Una de las cosas realmente difíciles en Rusia, y parece que lo va a seguir siendo durante mucho tiempo, es hacer que la gente vaya a los sitios. De hecho, buena parte de mi trabajo en Rusia consistía en hacer asistir a la gente a sitios a los que muchas veces no tenía muchas ganas de ir. Y eso es algo bastante complicado, de verdad. Pelarse con la aduana es una cuestión baladí, caminar por la cuerda floja de los pagos más o menos aceptables es poca cosa; no, lo que verdaderamente es difícil es convencer a la gente de que vaya a un sitio a hacer algo que tú quieres que haya.
Por ejemplo, a un desfile de moda.
¿A que parece absurdo? Te llaman de parte de la Embajada de Tiranistán y te dicen a ti, que eres un profesional de la moda, porque tienes una tienda, o eres diseñador, o lo que seas, que te invitan gratis total al desfile y que, encima, puedes quedarte después a papear algo, que Tiranistán no repara en gastos. En cualquier país del mundo tú irías alborozado y dirías que de mil amores y subrayarías con purpurina esa fecha del calendario.
Pues en Rusia, no.
En Rusia, la reacción suele ser exactamente la contraria. Vale, a veces no pasa, pero la mayoría de las veces el ruso estándar se pone muy ufano, sí, porque Tiranistán y sus emisarios le persigan para invitarle a un desfile, pero eso no quiere decir que vaya a ir, no, señor. No soy capaz de dar con la tecla de por qué cuesta tanto, pero aventuraría un par de causas. La primera, pereza pura y dura. Uno de los personajes literarios más importantes de Rusia es Oblómov, héroe de la novela más importante de Iván Goncharov. Bueno, pues Iván Goncharov hizo un flaco favor a la causa al publicar esa novela, porque Oblómov es un perezoso abúlico de siete suelas más inútil que un reloj de sol en Bruselas, pero Goncharov consigue que caiga bien y he oído a más de un ruso, y a más de dos, justificar su abulía con una sonrisita y diciendo: "Oblómov..."
Aparte de eso, por pura lógica ilógica, el ruso piensa que, si te llaman, es que te consideran importante. A un ruso le encanta que le consideren importante. Puestos a serlo, si no vas, es que eres muy importante, demasiado importante como para honrar ese desfilito de poca monta. Y, si dices que vas a ir y finalmente no vas, es que ya eres la recontrapera de importante; tanto, que se van a quedar esperándote y echándote de menos. Qué gozada.
Bajo la lógica existente en las clases empresariales occidentales en general (y tiranias en particular), esta forma de pensar es incomprensible, y el resultado es que las cosas no salen bien. Como no pueden estar equivocados, claro que no, los extranjeros salen quejándose amargamente de los rusos, cuando lo único que había que hacer era cambiar el chip ¿Cómo? Bueno, no lo voy a contar todo.
El caso es que, ajenos a lo que se venía encima, Sagardoy, Lupita y Héctor, con el inefable concurso de Engatusso, perdían el tiempo pidiendo a los constructores que cambiaran las cortinas por unas de otro color, y se las prometían muy felices de lo que iban a presumir al volver a Tiranistán por haber sido ellos capaces, ellos solos, de organizar un desfile de moda en tres semanas nada menos que en la hostilísima ciudad de Moscú, gracias a su genio, carisma, laboriosidad y ardor guerrero; mientras tanto, ahora que los trajes estaban ya ciñendo el cuerpo de las modelos, que las maquilladoras las estaban dejando en condiciones de quitar el hipo al más pintado, que el teatro estaba pagado y contratado y que los diseñadores se paseaban de aquí para allá dejando constancia de su porte y de su saber hacer, y que se esperaba descorrer la cortina en poco tiempo y ver aparecer a la señora Putina y a la señora Schefla, esposa del general Ranzai, en ese momento, digo, el verdadero problema consistía en saber si aparte de esas dos ilustres espectadoras y de quienes por fuerza estábamos oblligados a tragarnos el desfile, habría alguien más.
Vamos, que el problema consistía en, una vez había sudado para contratar el Bolshoi, llenarlo.
Claro, se supone que ése es el típico problema que tiene que resolver alguien que esté en el mundillo y conozca a gente que, siquiera sea por no hacerle un feo, se avenga a asistir. De hecho, a la agencia le pagaban para eso. Y de vez en cuando había alguna preguntita por mi parte:
- ¿Qué? ¿La gente va confirmando que va a venir?
- Oh, sí, la gente está muy interesada.
Dios mío, bastaba oír eso para que a uno le dieran escalofríos. Cuando te prometen que van a asistir cien, puedes darte con un canto en los dientes si consigues la tercera parte. Entrentanto, las cosas se han profesionalizado mucho en Rusia y hay empresas y páginas web especializadas en que los actos sean todo un éxito de asistencia, aunque los que vayan sean más frikis que un imperialista luxemburgués; pero entonces no existían todavía tales conceptos y, por tanto, había que estrujarse las meninges para obtener algo razonable. O, por lo menos, aparente.
Tanto más, cuanto que las fechas ya eran inminentes y los peces gordos de verdad, comenzando por el doctor Atsock y por el matrimonio Ranzai estaban al caer.
Pero mejor dejémosles que caigan mañana, que hoy se hace tarde.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
martes, 27 de agosto de 2013
sábado, 24 de agosto de 2013
Astracanadas
Astracán es una ciudad rusa, situada no demasiado lejos de la orilla del Mar Caspio, que no había visitado a lo largo de los tres lustros largos que estuve viviendo en Rusia, y que, ironías de la vida, he ido a visitar ahora, después de mudarme a Bruselas.
Astracán es famosa por tres cosas. La primera y principal es el caviar negro, pero eso va a tener que esperar, porque hay una moratoria de lo más estricta y ojito con pescar un solo esturión. Si uno va de legal y no quiere saber nada del contrabando, lo suyo es contentarse con el caviar rojo, de salmón. Es lo que hicieron mis compañeros de viaje, europeos ellos occidentales, para regalar a sus secretarias y para su propio goce y disfrute, por mucho que yo les dijera que julio es una época pésima para el caviar rojo y que hay que esperar a octubre y noviembre, que es cuando el salmón ha desovado y el caviar llega fresco.
- Entonces, ¿qué llevo? - te preguntan.
- Esto... no sé... ¿alforfón?
- ¿Qué es eso?
Y uno va por el supermercado, busca el alforfón, lo encuentra y se lo enseña a los acompañantes.
- ¿Esto es... alforfón? - te preguntan.
- Sí. Es muy sano - y añades, en francés: - L'aliment de l'avenir, et la nourriture de l'homme supérieur.
Tus compañeros se creen que estás de coña (y con razón) y se llevan el caviar rojo, que no tiene ningún misterio, saben lo que es y, por si fuera poco, con esas letricas en cirílico no cabe duda de que es ruso y queda monísimo en Bruselas para ofrecer a la secretaria, a la amante... El alforfón, en cambio, es algo sospechoso, cosa de comunistas o eso. Se liga poco ofreciendo a la amante un kilo de alforfón.
Además de por el caviar negro, Astracán es famosa por sus pieles... de Astracán, que se sacaban de los fetos de los animalicos. Alguien pensó que eso no estaba muy allá, y comenzó a dejar nacer a los animalicos, para desollarlos a los dos o tres días, que es lo que hacen ahora. Claramente, el día que los verdes o los catalanes antitaurinos manden en Astracán, van a mandar la producción local de Astracán a hacer gárgaras. A la mujer de uno de nuestros acompañantes, que venía de polizón, se le ocurrió que en Astracán podría comprarse un abrigo o un gorro... en julio, con una temperatura achicharrante de treinta y cinco grados.
Era algo tremendo lo de entrar en las tiendas, preguntar si no tendrían abrigos y ver la cara de los dependientes, con el ventilador a todo trapo, mirándonos con cara de pensar que nos estábamos quedando con ellos.
- ¿Un... abrigo? ¿Ahora?
- Sí, ¿no le queda nada?
La tercera cosa por la que Astracán debería ser famosa, al menos en España, es por las astracanadas ¿Qué es una astracanada? Es una obra de teatro en la que se busca la comicidad como sea, aun a costa de decir barbaridades. La mejor, con diferencia, es una obra ya clásica, La venganza de Don Mendo, de Pedro Muñoz Seca ¿Y por qué se llaman así? Porque son obras tan ridiculas como un ruso en España vestido con un abrigo de Astracán. En cualquier caso, eso es un invento español que no tiene absolutamente nada que ver con la ciudad.
Pero bueno, ya que estamos aquí, y que estamos acompañando a gente bastante importante, a las que les reciben gobernadores, alcaldes, y gente así, vamos a ver el principal monumento de la ciudad: el Kremlin, que es el más meridional de todos los kremlins rusos.
Pero eso será mañana, porque hoy se hace tarde.
Astracán es famosa por tres cosas. La primera y principal es el caviar negro, pero eso va a tener que esperar, porque hay una moratoria de lo más estricta y ojito con pescar un solo esturión. Si uno va de legal y no quiere saber nada del contrabando, lo suyo es contentarse con el caviar rojo, de salmón. Es lo que hicieron mis compañeros de viaje, europeos ellos occidentales, para regalar a sus secretarias y para su propio goce y disfrute, por mucho que yo les dijera que julio es una época pésima para el caviar rojo y que hay que esperar a octubre y noviembre, que es cuando el salmón ha desovado y el caviar llega fresco.
- Entonces, ¿qué llevo? - te preguntan.
- Esto... no sé... ¿alforfón?
- ¿Qué es eso?
Y uno va por el supermercado, busca el alforfón, lo encuentra y se lo enseña a los acompañantes.
- ¿Esto es... alforfón? - te preguntan.
