No es fácil dormir correctamente en un hospital, ni siquiera con una enferma tan poco molesta como estaba resultando ser mi madre en esta ocasión. Su estado seguía estable: inconsciente, sedada, respirando y con suero y oxígeno. Pero los sillones-cama estaban pensados para salir del paso, no para que una persona de mi estatura, edad y peso se pasara día tras día posando sus espaldas contra el mismo, y noche tras noche posando sus espaldas y el resto del cuerpo.
Sin embargo, tras varios días de duermevela, el lunes por la noche estaba durmiendo a pierna suelta, y creo que, de tan cansado como estaba, hubiera dormido sobre un lecho de ortigas, si no hubiera habido otro sitio. Pero no dura mucho la alegría en estos casos, y sería la una de la madrugada cuando sentí unos toquecitos en mi hombro. Me desperté sobresaltado, para encontrarme un enfermero que se me dirigía.
- Salga un rato.
Me incorporé de mala gana y resignado. Además del enfermero, en la habitación había un nutrido grupo de personas, varias de ellas llorando. La vecina de la cama 7.1, a juzgar por todos los indicios, había dejado de respirar pocos minutos antes y su cara estaba cubierta por la sábana de la cama.
Me levanté y salí en pijama de la habitación. Los parientes de la vecina, obviamente, sí que la querían, no como los parientes de la sedienta paciente anterior, y no había quien no estuviera visiblemente apesadumbrado, como poco, o llorando a moco vivo los que más. Entorné los ojos, no habituados a la luz del pasillo, y me apoyé contra la pared con un suspiro, mientras el trasiego de parientes de la vecina continuaba. Entraban en la habitación, y poco después salían con la cabeza gacha.
- Lo lamento mucho - les decía yo a los que iban saliendo.
- Gracias - decían algunos, mientras que otros se limitaban a inclinar un poco la cabeza en señal de aprecio.
- Oye, siento mucho que por culpa nuestra estés aquí tirado en medio del pasillo - dijo uno de los parientes, especialmente considerado con éste su prójimo.
- No pasa nada, peor es lo vuestro - le respondí yo, muy obsequioso.
Unos minutos después, salió de la habitación la camilla entera, con los restos mortales de la vecina, siempre tapados con la sábana, sobre ella, y seguida por toda la procesión de sus parientes, con lo que me quedé en el pasillo sin saber muy bien a qué atenerme. Como nadie volvía a decirme nada, decidí que, puesto que el cadáver ya no estaba ni cerca, y allí no había nadie ni motivo para que lo hubiese, era cuestión de volver a mis sueños y pasar la página de la difunta vecina.
Los parientes de la vecina no parecían terminar de creérselo ¿Se puede estar preparado para una situación como ésta? Supongo que es cuestión de costumbre, y que, lo que para quienes estamos en el hospital como internos o acompañantes es un hecho único en nuestras vidas (o, por lo menos, no frecuente), no deja de ser rutina, sórdida si se quiere, pero rutina al fin y al cabo, para aquéllos para quienes la muerte es una profesión.
Por si hay gente desprevenida, no falta quien allane los caminos, no de la muerte, que no necesita que le franqueen el paso, pero sí de los trámites que le siguen. Con discreción, siempre con discreción, un señor educado, vestido con sencillez y corrección, se acercó a la familia de la difunta. Era un empresario, o un comercial, de pompas fúnebres, que ofrecía sus servicios para tramitar un entierro en el cementerio de Valencia, supongo.
No debe ser un trabajo agradable el de comercial de pompas fúnebres, no. No hay oficio malo, y a todo se acostumbra uno, pero se debe enfrentar uno a todo tipo de clientes. Vale que el cliente principal nunca protesta, y que ayuda bastante que los gastos del sepelio se puedan deducir de la masa hereditaria y se descuenten directamente de las cuentas bancarias que pudiera poseer el cliente, pero seguro que los parientes del difunto comparan al sepulturero con una sabandija chupasangres que acude al olor del dinero.
Miré a los parientes, que, desconsolados, iban desapareciendo por el pasillo del fondo, siguiendo la camilla sobre la que seguía depositado el cadáver de su abuela. Y miré a mi madre, que seguía inmóvil y tranquila. Y no pude dejar de pensar que no tardaría en vérmelas como los parientes de la otra, y que quizá fuese horas después, ni siquiera días.
Sin embargo, el hecho de estar resignados a lo inevitable nos había llevado a tomar algunas medidas preparatorias, entre las que estaba avisar a la funeraria de Benicountrí para que estuvieran preparados para un transporte en cualquier momento. Porque los hijos de Benicountrí, y aun los nietos, por mucho que hayan vivido fuera de allí la mayor parte de su vida, vuelven a Benicountrí aunque sea con los pies por delante.
Ya estaba deshaciéndome de tales pensamientos y volviendo a la postura horizontal con ánimo de proseguir con el sueño interrumpido por el deceso de la vecina, cuando entraron en la habitación dos camilleros con una cama, sobre la cual una paciente respiraba ruidosamente, o quizá estuviera roncando. Acompañaba a los camilleros y a la camilla, vestido de paisano, un hombre que estaría por los sesenta años, menudo y enjuto, con aspecto campesino, que me saludó con una inclinación de cabeza. Respondí al saludo con una inclinación semejante, y con cierta desazón, porque me había hecho ilusiones de tener una habitación aunque sólo fuera para el resto de la noche, y he aquí que iba a tener la compañía de alguien que, por ser nuevo, seguro que llegaría poco cansado y no dormiría con facilidad.
Y, por si fuera poco, la paciente roncaba, o al menos respiraba con fuerza.
El caso es que teníamos compañía, pero de los pormenores de la misma, y de lo que sucedió a continuación, tocará hacerse eco en la siguiente entrada, porque ésta está quedando desusadamente larga y, por si eso no fuera suficiente, se está haciendo muy tarde.
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