidad de consejero de Abuceit y, se supone, esperando la oportunidad de medrar en otro sitio, porque ser el consejero del rey moro del Alto Palancia y Els Ports como que no luce mucho.
La aoportunidad llegó pasados un par de años. Jaime I se había metido en la empresa de conquistar Mallorca, cosa que consiguió tras sudar bastante y sin que sus mesnadas quisieran meterse en más berenjenales. Por otra parte, esos nuevos berenjenales eran inevitables, porque Zayán, el nuevo rey de Valencia que había dado la patada a Abuceit, era un tipo arrojado y, a la que vio que Jaime I podía pasar apuros, se dio un paseo por su frontera norte para ver si reconquistaba la línea del Ebro. En estas circunstancias, a Jaime I le vendría bien cualquier ayuda que le dieran, así que, cuando insinuó a Blasco de Alagón que el tiempo lo curaba todo y que no les vendría mal ajuntarse de nuevo, éste no se lo pensó demasiado.
En 1231, Jaime I y Blasco de Alagón eran de nuevo amigos. A Jaime I le debió de dar un subidón tal, que se vino arriba y le prometió a don Blasco darle autoridad sobre los castillos que tomare.
Hay varias versiones sobre lo que sucedió a continuación, y es la manera es cómo se tomó Morella. Para empezar, Morella, que es la fortaleza de la foto de arriba, siempre ha sido un hueso durísimo de roer. Hoy es un pueblecito de alrededor de tres mil habitantes conocido por ser el lugar de nacimiento del actual presidente de la Generalidad valenciana, y sigue siendo muy bonito, pero en aquel entonces, antes del éxodo del campo a la ciudad, era una ciudad realmente importante y, en aquellos tiempos anteriores a la pólvora, prácticamente inexpugnable. El que mandara en ella era el dueño de lo que luego sería el Maestrazgo, y así fue hasta bien entrado el siglo XIX. Todavía hoy se encuentra en el patio del castillo una estatua del general Cabrera, que tomó Morella en enero de 1838 con un golpe de audacia y gobernó desde allí un amplísimo territorio en los casi dos años y medio que la mantuvo en su poder.
En 1232, las cosas eran de otra manera. Blasco de Alagón hizo la guerra por su cuenta y decidió atacar Morella. La versión oficial habla de un ataque por sorpresa fracasado, de unos parlamentarios que le ofrecieron pagar su retirada (ahí, ahí, ese espíritu caballeresco), y de una conspiración entre Blasco de Alagón y los hijos de Abuceít, que eran amiguetes suyos y que, más o menos, le debían la vida, porque eran unos infantes bastante rijosos y su padre les había pillado puliéndose a varias de sus esposas (de las de su padre, que por entonces tenía un harén entero). Por consejo de Blasco de Alagón, en lugar de ejecutarlos directamente, se limitó a desterrarlos a Morella en un régimen de arresto domiciliario.
A mí me da que, a la vista de la situación general, Abuceít estaba preparando su siguiente paso y la reconciliación de Blasco de Alagón con Jaime I le venía de perlas. Más o menos se debieron poner de acuerdo en que Abuceít cedería Morella sin mucho lío a Blasco de Alagón, sabedor el primero de que el rey le había prometido al segundo los castillos que tomase en la preparación del ataque a Valencia. Abuceít, por su parte, preparaba su siguiente golpe: convertirse al cristianismo.
A pesar de lo que he leído en la literatura clásica española (las Novelas ejemplares de Cervantes son, precisamente, un ejemplo), las conversiones de musulmanes al cristianismo son una excepción absoluta. En un país musulmán, convertirse al cristianismo y hacerlo público es algo que sólo puede hacer alguien que esté muy cansado de la vida; se dice que hay cierto número de conversos secretos, pero claro, como son secretos, a ver quién es el guapo que se entera de sus vidas y su testimonio. En un país no musulmán, como de momento lo es Bélgica, hace unos años fui testigo de un musulmán, Mohamed se llamaba, o como se escriba en su lengua, que hizo públicamente la petición de ser admitido a las catequesis para recibir el bautismo, lo cual me temo que viene a demostrar definitivamente que Cristo está presente incluso en la iglesia católica en Bélgica, porque, para sentirse atraídos por el mensaje que demasiadas veces transmitimos los católicos que vivimos en Bruselas, hay que estar realmente muy convencido por el Espíritu Santo.
Y sí, es verdad que se habla últimamente de una ola de musulmanes conversos al protestantismo entre los refugiados que piden asilo en países como Dinamarca, pero creo que se pueden tener dudas más que razonables sobre la sinceridad de dicha conversión. Yo no contaría mucho con ellos, vamos.
El caso de Abuceít es difícil. Hay algunas tradiciones piadosas sobre los motivos de su conversión, entre las que están su presencia en el milagro de la cruz de Caravaca y la impresión que le produjo el testimonio de los franciscanos que había martirizado en Valencia unos años antes. No falta quien sospecha que lo que quiso fue simplemente congraciarse con el poder cristiano que venía e integrarse en el mismo, en un momento en que estaba claro que el dominio musulmán en la Península Ibérica se estaba desmoronando. Pero sí que parece que la conversión fue seria. Adoptó el nombre de Vicente (¡nada menos!) Bellvís, pasado algún tiempo abandonó a la multitud de esposas que tenía, y se casó con una aragonesa, ya cumplidos los cuarenta años (cuarenta años del siglo XIII, ojo), con la que aún tuvo dos hijos, varón y mujer, y esta última emparentó con un noble aragonés y fundó una de las casas nobiliarias más importantes del Reino de Valencia, la de Arenoso. Es más, partició activamente en la posterior conquista del Reino de Valencia, en el bando de Jaime I, que le colmó de privilegios, y acabó sus días, habrá que decir que cristianamente, en Argelita, una hoy pequeña población en el centro de la actual provincia de Castellón, donde tenía un palacio que no se derrumbó hasta hace relativamente poco y del que aún se conserva algún resto.
En cuanto a Blasco de Alagón, seguramente se las prometía muy felices, una vez dueño, con su socio Abuceít, de Morella y de prácticamente todo el interior de Castellón. Era bastante claro que se había conchabado con Abuceít para quedarse de testaferro con los principales castillos de éste y que Jaime I no tuviera la tentación de quedarse con todos, pero no coló. Jaime I, tras tomar Ares (que luego sería Ares del Maestre), recibió la noticia de que su mayordomo había tomado posesión de Morella, se acercó por allí, vio el pedazo de bicho que era aquello, supongo que tragó saliva y comprendió que se estaba montando un lío bastante gordo si dejaba a Blasco de Alagón, un mayordomo de lealtad por lo menos cuestionable (digamos que el episodio con Leonor de Castilla no le favoreció nada). Le hizo, pues, llamar, y vino a decir que ni de coña le dejaba Morella, por muchas promesas que le hubiese hecho en un momento de euforia.
Se produjo entonces un interesante tira y afloja, al final del cual Blasco de Alagón se quedó con Morella, pero bajo la jurisdicción de Jaime I, que se reservaba además una pequeña guarnición en dos de las torres de la muralla. Después de este suceso, el rey continuó la campaña y, gracias en buena parte a su aliado Abuceít... digo, Vicente Bellvís, no tardó en poner toda la actual provincia de Castellón bajo su dominio. El resto de la historia es conocido: Zayán se defendió con enorme valor y denuedo, pero fue derrotado en El Puig y tuvo que encerrarse en Valencia, donde, tras un asedio de cinco meses, tuvo que rendirse.
Pero eso, y lo que siguió después, es otra historia, y quizá toque contarla en otro momento. En cuanto a los dos protagonistas de estas entradas, Blasco de Alagón siguió haciendo de su capa un sayo en Morella hasta el final de sus días, participando en alguna campaña del rey, pero dejando el curro del asedio de Valencia a su hijo Artal. Debió fallecer hacia 1249, y digamos que Jaime I le miró con cierto recelo, hasta el punto de llegar a las manos, porque, como se veía venir, se le había creado un marrón de los gordos con el feudo semi-independiente que se le había quedado y que sólo pudo controlar a la muerte de Blasco de Alagón. Los sucesores de éste, sin embargo, fueron mucho menos levantiscos, sirvieron fielmente en Italia a los reyes de Aragón, uno de ellos fue incluso gobernador de los Países Bajos (y residió en Bruselas en un momento casi desesperado, quizá toque hablar de él más adelante) y hoy son grandes de España como condes de Sástago.
En cuanto a Abuceít, tuvo muchísimos hijos de sus muchas mujeres, que emparentaron con las mejores familias del reino, y dos hijos cristianos fetén, que hicieron lo propio. Su hija, como quedó dicho, recibió Arenoso al casarse con su marido, y sus sucesores, barones de Arenoso, llegaron con el tiempo a emparentar con los duques de Gandía. Abuceít parece que no sólo participó en la conquista de Valencia, sino también en la de Sevilla, antes de retirarse a sus dominios.
Y hasta aquí esta serie. Y ahora lo dejo, no porque se haga tarde y tenga que acostarme, sino porque me he comprometido a ir a recoger a una hija adolescente que tengo cenando en casa de una amiga suya. No es de extrañar que no tenga tiempo para no ser más prolífico...
Sí, entretanto he vuelto a Bruselas y hasta me ha dado tiempo a dar otro salto a Valencia, y hasta a algún que otro sitio situados por estos andurriales y que me darían para escribir no pocas entradas si mis otros quehaceres me dieran tiempo para pergeñarlas. No siendo, por desgracia, el caso, bastante tengo con proseguir y terminar la serie que dejé a medias (sin contar la de la puerta del garaje, que sigue pendiente -como yo mismo- del final completo), esperando que lleguen mejores tiempos que dejen algún espacio para dedicar a la escritura.
Había dejado a Blasco de Alagón saliendo por piernas de los dominios de su señor Jaime I y acogiéndose a la hospitalidad de Abuceit. Allí estuvo dos años en calidad de consejero de Abuceit y, se supone, esperando la oportunidad de medrar en otro sitio, porque ser el consejero del rey moro del Alto Palancia y Els Ports como que no luce mucho.
La aoportunidad llegó pasados un par de años. Jaime I se había metido en la empresa de conquistar Mallorca, cosa que consiguió tras sudar bastante y sin que sus mesnadas quisieran meterse en más berenjenales. Por otra parte, esos nuevos berenjenales eran inevitables, porque Zayán, el nuevo rey de Valencia que había dado la patada a Abuceit, era un tipo arrojado y, a la que vio que Jaime I podía pasar apuros, se dio un paseo por su frontera norte para ver si reconquistaba la línea del Ebro. En estas circunstancias, a Jaime I le vendría bien cualquier ayuda que le dieran, así que, cuando insinuó a Blasco de Alagón que el tiempo lo curaba todo y que no les vendría mal ajuntarse de nuevo, éste no se lo pensó demasiado.
En 1231, Jaime I y Blasco de Alagón eran de nuevo amigos. A Jaime I le debió de dar un subidón tal, que se vino arriba y le prometió a don Blasco darle autoridad sobre los castillos que tomare.
Hay varias versiones sobre lo que sucedió a continuación, y es la manera es cómo se tomó Morella. Para empezar, Morella, que es la fortaleza de la foto de arriba, siempre ha sido un hueso durísimo de roer. Hoy es un pueblecito de alrededor de tres mil habitantes conocido por ser el lugar de nacimiento del actual presidente de la Generalidad valenciana, y sigue siendo muy bonito, pero en aquel entonces, antes del éxodo del campo a la ciudad, era una ciudad realmente importante y, en aquellos tiempos anteriores a la pólvora, prácticamente inexpugnable. El que mandara en ella era el dueño de lo que luego sería el Maestrazgo, y así fue hasta bien entrado el siglo XIX. Todavía hoy se encuentra en el patio del castillo una estatua del general Cabrera, que tomó Morella en enero de 1838 con un golpe de audacia y gobernó desde allí un amplísimo territorio en los casi dos años y medio que la mantuvo en su poder.
En 1232, las cosas eran de otra manera. Blasco de Alagón hizo la guerra por su cuenta y decidió atacar Morella. La versión oficial habla de un ataque por sorpresa fracasado, de unos parlamentarios que le ofrecieron pagar su retirada (ahí, ahí, ese espíritu caballeresco), y de una conspiración entre Blasco de Alagón y los hijos de Abuceít, que eran amiguetes suyos y que, más o menos, le debían la vida, porque eran unos infantes bastante rijosos y su padre les había pillado puliéndose a varias de sus esposas (de las de su padre, que por entonces tenía un harén entero). Por consejo de Blasco de Alagón, en lugar de ejecutarlos directamente, se limitó a desterrarlos a Morella en un régimen de arresto domiciliario.
A mí me da que, a la vista de la situación general, Abuceít estaba preparando su siguiente paso y la reconciliación de Blasco de Alagón con Jaime I le venía de perlas. Más o menos se debieron poner de acuerdo en que Abuceít cedería Morella sin mucho lío a Blasco de Alagón, sabedor el primero de que el rey le había prometido al segundo los castillos que tomase en la preparación del ataque a Valencia. Abuceít, por su parte, preparaba su siguiente golpe: convertirse al cristianismo.
A pesar de lo que he leído en la literatura clásica española (las Novelas ejemplares de Cervantes son, precisamente, un ejemplo), las conversiones de musulmanes al cristianismo son una excepción absoluta. En un país musulmán, convertirse al cristianismo y hacerlo público es algo que sólo puede hacer alguien que esté muy cansado de la vida; se dice que hay cierto número de conversos secretos, pero claro, como son secretos, a ver quién es el guapo que se entera de sus vidas y su testimonio. En un país no musulmán, como de momento lo es Bélgica, hace unos años fui testigo de un musulmán, Mohamed se llamaba, o como se escriba en su lengua, que hizo públicamente la petición de ser admitido a las catequesis para recibir el bautismo, lo cual me temo que viene a demostrar definitivamente que Cristo está presente incluso en la iglesia católica en Bélgica, porque, para sentirse atraídos por el mensaje que demasiadas veces transmitimos los católicos que vivimos en Bruselas, hay que estar realmente muy convencido por el Espíritu Santo.
Y sí, es verdad que se habla últimamente de una ola de musulmanes conversos al protestantismo entre los refugiados que piden asilo en países como Dinamarca, pero creo que se pueden tener dudas más que razonables sobre la sinceridad de dicha conversión. Yo no contaría mucho con ellos, vamos.
El caso de Abuceít es difícil. Hay algunas tradiciones piadosas sobre los motivos de su conversión, entre las que están su presencia en el milagro de la cruz de Caravaca y la impresión que le produjo el testimonio de los franciscanos que había martirizado en Valencia unos años antes. No falta quien sospecha que lo que quiso fue simplemente congraciarse con el poder cristiano que venía e integrarse en el mismo, en un momento en que estaba claro que el dominio musulmán en la Península Ibérica se estaba desmoronando. Pero sí que parece que la conversión fue seria. Adoptó el nombre de Vicente (¡nada menos!) Bellvís, pasado algún tiempo abandonó a la multitud de esposas que tenía, y se casó con una aragonesa, ya cumplidos los cuarenta años (cuarenta años del siglo XIII, ojo), con la que aún tuvo dos hijos, varón y mujer, y esta última emparentó con un noble aragonés y fundó una de las casas nobiliarias más importantes del Reino de Valencia, la de Arenoso. Es más, partició activamente en la posterior conquista del Reino de Valencia, en el bando de Jaime I, que le colmó de privilegios, y acabó sus días, habrá que decir que cristianamente, en Argelita, una hoy pequeña población en el centro de la actual provincia de Castellón, donde tenía un palacio que no se derrumbó hasta hace relativamente poco y del que aún se conserva algún resto.
En cuanto a Blasco de Alagón, seguramente se las prometía muy felices, una vez dueño, con su socio Abuceít, de Morella y de prácticamente todo el interior de Castellón. Era bastante claro que se había conchabado con Abuceít para quedarse de testaferro con los principales castillos de éste y que Jaime I no tuviera la tentación de quedarse con todos, pero no coló. Jaime I, tras tomar Ares (que luego sería Ares del Maestre), recibió la noticia de que su mayordomo había tomado posesión de Morella, se acercó por allí, vio el pedazo de bicho que era aquello, supongo que tragó saliva y comprendió que se estaba montando un lío bastante gordo si dejaba a Blasco de Alagón, un mayordomo de lealtad por lo menos cuestionable (digamos que el episodio con Leonor de Castilla no le favoreció nada). Le hizo, pues, llamar, y vino a decir que ni de coña le dejaba Morella, por muchas promesas que le hubiese hecho en un momento de euforia.
Se produjo entonces un interesante tira y afloja, al final del cual Blasco de Alagón se quedó con Morella, pero bajo la jurisdicción de Jaime I, que se reservaba además una pequeña guarnición en dos de las torres de la muralla. Después de este suceso, el rey continuó la campaña y, gracias en buena parte a su aliado Abuceít... digo, Vicente Bellvís, no tardó en poner toda la actual provincia de Castellón bajo su dominio. El resto de la historia es conocido: Zayán se defendió con enorme valor y denuedo, pero fue derrotado en El Puig y tuvo que encerrarse en Valencia, donde, tras un asedio de cinco meses, tuvo que rendirse.