- Sí. Es muy sano - y añades, en francés: - L'aliment de l'avenir, et la nourriture de l'homme supérieur.
Tus compañeros se creen que estás de coña (y con razón) y se llevan el caviar rojo, que no tiene ningún misterio, saben lo que es y, por si fuera poco, con esas letricas en cirílico no cabe duda de que es ruso y queda monísimo en Bruselas para ofrecer a la secretaria, a la amante... El alforfón, en cambio, es algo sospechoso, cosa de comunistas o eso. Se liga poco ofreciendo a la amante un kilo de alforfón.
Además de por el caviar negro, Astracán es famosa por sus pieles... de Astracán, que se sacaban de los fetos de los animalicos. Alguien pensó que eso no estaba muy allá, y comenzó a dejar nacer a los animalicos, para desollarlos a los dos o tres días, que es lo que hacen ahora. Claramente, el día que los verdes o los catalanes antitaurinos manden en Astracán, van a mandar la producción local de Astracán a hacer gárgaras. A la mujer de uno de nuestros acompañantes, que venía de polizón, se le ocurrió que en Astracán podría comprarse un abrigo o un gorro... en julio, con una temperatura achicharrante de treinta y cinco grados.
Era algo tremendo lo de entrar en las tiendas, preguntar si no tendrían abrigos y ver la cara de los dependientes, con el ventilador a todo trapo, mirándonos con cara de pensar que nos estábamos quedando con ellos.
- ¿Un... abrigo? ¿Ahora?
- Sí, ¿no le queda nada?
La tercera cosa por la que Astracán debería ser famosa, al menos en España, es por las astracanadas ¿Qué es una astracanada? Es una obra de teatro en la que se busca la comicidad como sea, aun a costa de decir barbaridades. La mejor, con diferencia, es una obra ya clásica, La venganza de Don Mendo, de Pedro Muñoz Seca ¿Y por qué se llaman así? Porque son obras tan ridiculas como un ruso en España vestido con un abrigo de Astracán. En cualquier caso, eso es un invento español que no tiene absolutamente nada que ver con la ciudad.
Pero bueno, ya que estamos aquí, y que estamos acompañando a gente bastante importante, a las que les reciben gobernadores, alcaldes, y gente así, vamos a ver el principal monumento de la ciudad: el Kremlin, que es el más meridional de todos los kremlins rusos.
Pero eso será mañana, porque hoy se hace tarde.
miércoles, 21 de agosto de 2013
Músicos acabados (final)
¡Ah, cuántas entradas previas se han publicado sobre los músicos que van a actuar a Moscú y, por consiguiente, están acabados! En el último viaje aún alcancé a hacer un par de fotos, que pongo aquí a guisa de despedida de esta serie.
Iron Maiden. Ellos. Una vez más. Ya sabíamos que estaban acabados, y esto no es más que una corroboración más.
Lana del Rey. Pobre. Tan joven y ya acabada.
Iron Maiden. Ellos. Una vez más. Ya sabíamos que estaban acabados, y esto no es más que una corroboración más.
Lana del Rey. Pobre. Tan joven y ya acabada.
De momento, aquí termina esta serie, pero, si en lo sucesivo vuelvo a pasar por Moscú, será con la cámara de fotos para comprobar quién no va a hacer nada más de provecho en su carrera musical.
martes, 20 de agosto de 2013
Buscando culpables desde el principio
Como debería ser casi evidente para cualquier lector, estoy de vacaciones, con escaso acceso a un teclado desde el cual poder escribir, y mucho menos responder a los comentarios que vayan llegando y que, de todas maneras, Miguel aparte, no dan trabajo alguno.
En la última entrada, algo menos burlona que las anteriores (y de las que, Dios mediante, seguirán), me lamentaba de mi condición de culpable predeterminado y de destinatario del dedo acusador del funcionariado tiranio, mucho más ducho en escurrir el bulto que en agarrar el toro por los cuernos. Y esto, y alguna conversación que ha tenido lugar este verano, me ha traído a la memoria una catequesis que repetía todos los años, en mis tiempos de catequista, que ahora me parecen lejanísimos, pero que, en realidad, se terminaron no hace tantos meses. Ni siquiera años. Y quién sabe si van a proseguir, y cuándo.
El Génesis es el libro más incomprendido de la Biblia, al menos entre los cristianos, porque espero que los judíos lo vean de otra manera. Milenios de filosofía y categorización han culminado en un desprecio de la cultura narrativa del Génesis. Los no religiosos lo ven como una serie de paparruchas creacionistas, y supongo que están ganando la batalla, porque el Génesis, y el relato de la creación en concreto, es un huésped muy raro en homilías y predicaciones varias, y esto no sólo incluye a los catequistas, sino también a los clérigos, coom si tuviéramos vergüenza de creer en que eso que se cuenta ahí fuera histórico.
Sin embargo, a pesar de ser el libro más incomprendido de la Biblia, probablemente también es el más leído. Todos hemos intentado leer la Biblia, ¿verdad? Ateos o creyentes, quien más quien menos tiene una en casa, y desde luego forma parte de la cultura general, y qué menos que comenzar a leerla por el principio, que es precisamente el Génesis. Aquí, y sin una explicación adecuada, uno puede perder las ganas de seguir leyendo. No estamos acostumbrados a la forma de enseñar que tiene el Génesis. Occidente es así, y ha engendrado multitud de científicos y de filósofos que han encontrado un vocabulario abstracto que, en tiempos de la redacción del Génesis, simplemente no estaba disponible. Uno se da cuenta de esto cuando es catequista de africanos y éstos captan el sentido del relato muchísimo mejor que los europeos, que esperamos que nos hablen en términos generales, en lugar de hacer lo que hace el Génesis, que nos cuenta una historia y espera que seamos nosotros los que encontremos los términos generales que se adecúen mejor a nuestra cultura.
Para mí, el fragmento estrella es el capítulo tercero y, dentro de él, el siguiente fragmento:
La mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir sabiduría. Tomó, pues, de su fruto y comió; dio también de él a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió. Entonces se abrieron sus ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos taparrabos.
Oyeron después los pasos del Señor Dios, que se paseaba por el jardín a la brisa de la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: "¿Dónde estás?". Y éste respondió: "Oí tus pasos por el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí". El Señor Dios prosiguió: "¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿No habrás comido del árbol del que te prohibí comer?". El hombre respondió: "La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol y comí". El Señor Dios dijo a la mujer: "¿Qué es lo que has hecho?. Y la mujer respondió: "La serpiente me engañó y comí".
Todo el texto no tiene desperdicio, pero estos dos párrafos debieran ser de aparición obligatoria en todos los cursos de capacitación de mandos, sean cristianos o no. Es el momento crucial en que se rompe la armonía de la creación y el hombre desobedece a Dios y se aleja de Él; pero, en este contexto, lo verdaderamente interesante es la reacción de Adán. Es el colmo de la desfachatez. Lo primero que hace nada más pecar es sentir vergüenza, que es lo que nos pasa a todos los que tenemos conciencia de pecado (y pecamos, que ésos somos todos). Hasta ahí, es una consecuencia inevitable del hecho mismo de pecar, que es totalmente natural, y que la modernidad se esfuerza en modelar de otra manera para alejar del hombre la conciencia de pecado. Pero eso es otra guerra, y no viene ahora mismo al caso.
Al caso viene lo segundo que hace Adán: buscar un culpable. El hombre respondió: "La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol y comí". ¿Yo? ¡Noooooo! Yo hice lo que dijo mi mujer. Es más, Adán insinúa que es Dios, el mismo que está a puntito de echarle la bronca padre y muy Señor mío (strictu sensu), el que no es totalmente inocente del asuntillo. La mujer que TÚ, DIOS, me diste por compañera. Delicioso. No sólo la pifia, sino que desvía la culpa a su mujer y al mismísimo Dios. Tranqui, colega, la sociedad es la culpable.
En resumidas cuentas, buscar un culpable es tan antiguo como la Humanidad misma, y por eso no acabo de entender a quienes dudan de la historicidad del Génesis. No es sólo que sea histórico, sino que lo que sucede allí pasa entre nosotros a diario, y lo que nos queda por ver.
Y, si no, ahí tenemos a la flor y nata del funcionariado tiranio, que, con o sin pecado original, primero buscan al culpable y luego ya pueden venir pecados, ya, que tenemos a quien endilgárselos.
Pero, hecho este excurso, y alguno que vendrá por añadidura y porque estoy algo alejado de mis archivos, toca volver al desfile de moda y comprobar qué sucedió en tan magno evento, eje fundamental de las relaciones entre el Tiranistán y la Federación Rusa, ese país que los funcionarios rusos (que no saben bastante español, pero creen que sí) se empeñan en denominar en español como Federación de Rusia, por muy pésimamente que suene. Seguro que el lector informado conoce el porqué de las pajas mentales que se hacen los rusos en este punto.
En la última entrada, algo menos burlona que las anteriores (y de las que, Dios mediante, seguirán), me lamentaba de mi condición de culpable predeterminado y de destinatario del dedo acusador del funcionariado tiranio, mucho más ducho en escurrir el bulto que en agarrar el toro por los cuernos. Y esto, y alguna conversación que ha tenido lugar este verano, me ha traído a la memoria una catequesis que repetía todos los años, en mis tiempos de catequista, que ahora me parecen lejanísimos, pero que, en realidad, se terminaron no hace tantos meses. Ni siquiera años. Y quién sabe si van a proseguir, y cuándo.
