Una de las cosas que he podido hacer estos días en Moscú ha sido acompañar a mi hija mayor, Abi, a la escuela de música donde estudia violín. Es una de las cosas buenas que tiene Moscú: que la cultura musical no tiene parangón con prácticamente cualquier otra ciudad del mundo. Y, así, las escuelas de música proliferan y están tiradas de precio a base de subvención. Eso es gastar correctamente los ingresos que vienen del petróleo, sí, señor. Sin embargo, no todo el mundo tiene vocación musical. A nosotros, de los tres, nos ha destacado solamente la primera, Abi.
Además de la asignatura de instrumento, violín en este caso, está la de solfeo y la de cultura musical, llamada expresivamente "Musliteratura", donde a los alumnos les hacen estudiar asuntillos de la biografía de los grandes genios musicales. A Abi, esta asignatura le encanta, y yo creo que una parte es porque sospecha que sabe más que yo sobre el asunto, aunque a veces se lleva alguna sorpresa.
- ¿Cuándo tienes el examen? - le pregunté, yendo de camino.
- Mañana. Tengo que repasar.
- ¿Y de qué es el examen?
- De Modest Petróvich - dijo con suficiencia-. Seguro que no sabes quién es.
La miré con una sonrisita.
- Mússorgsky.
Abi abrió la boca un poco.
- Anda, pues sí.
Supongo que son las ventajas de documentarse correctamente cuando uno escribe en las entradas de la bitácora de uno.
- ¿Y qué os cuentan sobre... Modest Petróvich?
- Bueno, pues que era funcionario.
- Enchufadillo, en realidad ¿Y os cuentan que murió bastante joven, con cuarenta y dos años?
- Bueno, sí, parece que estaba mal de salud.
- Lo que pasa es que era más borracho que una esponja.
- ¡No!
- ¡Sí!
- ¡No!
- Que sí. Otra cosa es que no os lo cuenten. Los rusos son así. Hacen como que desconocen el lado oscuro de sus famosos. Pero bueno, no hace falta que cuentes esto en el examen de mañana. Déjales con la ilusión.
Y así es. Lo del culto a la personalidad en Rusia se da a cualquier escala. En uno de mis primeros meses por Moscú aparecí por Gorki Leninskie, la residencia de Lenin, donde pasó sus últimos meses y donde hay una casa-museo dedicada a su persona. Para las cuidadoras del museo, Lenin era una especie de santo sin pecado alguno.
- Aquí ya se trasegaría algún vodka, ¿no?
Las cuidadoras fruncían en ceño, te miraban con desprecio y decían displicentemente: "Lenin no bebía." Vale. Y la sífilis de resultas de la cual murió la debió contraer pescando carpas.
En cuanto a Abi, apura sus últimas semanas en Moscú y planea llevarse todo el material que pueda. Yo no estoy por allí, lamentablemente, así que quien me informa de sus progresos es su madre, Alfina.
- Mamá, necesito que me busques una cosa, que yo no lo sé buscar en Internet.
- Vale, ¿qué es lo que necesitas?
- La tocata y fuga en re menor de Bach.
- Pero, ¿no habíamos quedado que íbamos al sitio de las notas y que antes de irnos íbamos a comprar de todo?
- Si, pero es que no lo toca nadie, y no lo publican.
- ¿No lo toca nadie? Pero tú lo vas a tocar...
- Si, es que yo soy antisistema...
Ya saben los del 15-M. Lo realmente antisistema es la tocata y fuga en re menor de Bach. Que lo sepan.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
miércoles, 22 de mayo de 2013
sábado, 18 de mayo de 2013
Banderita tú eres roja
Éste es el colegio del barrio, al que durante todos estos años han estado yendo Abi, Ro y Ame, que en estas fechas señaladas en que se conmemora la VICTORIA (sólo con mayúsculas) en la GUERRA (no ha habido otra), saca la parafernalia de su desván y ¡hala! a adornarlo todo de rojo. La diferencia es que a los alumnos ya no les adoctrinan sobre las bondades del comunismo, aunque tampoco lo ponen a parir precisamente.
En los colegios públicos rusos, lo del comunismo se queda en algo intermedio entre una indiferencia y una simpatía benevolente. No en vano, los colegios con cierta antigüedad, y éste la tiene, cuentan con una colección de condecoraciones, banderitas, enseñas varias y estandartes de todo pelo y un único color: rojo.
