Llegué a casa bastante afectado. Por el trago de haber asistido al fallecimiento de la matriarca de Enguídanos, sí; pero también por las pocas esperanzas que infundía el estado de mi madre, y ambas cosas agravadas por las seis noches maldurmiendo en el hospital. Desayuné con cierta desgana, y me disponía a echarme un rato, cuando sonó mi teléfono. Era Reyrata.
- Alfor, que ya.
- ¿Ya?
- Acaba de faltar la mamá.
Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en estos casos, por esperada que sea la noticia. Me entró tristeza, pero supongo que también un poco de alivio, por ella y, no voy a negarlo, por todos los que estábamos esperando el momento para continuar con nuestras vidas. Cumplimos nuestro deber hasta donde se nos exigió.
- ¿Ha sufrido? ¿Cómo ha sido?
- No ha debido sufrir. Hace un rato noté algo extraño, como si tuviera una inquietud, y luego ya pasó.
- Menos mal.
- Voy a llamar a Felipe.
- Vale, yo voy a avisar al papá.
A Reyrata le había tocado el había tocado el momento chungo de la defunción, vale; pero a mí me tocaba el momento no menos chungo de avisar a la familia. Avisar a Felipe, el dueño de la empresa de pompas fúnebres de Benicountrí, no vale como momento chungo, porque, al fin y al cabo, Felipe es un profesional y eso forma parte de su día a día.
De momento, me desplacé a casa de mis padres... bueno, ya sólo de mi padre, y entré por la puerta. Mi padre, aún de un humor muy mejorable, estaba sentado en su sillón.
- Papá, que ya.
- ¿Ya?
- Me ha llamado Reyrata, y acaba de faltar la mamá.
Es curioso cómo Reyrata y yo utilizamos exactamente las mismas palabras.
Mi padre gruñó molesto. Creo que las lágrimas se las estaba guardando para cuando se quedase solo.
Enseguida llamé a Kukoc, que estaba en el trabajo.
- Kukoc, que ya.
- ¿Ya?
- Acaba de faltar la mamá.
- Vaya... Bufff... Voy a ver cuándo puedo volver a Valencia. A ver el horario de trenes ¿El entierro es hoy?
- No creo. Reyrata se está encargando de la logística con el enterrador. Pero vente en cuanto puedas.
Dejé a Kukoc organizando su trabajo para estar ausente hasta la semana siguiente, y en esto llamó Reyrata.
- Alfor, ¿dónde estás?
- En casa.
- ¿La tuya?
- No, con el papá.
- Voy para allá. Aquí ya lo tengo arreglado.
Hora y pico después, los tres hermanos y mi padre estábamos en casa, con la incómoda presencia del sillón vacío que había sido de mi madre. Decidí sentarme en él como si fuera propio, para no dar lugar a malos rollos; al fin y al cabo, uno es el primogénito y tiene que tomar iniciativas claras y, cuanto antes se ocupase el sillón vacío, mejor y menos lloros.
En el hospital, los momentos posteriores al fallecimiento fueron como todos. El agente comercial de pompas fúnebres de por allí se acercó a Reyrata para ofrecerle precio, pero el funeral lo iba a organizar Felipe sí o sí y, en efecto, al poco tiempo lo teníamos todo arreglado. Al día siguiente, viernes, a las cinco de la tarde, en la iglesia parroquial de Benicountrí y, de allí, al cementerio.
Yo me fui encargando de avisar a la familia, incluida a la tía Amparo y los quince minutos de teléfono de rigor, para desesperación de mi padre.
- Oye, - dijo Kukoc a Reyrata - ¿tú cómo vas a ir vestido?
- ¿Yo? Pues con polo y pantalón. Creo que tengo un pantalón largo por ahí.
- A ver si encuentro un pantalón que no sea de chándal...
- ¿Y tú? - me preguntó Reyrata.
- Hombre, yo pensaba ir de traje. Me fui al aeropuerto directo desde el trabajo, así que ya iba preparado.
De hecho, sabiendo lo que podía pasar, tomé la precaución de ir al trabajo con una camisa blanca y un traje y corbata negros, que ahora me venían al pelo.
- Bueno, pues tú vas representando.
- Vale.
- Por cierto, que estuve viendo el calendario de carreras.
- ¿Carreras?
- El domingo por la mañana es la volta a peu de Benicountrí.
- Ah...
- La podíamos correr.
- A la marcheta, que llevamos seis noches medio en blanco. Pero vale, podemos ir juntos.
- Yo me ocupo de inscribirnos - concluyó Kukoc.
La siguiente hora se me pasó buscando un billete de avión de vuelta a Bruselas, ahora que ya sabía a qué atenerme, y avisando también a Alfina, en Bruselas, y Abi, en Madrid. Nos íbamos a reunir todos el sábado, así que me iba a tocar organizar una misa funeral en Valencia para el sábado.
Menos mal que uno tiene mano con el clero local, pero de la logística funeraria y de lo que sucedió a continuación tocará escribir en otro momento, no en éste, en que es tarde y corresponde ir a descansar.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
domingo, 28 de abril de 2019
jueves, 25 de abril de 2019
Delft
Delft es una ciudad sumamente coqueta, situada de camino hacia Ámsterdam. Aunque sus días de gloria quedaran atrás, y hoy sea una ciudad más bien modesta, con sus cien mil raspados habitantes, ha vivido tiempos en los que fue un lugar muy destacado.
Dentro de la ciudad, lo destacado es el centro de la misma, en el que descollan sus dos iglesias principales: la oude kerk, o iglesia vieja, y la nieuwe kerk, o iglesia nueva. No, no se han roto mucho la cabeza para ponerles nombre: efectivamente, la iglesia vieja es del siglo XIII, y la nueva (que entretanto tampoco es tan nueva) se termino de construir a mediados del siglo XV.
Sin embargo, nosotros comenzamos la visita por la iglesia nueva, por la sencilla razón de que la encontramos antes según salimos del aparcamiento público del mercado. Y la verdad es que la iglesia nueva impresiona. Hasta 1572, era la iglesia católica de Santa María y Santa Úrsula, pero, ese año, las cosas se pusieron feas para los católicos que vivían en el norte de los Países Bajos, y Delft fue desde el principio uno de los apoyos más fuertes de los rebeldes, hasta el punto de que Guillermo de Nassau, el Taciturno, jefe de los mismos, escogió Delft como su residencia, y efectivamente vivió allí hasta 1584, en que fue asesinado por Balthazar Gérard.
Los Nassau eran tradicionalmente enterrados en Breda, pero Breda estaba en poder del rey, así que le buscaron otro lugar, y ese lugar era el que tenían más a mano: la propia Delft, y más concretamente la iglesia nueva. Y, como quien comienza una tradición, allí están los restos mortales de los Nassau desde el traidorzuelo de Guillermo el Taciturno hasta nuestros días. La iglesia presenta al visitante una coqueta exposición de los Nassau, y más parece un museo que una iglesia, pero bueno, consta que todavía funciona dos veces a la semana como iglesia protestante, ya sin las advocaciones originales a Santa María y Santa Úrsula, porque los protestantes ya se sabe que tuercen el gesto cuando se oyen hablar de la Virgen y de los santos.
A Balthazar Gérard, el asesino del Taciturno, las cosas no le fueron muy allá. No logró escapar y los orangistas lo sometieron a tormentos durísimos, incluyendo el despellejamiento y el descuartizamiento, hasta que murió cuatro días después de su propio crimen.
¿Quién era Balthazar Gérard? Bueno, eso lo dejaremos para otra ocasión, así como también dejaremos para otra ocasión la continuación del recorrido por Delft, que nos llevará a la iglesia vieja, que no por ser vieja es menos interesante, sino todo lo contrario. Lo veremos pronto, pero no ahora, porque ahora se ha hecho un poco tarde.