El Génesis es el libro más incomprendido de la Biblia, al menos entre los cristianos, porque espero que los judíos lo vean de otra manera. Milenios de filosofía y categorización han culminado en un desprecio de la cultura narrativa del Génesis. Los no religiosos lo ven como una serie de paparruchas creacionistas, y supongo que están ganando la batalla, porque el Génesis, y el relato de la creación en concreto, es un huésped muy raro en homilías y predicaciones varias, y esto no sólo incluye a los catequistas, sino también a los clérigos, coom si tuviéramos vergüenza de creer en que eso que se cuenta ahí fuera histórico.
Sin embargo, a pesar de ser el libro más incomprendido de la Biblia, probablemente también es el más leído. Todos hemos intentado leer la Biblia, ¿verdad? Ateos o creyentes, quien más quien menos tiene una en casa, y desde luego forma parte de la cultura general, y qué menos que comenzar a leerla por el principio, que es precisamente el Génesis. Aquí, y sin una explicación adecuada, uno puede perder las ganas de seguir leyendo. No estamos acostumbrados a la forma de enseñar que tiene el Génesis. Occidente es así, y ha engendrado multitud de científicos y de filósofos que han encontrado un vocabulario abstracto que, en tiempos de la redacción del Génesis, simplemente no estaba disponible. Uno se da cuenta de esto cuando es catequista de africanos y éstos captan el sentido del relato muchísimo mejor que los europeos, que esperamos que nos hablen en términos generales, en lugar de hacer lo que hace el Génesis, que nos cuenta una historia y espera que seamos nosotros los que encontremos los términos generales que se adecúen mejor a nuestra cultura.
Para mí, el fragmento estrella es el capítulo tercero y, dentro de él, el siguiente fragmento:
La mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir sabiduría. Tomó, pues, de su fruto y comió; dio también de él a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió. Entonces se abrieron sus ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos taparrabos.
Oyeron después los pasos del Señor Dios, que se paseaba por el jardín a la brisa de la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: "¿Dónde estás?". Y éste respondió: "Oí tus pasos por el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí". El Señor Dios prosiguió: "¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿No habrás comido del árbol del que te prohibí comer?". El hombre respondió: "La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol y comí". El Señor Dios dijo a la mujer: "¿Qué es lo que has hecho?. Y la mujer respondió: "La serpiente me engañó y comí".
Todo el texto no tiene desperdicio, pero estos dos párrafos debieran ser de aparición obligatoria en todos los cursos de capacitación de mandos, sean cristianos o no. Es el momento crucial en que se rompe la armonía de la creación y el hombre desobedece a Dios y se aleja de Él; pero, en este contexto, lo verdaderamente interesante es la reacción de Adán. Es el colmo de la desfachatez. Lo primero que hace nada más pecar es sentir vergüenza, que es lo que nos pasa a todos los que tenemos conciencia de pecado (y pecamos, que ésos somos todos). Hasta ahí, es una consecuencia inevitable del hecho mismo de pecar, que es totalmente natural, y que la modernidad se esfuerza en modelar de otra manera para alejar del hombre la conciencia de pecado. Pero eso es otra guerra, y no viene ahora mismo al caso.
Al caso viene lo segundo que hace Adán: buscar un culpable. El hombre respondió: "La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol y comí". ¿Yo? ¡Noooooo! Yo hice lo que dijo mi mujer. Es más, Adán insinúa que es Dios, el mismo que está a puntito de echarle la bronca padre y muy Señor mío (strictu sensu), el que no es totalmente inocente del asuntillo. La mujer que TÚ, DIOS, me diste por compañera. Delicioso. No sólo la pifia, sino que desvía la culpa a su mujer y al mismísimo Dios. Tranqui, colega, la sociedad es la culpable.
En resumidas cuentas, buscar un culpable es tan antiguo como la Humanidad misma, y por eso no acabo de entender a quienes dudan de la historicidad del Génesis. No es sólo que sea histórico, sino que lo que sucede allí pasa entre nosotros a diario, y lo que nos queda por ver.
Y, si no, ahí tenemos a la flor y nata del funcionariado tiranio, que, con o sin pecado original, primero buscan al culpable y luego ya pueden venir pecados, ya, que tenemos a quien endilgárselos.
Pero, hecho este excurso, y alguno que vendrá por añadidura y porque estoy algo alejado de mis archivos, toca volver al desfile de moda y comprobar qué sucedió en tan magno evento, eje fundamental de las relaciones entre el Tiranistán y la Federación Rusa, ese país que los funcionarios rusos (que no saben bastante español, pero creen que sí) se empeñan en denominar en español como Federación de Rusia, por muy pésimamente que suene. Seguro que el lector informado conoce el porqué de las pajas mentales que se hacen los rusos en este punto.
viernes, 16 de agosto de 2013
El desfile (IX): Culpable.
Sinopsis: He sido designado para montar un desfile de moda tiranistaní en tres semanas, con la ayuda de un funcionario tiranio un pelín pusilánime, un italiano ensoberbecido y un par de altos funcionarios tiranios tocapelotas. Los obstáculos que van saliendo se van superando a trancas y barrancas, pero parece que todo va avanzando. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV, V, VI, VII y VIII.
Después de comer, volví a mi despacho un pelín cansado, supongo que a causa del bajón de adrenalina después de arreglar el asunto del pago del local. Pillé por banda a Salaroy y le dije que sería una buena idea acercarse con los trajes al Bolshoi, para dejarlos por allí, y que le había contatado una furgoneta para hacerlo. Salaroy me debió ver con cara de no aceptar negativas y se fue con Konstantin y con Artyom. Dos cosas menos.
Ajenos al asunto, Héctor y Lupita estaba pululando por allí. No hay nada peor que un funcionario estresado, pero desocupado, porque va buscando entrometerse en cualquier cosa. Además, los asuntos se estaban complicando. Estábamos a una semana nada más del evento y, como nadie había dado orden de parar aquella locura ni parecía que hubiera problemas irresolubles, todos pensaban que el desfile sería un éxito. El reultado es que, como el éxito tiene muchísimos padres, todos los lameculos tiranios se estaban apuntando a la delegación del general Ranzai. A medida que los lameculos tiranios cuya presencia se confimaba iban subiendo de nivel, también subía de nivel el nerviosismo de Lupita y de Héctor. Y, recordémoslo, el sentido de la presencia de Lupita en aquel sarao consistía en encontrar un culpable a quien echar las culpas de cualquier cosa que pudiera salir mal.
Y, reconozcámoslo: en las circunstancias en las que se estaba organizando aquello, la probabilidad matemática de que algo saliera mal era de 1. Otra cosa es que la pifia se pudiera disfrazar mejor o peor, para que, aunque saliera mal, no se notase a primera vista y así las señoras Ranzai y Putina no notaran nada demasiado raro ni salieran críticas negativas en los periódicos tiranios. Pero de ahí a que las cosas salieran realmente bien había un techo enorme. Enorme.
Y eso yo lo sabía. No había montado un solo desfile de moda en mi vida, pero era evidente que ahí había demasiados cables sueltos como para poder asegurar que no habría problemas. Además, llegaría un momento en el que cometer un error sería inevitable, en que llegaría una de esas situaciones en las que, hagas lo que hagas, alguien se va a molestar. Y, llegado ese momento, ahí estaría Lupita para señalarme con el dedo y decidir que el culpable era yo.
Además, sabía que ese momento llegaría más adelante, mucho más cerca del propio desfile. Todavía era pronto para montar un pollo. Lupita podría ser una inútil en términos de rendimiento para contribuir a que el desfile funcionara, pero sabía perfectamente que, si montaba un pollo tal que me apartaran del asunto, el propio desfile corría peligro. Y eso, si se podía evitar, mejor.
Después de comer, volví a mi despacho un pelín cansado, supongo que a causa del bajón de adrenalina después de arreglar el asunto del pago del local. Pillé por banda a Salaroy y le dije que sería una buena idea acercarse con los trajes al Bolshoi, para dejarlos por allí, y que le había contatado una furgoneta para hacerlo. Salaroy me debió ver con cara de no aceptar negativas y se fue con Konstantin y con Artyom. Dos cosas menos.
Ajenos al asunto, Héctor y Lupita estaba pululando por allí. No hay nada peor que un funcionario estresado, pero desocupado, porque va buscando entrometerse en cualquier cosa. Además, los asuntos se estaban complicando. Estábamos a una semana nada más del evento y, como nadie había dado orden de parar aquella locura ni parecía que hubiera problemas irresolubles, todos pensaban que el desfile sería un éxito. El reultado es que, como el éxito tiene muchísimos padres, todos los lameculos tiranios se estaban apuntando a la delegación del general Ranzai. A medida que los lameculos tiranios cuya presencia se confimaba iban subiendo de nivel, también subía de nivel el nerviosismo de Lupita y de Héctor. Y, recordémoslo, el sentido de la presencia de Lupita en aquel sarao consistía en encontrar un culpable a quien echar las culpas de cualquier cosa que pudiera salir mal.
Y, reconozcámoslo: en las circunstancias en las que se estaba organizando aquello, la probabilidad matemática de que algo saliera mal era de 1. Otra cosa es que la pifia se pudiera disfrazar mejor o peor, para que, aunque saliera mal, no se notase a primera vista y así las señoras Ranzai y Putina no notaran nada demasiado raro ni salieran críticas negativas en los periódicos tiranios. Pero de ahí a que las cosas salieran realmente bien había un techo enorme. Enorme.
Y eso yo lo sabía. No había montado un solo desfile de moda en mi vida, pero era evidente que ahí había demasiados cables sueltos como para poder asegurar que no habría problemas. Además, llegaría un momento en el que cometer un error sería inevitable, en que llegaría una de esas situaciones en las que, hagas lo que hagas, alguien se va a molestar. Y, llegado ese momento, ahí estaría Lupita para señalarme con el dedo y decidir que el culpable era yo.