Pero, ¿adoctrinan los colegios rusos a sus alumnos? Desde luego, mucho menos que antes, pero el prurito patriotero les sale de vez en cuando, y eso afecta incluso a la percepción que tiene la gente de sus próceres, que no es nada objetiva. Uno diría que los rusos que han pasado a la historia por una razón u otra se han convertido en seres angelicales, ni siquiera en santos, sino en gente sin tacha que carecía de lado oscuro.
Y eso nos lleva al momento en que me puse a acompañar a Abi a su examen de música. Para ser exactos, de literatura musical, su asignatura favorita. Sí, lo de la enseñanza de música en Rusia es otra galaxia.
Pero eso es materia de otra entrada, porque hoy se hace tarde.
miércoles, 15 de mayo de 2013
Peatones
Pues sí, Moscú cada vez más es una ciudad sometida a los automovilistas, que son los que están organizados. Y el resultado es que nadie está a gusto, ni tirios automovilistas ni troyanos peatones. Cada vez hay más coches, y cada vez hay menos sitios para todos. A los coches, que los zurzan, que en el pecado llevan la penitencia, pero los peatones, ¿qué mal hemos hecho?
Y así vemos cómo ha quedado Tverskaya, en su día una acera ancha a ambos lados de una calzada de cuatro carriles en cada sentido. Como ya vimos, la acera ha ido destinada no a los peatones, como uno pudiera pensar, sino a que aparquen los coches, que son los que mandan. Cuando, además, te meten un andamio en cualquier edificio, los peatones comienzan a experimentar qué es un atasco, pero un atasco de peatones sobre la acera.
Aparcar sobre la acera es que ya ni siquiera está mal visto. A mí se me caía una lagrimilla al ver a este peatón abnegado, que se cuela cual anguila entre el coche y la pared, en lugar de pasar por donde hay sitio. Debe ser soviético tradicional, de los que siempre cumplen las normas, aunque sean los únicos.
Pero, si lo de Tverskaya es vergonzoso, o debería serlo, lo del Sadovoye Koltsó, unos cuantos metros más allá, ya es la pera limonera. No sólo se puede aparcar en la calzada, cosa normal, sino que también se permite hacerlo en la acera ¿Y cómo salen los coches que están aparcados en la acera? Bueno, pues avanzando por la acera hasta llegar al paso cebra más próximo y, si algún peatón se pone en medio, peor para él. Uno se encuentra a coches circulando por la acera como si tal cosa, y encima tiene que agradecerles que no vayan rápidos.
Lo que no ha cambiado son las costumbres tradicionales: si algún fulano dice que hay pintar líneas aquí, se pintan y punto. Lejos de nosotros la funesta manía de pensar.
El día menos pensado veremos coches descansando encima de los bancos. Al tiempo.
Y así vemos cómo ha quedado Tverskaya, en su día una acera ancha a ambos lados de una calzada de cuatro carriles en cada sentido. Como ya vimos, la acera ha ido destinada no a los peatones, como uno pudiera pensar, sino a que aparquen los coches, que son los que mandan. Cuando, además, te meten un andamio en cualquier edificio, los peatones comienzan a experimentar qué es un atasco, pero un atasco de peatones sobre la acera.
Aparcar sobre la acera es que ya ni siquiera está mal visto. A mí se me caía una lagrimilla al ver a este peatón abnegado, que se cuela cual anguila entre el coche y la pared, en lugar de pasar por donde hay sitio. Debe ser soviético tradicional, de los que siempre cumplen las normas, aunque sean los únicos.
Pero, si lo de Tverskaya es vergonzoso, o debería serlo, lo del Sadovoye Koltsó, unos cuantos metros más allá, ya es la pera limonera. No sólo se puede aparcar en la calzada, cosa normal, sino que también se permite hacerlo en la acera ¿Y cómo salen los coches que están aparcados en la acera? Bueno, pues avanzando por la acera hasta llegar al paso cebra más próximo y, si algún peatón se pone en medio, peor para él. Uno se encuentra a coches circulando por la acera como si tal cosa, y encima tiene que agradecerles que no vayan rápidos.
Lo que no ha cambiado son las costumbres tradicionales: si algún fulano dice que hay pintar líneas aquí, se pintan y punto. Lejos de nosotros la funesta manía de pensar.
El día menos pensado veremos coches descansando encima de los bancos. Al tiempo.
lunes, 13 de mayo de 2013
Aceras
- Bueno, estuvo bien mientras duró - me dijo Alfina, cuando me llevaba (a mí y a la mochila rosa) a la estación de tren, que, a su vez, me llevaría al aeropuerto de Sheremetyevo y, de allí, a esta Bruselas que me acoge.
- ¿Qué?
- Que ya nos vamos. Que hemos pasado una época aquí, pero de todas formas ya no es lo que era antes. Ahora, Moscú no es más que una gran ciudad, como otras grandes ciudades.
