Sinopsis: He sido designado para montar un desfile de moda tiranistaní en tres semanas, con la ayuda de un funcionario tiranio un pelín pusilánime, un italiano ensoberbecido y un par de altos funcionarios tiranios tocapelotas. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV y V.
Los domingos a las siete de la mañana es uno de esos escasísimos momentos en que Moscú parece un lugar agradable. No hay mucho tránsito (siempre hay alguien, pero al menos no está atestado), las campanas de las iglesias tocan dulcemente a la misa de mañana y, si hay suerte, el cielo está azul y las cúpulas doradas brillan de una manera especial. Lo malo del asunto es, precisamente, que es domingo a la siete de la mañana y a ver quién es el guapo que se levanta para comprobar que Moscú, siquiera sea dos horas a la semana, puede ser un lugar incluso relajante.
Pues allí estaba yo. Pero, en lugar de darme una vuelta por la Maroseika o la Pokrovka, que hubiera dado gusto, me tenía que ir a un lugar que no es agradable ni siquiera un domingo a las siete de la mañana: el aeropuerto de Sheremetyevo y, más concretamente, sus dinámicos aduaneros.
Jiménez había llegado ya y las quince cajas que traía estaban delante del puesto de aduana. Para transportarlas, contábamos con dos personas de confianza. Bueno, la única persona de confianza era Konstantin; el otro era un esbirro suyo. Konstantin era un arreglalíos y solucionaproblemas de lo más eficaz (espero que lo siga siendo), y ése es precisamente el tipo de personaje que vale su peso en oro en un lugar como Moscú. Digamos que Konstantin conseguía la parte "logística" del asunto: encontrar vehículos, carpinteros, sastres, desperados y, si se terciaba, incluso sepultureros. Ahí estaba él. Pero, con todo lo versátil que era, pasar aquellas quince cajas bajo las narices del aduanero era algo que le superaba; a él, y a cualquiera.
- Hola, Jiménez.
- ¡Hombre, Von Buchweizen! ¿Qué tal ha llegado usted?
- Bien, bien. Ya veo que tiene las cajas a punto.
- Vamos a pasarlas. Konstantin, quédate aquí con... ¿cómo se llama este chico?
El chico era un elemento más oscuro que un portugués moreno, con bigote de tres meses y barba de una semana, estatura menos de mediana y unos ojillos oscuros y picantes, apenas visibles bajo la gorra que no debía haberse quitado en mucho tiempo.
- Se llama Artyom - dijo Konstantin.
- Pues quedaos guardando las cajas, mientras Von Buchweizen y yo vamos a la aduana - dijo Jiménez.
- A ver. Traiga el cuaderno ATA - le dije a Jiménez.
- Aquí está. Totalmente en regla, ¿eh? Lo pasé por la Cámara de Comercio de Tirania, que son quienes tienen que certificarlo. Vamos, que a ver qué pasa...
- Eso. Vamos a ver qué pasa.
Me dirigí en ruso al aduanero de guardia, que llevaba un buen rato intrigado con la presencia de tanta caja y tanto guiri, él que suponía que el domingo por la mañana sería tranquilo.
- Buenos días. Aquí está el cuaderno ATA que debe cubrir la importación de estas quince cajas.
El aduanero miró aquella carpeta de hojas verdes. Rusia acababa de entrar hacía bien poco en la convención ATA y es bastante probable que el pipiolo aquél no hubiera visto ninguno aún.
- Si es un cuaderno ATA, tienen que ir al despacho central del aeropuerto, en el segundo piso.
- Vale gracias. Jiménez, venga, que hemos de ir a otro sitio.
Jiménez me siguió.
Llegado al segundo piso, y ahí estaba, efectivamente, la aduana central del aeropuerto.
- Tenemos quince cajas esperando pasar. Son trajes para un desfile de moda oficial del todo, que está organizando el Tiranistán y al que asistirán las esposas de los presidentes del Tiranistán y de Rusia. Sí, de Rusia también. Viene cubierto por este cuaderno ATA que le dejo aquí y, por si le sirve de ayuda, aquí tiene este papel alusivo.
Y le dejé la carta que había redactado el viernes y que había conseguido que firmara el embajador tiranio, no sé si a sabiendas de su contenido. Y crucé los dedos, claro. Por si acaso, llevaba algún que otro billete de cien dólares y, conociendo a Jiménez, estaba seguro de que él llevaría alguno más que yo.
La aduanera era un mujer bastante joven, y eran las ocho y media de la mañana. Por experiencias anteriores, aunque menos traumáticas, sabía que a las nueve cambiaban de turno. Puse la mejor cara de bueno que pude y crucé los dedos mucho más, a riesgo de adelantar la artrosis.
- Mire, no podemos aceptar el cuaderno ATA.
Eso ya lo sabía yo, pero puse una cara de sorpresa y candidez máximas.
- ¿De verdad?
- No. Le faltan sellos.