Dentro de la ciudad, lo destacado es el centro de la misma, en el que descollan sus dos iglesias principales: la oude kerk, o iglesia vieja, y la nieuwe kerk, o iglesia nueva. No, no se han roto mucho la cabeza para ponerles nombre: efectivamente, la iglesia vieja es del siglo XIII, y la nueva (que entretanto tampoco es tan nueva) se termino de construir a mediados del siglo XV.
Sin embargo, nosotros comenzamos la visita por la iglesia nueva, por la sencilla razón de que la encontramos antes según salimos del aparcamiento público del mercado. Y la verdad es que la iglesia nueva impresiona. Hasta 1572, era la iglesia católica de Santa María y Santa Úrsula, pero, ese año, las cosas se pusieron feas para los católicos que vivían en el norte de los Países Bajos, y Delft fue desde el principio uno de los apoyos más fuertes de los rebeldes, hasta el punto de que Guillermo de Nassau, el Taciturno, jefe de los mismos, escogió Delft como su residencia, y efectivamente vivió allí hasta 1584, en que fue asesinado por Balthazar Gérard.
Los Nassau eran tradicionalmente enterrados en Breda, pero Breda estaba en poder del rey, así que le buscaron otro lugar, y ese lugar era el que tenían más a mano: la propia Delft, y más concretamente la iglesia nueva. Y, como quien comienza una tradición, allí están los restos mortales de los Nassau desde el traidorzuelo de Guillermo el Taciturno hasta nuestros días. La iglesia presenta al visitante una coqueta exposición de los Nassau, y más parece un museo que una iglesia, pero bueno, consta que todavía funciona dos veces a la semana como iglesia protestante, ya sin las advocaciones originales a Santa María y Santa Úrsula, porque los protestantes ya se sabe que tuercen el gesto cuando se oyen hablar de la Virgen y de los santos.
A Balthazar Gérard, el asesino del Taciturno, las cosas no le fueron muy allá. No logró escapar y los orangistas lo sometieron a tormentos durísimos, incluyendo el despellejamiento y el descuartizamiento, hasta que murió cuatro días después de su propio crimen.
¿Quién era Balthazar Gérard? Bueno, eso lo dejaremos para otra ocasión, así como también dejaremos para otra ocasión la continuación del recorrido por Delft, que nos llevará a la iglesia vieja, que no por ser vieja es menos interesante, sino todo lo contrario. Lo veremos pronto, pero no ahora, porque ahora se ha hecho un poco tarde.
martes, 23 de abril de 2019
La semana más larga (VIII): Diplomacia
Por el cónclave de la cama de al lado, la 7.1, debió pasar la totalidad de la diáspora de Enguídanos residente en Valencia. A decir verdad, me llevé la impresión de que prácticamente toda la diáspora se limitaba a reunirse junto a la cama, pero mucho menos a preocuparse por el estado de su ocupante. Salvo una joven, que sí mostró cierto interés e incluso conversó con ella brevemente con una sonrisa, el resto de las asistentes se limitó a despellejar a sus convecinos, y la voz cantante la llevaba la misma persona, que evidentemente tenía cierto ascendiente sobre el resto.
Sin embargo, a medida que se acercaba la hora de retirarse, el cónclave de Enguídanos fue desvaneciéndose paulatinamente, hasta no quedar nadie, y entonces fue cuando apareció, a poco de irse la última contertulia, el hijo de la paciente, que era quien iba a pasar la noche con su madre.
Yo, entretanto, me había enterado, muy a mi pesar, de todos los cotilleos de Enguídanos, merced a los esfuerzos de la llamada Emilia, que no había dejado títere con cabeza a lo largo de la tertulia. La tal Emilia resultó ser hermana de mi acompañante y, por tanto, hija de la paciente, y era quien me había dejado la cabeza como un bombo de tanto comadrear con sus compinches.
- ¿Qué tal? - pregunté a mi compañero.
- Vamos a ver cómo pasamos la noche.
- Vamos a ver.
Mi madre seguía como el primer día, salvo que las llagas iban avanzando. La de mi compañero seguía respirando con fuerza, o quizás fueran ronquidos. En todo caso, los dos no tardamos en atenuar las luces y en rendirnos al sueño.
* * *
El despertar en un hospital, incluso tras una noche relativamente buena, es inquietante. Para empezar, porque las noches son buenas únicamente en términos relativos; el sillón es duro e incómodo, las enfermeras entran y salen según sus propias reglas, y nunca se sabe cuándo va a pasar algo. Uno desearía estar en otro lugar, pero debe permanecer en ése.
Como a las siete de la mañana de ese jueves, 13 de septiembre, abrí los ojos, tomé mi ropa, me levanté y me fui al baño a quitarme el pijama y vestirme. Luego salí al pasillo a estirar las piernas, tras asegurarme de que mi madre seguía sin novedad.
Tras hacer unos ejercicios de estiramientos ante la mirada indiferente de las enfermeras que pasaban a mi lado, volví a entrar en la habitación. Mi compañero estaba de pie mirando a su madre.
La cual había interrumpido sus ronquidos, o su respiración fuerte, no lo sé.
- No oigo su respiración - dijo.
Me quedé mirándola, y luego miré a mi compañero.
- Yo tampoco.
- ¿Qué puedo hacer?
Me acerqué a su madre, la observé un momento y le puse la mano cerca de su boca y su nariz. No noté absolutamente nada.
- Voy a avisar a la mesa - dije.
Salí de la habitación, y en tres zancadas me planté en el control.
- ¿Pueden venir a la habitación siete? Creo que hay una paciente que puede haber faltado.
La enfermera me miró con aire yo diría que esperanzado.
- ¿Sí? ¿La paciente de la siete dos?
Le faltó decir '¡por fin!'.
- No. Es la paciente de la siete uno.
- Ah... vaya... bueno, ahora llamo al médico.
Volví a la habitación. El de Enguídanos estaba desconcertado y no sabía qué hacerse.
- He avisado en control. Van a llamar al médico.
- ¿Se habrá muerto?
Le miré.
- Es posible.
Enseguida llegó el médico, con el desaliño de costumbre, miró a la paciente, le tomó el pulso y la auscultó brevemente y, meneando la cabeza de lado a lado, se dirigió al de Enguídanos.
- Sí. En efecto, ha fallecido.
- ¿Cómo?
- No tiene pulso.
Mi compañero se quedó callado, muy callado.
- ¿Sabe lo que tiene que hacer ahora?
- No, yo no tengo ni idea...
- Le explico. Yo le voy a extender un certificado médico...
El médico le explicó a mi compañero lo que tenía que hacer. No tardaría una funeraria en presentarse y hacerle una oferta para trasladar los restos de su madre a Enguídanos y darles allí sepultura. Pero, entretanto, el médico nos pidió que saliéramos de la habitación, y los operarios se pusieron a hacer sus funciones y a preparar el cadáver.
En el pasillo, mi compañero seguía afectado, a pesar de su natural rústico.
- No esperaba yo que esto se produjera así...
- Ánimo.
- Es que... era mi madre.
- Claro.
En esto llegó Reyraya, que venía a relevarme.
- Reyrata, que aquí la madre del señor ha faltado ahora mismo.
- ¡QUÉ SUERTE TIENES! - espetó mi hermano levantando los brazos.
No, la diplomacia nunca ha sido el fuerte de Reyrata. Yo traté de hacerle signos de que bajará el tono, pero mi hermano se había venido arriba.
- Que sí, que tienes suerte. Fíjate nosotros, que llevamos una semana aquí mano sobre mano, y nada. Tú, al menos, ya lo tienes todo arreglado. Yo me cambiaba por ti enseguida.
Visto así, Reyrata podría ser que estuviera en lo cierto, pero, joroba, tampoco es cosa de decir según que frases a un señor que acaba de quedarse huérfano y que visiblemente quería mucho a su madre.
Seguimos conversando un rato, yo dando ánimo al de Enguídanos a mi manera, y Reyrata a la suya, sin saber muy bien quién tenía más éxito, hasta que decidí que ya estaba bien y me fui a descansar un rato.
Iba a ser un día largo.