- Mmmm... yo creo que no. Sigue siendo diferente.
Desde Moscú, cuando alguien reside permanentemente allí, no se aprecia, pero basta con salir fuera unos meses para darse cuenta de que Moscú, de que Rusia en general, es diferente. Las condiciones de vida han mejorado y no es el caos absoluto que fuera en los primeros noventa, cuando podía pasar cualquier cosa, y cuando digo cualquiera, quiero decir realmente cualquiera; pero no han logrado alcanzar esa previsibilidad y esa rutina propia de nuestras vidas occidentales. Como escritor de una bitácora, la cosa es evidente: los ocho días mal contados que he pasado en Rusia me dan para muchas más entradas, y sin ningún esfuerzo, que un par de meses de estancia en Bélgica, donde, de no ser por las basuras y la mochila rosa, que dan mucho juego si uno se estruja los sesos, estaría escribiendo que los pajaritos cantan y las nubes se levantan (esto último, además, a veces pasa y todo, de verdad).
Claro está que la tentación consiste en continuar la bitácora sobre Rusia, como si tal cosa y como si continuara por allí, o incluso desde fuera, pero no valdría. No me valdría, para ser exactos. Después de ni sé cuántos años de burlarme de los españolitos, y de los occidentales en general, que opinan con autoridad sobre Rusia cuando, todo lo más, han estado un par de veces y ya se las dan de "kremlinólogos" (y lo que es peor, la gente les hace caso), me parecería por lo menos desleal ponerme a escribir sobre un sitio que, forzosamente, sólo voy a visitar de uvas a peras y en circunstancias muy diferentes. Ya sé que, así y todo, domino el idioma y tengo casi dieciocho años de estancia a mis espaldas, y eso me da ventaja sobre los santones de la rusología que campan por sus respetos por las ondas y por las pantallas, pero Rusia no es ¡ni mucho menos! empollarse la prensa, ni siquiera ver la tele (eso menos todavía) y ponerse a opinar. No. El contacto con el terreno es importante, y sobre esto quizá vaya a volver dentro de unos días, cuando escriba del acontecimiento cultural pictórico de esta primavera y verano en Rusia, que he tenido la fortuna de poder visitar.
Porque sí, así es, me he pasado ocho días en Rusia y estos ocho días, ahora que echo la vista atrás, han sido una vorágine de acontecimientos a cual más intenso. Menos ir a trabajar (lo de la entrada anterior sólo fue una visita de cortesía), he hecho de casi todo lo que ha aparecido en esta bitácora durante los últimos siete años, y como es evidente que los lectores de esta bitácora tienen preferencia por lo ruso, y yo no les voy a reprochar sus preferencias, va a haber una serie de entradas con las vivencias de este viaje, y posiblemente las haya con los que haga en lo sucesivo a esta zona del planeta.
Porque, sí, son un caso.
Pongamos por caso el manido asunto de las aceras. Hace dos veranos, el flamante alcalde de Moscú tras la destitución de Luzhkov, Sergey Sobyanin, impulso un programa de embaldosado de aceras para ponerlas decentes. Vamos, como el plan E de Zapatero, con la diferencia de que en Moscú no hay crisis y de que las aceras estaban realmente mal, no como la mayoría de las españolas.
Luego se sospechó, o se supo, que el propio alcalde tenía intereses poco confesables en la adquisición de baldosas ("klinker", creo que es el término técnico). Al parecer, el principal proveedor del ambicioso plan de embaldosado era una empresa cuyo principal accionista era la señora alcaldesa. Teniendo en cuenta que la señora Sobyanina, de profesión sus labores (y sus acciones), es una rústica siberiana con conocimientos empresariales desconocidos para el gran público, pero improbables en cualquier caso, las sospechas y los rumorcillos estaban pasando de un lado al otro de la alcoba del alcalde. Por si la cosa iba a mayores y Sobyanin pasaba demasiado pronto a hacer compañía a Luzhkov en la lista de ex-alcaldes de Moscú, el plan de embaldosado se quedó en la campaña del primer año y se interrumpió abruptamente.
La foto de ahí arriba ilustra lo anterior. Mientras un centímetro arriba tenemos una acera envidiable, fruto de una disposición baldosil sin parangón, un centímetro abajo tenemos el resultado de lustros de dejadez y de que el último que arregló las aceras debió ser Vladimiro Monómaco, allá por el siglo XI. Eso sí, después de Cristo.