- Pero nos lo ha hecho la Cámara de Comercio de Tiranistán.
- Ya, ya... ¿Por qué no hablan con el delegado? Estará aquí dentro de quince minutos. Entretanto, les hago un papel para que el aduanero del puesto no les ponga problemas para quedarse.
- Muchísimas gracias.
- Ah, y tomen su cuaderno ATA. La próxima vez pónganle más sellos.
- Claro, claro...
Nos lo dio todo.
- Jiménez - y pasé al tiranio-, nos volvemos a donde están las cajas. De momento nos ha dado este papel.
- ¿Sí?
- Sí. Ah, tome el cuaderno ATA.
- ¡Pero si no lo ha sellado!
- Ni lo sellará.
- ¿Y qué hago yo con él?
- ¿Y yo qué quiere que haga?
- Pero, ¿cómo vamos a pasar esto?
- Ya sabe que, en Rusia, "no" nunca es la última palabra. Bueno, aquí quizá sí lo sea, pero no perdamos la esperanza.
Volvimos a donde estaban las cajas, Konstantin y Artyom, éstos últimos bastante aburridos. Yo le pasé el papel al aduanero, que se encogió de hombros. Jiménez no entendía nada de lo que estaba pasando. Cuando hubieron pasado quince minutos, le dije a Jiménez:
- Jiménez, nos subimos otra vez.
- ¿A dónde?
- Ah, sí, a donde estábamos antes.
Vuelta para arriba. La chica estaba visiblemente a punto de irse, pero había llegado el jefe y no parecía dispuesto a arriesgar un conflicto internacional. Uf.
- Mire. En principio, no deberíamos admitir esto, porque el cuaderno ATA que nos ha pasado no es válido. Debería hacer una declaración normal con un agente de aduana.
Un domingo a las nueve de la mañana los agentes de aduana están en cualquier sitio... menos en la aduana. Digamos que el momento de intentar pasar los trajes fue un acierto.
- Pero se trata de un acontecimiento político especial - prosiguió el jefe - y les vamos a facilitar el paso ¿Tiene una copia de su carta?
Ya lo creo que la tenía. Y hasta tres. Y un sello para hacer más, si se terciaba.
- Traiga el cuaderno ATA.
- ¡Jiménez! El cuaderno, por favor.
El aduanero fotocopió el inventario dos veces, grapó a cada inventario una copia de mi carta, y puso su sello en cada una de las copias. "Выпуск разрешён". Las palabras mágicas: permitido el paso.
- Con esta copia pasarán ahora. Que el aduanero les selle las dos. Con la otra saldrán de Rusia.
- Muchísimas gracias.
- Ah, y tome su cuaderno ATA. No olviden los sellos la próxima vez, que, si no, no sirve para nada.
- Que noooo...
Creo que necesité no menos de diez segundos para superar el brusco bajón de adrenalina.
- Jiménez...
- ¿Qué le pasa, Von Buchweizen? ¿Se encuentra bien?
- Ande, tome el cuaderno ATA y vamos a sacar las cajas de allí.
- ¡Pero si no lo ha sellado!
- Y dale... usted déjeme a mí.
- Pero usted se da cuenta de que, con esto, yo puedo volver esta tarde a Tirania y liberar la garantía que he prestado, y los trajes se pueden quedar por aquí.
- Libere la garantía que quiera, pero los trajes salen de aquí en cuanto termine el desfile.
- ¡Por supuesto! Yo sólo le digo lo que podría pasar.
Volvimos a donde las cajas. Yo le presenté al aduanero los dos ejemplares, que miró con algo de extrañeza, pero leyó la carta, vio el sello debajo, y ya dejó de preocuparse y puso el suyo propio.
- ¡Konstantin! ¡Artyom! ¡A cargar la furgoneta!
Konstantin y Artyom no se lo acababan de creer y me miraban con admiración. La verdad es que hasta yo me miraba con admiración. Cargamos la furgoneta.
- ¿A dónde llevamos los trajes, Von Buchweizen? - preguntó Jiménez.
Lo ideal hubiera sido llevarlos al Bolshoi, claro, pero, un domingo por la mañana, como que no.
- Vamos a mi despacho... - dije con un suspiro.
Misión cumplida. Los trajes ya estaban en territorio aduanero ruso. A partir de entonces, Jiménez olvidó completamente nuestro primer y desgraciado primer encuentro. Desde aquella aventura, pasé a ser "el tipo que se paseaba por el aeropuerto de Moscú como Pedro por su casa y metió unos trajes con unas cartas que se sacó de la manga, sin cuaderno ATA ni nada".
Pero la cosa no había terminado, noooooo. Se nos había pasado por alto que, en Rusia, hay cosas que son más importantes que un ministerio, y la administración del teatro Bolshoi es una de ellas. Había llegado el momento de enfrentarse con Iksánov, pero esa es otra historia, que tocará contar en otro momento.
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