Además, sabía que ese momento llegaría más adelante, mucho más cerca del propio desfile. Todavía era pronto para montar un pollo. Lupita podría ser una inútil en términos de rendimiento para contribuir a que el desfile funcionara, pero sabía perfectamente que, si montaba un pollo tal que me apartaran del asunto, el propio desfile corría peligro. Y eso, si se podía evitar, mejor.
martes, 13 de agosto de 2013
El desfile (VIII): Aflojando la pasta.
Sinopsis: He sido designado para montar un desfile de moda tiranistaní en tres semanas, con la ayuda de un funcionario tiranio un pelín pusilánime, un italiano ensoberbecido y un par de altos funcionarios tiranios tocapelotas. Claro que hay algunos problemillas que hay que ir resolviendo, y para resolver el que tenía entre manos lo más lógico sería asaltar un banco. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV, V, VI y VII.
Eran las once de la mañana, y antes de terminar el día tenía que entregar diez mil dólares calentitos a la caja del Bolshoi. Bien íbamos. Salí del despacho de Iksánov no sabiendo si ir a derecha o a izquierda, ni si asaltar un banco o ir con mi enésimo ultimátum a la Embajada de Tiranistán, donde no creo que me recibieran con los brazos abiertos. Pero llegué a la calle, y allí estaba Konstantin, que se me acercó:
- ¡Alfor! Tenemos los trajes ahí todavía, en la furgoneta ¿Qué hacemos con ellos?
Ostras, los trajes... con el jaleo, se me habían ido completamente de la cabeza. Bfff...
- Esperad ahí hasta que llegue Salaroy y los metéis donde él os diga.
- ¿Quién es ese Salaroy?
Claro, claro...
- Bueno, vamos a irnos hacia mi oficina y aparcad allí hasta que sepamos dónde ponerlos. De momento, os quedáis cerca. Ya hablaré yo con Jiménez para que os pague estas horas. Ah, voy con vosotros.
Llegamos a mi oficina. Salí de la furgoneta y les dije a Konstantin y a Artyom que no se movieran de allí. Entonces salieron a mi encuentro Salaroy, Lupita Ocirapa y Héctor Areduha. Los que me faltaba por ver para redondear el día.
- Que nos vamos al teatro - dijo Héctor - ¿Está todo preparado?
- Bueno, tengo que resolver unas gestiones esta mañana. Yo creo que entre esta tarde y mañana se podrán hacer los primeros ensayos, pero primero tenemos que habilitar una sala para ello.
- Tenemos que hablar con Engatusso.
- Creo que sí, pero no sé por dónde anda.
- ¿No está en el hotel?
- No lo sé.
- Alfor, no me gusta cómo está marchando este proyecto. Falta sólo una semana, y tengo la impresión de que no queda mucho tiempo. Tenemos que trabajar más en el diseño y en el concepto del acto.
- Desde luego, desde luego... lo que pasa es que tengo una gestión ineludible que tengo que resolver esta misma mañana, y realmente no puede esperar.
- Alfor - terció Lupita, ese ser escuálido -, creo que debería tomarse más en serio este desfile. Me da la impresión de que no se está implicando bastante.
- Lupita, créame que me lo estoy tomando muy en serio. Pero ahora tengo que hacer algo, de verdad.
Salaroy, a quien se veía astante anulado en presencia de los otros dos, no dijo ni mu. Yo me conseguí desembarazar del trío de funcionatas tiranios y me lancé a buscar a mi contable.
En Rusia, un contable no es que sea necesario. Es que sin uno bueno estás muerto, y no abundan los buenos. Pero la mía lo era.
- Kramenova, verás, necesito diez mil dólares en efectivo.
Normalmente no solía poner en apuros a la contable, pero en esta ocasión me temo que no tenía otro remedio. Hay que reconocer que se portó bien.
- Bueno, yo hago los papeles ahora mismo, pero no sé cómo voy a ir al banco a sacar el dinero.
- Mmm... voy a llamar a mi taxista - dije.
Claro, la alternativa era pillar al amigo Konstantin, pero, entre los trajes, los pasajeros y la madre que los parió, el lío hubiera sido tremendo. Y prefería que los dos pollos se fueran a llevar los trajes al Bolshoi en cuanto fuera posible. Me fui a mi despacho y descolgué el teléfono.
- ¿Víktor?
- ¡Alfor! ¡Amigo querido! ¡Cuánto tiempo sin saber de ti!
- Mucho, sí ¿Estás libre?
- Sí, entro en el turno de esta tarde.
- Ven a mi oficina, que tengo trabajo.
- ¿A dónde vamos?
- A sacar dinero de un banco, y luego a pagarlo.
- Ya voy. Dame media hora.
Cuando Víktor decía media hora, seguro que no bajaría de una. Vale. La contable estaba haciendo los papeles; los tres funcionatas estaban dando la murga a Oskarl, una de ellas seguramente se estaba quejando de mi indolencia y desinterés en el desfile; Iksánov seguía esperando la pasta, con Mstislav Borísovich soportando las broncas que le debían estar cayendo; Konstantin y Artyom seguían en la furgoneta con los trajes; Engatusso debía estar en la agencia de modelos con la profesional que había contratado, o en cualquier otro sitio, pero en todo caso con la profesional que había contratado. Vamos, que todo estaba bajo control.
Cuando llegó Víktor, la contable, que había hecho los mil y un papeles que en Rusia se necesitan para sacar pasta de un banco, y yo salimos hacia el banco. Menos mal que el Tiranistán, que había presupuestado mucho más de lo necesario, nos había pagado un adelanto y que teníamos fondos en aquel momento, porque, si no, el desfile no lo salvaba ni el mismísimo Putin que se pusiera a desfilar él mismo.
En el banco, cuando les dijimos lo de los diez mil dólares, ni se inmutaron. En España, si te hace falta una cantidad así y vas al banco sin avisar, estás listo si quieres que te la den. En Rusia, donde lo que mola es pagar en efectivo, y si es posible dando un golpe sobre la mesa con el fajo de billetes, ir por ahí pidiendo diez mil dólares al cambio no es tan extraordinario.
Metimos los fajos de rublos en el bolso de la contable, y salimos del banco mirando a derecha e izquierda. Menos mal que Víktor era de confianza (otro día contaré una historieta sobre él). No nos asaltó nadie, suponiendo que no consdieremos un asalto lo de Iksánov, llegamos al Bolshoi, encontramos a Mstislav Borísovich, porque Iksánov parecía de los que no ensuciaban las manos, y nos pasamos media hora contando billetes.
- Hala, ahí tiene. Denos un recibo.
- ¿Un recibo?
- Ya sabe: la señora presidenta está invitada.
- Ah, sí. Aquí tienen el recibo.
Y nos dio un papel bastante cutroso, pero que por lo menos tenía el membrete del Bolshoi y la firma y sello de Mstislav Borísovich.
- ¿Te vale, Kramenova?
- Me vale.
- Pues, hala, vámonos de aquí. Aún llegamos a comer.
Y a comer que nos fuimos. Contra todo pronóstico, otro obstáculo más había sido superado.
Y el que se va ahora mismo soy yo, que se hace tarde. Eh, que es tardísimo...
Eran las once de la mañana, y antes de terminar el día tenía que entregar diez mil dólares calentitos a la caja del Bolshoi. Bien íbamos. Salí del despacho de Iksánov no sabiendo si ir a derecha o a izquierda, ni si asaltar un banco o ir con mi enésimo ultimátum a la Embajada de Tiranistán, donde no creo que me recibieran con los brazos abiertos. Pero llegué a la calle, y allí estaba Konstantin, que se me acercó:
- ¡Alfor! Tenemos los trajes ahí todavía, en la furgoneta ¿Qué hacemos con ellos?
Ostras, los trajes... con el jaleo, se me habían ido completamente de la cabeza. Bfff...
- Esperad ahí hasta que llegue Salaroy y los metéis donde él os diga.
- ¿Quién es ese Salaroy?
Claro, claro...
- Bueno, vamos a irnos hacia mi oficina y aparcad allí hasta que sepamos dónde ponerlos. De momento, os quedáis cerca. Ya hablaré yo con Jiménez para que os pague estas horas. Ah, voy con vosotros.
Llegamos a mi oficina. Salí de la furgoneta y les dije a Konstantin y a Artyom que no se movieran de allí. Entonces salieron a mi encuentro Salaroy, Lupita Ocirapa y Héctor Areduha. Los que me faltaba por ver para redondear el día.
- Que nos vamos al teatro - dijo Héctor - ¿Está todo preparado?
- Bueno, tengo que resolver unas gestiones esta mañana. Yo creo que entre esta tarde y mañana se podrán hacer los primeros ensayos, pero primero tenemos que habilitar una sala para ello.
- Tenemos que hablar con Engatusso.
- Creo que sí, pero no sé por dónde anda.
- ¿No está en el hotel?
- No lo sé.
- Alfor, no me gusta cómo está marchando este proyecto. Falta sólo una semana, y tengo la impresión de que no queda mucho tiempo. Tenemos que trabajar más en el diseño y en el concepto del acto.
- Desde luego, desde luego... lo que pasa es que tengo una gestión ineludible que tengo que resolver esta misma mañana, y realmente no puede esperar.
- Alfor - terció Lupita, ese ser escuálido -, creo que debería tomarse más en serio este desfile. Me da la impresión de que no se está implicando bastante.
- Lupita, créame que me lo estoy tomando muy en serio. Pero ahora tengo que hacer algo, de verdad.
Salaroy, a quien se veía astante anulado en presencia de los otros dos, no dijo ni mu. Yo me conseguí desembarazar del trío de funcionatas tiranios y me lancé a buscar a mi contable.
En Rusia, un contable no es que sea necesario. Es que sin uno bueno estás muerto, y no abundan los buenos. Pero la mía lo era.
- Kramenova, verás, necesito diez mil dólares en efectivo.