El resto es una sucesión de baches, socavones y simas aceriles. Y, claro, pasa lo que pasa, después de cinco meses por las aceras de Bruselas, uno llega aquí desprevenido y habiendo olvidado que en Moscú siempre hay que mirar al suelo, y ¡clac! un mal apoyo y el tobillo a hacer gárgaras.
Hala, a recordar viejas costumbres que todavía funcionan.
- ¿Qué?
- Que ya nos vamos. Que hemos pasado una época aquí, pero de todas formas ya no es lo que era antes. Ahora, Moscú no es más que una gran ciudad, como otras grandes ciudades.
- Mmmm... yo creo que no. Sigue siendo diferente.
Desde Moscú, cuando alguien reside permanentemente allí, no se aprecia, pero basta con salir fuera unos meses para darse cuenta de que Moscú, de que Rusia en general, es diferente. Las condiciones de vida han mejorado y no es el caos absoluto que fuera en los primeros noventa, cuando podía pasar cualquier cosa, y cuando digo cualquiera, quiero decir realmente cualquiera; pero no han logrado alcanzar esa previsibilidad y esa rutina propia de nuestras vidas occidentales. Como escritor de una bitácora, la cosa es evidente: los ocho días mal contados que he pasado en Rusia me dan para muchas más entradas, y sin ningún esfuerzo, que un par de meses de estancia en Bélgica, donde, de no ser por las basuras y la mochila rosa, que dan mucho juego si uno se estruja los sesos, estaría escribiendo que los pajaritos cantan y las nubes se levantan (esto último, además, a veces pasa y todo, de verdad).
Claro está que la tentación consiste en continuar la bitácora sobre Rusia, como si tal cosa y como si continuara por allí, o incluso desde fuera, pero no valdría. No me valdría, para ser exactos. Después de ni sé cuántos años de burlarme de los españolitos, y de los occidentales en general, que opinan con autoridad sobre Rusia cuando, todo lo más, han estado un par de veces y ya se las dan de "kremlinólogos" (y lo que es peor, la gente les hace caso), me parecería por lo menos desleal ponerme a escribir sobre un sitio que, forzosamente, sólo voy a visitar de uvas a peras y en circunstancias muy diferentes. Ya sé que, así y todo, domino el idioma y tengo casi dieciocho años de estancia a mis espaldas, y eso me da ventaja sobre los santones de la rusología que campan por sus respetos por las ondas y por las pantallas, pero Rusia no es ¡ni mucho menos! empollarse la prensa, ni siquiera ver la tele (eso menos todavía) y ponerse a opinar. No. El contacto con el terreno es importante, y sobre esto quizá vaya a volver dentro de unos días, cuando escriba del acontecimiento cultural pictórico de esta primavera y verano en Rusia, que he tenido la fortuna de poder visitar.
Porque sí, así es, me he pasado ocho días en Rusia y estos ocho días, ahora que echo la vista atrás, han sido una vorágine de acontecimientos a cual más intenso. Menos ir a trabajar (lo de la entrada anterior sólo fue una visita de cortesía), he hecho de casi todo lo que ha aparecido en esta bitácora durante los últimos siete años, y como es evidente que los lectores de esta bitácora tienen preferencia por lo ruso, y yo no les voy a reprochar sus preferencias, va a haber una serie de entradas con las vivencias de este viaje, y posiblemente las haya con los que haga en lo sucesivo a esta zona del planeta.
Porque, sí, son un caso.
Pongamos por caso el manido asunto de las aceras. Hace dos veranos, el flamante alcalde de Moscú tras la destitución de Luzhkov, Sergey Sobyanin, impulso un programa de embaldosado de aceras para ponerlas decentes. Vamos, como el plan E de Zapatero, con la diferencia de que en Moscú no hay crisis y de que las aceras estaban realmente mal, no como la mayoría de las españolas.
Luego se sospechó, o se supo, que el propio alcalde tenía intereses poco confesables en la adquisición de baldosas ("klinker", creo que es el término técnico). Al parecer, el principal proveedor del ambicioso plan de embaldosado era una empresa cuyo principal accionista era la señora alcaldesa. Teniendo en cuenta que la señora Sobyanina, de profesión sus labores (y sus acciones), es una rústica siberiana con conocimientos empresariales desconocidos para el gran público, pero improbables en cualquier caso, las sospechas y los rumorcillos estaban pasando de un lado al otro de la alcoba del alcalde. Por si la cosa iba a mayores y Sobyanin pasaba demasiado pronto a hacer compañía a Luzhkov en la lista de ex-alcaldes de Moscú, el plan de embaldosado se quedó en la campaña del primer año y se interrumpió abruptamente.