Pero eso, y lo que siguió después, es otra historia, y quizá toque contarla en otro momento. En cuanto a los dos protagonistas de estas entradas, Blasco de Alagón siguió haciendo de su capa un sayo en Morella hasta el final de sus días, participando en alguna campaña del rey, pero dejando el curro del asedio de Valencia a su hijo Artal. Debió fallecer hacia 1249, y digamos que Jaime I le miró con cierto recelo, hasta el punto de llegar a las manos, porque, como se veía venir, se le había creado un marrón de los gordos con el feudo semi-independiente que se le había quedado y que sólo pudo controlar a la muerte de Blasco de Alagón. Los sucesores de éste, sin embargo, fueron mucho menos levantiscos, sirvieron fielmente en Italia a los reyes de Aragón, uno de ellos fue incluso gobernador de los Países Bajos (y residió en Bruselas en un momento casi desesperado, quizá toque hablar de él más adelante) y hoy son grandes de España como condes de Sástago.
En cuanto a Abuceít, tuvo muchísimos hijos de sus muchas mujeres, que emparentaron con las mejores familias del reino, y dos hijos cristianos fetén, que hicieron lo propio. Su hija, como quedó dicho, recibió Arenoso al casarse con su marido, y sus sucesores, barones de Arenoso, llegaron con el tiempo a emparentar con los duques de Gandía. Abuceít parece que no sólo participó en la conquista de Valencia, sino también en la de Sevilla, antes de retirarse a sus dominios.
Y hasta aquí esta serie. Y ahora lo dejo, no porque se haga tarde y tenga que acostarme, sino porque me he comprometido a ir a recoger a una hija adolescente que tengo cenando en casa de una amiga suya. No es de extrañar que no tenga tiempo para no ser más prolífico...
jueves, 14 de septiembre de 2017
El aventurero
Si en España hubiera una industria del cine como es debido, no nos dedicaríamos a ver películas del Oeste o de la Mafia, sino que la vida de ejemplares como el protagonista de esta entrada ya habría sido objeto, no ya de una película, sino de una serie entera de ellas.
Blasco de Alagón, que tal era el nombre del pollo que nos ocupa, debió ser un tipo digno de estudio, uno de esos caballeros de frontera que no eran exactamente vasallos de nadie y que eran tan fuertes como lo era su mesnada, y que no dudaban en gastarle una mala pasada a su señor natural si se levantaban un día de mal humor. Sin embargo, fue uno de los apoyos más importantes de Jaime I en su minoría de edad frente a sus levantiscos colegas, y le salvó de apuros importantes más de una vez y más de dos, hasta llegar a convertirse en su persona de confianza, lo cual, teniendo en cuenta que el rey tenía catorce años y habida quedado huérfano con cinco, pues era mucho. Tampoco es que el padre del rey tuviera un amor loco por su hijo, como parece probar la forma en que fue concebido.
Lo de los reyes de Aragón y sus mujeres da para una entrada aparte. Alguno de ellos se casó porque no tenía más remedio, y está el caso de Alfonso el Batallador, que pasó bastante tiempo guerreando contra su mujer, Urraca de Castilla, con la que no parece que tuviera ni intimidad, ni desde luego descendencia. A su hermano, Ramiro el Monje, hubo que sacarle de un monasterio para evitar la desaparición del reino, casarle a toda mecha con una señora francesa viuda, meterle a hacer al menos un hijo (fue una hija) lo más pronto posible y, conseguido esto, Ramiro se volvió a lo suyo, esto es, al monasterio, y mando a la señora viuda a Francia de vuelta, a otro monasterio. Paradójicamente, a su nieto, Alfonso II, se le conoce como el Casto, y se supone que lo sería, pero célibe no, porque de su esposa tuvo nueve hijos, de los que siete llegaron a adultos, lo cual está muy bien para la época. El mayor fue Pedro II, padre de Jaime el Conquistador, conocido como el Católico, y supongo que lo sería, pero para que tuviera relaciones con su esposa, la reina, sus cortesanos tuvieron que engañarle y hacerle creer que era una de sus amantes.
En fin, que en Aragón había un problema con los matrimonios de sus reyes (el problema continuó después de Jaime I, pero ésa es otra historia), con lo cual uno supone que, con tales antecedentes, los nobles del reino andarían con cuidado a la hora de buscarle novia al chaval que tenían como rey.
Pero no.
Como lo más importante en aquel entonces eran las alianzas entre reinos, y no que los esposos, no ya se quisieran, sino fueran mínimamente compatibles, los principales del reino miraron a Castilla, y resultó que la única princesa casadera del reino vecino era Leonor de Castilla, tía del rey Fernando III, otro que se haría famoso con el tiempo, pero que entonces también era un jovencito. El hecho de que Jaime I tuviera catorce años y Leonor anduviera por los treinta, que en el siglo XIII es como decir la tercera edad, no impidió el matrimonio. Vale, ya sé que las feministas que en el mundo son rajan sobre que por qué la diferencia de edad sólo es sospechosa cuando es la mujer la mayor de la pareja, y no cuando lo es el marido, pero las cosas son como son, y en el siglo XIII no digamos. Será todo lo triste que se quiera, pero para que un hombre se case con una mujer que le dobla la edad hay que ser muy raro o presidente de Francia. Y, aunque seas presidente de Francia, sigues siendo raro. Se siente.
Jaime I, así y todo, tuvo un hijo con Leonor de Castilla. Luego debió pensar que ya estaba bien y, unos años y varias amantes después, alguna bastante metomentodo, decidió pedir al Papa la nulidad de su matrimonio por parentesco. Se ve que el parentesco sólo lo descubrió ocho años después de casarse, y que antes ni siquiera lo sospechaba, el pobre. El caso es que el Papa le concedió la nulidad (el parentesco era real, en todos los sentidos), y Leonor, eso sí, se llevó algunas concesiones. Una de ellas era llevarse a su hijo con ella a Castilla (moriría antes que su padre y, por tanto, no llegó a sucederle); la otra era un buen pastón.
Volvía la ex-reina con su séquito a Castilla, cuando hete aquí que aparece Blasco de Alagón con su mesnada y, aduciendo que ha gastado una fortuna al servicio de Jaime I, y que ya es hora de hacérsela devolver, despluma completamente a Leonor de Castilla y se lleva el pastón. Uno piensa en los nobles de la Edad Media, y supone que eran como esos caballeros que aparecen en las novelas de caballería, siempre prestos a proteger a las mujeres, especialmente a las princesas, y a los huérfanos, y a luchar por sus damas. Leonor de Castilla era princesa y huérfana, y la habían dejado tirada de mala manera, con lo cual era exactamente el tipo de dama que un caballero debería proteger, no contribuir a su desgracia. Se supone que eso se estudiaba en primero de caballero. Blasco de Alagón, caballero y todo lo que se quiera, parece que no asistió a clase el día que explicaron eso.
Al rey le hizo poca gracia el asunto, por muy mayordomo suyo que fuera Blasco de Alagón, y éste entendió que se había pasado muchos pueblos, y decidió poner otros tantos entre él y las fronteras de Aragón. Como en Castilla estaba claro que le iban a recibir de uñas, tuvo que internarse en tierra de moros, y ahí le vino bien una vieja amistad que había hecho unos años antes, cuando Jaime I empezó a asomar el hocico por lo que luego sería el Reino de Valencia: el mismísimo Abuceit, que, como ya vimos, había salido por piernas de Valencia y operaba desde el Alto Palancia y el Alto Mijares.
Un moro destronado y un salteador de caminos cristiano. Juntos estaban llamados a hacer grandes cosas.
Blasco de Alagón, que tal era el nombre del pollo que nos ocupa, debió ser un tipo digno de estudio, uno de esos caballeros de frontera que no eran exactamente vasallos de nadie y que eran tan fuertes como lo era su mesnada, y que no dudaban en gastarle una mala pasada a su señor natural si se levantaban un día de mal humor. Sin embargo, fue uno de los apoyos más importantes de Jaime I en su minoría de edad frente a sus levantiscos colegas, y le salvó de apuros importantes más de una vez y más de dos, hasta llegar a convertirse en su persona de confianza, lo cual, teniendo en cuenta que el rey tenía catorce años y habida quedado huérfano con cinco, pues era mucho. Tampoco es que el padre del rey tuviera un amor loco por su hijo, como parece probar la forma en que fue concebido.
Lo de los reyes de Aragón y sus mujeres da para una entrada aparte. Alguno de ellos se casó porque no tenía más remedio, y está el caso de Alfonso el Batallador, que pasó bastante tiempo guerreando contra su mujer, Urraca de Castilla, con la que no parece que tuviera ni intimidad, ni desde luego descendencia. A su hermano, Ramiro el Monje, hubo que sacarle de un monasterio para evitar la desaparición del reino, casarle a toda mecha con una señora francesa viuda, meterle a hacer al menos un hijo (fue una hija) lo más pronto posible y, conseguido esto, Ramiro se volvió a lo suyo, esto es, al monasterio, y mando a la señora viuda a Francia de vuelta, a otro monasterio. Paradójicamente, a su nieto, Alfonso II, se le conoce como el Casto, y se supone que lo sería, pero célibe no, porque de su esposa tuvo nueve hijos, de los que siete llegaron a adultos, lo cual está muy bien para la época. El mayor fue Pedro II, padre de Jaime el Conquistador, conocido como el Católico, y supongo que lo sería, pero para que tuviera relaciones con su esposa, la reina, sus cortesanos tuvieron que engañarle y hacerle creer que era una de sus amantes.
En fin, que en Aragón había un problema con los matrimonios de sus reyes (el problema continuó después de Jaime I, pero ésa es otra historia), con lo cual uno supone que, con tales antecedentes, los nobles del reino andarían con cuidado a la hora de buscarle novia al chaval que tenían como rey.
Pero no.
Como lo más importante en aquel entonces eran las alianzas entre reinos, y no que los esposos, no ya se quisieran, sino fueran mínimamente compatibles, los principales del reino miraron a Castilla, y resultó que la única princesa casadera del reino vecino era Leonor de Castilla, tía del rey Fernando III, otro que se haría famoso con el tiempo, pero que entonces también era un jovencito. El hecho de que Jaime I tuviera catorce años y Leonor anduviera por los treinta, que en el siglo XIII es como decir la tercera edad, no impidió el matrimonio. Vale, ya sé que las feministas que en el mundo son rajan sobre que por qué la diferencia de edad sólo es sospechosa cuando es la mujer la mayor de la pareja, y no cuando lo es el marido, pero las cosas son como son, y en el siglo XIII no digamos. Será todo lo triste que se quiera, pero para que un hombre se case con una mujer que le dobla la edad hay que ser muy raro o presidente de Francia. Y, aunque seas presidente de Francia, sigues siendo raro. Se siente.
Jaime I, así y todo, tuvo un hijo con Leonor de Castilla. Luego debió pensar que ya estaba bien y, unos años y varias amantes después, alguna bastante metomentodo, decidió pedir al Papa la nulidad de su matrimonio por parentesco. Se ve que el parentesco sólo lo descubrió ocho años después de casarse, y que antes ni siquiera lo sospechaba, el pobre. El caso es que el Papa le concedió la nulidad (el parentesco era real, en todos los sentidos), y Leonor, eso sí, se llevó algunas concesiones. Una de ellas era llevarse a su hijo con ella a Castilla (moriría antes que su padre y, por tanto, no llegó a sucederle); la otra era un buen pastón.
Volvía la ex-reina con su séquito a Castilla, cuando hete aquí que aparece Blasco de Alagón con su mesnada y, aduciendo que ha gastado una fortuna al servicio de Jaime I, y que ya es hora de hacérsela devolver, despluma completamente a Leonor de Castilla y se lleva el pastón. Uno piensa en los nobles de la Edad Media, y supone que eran como esos caballeros que aparecen en las novelas de caballería, siempre prestos a proteger a las mujeres, especialmente a las princesas, y a los huérfanos, y a luchar por sus damas. Leonor de Castilla era princesa y huérfana, y la habían dejado tirada de mala manera, con lo cual era exactamente el tipo de dama que un caballero debería proteger, no contribuir a su desgracia. Se supone que eso se estudiaba en primero de caballero. Blasco de Alagón, caballero y todo lo que se quiera, parece que no asistió a clase el día que explicaron eso.
Al rey le hizo poca gracia el asunto, por muy mayordomo suyo que fuera Blasco de Alagón, y éste entendió que se había pasado muchos pueblos, y decidió poner otros tantos entre él y las fronteras de Aragón. Como en Castilla estaba claro que le iban a recibir de uñas, tuvo que internarse en tierra de moros, y ahí le vino bien una vieja amistad que había hecho unos años antes, cuando Jaime I empezó a asomar el hocico por lo que luego sería el Reino de Valencia: el mismísimo Abuceit, que, como ya vimos, había salido por piernas de Valencia y operaba desde el Alto Palancia y el Alto Mijares.
Un moro destronado y un salteador de caminos cristiano. Juntos estaban llamados a hacer grandes cosas.
miércoles, 6 de septiembre de 2017
Los misioneros
En 1226, pues, llegaron a Valencia dos tipos bastante inconscientes, franciscanos ellos, que atendían por los nombres de fray Pedro y fray Juan. Fray Juan era de Perusa, mintras que fray Pedro era de Sassoferrato, una ciudad que los estudiantes de Historia del Derecho conocemos por ser el lugar de nacimiento del gran Bártolo. La misión, pues, de los freires era bastante peliaguda, y tenía más o menos las mismas perspectivas que un marchante de jamón ibérico en La Meca. Trataban de predicar el Evangelio y lograr la conversión de los musulmanes en pleno territorio almohade. No entre los andalusíes más, digamos, tolerantes, sino entre los almohades mismos, que venían a ser la crema y nata del Islam más estricto. Supongo que hoy se irían a la frontera entre Iraq y Siria, en territorio sarraceno fetén, y que las consecuencias de su atrevimiento no serían muy diferentes a las que experimentaron en el siglo XIII.
La orden franciscana se había fundado muy poco antes, en 1209. Parece que los dos frailes habían conocido al mismo San Francisco. Es posible (bueno, es seguro) que estuvieran llenos del entusiasmo misionero que caracteriza a los movimientos religiosos en sus orígenes. En todo caso, presentarse en la Valencia inmediatamente anterior a la conquista cristiana con la cruz y el hábito y ponerse a predicar que Jesús es el Mesías y que Mahoma es un falso profeta requería tenerlos muy bien puestos.
Abuceit, almohade él, hizo lo que todo musulmán convencido debe realizar: prender a aquellas dos prendas, torturarlos y decapitarlos, aunque sobre la naturaleza de las torturas y de la puntilla que Abuceit propinó a los hermanos menores hay algunas diferencias entre los distintos relatos que se hacen de este suceso. Quiere la tradición que ello sucediera el 29 de agosto, festividad de San Juan Bautista, otro decapitado ilustre, y no hay mucha seguridad acerca del año concreto en que tuvo lugar su martirio, pero no parece que se alejara mucho de la época en que se presentaron en Valencia.
El caso es que fray Pedro y fray Juan decidieron ofrecer sus vidas por la conversión de Abuceit, y profetizaron que no tardaría en ser destronado.
Hagamos una pausa para resaltar que convertir a un musulmán está entre lo difícil y lo imposible. Mira que hay musulmanes últimamente cerca de nosotros, y en todo este tiempo no he sabido sino de dos que se hayan bautizado. Quizá haya más que no se atrevan a hacerlo público, porque se juegan la piel literalmente, incluso en nuestra Europa que debería proteger a esta gente frente a sus correligionarios de tinte violento. Supongo que nuestros antepasados llamaban al Islam 'la secta de Mahoma' porque no había quien saliera de allí sin grave daño psicológico, como sucede en las sectas actuales.
Con Abuceit está probado que la cosa funcionó. No tenemos elementos para saber cómo sucedió su conversión. Aparte de los dos franciscanos mencionados arriba, se le atribuye haber presenciado el milagro de la Cruz de Caravaca, cuyo jubileo se celebra este año, pero a mí me gusta más el argumento de su admiración por el martirio de los misioneros. Al fin y al cabo, hacer aparecer una Cruz milagrosamente es algo en lo que poco podemos contribuir, mientras que dar testimonio está al alcance de cualquiera, siempre que tenga buena disposición e impetre ayuda desde lo alto.
Abuceit tenía una posición sumamente insegura en Valencia. El dominio almohade se desmoronaba, y finalmente Zayán Ben Mardanís le echó de la ciudad. Abuceit, en los años anteriores, había tenido algunos éxitos militares en el Alto Palancia, recuperando de los cristianos Villahermosa y Bejís, así que se dirigió hacía allá, hasta residir en Segorbe, que hoy es la capital de la comarca y sede episcopal, e incluso parece que los cristianos le conocían como rey de Segorbe.
Allí se le unió uno de los principales protagonistas de este período. Una personalidad interesante como pocas, y una mezcla de noble, militar y salteador de caminos de difícil parangón, incluso en época tan convulsa. Pero, como se hace tarde, lo dejaré para la próxima entrada.