Normalmente no solía poner en apuros a la contable, pero en esta ocasión me temo que no tenía otro remedio. Hay que reconocer que se portó bien.
- Bueno, yo hago los papeles ahora mismo, pero no sé cómo voy a ir al banco a sacar el dinero.
- Mmm... voy a llamar a mi taxista - dije.
Claro, la alternativa era pillar al amigo Konstantin, pero, entre los trajes, los pasajeros y la madre que los parió, el lío hubiera sido tremendo. Y prefería que los dos pollos se fueran a llevar los trajes al Bolshoi en cuanto fuera posible. Me fui a mi despacho y descolgué el teléfono.
- ¿Víktor?
- ¡Alfor! ¡Amigo querido! ¡Cuánto tiempo sin saber de ti!
- Mucho, sí ¿Estás libre?
- Sí, entro en el turno de esta tarde.
- Ven a mi oficina, que tengo trabajo.
- ¿A dónde vamos?
- A sacar dinero de un banco, y luego a pagarlo.
- Ya voy. Dame media hora.
Cuando Víktor decía media hora, seguro que no bajaría de una. Vale. La contable estaba haciendo los papeles; los tres funcionatas estaban dando la murga a Oskarl, una de ellas seguramente se estaba quejando de mi indolencia y desinterés en el desfile; Iksánov seguía esperando la pasta, con Mstislav Borísovich soportando las broncas que le debían estar cayendo; Konstantin y Artyom seguían en la furgoneta con los trajes; Engatusso debía estar en la agencia de modelos con la profesional que había contratado, o en cualquier otro sitio, pero en todo caso con la profesional que había contratado. Vamos, que todo estaba bajo control.
Cuando llegó Víktor, la contable, que había hecho los mil y un papeles que en Rusia se necesitan para sacar pasta de un banco, y yo salimos hacia el banco. Menos mal que el Tiranistán, que había presupuestado mucho más de lo necesario, nos había pagado un adelanto y que teníamos fondos en aquel momento, porque, si no, el desfile no lo salvaba ni el mismísimo Putin que se pusiera a desfilar él mismo.
En el banco, cuando les dijimos lo de los diez mil dólares, ni se inmutaron. En España, si te hace falta una cantidad así y vas al banco sin avisar, estás listo si quieres que te la den. En Rusia, donde lo que mola es pagar en efectivo, y si es posible dando un golpe sobre la mesa con el fajo de billetes, ir por ahí pidiendo diez mil dólares al cambio no es tan extraordinario.
Metimos los fajos de rublos en el bolso de la contable, y salimos del banco mirando a derecha e izquierda. Menos mal que Víktor era de confianza (otro día contaré una historieta sobre él). No nos asaltó nadie, suponiendo que no consdieremos un asalto lo de Iksánov, llegamos al Bolshoi, encontramos a Mstislav Borísovich, porque Iksánov parecía de los que no ensuciaban las manos, y nos pasamos media hora contando billetes.
- Hala, ahí tiene. Denos un recibo.
- ¿Un recibo?
- Ya sabe: la señora presidenta está invitada.
- Ah, sí. Aquí tienen el recibo.
Y nos dio un papel bastante cutroso, pero que por lo menos tenía el membrete del Bolshoi y la firma y sello de Mstislav Borísovich.
- ¿Te vale, Kramenova?
- Me vale.
- Pues, hala, vámonos de aquí. Aún llegamos a comer.
Y a comer que nos fuimos. Contra todo pronóstico, otro obstáculo más había sido superado.
Y el que se va ahora mismo soy yo, que se hace tarde. Eh, que es tardísimo...
viernes, 9 de agosto de 2013
Pedro I en Bruselas
Hace bastantes entradas escribí sobre quién mandaba aquí, y puse como ejemplo la forma de compás que tiene el parque situado frente al palacio real, que, incidentalmente, es el lugar donde suelo ir a entrenar.
Bueno, pues no siempre este lugar se ha usado para entrenar.
En 1717, reinaba en Rusia el zar (todavía no emperador) Pedro I, el Grande. El título de "grande" lo merecía, al parecer, por sus éxitos militares contra turcos, polacos y suecos, además de por sus reformas administrativas y por la fundación de San Petersburgo. De hecho, tiene monumentos y bustos por toda Rusia, alguno de ellos feísimos, como el de Moscú, y otros no tanto, como el de Astracán que, si Dios quiere, esta bitácora visitará en breve. Si no fuera por su gobierno, de todas formas hubiera merecido el título de "grande" por el hecho de que medía 2,04 metros, que hoy es una estatura elevada, pero que a principios del siglo XVIII era simplemente algo descomunal. Vamos, que el hombre destacaba.
A pesar de ser nada menos que el monarca ruso y estar muy viajado, Pedro I nunca dejó de ser un pedazo de bruto con unos modales muy primitivos. Hasta cierto punto, se le puede comparar con demasiados de los turistas rusos actuales, que están forrados y que son a veces demasiado... expansivos en las zonas turísticas que visitan. Igual que a ellos, a Pedro I le gustaba viajar. A finales del siglo XVII había visitado media Europa en la "Gran Embajada", buscando una alianza contra el turco, pero tuvo que volver precipitadamente a Rusia para aplacar una conspiración que pretendía derrotarle.
Ya con el país pacificado, con la guerra contra Suecia totalmente encarrilada y San Petersburgo fundado, Pedro I volvió a darse un paseo por Europa, y en 1717 pasó por Bruselas. Pedro I, aparte de sus escasos modales, tenía grandes cualidades personales, pero la sobriedad no era una de ellas. El hombre dejó memoria de su paso por aquí, dice la historia que el 16 de abril, a las tres de la tarde, montándose una borrachera épica en el mismísimo lugar donde yo voy a entrenar y que sigue siendo un lugar adecuado para la estancia de maleantes y otra gente sospechosa, como puedo asegurar por propia experiencia.
En 1854, ya con Bélgica independiente, el príncipe Davidov obsequió a las autoridades con un busto de Pedro I, para conmemorar la estancia del zar en Bruselas. Las autoridades belgas lo colocaron en el mismo sitio donde tuvo lugar el botellón regio, donde hoy mismo está a disposición del público que visite la ciudad, aunque advierto que no está precisamente a la vista y que hay que buscar un poco. Y luego, el que sepa flamenco, tendrá que descifrar la inscripción, aunque la verdad es que no es demasiado difícil.
Bueno, pues no siempre este lugar se ha usado para entrenar.
En 1717, reinaba en Rusia el zar (todavía no emperador) Pedro I, el Grande. El título de "grande" lo merecía, al parecer, por sus éxitos militares contra turcos, polacos y suecos, además de por sus reformas administrativas y por la fundación de San Petersburgo. De hecho, tiene monumentos y bustos por toda Rusia, alguno de ellos feísimos, como el de Moscú, y otros no tanto, como el de Astracán que, si Dios quiere, esta bitácora visitará en breve. Si no fuera por su gobierno, de todas formas hubiera merecido el título de "grande" por el hecho de que medía 2,04 metros, que hoy es una estatura elevada, pero que a principios del siglo XVIII era simplemente algo descomunal. Vamos, que el hombre destacaba.
A pesar de ser nada menos que el monarca ruso y estar muy viajado, Pedro I nunca dejó de ser un pedazo de bruto con unos modales muy primitivos. Hasta cierto punto, se le puede comparar con demasiados de los turistas rusos actuales, que están forrados y que son a veces demasiado... expansivos en las zonas turísticas que visitan. Igual que a ellos, a Pedro I le gustaba viajar. A finales del siglo XVII había visitado media Europa en la "Gran Embajada", buscando una alianza contra el turco, pero tuvo que volver precipitadamente a Rusia para aplacar una conspiración que pretendía derrotarle.
Ya con el país pacificado, con la guerra contra Suecia totalmente encarrilada y San Petersburgo fundado, Pedro I volvió a darse un paseo por Europa, y en 1717 pasó por Bruselas. Pedro I, aparte de sus escasos modales, tenía grandes cualidades personales, pero la sobriedad no era una de ellas. El hombre dejó memoria de su paso por aquí, dice la historia que el 16 de abril, a las tres de la tarde, montándose una borrachera épica en el mismísimo lugar donde yo voy a entrenar y que sigue siendo un lugar adecuado para la estancia de maleantes y otra gente sospechosa, como puedo asegurar por propia experiencia.
En 1854, ya con Bélgica independiente, el príncipe Davidov obsequió a las autoridades con un busto de Pedro I, para conmemorar la estancia del zar en Bruselas. Las autoridades belgas lo colocaron en el mismo sitio donde tuvo lugar el botellón regio, donde hoy mismo está a disposición del público que visite la ciudad, aunque advierto que no está precisamente a la vista y que hay que buscar un poco. Y luego, el que sepa flamenco, tendrá que descifrar la inscripción, aunque la verdad es que no es demasiado difícil.
martes, 6 de agosto de 2013
El desfile (VII): Iksánov
Sinopsis: He sido designado para montar un desfile de moda tiranistaní en tres semanas, con la ayuda de un funcionario tiranio un pelín pusilánime, un italiano ensoberbecido y un par de altos funcionarios tiranios tocapelotas. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV, V y VI.
A la mañana siguiente, lunes naciente, me levanté más cansado que el viernes, cosa explicable a la vista del fin de semana que había tenido. Me dirigí a mi despacho y, claro, me encontré con las quince enormes cajas de vestidos que habíamos dejado allí la víspera. En el despacho que ocupo ahora en Bruselas, como si son treinta; pero en Moscú, en aquel entonces, ocupaba un despacho esmirriado, en el que las quince cajas habían entrado de canto y con calzador, y el resultado es que mi puesto de trabajo era completamente inaccesible.