La foto de ahí arriba ilustra lo anterior. Mientras un centímetro arriba tenemos una acera envidiable, fruto de una disposición baldosil sin parangón, un centímetro abajo tenemos el resultado de lustros de dejadez y de que el último que arregló las aceras debió ser Vladimiro Monómaco, allá por el siglo XI. Eso sí, después de Cristo.
El resto es una sucesión de baches, socavones y simas aceriles. Y, claro, pasa lo que pasa, después de cinco meses por las aceras de Bruselas, uno llega aquí desprevenido y habiendo olvidado que en Moscú siempre hay que mirar al suelo, y ¡clac! un mal apoyo y el tobillo a hacer gárgaras.
Hala, a recordar viejas costumbres que todavía funcionan.
miércoles, 8 de mayo de 2013
Ludismo
Estoy de vuelta en Moscú por unos días y, naturalmente, no podía faltar una visita a mis antiguos compañeros de trabajo, que penan amarrados al duro banco de una galera turquesa mientras los que estamos de vacaciones nos solazamos y reímos por lo bajinis.
Mi último día de trabajo en este lugar, allá por noviembre, fue bastante largo. Era viernes, día de la semana en que la peña se pira bastante pronto, pero yo estaba recogiendo cosas por aquí y por allá y el resultado es que salí del trabajo cuando ya hacía no menos de dos horas que se había marchado el último. Eso sí, dejé mi puesto de trabajo impecable: no quedaba una sola cosa.
Y he aquí que vuelvo a pasar por aquí, varios meses después de mi partida, y me encuentro con que el sitio en el que me he pasado años "solucionando problemas" tiene ahora este aspecto.
Supongo que debo estar orgulloso. Normalmente, los trabajadores siempre se han quejado de que una máquina dejaba sin trabajo a cientos de trabajadores. En mi caso, a un solo trabajador lo han tenido que reemplazar con varias máquinas.
Mi último día de trabajo en este lugar, allá por noviembre, fue bastante largo. Era viernes, día de la semana en que la peña se pira bastante pronto, pero yo estaba recogiendo cosas por aquí y por allá y el resultado es que salí del trabajo cuando ya hacía no menos de dos horas que se había marchado el último. Eso sí, dejé mi puesto de trabajo impecable: no quedaba una sola cosa.
Y he aquí que vuelvo a pasar por aquí, varios meses después de mi partida, y me encuentro con que el sitio en el que me he pasado años "solucionando problemas" tiene ahora este aspecto.
Supongo que debo estar orgulloso. Normalmente, los trabajadores siempre se han quejado de que una máquina dejaba sin trabajo a cientos de trabajadores. En mi caso, a un solo trabajador lo han tenido que reemplazar con varias máquinas.
viernes, 3 de mayo de 2013
Seventh year: Back to the USSR
Ustedes que (todavía) leen esto, ya se habran dado cuenta de que la lista de bitácoras de la columna derecha no tiene nada de belga, y que los enlaces que hay por ahí esparcidos sólo pueden ser interesantes para alguien que tenga curiosidad por las cosas que acontecen en la gran Madre Rusia.
Pues sí. No me he decidido a hacer el cambiazo completo, y eso a pesar de que la mayoría de las bitácoras enlazadas están más muertas que Carracuca y, si no están enterradas todavía, eso es porque estamos en Internet y aquí no se entierra nada. Y también porque, qué diablos, de los siete años (¡los cumplimos anteayer!) que lleva esta bitácora en las pantallas de quienes quieren acceder, seis y medio han pasado en Rusia, y no más de unos cuantos meses han pasado en esta Bruselas donde mandan, dicen si los arquitectos o los profesores de dibujo técnico, pero yo más bien creo que son los albañiles, eso sí, dicho en francés, que suena más misterioso.
Bélgica interesa mucho menos que Rusia. Bélgica es un sitio atestado de españoles, que saben todo lo que hay que saber, y no sé bien si fácilmente comprensible o simplemente poco interesante, así que, aunque terminará por ocurrir, ¿para qué voy a meter una retahila de enlaces a cosas belgas en español? Para eso, tanto me vale, meter enlaces en ruso a cosas rusas que pasan en Bélgica, que, aunque parezca una fricada de espanto, hay mucho más de lo que parece. Y es que, si hay ya españoles por doquier, los rusos no nos van a la zaga y, aunque parezca que casi todos están en España, y seguro que los residentes en Alemania piensan que casi todos se fueron a vivir allí, en Bélgica también hay un buen puñado, hasta el punto de que casi no hay día, paseando por el centro, que no escuche alguna conversación en ruso.