Entretanto, como veo que hay gente que quiere saber cómo queda el feo asunto de la puerta del garaje, confieso que está llegando a su fin, y que me dispongo a pagar la última factura por la misma. Eso sí, queda un fleco relativo a la puerta de entrada que no hay manera de resolver ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me puse a buscar proveedores? Diez meses, creo. Pues eso...
Prometo que, cuando yo mismo sepa cómo termina todo, lo contaré. De verdad.
La orden franciscana se había fundado muy poco antes, en 1209. Parece que los dos frailes habían conocido al mismo San Francisco. Es posible (bueno, es seguro) que estuvieran llenos del entusiasmo misionero que caracteriza a los movimientos religiosos en sus orígenes. En todo caso, presentarse en la Valencia inmediatamente anterior a la conquista cristiana con la cruz y el hábito y ponerse a predicar que Jesús es el Mesías y que Mahoma es un falso profeta requería tenerlos muy bien puestos.
Abuceit, almohade él, hizo lo que todo musulmán convencido debe realizar: prender a aquellas dos prendas, torturarlos y decapitarlos, aunque sobre la naturaleza de las torturas y de la puntilla que Abuceit propinó a los hermanos menores hay algunas diferencias entre los distintos relatos que se hacen de este suceso. Quiere la tradición que ello sucediera el 29 de agosto, festividad de San Juan Bautista, otro decapitado ilustre, y no hay mucha seguridad acerca del año concreto en que tuvo lugar su martirio, pero no parece que se alejara mucho de la época en que se presentaron en Valencia.
El caso es que fray Pedro y fray Juan decidieron ofrecer sus vidas por la conversión de Abuceit, y profetizaron que no tardaría en ser destronado.
Hagamos una pausa para resaltar que convertir a un musulmán está entre lo difícil y lo imposible. Mira que hay musulmanes últimamente cerca de nosotros, y en todo este tiempo no he sabido sino de dos que se hayan bautizado. Quizá haya más que no se atrevan a hacerlo público, porque se juegan la piel literalmente, incluso en nuestra Europa que debería proteger a esta gente frente a sus correligionarios de tinte violento. Supongo que nuestros antepasados llamaban al Islam 'la secta de Mahoma' porque no había quien saliera de allí sin grave daño psicológico, como sucede en las sectas actuales.
Con Abuceit está probado que la cosa funcionó. No tenemos elementos para saber cómo sucedió su conversión. Aparte de los dos franciscanos mencionados arriba, se le atribuye haber presenciado el milagro de la Cruz de Caravaca, cuyo jubileo se celebra este año, pero a mí me gusta más el argumento de su admiración por el martirio de los misioneros. Al fin y al cabo, hacer aparecer una Cruz milagrosamente es algo en lo que poco podemos contribuir, mientras que dar testimonio está al alcance de cualquiera, siempre que tenga buena disposición e impetre ayuda desde lo alto.
Abuceit tenía una posición sumamente insegura en Valencia. El dominio almohade se desmoronaba, y finalmente Zayán Ben Mardanís le echó de la ciudad. Abuceit, en los años anteriores, había tenido algunos éxitos militares en el Alto Palancia, recuperando de los cristianos Villahermosa y Bejís, así que se dirigió hacía allá, hasta residir en Segorbe, que hoy es la capital de la comarca y sede episcopal, e incluso parece que los cristianos le conocían como rey de Segorbe.
Allí se le unió uno de los principales protagonistas de este período. Una personalidad interesante como pocas, y una mezcla de noble, militar y salteador de caminos de difícil parangón, incluso en época tan convulsa. Pero, como se hace tarde, lo dejaré para la próxima entrada.
Entretanto, como veo que hay gente que quiere saber cómo queda el feo asunto de la puerta del garaje, confieso que está llegando a su fin, y que me dispongo a pagar la última factura por la misma. Eso sí, queda un fleco relativo a la puerta de entrada que no hay manera de resolver ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me puse a buscar proveedores? Diez meses, creo. Pues eso...
Prometo que, cuando yo mismo sepa cómo termina todo, lo contaré. De verdad.
sábado, 2 de septiembre de 2017
El almohade
He de reconocer que el final de la última entrada, que he releído bastante después de escribirla, era por lo menos inquietante.
Sin embargo, la aseveración del final, que Solzhenitzyn pone en boca de uno de los personajes de su novela, es una verdad como un templo. Al cáncer le gustan las personas.
Desde la última entrada, ha pasado algún tiempo. He de reconocer que se me pasó por la cabeza dejar la bitácora en el estado en que ha quedado durante agosto, con esa frase lapidaria y definitiva que lo hubiera cerrado, y que quedara a la imaginación del lector que apareciera por aquí elucubrar sobre el destino final del autor de las líneas.
Pero, entretanto, ha pasado el mes de agosto, que ha sido de aúpa. Por primera vez en muchísimos años, he estado un mes entero fuera del trabajo, primero en el extranjero remoto, luego un par de días en un hospital (incluyendo un rato sobre una mesa de operaciones), y luego unos cuantos días de convalecencia con ciertas dificultades para usar el brazo izquierdo, que además es el bueno. Las dificultades continúan, eso sí, pero son cada día más fáciles de sobrellevar.
Por si fuera poco, los sarracenos no se limitan a atentar en Bruselas, que ya es algo que debe darse por descontado, sino que ahora vuelven a la carga en España, lo cual me lleva a ciertas reflexiones sobre cómo reacciona el personal allí y aquí cuando no se sabe de dónde vienen los tiros, pero sí que los tiros vendrán indefectiblemente.
Los días de convalecencia, en mi querida Valencia, la millor terreta del món, los podía haber pasado bastante aburrido. Los médicos no me dejaban hacer deporte, que es mi ocupación habitual cuando estoy por allí, ni siquiera montar en bicicleta, que es mi medio de transporte preferido. Lo único que me dejaban hacer era caminar, y a eso me he dedicado básicamente, lo cual me ha permitido recorrer partes de Valencia que hacía tiempo que no pisaba y, como complemento, echar un ojo a la historia del Reino de Valencia y, en particular, de sus orígenes, siempre tan ilustrativos y que nos enseñan cosas aplicables a esta actualidad que padecemos.
Uno de mis paseos me ha llevado por los alrededores de la plaza de la Virgen (siempre es bueno, y más tras haber pasado un episodio delicado, visitar a la Geperudeta y darle las gracias), donde se encuentra el Convento de la Puridad, un lugar que contiene los restos de un personaje fundamental en los orígenes del Reino de Valencia, y con una historia personal especialmente interesante.
La ortografía de su nombre es variada como pocas. Si atendemos al callejero de Valencia, pues tiene dedicada una calle cerca de la Bolsería, se trata del Moro Zeid. Hay quien prefiere Zayd Abu Zayd, que debe ser la versión más arabizada pronunciable en castellano, y yo aquí me voy a limitar a escribir su nombre como Abuceit, que es la castellanización más tradicional.
Abuceit no era un tipo cualquiera, no. Abuceit era bisnieto del primer califa almohade, que era en el siglo XII el equivalente más exacto del ISIS del siglo XXI. Esos tipos no se andaban con chiquitas con la tolerancia religiosa y esas zarandajas. Su guerra santa les llevó a quitarse de en medio a los almorávides, que ya de por sí abogaban por una interpretación rigorista del Islam, y a dar mandobles por todo Al Ándalus. Fueron de victoria en victoria hasta las Navas de Tolosa, en que su ejército quedó deshecho, y su califa, el Miramamolín, que era tío de Abuceit, tuvo que volverse a Rabat con el rabo entre las piernas.
Abuceit, pues, era el gobernador almohade de Valencia en la segunda década del siglo XIII. No era un sitio tranquilo para gobernar, pero ahí estaba él. Por el norte, tenía como vecino a un rey jovencito que tenía bastantes problemas para imponerse a los nobles de su reino, así que, de momento, por ahí no tenía mucho que temer. En efecto, Jaime I, que tal era el rey jovencito, era por entonces un quinceañero con serios problemas para hacer acatar su autoridad en sus estados. Luego, las cosas cambiarían, y Jaime I acabaría siendo conocido como 'el Conquistador' y reconocido como uno de los grandes reyes de las Españas, pero para eso tuvieron que pasar bastantes años.
Por el sur, los problemas eran más reales. El imperio almohade de la Península se estaba disolviendo y, en Murcia, Ibn Hud echó a los almohades y se hizo con el poder, en competencia con otro señor que se haría famoso más adelante, Mohamed Aben Alhamar, fundador del reino de Granada.
Además, Abuceit tiene serios problemas de legitimidad. Antes de los almohades, y no hacía tanto tiempo de eso, el rey de Valencia era el Rey Lobo, un personaje un tanto extraño, que vestía a la cristiana, siendo musulmán, que contrataba mercenarios cristianos (estaba forrado) para currar a los almohades, y cuyo apellido 'Mardanís', suena bastante a Martínez. Este rey fue finalmente expulsado por los almohades, pero dejó un buen recuerdo entre sus súbditos, sobre todo entre los murcianos, a los que elevó al mayor grado de prosperidad que hubieran tenido nunca. Y he aquí que un pariente suyo, Zayán, mira con codicia Valencia.
Por si no tenía suficientes quebraderos de cabeza, corriendo el año de la hégira de 623, o sea, el año del Señor de 1226, se presentan en Valencia dos tipos no se sabe si inconscientes, o directamente suicidas.
Pero de estos dos pipiolos tocará escribir en otra ocasión, porque ahora se va haciendo la hora de comer, y hay gusa. Y, para un convaleciente, esto es de la mayor importancia.
Sin embargo, la aseveración del final, que Solzhenitzyn pone en boca de uno de los personajes de su novela, es una verdad como un templo. Al cáncer le gustan las personas.
Desde la última entrada, ha pasado algún tiempo. He de reconocer que se me pasó por la cabeza dejar la bitácora en el estado en que ha quedado durante agosto, con esa frase lapidaria y definitiva que lo hubiera cerrado, y que quedara a la imaginación del lector que apareciera por aquí elucubrar sobre el destino final del autor de las líneas.
Pero, entretanto, ha pasado el mes de agosto, que ha sido de aúpa. Por primera vez en muchísimos años, he estado un mes entero fuera del trabajo, primero en el extranjero remoto, luego un par de días en un hospital (incluyendo un rato sobre una mesa de operaciones), y luego unos cuantos días de convalecencia con ciertas dificultades para usar el brazo izquierdo, que además es el bueno. Las dificultades continúan, eso sí, pero son cada día más fáciles de sobrellevar.
Por si fuera poco, los sarracenos no se limitan a atentar en Bruselas, que ya es algo que debe darse por descontado, sino que ahora vuelven a la carga en España, lo cual me lleva a ciertas reflexiones sobre cómo reacciona el personal allí y aquí cuando no se sabe de dónde vienen los tiros, pero sí que los tiros vendrán indefectiblemente.
Los días de convalecencia, en mi querida Valencia, la millor terreta del món, los podía haber pasado bastante aburrido. Los médicos no me dejaban hacer deporte, que es mi ocupación habitual cuando estoy por allí, ni siquiera montar en bicicleta, que es mi medio de transporte preferido. Lo único que me dejaban hacer era caminar, y a eso me he dedicado básicamente, lo cual me ha permitido recorrer partes de Valencia que hacía tiempo que no pisaba y, como complemento, echar un ojo a la historia del Reino de Valencia y, en particular, de sus orígenes, siempre tan ilustrativos y que nos enseñan cosas aplicables a esta actualidad que padecemos.
Uno de mis paseos me ha llevado por los alrededores de la plaza de la Virgen (siempre es bueno, y más tras haber pasado un episodio delicado, visitar a la Geperudeta y darle las gracias), donde se encuentra el Convento de la Puridad, un lugar que contiene los restos de un personaje fundamental en los orígenes del Reino de Valencia, y con una historia personal especialmente interesante.
La ortografía de su nombre es variada como pocas. Si atendemos al callejero de Valencia, pues tiene dedicada una calle cerca de la Bolsería, se trata del Moro Zeid. Hay quien prefiere Zayd Abu Zayd, que debe ser la versión más arabizada pronunciable en castellano, y yo aquí me voy a limitar a escribir su nombre como Abuceit, que es la castellanización más tradicional.
Abuceit no era un tipo cualquiera, no. Abuceit era bisnieto del primer califa almohade, que era en el siglo XII el equivalente más exacto del ISIS del siglo XXI. Esos tipos no se andaban con chiquitas con la tolerancia religiosa y esas zarandajas. Su guerra santa les llevó a quitarse de en medio a los almorávides, que ya de por sí abogaban por una interpretación rigorista del Islam, y a dar mandobles por todo Al Ándalus. Fueron de victoria en victoria hasta las Navas de Tolosa, en que su ejército quedó deshecho, y su califa, el Miramamolín, que era tío de Abuceit, tuvo que volverse a Rabat con el rabo entre las piernas.
Abuceit, pues, era el gobernador almohade de Valencia en la segunda década del siglo XIII. No era un sitio tranquilo para gobernar, pero ahí estaba él. Por el norte, tenía como vecino a un rey jovencito que tenía bastantes problemas para imponerse a los nobles de su reino, así que, de momento, por ahí no tenía mucho que temer. En efecto, Jaime I, que tal era el rey jovencito, era por entonces un quinceañero con serios problemas para hacer acatar su autoridad en sus estados. Luego, las cosas cambiarían, y Jaime I acabaría siendo conocido como 'el Conquistador' y reconocido como uno de los grandes reyes de las Españas, pero para eso tuvieron que pasar bastantes años.
Por el sur, los problemas eran más reales. El imperio almohade de la Península se estaba disolviendo y, en Murcia, Ibn Hud echó a los almohades y se hizo con el poder, en competencia con otro señor que se haría famoso más adelante, Mohamed Aben Alhamar, fundador del reino de Granada.
Además, Abuceit tiene serios problemas de legitimidad. Antes de los almohades, y no hacía tanto tiempo de eso, el rey de Valencia era el Rey Lobo, un personaje un tanto extraño, que vestía a la cristiana, siendo musulmán, que contrataba mercenarios cristianos (estaba forrado) para currar a los almohades, y cuyo apellido 'Mardanís', suena bastante a Martínez. Este rey fue finalmente expulsado por los almohades, pero dejó un buen recuerdo entre sus súbditos, sobre todo entre los murcianos, a los que elevó al mayor grado de prosperidad que hubieran tenido nunca. Y he aquí que un pariente suyo, Zayán, mira con codicia Valencia.
Por si no tenía suficientes quebraderos de cabeza, corriendo el año de la hégira de 623, o sea, el año del Señor de 1226, se presentan en Valencia dos tipos no se sabe si inconscientes, o directamente suicidas.
Pero de estos dos pipiolos tocará escribir en otra ocasión, porque ahora se va haciendo la hora de comer, y hay gusa. Y, para un convaleciente, esto es de la mayor importancia.
jueves, 6 de julio de 2017
No es cáncer - Это не рак
El primer capítulo del libro de Solzhenitsyn es el mismo título de esta entrada. Narra la llegada al hospital oncológico de Tashkent de Pável Nikolaevich Rusánov, un apparatchik soviético con un tumor bastante aparente, y cómo lo ingresan allí. Tashkent hoy es la capital de un país, Uzbekistán, y entonces era una ciudad ya muy grande, la mayor de Asia Central (lo sigue siendo), y el pabellón oncológico de su hospital es el único centro de toda la región donde le pueden tratar el tumor a Pável Nikoláevich.
A Pável Nikoláevich le meten en una sala común del hospital, probablemente por no haber otras, y ya desde el principio ve que la estancia en el hospital no le va a gustar mucho, por lo que piensa hacerse dar de alta para llegar a Moscú, a un sitio más como es debido y digno de su clase. A todo esto, él piensa que lo que tiene no es cáncer, y así se lo dice a sus compañeros de habitación, que le miran un poco alucinados. Pável Nikoláevich sigue en su fase de negación durante todo el primer capítulo, y varios más, como si lo suyo no fuera más que una gripe, y a la gente la metieran en el pabellón de enfermos de cáncer por simpatía.
El primer capítulo es todo un contraste entre el mundo de Pável Nikoláevich, con su pijama y su gorro de dormir recién comprados, y sus contactos en las altas esferas soviéticas, y el de los demás enfermos del montón, con la bata del hospital y cada cual con su pasado del montón, pero que allí da absolutamente lo mismo: el cáncer los iguala a todos.
El libro es curioso. Lo estoy leyendo ahora, que no sé si es el mejor momento para leerlo, y la verdad es que Solzhenitsyn escribe muy bien, en un ruso muy rico, y con ideas muy lejanas de los escritores oficiales del partido y de la Casa de los Literatos de Moscú, ese lugar donde he comido más de una vez y más de treinta también, y de donde aún hoy me pregunto cómo era capaz de trasegar los pelmennis que servían, y que repetían tanto que podías decir que seguías comiendo hasta bien entrada la tarde.