Sin embargo, a medida que se acercaba la hora de retirarse, el cónclave de Enguídanos fue desvaneciéndose paulatinamente, hasta no quedar nadie, y entonces fue cuando apareció, a poco de irse la última contertulia, el hijo de la paciente, que era quien iba a pasar la noche con su madre.
Yo, entretanto, me había enterado, muy a mi pesar, de todos los cotilleos de Enguídanos, merced a los esfuerzos de la llamada Emilia, que no había dejado títere con cabeza a lo largo de la tertulia. La tal Emilia resultó ser hermana de mi acompañante y, por tanto, hija de la paciente, y era quien me había dejado la cabeza como un bombo de tanto comadrear con sus compinches.
- ¿Qué tal? - pregunté a mi compañero.
- Vamos a ver cómo pasamos la noche.
- Vamos a ver.
Mi madre seguía como el primer día, salvo que las llagas iban avanzando. La de mi compañero seguía respirando con fuerza, o quizás fueran ronquidos. En todo caso, los dos no tardamos en atenuar las luces y en rendirnos al sueño.
* * *
El despertar en un hospital, incluso tras una noche relativamente buena, es inquietante. Para empezar, porque las noches son buenas únicamente en términos relativos; el sillón es duro e incómodo, las enfermeras entran y salen según sus propias reglas, y nunca se sabe cuándo va a pasar algo. Uno desearía estar en otro lugar, pero debe permanecer en ése.
Como a las siete de la mañana de ese jueves, 13 de septiembre, abrí los ojos, tomé mi ropa, me levanté y me fui al baño a quitarme el pijama y vestirme. Luego salí al pasillo a estirar las piernas, tras asegurarme de que mi madre seguía sin novedad.
Tras hacer unos ejercicios de estiramientos ante la mirada indiferente de las enfermeras que pasaban a mi lado, volví a entrar en la habitación. Mi compañero estaba de pie mirando a su madre.
La cual había interrumpido sus ronquidos, o su respiración fuerte, no lo sé.
- No oigo su respiración - dijo.
Me quedé mirándola, y luego miré a mi compañero.
- Yo tampoco.
- ¿Qué puedo hacer?
Me acerqué a su madre, la observé un momento y le puse la mano cerca de su boca y su nariz. No noté absolutamente nada.
- Voy a avisar a la mesa - dije.
Salí de la habitación, y en tres zancadas me planté en el control.
- ¿Pueden venir a la habitación siete? Creo que hay una paciente que puede haber faltado.
La enfermera me miró con aire yo diría que esperanzado.
- ¿Sí? ¿La paciente de la siete dos?
Le faltó decir '¡por fin!'.
- No. Es la paciente de la siete uno.
- Ah... vaya... bueno, ahora llamo al médico.
Volví a la habitación. El de Enguídanos estaba desconcertado y no sabía qué hacerse.
- He avisado en control. Van a llamar al médico.
- ¿Se habrá muerto?
Le miré.
- Es posible.
Enseguida llegó el médico, con el desaliño de costumbre, miró a la paciente, le tomó el pulso y la auscultó brevemente y, meneando la cabeza de lado a lado, se dirigió al de Enguídanos.
- Sí. En efecto, ha fallecido.
- ¿Cómo?
- No tiene pulso.
Mi compañero se quedó callado, muy callado.
- ¿Sabe lo que tiene que hacer ahora?
- No, yo no tengo ni idea...
- Le explico. Yo le voy a extender un certificado médico...
El médico le explicó a mi compañero lo que tenía que hacer. No tardaría una funeraria en presentarse y hacerle una oferta para trasladar los restos de su madre a Enguídanos y darles allí sepultura. Pero, entretanto, el médico nos pidió que saliéramos de la habitación, y los operarios se pusieron a hacer sus funciones y a preparar el cadáver.
En el pasillo, mi compañero seguía afectado, a pesar de su natural rústico.
- No esperaba yo que esto se produjera así...
- Ánimo.
- Es que... era mi madre.
- Claro.
En esto llegó Reyraya, que venía a relevarme.
- Reyrata, que aquí la madre del señor ha faltado ahora mismo.
- ¡QUÉ SUERTE TIENES! - espetó mi hermano levantando los brazos.
No, la diplomacia nunca ha sido el fuerte de Reyrata. Yo traté de hacerle signos de que bajará el tono, pero mi hermano se había venido arriba.
- Que sí, que tienes suerte. Fíjate nosotros, que llevamos una semana aquí mano sobre mano, y nada. Tú, al menos, ya lo tienes todo arreglado. Yo me cambiaba por ti enseguida.
Visto así, Reyrata podría ser que estuviera en lo cierto, pero, joroba, tampoco es cosa de decir según que frases a un señor que acaba de quedarse huérfano y que visiblemente quería mucho a su madre.
Seguimos conversando un rato, yo dando ánimo al de Enguídanos a mi manera, y Reyrata a la suya, sin saber muy bien quién tenía más éxito, hasta que decidí que ya estaba bien y me fui a descansar un rato.
Iba a ser un día largo.
sábado, 20 de abril de 2019
Más cofradías
La cosa es más compleja de lo que parece a simple vista. Cuando uno se fija un poco más, descubre que, aunque la cofradía más numerosa (al menos, la más activa) es la de los peces amarillos, y le sigue en actividad, a mucha distancia, eso sí, la de los motivos rojos, hay una tercera cofradía que aparece ocasionalmente: la morada.
Posiblemente se trate de una cofradía especialmente ascética, que utiliza el color morado, propio de liturgia de la Cuaresma, y característico de un tiempo de espera y penitencia. Técnicamente, la Cuaresma ha terminado, y estamos a la espera del alegre tiempo de la Pascua, pero el morado queda ahí, como un silencioso recuerdo de que los cristianos siempre estamos en tiempo de preparación, espera y penitencia. Eso sí, en Pascua me parece un color un poco inoportuno.
Y luego queda una cofradía minoritaria, que utiliza el negro, y sobre cuyas intenciones no queda sino elucubrar.
Sólo se me ocurre que sea una cofradía de exiliados belgas que enarbolan con orgullo la bandera de su país y que han aprovechado la guerra cromática de las cofradías barcelonesas para echar su tercio a espadas y meter los colores belgas entre los adornos barceloneses de Semana Santa. Esto sería plausible si hubiese alguien en Bélgica que enarbolara su bandera con orgullo, pero me temo que no he encontrado yo todavía a alguien así.
* * *
Barcelona mola. Es una ciudad estupenda, con cosas más que dignas de verse, y además abarcable, incluso a pie; llena de contrastes y de rincones sorprendentes. Pero también es el teatro de una lucha soterrada entre las cofradías de Semana Santa que la habitan y que tiene pinta de no terminar en mucho tiempo. No es la primera vez. Los aficionados a la historia podemos recordar el conflicto entre la Busca y la Biga, a principios del siglo XV, que llevó a la guerra civil catalana de 1462-1472 y, ya desde antes, al fin de la preponderancia de Barcelona en la Corona de Aragón y al apogeo paralelo de Valencia, que vivió entonces su siglo de oro.
Como no soy profeta, no sé cómo va a terminar esto en el siglo XXI, y si las posturas de unos y otros van a acercarse o van a seguir como están. De momento, no está de más recordar que Cataluña es, con enorme diferencia, la región española que ha visto más guerras civiles a lo largo de su historia, y que tiene una tradición de enfrentamientos menores (que no llegan a guerra civil, pero no les van mucho a la zaga) que la convierten fatalmente en candidata número uno a resolver por las malas sus problemas internos y a desoír los intentos de pacificación que se produzcan, mientras unos y otros echan las culpas a los otros de sus propios problemas.
Esperemos que no sea así, pero no lo tengo muy claro.
* * *
Y hasta aquí llega nuestra estancia en Barcelona, con el firme propósito de volver a visitar todo lo que queda por ver y que es muchísimo. Pero eso será en otra ocasión, porque hoy se hace tarde.