Total, que hay que celebrar el séptimo aniversario de la bitácora. El siete, ya lo vimos en la entrada más numérica y cabalística que se ha publicado aquí, es un número perfecto, así que lo menos que puede hacerse es pasar una temporadita (tampoco tanta, no nos vayamos a creer) allí donde nació esta bitácora, donde las manifestaciones están tasadas y donde los noes pueden convertirse en "quizá", y los "quizá" pueden convertirse en cualquier cosa rara.
Mañana, pues, toca viaje a Rusia. Será morriña, supongo, o sobre todo será que está la familia por allí, pero en los últimos seis meses habré pasado más días de vacaciones en Moscú que en los seis años anteriores.
Pues sí. No me he decidido a hacer el cambiazo completo, y eso a pesar de que la mayoría de las bitácoras enlazadas están más muertas que Carracuca y, si no están enterradas todavía, eso es porque estamos en Internet y aquí no se entierra nada. Y también porque, qué diablos, de los siete años (¡los cumplimos anteayer!) que lleva esta bitácora en las pantallas de quienes quieren acceder, seis y medio han pasado en Rusia, y no más de unos cuantos meses han pasado en esta Bruselas donde mandan, dicen si los arquitectos o los profesores de dibujo técnico, pero yo más bien creo que son los albañiles, eso sí, dicho en francés, que suena más misterioso.
Bélgica interesa mucho menos que Rusia. Bélgica es un sitio atestado de españoles, que saben todo lo que hay que saber, y no sé bien si fácilmente comprensible o simplemente poco interesante, así que, aunque terminará por ocurrir, ¿para qué voy a meter una retahila de enlaces a cosas belgas en español? Para eso, tanto me vale, meter enlaces en ruso a cosas rusas que pasan en Bélgica, que, aunque parezca una fricada de espanto, hay mucho más de lo que parece. Y es que, si hay ya españoles por doquier, los rusos no nos van a la zaga y, aunque parezca que casi todos están en España, y seguro que los residentes en Alemania piensan que casi todos se fueron a vivir allí, en Bélgica también hay un buen puñado, hasta el punto de que casi no hay día, paseando por el centro, que no escuche alguna conversación en ruso.
Total, que hay que celebrar el séptimo aniversario de la bitácora. El siete, ya lo vimos en la entrada más numérica y cabalística que se ha publicado aquí, es un número perfecto, así que lo menos que puede hacerse es pasar una temporadita (tampoco tanta, no nos vayamos a creer) allí donde nació esta bitácora, donde las manifestaciones están tasadas y donde los noes pueden convertirse en "quizá", y los "quizá" pueden convertirse en cualquier cosa rara.
Mañana, pues, toca viaje a Rusia. Será morriña, supongo, o sobre todo será que está la familia por allí, pero en los últimos seis meses habré pasado más días de vacaciones en Moscú que en los seis años anteriores.
miércoles, 1 de mayo de 2013
Españoles por el mundo
En Rusia, encontrarte un español por la calle es un hecho insólito. En Moscú, con sus doce millones de habitantes, el porcentaje de españoles es irrisorio, entre que no es un sitio muy bien visto para estudiar, que los españoles no hablamos ruso, que hace mucho frío, que está muy lejos y que, por si fuera poco, para conseguir el visado hay que proponérselo muy seriamente.
El resultado es que tú ibas por la calle, oías a alguien hablando en español, te volvías sorprendido al reconocer a un compatriota y poco menos que lo abrazabas con furor, antes de entablar una animada conversación con las consabidas preguntas "¿de dónde eres?" (tuteo desde el primer segundo, por supuesto), "¿qué haces aquí?", ¿cuánto tiempo llevas?", "¿estudias o trabajas?"... ah, no, ésta última no toca ahora.
Aquí, no.
Aquí, la pregunta es si alguien se ha quedado en España, o si se han venido todos aquí. Vaya tela. Entre que es un sitio muy bien visto para estudiar, que los españoles chapurreamos francés (o eso creemos), que no hace demasiado frío, que está cerca y que, por si fuera poco, entramos en el país con DNI y las manos en los bolsillos, esto está hasta los topes de españoles.
Total, que vas por la calle y, sobre todo a ciertas horas, cuando el sol se ha puesto, todo quisqui es español. Y, así como a los rusos los reconoces a la legua por su porte incalificable sin ofender, y a las rusas por cómo visten (o cómo no visten, más bien), y así rara vez te equivocas, a los españoles también se nos reconoce con facilidad, por ese aire entre desenvuelto y descarado que nos distingue, el tipo de ropa estándar algo más informal que arreglada, pero arreglada al fin, sin olvidar la típica característica gregaria: el español no está a gusto solo, sino que tiene que formar parte de un grupo.