Las cosas deben haber cambiado bastante en lo que hace a los tratamientos disponibles contra el cáncer. En el libro aparecen básicamente dos alternativas: radioterapia y cirugía, y no siempre son efectivas, a pesar de la enorme dedicación de los médicos y del resto del personal sanitario. Hay casos en que los médicos deciden dar de alta al paciente durante unos días con una medicación de caballo y analgésicos a cascoporro, a sabiendas de que no tardará en volver, y el jefe del hospital anima a los médicos a dar ese tipo de altas, con la idea de mejorar sus estadísticas. Evidentemente, no es lo mismo que la salida del hospital se produzca por un alta hospitalaria, por un tratamiento ambulatorio, o porque el paciente ha dejado de respirar allí mismo. Un amigo me comentó que, curiosamente, en ese caso se habla de 'exitus', que, aunque en castellano nos parezca que equivale a éxito, en realidad, en latín, significa que el paciente la ha diñado: ex-ire. Largarse. De este mundo.
En cualquier caso, los pacientes son la esencia del libro, con sus reacciones ante la enfermedad. En el segundo capítulo (y volverá a aparecer), destaca, junto a Pável Nikoláevich, la figura de Efrem, un vivalavirgen mujeriego que iba cambiando de mujer como de camisa y que no hacía ningún caso a los síntomas que iba padeciendo, hasta que tuvo que ser hospitalizado y, una vez reconoció que tenía cáncer, ya prácticamente obligaba a todos los enfermos a que ellos también lo padecieran. En este sentido, su enfrentamiento con Pável Nikoláevich es inevitable. Éste se aferra a la idea de que no tiene cáncer, y Efrem, tozudamente, trata de convercerle de que sí que lo tiene, y de que siempre lo tendrá, como todos los que están allí, y que, si sale del hospital, será por poco tiempo, para volver de nuevo.
Porque al cáncer le gusta la gente.
Рак любить людей.
A Pável Nikoláevich le meten en una sala común del hospital, probablemente por no haber otras, y ya desde el principio ve que la estancia en el hospital no le va a gustar mucho, por lo que piensa hacerse dar de alta para llegar a Moscú, a un sitio más como es debido y digno de su clase. A todo esto, él piensa que lo que tiene no es cáncer, y así se lo dice a sus compañeros de habitación, que le miran un poco alucinados. Pável Nikoláevich sigue en su fase de negación durante todo el primer capítulo, y varios más, como si lo suyo no fuera más que una gripe, y a la gente la metieran en el pabellón de enfermos de cáncer por simpatía.
El primer capítulo es todo un contraste entre el mundo de Pável Nikoláevich, con su pijama y su gorro de dormir recién comprados, y sus contactos en las altas esferas soviéticas, y el de los demás enfermos del montón, con la bata del hospital y cada cual con su pasado del montón, pero que allí da absolutamente lo mismo: el cáncer los iguala a todos.
El libro es curioso. Lo estoy leyendo ahora, que no sé si es el mejor momento para leerlo, y la verdad es que Solzhenitsyn escribe muy bien, en un ruso muy rico, y con ideas muy lejanas de los escritores oficiales del partido y de la Casa de los Literatos de Moscú, ese lugar donde he comido más de una vez y más de treinta también, y de donde aún hoy me pregunto cómo era capaz de trasegar los pelmennis que servían, y que repetían tanto que podías decir que seguías comiendo hasta bien entrada la tarde.
Las cosas deben haber cambiado bastante en lo que hace a los tratamientos disponibles contra el cáncer. En el libro aparecen básicamente dos alternativas: radioterapia y cirugía, y no siempre son efectivas, a pesar de la enorme dedicación de los médicos y del resto del personal sanitario. Hay casos en que los médicos deciden dar de alta al paciente durante unos días con una medicación de caballo y analgésicos a cascoporro, a sabiendas de que no tardará en volver, y el jefe del hospital anima a los médicos a dar ese tipo de altas, con la idea de mejorar sus estadísticas. Evidentemente, no es lo mismo que la salida del hospital se produzca por un alta hospitalaria, por un tratamiento ambulatorio, o porque el paciente ha dejado de respirar allí mismo. Un amigo me comentó que, curiosamente, en ese caso se habla de 'exitus', que, aunque en castellano nos parezca que equivale a éxito, en realidad, en latín, significa que el paciente la ha diñado: ex-ire. Largarse. De este mundo.
En cualquier caso, los pacientes son la esencia del libro, con sus reacciones ante la enfermedad. En el segundo capítulo (y volverá a aparecer), destaca, junto a Pável Nikoláevich, la figura de Efrem, un vivalavirgen mujeriego que iba cambiando de mujer como de camisa y que no hacía ningún caso a los síntomas que iba padeciendo, hasta que tuvo que ser hospitalizado y, una vez reconoció que tenía cáncer, ya prácticamente obligaba a todos los enfermos a que ellos también lo padecieran. En este sentido, su enfrentamiento con Pável Nikoláevich es inevitable. Éste se aferra a la idea de que no tiene cáncer, y Efrem, tozudamente, trata de convercerle de que sí que lo tiene, y de que siempre lo tendrá, como todos los que están allí, y que, si sale del hospital, será por poco tiempo, para volver de nuevo.
Porque al cáncer le gusta la gente.
Рак любить людей.
viernes, 23 de junio de 2017
Vidas paralelas
En las últimas semanas he estado meditando un poco sobre la literatura de hospitales y enfermos, un subgénero de la novela que ha sido cultivado por un grupo reducido, pero influyente, de novelistas de primer orden y, en estas meditaciones, he caído en una serie de parecidos entre dos autores de las literaturas que mejor conozco: Camilo José Cela y Alexander Solzhenitsyn.
Lo primero que llama la atención es que son prácticamente coetáneos: Cela nació en 1916 y murió en 2002, a los 86 años, mientras que Solzhenitsyn era sólo dos años más joven, pues nació en 1918, y duró un poco más, hasta 2008, a punto de cumplir noventa años. Está bitácora se hizo eco en su día del fallecimiento de Solzhenitsyn, y ya es hora de que Alexandr Isaevich vuelva a aparecer por estas pantallas.
Los dos autores llegaron a una edad muy avanzada, lo cual es tanto más curioso cuanto que ambos padecieron enfermedades que no todo el mundo supera, y menos en la época que ellos las padecieron. Cela tuvo tuberculosis, una enfermedad que hoy no asusta a mucha gente, porque los tratamientos disponibles han logrado avances impensables hace un siglo, pero que en los años treinta del pasado siglo tenía un pronóstico pésimo. Sin ir más lejos, pocos años antes de que Cela tuviese sus problemas con el bacilo de Koch, había fallecido de tuberculosis mi autor preferido de la tercera literatura que conozco un poco y, probablemente, mi autor favorito de entre todos quienes en el mundo han sido: Franz Kafka.
Solzhenitsyn también tuvo serios problemas de salud, concretamente poco después de salir del gulag, que de por sí no es precisamente un sitio donde uno pueda esperar lograr una salud de hierro. Solzhenitsyn padeció -y superó- un cáncer en la sanidad soviética centroasiásica, lo cual ya nos indica que era un tipo realmente duro de pelar, lo que explica que sobreviviera a todo lo que tuvo que pasar.
Ambos autores utilizaron sus experiencias con su mala salud como inspiración. Cela escribió su segunda novela, tras la durísima La familia de Pascual Duarte, a principios de los años cuarenta: Pabellón de reposo. En cuanto a Solzhenitsyn, que es casi seguro que en esta época no conocía la obra de Cela (es muy improbable que se distribuyera por Siberia), una de sus primeras obras, concluida en la segunda mitad de la década de los cincuenta, es Pabellón de cáncer, cuyo título en español es similar al primero, pero eso es asunto de los traductores. El título original es Раковый корпус.
Antes de pasar a la literatura hospitalaria, no está de más seguir buscando paralelismos -y diferencias- entre Cela y Solzhenitsyn.
Un primer elemento podría parecer una diferencia. Así como Solzhenitsyn puso su talento literario en oposición al totalitarismo soviético que le tocó vivir, lo que fue una postura enormemente valiente que puso en peligro su vida (llegó a ser envenenado por la KGB y su secretaria se ahorcó después de la intervención de los servicios secretos), Cela siempre fue un señor de derechas que vivió con comodidad bajo el régimen de Franco, y que colaboró con él en numerosas ocasiones. Eso le permitió escribir sin demasiados problemas y contar con la indulgencia del régimen cuando alguna vez se pasó de la raya.
Dicho esto, vamos a matizar un poco las diferencias en este punto. Solzhenitsyn visitó España en marzo de 1976, muerto Franco, pero sólo desde hacía cuatro meses. Se sorprendió de que llamáramos a España "dictadura", habida cuenta de que los españoles podían viajar adonde quisieran, extranjero incluido, podían comprar prensa extranjera y usar fotocopiadoras, cosas todas ellas impensables en la Unión Soviética, y así lo dijo en una entrevista que le hicieron en televisión, y que incluso recuerdo vagamente. Pobre señor ¡Nunca hubiera dicho que la Unión Soviética era un régimen totalitario, y que el nuestro era un paraíso de libertad en comparación! Le llovieron capones de parte de todos los progres que poblaban la dictatorial España, siendo el más fuerte el de Juan Benet, articulista de El País y escritor que seguramente nunca se estudiará en el programa de Bachllerato, que escribió, para su vergüenza, lo siguiente:
Todo esto, ¿por qué? ¿Porque ha escrito cuatro novelas, las más insípidas, las más fósiles, literariamente decadentes y pueriles de estos últimos años? ¿Porque ha sido galardonado con el premio Nobel? ¿Porque ha sufrido en su propia carne –y buen partido ha sacado de ello– los horrores del campo de concentración? Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Soljenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Soljenitsin no puedan salir de ellos. Nada más higiénico que el hecho de que las autoridades soviéticas –cuyos gustos y criterios sobre los escritores rusos subversivos comparto a menudo– busquen la manera de librarse de semejante peste.
No sé si este figura se arrepintió alguna vez del párrafo de arriba. Curiosamente, otro de los progres de nueva cosecha que se unió al coro de voces que pedían poco menos que la expulsión de Solzhenitsyn fue el propio Cela, que olvidó rápidamente que era de derechas y había sido censor franquista, y puso verde a su modo (no tan vomitivo como el de Benet, desde luego) a Solzhenitsyn:
Soljenitsin no está solamente contra España, nuestro pequeño y amado país, lo cual no sería nada. Está contra Europa. Heraldo de la tristeza. No tenemos necesidad de pájaros de mal agüero.
A Solzhenitsyn supongo que todo esto le resbalaba, y me temo que dejó España pensando que los españoles éramos una panda de cretinos, y es probable que tuviera razón.
Siguiendo con los paralelismos, ambos se casaron dos veces. Bueno, en realidad Solzhenitsyn se casó tres, pero las dos primeras fueron con la misma persona. No parece muy lógico en personas que se consideran cristianas, pero Cela consiguió la nulidad de su primer matrimonio, que había durado cuarenta y cinco años antes del divorcio civil (y no voy a opinar sobre el asunto ni sobre el que le concedió la nulidad), así que, técnicamente, murió conforme con la Iglesia. En cuanto a Solzhenitsyn, ya sabemos que los ortodoxos tienen la manga ancha con eso del divorcio.
El paralelismo más claro es la cuestión de los premios: los dos tienen el premio Nóbel. También hay diferencias allí, porque a Solzhenitsyn le llegó en 1970, para convertirse en el cuarto Nóbel ruso, cuando aún le quedaba bastante por escribir, mientras que a Cela le llegó en 1989, ya más provecto y cuando sus novelas eran algo raritas y difíciles de digerir (aún recuerdo Cristo versus Arizona, del año anterior, y lo mal que lo pasé).
Yo soy español, sí, y Cela me gusta mucho como escritor (me abstendré de opinar sobre el personaje, del que no todo me gusta), pero le tengo mucha más simpatía a Solzhenitsyn. Ése sí que las pasó canutas y, además, siempre me pareció un tío honrado y consecuente, algo que, por otra parte, no siempre era el caso entre los opositores soviéticos, demasiados de los cuales estaban como una regadera. Y algunos no han madurado desde entonces.
Pero el paralelismo que me interesa ahora es el que quedó mencionado al inicio, esto es, los pinitos de ambos en la literatura hospitalaria, un género, parece ser, que sólo interesa a quienes han pasado por esa experiencia de primera mano. Pero la continuación del asunto tendrá que esperar a otro día, porque hoy, diablos, es tardísimo.
Lo primero que llama la atención es que son prácticamente coetáneos: Cela nació en 1916 y murió en 2002, a los 86 años, mientras que Solzhenitsyn era sólo dos años más joven, pues nació en 1918, y duró un poco más, hasta 2008, a punto de cumplir noventa años. Está bitácora se hizo eco en su día del fallecimiento de Solzhenitsyn, y ya es hora de que Alexandr Isaevich vuelva a aparecer por estas pantallas.
Los dos autores llegaron a una edad muy avanzada, lo cual es tanto más curioso cuanto que ambos padecieron enfermedades que no todo el mundo supera, y menos en la época que ellos las padecieron. Cela tuvo tuberculosis, una enfermedad que hoy no asusta a mucha gente, porque los tratamientos disponibles han logrado avances impensables hace un siglo, pero que en los años treinta del pasado siglo tenía un pronóstico pésimo. Sin ir más lejos, pocos años antes de que Cela tuviese sus problemas con el bacilo de Koch, había fallecido de tuberculosis mi autor preferido de la tercera literatura que conozco un poco y, probablemente, mi autor favorito de entre todos quienes en el mundo han sido: Franz Kafka.
Solzhenitsyn también tuvo serios problemas de salud, concretamente poco después de salir del gulag, que de por sí no es precisamente un sitio donde uno pueda esperar lograr una salud de hierro. Solzhenitsyn padeció -y superó- un cáncer en la sanidad soviética centroasiásica, lo cual ya nos indica que era un tipo realmente duro de pelar, lo que explica que sobreviviera a todo lo que tuvo que pasar.
Ambos autores utilizaron sus experiencias con su mala salud como inspiración. Cela escribió su segunda novela, tras la durísima La familia de Pascual Duarte, a principios de los años cuarenta: Pabellón de reposo. En cuanto a Solzhenitsyn, que es casi seguro que en esta época no conocía la obra de Cela (es muy improbable que se distribuyera por Siberia), una de sus primeras obras, concluida en la segunda mitad de la década de los cincuenta, es Pabellón de cáncer, cuyo título en español es similar al primero, pero eso es asunto de los traductores. El título original es Раковый корпус.
Antes de pasar a la literatura hospitalaria, no está de más seguir buscando paralelismos -y diferencias- entre Cela y Solzhenitsyn.
Un primer elemento podría parecer una diferencia. Así como Solzhenitsyn puso su talento literario en oposición al totalitarismo soviético que le tocó vivir, lo que fue una postura enormemente valiente que puso en peligro su vida (llegó a ser envenenado por la KGB y su secretaria se ahorcó después de la intervención de los servicios secretos), Cela siempre fue un señor de derechas que vivió con comodidad bajo el régimen de Franco, y que colaboró con él en numerosas ocasiones. Eso le permitió escribir sin demasiados problemas y contar con la indulgencia del régimen cuando alguna vez se pasó de la raya.
Dicho esto, vamos a matizar un poco las diferencias en este punto. Solzhenitsyn visitó España en marzo de 1976, muerto Franco, pero sólo desde hacía cuatro meses. Se sorprendió de que llamáramos a España "dictadura", habida cuenta de que los españoles podían viajar adonde quisieran, extranjero incluido, podían comprar prensa extranjera y usar fotocopiadoras, cosas todas ellas impensables en la Unión Soviética, y así lo dijo en una entrevista que le hicieron en televisión, y que incluso recuerdo vagamente. Pobre señor ¡Nunca hubiera dicho que la Unión Soviética era un régimen totalitario, y que el nuestro era un paraíso de libertad en comparación! Le llovieron capones de parte de todos los progres que poblaban la dictatorial España, siendo el más fuerte el de Juan Benet, articulista de El País y escritor que seguramente nunca se estudiará en el programa de Bachllerato, que escribió, para su vergüenza, lo siguiente:
Todo esto, ¿por qué? ¿Porque ha escrito cuatro novelas, las más insípidas, las más fósiles, literariamente decadentes y pueriles de estos últimos años? ¿Porque ha sido galardonado con el premio Nobel? ¿Porque ha sufrido en su propia carne –y buen partido ha sacado de ello– los horrores del campo de concentración? Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Soljenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Soljenitsin no puedan salir de ellos. Nada más higiénico que el hecho de que las autoridades soviéticas –cuyos gustos y criterios sobre los escritores rusos subversivos comparto a menudo– busquen la manera de librarse de semejante peste.
No sé si este figura se arrepintió alguna vez del párrafo de arriba. Curiosamente, otro de los progres de nueva cosecha que se unió al coro de voces que pedían poco menos que la expulsión de Solzhenitsyn fue el propio Cela, que olvidó rápidamente que era de derechas y había sido censor franquista, y puso verde a su modo (no tan vomitivo como el de Benet, desde luego) a Solzhenitsyn:
Soljenitsin no está solamente contra España, nuestro pequeño y amado país, lo cual no sería nada. Está contra Europa. Heraldo de la tristeza. No tenemos necesidad de pájaros de mal agüero.
A Solzhenitsyn supongo que todo esto le resbalaba, y me temo que dejó España pensando que los españoles éramos una panda de cretinos, y es probable que tuviera razón.