Posiblemente se trate de una cofradía especialmente ascética, que utiliza el color morado, propio de liturgia de la Cuaresma, y característico de un tiempo de espera y penitencia. Técnicamente, la Cuaresma ha terminado, y estamos a la espera del alegre tiempo de la Pascua, pero el morado queda ahí, como un silencioso recuerdo de que los cristianos siempre estamos en tiempo de preparación, espera y penitencia. Eso sí, en Pascua me parece un color un poco inoportuno.
Y luego queda una cofradía minoritaria, que utiliza el negro, y sobre cuyas intenciones no queda sino elucubrar.
Sólo se me ocurre que sea una cofradía de exiliados belgas que enarbolan con orgullo la bandera de su país y que han aprovechado la guerra cromática de las cofradías barcelonesas para echar su tercio a espadas y meter los colores belgas entre los adornos barceloneses de Semana Santa. Esto sería plausible si hubiese alguien en Bélgica que enarbolara su bandera con orgullo, pero me temo que no he encontrado yo todavía a alguien así.
* * *
Barcelona mola. Es una ciudad estupenda, con cosas más que dignas de verse, y además abarcable, incluso a pie; llena de contrastes y de rincones sorprendentes. Pero también es el teatro de una lucha soterrada entre las cofradías de Semana Santa que la habitan y que tiene pinta de no terminar en mucho tiempo. No es la primera vez. Los aficionados a la historia podemos recordar el conflicto entre la Busca y la Biga, a principios del siglo XV, que llevó a la guerra civil catalana de 1462-1472 y, ya desde antes, al fin de la preponderancia de Barcelona en la Corona de Aragón y al apogeo paralelo de Valencia, que vivió entonces su siglo de oro.
Como no soy profeta, no sé cómo va a terminar esto en el siglo XXI, y si las posturas de unos y otros van a acercarse o van a seguir como están. De momento, no está de más recordar que Cataluña es, con enorme diferencia, la región española que ha visto más guerras civiles a lo largo de su historia, y que tiene una tradición de enfrentamientos menores (que no llegan a guerra civil, pero no les van mucho a la zaga) que la convierten fatalmente en candidata número uno a resolver por las malas sus problemas internos y a desoír los intentos de pacificación que se produzcan, mientras unos y otros echan las culpas a los otros de sus propios problemas.
Esperemos que no sea así, pero no lo tengo muy claro.
* * *
Y hasta aquí llega nuestra estancia en Barcelona, con el firme propósito de volver a visitar todo lo que queda por ver y que es muchísimo. Pero eso será en otra ocasión, porque hoy se hace tarde.
jueves, 18 de abril de 2019
Lenguas
Hacía tiempo que no venía por Barcelona. La última vez que estuve por aquí, hace ya quizá diez años, se oía hablar catalán y castellano, más o menos a partes iguales. Es verdad que, en aquel entonces, yo estaba en la ciudad por motivos estrictamente laborables, y no frecuentaba las atracciones turísticas, no como ahora, que no tengo ninguna obligación, y que estoy aquí dejándome los cuartos en los monumentos de la ciudad. Los cuartos que me dejo son una enormidad: realmente es cierto lo que se dice, y Barcelona es bonita, pero nada barata, entiendo que porque puede permitírselo.
Mi impresión es que castellano se sigue hablando más o menos en la misma proporción que hace diez años. Catalán, me parece algo menos frecuente que entonces, pero quizá sea por la zona de la ciudad en que me encuentro.
Lo que me parece brutal es lo del inglés.
No ya es que haya un montonazo de turistas que hablen inglés por ser ésta su lengua materna; también hemos oído todo tipo de lenguas, desde francés, pasando por el portugués, hasta el ruso.
Lo que ya es preocupante es que el personal de los sitios que hemos ido a visitar pase de dirigirse a uno en castellano, sino que va directamente al inglés. No sé si ha quedado claro hasta ahora que, aunque me considero bastante buen hablante de inglés, y de hecho una buena parte de mi trabajo se desarrolla en esta lengua, eso de que se convierta en la lingua franca de toda la humanidad me hace poquísima gracia, y que la gente se dirija a mí en inglés, como si tuviera la obligación de hablarlo, me pone de los nervios. No, por mucho tiempo que lleve en el extranjero, no me he hecho ni un poquito mundialista.
Uno llega, por ejemplo, a la Catedral de Barcelona y, tras una visita minuciosa, intenta acceder al recinto donde se guardan unos pergaminos medievales, y en los que hay un vigilante.
- Where is your ticket? - me pregunta.
- I don't have it now. My wife has got it. - respondo automáticamente, sin pensar que mi interlocutor, por su aspecto, es completamente indígena, y yo casi, y no tiene ninguna lógica que conversemos en inglés.
Voy a recuperar mi entrada, encuentro a Abi por el camino, y volvemos a ver los pergaminos, y nos ponemos a descifrarlos, y aprovechamos para darle un repaso a la letra cortesana del siglo XV. Después de todo, Abi, como estudiante de Historia, se las va a ver con ella dentro de poco.
A la salida, pasamos de nuevo por el mostrador del vigilante, que parece aburrido, así que aprovecho para conversar con él.
- Oiga, ¿de verdad tenemos pinta de extranjeros? Es que no sólo es usted, es que todo el mundo nos habla en inglés.
El vigilante nos mira y dice:
- Bueno, es la costumbre.
Luego mira a Abi y añade:
- Bueno, ella sí parece de fuera.
No le falta razón. Abi, que cuando comenzó esta bitácora tenía seis añitos, se ha convertido en una real moza de diecinueve años, teñida de rubio, con trenzas nórdicas, ojos azules y, a despecho de los casi dos años que lleva en España y de su sangre y orígenes exclusivamente españoles, un aspecto muy poco racial.
- Así que eres tú... - le digo.
- Eh, mírate tú también - me espeta, con poquísimos miramientos hacia la autoridad, que es probablemente lo que hacía falta para la ocasión.
Llevado el caso al cónclave familiar, la conclusión es que también yo tengo una pinta de guiri que no puedo con ella. Al menos, de turista, guiri o no. Gasto una poblada barba, una camisa malva muy poco española (camisa que me regalaron, yo no tengo nada que ver), y una mochila, por lo visto, delatora.
E, imagino, llevo fuera de España, con las intermitencias que me quiera, más de veinticinco años. Algo se me habrá quedado de extranjería.
Aun así, no me gusta que se me dirijan en inglés. Antes de llegar a los sitios, y procurando que los vigilantes y controladores me escuchen, digo una frase en castellano. Algunos advierten este hecho y se me dirigen en mi lengua, que es también la suya (bueno, menos un vigilante de la Catedral, que era francés y, aún así, se las arregló para informarnos en español). Otros, quiero pensar que por costumbre, están tan hechos a interpelar a los visitantes en inglés, y sólo utilizar el catalán o el castellano cuando hablan con sus compañeros, que no se dan cuenta de nada, y así se me dirigen en inglés, una y otra vez.
En fin. Razón tiene Ro cuando dice que me calme, que no hay para tanto, que bastante tienen los vigilantes con su trabajo y con meter en cintura a las masas de turistas que infestamos la ciudad, para encima ponerse exquisitos y exigir que hagan distingos entre los nacionales y los extranjeros.
Así que trataré de resistir a la tentación de responder en francés cuando me interpelen en inglés, a ver qué pasa y quién es más chulo pasando de una lengua a la siguiente.
Mi impresión es que castellano se sigue hablando más o menos en la misma proporción que hace diez años. Catalán, me parece algo menos frecuente que entonces, pero quizá sea por la zona de la ciudad en que me encuentro.
Lo que me parece brutal es lo del inglés.
No ya es que haya un montonazo de turistas que hablen inglés por ser ésta su lengua materna; también hemos oído todo tipo de lenguas, desde francés, pasando por el portugués, hasta el ruso.