Y, como la abundancia hace disminuir el valor de las cosas, uno oye hablar en español por la calle y, muy al contrario de lo que pasaba en Moscú, no hace ni caso. Bah, otro español más. Y van...
Pero es que, por si fuera poco, mi caso es absolutamente lamentable para un español. Mi aire no es ni desenvuelto ni descarado, sino circunspecto y tímido, la ropa es totalmente arreglada o totalmente informal, sin el término medio en el que se mueve el común de españoles, y la pertenencia gregaria en mi caso no existe desde hace mucho tiempo. Por eso, en Bruselas, y me temo que en cualquier otro sitio, la gente no se cree que soy español. Es triste, porque yo soy más español que las bellotas, pero no se me reconoce como tal. Entre esto, y la mochila rosa, la gente se hace una opinión distorsionada de mi persona, a fuerza de juzgar sólo por las apariencias.
De eso me terminé de dar cuenta al otro día, domingo era, cuando me acerqué a Brujas. Como en Bélgica todo está a tiro de piedra, en una hora de tren se planta uno allí. Pues bien, salvo un par de chicas orientales, el resto del pasaje del vagón estaba compuesto por españoles. Dicen, y será verdad, que hay una crisis tremenda y que la gente está muy mal, pero a mí me da que mis compañeros de vagón estaban por Brujas de pingüi y descanso, esto es, de esas cosas que uno hace cuando tiene tiempo y dinero.
El caso es que ya estábamos en el descansillo del vagón, listos para bajar en cuanto el tren se parase, cuando me dio por detrás un carrito de bebé. Me volví, y la madre me dijo "Pardon!", a lo que yo respondí haciendo un gesto afirmativo con la cabeza y ofreciendo una sonrisa. Hasta ahí, nada raro.
El bebé, que ya tendría el año y estaba bastante avispado, se me quedó mirando y yo le hice un par de gestos y se puso a reír. Bueno. Pero entonces oí a la madre hablando con un señor mayor al que sólo le faltaba la boina para dejar más claro de dónde venía:
- Papá, que ya estamos llegando.
- Ah, vale, pues ahora bajamos.
- Mira cómo Javier se ríe con este señor.
- ¿Este tipo que le hace gestos?
- Sí, este señor.
- Yo creía que los belgas eran más secos.
- Pues ya ves. Éste le ha caído bien a Javier.
- Mucho cuidado con él, de todas formas. Nunca se sabe.
- Menuda mochila que lleva, por cierto ¿De dónde la habrá sacado?
- Sí, es horrible. Seguro que es rarillo.
Y ahí estaba yo, disimulando. Primera moraleja: el español es una lengua muy hablada en el mundo. Si vas por ahí y crees que no te entienden, te puedes llevar sorpresas.
Llegamos a la estación y se abrieron las puertas. Como sé por propia experiencia, no es fácil manejarse con un carrito de bebé en los trenes. La madre se acercó a la puerta, y había un escalón como de dos palmos.
- Déjeme que le ayude - dije a la madre.
Uf, qué roja se puso. Yo diría que le entró una fiebre y todo.
- No... no se moleste.
- Sí, mujer, que entre los dos no es esfuerzo.
Y en un santiamén bajamos el carrito. El padre, que yo creo que seguía sin enterarse, me dijo:
- ¡Muchas gracias!
- De nada - dije.
- Un momento... - y entonces dejó de hablar y comenzó a hacer gestos raros con la mano, hasta que dijo: "Mersí!"
- Pues hábleme en francés si quiere, pero, la verdad, son ganas de hacerlo complicado.
- Ahhhh... que es español.
Y me alejé hacia la salida. Yo quiero parecer español, leches. Lo malo es que la boina me da calor. Además, es roja y canta mucho.
Bueno, si la lavo con lejía igual se queda rosa... y hace juego con la mochila.
El resultado es que tú ibas por la calle, oías a alguien hablando en español, te volvías sorprendido al reconocer a un compatriota y poco menos que lo abrazabas con furor, antes de entablar una animada conversación con las consabidas preguntas "¿de dónde eres?" (tuteo desde el primer segundo, por supuesto), "¿qué haces aquí?", ¿cuánto tiempo llevas?", "¿estudias o trabajas?"... ah, no, ésta última no toca ahora.
Aquí, no.
Aquí, la pregunta es si alguien se ha quedado en España, o si se han venido todos aquí. Vaya tela. Entre que es un sitio muy bien visto para estudiar, que los españoles chapurreamos francés (o eso creemos), que no hace demasiado frío, que está cerca y que, por si fuera poco, entramos en el país con DNI y las manos en los bolsillos, esto está hasta los topes de españoles.