Siguiendo con los paralelismos, ambos se casaron dos veces. Bueno, en realidad Solzhenitsyn se casó tres, pero las dos primeras fueron con la misma persona. No parece muy lógico en personas que se consideran cristianas, pero Cela consiguió la nulidad de su primer matrimonio, que había durado cuarenta y cinco años antes del divorcio civil (y no voy a opinar sobre el asunto ni sobre el que le concedió la nulidad), así que, técnicamente, murió conforme con la Iglesia. En cuanto a Solzhenitsyn, ya sabemos que los ortodoxos tienen la manga ancha con eso del divorcio.
El paralelismo más claro es la cuestión de los premios: los dos tienen el premio Nóbel. También hay diferencias allí, porque a Solzhenitsyn le llegó en 1970, para convertirse en el cuarto Nóbel ruso, cuando aún le quedaba bastante por escribir, mientras que a Cela le llegó en 1989, ya más provecto y cuando sus novelas eran algo raritas y difíciles de digerir (aún recuerdo Cristo versus Arizona, del año anterior, y lo mal que lo pasé).
Yo soy español, sí, y Cela me gusta mucho como escritor (me abstendré de opinar sobre el personaje, del que no todo me gusta), pero le tengo mucha más simpatía a Solzhenitsyn. Ése sí que las pasó canutas y, además, siempre me pareció un tío honrado y consecuente, algo que, por otra parte, no siempre era el caso entre los opositores soviéticos, demasiados de los cuales estaban como una regadera. Y algunos no han madurado desde entonces.
Pero el paralelismo que me interesa ahora es el que quedó mencionado al inicio, esto es, los pinitos de ambos en la literatura hospitalaria, un género, parece ser, que sólo interesa a quienes han pasado por esa experiencia de primera mano. Pero la continuación del asunto tendrá que esperar a otro día, porque hoy, diablos, es tardísimo.
viernes, 5 de mayo de 2017
I wanna Grezzi
Éste señor de la foto es Giuseppe Grezzi, concejal de Movilidad Sostenible (antes Tráfico, supongo) del Ayuntamiento de Valencia, y objeto principal de las críticas de la oposición pepera y de su panfleto local más destacado, es decir, el diario Las Provincias, que, si no ha iniciado una campaña contra él, lo que hace y publica se le parece muchísimo.
Grezzi es de Compromís, una coalición nacionalista d'esquerres que tiene una tendencia inevitable a mirar hacia el Norte y que, gracias a lo pésimamente mal que lo hizo el anterior equipo municipal, gobierna en Valencia, que no es una ciudad ni nacionalista, ni d'esquerres, ni mucho menos proclive a mirar al Norte del Cenia. El que me conozca sabe que las posibilidades de que algún día vote por ellos es aproximadamente la misma de que vote a los peperos o a los sociatas, es decir, totalmente nula. Pero Grezzi tiene algunas cosas que hacen que me caiga simpático, y que eche de menos un tipo como él en Bruselas.
La primera cosa que me gusta es que no nació valenciano, pero eligió Valencia, lo cual lo hace bastante meritorio. A los valencianos nos encanta Valencia y pensamos que no hay cosa mejor en el ancho mundo, pero lo nuestro no tiene mérito, porque ya nacimos aquí y no hemos tenido que hacer mucho esfuerzo para cerciorarnos de esta verdad indudable. Grezzi, que nació en Italia, que tampoco está nada mal, ha tenido el buen gusto de preferir Valencia, y eso ya es algo que le debemos apreciar, igual que a todos los extranjeros que, pudiendo ser otra cosa, eligieron ser españoles, que, como es obvio para un español, al menos para uno tradicional y de verdad, es de lo mejor que se puede ser. Para mí, el caso más claro sigue siendo Carlos I.
La segunda cosa que me gusta de Grezzi es que tiene a gala ser un fanático de la bicicleta urbana y lo sigue siendo, ahora que podría ir en coche oficial. Él lo tiene más fácil que yo, todo hay que decirlo. En España, somos tan maniqueos que, o eres blanco, y te gustan todas las cosas de los blancos, o eres negro, y te gustan todas las cosas de los negros. A Grezzi le gusta la bicicleta y, por tanto, todos sospechamos lo que piensa sobre las centrales nucleares, la autodeterminación de los pueblos, la relación Iglesia-Estado o cualquier presidente estadounidense, excepto Obama (y ya veremos por cuánto tiempo). Todo va junto en el pack, y eso es sumamente injusto, porque a mí me gusta la bicicleta exactamente tanto como le pueda gustar a Grezzi, y mis opiniones sobre cualquiera de las otras cuestiones son bastante diferentes a las suyas, salvo en el caso de los presidentes norteamericanos, porque a mí me caen todos igual de mal, y el que peor me cae es seguramente el que él, de momento, exceptúa. La próxima entrada, si es que la hay pronto, contaré un suceso que me ocurrió en Valencia hace poco y que es muy ilustrativo a este respecto.
Sea como fuere, Grezzi y su concejalía ha mejorado muchísimo el proyecto de carril-bici de sus antecesores, que era tan estrecho como ellos lo eran de miras, y el resultado es una ronda interior por la que se puede ir holgadamente y sin agobios. Recuerdo mis tiempos universitarios, y los primeros laborales (sí, trabajé -o algo así- un tiempo muy cerca de la calle Colón), en que pasaba por Colón prácticamente a diario y si no tuve ningún accidente se lo debo exclusivamente a mi ángel de la guarda.
Yo quiero un Grezzi en Bruselas, Dios mío. El político de aquí que desempeña su función, un tal Pascal Smet, ministro regional de Movilidad y Obras Públicas, debe vivir en otro sitio, porque lo que él describe en su página es bastante difícil de encontrar en Bruselas. Uno diría al leerle que los coches son la excepción, y que Bruselas tiene una red impresionante de carriles-bici y de zonas peatonales. En realidad, los coches ocupan todo el espacio público, menos las aceras (y no siempre), y los ciclistas bastante hacemos si encontramos un hueco entre atasco y atasco para reptar hasta nuestro destino. No hay en toda Bruselas carril-bici digno de tal nombre, y lo que llaman pomposamente "itinerarios ciclistas" no son sino dibujitos de bicis y flechas pintados en la calzada, sin la menor separación del espacio dedicado a los coches, y donde no hay la menor garantía de que el automovilista que se haya levantado de mal café no la tome con uno. Porque aquí, sin llegar a los extremos de Madrid, el claxon es tan popular como la cerveza, por lo menos.
Aún así, lo de Pascal Smet aún es aceptable si lo comparamos con su colega federal (será por ministros...), François Bellot, cuya política ciclista parece ser fomentar el uso de la bicicleta entre las mujeres, en particular entre las inmigrantes. Si no fuera porque en francés no funciona el juego de palabras, se diría que ha confundido 'velo' con 'veló'.
En fin, que ya podría venir un Grezzi por aquí a meter carriles-bici a tutiplén. Él se libraría de la campaña de la prensa de derechas en su contra, y aquí habría algo semejante a un carril-bici. Y es que, cuando comparo lo agradable que es pillar la bici en Valencia y lo que es hacerlo aquí, llega el momento del llanto y el rechinar de dientes.
Grezzi es de Compromís, una coalición nacionalista d'esquerres que tiene una tendencia inevitable a mirar hacia el Norte y que, gracias a lo pésimamente mal que lo hizo el anterior equipo municipal, gobierna en Valencia, que no es una ciudad ni nacionalista, ni d'esquerres, ni mucho menos proclive a mirar al Norte del Cenia. El que me conozca sabe que las posibilidades de que algún día vote por ellos es aproximadamente la misma de que vote a los peperos o a los sociatas, es decir, totalmente nula. Pero Grezzi tiene algunas cosas que hacen que me caiga simpático, y que eche de menos un tipo como él en Bruselas.
La primera cosa que me gusta es que no nació valenciano, pero eligió Valencia, lo cual lo hace bastante meritorio. A los valencianos nos encanta Valencia y pensamos que no hay cosa mejor en el ancho mundo, pero lo nuestro no tiene mérito, porque ya nacimos aquí y no hemos tenido que hacer mucho esfuerzo para cerciorarnos de esta verdad indudable. Grezzi, que nació en Italia, que tampoco está nada mal, ha tenido el buen gusto de preferir Valencia, y eso ya es algo que le debemos apreciar, igual que a todos los extranjeros que, pudiendo ser otra cosa, eligieron ser españoles, que, como es obvio para un español, al menos para uno tradicional y de verdad, es de lo mejor que se puede ser. Para mí, el caso más claro sigue siendo Carlos I.
La segunda cosa que me gusta de Grezzi es que tiene a gala ser un fanático de la bicicleta urbana y lo sigue siendo, ahora que podría ir en coche oficial. Él lo tiene más fácil que yo, todo hay que decirlo. En España, somos tan maniqueos que, o eres blanco, y te gustan todas las cosas de los blancos, o eres negro, y te gustan todas las cosas de los negros. A Grezzi le gusta la bicicleta y, por tanto, todos sospechamos lo que piensa sobre las centrales nucleares, la autodeterminación de los pueblos, la relación Iglesia-Estado o cualquier presidente estadounidense, excepto Obama (y ya veremos por cuánto tiempo). Todo va junto en el pack, y eso es sumamente injusto, porque a mí me gusta la bicicleta exactamente tanto como le pueda gustar a Grezzi, y mis opiniones sobre cualquiera de las otras cuestiones son bastante diferentes a las suyas, salvo en el caso de los presidentes norteamericanos, porque a mí me caen todos igual de mal, y el que peor me cae es seguramente el que él, de momento, exceptúa. La próxima entrada, si es que la hay pronto, contaré un suceso que me ocurrió en Valencia hace poco y que es muy ilustrativo a este respecto.
Sea como fuere, Grezzi y su concejalía ha mejorado muchísimo el proyecto de carril-bici de sus antecesores, que era tan estrecho como ellos lo eran de miras, y el resultado es una ronda interior por la que se puede ir holgadamente y sin agobios. Recuerdo mis tiempos universitarios, y los primeros laborales (sí, trabajé -o algo así- un tiempo muy cerca de la calle Colón), en que pasaba por Colón prácticamente a diario y si no tuve ningún accidente se lo debo exclusivamente a mi ángel de la guarda.
Yo quiero un Grezzi en Bruselas, Dios mío. El político de aquí que desempeña su función, un tal Pascal Smet, ministro regional de Movilidad y Obras Públicas, debe vivir en otro sitio, porque lo que él describe en su página es bastante difícil de encontrar en Bruselas. Uno diría al leerle que los coches son la excepción, y que Bruselas tiene una red impresionante de carriles-bici y de zonas peatonales. En realidad, los coches ocupan todo el espacio público, menos las aceras (y no siempre), y los ciclistas bastante hacemos si encontramos un hueco entre atasco y atasco para reptar hasta nuestro destino. No hay en toda Bruselas carril-bici digno de tal nombre, y lo que llaman pomposamente "itinerarios ciclistas" no son sino dibujitos de bicis y flechas pintados en la calzada, sin la menor separación del espacio dedicado a los coches, y donde no hay la menor garantía de que el automovilista que se haya levantado de mal café no la tome con uno. Porque aquí, sin llegar a los extremos de Madrid, el claxon es tan popular como la cerveza, por lo menos.
Aún así, lo de Pascal Smet aún es aceptable si lo comparamos con su colega federal (será por ministros...), François Bellot, cuya política ciclista parece ser fomentar el uso de la bicicleta entre las mujeres, en particular entre las inmigrantes. Si no fuera porque en francés no funciona el juego de palabras, se diría que ha confundido 'velo' con 'veló'.
En fin, que ya podría venir un Grezzi por aquí a meter carriles-bici a tutiplén. Él se libraría de la campaña de la prensa de derechas en su contra, y aquí habría algo semejante a un carril-bici. Y es que, cuando comparo lo agradable que es pillar la bici en Valencia y lo que es hacerlo aquí, llega el momento del llanto y el rechinar de dientes.
lunes, 1 de mayo de 2017
Undécimo año
El 1 de mayo de 2006 comenzó esta bitácora a arrojar sus pantallas al ancho mundo virtual que nos acoge. Después de unos años prolíficos, los pasados en Rusia, llegó el momento -siempre inesperado- de dejar el país, y la vida en Bélgica ha resultado menos productiva en cuanto a entradas se refiere. Bélgica es un país notable, que merece cronistas que lo glosen, aunque no es ni mucho menos tan exótico como Rusia y, por otra parte, es un lugar frecuentemente visitado por los españoles, ya desde el siglo XVI. En aquel tiempo nuestro cometido eran protegerles de los herejotes a mandoble limpio. Hoy, nosotros mismos somos incapaces de protegernos de los herejotes, y mucho menos a los belgas, pero el español que se precie sigue visitando Bélgica a golpe de compañía aérea de bajo coste.
La capital de Europa es un notable rompeolas de todas las razas y naciones. Europeos de todos los países trabajan en las instituciones internacionales que aquí tienen su sede, y descendientes -negros- de los congoleños colonizados residen por aquí sin mayor novedad, mientras que una creciente población norteafricana y sarracena se concentra en determinados barrios y ver mujeres con pañuelo en la cabeza no representa ninguna novedad. En algunos lugares, la novedad más bien es la contraria.
Para dar servicio a los ciudadanos procedentes de países donde la magia se considera una disciplina relevante, ha aparecido una serie de profesionales que ofrecen sus servicios a todos aquéllos que tienen cuitas por resolver.
Entretanto, mientras los españoles visitan Bélgica con frecuencia, yo viajo a Valencia con menos regularidad de la que me gustaría, pero con mayor frecuencia (y, desde luego, mayor comodidad) de la que podía alcanzar desde Moscú. Normalmente, cuando llego a mi piso, el buzón de correos está atestado de todo tipo de folletos publicitarios y, últimamente, también de otros de propaganda electoral, pero, de entre todos, hay uno que me ha llamado poderosamente la atención.
Es, en castellano, el mismo pasquín que recibo regularmente en mi domicilio de Bruselas, que finalmente, aunque con otros datos de contacto, ha llegado igualmente a Valencia ¡Ya somos europeos!
Quién nos iba a decir cuando entramos en la Comunidad Económica Europea que ser europeo acabaría por ser imitar a los africanos.
La capital de Europa es un notable rompeolas de todas las razas y naciones. Europeos de todos los países trabajan en las instituciones internacionales que aquí tienen su sede, y descendientes -negros- de los congoleños colonizados residen por aquí sin mayor novedad, mientras que una creciente población norteafricana y sarracena se concentra en determinados barrios y ver mujeres con pañuelo en la cabeza no representa ninguna novedad. En algunos lugares, la novedad más bien es la contraria.
Para dar servicio a los ciudadanos procedentes de países donde la magia se considera una disciplina relevante, ha aparecido una serie de profesionales que ofrecen sus servicios a todos aquéllos que tienen cuitas por resolver.
Entretanto, mientras los españoles visitan Bélgica con frecuencia, yo viajo a Valencia con menos regularidad de la que me gustaría, pero con mayor frecuencia (y, desde luego, mayor comodidad) de la que podía alcanzar desde Moscú. Normalmente, cuando llego a mi piso, el buzón de correos está atestado de todo tipo de folletos publicitarios y, últimamente, también de otros de propaganda electoral, pero, de entre todos, hay uno que me ha llamado poderosamente la atención.
Es, en castellano, el mismo pasquín que recibo regularmente en mi domicilio de Bruselas, que finalmente, aunque con otros datos de contacto, ha llegado igualmente a Valencia ¡Ya somos europeos!
Quién nos iba a decir cuando entramos en la Comunidad Económica Europea que ser europeo acabaría por ser imitar a los africanos.
viernes, 21 de abril de 2017
La instalación de la puerta del garaje
Claro, uno lee las entradas anteriores y le puede dar la impresión de que en Bélgica todo va manga por hombro y que no hay ningún profesional que merezca este nombre, y que pasa lo mismo con cualquiera que con los fontaneros en España, que para que te hagan un apaño tienes que presentar una instancia con meses de antelación.
Y no es así, como lo demuestra la continuación de la historia de la puerta del garaje.
Alicaído y poco consolado con el choteo que me había llevado con el jeta de la empresa de las entradas anteriores, no estaba en mis mejores momentos, cuando Alfina, un viernes por la tarde, entró en casa y me dijo:
- Ahí en la avenida he visto que estaban instalando una puerta de garaje y he apuntado el nombre de la empresa. Búscala.
- ¿Ahora?
- Sí, ahora.
Tras algo de resistencia, busqué la empresa y la encontré.
- Tiene una página web chula. Ah, y un formulario de contacto y un teléfono.
Ya puestos, llamé al teléfono, pero sólo pude hablar con el contestador. Para compensar, mandé una descripción de lo que queríamos mediante el formulario de contacto. Y Alfina y yo nos fuimos a hacer la compra, porque, siendo viernes por la tarde, no albergaba yo la menor esperanza de que quienquiera que fuese leyese lo que le había enviado antes del lunes, y no contaba con ninguna respuesta, si había suerte, antes de una buena semana. Eso si había suerte, porque, de no haberla, ni respuesta ni nada.