Lo que ya es preocupante es que el personal de los sitios que hemos ido a visitar pase de dirigirse a uno en castellano, sino que va directamente al inglés. No sé si ha quedado claro hasta ahora que, aunque me considero bastante buen hablante de inglés, y de hecho una buena parte de mi trabajo se desarrolla en esta lengua, eso de que se convierta en la lingua franca de toda la humanidad me hace poquísima gracia, y que la gente se dirija a mí en inglés, como si tuviera la obligación de hablarlo, me pone de los nervios. No, por mucho tiempo que lleve en el extranjero, no me he hecho ni un poquito mundialista.
Uno llega, por ejemplo, a la Catedral de Barcelona y, tras una visita minuciosa, intenta acceder al recinto donde se guardan unos pergaminos medievales, y en los que hay un vigilante.
- Where is your ticket? - me pregunta.
- I don't have it now. My wife has got it. - respondo automáticamente, sin pensar que mi interlocutor, por su aspecto, es completamente indígena, y yo casi, y no tiene ninguna lógica que conversemos en inglés.
Voy a recuperar mi entrada, encuentro a Abi por el camino, y volvemos a ver los pergaminos, y nos ponemos a descifrarlos, y aprovechamos para darle un repaso a la letra cortesana del siglo XV. Después de todo, Abi, como estudiante de Historia, se las va a ver con ella dentro de poco.
A la salida, pasamos de nuevo por el mostrador del vigilante, que parece aburrido, así que aprovecho para conversar con él.
- Oiga, ¿de verdad tenemos pinta de extranjeros? Es que no sólo es usted, es que todo el mundo nos habla en inglés.
El vigilante nos mira y dice:
- Bueno, es la costumbre.
Luego mira a Abi y añade:
- Bueno, ella sí parece de fuera.
No le falta razón. Abi, que cuando comenzó esta bitácora tenía seis añitos, se ha convertido en una real moza de diecinueve años, teñida de rubio, con trenzas nórdicas, ojos azules y, a despecho de los casi dos años que lleva en España y de su sangre y orígenes exclusivamente españoles, un aspecto muy poco racial.
- Así que eres tú... - le digo.
- Eh, mírate tú también - me espeta, con poquísimos miramientos hacia la autoridad, que es probablemente lo que hacía falta para la ocasión.
Llevado el caso al cónclave familiar, la conclusión es que también yo tengo una pinta de guiri que no puedo con ella. Al menos, de turista, guiri o no. Gasto una poblada barba, una camisa malva muy poco española (camisa que me regalaron, yo no tengo nada que ver), y una mochila, por lo visto, delatora.
E, imagino, llevo fuera de España, con las intermitencias que me quiera, más de veinticinco años. Algo se me habrá quedado de extranjería.
Aun así, no me gusta que se me dirijan en inglés. Antes de llegar a los sitios, y procurando que los vigilantes y controladores me escuchen, digo una frase en castellano. Algunos advierten este hecho y se me dirigen en mi lengua, que es también la suya (bueno, menos un vigilante de la Catedral, que era francés y, aún así, se las arregló para informarnos en español). Otros, quiero pensar que por costumbre, están tan hechos a interpelar a los visitantes en inglés, y sólo utilizar el catalán o el castellano cuando hablan con sus compañeros, que no se dan cuenta de nada, y así se me dirigen en inglés, una y otra vez.
En fin. Razón tiene Ro cuando dice que me calme, que no hay para tanto, que bastante tienen los vigilantes con su trabajo y con meter en cintura a las masas de turistas que infestamos la ciudad, para encima ponerse exquisitos y exigir que hagan distingos entre los nacionales y los extranjeros.
Así que trataré de resistir a la tentación de responder en francés cuando me interpelen en inglés, a ver qué pasa y quién es más chulo pasando de una lengua a la siguiente.
martes, 16 de abril de 2019
Cofradías
En Barcelona, hay una curiosa rivalidad entre cofradías de Semana Santa. Así como en la última entrada vimos los signos ideográficos ictiformes que unos pintan en el suelo, y que nos evoca la simbología paleocristiana, resulta que varios de esos signos están alterados, supongo que por una cofradía alternativa, de manera bastante llamativa.
La cofradía en cuestión, en lugar de utilizar el gualda en sus adornos, emplea exclusivamente el rojo, y se dedica a completar el signo con distintos motivos, en un guiño cómplice cromático a sus colegas de la otra cofradía.
Qué bien se lo pasan los cófrades barceloneses...
La cofradía en cuestión, en lugar de utilizar el gualda en sus adornos, emplea exclusivamente el rojo, y se dedica a completar el signo con distintos motivos, en un guiño cómplice cromático a sus colegas de la otra cofradía.
Qué bien se lo pasan los cófrades barceloneses...
domingo, 14 de abril de 2019
Peces
Visitar Barcelona siempre es una experiencia interesante. Es la cuarta vez que la visito, sin contar la tira de veces que he estado de paso, pero la primera vez que lo hago viniendo desde Bruselas.
La primera conclusión a la que he llegado es que, en Semana Santa, los barceloneses adornan sus aceras con un motivo que recuerda el ideograma de un pez. Probablemente una alusión al cristianismo primitivo.
La primera conclusión a la que he llegado es que, en Semana Santa, los barceloneses adornan sus aceras con un motivo que recuerda el ideograma de un pez. Probablemente una alusión al cristianismo primitivo.
jueves, 11 de abril de 2019
La semana más larga (VII): Enguídanos
El nuevo acompañante parecía una persona muy considerada. Como quedó dicho en la entrada anterior, era de aspecto tosco y sencillo, pero el aspecto es una cosa, y otra las cualidades que adornan a las personas. En este caso, el acompañante procuró claramente no molestarme y, limitándose a saludar, se dispuso a acomodarse sobre su sillón-cama como mejor supo, de manera que pudimos pasar la noche razonablemente bien, teniendo en cuenta los ronquidos, o la respiración fuerte, de la paciente, que resultó ser su madre.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos que pasara el médico, ya trabamos conversación.
- ¿Cómo está? - dijo mi interlocutor, señalando a mi madre.
- Está sedada e inconsciente - respondí -. No nos dan esperanzas.
- ¿De verdad? - me preguntó con genuino asombro.
- Bueno, es lo que sucede en este pasillo. Son casos terminales.
- Ah, no lo sabía - y el hombre miró a su madre, que se estaba despertando y que, francamente, no parecía en las últimas.
- ¿Y cómo está la suya? - pregunté a mi vez.
- Es mi madre. Yo la veo bastante bien. Es verdad que respira fuerte. Se diría que ronca. Pero no sabía que fuésemos terminales.
En estas estábamos cuando apareció Reyrata, que venía a relevarme. Le expliqué las aventuras de la noche, el fallecimiento de la paciente anterior, y la llegada de la siguiente, cuyo hijo era el señor que me acompañaba.
- ¿Y son ustedes de Valencia? - pregunté.
- Llevamos muchos años viviendo aquí, pero en realidad somos de Enguídanos, que está en Cuenca.
Se veía venir. El aspecto y el acento concordaban.
- ¿Y cómo está su madre?
- Yo creo que bastante bien.
Reyrata y yo nos miramos.
- En este pasillo no suele haber gente que esté bastante bien - dije.
- Es la unidad de paliativos - añadió Reyrata.
- ¡Anda! - exclamó el de Enguídanos, al que visiblemente le dio un escalofrío.
- Pero, bueno, igual es que no tenían camas en la unidad donde le tocara, y la han traído aquí, que había sitio.
- Será eso... - repuso el de Enguídanos, más tranquilo.
Poco después, pasó de nuevo el médico, el mismo de la víspera, con su aspecto descuidado. Nos hizo salir mientras examinaba a los enfermos, y luego se nos acercó.
- ¿Qué tal?
- Bien, bien...
Me pregunto qué habrá que hacer para estar mal.
- Aparentemente -continuó el médico- no está sufriendo, pero esas llagas que tiene son tremendas. Le voy a aumentar un poco la sedación para asegurarnos de que no le duele. Vamos, que igual podría no hacerlo, pero prefiero estar seguro.