Por fortuna, poco después llegaron Konstantin y Artyom para llevarse las cajas. Jiménez ya se había vuelto en el primer avión que encontró, con su cuaderno ATA intacto y sin creerse todavía lo que había visto la víspera en la aduana.
- ¿Con quién tenemos que hablar en el Bolshoi? - me preguntó Konstantin.
- Entrad por el acceso de Teatralnaya ploschad, preguntad por Mstislav Borisovich y que os diga dónde podéis dejar las cajas.
- Vale.
Konstantin y Artyom sacaron las cajas de allí y me dejaron el despacho utilizable. Ajeno a lo que estuviera pasando, Oskarl me había seguido pasando cosillas, como si estuviera tan desocupado como él, así que aproveché el par de horas de pausa que tenía para ir adelantando algo. Todo parecía bajo control. Teníamos el lugar, teníamos los vestidos, la agencia estaba montando la pasarela, las modelos estaban contratadas y bajo la atenta mirada de Engatusso (menuda pieza el amigo Engatusso), y Salaroy debía estar teniendo que soportar a su jefa esquelética y al jefe de su jefa, a la espera de que los rumores de que probablemente todo fuera a salir bastante bien llegasen a Tiranistán y los peces gordos de verdad se decidieran a pavonearse en Moscú delante del general Ranzai y señora. Ese día sería el llanto y el rechinar de dientes, pero, entretanto, podríamos dedicarnos a trabajar. Qué gusto.
Entonces, sonó el teléfono. Torcí el gesto y descolgué el auricular.
- Von Buchweizen.
- ¿Alfor? Soy Konstantin.
- Konstantin, ¿qué tal? ¿Va todo bien?
- No.
- ¿Y qué pasa?
- Que este Mstislav Borísovich nos ha dicho que se cancela el desfile.
- ¿Quéeeeee?
- Dice que no va a tener lugar. Que se ha enterado su jefe y dice que ni hablar.
- M**rd*, espérame, ahora mismo voy para allá ¿Dónde están los trajes?
- En la furgoneta que hemos alquilado ¿Los llevo de vuelta a tu despacho?
- ¡Noooooo! Déjalos en la furgoneta, que ahora voy.
Ojo al dato. El señor embajador de Tiranistán conoce, a saber a través de qué subterfugios, a un tipo del Bolshoi que, de estranjis y de espaldas a su jefe, decide alquilar una de las salas principales del teatro por diez mil dólares, sin consultar con nadie y con Dios sabe qué intenciones con respecto a ese dinero. Vivan los contactos solventes.
Me planté enseguida en el teatro, claro, y me dirigí escopeteado al despacho de Mstislav Borísovich. Me perdí un par de veces, claro, pero al final llegué al lugar hecho una furia.
- ¿Esto que me han dicho qué significa?
- Que no dejamos el teatro para el desfile.
- ¿Y eso?
- El jefe, que no lo ve claro.
- ¡Pero si queda una semana! Como no se haga el desfile, aquí va a haber muertos, y no sólo voy a ser yo uno de ellos, se lo aseguro. Creo que ya hemos enviado la invitación a la señora Putina.
Mstislav Borísovich se hizo el duro, pero yo creo que tragó saliva casi imperceptiblemente.
- ¿Qué le parece si vamos a ver a su jefe? - le pregunté.
- Bueno. A lo mejor quiere usted ir a hablar con él.
- Sí, creo que sí ¿Cómo se llama?
- Anatoly Gennadievich.
- Vamos allá.
Tras varios vericuetos más por aquel laberinto, se abrió una puerta y entré en un despacho enorme, mientras Mstislav Borísovich se quedaba en la puerta. El despacho estaba decorado ricamente en estilo clásico. Sentado tras una impresionante mesa de dirección, estaba sentado el todopoderoso director del teatro, Anatoly Gennadiévich Iksánov, aunque sus verdaderos nombre y patronímico son Tajir Gadelzyanovich, con los que es bastante más complicado hacer carrera en Rusia que con los que se puso después.
La entrevista fue corta, pero intensa. El hecho de que las invitaciones estuvieran enviadas y que una de ellas hubiera llegado a la señora presidenta fue providencial, porque allí podrían rodar cabezas (además de la mía, por la que no convenía apostar ni un duro) como la cosa se cancelara. El compromiso al que se llegó fue que Mstislav Borísovich era un idiota, que el desfile tendría lugar, pero que había que realizar el pago de los diez mil dólares:
1. Inmediatamente.
2. En billetes contantes y sonantes y recién sacados del banco. Nada de transferencias. Que parezca un accidente.
Salí del despacho con muchas ganas de ahorcar a mi reciente interlocutor, pero me convenía aguantarme y apretarme las meninges para conseguir diez mil dólares antes de que terminara la mañana.
De momento, lo que se me ha terminado es el día, así que continuaré la historia en una entrada siguiente.
A la mañana siguiente, lunes naciente, me levanté más cansado que el viernes, cosa explicable a la vista del fin de semana que había tenido. Me dirigí a mi despacho y, claro, me encontré con las quince enormes cajas de vestidos que habíamos dejado allí la víspera. En el despacho que ocupo ahora en Bruselas, como si son treinta; pero en Moscú, en aquel entonces, ocupaba un despacho esmirriado, en el que las quince cajas habían entrado de canto y con calzador, y el resultado es que mi puesto de trabajo era completamente inaccesible.
Por fortuna, poco después llegaron Konstantin y Artyom para llevarse las cajas. Jiménez ya se había vuelto en el primer avión que encontró, con su cuaderno ATA intacto y sin creerse todavía lo que había visto la víspera en la aduana.
- ¿Con quién tenemos que hablar en el Bolshoi? - me preguntó Konstantin.
- Entrad por el acceso de Teatralnaya ploschad, preguntad por Mstislav Borisovich y que os diga dónde podéis dejar las cajas.
- Vale.
Konstantin y Artyom sacaron las cajas de allí y me dejaron el despacho utilizable. Ajeno a lo que estuviera pasando, Oskarl me había seguido pasando cosillas, como si estuviera tan desocupado como él, así que aproveché el par de horas de pausa que tenía para ir adelantando algo. Todo parecía bajo control. Teníamos el lugar, teníamos los vestidos, la agencia estaba montando la pasarela, las modelos estaban contratadas y bajo la atenta mirada de Engatusso (menuda pieza el amigo Engatusso), y Salaroy debía estar teniendo que soportar a su jefa esquelética y al jefe de su jefa, a la espera de que los rumores de que probablemente todo fuera a salir bastante bien llegasen a Tiranistán y los peces gordos de verdad se decidieran a pavonearse en Moscú delante del general Ranzai y señora. Ese día sería el llanto y el rechinar de dientes, pero, entretanto, podríamos dedicarnos a trabajar. Qué gusto.
Entonces, sonó el teléfono. Torcí el gesto y descolgué el auricular.
- Von Buchweizen.
- ¿Alfor? Soy Konstantin.
- Konstantin, ¿qué tal? ¿Va todo bien?
- No.
- ¿Y qué pasa?
- Que este Mstislav Borísovich nos ha dicho que se cancela el desfile.
- ¿Quéeeeee?
- Dice que no va a tener lugar. Que se ha enterado su jefe y dice que ni hablar.
- M**rd*, espérame, ahora mismo voy para allá ¿Dónde están los trajes?
- En la furgoneta que hemos alquilado ¿Los llevo de vuelta a tu despacho?
- ¡Noooooo! Déjalos en la furgoneta, que ahora voy.
Ojo al dato. El señor embajador de Tiranistán conoce, a saber a través de qué subterfugios, a un tipo del Bolshoi que, de estranjis y de espaldas a su jefe, decide alquilar una de las salas principales del teatro por diez mil dólares, sin consultar con nadie y con Dios sabe qué intenciones con respecto a ese dinero. Vivan los contactos solventes.
Me planté enseguida en el teatro, claro, y me dirigí escopeteado al despacho de Mstislav Borísovich. Me perdí un par de veces, claro, pero al final llegué al lugar hecho una furia.
- ¿Esto que me han dicho qué significa?
- Que no dejamos el teatro para el desfile.
- ¿Y eso?
- El jefe, que no lo ve claro.
- ¡Pero si queda una semana! Como no se haga el desfile, aquí va a haber muertos, y no sólo voy a ser yo uno de ellos, se lo aseguro. Creo que ya hemos enviado la invitación a la señora Putina.
Mstislav Borísovich se hizo el duro, pero yo creo que tragó saliva casi imperceptiblemente.
- ¿Qué le parece si vamos a ver a su jefe? - le pregunté.
- Bueno. A lo mejor quiere usted ir a hablar con él.
- Sí, creo que sí ¿Cómo se llama?
- Anatoly Gennadievich.
- Vamos allá.
Tras varios vericuetos más por aquel laberinto, se abrió una puerta y entré en un despacho enorme, mientras Mstislav Borísovich se quedaba en la puerta. El despacho estaba decorado ricamente en estilo clásico. Sentado tras una impresionante mesa de dirección, estaba sentado el todopoderoso director del teatro, Anatoly Gennadiévich Iksánov, aunque sus verdaderos nombre y patronímico son Tajir Gadelzyanovich, con los que es bastante más complicado hacer carrera en Rusia que con los que se puso después.
La entrevista fue corta, pero intensa. El hecho de que las invitaciones estuvieran enviadas y que una de ellas hubiera llegado a la señora presidenta fue providencial, porque allí podrían rodar cabezas (además de la mía, por la que no convenía apostar ni un duro) como la cosa se cancelara. El compromiso al que se llegó fue que Mstislav Borísovich era un idiota, que el desfile tendría lugar, pero que había que realizar el pago de los diez mil dólares:
1. Inmediatamente.
2. En billetes contantes y sonantes y recién sacados del banco. Nada de transferencias. Que parezca un accidente.
Salí del despacho con muchas ganas de ahorcar a mi reciente interlocutor, pero me convenía aguantarme y apretarme las meninges para conseguir diez mil dólares antes de que terminara la mañana.