La tienda a la que fuimos es bastante grande, y el viernes por la tarde, momento típico de compras, con el sábado, había bastante gente. Estaba yo escogiendo los plátanos cuando oí un zumbido proveniente de mi teléfono y supuse que el enésimo pesado ofreciendo regalos por asistir a inauguraciones de tiendas que no me interesaban ni tantico había escogido mi número de móvil como blanco de sus ataques.
- Diga.
- He recibido hace un rato una llamada de este número.
- Ah, ¿sí?
- Soy de Doorsystems, nos ocupamos de puertas de garaje.
- Ah, ah, ah, síiiii, es verdad. He sido yo, he sido yo. También le he dejado un mensaje en la página web.
Alucinado me quedé con alguien que reaccionaba en menos de una hora. Ahora, con algo de perspectiva, estoy seguro de que no se puso al teléfono (fue la única vez), porque estaba instalando la puerta en la avenida él mismo, y soplar y sorber, no puede ser.
- Ah, también ha sido usted. Pues dígame qué necesita.
Le expliqué el caso, le dije que tenía fotos, y él me envió su dirección de correo para que se las enviara, y me dijo que también podía enviarle las medidas que yo tomara, y que con eso ya hacía un presupuesto.
El lunes por la mañana me llamó para preguntarme un par de cosas, y por la tarde ya tenía el presupuesto, más barato (y completo) que el figura de la otra empresa. Al día siguiente le dije que estábamos de acuerdo, ni se molestó en pedirme un adelanto, pasó un día a tomar las medidas exactas y se puso a producir la puerta. De vez en cuando escribía para preguntar alguna cosa, yo tardaba a veces un día en responder, y el tío llegó a leer correos y a responder en domingo por la tarde. A veces me daba vergüenza de que no le conseguía seguir el ritmo.
Antes del plazo que nos había indicado, nos dijo que la puerta ya estaba terminada y nos preguntó si podía pasar a ponerla. Y el día de la instalación estuvo al pie del cañón hasta las ocho de la noche, hasta completarla, y eso que había tenido una urgencia por la mañana y tuvo que llegar más tarde. Otro cualquiera hubiera aplazado la instalación hasta otro día para no pasarse currando hasta las tantas.
Me hizo firmar la aceptación de la puerta en su teléfono, y automáticamente el sistema generó la factura, que recibí por correo electrónico inmediatamente, y pagué a los diez minutos. Lo justo para ordenar la transferencia. Le mandé el justificante, y a las nueve y media de la noche aún me respondió dándome las gracias.
Así fueran todos, maldición, así fueran todos.
Ahora queda el siguiente punto: la puerta de entrada, también de 1957. Pero ésa es otra historia, y habrá que narrarla a su debido tiempo, porque hoy se me hace tarde.
Y no es así, como lo demuestra la continuación de la historia de la puerta del garaje.
Alicaído y poco consolado con el choteo que me había llevado con el jeta de la empresa de las entradas anteriores, no estaba en mis mejores momentos, cuando Alfina, un viernes por la tarde, entró en casa y me dijo:
- Ahí en la avenida he visto que estaban instalando una puerta de garaje y he apuntado el nombre de la empresa. Búscala.
- ¿Ahora?
- Sí, ahora.
Tras algo de resistencia, busqué la empresa y la encontré.
- Tiene una página web chula. Ah, y un formulario de contacto y un teléfono.
Ya puestos, llamé al teléfono, pero sólo pude hablar con el contestador. Para compensar, mandé una descripción de lo que queríamos mediante el formulario de contacto. Y Alfina y yo nos fuimos a hacer la compra, porque, siendo viernes por la tarde, no albergaba yo la menor esperanza de que quienquiera que fuese leyese lo que le había enviado antes del lunes, y no contaba con ninguna respuesta, si había suerte, antes de una buena semana. Eso si había suerte, porque, de no haberla, ni respuesta ni nada.
La tienda a la que fuimos es bastante grande, y el viernes por la tarde, momento típico de compras, con el sábado, había bastante gente. Estaba yo escogiendo los plátanos cuando oí un zumbido proveniente de mi teléfono y supuse que el enésimo pesado ofreciendo regalos por asistir a inauguraciones de tiendas que no me interesaban ni tantico había escogido mi número de móvil como blanco de sus ataques.
- Diga.
- He recibido hace un rato una llamada de este número.
- Ah, ¿sí?
- Soy de Doorsystems, nos ocupamos de puertas de garaje.
- Ah, ah, ah, síiiii, es verdad. He sido yo, he sido yo. También le he dejado un mensaje en la página web.
Alucinado me quedé con alguien que reaccionaba en menos de una hora. Ahora, con algo de perspectiva, estoy seguro de que no se puso al teléfono (fue la única vez), porque estaba instalando la puerta en la avenida él mismo, y soplar y sorber, no puede ser.
- Ah, también ha sido usted. Pues dígame qué necesita.
Le expliqué el caso, le dije que tenía fotos, y él me envió su dirección de correo para que se las enviara, y me dijo que también podía enviarle las medidas que yo tomara, y que con eso ya hacía un presupuesto.
El lunes por la mañana me llamó para preguntarme un par de cosas, y por la tarde ya tenía el presupuesto, más barato (y completo) que el figura de la otra empresa. Al día siguiente le dije que estábamos de acuerdo, ni se molestó en pedirme un adelanto, pasó un día a tomar las medidas exactas y se puso a producir la puerta. De vez en cuando escribía para preguntar alguna cosa, yo tardaba a veces un día en responder, y el tío llegó a leer correos y a responder en domingo por la tarde. A veces me daba vergüenza de que no le conseguía seguir el ritmo.
Antes del plazo que nos había indicado, nos dijo que la puerta ya estaba terminada y nos preguntó si podía pasar a ponerla. Y el día de la instalación estuvo al pie del cañón hasta las ocho de la noche, hasta completarla, y eso que había tenido una urgencia por la mañana y tuvo que llegar más tarde. Otro cualquiera hubiera aplazado la instalación hasta otro día para no pasarse currando hasta las tantas.
Me hizo firmar la aceptación de la puerta en su teléfono, y automáticamente el sistema generó la factura, que recibí por correo electrónico inmediatamente, y pagué a los diez minutos. Lo justo para ordenar la transferencia. Le mandé el justificante, y a las nueve y media de la noche aún me respondió dándome las gracias.
Así fueran todos, maldición, así fueran todos.
Ahora queda el siguiente punto: la puerta de entrada, también de 1957. Pero ésa es otra historia, y habrá que narrarla a su debido tiempo, porque hoy se me hace tarde.
viernes, 17 de marzo de 2017
A la porra la puerta del garaje
Habíamos dejado a la empresa de puertas de garaje (supuestamente) enviando un presupuesto mes y pico después de lo prometido, en vísperas de Navidad y, además, incompleto y, por si fuera poco, urgiendo su aceptación antes de final de año, lo que supondría, por cierto, una factura por el 30% de una cantidad desconocida por parcial.
Como lo menos que puede hacer una empresa es enviar un presupuesto completo, yo lo pedí, como vimos en la última entrada, con unos modales que hubieran hecho las delicias de mi tatarabuelo. Bueno, si hubiera coincidido con tratarse del único de mis tatarabuelos que sabía leer.
David, el operario de la empresa de marras, parecía desatado ¡Respondió el mismo día! Y qué menos que traducir sus palabras.
Buenos días, señor:
Gracias por su rápida respuesta. No se preocupé usted por el plazo de entrega en relación con el del presupuesto.
Sobre el presupuesto del chasis y las guías, ¿quién ha ido a su casa a tomar las medidas? Si le es posible a usted comunicármelo, podría pedir a mi colega qué sucede con su presupuesto.
Sobre el plazo de entrega, habría que contar de seis a ocho semanas para la puerta de garaje y lo mismo para la puerta de entrada.
Igualmente, le deseo buenas fiestas de fin de año a usted y a su familia.
Un saludo,
David Gómez
Vaya pieza. No sé qué me admiró más: si la dureza granítica de su rostro, o su inconsciencia en desear 'felices fiestas de fin de año' a un cliente que a eso lo llama 'Navidad'. El caso es que me lo estaba pasando bien y le respondí inmediatamente. No pasa tan a menudo que un pollo como éste esté trabajando.
Buenos días, señor Gómez:
Nadie ha venido a nuestra casa a tomar medidas, salvo usted mismo. Ni siquiera sabía que debíamos esperar una segunda toma de medidas.
Por tanto, le pediría hacer lo necesario en este sentido. En todo caso, me parece que el presupuesto no llegará antes de fin de mes, por lo que, supongo, será necesario un nuevo presupuesto para las puertas, ya que el que ha hecho usted no es válido sino hasta el 31 de diciembre de 2016.
En conclusión, me preguntó qué hacer.
Un saludo,
Alfor von Buchweizen
El lector ya percibirá que me estaba empeando a chotear de David. Ya que me había hecho esperar una eternidad, ahora le decía que no me importaba esperar otra. Claro, lo que él no sabía es que las posibilidades de que acabara trabajando con su empresa habían desaparecido por completo, y ya sólo seguía el contacto por la gracieta.
Y el caso es que el tío respondió enseguida, el mismo día. Estaba lanzado, el tío.
Señor:
Visiblemente, ha habido un gran malentendido. Cuando pasé por su casa, nadie me informó de que tenía usted un chasis para medir, ni tampoco me informaron de que había que tomar más medidas.
Transmitiré sus datos de contacto a mi colega, el que se ocupa de los chasis, y él contactará con usted para tomar las medidas.
Una vez haya recibido todos los presupuestos, usted podrá elegir tranquilamente tras las fiestas.
Propongo que procedamos así.
Un saludo,
David Gómez
La desfachatez de David iba en aumento. No le quise recordar que el cliente no tiene por qué saber de pe a pa todo sobre las puertas de garaje, y que para eso está él, para explicarlo, y que fui con fotos del garaje, por dentro y por fuera, y que se supone que el experto es él y está para aconsejar, no para rascarse la barriga y buscar una causa que justifique su incompetencia. Pero yo le seguí el juego, claro que sí. Y le respondí enseguida, el mismo 20 de diciembre de 2016 que es cuando todos estos correos electrónicos vieron la luz.
Buenos días, señor Gómez:
Probablemente es un gran malentendido, como dice usted. No tenía ni idea que en su empresa hubiese personas diferentes que se ocupan, unos de las puertas, y otros de los marcos, y que los dos deban tomar sus medidas por separado. En realidad yo no he entrado en contacto más que con usted, y yo suponía que ustedes ya se organizarían internamente.
Comienzo a comprender que esto es mucho más complicado de lo que yo pensaba... ¿Hay más puntos de contacto específicos en su empresa?
En fin, espero la llamada de su colega para tomar cita, supongo que eso ya será después de las fiestas.
Un saludo,
Alfor von Buchweizen
David envió, unos minutos después, un último correo, que rezaba como sigue:
Señor:
Yo, personalmente, soy el técnico de las puertas de garaje y de las puertas de entrada. Mi colega se ocupa sólo de los marcos.
Si yo hubiera sabido que usted tenía que medir marcos desplazables, él hubiera venido conmigo para tomar sus medidas.
Así es como trabajamos. Ahora, con este malentendido, confieso que es fácil despistarse.
Yo me encargo de transmitir sus datos de contacto a mi colega.
Un saludo,
David Gómez
Ésta fue la última comunicación que intercambiamos David y yo. Jamás recibi llamada alguna de ningún especialista en marcos, chasis o sursumcorda de la empresa. No sé si porque David no hizo honor a su promesa de transmitir mi correo y mi teléfono a su colega, o si porque éste no juzgó la aventura digna de su atención. En cualquier caso, lamentablemente, el caso es demasiado representativo de la actitud bruselense ante la clientela y sus circunstancias.
Dicho esto, mientras estoy escribiendo estas líneas, está teniendo lugar la instalación de la puerta de garaje, por tanto, algo ha debido pasar entretanto, pero lo dejaremos para otra entrada, no porque se haga tarde, que también, sino porque ésta ya ha quedado demasiado larga, y no es plan.
Como lo menos que puede hacer una empresa es enviar un presupuesto completo, yo lo pedí, como vimos en la última entrada, con unos modales que hubieran hecho las delicias de mi tatarabuelo. Bueno, si hubiera coincidido con tratarse del único de mis tatarabuelos que sabía leer.
David, el operario de la empresa de marras, parecía desatado ¡Respondió el mismo día! Y qué menos que traducir sus palabras.
Buenos días, señor:
Gracias por su rápida respuesta. No se preocupé usted por el plazo de entrega en relación con el del presupuesto.
Sobre el presupuesto del chasis y las guías, ¿quién ha ido a su casa a tomar las medidas? Si le es posible a usted comunicármelo, podría pedir a mi colega qué sucede con su presupuesto.
Sobre el plazo de entrega, habría que contar de seis a ocho semanas para la puerta de garaje y lo mismo para la puerta de entrada.
Igualmente, le deseo buenas fiestas de fin de año a usted y a su familia.
Un saludo,
David Gómez
Vaya pieza. No sé qué me admiró más: si la dureza granítica de su rostro, o su inconsciencia en desear 'felices fiestas de fin de año' a un cliente que a eso lo llama 'Navidad'. El caso es que me lo estaba pasando bien y le respondí inmediatamente. No pasa tan a menudo que un pollo como éste esté trabajando.
Buenos días, señor Gómez:
Nadie ha venido a nuestra casa a tomar medidas, salvo usted mismo. Ni siquiera sabía que debíamos esperar una segunda toma de medidas.
Por tanto, le pediría hacer lo necesario en este sentido. En todo caso, me parece que el presupuesto no llegará antes de fin de mes, por lo que, supongo, será necesario un nuevo presupuesto para las puertas, ya que el que ha hecho usted no es válido sino hasta el 31 de diciembre de 2016.
En conclusión, me preguntó qué hacer.
Un saludo,
Alfor von Buchweizen
El lector ya percibirá que me estaba empeando a chotear de David. Ya que me había hecho esperar una eternidad, ahora le decía que no me importaba esperar otra. Claro, lo que él no sabía es que las posibilidades de que acabara trabajando con su empresa habían desaparecido por completo, y ya sólo seguía el contacto por la gracieta.
Y el caso es que el tío respondió enseguida, el mismo día. Estaba lanzado, el tío.
Señor:
Visiblemente, ha habido un gran malentendido. Cuando pasé por su casa, nadie me informó de que tenía usted un chasis para medir, ni tampoco me informaron de que había que tomar más medidas.
Transmitiré sus datos de contacto a mi colega, el que se ocupa de los chasis, y él contactará con usted para tomar las medidas.
Una vez haya recibido todos los presupuestos, usted podrá elegir tranquilamente tras las fiestas.
Propongo que procedamos así.
Un saludo,
David Gómez
La desfachatez de David iba en aumento. No le quise recordar que el cliente no tiene por qué saber de pe a pa todo sobre las puertas de garaje, y que para eso está él, para explicarlo, y que fui con fotos del garaje, por dentro y por fuera, y que se supone que el experto es él y está para aconsejar, no para rascarse la barriga y buscar una causa que justifique su incompetencia. Pero yo le seguí el juego, claro que sí. Y le respondí enseguida, el mismo 20 de diciembre de 2016 que es cuando todos estos correos electrónicos vieron la luz.
Buenos días, señor Gómez:
Probablemente es un gran malentendido, como dice usted. No tenía ni idea que en su empresa hubiese personas diferentes que se ocupan, unos de las puertas, y otros de los marcos, y que los dos deban tomar sus medidas por separado. En realidad yo no he entrado en contacto más que con usted, y yo suponía que ustedes ya se organizarían internamente.
Comienzo a comprender que esto es mucho más complicado de lo que yo pensaba... ¿Hay más puntos de contacto específicos en su empresa?
En fin, espero la llamada de su colega para tomar cita, supongo que eso ya será después de las fiestas.
Un saludo,
Alfor von Buchweizen
David envió, unos minutos después, un último correo, que rezaba como sigue:
Señor:
Yo, personalmente, soy el técnico de las puertas de garaje y de las puertas de entrada. Mi colega se ocupa sólo de los marcos.
Si yo hubiera sabido que usted tenía que medir marcos desplazables, él hubiera venido conmigo para tomar sus medidas.
Así es como trabajamos. Ahora, con este malentendido, confieso que es fácil despistarse.
Yo me encargo de transmitir sus datos de contacto a mi colega.
Un saludo,
David Gómez
Ésta fue la última comunicación que intercambiamos David y yo. Jamás recibi llamada alguna de ningún especialista en marcos, chasis o sursumcorda de la empresa. No sé si porque David no hizo honor a su promesa de transmitir mi correo y mi teléfono a su colega, o si porque éste no juzgó la aventura digna de su atención. En cualquier caso, lamentablemente, el caso es demasiado representativo de la actitud bruselense ante la clientela y sus circunstancias.