Los dos hermanos asentimos. Recordando este episodio meses después, me acecha la duda de si el médico no querría acelerar el desenlace, aunque fuera un poquito, al pensar que aquello ya estaba durando demasiado. Así como así, amanecía el quinto día, y aquello no parecía cambiar.
- ¿Y cree usted que puede durar mucho más?
- Noooo... en cualquier momento puede suceder el éxitus.
Creo que conviene dejar claro que, en la jerga hospitalaria, exitus es latín puro y duro, y no tiene nada que ver con el castellano "éxito", sino con el participio del verbo latino exire, que efectivamente significa salir, pero aquí se usa en el sentido de salir de este mundo. Y, por tanto, también del hospital, dejando así una cama libre.
- ¿Pero cuánto tiempo? - insistimos Reyrata y yo - ¿Horas? ¿Días?
- Claro, es posible.
- ¿Un mes?
- ¡NOOOOOOOO! ¡Eso de ninguna manera!
En fin, supongo que estas previsiones no son fáciles para nadie.
Un rato más tarde, dejé a Reyrata al mando, y yo me fui a casa. En lugar de ponerme a descansar, como quizá hubiera debido, me dediqué a una actividad frenética y a comprar por aquí y por allá cosas que me hacían falta en casa; pasé a ver a mi padre, que no sabía qué hacerse, y por la tarde volví al hospital a relevar a Reyrata.
Atravesé la puerta de la habitación 7, que ya era como mi casa, y vi a un tropel de mujeres agolpadas alrededor de la cama de la vecina. Atravesé el tropel como mejor pude y llegué a la cama 7.2, donde mi madre seguía sin haber movido un músculo desde la mañana, y aun desde que llegué al hospital, y Reyrata leía con aire de fastidio.
- ¿Qué tal?
- Nada.
- ¿Ha dicho algo el médico?
- Lo que has oído esta mañana.
- Bueno, pues te relevo. Ya hago yo la noche, como hasta ahora.
- Venga. Te relevaré mañana, a la hora de siempre.
Reyrata se fue, y yo me puse a leer con calma. Bueno, yo tenía calma, pero la turba que acompañaba a la vecina era otra cosa. Llevaba la voz cantante una mujer entrada en carnes, de ropas tan apretadas que no parecía sino que había engordado tan de repente que no le había dado tiempo de comprar ropa más adecuada a sus volúmenes.
- María nunca debió haberse casado con Andrés. Yo ya se lo dije: "¡No te cases con él!", pero no me hizo caso, y ahora míralos, él sin trabajo, ella casi que tampoco, dos criaturas que alimentar. Y no será porque no estaban avisados, que ese Andrés es un bala perdida. Un bala perdida, Tomasa, que se lo digo yo. Y María es buena chica, pero tiene la cabeza lle-ni-ta de pájaros.
- Que no es tan malo el chico, Emilia. Tiene buena voluntad, pero le salen mal las cosas.
- ¡Un bala perdida, Tomasa! ¡Un bala perdida! ¿Cómo va a mantener un trabajo, si siempre está que si esto, que si lo otro? ¡Así no hay manera! Y yo ya le dije a María que no se casara. Si me hubiera hecho caso, al menos no tendría que cargar con ese fardo, porque ese Andrés es un fardo, que no sirve más que como lastre.
- Pero en la carnecería sí que estuvo un tiempo, cuando nació el segundo.
- ¡Porque le tuvieron lástima! Y porque el carnicero era pariente de su padre y le quiso hacer un favor, pero ¿es que estuvo mucho? ¡Na! Ese bala perdida no aguanta el trabajo serio, Tomasa, no lo aguanta. Y a él no lo aguanta nadie, más que mi María, que es una santa, pero una santa con la cabeza lle-ni-ta de pájaros.
Tomasa y Emilia hubieran seguido discutiendo de las aventuras del bala perdida de Andrés y de la santa de la cabeza lle-ni-ta de pájaros, de no ser por la aparición de un hombre vestido con una bata blanca, que entró en la habitación. Una tira de color blanco cerraba el cuello de su camisa, por debajo de la bata.
Era el capellán. Emilia se quedó mirándolo con cara de disgusto, sin atreverse a seguir las murmuraciones en presencia de un extraño. El capellán entró, pues, tímidamente en la habitación, inclinó su cabeza al grupo que se agolpaba junto a la cama vecina, se abrió paso entre ellos y se acercó a la cama de mi madre. Aunque no era un sacerdote de edad avanzada, ni mucho menos, supongo que le había tocado vivir el rechazo que, cada vez más, despierta su condición en España, frente a los que cada vez somos menos quienes solicitamos su presencia y sus servicios.
- El otro día estuve aquí.
- Sí, padre.
- ¿Cómo sigue?
- Igual. Ni ha recobrado el conocimiento, ni siquiera ha cambiado de postura.
- Es increíble lo que aguanta el cuerpo humano, ¿no?
No sé si es el tipo de reflexión más adecuada para alguien que está en un tris de perder a su madre, pero probablemente el capellán pertenece a la clase de personas para quienes la muerte es una rutina más, y no pueden evitar cierto despego.
Tras una oración, el capellán salió, y el bullicio se reanudó en la cama de al lado, con el ruido de fondo de la respiración ruidosa, o los ronquidos, no sé, de la enferma de la 7.1.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos que pasara el médico, ya trabamos conversación.
- ¿Cómo está? - dijo mi interlocutor, señalando a mi madre.
- Está sedada e inconsciente - respondí -. No nos dan esperanzas.
- ¿De verdad? - me preguntó con genuino asombro.
- Bueno, es lo que sucede en este pasillo. Son casos terminales.
- Ah, no lo sabía - y el hombre miró a su madre, que se estaba despertando y que, francamente, no parecía en las últimas.
- ¿Y cómo está la suya? - pregunté a mi vez.
- Es mi madre. Yo la veo bastante bien. Es verdad que respira fuerte. Se diría que ronca. Pero no sabía que fuésemos terminales.
En estas estábamos cuando apareció Reyrata, que venía a relevarme. Le expliqué las aventuras de la noche, el fallecimiento de la paciente anterior, y la llegada de la siguiente, cuyo hijo era el señor que me acompañaba.
- ¿Y son ustedes de Valencia? - pregunté.
- Llevamos muchos años viviendo aquí, pero en realidad somos de Enguídanos, que está en Cuenca.
Se veía venir. El aspecto y el acento concordaban.
- ¿Y cómo está su madre?
- Yo creo que bastante bien.
Reyrata y yo nos miramos.
- En este pasillo no suele haber gente que esté bastante bien - dije.
- Es la unidad de paliativos - añadió Reyrata.
- ¡Anda! - exclamó el de Enguídanos, al que visiblemente le dio un escalofrío.
- Pero, bueno, igual es que no tenían camas en la unidad donde le tocara, y la han traído aquí, que había sitio.
- Será eso... - repuso el de Enguídanos, más tranquilo.
Poco después, pasó de nuevo el médico, el mismo de la víspera, con su aspecto descuidado. Nos hizo salir mientras examinaba a los enfermos, y luego se nos acercó.
- ¿Qué tal?
- Bien, bien...
Me pregunto qué habrá que hacer para estar mal.
- Aparentemente -continuó el médico- no está sufriendo, pero esas llagas que tiene son tremendas. Le voy a aumentar un poco la sedación para asegurarnos de que no le duele. Vamos, que igual podría no hacerlo, pero prefiero estar seguro.
Los dos hermanos asentimos. Recordando este episodio meses después, me acecha la duda de si el médico no querría acelerar el desenlace, aunque fuera un poquito, al pensar que aquello ya estaba durando demasiado. Así como así, amanecía el quinto día, y aquello no parecía cambiar.
- ¿Y cree usted que puede durar mucho más?
- Noooo... en cualquier momento puede suceder el éxitus.
Creo que conviene dejar claro que, en la jerga hospitalaria, exitus es latín puro y duro, y no tiene nada que ver con el castellano "éxito", sino con el participio del verbo latino exire, que efectivamente significa salir, pero aquí se usa en el sentido de salir de este mundo. Y, por tanto, también del hospital, dejando así una cama libre.