De momento, lo que se me ha terminado es el día, así que continuaré la historia en una entrada siguiente.
sábado, 3 de agosto de 2013
El desfile (VI): En la aduana
Sinopsis: He sido designado para montar un desfile de moda tiranistaní en tres semanas, con la ayuda de un funcionario tiranio un pelín pusilánime, un italiano ensoberbecido y un par de altos funcionarios tiranios tocapelotas. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV y V.
Los domingos a las siete de la mañana es uno de esos escasísimos momentos en que Moscú parece un lugar agradable. No hay mucho tránsito (siempre hay alguien, pero al menos no está atestado), las campanas de las iglesias tocan dulcemente a la misa de mañana y, si hay suerte, el cielo está azul y las cúpulas doradas brillan de una manera especial. Lo malo del asunto es, precisamente, que es domingo a la siete de la mañana y a ver quién es el guapo que se levanta para comprobar que Moscú, siquiera sea dos horas a la semana, puede ser un lugar incluso relajante.
Pues allí estaba yo. Pero, en lugar de darme una vuelta por la Maroseika o la Pokrovka, que hubiera dado gusto, me tenía que ir a un lugar que no es agradable ni siquiera un domingo a las siete de la mañana: el aeropuerto de Sheremetyevo y, más concretamente, sus dinámicos aduaneros.
Jiménez había llegado ya y las quince cajas que traía estaban delante del puesto de aduana. Para transportarlas, contábamos con dos personas de confianza. Bueno, la única persona de confianza era Konstantin; el otro era un esbirro suyo. Konstantin era un arreglalíos y solucionaproblemas de lo más eficaz (espero que lo siga siendo), y ése es precisamente el tipo de personaje que vale su peso en oro en un lugar como Moscú. Digamos que Konstantin conseguía la parte "logística" del asunto: encontrar vehículos, carpinteros, sastres, desperados y, si se terciaba, incluso sepultureros. Ahí estaba él. Pero, con todo lo versátil que era, pasar aquellas quince cajas bajo las narices del aduanero era algo que le superaba; a él, y a cualquiera.
- Hola, Jiménez.
- ¡Hombre, Von Buchweizen! ¿Qué tal ha llegado usted?
- Bien, bien. Ya veo que tiene las cajas a punto.
- Vamos a pasarlas. Konstantin, quédate aquí con... ¿cómo se llama este chico?
El chico era un elemento más oscuro que un portugués moreno, con bigote de tres meses y barba de una semana, estatura menos de mediana y unos ojillos oscuros y picantes, apenas visibles bajo la gorra que no debía haberse quitado en mucho tiempo.
- Se llama Artyom - dijo Konstantin.
- Pues quedaos guardando las cajas, mientras Von Buchweizen y yo vamos a la aduana - dijo Jiménez.
- A ver. Traiga el cuaderno ATA - le dije a Jiménez.
- Aquí está. Totalmente en regla, ¿eh? Lo pasé por la Cámara de Comercio de Tirania, que son quienes tienen que certificarlo. Vamos, que a ver qué pasa...
- Eso. Vamos a ver qué pasa.
Me dirigí en ruso al aduanero de guardia, que llevaba un buen rato intrigado con la presencia de tanta caja y tanto guiri, él que suponía que el domingo por la mañana sería tranquilo.
- Buenos días. Aquí está el cuaderno ATA que debe cubrir la importación de estas quince cajas.
El aduanero miró aquella carpeta de hojas verdes. Rusia acababa de entrar hacía bien poco en la convención ATA y es bastante probable que el pipiolo aquél no hubiera visto ninguno aún.
- Si es un cuaderno ATA, tienen que ir al despacho central del aeropuerto, en el segundo piso.
- Vale gracias. Jiménez, venga, que hemos de ir a otro sitio.
Jiménez me siguió.
Llegado al segundo piso, y ahí estaba, efectivamente, la aduana central del aeropuerto.
- Tenemos quince cajas esperando pasar. Son trajes para un desfile de moda oficial del todo, que está organizando el Tiranistán y al que asistirán las esposas de los presidentes del Tiranistán y de Rusia. Sí, de Rusia también. Viene cubierto por este cuaderno ATA que le dejo aquí y, por si le sirve de ayuda, aquí tiene este papel alusivo.
Y le dejé la carta que había redactado el viernes y que había conseguido que firmara el embajador tiranio, no sé si a sabiendas de su contenido. Y crucé los dedos, claro. Por si acaso, llevaba algún que otro billete de cien dólares y, conociendo a Jiménez, estaba seguro de que él llevaría alguno más que yo.
La aduanera era un mujer bastante joven, y eran las ocho y media de la mañana. Por experiencias anteriores, aunque menos traumáticas, sabía que a las nueve cambiaban de turno. Puse la mejor cara de bueno que pude y crucé los dedos mucho más, a riesgo de adelantar la artrosis.
- Mire, no podemos aceptar el cuaderno ATA.
Eso ya lo sabía yo, pero puse una cara de sorpresa y candidez máximas.
- ¿De verdad?
- No. Le faltan sellos.
- Pero nos lo ha hecho la Cámara de Comercio de Tiranistán.
- Ya, ya... ¿Por qué no hablan con el delegado? Estará aquí dentro de quince minutos. Entretanto, les hago un papel para que el aduanero del puesto no les ponga problemas para quedarse.
- Muchísimas gracias.
- Ah, y tomen su cuaderno ATA. La próxima vez pónganle más sellos.
- Claro, claro...
Nos lo dio todo.
- Jiménez - y pasé al tiranio-, nos volvemos a donde están las cajas. De momento nos ha dado este papel.
- ¿Sí?
- Sí. Ah, tome el cuaderno ATA.
- ¡Pero si no lo ha sellado!
- Ni lo sellará.
- ¿Y qué hago yo con él?
- ¿Y yo qué quiere que haga?
- Pero, ¿cómo vamos a pasar esto?
- Ya sabe que, en Rusia, "no" nunca es la última palabra. Bueno, aquí quizá sí lo sea, pero no perdamos la esperanza.
Volvimos a donde estaban las cajas, Konstantin y Artyom, éstos últimos bastante aburridos. Yo le pasé el papel al aduanero, que se encogió de hombros. Jiménez no entendía nada de lo que estaba pasando. Cuando hubieron pasado quince minutos, le dije a Jiménez:
- Jiménez, nos subimos otra vez.
- ¿A dónde?
- Ah, sí, a donde estábamos antes.
Vuelta para arriba. La chica estaba visiblemente a punto de irse, pero había llegado el jefe y no parecía dispuesto a arriesgar un conflicto internacional. Uf.
- Mire. En principio, no deberíamos admitir esto, porque el cuaderno ATA que nos ha pasado no es válido. Debería hacer una declaración normal con un agente de aduana.
Un domingo a las nueve de la mañana los agentes de aduana están en cualquier sitio... menos en la aduana. Digamos que el momento de intentar pasar los trajes fue un acierto.
- Pero se trata de un acontecimiento político especial - prosiguió el jefe - y les vamos a facilitar el paso ¿Tiene una copia de su carta?
Ya lo creo que la tenía. Y hasta tres. Y un sello para hacer más, si se terciaba.
- Traiga el cuaderno ATA.
- ¡Jiménez! El cuaderno, por favor.
El aduanero fotocopió el inventario dos veces, grapó a cada inventario una copia de mi carta, y puso su sello en cada una de las copias. "Выпуск разрешён". Las palabras mágicas: permitido el paso.
- Con esta copia pasarán ahora. Que el aduanero les selle las dos. Con la otra saldrán de Rusia.
- Muchísimas gracias.
- Ah, y tome su cuaderno ATA. No olviden los sellos la próxima vez, que, si no, no sirve para nada.
- Que noooo...
Creo que necesité no menos de diez segundos para superar el brusco bajón de adrenalina.
- Jiménez...
- ¿Qué le pasa, Von Buchweizen? ¿Se encuentra bien?
- Ande, tome el cuaderno ATA y vamos a sacar las cajas de allí.
- ¡Pero si no lo ha sellado!
- Y dale... usted déjeme a mí.
- Pero usted se da cuenta de que, con esto, yo puedo volver esta tarde a Tirania y liberar la garantía que he prestado, y los trajes se pueden quedar por aquí.
- Libere la garantía que quiera, pero los trajes salen de aquí en cuanto termine el desfile.
- ¡Por supuesto! Yo sólo le digo lo que podría pasar.
Volvimos a donde las cajas. Yo le presenté al aduanero los dos ejemplares, que miró con algo de extrañeza, pero leyó la carta, vio el sello debajo, y ya dejó de preocuparse y puso el suyo propio.
- ¡Konstantin! ¡Artyom! ¡A cargar la furgoneta!
Konstantin y Artyom no se lo acababan de creer y me miraban con admiración. La verdad es que hasta yo me miraba con admiración. Cargamos la furgoneta.
- ¿A dónde llevamos los trajes, Von Buchweizen? - preguntó Jiménez.
Lo ideal hubiera sido llevarlos al Bolshoi, claro, pero, un domingo por la mañana, como que no.
- Vamos a mi despacho... - dije con un suspiro.
Misión cumplida. Los trajes ya estaban en territorio aduanero ruso. A partir de entonces, Jiménez olvidó completamente nuestro primer y desgraciado primer encuentro. Desde aquella aventura, pasé a ser "el tipo que se paseaba por el aeropuerto de Moscú como Pedro por su casa y metió unos trajes con unas cartas que se sacó de la manga, sin cuaderno ATA ni nada".