Total, que vas por la calle y, sobre todo a ciertas horas, cuando el sol se ha puesto, todo quisqui es español. Y, así como a los rusos los reconoces a la legua por su porte incalificable sin ofender, y a las rusas por cómo visten (o cómo no visten, más bien), y así rara vez te equivocas, a los españoles también se nos reconoce con facilidad, por ese aire entre desenvuelto y descarado que nos distingue, el tipo de ropa estándar algo más informal que arreglada, pero arreglada al fin, sin olvidar la típica característica gregaria: el español no está a gusto solo, sino que tiene que formar parte de un grupo.
Y, como la abundancia hace disminuir el valor de las cosas, uno oye hablar en español por la calle y, muy al contrario de lo que pasaba en Moscú, no hace ni caso. Bah, otro español más. Y van...
Pero es que, por si fuera poco, mi caso es absolutamente lamentable para un español. Mi aire no es ni desenvuelto ni descarado, sino circunspecto y tímido, la ropa es totalmente arreglada o totalmente informal, sin el término medio en el que se mueve el común de españoles, y la pertenencia gregaria en mi caso no existe desde hace mucho tiempo. Por eso, en Bruselas, y me temo que en cualquier otro sitio, la gente no se cree que soy español. Es triste, porque yo soy más español que las bellotas, pero no se me reconoce como tal. Entre esto, y la mochila rosa, la gente se hace una opinión distorsionada de mi persona, a fuerza de juzgar sólo por las apariencias.
De eso me terminé de dar cuenta al otro día, domingo era, cuando me acerqué a Brujas. Como en Bélgica todo está a tiro de piedra, en una hora de tren se planta uno allí. Pues bien, salvo un par de chicas orientales, el resto del pasaje del vagón estaba compuesto por españoles. Dicen, y será verdad, que hay una crisis tremenda y que la gente está muy mal, pero a mí me da que mis compañeros de vagón estaban por Brujas de pingüi y descanso, esto es, de esas cosas que uno hace cuando tiene tiempo y dinero.
El caso es que ya estábamos en el descansillo del vagón, listos para bajar en cuanto el tren se parase, cuando me dio por detrás un carrito de bebé. Me volví, y la madre me dijo "Pardon!", a lo que yo respondí haciendo un gesto afirmativo con la cabeza y ofreciendo una sonrisa. Hasta ahí, nada raro.
El bebé, que ya tendría el año y estaba bastante avispado, se me quedó mirando y yo le hice un par de gestos y se puso a reír. Bueno. Pero entonces oí a la madre hablando con un señor mayor al que sólo le faltaba la boina para dejar más claro de dónde venía:
- Papá, que ya estamos llegando.
- Ah, vale, pues ahora bajamos.
- Mira cómo Javier se ríe con este señor.
- ¿Este tipo que le hace gestos?
- Sí, este señor.
- Yo creía que los belgas eran más secos.
- Pues ya ves. Éste le ha caído bien a Javier.
- Mucho cuidado con él, de todas formas. Nunca se sabe.
- Menuda mochila que lleva, por cierto ¿De dónde la habrá sacado?
- Sí, es horrible. Seguro que es rarillo.
Y ahí estaba yo, disimulando. Primera moraleja: el español es una lengua muy hablada en el mundo. Si vas por ahí y crees que no te entienden, te puedes llevar sorpresas.
Llegamos a la estación y se abrieron las puertas. Como sé por propia experiencia, no es fácil manejarse con un carrito de bebé en los trenes. La madre se acercó a la puerta, y había un escalón como de dos palmos.
- Déjeme que le ayude - dije a la madre.
Uf, qué roja se puso. Yo diría que le entró una fiebre y todo.
- No... no se moleste.
- Sí, mujer, que entre los dos no es esfuerzo.
Y en un santiamén bajamos el carrito. El padre, que yo creo que seguía sin enterarse, me dijo:
- ¡Muchas gracias!
- De nada - dije.
- Un momento... - y entonces dejó de hablar y comenzó a hacer gestos raros con la mano, hasta que dijo: "Mersí!"
- Pues hábleme en francés si quiere, pero, la verdad, son ganas de hacerlo complicado.
- Ahhhh... que es español.
Y me alejé hacia la salida. Yo quiero parecer español, leches. Lo malo es que la boina me da calor. Además, es roja y canta mucho.
Bueno, si la lavo con lejía igual se queda rosa... y hace juego con la mochila.