Dicho esto, mientras estoy escribiendo estas líneas, está teniendo lugar la instalación de la puerta de garaje, por tanto, algo ha debido pasar entretanto, pero lo dejaremos para otra entrada, no porque se haga tarde, que también, sino porque ésta ya ha quedado demasiado larga, y no es plan.
miércoles, 15 de marzo de 2017
El presupuesto de la puerta de garage
Nos habíamos quedado en el momento en que David, operario de la empresa de construcción e instalación de puertas de garaje, había pasado por nuestra residencia a tomar las medidas, después de poner a prueba nuestra intolerancia al incumplimiento de plazos. Hay que decir que ese parámetro, la intolerancia al incumplimiento de plazos, parece jugar un papel realmente importante en las relaciones entre proveedor y cliente en el Reino de Bélgica.
La intolerancia al incumplimiento de plazos se define como la energía de reacción del cliente (medida en julios), dividida por el tiempo (en días) en que se produce la misma contado desde el momento en que el plazo se ha cumplido. Esto es importante: la intolerancia (o resistencia) al incumplimiento de plazos (RIP, en adelante) depende positivamente de la energía que imprime el cliente a su reacción. Por ejemplo, podemos medir la temperatura producida por su acaloramiento y estimar la energía térmica empleada, o bien medir la energía cinética producida por los puñetazos sobre la mesa dados por el cliente impaciente.
Por otra parte, la RIP depende negativamente del tiempo transcurrido. Si, antes de terminar el plazo, el cliente ya está dando la murga al proveedor, la RIP podría ser incluso negativa, pero convencionalmente suponemos que no puede ser inferior a cero. En esos casos, hablamos de una intolerancia infinita. Obviamente, la intolerancia es menor cuanto más tarde se produce la reacción, y es equivalente a cero si la reacción no se produce en absoluto, tendiendo a cero cuando más alejada está la reacción del final del plazo.
En general, pues:
RIP = E / t
En su primer intento, David se dio cuenta de que mi RIP era posiblemente igual a cero. En efecto, pasaron varios días sin dar la menor noticia, y yo ni le llamé, ni puse el grito en el cielo, ni hice siquiera amago de querer hablar con su jefe. En estas circunstancias, la reacción del empleado belga típico consiste en retrasar cualquier cosa que tenga que hacer, seguro de su impunidad. Recordémoslo bien.
En el caso que nos ocupa, nos encontrábamos a mitad de noviembre del año del señor de 2016. Pasó un día. Pasaron dos. Y no pasó nada.
Pasó una semana. Pasó otra. Pasó una tercera. Lo único que no pasó fue el presupuesto.
Yo, torpe de mí, por razones de salud mental, había resuelto no reaccionar. Después de unas obras durísimas (otro día contaré la aventura de los muebles de cocina), lo último que deseaba era hacer mala sangre y darme de cabezazos contra un muro, así que decidí no perder la compostura bajo ningún concepto y confiar en lo que yo, iluso, pensaba sería la profesionalidad habitual de cualquier empresa existente. No podía ser que una calamidad de empresa subsistiera con un servicio tan lamentable.
Jo que no...
El presupuesto llegó, finalmente, el 16 de diciembre, unos días antes de irnos a España de vacaciones. Muy serio, David me daba un presupuesto de unos 2.500 euros, pero decía que nos haría una rebaja de 350 euros. Eso sí, decía que el presupuesto del chasis y las guías me lo enviaría un compañero suyo que se ocupa de los chasis (y de las guías, claro, espero que fuera el mismo). Y, cágate lorito, me pedía que aceptara el presupuesto antes del 31 de diciembre, porque después la oferta no era válida. O sea, que me manda una jerigonza con aumentos y disminuciones por aquí y por allá, un presupuesto incompleto, porque ya me dirá para qué quiero una puerta sin chasis, o sin marco, o como se diga eso en castellano.
Y, después de tardar un mes en preparar un documento birrioso e incompleto, tengo que aceptarlo en quince días, la práctica totalidad de los cuales no son laborables, y además me cuela de rondón las condiciones generales de venta, que me obligan a pagar un 30% al firmar la aceptación, y en cambio, ellos no tienen ningún plazo para cumplir con sus obligaciones.
Muy fuerte. Mucho.
En vista de las circunstancias, decidí actuar con presteza. Mi RIP subió como la espuma: mucha energía no hubo, vale, pero al menos la reacción fue rápida.
El mismo día (RIP, por tanto, tendente a infinito), le envíe un correo que, traducido, decía así:
Buenos días, señor Gómez (vamos a llamarle así, aunque no sé si merece el anonimato):
Le agradezco el envío del presupuesto.
No obstante, comprenderá usted que, de momento, no estoy en condiciones de aceptarlo, habida cuenta de que falta el presupuesto de las guías y del marco.
Así pues, le pediría respetuosamente que me hiciera llegar lo antes posible el presupuesto COMPLETO, sin el cual nos es imposible tomar una decisión.
Además, le pediría igualmente que he hiciese saber el plazo normal de entrega y montaje de las puertas, para poder hacer mis previsiones de pagos.
Debo confesar que estoy un poco preocupado por el plazo que ha supuesto enviar un presupuesto (parcial), y me pregunto si la entrega y el montaje de las puertas van a seguir la misma pauta temporal.
Finalmente, y por si no recibo noticias suyas antes del domingo próximo, le deseo una muy feliz Navidad.
Cordialmente,
Alfor von Buchweizen
¿No es fantástico? Vale, mucha energía no hay, aunque yo creo que hasta un tipo tan torpe como David podía adivinar el tufillo socarrón que anida entre las líneas del correo.
Yo esperaba que el pollo no respondería hasta Pascua, por lo menos, pero ¡qué va! Está visto que, una vez se despertó, estaba en modo apresurado. Respondió al día siguiente y, efectivamente, será al día siguiente cuando lo veamos.
Porque, hoy, claro, se hace tarde.
La intolerancia al incumplimiento de plazos se define como la energía de reacción del cliente (medida en julios), dividida por el tiempo (en días) en que se produce la misma contado desde el momento en que el plazo se ha cumplido. Esto es importante: la intolerancia (o resistencia) al incumplimiento de plazos (RIP, en adelante) depende positivamente de la energía que imprime el cliente a su reacción. Por ejemplo, podemos medir la temperatura producida por su acaloramiento y estimar la energía térmica empleada, o bien medir la energía cinética producida por los puñetazos sobre la mesa dados por el cliente impaciente.
Por otra parte, la RIP depende negativamente del tiempo transcurrido. Si, antes de terminar el plazo, el cliente ya está dando la murga al proveedor, la RIP podría ser incluso negativa, pero convencionalmente suponemos que no puede ser inferior a cero. En esos casos, hablamos de una intolerancia infinita. Obviamente, la intolerancia es menor cuanto más tarde se produce la reacción, y es equivalente a cero si la reacción no se produce en absoluto, tendiendo a cero cuando más alejada está la reacción del final del plazo.
En general, pues:
RIP = E / t
En su primer intento, David se dio cuenta de que mi RIP era posiblemente igual a cero. En efecto, pasaron varios días sin dar la menor noticia, y yo ni le llamé, ni puse el grito en el cielo, ni hice siquiera amago de querer hablar con su jefe. En estas circunstancias, la reacción del empleado belga típico consiste en retrasar cualquier cosa que tenga que hacer, seguro de su impunidad. Recordémoslo bien.
En el caso que nos ocupa, nos encontrábamos a mitad de noviembre del año del señor de 2016. Pasó un día. Pasaron dos. Y no pasó nada.
Pasó una semana. Pasó otra. Pasó una tercera. Lo único que no pasó fue el presupuesto.
Yo, torpe de mí, por razones de salud mental, había resuelto no reaccionar. Después de unas obras durísimas (otro día contaré la aventura de los muebles de cocina), lo último que deseaba era hacer mala sangre y darme de cabezazos contra un muro, así que decidí no perder la compostura bajo ningún concepto y confiar en lo que yo, iluso, pensaba sería la profesionalidad habitual de cualquier empresa existente. No podía ser que una calamidad de empresa subsistiera con un servicio tan lamentable.
Jo que no...
El presupuesto llegó, finalmente, el 16 de diciembre, unos días antes de irnos a España de vacaciones. Muy serio, David me daba un presupuesto de unos 2.500 euros, pero decía que nos haría una rebaja de 350 euros. Eso sí, decía que el presupuesto del chasis y las guías me lo enviaría un compañero suyo que se ocupa de los chasis (y de las guías, claro, espero que fuera el mismo). Y, cágate lorito, me pedía que aceptara el presupuesto antes del 31 de diciembre, porque después la oferta no era válida. O sea, que me manda una jerigonza con aumentos y disminuciones por aquí y por allá, un presupuesto incompleto, porque ya me dirá para qué quiero una puerta sin chasis, o sin marco, o como se diga eso en castellano.
Y, después de tardar un mes en preparar un documento birrioso e incompleto, tengo que aceptarlo en quince días, la práctica totalidad de los cuales no son laborables, y además me cuela de rondón las condiciones generales de venta, que me obligan a pagar un 30% al firmar la aceptación, y en cambio, ellos no tienen ningún plazo para cumplir con sus obligaciones.
Muy fuerte. Mucho.
En vista de las circunstancias, decidí actuar con presteza. Mi RIP subió como la espuma: mucha energía no hubo, vale, pero al menos la reacción fue rápida.
El mismo día (RIP, por tanto, tendente a infinito), le envíe un correo que, traducido, decía así:
Buenos días, señor Gómez (vamos a llamarle así, aunque no sé si merece el anonimato):
Le agradezco el envío del presupuesto.
No obstante, comprenderá usted que, de momento, no estoy en condiciones de aceptarlo, habida cuenta de que falta el presupuesto de las guías y del marco.
Así pues, le pediría respetuosamente que me hiciera llegar lo antes posible el presupuesto COMPLETO, sin el cual nos es imposible tomar una decisión.
Además, le pediría igualmente que he hiciese saber el plazo normal de entrega y montaje de las puertas, para poder hacer mis previsiones de pagos.
Debo confesar que estoy un poco preocupado por el plazo que ha supuesto enviar un presupuesto (parcial), y me pregunto si la entrega y el montaje de las puertas van a seguir la misma pauta temporal.
Finalmente, y por si no recibo noticias suyas antes del domingo próximo, le deseo una muy feliz Navidad.
Cordialmente,
Alfor von Buchweizen
¿No es fantástico? Vale, mucha energía no hay, aunque yo creo que hasta un tipo tan torpe como David podía adivinar el tufillo socarrón que anida entre las líneas del correo.
Yo esperaba que el pollo no respondería hasta Pascua, por lo menos, pero ¡qué va! Está visto que, una vez se despertó, estaba en modo apresurado. Respondió al día siguiente y, efectivamente, será al día siguiente cuando lo veamos.
Porque, hoy, claro, se hace tarde.
Las medidas de la puerta de garaje
Al día siguiente, David no me llamó, lo cual ya me debió ir mosqueando. Había cogido una tarjeta de su mesa, y me pregunté si llamarle o no para recordarle que debía pasar a tomar medidas, pero aquí en Bélgica me da la impresión de que las cosas funcionan de manera parecida a como lo hacían en Rusia, en que tú eres el cliente, sí, pero quien manda no eres tú, sino que tu proveedor te hace un favor al proveerte. En Rusia, y más aún en Moscú, en los últimos años, las cosas habían cambiado mucho, supongo que gracias a la competencia y esas zarandajas. En Bélgica, yo no sé qué pasa, pero un huevo de empresas parecen no necesitar clientes y tienen que quitárselos de encima para que no les molesten. Como hacerlo así, directamente, está feo, lo hacen de manera indirecta, y una de las maneras indirectas, al menos la más efectiva, es tratarnos a patadas.
Decidí no llamarle. Me da la impresión de que cada vez que llamas a alguien que, de suyo, debería perseguirte a ti, estás haciendo el canelo y les das pie para que te traten de manera todavía peor, a ver hasta dónde pueden llegar impunemente.
Más o menos una semana después, David llamó para quedar a tomar medidas. Estupendo, sólo una semana de retraso, voto a Bríos. Dijo que se pasaría el martes siguiente, lo cual nos venía razonablemente bien.
El martes, aproximadamente media hora más tarde de lo que dijo, una figura grande y pesada atravesaba la calle y aparecía por nuestra residencia. Era él. Como había llegado cuando quiso, yo ya estaba saliendo por la puerta para conducir a Ame a una clase que tenía lejos del barrio, así que fue Alfina quien lo atendió.
A mi vuelta, requerí qué tal le había ido.
- Bien. Tomó las medidas, y luego me estuvo explicando cómo funcionaría.
Otra cosa no, pero palabrería, toda la que haga falta.
- ¿Y ahora qué?
- Dice que pasado mañana pasará el presupuesto.
Ay, ay, ay... Pasado mañana...
Decidí no llamarle. Me da la impresión de que cada vez que llamas a alguien que, de suyo, debería perseguirte a ti, estás haciendo el canelo y les das pie para que te traten de manera todavía peor, a ver hasta dónde pueden llegar impunemente.
Más o menos una semana después, David llamó para quedar a tomar medidas. Estupendo, sólo una semana de retraso, voto a Bríos. Dijo que se pasaría el martes siguiente, lo cual nos venía razonablemente bien.
El martes, aproximadamente media hora más tarde de lo que dijo, una figura grande y pesada atravesaba la calle y aparecía por nuestra residencia. Era él. Como había llegado cuando quiso, yo ya estaba saliendo por la puerta para conducir a Ame a una clase que tenía lejos del barrio, así que fue Alfina quien lo atendió.
A mi vuelta, requerí qué tal le había ido.
- Bien. Tomó las medidas, y luego me estuvo explicando cómo funcionaría.
Otra cosa no, pero palabrería, toda la que haga falta.
- ¿Y ahora qué?
- Dice que pasado mañana pasará el presupuesto.
Ay, ay, ay... Pasado mañana...
sábado, 25 de febrero de 2017
El vendedor de puertas de garaje
Por fin me estaba atendiendo alguien en aquel comercio. David, que tal era efectivamente el nombre del dependiente de marras, me hizo sentar delante de él.
- Entonces, ¿quiere cambiar la puerta de su garaje?
- Sí, he traído unas fotos. Ahora se las enseño.
- A ver.
Y es que yo iba preparado y todo. Antes de salir, había hecho unas fotos del garaje desde el interior y desde el exterior, para que me pudiera ofrecer algo coherente.
- Mmmm... - murmuró David.
- ¿Se puede hacer?
- Sí, sí, se puede hacer. Podemos poner una puerta abatible, o una puerta seccional, que parece lo más adecuado aquí.
Siguió un ratito de explicaciones técnicas, que seguí a duras penas, porque mi francés jurídico ya es bastante bueno, pero mi francés de puertas de garaje y sus circunstancias como que aún no se ha desarrollado lo suficiente.
- Bueno, pues háganme un presupuesto de lo que cuesta cada cosa.
- Primero tengo que ir a tomar las medidas.
- Claro. Si quiere y tiene tiempo, podemos ir ahora.
Iluso de mí.
- No, ahora no puedo, porque tengo una visita, pero le llamaré mañana y ya quedaremos para que pase por allí.
- Oiga, ya de paso, y como también tienen puertas de entrada, quizá nos gustaría cambiarla también.
- Bueno, eso aquí lo lleva otro colega, pero las medidas las puedo tomar yo ¿Qué tipo de puerta le gustaría?
- Hombre, una puerta seria, de un color gris. Bueno, de colores mejor que opine mi esposa, que de eso yo no controlo nada.
- Ah, ya. Bueno, tenemos estas puertas de entradas que ve usted aquí expuestas, y cualquiera de ellas se puede adaptar fácilmente a su caso, pero claro, mejor que lo hable con mi colega, el que se ocupa de las puertas de entrada. Lo mío, ya sabe, son las de garaje.
- Vale, entonces me llama mañana y toma las medidas.
- Mañana mismo le llamo sin falta.
- Hasta mañana entonces.
Y salí de la tienda. Pensé en despedirme del tipo que me había recibido en primer lugar, pero seguía muy concentrado mirando Dios sabe qué en el ordenador, así que pensé que no era cuestión de molestarlo. Pobrecito.
- Entonces, ¿quiere cambiar la puerta de su garaje?
- Sí, he traído unas fotos. Ahora se las enseño.
- A ver.
Y es que yo iba preparado y todo. Antes de salir, había hecho unas fotos del garaje desde el interior y desde el exterior, para que me pudiera ofrecer algo coherente.
- Mmmm... - murmuró David.
- ¿Se puede hacer?
- Sí, sí, se puede hacer. Podemos poner una puerta abatible, o una puerta seccional, que parece lo más adecuado aquí.
Siguió un ratito de explicaciones técnicas, que seguí a duras penas, porque mi francés jurídico ya es bastante bueno, pero mi francés de puertas de garaje y sus circunstancias como que aún no se ha desarrollado lo suficiente.
- Bueno, pues háganme un presupuesto de lo que cuesta cada cosa.
- Primero tengo que ir a tomar las medidas.
- Claro. Si quiere y tiene tiempo, podemos ir ahora.
Iluso de mí.
- No, ahora no puedo, porque tengo una visita, pero le llamaré mañana y ya quedaremos para que pase por allí.
- Oiga, ya de paso, y como también tienen puertas de entrada, quizá nos gustaría cambiarla también.
- Bueno, eso aquí lo lleva otro colega, pero las medidas las puedo tomar yo ¿Qué tipo de puerta le gustaría?