- ¿Pero cuánto tiempo? - insistimos Reyrata y yo - ¿Horas? ¿Días?
- Claro, es posible.
- ¿Un mes?
- ¡NOOOOOOOO! ¡Eso de ninguna manera!
En fin, supongo que estas previsiones no son fáciles para nadie.
Un rato más tarde, dejé a Reyrata al mando, y yo me fui a casa. En lugar de ponerme a descansar, como quizá hubiera debido, me dediqué a una actividad frenética y a comprar por aquí y por allá cosas que me hacían falta en casa; pasé a ver a mi padre, que no sabía qué hacerse, y por la tarde volví al hospital a relevar a Reyrata.
Atravesé la puerta de la habitación 7, que ya era como mi casa, y vi a un tropel de mujeres agolpadas alrededor de la cama de la vecina. Atravesé el tropel como mejor pude y llegué a la cama 7.2, donde mi madre seguía sin haber movido un músculo desde la mañana, y aun desde que llegué al hospital, y Reyrata leía con aire de fastidio.
- ¿Qué tal?
- Nada.
- ¿Ha dicho algo el médico?
- Lo que has oído esta mañana.
- Bueno, pues te relevo. Ya hago yo la noche, como hasta ahora.
- Venga. Te relevaré mañana, a la hora de siempre.
Reyrata se fue, y yo me puse a leer con calma. Bueno, yo tenía calma, pero la turba que acompañaba a la vecina era otra cosa. Llevaba la voz cantante una mujer entrada en carnes, de ropas tan apretadas que no parecía sino que había engordado tan de repente que no le había dado tiempo de comprar ropa más adecuada a sus volúmenes.
- María nunca debió haberse casado con Andrés. Yo ya se lo dije: "¡No te cases con él!", pero no me hizo caso, y ahora míralos, él sin trabajo, ella casi que tampoco, dos criaturas que alimentar. Y no será porque no estaban avisados, que ese Andrés es un bala perdida. Un bala perdida, Tomasa, que se lo digo yo. Y María es buena chica, pero tiene la cabeza lle-ni-ta de pájaros.
- Que no es tan malo el chico, Emilia. Tiene buena voluntad, pero le salen mal las cosas.
- ¡Un bala perdida, Tomasa! ¡Un bala perdida! ¿Cómo va a mantener un trabajo, si siempre está que si esto, que si lo otro? ¡Así no hay manera! Y yo ya le dije a María que no se casara. Si me hubiera hecho caso, al menos no tendría que cargar con ese fardo, porque ese Andrés es un fardo, que no sirve más que como lastre.
- Pero en la carnecería sí que estuvo un tiempo, cuando nació el segundo.
- ¡Porque le tuvieron lástima! Y porque el carnicero era pariente de su padre y le quiso hacer un favor, pero ¿es que estuvo mucho? ¡Na! Ese bala perdida no aguanta el trabajo serio, Tomasa, no lo aguanta. Y a él no lo aguanta nadie, más que mi María, que es una santa, pero una santa con la cabeza lle-ni-ta de pájaros.
Tomasa y Emilia hubieran seguido discutiendo de las aventuras del bala perdida de Andrés y de la santa de la cabeza lle-ni-ta de pájaros, de no ser por la aparición de un hombre vestido con una bata blanca, que entró en la habitación. Una tira de color blanco cerraba el cuello de su camisa, por debajo de la bata.
Era el capellán. Emilia se quedó mirándolo con cara de disgusto, sin atreverse a seguir las murmuraciones en presencia de un extraño. El capellán entró, pues, tímidamente en la habitación, inclinó su cabeza al grupo que se agolpaba junto a la cama vecina, se abrió paso entre ellos y se acercó a la cama de mi madre. Aunque no era un sacerdote de edad avanzada, ni mucho menos, supongo que le había tocado vivir el rechazo que, cada vez más, despierta su condición en España, frente a los que cada vez somos menos quienes solicitamos su presencia y sus servicios.
- El otro día estuve aquí.
- Sí, padre.
- ¿Cómo sigue?
- Igual. Ni ha recobrado el conocimiento, ni siquiera ha cambiado de postura.
- Es increíble lo que aguanta el cuerpo humano, ¿no?
No sé si es el tipo de reflexión más adecuada para alguien que está en un tris de perder a su madre, pero probablemente el capellán pertenece a la clase de personas para quienes la muerte es una rutina más, y no pueden evitar cierto despego.
Tras una oración, el capellán salió, y el bullicio se reanudó en la cama de al lado, con el ruido de fondo de la respiración ruidosa, o los ronquidos, no sé, de la enferma de la 7.1.
jueves, 4 de abril de 2019
La semana más larga (VI): Muerte en Valencia
No es fácil dormir correctamente en un hospital, ni siquiera con una enferma tan poco molesta como estaba resultando ser mi madre en esta ocasión. Su estado seguía estable: inconsciente, sedada, respirando y con suero y oxígeno. Pero los sillones-cama estaban pensados para salir del paso, no para que una persona de mi estatura, edad y peso se pasara día tras día posando sus espaldas contra el mismo, y noche tras noche posando sus espaldas y el resto del cuerpo.
Sin embargo, tras varios días de duermevela, el lunes por la noche estaba durmiendo a pierna suelta, y creo que, de tan cansado como estaba, hubiera dormido sobre un lecho de ortigas, si no hubiera habido otro sitio. Pero no dura mucho la alegría en estos casos, y sería la una de la madrugada cuando sentí unos toquecitos en mi hombro. Me desperté sobresaltado, para encontrarme un enfermero que se me dirigía.
- Salga un rato.
Me incorporé de mala gana y resignado. Además del enfermero, en la habitación había un nutrido grupo de personas, varias de ellas llorando. La vecina de la cama 7.1, a juzgar por todos los indicios, había dejado de respirar pocos minutos antes y su cara estaba cubierta por la sábana de la cama.
Me levanté y salí en pijama de la habitación. Los parientes de la vecina, obviamente, sí que la querían, no como los parientes de la sedienta paciente anterior, y no había quien no estuviera visiblemente apesadumbrado, como poco, o llorando a moco vivo los que más. Entorné los ojos, no habituados a la luz del pasillo, y me apoyé contra la pared con un suspiro, mientras el trasiego de parientes de la vecina continuaba. Entraban en la habitación, y poco después salían con la cabeza gacha.
- Lo lamento mucho - les decía yo a los que iban saliendo.
- Gracias - decían algunos, mientras que otros se limitaban a inclinar un poco la cabeza en señal de aprecio.
- Oye, siento mucho que por culpa nuestra estés aquí tirado en medio del pasillo - dijo uno de los parientes, especialmente considerado con éste su prójimo.
- No pasa nada, peor es lo vuestro - le respondí yo, muy obsequioso.
Unos minutos después, salió de la habitación la camilla entera, con los restos mortales de la vecina, siempre tapados con la sábana, sobre ella, y seguida por toda la procesión de sus parientes, con lo que me quedé en el pasillo sin saber muy bien a qué atenerme. Como nadie volvía a decirme nada, decidí que, puesto que el cadáver ya no estaba ni cerca, y allí no había nadie ni motivo para que lo hubiese, era cuestión de volver a mis sueños y pasar la página de la difunta vecina.
Los parientes de la vecina no parecían terminar de creérselo ¿Se puede estar preparado para una situación como ésta? Supongo que es cuestión de costumbre, y que, lo que para quienes estamos en el hospital como internos o acompañantes es un hecho único en nuestras vidas (o, por lo menos, no frecuente), no deja de ser rutina, sórdida si se quiere, pero rutina al fin y al cabo, para aquéllos para quienes la muerte es una profesión.
Por si hay gente desprevenida, no falta quien allane los caminos, no de la muerte, que no necesita que le franqueen el paso, pero sí de los trámites que le siguen. Con discreción, siempre con discreción, un señor educado, vestido con sencillez y corrección, se acercó a la familia de la difunta. Era un empresario, o un comercial, de pompas fúnebres, que ofrecía sus servicios para tramitar un entierro en el cementerio de Valencia, supongo.