Pero la cosa no había terminado, noooooo. Se nos había pasado por alto que, en Rusia, hay cosas que son más importantes que un ministerio, y la administración del teatro Bolshoi es una de ellas. Había llegado el momento de enfrentarse con Iksánov, pero esa es otra historia, que tocará contar en otro momento.
Los domingos a las siete de la mañana es uno de esos escasísimos momentos en que Moscú parece un lugar agradable. No hay mucho tránsito (siempre hay alguien, pero al menos no está atestado), las campanas de las iglesias tocan dulcemente a la misa de mañana y, si hay suerte, el cielo está azul y las cúpulas doradas brillan de una manera especial. Lo malo del asunto es, precisamente, que es domingo a la siete de la mañana y a ver quién es el guapo que se levanta para comprobar que Moscú, siquiera sea dos horas a la semana, puede ser un lugar incluso relajante.
Pues allí estaba yo. Pero, en lugar de darme una vuelta por la Maroseika o la Pokrovka, que hubiera dado gusto, me tenía que ir a un lugar que no es agradable ni siquiera un domingo a las siete de la mañana: el aeropuerto de Sheremetyevo y, más concretamente, sus dinámicos aduaneros.
Jiménez había llegado ya y las quince cajas que traía estaban delante del puesto de aduana. Para transportarlas, contábamos con dos personas de confianza. Bueno, la única persona de confianza era Konstantin; el otro era un esbirro suyo. Konstantin era un arreglalíos y solucionaproblemas de lo más eficaz (espero que lo siga siendo), y ése es precisamente el tipo de personaje que vale su peso en oro en un lugar como Moscú. Digamos que Konstantin conseguía la parte "logística" del asunto: encontrar vehículos, carpinteros, sastres, desperados y, si se terciaba, incluso sepultureros. Ahí estaba él. Pero, con todo lo versátil que era, pasar aquellas quince cajas bajo las narices del aduanero era algo que le superaba; a él, y a cualquiera.
- Hola, Jiménez.
- ¡Hombre, Von Buchweizen! ¿Qué tal ha llegado usted?
- Bien, bien. Ya veo que tiene las cajas a punto.
- Vamos a pasarlas. Konstantin, quédate aquí con... ¿cómo se llama este chico?
El chico era un elemento más oscuro que un portugués moreno, con bigote de tres meses y barba de una semana, estatura menos de mediana y unos ojillos oscuros y picantes, apenas visibles bajo la gorra que no debía haberse quitado en mucho tiempo.
- Se llama Artyom - dijo Konstantin.
- Pues quedaos guardando las cajas, mientras Von Buchweizen y yo vamos a la aduana - dijo Jiménez.
- A ver. Traiga el cuaderno ATA - le dije a Jiménez.
- Aquí está. Totalmente en regla, ¿eh? Lo pasé por la Cámara de Comercio de Tirania, que son quienes tienen que certificarlo. Vamos, que a ver qué pasa...
- Eso. Vamos a ver qué pasa.
Me dirigí en ruso al aduanero de guardia, que llevaba un buen rato intrigado con la presencia de tanta caja y tanto guiri, él que suponía que el domingo por la mañana sería tranquilo.
- Buenos días. Aquí está el cuaderno ATA que debe cubrir la importación de estas quince cajas.
El aduanero miró aquella carpeta de hojas verdes. Rusia acababa de entrar hacía bien poco en la convención ATA y es bastante probable que el pipiolo aquél no hubiera visto ninguno aún.
- Si es un cuaderno ATA, tienen que ir al despacho central del aeropuerto, en el segundo piso.
- Vale gracias. Jiménez, venga, que hemos de ir a otro sitio.
Jiménez me siguió.
Llegado al segundo piso, y ahí estaba, efectivamente, la aduana central del aeropuerto.
- Tenemos quince cajas esperando pasar. Son trajes para un desfile de moda oficial del todo, que está organizando el Tiranistán y al que asistirán las esposas de los presidentes del Tiranistán y de Rusia. Sí, de Rusia también. Viene cubierto por este cuaderno ATA que le dejo aquí y, por si le sirve de ayuda, aquí tiene este papel alusivo.
Y le dejé la carta que había redactado el viernes y que había conseguido que firmara el embajador tiranio, no sé si a sabiendas de su contenido. Y crucé los dedos, claro. Por si acaso, llevaba algún que otro billete de cien dólares y, conociendo a Jiménez, estaba seguro de que él llevaría alguno más que yo.
La aduanera era un mujer bastante joven, y eran las ocho y media de la mañana. Por experiencias anteriores, aunque menos traumáticas, sabía que a las nueve cambiaban de turno. Puse la mejor cara de bueno que pude y crucé los dedos mucho más, a riesgo de adelantar la artrosis.
- Mire, no podemos aceptar el cuaderno ATA.
Eso ya lo sabía yo, pero puse una cara de sorpresa y candidez máximas.
- ¿De verdad?
- No. Le faltan sellos.
- Pero nos lo ha hecho la Cámara de Comercio de Tiranistán.
- Ya, ya... ¿Por qué no hablan con el delegado? Estará aquí dentro de quince minutos. Entretanto, les hago un papel para que el aduanero del puesto no les ponga problemas para quedarse.
- Muchísimas gracias.
- Ah, y tomen su cuaderno ATA. La próxima vez pónganle más sellos.
- Claro, claro...
Nos lo dio todo.
- Jiménez - y pasé al tiranio-, nos volvemos a donde están las cajas. De momento nos ha dado este papel.
- ¿Sí?
- Sí. Ah, tome el cuaderno ATA.
- ¡Pero si no lo ha sellado!
- Ni lo sellará.
- ¿Y qué hago yo con él?
- ¿Y yo qué quiere que haga?
- Pero, ¿cómo vamos a pasar esto?
- Ya sabe que, en Rusia, "no" nunca es la última palabra. Bueno, aquí quizá sí lo sea, pero no perdamos la esperanza.
Volvimos a donde estaban las cajas, Konstantin y Artyom, éstos últimos bastante aburridos. Yo le pasé el papel al aduanero, que se encogió de hombros. Jiménez no entendía nada de lo que estaba pasando. Cuando hubieron pasado quince minutos, le dije a Jiménez:
- Jiménez, nos subimos otra vez.
- ¿A dónde?
- Ah, sí, a donde estábamos antes.
Vuelta para arriba. La chica estaba visiblemente a punto de irse, pero había llegado el jefe y no parecía dispuesto a arriesgar un conflicto internacional. Uf.
- Mire. En principio, no deberíamos admitir esto, porque el cuaderno ATA que nos ha pasado no es válido. Debería hacer una declaración normal con un agente de aduana.
Un domingo a las nueve de la mañana los agentes de aduana están en cualquier sitio... menos en la aduana. Digamos que el momento de intentar pasar los trajes fue un acierto.
- Pero se trata de un acontecimiento político especial - prosiguió el jefe - y les vamos a facilitar el paso ¿Tiene una copia de su carta?
Ya lo creo que la tenía. Y hasta tres. Y un sello para hacer más, si se terciaba.
- Traiga el cuaderno ATA.
- ¡Jiménez! El cuaderno, por favor.
El aduanero fotocopió el inventario dos veces, grapó a cada inventario una copia de mi carta, y puso su sello en cada una de las copias. "Выпуск разрешён". Las palabras mágicas: permitido el paso.
- Con esta copia pasarán ahora. Que el aduanero les selle las dos. Con la otra saldrán de Rusia.
- Muchísimas gracias.
- Ah, y tome su cuaderno ATA. No olviden los sellos la próxima vez, que, si no, no sirve para nada.
- Que noooo...
Creo que necesité no menos de diez segundos para superar el brusco bajón de adrenalina.
- Jiménez...
- ¿Qué le pasa, Von Buchweizen? ¿Se encuentra bien?
- Ande, tome el cuaderno ATA y vamos a sacar las cajas de allí.
- ¡Pero si no lo ha sellado!
- Y dale... usted déjeme a mí.
- Pero usted se da cuenta de que, con esto, yo puedo volver esta tarde a Tirania y liberar la garantía que he prestado, y los trajes se pueden quedar por aquí.
- Libere la garantía que quiera, pero los trajes salen de aquí en cuanto termine el desfile.
- ¡Por supuesto! Yo sólo le digo lo que podría pasar.
Volvimos a donde las cajas. Yo le presenté al aduanero los dos ejemplares, que miró con algo de extrañeza, pero leyó la carta, vio el sello debajo, y ya dejó de preocuparse y puso el suyo propio.
- ¡Konstantin! ¡Artyom! ¡A cargar la furgoneta!
Konstantin y Artyom no se lo acababan de creer y me miraban con admiración. La verdad es que hasta yo me miraba con admiración. Cargamos la furgoneta.
- ¿A dónde llevamos los trajes, Von Buchweizen? - preguntó Jiménez.
Lo ideal hubiera sido llevarlos al Bolshoi, claro, pero, un domingo por la mañana, como que no.
- Vamos a mi despacho... - dije con un suspiro.
Misión cumplida. Los trajes ya estaban en territorio aduanero ruso. A partir de entonces, Jiménez olvidó completamente nuestro primer y desgraciado primer encuentro. Desde aquella aventura, pasé a ser "el tipo que se paseaba por el aeropuerto de Moscú como Pedro por su casa y metió unos trajes con unas cartas que se sacó de la manga, sin cuaderno ATA ni nada".
Pero la cosa no había terminado, noooooo. Se nos había pasado por alto que, en Rusia, hay cosas que son más importantes que un ministerio, y la administración del teatro Bolshoi es una de ellas. Había llegado el momento de enfrentarse con Iksánov, pero esa es otra historia, que tocará contar en otro momento.