- Hombre, una puerta seria, de un color gris. Bueno, de colores mejor que opine mi esposa, que de eso yo no controlo nada.
- Ah, ya. Bueno, tenemos estas puertas de entradas que ve usted aquí expuestas, y cualquiera de ellas se puede adaptar fácilmente a su caso, pero claro, mejor que lo hable con mi colega, el que se ocupa de las puertas de entrada. Lo mío, ya sabe, son las de garaje.
- Vale, entonces me llama mañana y toma las medidas.
- Mañana mismo le llamo sin falta.
- Hasta mañana entonces.
Y salí de la tienda. Pensé en despedirme del tipo que me había recibido en primer lugar, pero seguía muy concentrado mirando Dios sabe qué en el ordenador, así que pensé que no era cuestión de molestarlo. Pobrecito.
miércoles, 15 de febrero de 2017
En la tienda de puertas de garaje
Decíamos ayer (y, por una vez, fue realmente ayer, y no hace dos o tres meses) que nos hacía falta una puerta para nuestro garaje. Y nos habíamos quedado en el momento (emocionante, lo sé) en que atravieso con la intrepidez que me caracteriza un comercio belga y me dirijo a un dependiente, igualmente belga.
El dependiente está sentado delante de un ordenador, aparentemente trabajando. Una mirada un poco más atenta, y la experiencia de muchas tardes viendo a gente que, aparentemente, trabajaba, me permite convencerme de que lo que hace es mirar fijamente una pantalla. Decido prescindir de lo que pueda estar mostrando esa pantalla, y le dirijo la palabra.
- Buenas tardes, yo querría cambiar la puerta de mi garaje, y vengo a ver qué me pueden ofrecer.
El dependiente me mira con aspecto extrañado. Por un momento pensé que me había equivocado de tienda.
- Puertas de garaje, puertas de garaje... - el dependiente se puso a repetir su mantra.
Hice memoria. Giré la cabeza, y a mi alrededor no se veía otra cosa que puertas. La mayoría eran de interior, y alguna de entrada, y justo en la mesa vecina del dependiente había un catálogo abierto de puertas de garaje. O el dependiente era nuevo, o se estaba quedando conmigo, o era belga, o las tres cosas.
- No sé quién tendra puertas de garaje.
- ¿No? Pero, en su página web, dice que ustedes se dedican a las puertas de garaje.
- Sí, posiblemente diga eso. Preo, claro, hay que encontrar a la persona adecuada.
- ¿Y no está aquí? - pregunté haciendo acopio de paciencia y recordando que hacía tiempo que no releía "El castillo" y que quizá no sería una mala idea.
- Ufff... Hay alguien, sí... hay alguien...
Era noviembre. Los días, que sólo ahora empiezan a alargarse, eran cortísimos, y la luz del sol, a las cuatro de la tarde, comenzaba a apagarse. El cielo estaba gris, y el ambiente resultaba opresivo. Me erguí a la espera de que el dependiente haciera algo, lo que fuera. Éste comprendió que no me iba a ir tan simplemente y que, si quería seguir mirando lo que hubiera en la pantalla, primero iba a tener que librarse de mí.
- Voy a llamarlo - dijo, con un tono de voz en el que se apreciaba un mínimo, muy mínimo, de resolución.
Tomó el teléfono, marcó un número y, cuando hubo recibido una respuesta, comenzó a hablar:
- Ha venido una persona que quiere cambiar la puerta de su garaje.
- (...)
- Sí, ya se lo he dicho.
- (...)
- ¿Me podeis pasar con David?
- (..)
- Bueno, pues dadme su número.
- (...)
- Gracias.
Y colgó. Enseguida se dirigió a mí.
- Voy a intentar hablar con David. David tiene puertas de garaje. Le podrá ayudar.
- Vamos a ver.
- Yo hago lo que está en mi mano.
El dependiente volvió a marcar un número.
- David, ¿dónde estás?
- (...)
- Tengo aquí una persona que quiere cambiar la puerta de su garaje.
- (...)
- No lo sé. No se lo he preguntado ¿Puedes venir?
- (...)
- Gracias. Te espero.
El dependiente colgó de nuevo y volvió a dirigírseme.
- Va a venir David. Ésa es su mesa. Espérele ahí.
Y señaló la mesa que estaba justamente a su lado, a menos de medio metro de mí, la que tenía el catálogo de puertas de garaje. A partir de ahí debió considerar que el asunto que yo le planteaba ya no era de su incumbencia y volvió a su pantalla de ordenador. Entretanto, la pantalla se le había bloqueado y, con un gesto de hastío, tuvo que pulsar un par de teclas para seguir con sus quehaceres.
Me quedé de pie delante de la mesa, esperando a que apareciera David. Como eso no sucedió enseguida, di un par de vueltas mirando las puertas de entrada que tenían y, como nuestra puerta de entrada, aunque se abre y cierra sin problemas, data igualmente de la época colonial, pensé en qué no sería mala idea cambiarla también.
Ya había mirado varias veces cada detalle de todas las puertas de entrada que tenían por allí, y ya no sabía qué hacer para hacer tiempo hasta que David se dignara atenderme, cuando finalmente vi a un joven de elevada estatura y andar reposado, que se acercaba hacia la mesa que me interesaba con aires de plantígrado recién salido de la hibernación. Como quería ver a mis hijos antes de que se fueran a la universidad, decidí tomar la iniciativa y le intercepté.
- ¿Es usted David?
- Sí... ¿Usted es el ha venido por una puerta de garaje?
- Ése soy yo.
- Ufff... bueno, siéntese.
Acepté su invitación pensando que estaba hablando con un profesional, como atestiguaba el catálogo, precisamente de puertas de garaje, lo que a mí me interesaba, que estaba abierto sobre el escritorio, a diferencia del dependiente de al lado, que debía ser pariente cercano del dueño, a juzgar por su actitud inhibida.
Y con esto terminamos por hoy, quedando para mañana (o pasado, a saber) las aventuras que se sucedieron en aquel lugar que ya me estaba preguntando yo si era realmente una empresa de puertas de garaje, o la tapadera de un negocio mafioso o de una guarida de yihadistas ocultos en el almacén.
El dependiente está sentado delante de un ordenador, aparentemente trabajando. Una mirada un poco más atenta, y la experiencia de muchas tardes viendo a gente que, aparentemente, trabajaba, me permite convencerme de que lo que hace es mirar fijamente una pantalla. Decido prescindir de lo que pueda estar mostrando esa pantalla, y le dirijo la palabra.
- Buenas tardes, yo querría cambiar la puerta de mi garaje, y vengo a ver qué me pueden ofrecer.
El dependiente me mira con aspecto extrañado. Por un momento pensé que me había equivocado de tienda.
- Puertas de garaje, puertas de garaje... - el dependiente se puso a repetir su mantra.
Hice memoria. Giré la cabeza, y a mi alrededor no se veía otra cosa que puertas. La mayoría eran de interior, y alguna de entrada, y justo en la mesa vecina del dependiente había un catálogo abierto de puertas de garaje. O el dependiente era nuevo, o se estaba quedando conmigo, o era belga, o las tres cosas.
- No sé quién tendra puertas de garaje.
- ¿No? Pero, en su página web, dice que ustedes se dedican a las puertas de garaje.
- Sí, posiblemente diga eso. Preo, claro, hay que encontrar a la persona adecuada.
- ¿Y no está aquí? - pregunté haciendo acopio de paciencia y recordando que hacía tiempo que no releía "El castillo" y que quizá no sería una mala idea.
- Ufff... Hay alguien, sí... hay alguien...
Era noviembre. Los días, que sólo ahora empiezan a alargarse, eran cortísimos, y la luz del sol, a las cuatro de la tarde, comenzaba a apagarse. El cielo estaba gris, y el ambiente resultaba opresivo. Me erguí a la espera de que el dependiente haciera algo, lo que fuera. Éste comprendió que no me iba a ir tan simplemente y que, si quería seguir mirando lo que hubiera en la pantalla, primero iba a tener que librarse de mí.
- Voy a llamarlo - dijo, con un tono de voz en el que se apreciaba un mínimo, muy mínimo, de resolución.
Tomó el teléfono, marcó un número y, cuando hubo recibido una respuesta, comenzó a hablar:
- Ha venido una persona que quiere cambiar la puerta de su garaje.
- (...)
- Sí, ya se lo he dicho.
- (...)
- ¿Me podeis pasar con David?
- (..)
- Bueno, pues dadme su número.
- (...)
- Gracias.
Y colgó. Enseguida se dirigió a mí.
- Voy a intentar hablar con David. David tiene puertas de garaje. Le podrá ayudar.
- Vamos a ver.
- Yo hago lo que está en mi mano.
El dependiente volvió a marcar un número.
- David, ¿dónde estás?
- (...)
- Tengo aquí una persona que quiere cambiar la puerta de su garaje.
- (...)
- No lo sé. No se lo he preguntado ¿Puedes venir?
- (...)
- Gracias. Te espero.
El dependiente colgó de nuevo y volvió a dirigírseme.
- Va a venir David. Ésa es su mesa. Espérele ahí.
Y señaló la mesa que estaba justamente a su lado, a menos de medio metro de mí, la que tenía el catálogo de puertas de garaje. A partir de ahí debió considerar que el asunto que yo le planteaba ya no era de su incumbencia y volvió a su pantalla de ordenador. Entretanto, la pantalla se le había bloqueado y, con un gesto de hastío, tuvo que pulsar un par de teclas para seguir con sus quehaceres.
Me quedé de pie delante de la mesa, esperando a que apareciera David. Como eso no sucedió enseguida, di un par de vueltas mirando las puertas de entrada que tenían y, como nuestra puerta de entrada, aunque se abre y cierra sin problemas, data igualmente de la época colonial, pensé en qué no sería mala idea cambiarla también.
Ya había mirado varias veces cada detalle de todas las puertas de entrada que tenían por allí, y ya no sabía qué hacer para hacer tiempo hasta que David se dignara atenderme, cuando finalmente vi a un joven de elevada estatura y andar reposado, que se acercaba hacia la mesa que me interesaba con aires de plantígrado recién salido de la hibernación. Como quería ver a mis hijos antes de que se fueran a la universidad, decidí tomar la iniciativa y le intercepté.
- ¿Es usted David?
- Sí... ¿Usted es el ha venido por una puerta de garaje?
- Ése soy yo.
- Ufff... bueno, siéntese.
Acepté su invitación pensando que estaba hablando con un profesional, como atestiguaba el catálogo, precisamente de puertas de garaje, lo que a mí me interesaba, que estaba abierto sobre el escritorio, a diferencia del dependiente de al lado, que debía ser pariente cercano del dueño, a juzgar por su actitud inhibida.
Y con esto terminamos por hoy, quedando para mañana (o pasado, a saber) las aventuras que se sucedieron en aquel lugar que ya me estaba preguntando yo si era realmente una empresa de puertas de garaje, o la tapadera de un negocio mafioso o de una guarida de yihadistas ocultos en el almacén.
martes, 14 de febrero de 2017
La increíble aventura de la puerta del garaje
Creo que los lectores ya conocen sobradamente que, desde hace casi un par de años (¡cómo pasa el tiempo!) somos dueños de una casa y, desde hace algo menos de uno, después de un vía crucis en forma de obras en Bruselas, incluso la habitamos.
La casa está habitable, incluso perfectamente habitable, pero quedan cosillas por hacer, y una de ellas es la puerta del garaje. Es una puerta sólida, de cuando las cosas se hacían como Dios manda, incluso en Bélgica. Data del mismo año que la casa, allá por 1957, de cuando Bélgica aún era potencia colonial y expoliaba el Congo, antes de hacerse con las sedes de las instituciones comunitarias y pasar a expoliar al resto de los europeos, lo cual es mucho menos racista.
Pero, claro, desde 1957 ha pasado la friolera de sesenta años, y la puerta, no es que esté mal, que no, pero, por ejemplo, presenta algunos problemillas, el principal de los cuales es que no se abre, lo cual, quieras que no, es la función de una puerta. En realidad, no se abre desde fuera; desde dentro sí, y así es como se puede utilizar el garaje para algo. Yo llego con mi bicicleta, la dejo delante del garaje, abro la puerta principal de casa, entro al garaje por detrás, abro la puerta desde dentro, meto la bicicleta, y vuelvo a cerrar desde dentro. Incluso para alguien con mi paciencia, el proceso es tedioso. Además, cuando saco la bicicleta, hay que repetir el mismo proceso, sólo que al revés. No mola nada.
Cuando nos hubimos recuperado hasta cierto punto de la sangría que supuso comprar y reformar la casa, llegó el momento de pensar en cambiar la puerta. Uno pensaría que cambiar una puerta de garaje debe ser algo sencillo, pero ¡ja!, esto es Bélgica. A María Isabel, antes muerta que sencilla, se le debió ocurrir aquí la canción.
Yo hice lo que hubiera hecho en España. Un buen día cogí el buscador de Internet y pulsé 'portes de garage Uccle', porque uno estará más o menos hasta las narices del país, pero hasta cierto punto la elección de vivir en Uccle es mía y para ser consecuente tengo que tenerle algo de aprecio, y qué menos que dar una oportunidad al comercio local.
Me salió una dirección que parecia buena. Vi dónde estaba el establecimiento, y resulta que estaba muy cerca de la pista de entrenamiento de Ame, así que incluso podría aprovechar para hacer los trámites mientras Ame estuviera tratando de enchufar triples.
Bueno, en realidad me fije un poco más y mi gozo se quedó en un pozo, porque no, cuando los establecimiento cierran a las cinco y media y ni un minuto más no hay manera humana de visitar el lugar. Seguí hurgando por la página web, y tenían bastantes cosas colgadas y muchas fotos monas. Me llamó mucho la atención que alardearan de que sus productos eran cien por cien belgas, con calidad belga. Supongo que debía ser algo bueno, o eso creían ellos, pero yo noté un escalofrío en la espalda.
Sea como fuere, un buen día, que no tenía que ir al trabajo por la tarde, me acerqué al establecimiento con ánimo de dejar el asunto arreglado lo más pronto posible. Atravesé la puerta, miré a derecha e izquierda...
...y lo dejo aquí, porque se me hace tarde, pero prometo continuar. Sí, ahora de veras.
La casa está habitable, incluso perfectamente habitable, pero quedan cosillas por hacer, y una de ellas es la puerta del garaje. Es una puerta sólida, de cuando las cosas se hacían como Dios manda, incluso en Bélgica. Data del mismo año que la casa, allá por 1957, de cuando Bélgica aún era potencia colonial y expoliaba el Congo, antes de hacerse con las sedes de las instituciones comunitarias y pasar a expoliar al resto de los europeos, lo cual es mucho menos racista.
Pero, claro, desde 1957 ha pasado la friolera de sesenta años, y la puerta, no es que esté mal, que no, pero, por ejemplo, presenta algunos problemillas, el principal de los cuales es que no se abre, lo cual, quieras que no, es la función de una puerta. En realidad, no se abre desde fuera; desde dentro sí, y así es como se puede utilizar el garaje para algo. Yo llego con mi bicicleta, la dejo delante del garaje, abro la puerta principal de casa, entro al garaje por detrás, abro la puerta desde dentro, meto la bicicleta, y vuelvo a cerrar desde dentro. Incluso para alguien con mi paciencia, el proceso es tedioso. Además, cuando saco la bicicleta, hay que repetir el mismo proceso, sólo que al revés. No mola nada.
Cuando nos hubimos recuperado hasta cierto punto de la sangría que supuso comprar y reformar la casa, llegó el momento de pensar en cambiar la puerta. Uno pensaría que cambiar una puerta de garaje debe ser algo sencillo, pero ¡ja!, esto es Bélgica. A María Isabel, antes muerta que sencilla, se le debió ocurrir aquí la canción.
Yo hice lo que hubiera hecho en España. Un buen día cogí el buscador de Internet y pulsé 'portes de garage Uccle', porque uno estará más o menos hasta las narices del país, pero hasta cierto punto la elección de vivir en Uccle es mía y para ser consecuente tengo que tenerle algo de aprecio, y qué menos que dar una oportunidad al comercio local.
Me salió una dirección que parecia buena. Vi dónde estaba el establecimiento, y resulta que estaba muy cerca de la pista de entrenamiento de Ame, así que incluso podría aprovechar para hacer los trámites mientras Ame estuviera tratando de enchufar triples.
Bueno, en realidad me fije un poco más y mi gozo se quedó en un pozo, porque no, cuando los establecimiento cierran a las cinco y media y ni un minuto más no hay manera humana de visitar el lugar. Seguí hurgando por la página web, y tenían bastantes cosas colgadas y muchas fotos monas. Me llamó mucho la atención que alardearan de que sus productos eran cien por cien belgas, con calidad belga. Supongo que debía ser algo bueno, o eso creían ellos, pero yo noté un escalofrío en la espalda.
Sea como fuere, un buen día, que no tenía que ir al trabajo por la tarde, me acerqué al establecimiento con ánimo de dejar el asunto arreglado lo más pronto posible. Atravesé la puerta, miré a derecha e izquierda...
...y lo dejo aquí, porque se me hace tarde, pero prometo continuar. Sí, ahora de veras.