No debe ser un trabajo agradable el de comercial de pompas fúnebres, no. No hay oficio malo, y a todo se acostumbra uno, pero se debe enfrentar uno a todo tipo de clientes. Vale que el cliente principal nunca protesta, y que ayuda bastante que los gastos del sepelio se puedan deducir de la masa hereditaria y se descuenten directamente de las cuentas bancarias que pudiera poseer el cliente, pero seguro que los parientes del difunto comparan al sepulturero con una sabandija chupasangres que acude al olor del dinero.
Miré a los parientes, que, desconsolados, iban desapareciendo por el pasillo del fondo, siguiendo la camilla sobre la que seguía depositado el cadáver de su abuela. Y miré a mi madre, que seguía inmóvil y tranquila. Y no pude dejar de pensar que no tardaría en vérmelas como los parientes de la otra, y que quizá fuese horas después, ni siquiera días.
Sin embargo, el hecho de estar resignados a lo inevitable nos había llevado a tomar algunas medidas preparatorias, entre las que estaba avisar a la funeraria de Benicountrí para que estuvieran preparados para un transporte en cualquier momento. Porque los hijos de Benicountrí, y aun los nietos, por mucho que hayan vivido fuera de allí la mayor parte de su vida, vuelven a Benicountrí aunque sea con los pies por delante.
Ya estaba deshaciéndome de tales pensamientos y volviendo a la postura horizontal con ánimo de proseguir con el sueño interrumpido por el deceso de la vecina, cuando entraron en la habitación dos camilleros con una cama, sobre la cual una paciente respiraba ruidosamente, o quizá estuviera roncando. Acompañaba a los camilleros y a la camilla, vestido de paisano, un hombre que estaría por los sesenta años, menudo y enjuto, con aspecto campesino, que me saludó con una inclinación de cabeza. Respondí al saludo con una inclinación semejante, y con cierta desazón, porque me había hecho ilusiones de tener una habitación aunque sólo fuera para el resto de la noche, y he aquí que iba a tener la compañía de alguien que, por ser nuevo, seguro que llegaría poco cansado y no dormiría con facilidad.
Y, por si fuera poco, la paciente roncaba, o al menos respiraba con fuerza.
El caso es que teníamos compañía, pero de los pormenores de la misma, y de lo que sucedió a continuación, tocará hacerse eco en la siguiente entrada, porque ésta está quedando desusadamente larga y, por si eso no fuera suficiente, se está haciendo muy tarde.
Sin embargo, tras varios días de duermevela, el lunes por la noche estaba durmiendo a pierna suelta, y creo que, de tan cansado como estaba, hubiera dormido sobre un lecho de ortigas, si no hubiera habido otro sitio. Pero no dura mucho la alegría en estos casos, y sería la una de la madrugada cuando sentí unos toquecitos en mi hombro. Me desperté sobresaltado, para encontrarme un enfermero que se me dirigía.
- Salga un rato.
Me incorporé de mala gana y resignado. Además del enfermero, en la habitación había un nutrido grupo de personas, varias de ellas llorando. La vecina de la cama 7.1, a juzgar por todos los indicios, había dejado de respirar pocos minutos antes y su cara estaba cubierta por la sábana de la cama.
Me levanté y salí en pijama de la habitación. Los parientes de la vecina, obviamente, sí que la querían, no como los parientes de la sedienta paciente anterior, y no había quien no estuviera visiblemente apesadumbrado, como poco, o llorando a moco vivo los que más. Entorné los ojos, no habituados a la luz del pasillo, y me apoyé contra la pared con un suspiro, mientras el trasiego de parientes de la vecina continuaba. Entraban en la habitación, y poco después salían con la cabeza gacha.
- Lo lamento mucho - les decía yo a los que iban saliendo.
- Gracias - decían algunos, mientras que otros se limitaban a inclinar un poco la cabeza en señal de aprecio.
- Oye, siento mucho que por culpa nuestra estés aquí tirado en medio del pasillo - dijo uno de los parientes, especialmente considerado con éste su prójimo.
- No pasa nada, peor es lo vuestro - le respondí yo, muy obsequioso.
Unos minutos después, salió de la habitación la camilla entera, con los restos mortales de la vecina, siempre tapados con la sábana, sobre ella, y seguida por toda la procesión de sus parientes, con lo que me quedé en el pasillo sin saber muy bien a qué atenerme. Como nadie volvía a decirme nada, decidí que, puesto que el cadáver ya no estaba ni cerca, y allí no había nadie ni motivo para que lo hubiese, era cuestión de volver a mis sueños y pasar la página de la difunta vecina.
Los parientes de la vecina no parecían terminar de creérselo ¿Se puede estar preparado para una situación como ésta? Supongo que es cuestión de costumbre, y que, lo que para quienes estamos en el hospital como internos o acompañantes es un hecho único en nuestras vidas (o, por lo menos, no frecuente), no deja de ser rutina, sórdida si se quiere, pero rutina al fin y al cabo, para aquéllos para quienes la muerte es una profesión.
Por si hay gente desprevenida, no falta quien allane los caminos, no de la muerte, que no necesita que le franqueen el paso, pero sí de los trámites que le siguen. Con discreción, siempre con discreción, un señor educado, vestido con sencillez y corrección, se acercó a la familia de la difunta. Era un empresario, o un comercial, de pompas fúnebres, que ofrecía sus servicios para tramitar un entierro en el cementerio de Valencia, supongo.
No debe ser un trabajo agradable el de comercial de pompas fúnebres, no. No hay oficio malo, y a todo se acostumbra uno, pero se debe enfrentar uno a todo tipo de clientes. Vale que el cliente principal nunca protesta, y que ayuda bastante que los gastos del sepelio se puedan deducir de la masa hereditaria y se descuenten directamente de las cuentas bancarias que pudiera poseer el cliente, pero seguro que los parientes del difunto comparan al sepulturero con una sabandija chupasangres que acude al olor del dinero.
Miré a los parientes, que, desconsolados, iban desapareciendo por el pasillo del fondo, siguiendo la camilla sobre la que seguía depositado el cadáver de su abuela. Y miré a mi madre, que seguía inmóvil y tranquila. Y no pude dejar de pensar que no tardaría en vérmelas como los parientes de la otra, y que quizá fuese horas después, ni siquiera días.
Sin embargo, el hecho de estar resignados a lo inevitable nos había llevado a tomar algunas medidas preparatorias, entre las que estaba avisar a la funeraria de Benicountrí para que estuvieran preparados para un transporte en cualquier momento. Porque los hijos de Benicountrí, y aun los nietos, por mucho que hayan vivido fuera de allí la mayor parte de su vida, vuelven a Benicountrí aunque sea con los pies por delante.
Ya estaba deshaciéndome de tales pensamientos y volviendo a la postura horizontal con ánimo de proseguir con el sueño interrumpido por el deceso de la vecina, cuando entraron en la habitación dos camilleros con una cama, sobre la cual una paciente respiraba ruidosamente, o quizá estuviera roncando. Acompañaba a los camilleros y a la camilla, vestido de paisano, un hombre que estaría por los sesenta años, menudo y enjuto, con aspecto campesino, que me saludó con una inclinación de cabeza. Respondí al saludo con una inclinación semejante, y con cierta desazón, porque me había hecho ilusiones de tener una habitación aunque sólo fuera para el resto de la noche, y he aquí que iba a tener la compañía de alguien que, por ser nuevo, seguro que llegaría poco cansado y no dormiría con facilidad.
Y, por si fuera poco, la paciente roncaba, o al menos respiraba con fuerza.
El caso es que teníamos compañía, pero de los pormenores de la misma, y de lo que sucedió a continuación, tocará hacerse eco en la siguiente entrada, porque ésta está quedando desusadamente larga y, por si eso no fuera suficiente, se está haciendo muy tarde.